ANTOLOGÍA DE CUENTOS
La Asociación Mexicana para la Audición “Ayudanos a Oír”, A.C. (AMAOIR) es una institución no lucrativa fundada en 1995 por el Dr. Gonzalo Corvera Behar con el fin de llevar el tratamiento óptimo de las enfermedades de oído a pacientes que no tienen acceso a la medicina avanzada de nuestros tiempos. AMAOIR trabaja para brindar atención médica óptima a personas con hipoacusia y capacitar a los pacientes, sus familiares y a los profesionales de la salud y de la educación, para mejorar la calidad de vida y la integración social de las personas con discapacidad auditiva. Ha establecido el programa de implante coclear con más experiencia en el país, y asesora a equipos de implante coclear y/o terapeutas en diversos estados de la República; organiza jornadas quirúrgicas anuales en comunidades donde no existe el equipamiento humano y tecnológico para realizar cirugía de oído; estableció el primer programa de enseñanza por internet para terapeutas en Método Auditivo-Verbal en español del mundo; imparte cursos y conferencias todo el año dirigidas a médicos, terapeutas, maestros y padres de niños con hipoacusia. Para AMAOIR es de fundamental importancia incrementar la conciencia social sobre el tema de la sordera, y por ello se complace en la publicación de esta antología. Dr. Gonzalo Corvera Behar
ANTOLOGÍA DE CUENTOS
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VOLUMEN I
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A todas las personas que contribuyeron a Escucharte.
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2a. Edición, 2011 Diseño de cubierta e interiores: Drafft Diseñadores Asociados Ilustraciones: Rodrigo Zárate Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.
C 2011 de todas las ediciones Connect Hearing, Reforma 382, Ed. Karma, Piso 8, Col. Juárez, Del. Cuauhtémoc E-mail: escucharte@connecthearing.com.mx
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Adela Celorio Mariví Cerisola Sandrine Dupriez Nora Emilia Gabriela Esparza Alberto Farraguez Eduardo Gleason Yael Alonso Gómez Lucio Yudi Kravzov Fernando Macías María Esther Núñez Ester Ortega Eugenia Ortiz Gina Peña Alfredo Peñuelas Mercedes Van Santen
Editado por:
Antologadora María Esther Núñez
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índice
Prólogo, Dr. Gonzalo Corvera Behar ............................................... 13 No hay peor sordo..., Adela Celorio ................................................. 17 La muerte del gallo, Eduardo Gleason ............................................. 21 Jugando al silencio, Nora Emilia ...................................................... 25 Es que soy un viejo, Alfredo Peñuelas ................................................ 29 Recuperarse del silencio,Yael Alonso Gómez Lucio ............................ 33 El acuario humano, Yudi Kravzov ..................................................... 37 Cosas del diablo, Gabriela Esparza .................................................... 41 La confesión, Ester Ortega ................................................................ 49 Y esa, ¿quién es?, Gina Peña ................................................................ 53 El piropo, Eugenia Ortíz ...................................................................... 59 El teléfono, Mercedes Van Santen ..................................................... 63 Seré el agente 007, Sandrine Dupriez ................................................ 67 Sordo y ciego, Fernando Macías ....................................................... 73 Las voces de mi cuerpo, María Esther Núñez ................................... 77 Dentro de sus pupilas, Alberto Farraguez ......................................... 83 El campanario, Mariví Cerisola ........................................................... 91 Para que lo oigas de una vez por todas, Alfredo Peñuelas ............ 97 El llamado del muecín, Eduardo Gleason ........................................ 101
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PRÓLOGO
Dr. Gonzalo Corvera Behar
No hay una discapacidad menos comprendida que la causada por la sordera bilateral profunda. El término médico es “hipoacusia profunda neurosensorial bilateral” y significa que quien la padece, no tiene suficiente capacidad auditiva para poder comprender el lenguaje hablado. El lenguaje hablado es parte esencial de la cultura desde el inicio de la humanidad, de hecho, podemos argumentar que el lenguaje es lo que nos hace humanos. Nos permite transmitir mensajes precisos en forma eficiente (hablados y escritos), lo que a su vez abre la posibilidad de comunicarnos con nuestros semejantes. Nos es tan natural utilizar el sentido del oído para saber qué está sucediendo a nuestro alrededor, que pocos se ponen a pensar en lo que se sentiría estar sentado a la mesa con la familia y no tener idea del tema de conversación. Aún utilizando la “lectura de labios” (lectura labio-facial o, más bien, labio-corporal), el porcentaje del mensaje que recibe una persona que padece sordera profunda es mínimo en comparación al asequible a una persona con audición dentro de parámetros de normalidad. Una persona con sordera profunda no participa en la conversación alrededor de la mesa porque frecuentemente no sabe ni siquiera cual es el asunto del que se está hablando; en la televisión busca películas en cualquier idioma menos en español, porque si no tiene subtítulos, no hay forma en que la pueda seguir y, eso, si tiene la fortuna de haber aprendido a leer, porque cuando los niños nacen con sordera
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profunda, es difícil hacerles comprender el significado de la palabra escrita. Frecuentemente los niños que padecen sordera profunda aprenden a leer, pero no comprenden lo que están leyendo. No descifran el mensaje. Sucede, por lo menos durante un tiempo, que no entienden que las palabras tienen significado, sin hablar del significado de las palabras en sí. Los niños que pierden la audición antes de aprender a hablar, nunca adquieren el lenguaje hablado si no reciben el tratamiento adecuado, de ahí el término –incorrecto- de “sordomudo”. Quien pierde la audición después de haber aprendido a hablar, puede perder el habla, no por una incapacidad para formular las palabras, sino por no saber cómo suenan y si lo expresado se asemeja a lo que se quería expresar. Entonces, la sordera no sólo dificulta comprender lo que otros dicen, también dificulta que otros comprendan lo que el afectado quiere decir. El resultado es el aislamiento social; se dificulta terriblemente el proceso de enseñaza/aprendizaje, las escuelas privadas rechazan a los niños con sordera, los adultos difícilmente consiguen trabajos bien remunerados. Y, sin embargo, padeciendo una discapacidad tan severa, el “sordo” es injuriado por atreverse a tener un sentido menos que el interlocutor. “¿Qué, estás sordo o qué?”, “¡P_che sordo!”. ¿A alguien se le haría normal decirle a una persona que está en silla de ruedas?: “¡P_che paralítico!”? Entonces, ¿por qué toleramos las injurias dichas a un “sordo”? Es un reflejo de la poca información y conciencia que existen entre el público en general sobre la sordera y sus consecuencias. Por otra parte, existe el punto de vista de la Comunidad Silente, quienes ven en la sordera no una discapacidad, sino una oportunidad para vivir el mundo de otra manera. Defienden su sordera como una etnicidad a la cual tienen derecho. En la actualidad hay tratamientos como el implante coclear que pueden permitir a un niño que nace con sordera adquirir la suficiente audición que le permitirá aprender a hablar, aprender a escribir,
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PRÓLOGO
aprender a aprender. Pero sólo funciona si se realiza en los primeros años de vida, lo que hace que no podamos esperar a preguntarle si preferiría compartir el mundo del silencio con sus padres y otros miles de hipoacúsicos que lo ven como una forma igual de buena o mejor a la que los demás aceptamos como ideal. Si no se actúa prontamente, de alguna manera se está decidiendo por el niño, ya que el buen resultado no se consigue cuando el tratamiento es tardío. No hay forma de esperar a que él decida sin antes haberlo encaminado fuertemente en una dirección; hay que decidir por él y, si bien nadie debería tener tanto control sobre el destino de una persona, cuando es inevitable, es en los padres en quienes recae esa responsabilidad. De ahí la importancia de que se haya publicado este libro de Antologías. Primero, porque ayuda a crear conciencia sobre un asunto tan serio como la sordera. Pero, también, porque nos permite ver a través de los ojos de varios escritores, no el lado clínico de la discapacidad y nuestra angustia al tener lo que para nosotros es la solución al “problema”, sino el lado humano, ese en el cual podemos ver que el hombre es increíblemente capaz de obtener frutos de la adversidad y cómo el no escuchar nos puede abrir otro mundo, o ayudarnos a ser mejores personas, o a desarrollar intensamente otro sentido. Nos ayuda a comprender que pueda existir gente que ame ser “sorda” y que tienen todo su derecho a ello. Esta Antología nos hacer ver que tal vez nada es tan importante. Lo realmente valioso es buscar lo inesperado de la situación, saber encontrar los mensajes ocultos. Nos levanta el ánimo ver de lo que es capaz el espíritu humano. Agradezco a los autores el darnos visiones bellas, positivas, diferentes, incluso cómicas. Nos recuerda que siempre hay que buscar el lado amable de todo, nos aligeran el espíritu.
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No hay peor sordo…
Adela Celorio Es imprescindible escuchar bien, para poder apreciar el valor del silencio.
No existen antecedentes de sordera en mi familia. Mis abuelos oían hasta lo que no, mamá escuchaba muy bien tras las puertas. “Cuidado con lo que piensas porque yo puedo oírlo” alardeaba papá y, con ese maravilloso oído que Dios le concedió, podía escuchar hasta los chismes que le contaban los pájaros porque con frecuencia aseguraba: “me lo dijo un pajarito” No, no hay antecedentes de sordera en la familia, y es por eso que cuando empecé a preguntar como la ancianita que aparecía con una mano tras la oreja en el libro en que aprendí las vocales: ¿eeeh?; mis hermanas, siempre apoyadoras y compasivas, empezaron a llamarme sorda y, con el afán de ayudarme, informaban a cualquiera que me hablara: “grítele porque la pobre no oye nada” Digamos que no me afectó porque: “al cabo que no es cierto” –pensé- hasta que en una revisión de rutina, el otorrino me preguntó: ¿ya se dio cuenta de que oye muy mal?. Después de hacerme varios estudios me informó que necesitaba un aparato de audición.“No es para tanto” -pensé- y aprendí a responder con una sonrisa misteriosa todo aquello que no lograba escuchar. Así me mantuve a flote por un tiempo hasta que descubrí que mi sonrisa misteriosa había perdido su eficacia cuando las conversaciones se convirtieron en una masa de ruido indescifrable y poco a poco familia y amigos me fueron marginando hasta el punto de hacerme sentir invisible. -¡No me importa ¡total! ellos se lo pierden! -Me engañe nuevamente- La verdad es que me sentía humillada,
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sola, desesperada: ¡Hábleme fuerte por favor¡ -exigía en la bocina del teléfono a la empleada de la tienda o a la cajera del banco, quienes en principio levantaban un poco la voz pero luego, para mi total desesperación, recuperaban su tono normal, inaudible para mí. Finalmente, en secreto como quien comete un delito, accedí a colocarme el pequeñísimo aparato de audición que me devolvió al mundo sonoro, a la alegría de escuchar el gorjeo de mis nietos, el cliqueo de la lluvia sobre mi techo de cristal, a la música y las confidencias en voz baja de mis amigas. Pero como no hay nada perfecto, recuperé también las groseras estridencias que nos impone la vida en una gran ciudad: el pertinaz ruido de los aires acondicionados, el taladrante de las ambulancias, el intrusivo de los teléfonos celulares que irrumpen en el silencio sagrado de la consagración, a la mitad de una obra de teatro, o generan una oleada de risas nerviosas en medio de la oración fúnebre en un velorio. Recuperé el ruido de fondo de los motores, del claxon de los conductores desesperados y las estridentes voces de mis hermanas que hablaban libremente delante de mí. Escuché cosas que prefería no haber escuchado nunca y que sólo de recordarlas me estremecen porque “ni te preocupes, ella no oye nada”, decían. Fue así como en medio de la soledad a la que me remitió la sordera, revaloré el mundo sonoro, aunque también, con la recuperación del sonido aprendí a valorar el bendito silencio que propicia la quietud que el alma necesita para oxigenarse, para orar, para crear. Descubrí que nada de lo que vale la pena se consigue en medio del mundanal ruido y he aprendido a administrarme. El pequeñísimo aparato de audición me permite ser selectiva: escuchar sólo aquello que me interesa y retirarlo a mi gusto porque: “No hay peor sordo que el que no quiere oír”. He recuperado la sonrisa que ahora sí es misteriosa y, cuando es absolutamente necesario explicar por qué estoy enterada de algo que se supone no pude haber oído, respondo como aprendí de papá: “me lo dijo un pajarito”.
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NO HAY PEOR SORDO...
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LA MUERTE DEL GALLO
Eduardo Gleason
La madrugada del día en que Rosendo Noreña murió, no escuchó a los gallos cantar. Nunca los oyó en su vida. Jamás supo del ruido que producían cuando miraban al cielo y, abriendo el pico, sacudían las crestas y con ellas sus cuerpos cubiertos de plumas. Lo que sí comprendía perfectamente era el por qué después de esos temblores, los gallos se pavoneaban sacando el pecho, ensanchando sus alas. Soledad, su mujer, se levantó con él; ninguno de los dos había podido dormir durante la noche. Lo abrazó, lo besó con todas sus fuerzas. Después lo jaló nuevamente a la cama; le hubiera gustado hacer el amor con él por última vez, pero al cabo de unos minutos los dos comprendieron que no se encontraban dispuestos para quererse con las carnes; permanecieron abrazados y se besaron profundamente para amarse con el corazón. Rosendo enjugó las lágrimas de Soledad y luego caminó hasta el fondo de la choza donde dormían sus tres hijos. Se arrodilló y les dio un beso en la frente. Después escarbó en la tierra hasta sacar de ahí, envuelto en sarapes, el fusil viejo que era de su padre. Alguien le había explicado que en realidad era de su abuelo, que con ése y otras armas habían logrado sacar del país a los gachupines. Al tenerlo en las manos, se quedó observándolo por unos momentos como calculando todo lo que se podría hacer con él. Lo limpió, estudió el mecanismo y lo levantó varias veces para medir cuánto pesaba. Por último, se lo echó al hombro an-
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tes de encaminarse a la puerta donde lo esperaba su machete. Soledad lo siguió hasta allá para rodearlo con sus brazos, besarlo otra vez y suministrarle la bendición con la señal de la Cruz. Al darse la media vuelta, Rosendo no fue capaz de oír el llanto de su mujer. Cuando llegó a la plaza ya estaban ahí reunidos todos los hombres del pueblo. Algunos habían llegado con segaderas, otros con hachas y cuchillos, la mayoría con machetes. Sólo había dos fusiles. Por eso, cuando vieron a Rosendo aparecer con el arma larga y estilizada, lo rodearon entre varios para ver cómo funcionaba. Rosendo no supo explicarles, así que el fusil que le entregó su padre después de luchar contra los gringos, en pocos minutos ya estaba en manos de Valerio. A Rosendo no le importó gran cosa; él se sentía más a modo con su machete. Además, ya no tendría que estar cargando con todo ese peso. Rosendo no oyó cuando Valerio se puso a dar indicaciones de por dónde se encontraban los franceses, de cómo iban a atacarlos hasta llegar y prenderle fuego a las carretas que transportaban la pólvora. No escuchó el ruido que hacían sus propios huaraches cuando todos se voltearon a verlo para pedirle que caminara en silencio y que mejor se alejara unos metros.Tampoco tuvo oídos para entender los murmullos cuando alguien dijo: “este piche sordo nos va a echar a perder la emboscada”. Rosendo se dio cuenta que sus compañeros no lo querían a su lado, pero él no quiso escuchar la voz interna que le pedía regresar con su mujer y sus hijos; mejor se concentró en pensar en que los gringos ya les habían quitado muchas tierras y que los franceses venían para hacer lo mismo. Españoles, franceses o gringos, para él eran todos lo mismo; no entendía de diferencias. Lo único que sabía es que los unos o los otros vinieron a perjudicarlos. Ocultos entre el follaje, no oyó cuando Valerio dio la orden de atacar, pero lo mismo se paró y salió corriendo con su
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LA MUERTE DEL GALLO
machete en alto, sobre la cabeza. No escuchó la ráfaga de disparos que ahuyentaron a sus compañeros, ni los gritos de dolor, ni las órdenes de retirada. Rosendo siguió corriendo contra el enemigo sin darse cuenta que él era el único atacante. No oyó las risas de los franceses, ni las balas que se fueron incrustando una por una sobre su cuerpo mientras los invasores jugaban al tiro al blanco. En el camino perdió el machete, entonces, pensó en Soledad y sus hijos, pero siguió corriendo buscando hacer tiempo, distrayendo a los soldados hasta llegar al campamento adversario. Tampoco escuchó las explosiones de pólvora en la retaguardia enemiga, pero sonriendo miró a las alturas cubrirse de humo y de colores. Entonces, frente a los sorprendidos franceses, ensanchó sus brazos hacia adelante y luego hacia atrás, levantó la vista al cielo, sacó el pecho y con todas sus fuerzas gritó sacudiendo su cuerpo, poco antes de morir.
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JUGANDO AL SILENCIO
Nora Emilia
Divorciada y con dos hijas, regresamos a casa contentas de las vacaciones; a ellas les quedaron ganas de volver a la casa de Frida Kahlo y, a mí, a la de Fabián, el escritor de largas manos que no nada más prometía ser un creador de fantasías, sino un inquisidor de deseos ocultos, un auténtico colector de energía sexual. Al día siguiente nos encontramos en la plaza de Santa Catarina. -Lo único rutinario entre tú y yo serán los horarios; cada martes a partir de las diez treinta te recibirá en mi casa un yo distinto- me dijo a modo de invitación mientras caminábamos por Francisco Sosa. En algún momento dimos vuelta a la izquierda y llegamos a un portón negro con un 358 sobre el timbre, al final de un callejón bien escondido. -¿Quieres pasar?- preguntó besándome delicadamente los labios y abrazando mi cintura. -Dejémoslo para el martes- me reservé medio embrujada. Era la segunda vez que me hacía una invitación a su espacio, pero como sus historias me metían en una dimensión sin tiempo, sentía pánico de perderme con él. Por fin llegó el martes y el corazón se me salía desde que me levanté.Toqué el timbre esperando con morbo al personaje que me abriría la puerta. Compré una charola de conchas glaseadas para llevarle algo diferente, pero habitual, cotidiano y exquisito; algo que se hubiera cocinado a fuego lento; deseaba
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que cada bocado le endulzara la boca con crujientes cristales de azúcar, quería que no se olvidara de mí con facilidad. Abrió la puerta y entré a una casa llena de sombras y recovecos, una casa con cuatro libreros de piso a techo que olían a viejo, a polvo y también a tabaco. Sentí nauseas, pero la curiosidad de entrar a la madriguera del escritor me tenía aprisionada y, estar ahí, era la única manera de liberarme. Se alegró de verme. Dejó la charola en una mesa y sin decir palabra me metió al baño. Sacó dos tapones de cera, los metió en cada uno de mis oídos y los bien apretó sin lastimarme. Se paró frente a mí para que leyera sus labios y lentamente articuló en mudo -Vamos a jugar al silencio-. Puso su dedo índice en mis labios, dibujó una sonrisa y me regaló una cara divertida. Me tranquilicé. Yo venía dispuesta a perversiones más depravadas y él me salía con un juego de silencios. Al parecer, estaba yo más loca que él. El silencio es un buen aliado cuando no tienes mucho que decir y llenas los vacíos con anécdotas triviales, pero inspeccionar la casa de este hombre con la propuesta del mutismo, me hacía poner mucha más atención a todo lo que ahí se encontraba. Recorrí los libreros con cautela y encontré una sección de ejemplares viejos, de hojas gruesas y papeles mal cortados. Descubrí una colección de más de treinta pipas y lo pude ver joven en fotografías ochenteras. Mientras yo estaba abstraída fue a preparar una infusión de toronjil y menta, me ofreció la taza y me tomó de la mano. Me guió hasta su habitación. La idea de no hablar comenzaba a gustarme; es tan común escuchar pura idiotez de quien te quiere llevar a la cama que el silencio me parecía, más que nada, honesto. De pronto se acercó a mí, quise hablar, pero con señas me dijo que no escuchaba. Se quitó el pantalón, se quitó la camisa y me invitó a sentarme al centro de su colchón. Yo, obediente, me quité los zapatos y me senté frente a él.
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JUGANDO AL SILENCIO
En silencio comenzó a estudiar mi rostro. Recorrió cada una de mis arrugas, lo mismo hice con las suyas. Era fascinante verle cambiar las expresiones con tanto detalle. Colocó sus manos en mi corazón y sentí que mi cuerpo era suyo y que haríamos juntos un cuerpo nuestro. Subió entonces mi falda poco a poco y señaló con dulzura las pecas que se esconden bajo mi ropa. ¿De cuánta estupidez nos estábamos librando con ese silencio? pero, entre más cerca estaba, más extrañaba oírlo respirar, gemir. Escucharlo. Quise hablar una vez más, entonces cerró mis ojos y logré conectarme a nuestros cuerpos, adivinar sus ganas y terminé toda sin necesidad de oír su voz. Salí de su habitación tres horas después con los tapones puestos. Nos despedimos con un beso mudo. En la calle, sin embargo, la ausencia de ruido me empezó a asustar; quería reconocer mi entorno, escuchar vida en movimiento. Me quité los tapones y me conecté al mundo. Encendí la radio. Lo primero que oí fueron horrendas noticias de guerra, reportes viales de atascaderos y más sobre las manifestaciones. Cambié de estación y escuché una entrevista donde anunciaban una asociación que ayuda a gente con sordera. -Un niño que no oye, es un niño que no aprende ni a hablar, se siente aislado y es difícil comprenderlo. Es inmensa la soledad que vive una persona cuando no escucha. El oído es el primero de los sentidos que puede ser substituido por una computadora. -El silencio es agradable sólo cuando es opcional- pensaba en voz alta cuando llegó un mensaje mudo a mi teléfono: “Éstas son las conchas más ricas que he probado en mi vida. Regresa el martes, por favor.”
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ES QUE SOY UN VIEJO
Alfredo Peñuelas
“Lo que pasa es que no me oyes”, eso es lo que recuerdas cuando piensas en ella, Jacinto. Lo recuerdas y sonríes porque solía ser una broma entre ambos, algo más que un acuerdo divertido, una manera de decir: “te quiero mucho”. Y por eso mismo nunca te diste cuenta cuando la sordera comenzó a ser parte de sus vidas, María y tú casi no hablaban, se conocían tan bien que las palabras era un artículo prescindible entre ambos, “las palabras son pocas cuando hay tanto amor”, dijo María alguna vez y tú lo creías como se sigue un credo o una manda, como se sigue a un pastor. Y esto último te lleva a recordar también a la manada, al campo, a la soledad en el cerro donde no se necesita el sonido ni nada, sólo el instinto. Lo primero que se te perdió fueron los pájaros y el rumor del arroyo, aunque tampoco te diste cuenta de ello. A fuerza de estar ahí todos los días pensaste escucharlos indelebles, Jacinto.Y esto también fue por la rutina.Tempranito en la mañana la leña y el agua para que María te hiciera el café. Un simple empujoncito en el costado al cantar el gallo para que tú pensaras que ella decía, “anda flojo, levántate ya, que los chivos no se pastorean solos”. Otro ademán para negar un plato más de comida al desayuno ante una insistencia de María inaudible con los oídos pero no con el corazón, y otro beso más con sabor a “te cuidas y qué te vaya bien” como despedida. Todos ellos eventos de una rutina amorosa que no permitieron ver cómo la sordera se iba
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apoderando poco a poco de ti hasta que, sin darte cuenta, no oídas nada, “Pura memoria”, dices para ti mismo, mientras recuerdas, “pero qué pendejo, eso es lo que soy, un viejo pendejo”. Los doctores caminan por el pasillo y tú no los quieres ver más. Hace rato que sus pasos se volvieron fantasmas de un ruido blanco que no disipa dudas, te has cansado de preguntar, lo último que supiste de la enfermera fue algo que seguramente signficó “cualquier cosa, o nosotros le avisamos”, que no te dice nada. “Sordo, sordo, sordo. Estoy sordo y por eso no me pelan”, mientras te quedas sordo con tus dudas, sordo con tus miedos, sordo, ahora sí, de la voz de María que quisieras que ahora te consolara. El recuerdo te lleva a un silencio que no conocías hasta entonces, algo parecido a la oscuridad. Parecido a la noche, a aquella noche en especial en que María te gritaba desde afuera de la casa que se sentía mal, que la ayudaras, palabras que no recuerdas por no haberlas oído nunca. Viene a ti la extrañeza por quedarte dormido y solo, “¿Dónde estará María?” preguntaste a una voz que ya no podías escuchar. “María, María, María” gritaste varias veces en el silencio sólo para darte cuenta que no recibías respuesta, que no oías nada. Porque ahí estaba el crepitar de la leña, el perro ladrando, los grillos nocturnos, los chivos en el corral, todos ellos miembros de un coro silencioso y muerto para tus oídos donde la única voz que querías escuchar era la de tu mujer. Afuera la negrura aullando la ronca ausencia de María. El perro no dejó de ladrar y tú sin poder comprender el por qué de tanto silencio, te adentraste en la noche espesa para seguir al animal como única luz, como el reflejo de la voz de María que, de seguro, estaría gritándote para pedir ayuda, para decirte que se encontraba quieta como una palomita en medio de la nada, que algo le pasaba, que algo te estaba gritando, que estaba ocurriendo algo que tú ignorabas e ignoras como esta sordera que te invade desde hace tiempo, que odias porque te aleja de la
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realidad, que te apartó de María en el momento en que más te necesitaba. La enfermera ha regresado desde hace rato. Te cuesta trabajo acostumbrarte a tu nueva realidad. Ella habla y no la oyes, por primera vez no hay rutina y te percatas de ello, sigues sumido en la noche donde encontraste a tu mujer inconsciente y la llevaste en vilo a la clínica. Su sonrisa te indica que María está bien, su gesto te reconforta, pareciera hablarte con palabras amables, con datos que no entiendes, no importa, su sonrisa lo dice todo. Detrás de la puerta se encuentra María, “Parece un angelito con tubos y vendas”, la idea te divierte un poco más que preocuparte, sobre todo porque la ves abrir los brazos y sonreír. A ella sí la entiendes aunque no la oigas, a ella sí la oyes o eso crees. “Sí viejita, sí. Te lo prometo. Voy a ir a revisarme las orejas”, le dices y lloras mientras besas sus manos con tubitos y cinta adhesiva. “Soy un viejo pendejo, lo sé”. María te calla con un beso que te dice que no. “No Jacinto, eres un viejo sordo, eso es lo que eres. La sordera se puede quitar, lo pendejo, no. Entonces, no te preocupes”.
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RECUPERARSE DEL SILENCIO
Yael Alonso Gómez Lucio
En el mes de abril del 2004 empezó la historia de una niña llamada Sarahy. Tenía cinco años y era una pequeña como cualquier otra de su edad: iba a la escuela y jugaba con sus amiguitas hasta que un día se enfermó muy fuerte de la garganta, tanto, que se le cerró la voz y no podía hablar. Su mamá, al ver esto, la llevó de inmediato al doctor quien la revisó detalladamente y le recetó los medicamentos que creyó convenientes. Después de unos días, Sarahy empezó a mejorar hasta que llegó el momento en que parecía curada. Todo continuó como antes aunque la familia y quienes la rodeaban notaron un problema: le hablaban y ella no los escuchaba bien. Su mamá la llevó con médicos especialistas que hicieron varias pruebas y comprobaron que estaba perdiendo la audición. La madre preguntaba cuál era la razón y los doctores no podían responderle. Los padres de Sarahy se empezaron a mover por todas partes para dar con el origen del problema y, después de consultar a varios médicos y de hacerle nuevos estudios, por fin se encontró la causa. Se trataba de una secuela del antibiótico que el primer médico le había recetado para la garganta. Angustiados, fueron a hablar con él y a reclamarle, pero éste se justificó diciendo que la niña iba ya muy enferma. Comprobaron que se trataba de un doctor muy incapaz e irresponsable. Para entonces, Sarahy había perdido por completo la audición. Esto fue un golpe muy duro para sus padres y el resto de la familia; nadie podía creer lo que estaba pasando.
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Para Sarahy dio inicio una vida diferente: ahora era una niña sorda. Mucha gente empezó a rechazarla lo que provocó que ella se sintiera cohibida y se aislara. Sus padres no se dieron por vencidos, empezaron a llevarla a terapias porque había el riesgo de que fuera perdiendo el habla. De pronto se planteó como solución una cirugía para colocarle un implante coclear. Más dolor para la familia porque el costo de esa operación era de trescientos mil pesos y ellos no los tenían. Aunque decaídos, iniciaron una lucha para conseguir el dinero. Así pasaron dos años muy largos y amargos y, cuando Sarahy ya tenía siete años, una de las muchas empresas a las que recurrieron, Televisa, aceptó cubrir los gastos. Esta misma compañía contactó a un médico especialista quien se ofreció a operarla sin costo alguno. A partir de entonces, la preocupación era que todo saliera bien.Y así fue. A la niña se le puso el implante coclear. Su proceso de recuperación, que incluyó muchas terapias de lenguaje, tardó tres años por el deterioro que había tenido en su habla y se tuvo que acostumbrar de nuevo a escuchar. Sarahy tiene hoy once años. Recuperada de su operación y convalescencia, ha mejorado su autoestima y la seguridad perdida por el rechazo de la gente. Sarahy y sus padres se han aferrado a la vida aunque no ignoran que la niña dependerá de un aparato para siempre. Pero esta historia aún no ha terminado porque la vida de Sarahy sigue y, para mí, que fui quien escribió este cuento, no fue fácil porque la niña de quien les hablo es mi hermana.
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RECUPERARSE DEL SILENCIO
EL ACUARIO HUMANO
Yudi Kravzov
Mi tía Martha se casaba por segunda vez y verla radiante era razón suficiente para que la familia se reuniera a celebrar. Entre fotografías y parabienes, abrazos entremezclados con buenos deseos para los novios, todos nos alegrábamos de que la pareja decidiera formalizar, como si hubiéramos tenido algo que ver con todo ello. De entre los parientes del novio, sólo dos personas llamaron mi atención. Una señora alta, gorda y atrevidamente escotada que, en lugar de hablar, gritaba con una voz aguda e irritante y un tipo de mi edad, bastante guapo, a quien me presentaron con el nombre de Alberto y que, de primera instancia, me pareció bastante sangrón. Al término de la ceremonia, cuando el juez los declaró marido y mujer, empezó la música, bajaron la intensidad de la luz y comenzó el bailongo. Como en muchas otras ocasiones, en ese instante decidí quitarme el implante que traía conectado en el oído y comencé a jugar al “Acuario humano”, el juego que inventé a los nueve años, cuando por una meningitis mal medicada me quedé totalmente sorda. Desde entonces aprendí que prefiero observar a hacer un esfuerzo infinito y agotador por tratar de entablar una conversación. Me inclino por descifrar a las personas por sus actitudes mudas y averiguar aquello que está más bien oculto, invisible para los que sí escuchan. Me es tan difícil tratar de participar en eventos grandes y ruidosos de la misma
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manera que la gente que oye normalmente que, cuando dejo de intentarlo, me relajo y comienzo a disfrutar en serio de la fiesta. Mi juego consiste en observar desde mi silencio, interactuar lo menos posible, hacer como si yo no estuviera en ese sitio y, más bien, estudiar desde mis adentros a la raza humana como cuando vamos a un acuario y vemos desde afuera el mundo marino. He aprendido a fingir que escucho asintiendo con la cabeza, con una sonrisa o con un guiño cuando alguien me habla; odio esforzarme en capturar medias palabras, cansarme inútilmente poniendo el máximo de atención mientras todos hablan al mismo tiempo; no sé si la gente se da cuenta, pero estoy segura de que hasta los que oyen bien apenas se escuchan. A medida que seguía la noche, los que estaban sentados junto a mí se fueron olvidando de que yo estaba ahí, ya aprendí que no es algo personal, nadie observaba con atención a nadie, más bien, satisfacían la enorme necesidad de contarse cosas. Por eso yo, atenta, podía ver todo como detrás de un cristal viviendo la fiesta dentro de una película muda. Pude notar la ansiedad de mi hermana Leticia que no podía estar sin fumar, la vi tocarse continuamente la boca con las uñas, los labios con sus dedos, ver el reloj y acariciarse la garganta. También vi la soledad de mi prima Janette, casada con un tipo alto que parece modelo, pero con el que apenas hablaba. Mi tío Julián, ocupado revisándoles las nalgas a las que pasaban junto a su mesa, hasta que la tía Rebeca comenzó a pelear con él. Toño, mi hermano, se veía un poco más gordo. Le costaba trabajo respirar y Lucha, su mujer, le estaba controlando el pan. Cuando él vio que me di cuenta, me hizo ojitos de que no la soportaba y los dos nos reímos en absoluta complicidad. Todavía no servían la cena y Magda se estaba besando tras una columna con el galán al que invitó. Los meseros comenzaron a repartir caballitos llenos de tequila. Yo también pedí uno y fue justo cuando la señora ridí-
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EL ACUARIO HUMANO
culamente escotada se paró a hacer un brindis con pañuelo en mano, que mis ojos se toparon con los del guapo Alberto quien estaba sentado del otro lado de la mesa. Él hizo una mueca burlándose de la espontaneidad cursi de la señora y yo no pude más que bajar los ojos y tragarme la risa. A partir de ese momento la noche tomó otro matíz. Fue como si uno de los peces del acuario me hablara mientras todos los demás seguían envueltos en su misma dinámica. Brindamos todos, Alberto y yo también. Después, entendiéndonos a distancia y sin sonido, comenzamos a comunicarnos muchas otras cosas. La nuestra era una conversación muda en la que señalábamos los detalles surrealistas de la boda y, cuando yo, un tanto retraída, desviaba los ojos de los suyos, sentía su mirada constante puesta en mí, llamándome desde lejos para disfrutar de nuevo el reencuentro. La fiesta se había convertido en un poema. Trajeron los alimentos. Alberto preguntó si me gustó el pollo señalando el platillo con el cuchillo. Yo le dije que no estaba mal moviendo la cabeza y apretando mis labios; él le dijo algo al mesero y al poco tiempo me trajeron otro tequilita. Brindamos a distancia, esta vez solamente él y yo. A ninguno de los dos nos gustó el postre así que, antes del café y, con el mismo poco interés por todo lo que sucedía en nuestro alrededor, leí en sus labios y en sus brazos una invitación a bailar. Yo prefería salir a tomar aire, así que señalé con mi índice la puerta que daba al jardín. Él aceptó con una sonrisa aprobatoria, puso las manos en sus oídos y agradeció la idea de alejarnos un poco del ruido. Antes de salir de esa cápsula silenciosa, de ese acuario de hombres y mujeres festejando, me pinté los labios y me reconecté el implante. Afuera en el jardín, quería estar sola con Alberto y escuchar con intensión todo lo que él me quisiera decir.
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COSAS DEL DIABLO
Gabriela Esparza
-¿Y bien? -me preguntó el empleado del mostrador-, ¿se queda con la suite matrimonial o la cancelo? -La tomo siempre y cuando me mantenga el precio de cuarto sencillo convenido en la reservación. Antes de entregar la tarjeta de crédito pensé que si el diablo estaba despierto, se reiría de mi juramento: “Juro que jamás dormiré sola en una habitación para dos personas”. Entonces me dije: una cama matrimonial sólo para ti no tiene por qué echar por el suelo todas tus expectativas, el que haya espacio para dos personas no te llevará a la depresión. Vamos, ¡el hotel está lleno de lugares concurridos, gente nueva y diferente, nadie notará que no tienes compañía! Me dieron ganas de pasar directamente al comedor pero preferí darme un baño para que el grupo de conferencistas, compañeros de la carrera, no me vieran tan desgastada. Las maletas tardaron en llegar al cuarto más que una misa comunitaria de difuntos. Cuando finalmente pude disponer de ellas, no había agua caliente; esperé casi cuarenta minutos a que viniera el personal de mantenimiento y, cuando estuve lista para ir al comedor, me dieron ganas de ir al baño. Salí tres horas más tarde de lo previsto. -Lo sentimos pero el servicio de comedor ha terminado, a estas horas sólo contamos con room service. Pedí una botella de vino al cuarto y me dispuse a preparar la conferencia del día siguiente. Tardé en dormirme tratando de
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convencerme de que el diablo no tenía nada que ver con esto. La única conferencia que yo tenía que dar fue todo un fracaso: llegué tarde, tan tarde que cuando entré a la sala no había nadie, quedaban sólo unos minutos para concluir las dos horas de mi tiempo. Una edecán se acercó diciendo: el horario que le asignamos fue a las doce, no a las dos y, viendo que usted no llegaba, decidimos cancelar su intervención. El autobús con el grupo de conferencistas acaba de partir para la playa, si gusta podemos pedirle un taxi para alcanzarlos o volver al hotel. Preferí caminar. Regresé frustrada y con sed; después de unas copas de tequila en el bar, tomé la decisión de entrar al comedor. -Disculpe, no tenemos nada preparado ya que no esperábamos comensales el día de hoy, en el programa dice que todos los convencionistas irán a la … -Sí, sí, ya estoy enterada, se fueron a la playa ¿qué me puede ofrecer? Tomando en cuenta que siempre estoy a dieta y como alimentos hervidos, se me hizo agua la boca imaginando lo que me propuso: un rico pollo a las brasas bañado en salsa Barnesa. Me sorprendió cuando la mesera me preguntó si quería ver el asador, le dije que sí. Permítame, contestó; acto seguido, prendió el televisor. Después de casi una hora llegó con un pollo acompañado de calabazas, cubierto por un cerro de papas a la francesa y nadando en grasa. Para hacer menos tediosa la tarde, pedí otra botella de vino al cuarto y me soñé estrenando una faja que me hacía ver veinte años más joven. Esta vez no voy a llegar tarde a la cena, pensé. Me vestí con tiempo y llegué la primera al comedor, descubrí una mesa vacía y aparté el mejor lugar para mí y mis compañeros: lejos de las bocinas y viendo a la alberca. Los pocos conocidos con los que me relacionaba llegaron todos juntos, se sentaron del lado opuesto: cerca de las bocinas y viendo a la
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pista. Me pregunté si tendría el valor de atravesar el salón para cambiar de sitio. Cuando tomé la decisión de unirme al grupo, un hombre no mucho mayor que yo me pidió permiso para sentarse frente a mí, me pareció una descortesía dejarlo solo. El no encontrar en mis archivos tema de conversación con un perfecto desconocido me pone de mal humor, pero me relajé al ver que dos parejas hacían el intento de sentarse con nosotros, por desgracia en cuanto vieron un lugar libre se despidieron disculpándose. Al principio me tensó la situación. El hombre se presentó al mismo tiempo con el mesero de turno y conmigo, no escuché bien su nombre pero me pareció extranjero; acto seguido me hizo una pregunta que no entendí, se cambió de lugar y, sentándose a mi lado, me preguntó si apetecía una copa. Asentí con la cabeza; en cuanto se acercó el mesero, solicitó dos tequilas dobles. Voy a cumplir más años de los que parece y me siento fantástico, dijo acercando todavía más su silla. Cuando yo era chico una mujer de cincuenta años era una anciana, las dentaduras postizas son invento que nuestros abuelos no disfrutaron, las operaciones oftalmológicas sustituyen los pesados lentes de fondo de botella y la industria farmacéutica con tratamientos faciales y tintes de pelo disimulan la edad de las mujeres al grado de que es imposible calcular la edad, concluyó y, haciendo un recorrido por mi cabello, frente, ojos y nariz, terminó descaradamente posando su mirada en mi boca. Por un momento pensé que me preguntaría la edad, me animé a decirle: yo me siento una anciana desde los 30, desde esa época hago lo imposible porque la fuerza de gravedad no se apropie de mi cuerpo. Soltó una carcajada y, diciendo algo que no alcancé a entender, tomó mi mano y me sacó a bailar; al principio opuse resistencia porque sentí la mirada maliciosa de mis compañeros. Hacía muchos años que no bailaba, le dije como disculpa a mis torpes pasos; después, poco a poco, me dejé llevar al compás de la música. No
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sé cuántas tandas bailamos, los meseros iban y venían, las risas de los comensales se confundían con el estruendo de las percusiones, la orquesta no descansaba. Cuando regresamos a la mesa los platos estaban enfilados uno tras otro, mi pelo goteaba como si recién hubiera salido de la regadera, la energía recorría todo mi cuerpo y mis juanetes me recordaban lo incómodo de los zapatos de oferta. Me preguntó si quería otra sopa, la verdad no está muy buena y además fría, le contesté, se acercó a mi oído y me dijo, te pregunté si apetecías otra copa. Me ruboricé por la confusión y, aunque sentía que la cabeza seguía girando al ritmo de la música, dije que sí. Cenamos con desesperación, de vez en vez me hacía un comentario al cual yo sólo atinaba a suponer que era alusivo a las parejas que se deslizaban por la pista. Después de cenar me atacaron los bochornos, justifiqué mi abanico culpando al baile, me dio dos copas vacías, me tomó de la mano y, antes de salir al jardín, arrebató una botella de vino al mesero más próximo. Se paró frente a mí, muy cerca y, viéndome directamente a los ojos, dijo: yo creo que es muy importante destacar que en esta etapa de la vida hemos convivido suficientes años con nosotros mismos, tenemos la experiencia adecuada para conocernos y saber lo que necesitamos para ser felices. En el momento en que nos percatamos que el lapso entre ser joven y llegar a la madurez es muy corto, ¡zás! nos cae el veinte de lo pronto que se nos hizo tarde. Estoy de acuerdo, comenté. Puede ser que la vida no haya sido la maravillosa fiesta que imaginamos cuando jóvenes, pero si somos de los que todavía estamos, yo creo que lo mejor es disfrutar, ¿no crees? Asentí. Entonces disfrutemos. ¿Cómo? le pregunté. Bailemos. ¿Aquí, sin música, a oscuras? ¡Papá estás loco!, eso es lo que me dirían mi hijos; en el momento en que ellos me dicen que ya estoy viejo para hacer tal o cual locura, me apresuro a hacerlo, no sea que después ya no tenga ánimo o tiempo. Mira, me dijo, adentro te da calor, aquí está fresco; la
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madurez es cuando aprendes a vivir con lo que es imposible cambiar ¿bailamos? Bailamos, le contesté. Y bailamos y bailamos sin importar la mirada de mis compañeros que uno a uno iban desfilando despidiéndose de mí y cuchicheando no sé qué a mis espaldas. Me atreví a darle un pequeño resumen de mi rutina: mira, le dije, me tomó toda la vida dar con el doctor ideal, ahora estoy rodeada de tal cantidad de profesionales, que no existe en mi imaginación algo que no pueda ser atendido por un especialista, tengo tantos médicos de cabecera que voy a tener que aumentar el tamaño de mi cama; me operé la presbicia y me aumentó el astigmatismo; ya no me paso horas frente al espejo tratando de peinarme, mejor voy con el estilista para que me acomode el poco pelo que me queda, tapando las entradas; cambié de dentadura pensando que dejaría de visitar al dentista; sustituí mi rutina de deportes por las citas con el ortopedista, con el quiropráctico y con el acupunturista, así es que tengo saturado el horario que estaba destinado a las disciplinas deportivas. Lo importante es encontrar al médico adecuado para detener la caída de todo lo que se empieza a caer, porque ahora lo que no duele o no funciona se está cayendo. ¡Qué extraño! me contestó, aspiramos a tener una larga vida, sin embargo, cuando lo logramos, no nos gusta aceptar que estamos viejos. ¿No has pensado añadir un otorrino a tu lista de especialistas? ¿Un qué?, le pregunté. Un otorrino, un especialista en oído. Me separé violentamente de él; ese tema no te incumbe, le dije, lo he tratado con varias personas y no creo que necesite uno de esos aparatos como los que tú traes, no quiero volverme una chica plástica, con senos artificiales, ojos de colores, aditamentos en los oídos, bastón y andadera. Nada más eso me faltaba para parecer una verdadera anciana. No te me acerques, dije, estoy empezando a experimentar un acceso de bipolaridad, sí, de b i p o l a r i d a d, un cambio de personalidad, no sé si seguir siendo
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una dama y darte una cachetada o convertirme en caballo y agarrarte a patadas. Sin decir palabra se alejó rumbo al jardín, yo no sabía qué hacer, si abandonarlo definitivamente o seguir compartiendo mi soledad con este intruso encantador. La música terminó, lo seguí por el jardín, llegamos a la alberca, nos recostamos en las tumbonas y disfruté de la mejor botella de vino que he tomado en muchos años. Trató de besarme pero mis instintos, esclavos de mi soledad, dormían. Cuando desperté, tapada con su saco, me sentí avergonzada de mi actitud. Traté de encontrar mis zapatos y encontré al lado de mí un ramo de flores y una tarjeta de Connect Hearing, Especialistas en Aparatos Auditivos y, en la parte de atrás: Recuerda el pasado, sueña con el futuro y vive el presente. Dr. Albert Swam, admirador de usted. Cuarto 535. Aquí te espero para recuperar mi saco. El diablo estaba de mi lado porque lo que restaba de la noche, no dormí sola.
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LA CONFESIÓN
Ester Ortega
Al entrar a la habitación lo encontró tirado en el suelo, a un lado de la vitrina donde guardaba los barcos. La mano en el pecho y el rostro crispado de angustia. Aventó el bolso y se arrodilló a su lado. Estaba vivo. -Espera, espera –y corrió al teléfono para llamar al médico. Repasaba los números del cardiólogo y casi a gritos le dijo a quien le contestó: ¡Es una emergencia, por favor! ¡Habla Elvia, la esposa de Javier Paz! ¡Tuvo un ataque, necesito que venga! En la casa no había nadie, era pequeña, en la colonia Clavería, con dos recámaras y un jardín lleno de macetas con plantas que ella cuidaba como hubiera cuidado a sus hijos de haberlos tenido. La habitación más grande era el estudio de Javier, con una vitrina y estantes donde ponía los barcos que armaba ahora que estaba jubilado. En la sala, un televisor y libros que eran de ella. Lo tenía en sus brazos cuando llamó el médico avisando que iba en camino y que no lo moviera. Él le apretaba fuerte el brazo y emitía sonidos extraños con la boca abierta, pero lo aterrador eran los ojos: interrogantes, angustiados, la miraban con insistencia y ella le dijo: -Aquí estoy, ya viene el médico. Él le sujetó la mano y entonces, algo inaudible salió de su boca. -¿Me quieres decir algo? Movió afirmativamente la cabeza.
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-¿Qué quieres, Javier?- Sólo sonidos leves que ella no entendía. Acercó el oído a la boca del marido pero no escuchaba más que susurros; se levantó el pelo para descubrir la oreja y la pegó a los labios de él. -Dime, dime –y sentía su desesperación. Las lágrimas se mezclaban en el rostro de los dos. Si ella separaba la cabeza, él alzaba ligeramente el cuello y los ojos fijos le gritaban algo. Volvía a pegar el oído y escuchaba sonidos que no podían formar palabras hasta que, haciendo un esfuerzo enorme, él le hizo la confesión. Ella gritó hasta que dejó de oír sus propios gritos y entró al silencio. Los susurros de Javier eran cada vez más leves hasta que cesaron. Cuando consiguieron arrancarla del cuerpo muerto, hubo que sedarla y el doctor la hospitalizó. Una vecina contactó a su hermana Magda quien se trasladó de Colima a México con su marido. A Javier no se le conocían parientes en México, había llegado al país con los refugiados de la guerra civil. Elvia no pudo estar en el deslucido funeral al que asistieron dos o tres compañeros de trabajo, la familia de Colima y algunos vecinos. El día que la daban de alta, el doctor les dijo que por el shock, Elvia tenía afectada la audición y les recomendó a un especialista. Magda y su marido quedaron sorprendidos cuando les informaron que Elvia no oía, que evidentemente era algo mental puesto que nunca había padecido del oído y los estudios no revelaban nada importante. Su sordera era un bloqueo del cerebro exclusivamente a la voz humana. Podía escuchar las campanas de la Iglesia, el timbre de la puerta, el teléfono y hasta el ladrido de un perro. Pero la voz humana, no. Tal vez con el tiempo… fue el diagnóstico final. Ella volvió a su casa, viuda de Javier y viuda de voces. Magda regresó a Colima y Elvia empezó poco a poco a recomponer su vida al lado de macetas y carabelas comprobando día a día que la soledad y el silencio, pueden ser una y la misma cosa.
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Y ESA, ¿QUIÉN ES?
Gina Peña
- Y ésa, ¿quién es? - Pues es la hija de doña Clemen. La mayor. - ¿A poco? Se ve tan finolis que ni parece su hija, tú… Fíjate cómo junta las piernas y se da vuelta sentada para bajar del carro… Mírala nomás cómo camina, hasta se me figura como las que salen en la tele. Uuuuyyy, puros buenos modales. Y hay que ver el carro. Seguro que es de los cariñositos. - Sí pues, bien carísimo que se ve. - Órale con el chamacón que la acompaña. - A ese sí que no lo había visto antes. Ha de ser su novio. - Qué novio ni qué ocho cuartos, seguro que es el chofer, ¿no ves que se bajó a abrirle la puerta? Anda, échale un ojo. Ta refeíto el pobre. Fíjate, está bien hechecito, pero nada más, tiene una pinta de gañán… En cambio, ella… Ella se ve gente bonita, gente educada y con clase. Ya la había visto, pero ha de estar medio zafada. - ¡Qué argüendera eres! - La vi llevando el ritmo una vez frente al sastre, ya ves que pone la música bien fuerte… - Sí pues. Ese pone el radio a todo volumen. - Por eso te digo que ha de estar medio chifladita y eso sí que lo sacó de su mamá, aunque a ésta hay que reconocerle que es más guapa, se ve decente. Se ve leída. No como la Clemen. O la otra hija, la güereja pelos de estropajo que se cree la muy muy.
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Ayyy, me cae tan gorda la culona ésa. ¿Cómo se llama? - Hermelinda. - Claro, tan fea y con ese nombre, no sé cómo se me pudo olvidar… qué puntadas de la Clemen de ponerle así. Seguro que desde chiquita fue fea. Ni hablar, ya ves cómo son los papás que ven bonitos a sus hijos. En cambio a esta sí le va lo de linda. Y estoy segura que nunca la había visto por acá, me habría fijado en ella, ¿cómo se llama? - No sé, yo le digo la muñequita bailadora. - No te creo que no sepas, ¿qué no viene seguido a ver a su mamá? - Por lo menos dos veces por semana, lo que pasa es que tú andas atendiendo el puesto cuando ella viene y por eso es que nunca te la topas. - Oyes, y tú que conoces bien a doña Clemen, ¿cómo es que tiene una hija tan acá, tan bonita y bien vestida? - Pues ha de ser porque se dedica a la bailada. - ¿A poco? ¿Profesional? ¿De cabaré? No creo, si está bien jovencita… ¿O será de las que salen atrás de los cantantes como la Yuri? Esos bailarines son los más exitosos. Les pagan buena feria y los llevan de viaje.Yo quería ser bailarina de ésas. - Sí, pues. - ¿Sí, pues, qué? ¿Qué tipo de bailarina es? - Ah, pues no sé. - ¿Cómo que no sabes? - Es que no pregunto mucho. - ¿Entonces cómo sabes que es bailarina? - Ahhh, eso me lo contaron las del tres. - ¿Y qué más te han dicho? - No te creas que mucho. A ver. Que ella se fue desde chiquita con su papá. Y que luego la mandaron a escuelas especiales y a cursos y a clases de muchas cosas. - ¿Con qué ojos? Una cosa es endrogarte con un buen
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carro y otra es tener varo. Si yo fuera ricachona, de tonta me quedaba a vivir aquí entre puro jodido. No me digas que ahora resulta que son de lana. - La Clemen no, eso ya lo sabemos, pero el papá de la muchacha, sí. Parece que es licenciado y de los buenos y famosos. Yo no lo conozco, pero dicen que se cachó a la Clemen en una movida y la mandó a la goma, pero que ya estaba embarazada de esta niña y que cuando él se enteró, vino por ella y se la llevó bien bebecita. Pasaron los años y un día se apareció la chamaca. Vieras qué hermosa… de eso sí que me acuerdo. Parecía muñeca de porcelana, toda de blanco, con mayas, zapatillas, una faldita de tul toda tiesa y el cabello recogido con una diadema gruesa. - Con razón dices que es bailarina… Así se visten las que hacen ballet. - Sí, pues. - ¿Y luego? - Pues nada, te digo que no sé mucho. - No te hagas, ya desembucha lo mucho que no sabes… - Ya debe tener sus dieciocho o veinte años.Y aunque me la encuentro a cada rato, nomás nos saludamos. … - ¿Y qué me dices del papá? ¿Se da sus vueltas también el Licenciado? - No, con él sólo me he cruzado alguna vez y hace ya hartito de eso, apenas sí lo miré y ni me acuerdo bien de él. A la que te digo que veo seguido es a la muñeca bailadora. - Mira, ahí viene, ahorita va a pasar delante de nosotras. Quédate quieta. Buenas tardes. -… - Buenas tardes. -… - Pues ni tan educada la tal muñeca, eh... Nomás te sonrió, pero no nos devolvió el saludo la muy presumida. Se me hace que no se aguanta ni ella sola.
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- Es que ha de ser tímida y con esos revisones que le metes, le has de dar miedo. - ¿Cuáles? Mira, nomás, le voy a gritar para que veas que es grosera. - No seas así, no grites… - ¡¡¡BUENAS TARDES!!! - Pero si serás… ¿Qué no ves que no te oye? - ¿Cómo no me va a oír? Ahora me saluda porque me saluda. ¡¡¡BUENAS TARDES!!! - Ya deja de hacer sandeces… - ¿Sandeces? Si la chamaca ¡ES UNA PELADA! - Zonza, ¿qué no ves que no te oye? - ¿Y ahora me vas a decir que la maleducada es sorda? - Sí. Es sordita. - De veras contigo. Ya no sabes ni qué inventar. ¿Cómo va a ser sorda si es bailarina? ¿Qué no sabes que los sordos no oyen? - Sí, claro que lo sé. Lo que tú no sabes es que quienes no oyen sienten el ritmo con vibraciones y que son bien bailadores, incluso mejores que muchos de los que sí oímos. - Ahhhh. ¿Será? - Sí, pues. A mí me lo explicaron las del tres. Y ya lo he comprobado. Hasta tú la has visto bailar… - Igual y sí… Mírala, de veras que parece muñequita. Si está retechula y se mueve con tanta elegancia que hasta parece de porcelana. - Sí, pues.
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EL PIROPO
Eugenia Ortíz
Sí Doctor, observo con cuidado a mi esposo mientras le platico. Ya usted sabe que las mujeres podemos hacer dos cosas al mismo tiempo. Él parece pendiente de mis palabras, me mira con serenidad y sus ojos me siguen del refrigerador a la estufa mientras preparo algo para cenar. Estoy segura de que lo que le cuento no es del todo interesante para él, sin embargo, a mí me resulta incómodo el silencio. Creo que hasta uso la plática para retenerlo allí en la cocina, porque si no está conmigo ni siquiera en ese momento, se va a ir a su cuarto y yo tendría que merendar sola; sí, ahora él tiene su cuarto y yo la misma recámara de siempre, porque con eso de que ya no quiere que los perros se metan a donde él duerme, mejor usa una de las camas que hay en el cuarto que dejaron mis hijas.Y si a dormir sola todavía no me acostumbro, tampoco a merendar sin compañía. Además, me gusta hablarle, para mí es importante saber que está enterado de lo sucedido en mi oficina, ¿qué tal que después pasan cosas determinantes y yo no le he contado los preliminares? Entonces sería necesario dedicar mucho tiempo para ponerlo al tanto y seguramente se desesperaría. Me pasa lo mismo con respecto a las hijas, si no le comento a él lo que me cuentan en sus correos electrónicos o cuando las veo en el chat ¿cómo se va a enterar de la manera en que se desenvuelven sus vidas? Luego, cuando pase algo muy bueno, se va a sorprender y no va a saber ni de dónde salió. Eso de que las niñas hayan decidido estudiar fuera del país y que ahora
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vivan con sus parejas tan lejos de nosotros hace que internet sea el mejor modo de comunicarnos, yo ya me acostumbré, pero a él no le gusta ni el teléfono y, bueno, menos escribir mails. Cuando vemos a algunos amigos o a los hermanos y sobrinos, me doy cuenta de que le gusta comentar lo que les ha pasado a las hijas, todo eso que yo le he contado cuando me mira con esa serenidad que a veces es indescifrable; en ocasiones tengo que afinar los detalles importantes porque suele contar lo que le pasó a alguna de las hijas como si le hubiera pasado a la otra, como que se le confunden los sucesos y luego se molesta porque enfrente de las personas corrijo lo que él cuenta, pero es que lo cuenta mal; no importa, yo de cualquier manera le platico y le platico mientras cenamos o cuando vamos juntos en el coche y hacemos algún trayecto largo para una visita; en realidad casi no vamos juntos a ningún lado y en casa, pues en casa a lo más, compartimos la cocina, si coincidimos en el momento del hambre, porque a veces cuando yo llego, él ya cenó o, a veces, la mayor parte de las veces, está con la televisión que se compró, prendida en alguno de los dos canales culturales que ve, los únicos que acepta públicamente que ve, como si fuera penoso ver otros, aunque yo creo que lo que ve le aburre porque se duerme con la boca abierta. Por eso platico con los perros ¿qué sería de mí en esa casa si no estuvieran mis perros? Ellos me miran mientras les hablo, parecen entender lo que siento; si me río, ellos mueven la cola y dan vueltas atrás de mí, si estoy triste o enojada, su mirada me da consuelo ¡Si viera cómo los perros comparten los sentimientos de uno! Parece mentira pero no lo es, de verdad que son muy comprensivos. Por eso también vengo con usted, porque si no ¿Con quién hablaría yo de mis cosas? ¿Con las personas de la oficina? Como que no se me antoja; aunque haya hecho algunas amistades allí la relación es muy superficial y, además, con ellos no podría hablar de las cosas de la misma oficina con tanta confianza como con usted y de las cosas de mis hijas o de las de él, la verdad no se me ocurriría
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contarles. Mis amigas están en sus vidas y hay muy poco tiempo para coincidir y con mis hermanas, bueno con ellas hablo de lo de ellas y muy poco de lo mío porque a veces me dicen que cómo lo aguanto, que cómo le permito esto o aquello y yo no entiendo por qué me regañan y se molestan de que yo le tolere tantas cosas, porque a mí no me parecen tan graves y, en todo caso, tampoco es asunto de ellas. Con usted es con quien mejor platico, pero lo malo es que tengo que pagarle la consulta. No se crea, es broma. Después de la última vez en que nos vimos usted y yo me quedé pensando en eso que yo misma le dije, como que hasta que se lo dije a usted realmente empecé a entender lo que yo sentía, pero la vez pasada me dio pena decirlo con toda claridad; además ni me había percatado de la situación y es que yo había pensado que era algo parecido a un halago, porque como él ya nunca me dice un piropo ni me chulea ni nada, yo quería creer que lo que él me dice de cuando platicamos era una flor, pero luego de contárselo a usted… pero ya hasta que iba en el coche de regreso a la casa ¿eh?, me di cuenta, no sé si por la mirada de usted, porque usted es bien profesional y nunca hace ningún comentario, ¿verdad? Recuerdo que nada más me dijo que reflexionara sobre mis sentimientos cuando él me sale con su típica frase, esa misma frase que le dice a sus hermanos a manera de disculpa cuando se equivoca en lo que cuenta de las hijas como argumentando que en realidad no es su culpa equivocarse, que la verdadera causante de su equivocación soy yo por mi manera de contar las cosas, por mi voz y, sí, ya me di cuenta, no es un halago, aunque me lo diga con bonito modo, aunque lo diga con buen tono, con mucha serenidad y con una sonrisa que parece mueca, la verdad es que es un insulto, un insulto a mi manera de platicar, a mi deseo de contagiarle el interés por las cosas que me pasan, un insulto a mi vida, a mis actividades, a mi necesidad de que se entere de lo que les pasa a las hijas, a lo que opino de mis circunstancias, es un insulto, eso sí, dicho con mucha educación, ¿Cómo qué mi voz lo adormece?
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EL TELÉFONO
Mercedes Van Santen
- Mami ¿vamos a casa de la abuela Maruca? - Sí, Memo, pero apúrate a comer y luego vamos. - No me gusta la sopa. - Si no te la acabas, no vamos. Suspirando exageradamente Memo levantó la mirada hacia el techo y con enojo empuñó la cuchara y comenzó a sorber. Sus enormes ojos negros contrastaban con su pelo castaño claro. Tenía cinco años y era hijo único de Ana Mari y Juan quienes se esmeraban en su educación tratando de no sucumbir a sus caprichos. No así su abuela materna quien sí se los cumplía. Maruca había enviudado hacía un par de años. Era una mujer alegre, culta, y un poco distraída. Nunca guardó luto por su adorado Luis pues sentía que estaba presente en su vida. A los cincuenta años llevaba una vida activa por las mañanas y por las tardes disfrutaba su casa, amistades, hijos y nietos, sobretodo a Memo, el hijo de su consentida. Hacía unos meses se había reencontrado con Pancho, un viejo amigo de su marido quien se había unido a las reuniones vespertinas cuando las había y, cuando no, de todas formas la visitaba. Llegaba en un Oldsmobile plateado modelo 1956. Sentía que un auto último modelo compensaba lo que él creía era un gran defecto: no oía bien. La disminución auditiva se le empezó a manifestar después de haber cumplido cincuenta y cuatro años y ahora, cerca de los sesenta, había empeorado, pero su orgullo le impedía colocarse el apara-
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to que únicamente usaba en privado. Era su secreto. Claro está que todos ya se habían percatado de él pues repetía “perdón, no te escuché”, “no te oí bien” Don Pancho, como todos le decían menos Maruca, se había hecho buen amigo de Memo. En sus ratos libres pensaba en juegos para entretener al niño; hasta pasaba a veces por Sears a comprarle algún juguete. Él no se había casado nunca y por lo tanto no tenía hijos ni nietos. Una tarde, al salir del cine y pasar por la Librería de Cristal, vio un libro que de inmediato compró: “Cómo hacer juguetes ingeniosos”. Primero hizo con Memo un camión con una caja de zapatos y tapas de mermelada. -Páseme los colores Don Pancho para hacer al chofer. -¿Qué? No te oigo Memo. El siguiente juguete fueron unos binoculares hechos de rollos de papel de baño. -¿De veras puedo ver mejor? -No te oigo Memo. Dímelo más fuerte. Viendo que ya iban a dar las cuatro, Ana Mari le puso un suéter a Memo para salir caminando a casa de su mamá que quedaba a unas cuantas cuadras. La tarde estaba fría y, en el trayecto, a Memo le dieron ganas de hacer pipí. -Ni modo. Ahora te aguantas hasta que lleguemos a casa de la abuela.Ya ves, todo por no haber ido antes de salir. Cuando llegaron ya era demasiado tarde y hasta los calcetines se le mojaron. Maruca lo bañó y le puso unos pantalones que tenía para ese tipo de emergencias pero que ya le quedaban chicos. A Memo no le quedó otra opción más que dejárselos desabrochados, deteniéndoselos con una mano al caminar. Al llegar Don Pancho con su nuevo proyecto de juguete se percató de la situación y sonrió. -¿Qué vamos a hacer hoy Don Pancho? -No te oigo Memo.
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EL TELÉFONO
Después de haber repetido la pregunta varias veces Don Pancho le dijo que iban a hacer un teléfono con dos latas de Del Fuerte y un hilo. -Ya está Memo. Ahora párate junto al piano, ponte la lata en la oreja y que quede la cuerda bien restirada. ¿Me oyes? Ahora tú. -Hola Don Pancho. -Te oigo perfecto Memo. Lo cual era cierto pues el teléfono de latas le servía a Pancho de amplificador. -Oye, Memo, ¿qué te hiciste pipí en los pantalones? -No le oigo Don Pancho. -¿Te hiciste pipí en los pantalones? -No le oigo Don Pancho.
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seré el agente 007
Sandrine Dupriez
Mi vida cambió cuando mi yerno me invitó a comer. Alfredo es un buen hombre, conoció a mi hija cuando estudiaban en la preparatoria y, desde aquel día en que vino a casa a buscarla para ir a una fiesta, mi esposa y yo supimos que era el candidato que siempre habíamos deseado para nuestra hija. Era un joven serio, se veía muy enamorado y la consentía mucho, estaba al tanto de lo que ella podía desear. Desde el principio tuvo muchas atenciones con mi esposa y conmigo. El tiempo ha pasado y ahora tienen hijos grandes con quienes nos reunimos cada domingo. Mis nietos son unos jóvenes listos que siempre quieren más de la vida. Me gusta mucho hablar con ellos, aunque últimamente se me dificulta. Las sobremesas me cansan: ríen fuerte, ponen música, hablan todos al mismo tiempo y, después de media hora, me siento aturdido y cansado; dejo de escuchar. Los veo animados y con eso me conformo, aunque me siento fuera de su mundo. Buscan a mi mujer, su abuela, le piden cosas, ella ríe, los abraza; los veo alternando y no entiendo por qué ya no me dirigen la palabra. Entonces callo y solamente los observo. El otro día miraba a mi yerno hablar con mi hija sobre mí. Sé que yo era el tema porque me miraban de reojo, ella se veía un poco molesta. Me pregunté qué le estaría diciendo que la disgustara; imaginé que se trataba de la próxima boda de mi nieta mayor.
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Me aproximé a ellos y con gran trabajo alcancé a oír palabras sueltas: mesas, sordo, dónde. Me apenó ser blanco de una discusión: intuí que no sabían dónde sentarme, qué tan lejos de las bocinas y ese tipo de cuestiones relacionadas con mi dificultad para integrarme a un ambiente con ruidos de todo tipo o conversaciones cruzadas. Yo ya había pensado en eso y, aunque no quería perderme la boda de mi querida nieta, sabía que acabaría un tanto excluído de las pláticas, de la alegría de la familia, de compartir con los amigos. De pronto Alfredo mi yerno se dio la vuelta y, para mi sorpresa, me invitó a comer en la semana; dijo que me llamaría el lunes para confirmar el día y la hora. Como ya les he dicho -con la edad uno empieza a repetirse-, Alfredo es un hombre al que aprecio así que me dio gusto que me invitara, además, siempre elige un sitio agradable. Cuando llegué al restaurante él ya estaba ahí, lo acompañaba una mujer joven. Supuse que era una clienta. Mi yerno es socio en un despacho de consultores y muchas empresas buscan sus consejos. Nos presentó, su nombre me pareció extranjero y no entendí muy bien dónde trabajaba. Pedimos un tequila y brindamos por el fin de año que se acercaba. Como no había ruido y hablábamos de uno en uno, pude disfrutar de la plática: la crisis, sus consecuencias dramáticas para el país, las esperanzas para el año próximo y yo les comenté sobre la crisis del 85 y cómo habíamos logrado superarla. Es extraño ver cómo cada crisis siempre se siente peor que la anterior. ¿Será que perdemos la memoria de los momentos difíciles que nos ha tocado vivir? Después de un rato Alfredo pidió el menú y me di cuenta de que había olvidado mis lentes. Me alivió ver que la joven sacó de su bolsa los suyos; me dijo con una sonrisa que ya no le alcanzaba el brazo cuando leía la carta. Al darse cuenta de lo que pasaba, mi yerno propuso pedir algo al centro y me recomendó la especialidad de la casa; le agradecí con una mirada el haberme sacado de apuros. Mientras esperábamos nuestros platillos, la
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mujer comentó que desde hacía un año -seguramente por usar demasiado la computadora- necesitaba lentes de lectura y luego nos dijo sonriente que sentía que en algunos años iba necesitar aparatos auxiliares para la sordera. No parecía molestarle la idea y la imaginé con los aparatos sobresaliendo de sus orejas, semejantes a los que habían usado mis padres en sus últimos años. Pensé que la vida de hoy nos desgastaba más rápidamente que antes. No pude evitar comentarle que se veía muy joven para usar aparatos para la sordera. Ella sonrió y dijo que acababa de comprar unos para su papá que eran tan pequeñitos que casi nadie se daba cuenta de que los traía puestos. Expuso que ya no se llamaban “aparatos para la sordera” sino “auxiliares auditivos”. Me pareció una jalada sintáctica, pero supuse que eran asuntos de mercadotecnia. Luego comentó sobre el caso de su papá que, en un ambiente de uno a uno escuchaba perfectamente, pero que en lugares ruidosos se volvía un observador silencioso y dejaba de participar acusando a su mujer y a sus hermanas de no articular las palabras correctamente o de hablar demasiado rápido. Sentí que esos reclamos podrían ser los míos con mis nietos. Le pregunté cómo fue que su padre se había dado cuenta de que era sordo y, al momento de escuchar mis propias palabras, me sentí apenado por meterme en asuntos ajenos. A ella no le pareció que mi pregunta estuviera fuera de lugar pues me explicó con gentileza que su papá no era sordo, que sólo padecía pérdida auditiva para los tonos agudos lo cual le dificultaba entender bien las conversaciones en ambientes ruidosos y que este tipo de pérdida se llama presbiacusia, semejante a la presbicia de los ojos, sólo que de los oídos. De inmediato tuve ganas de conocer a su papá y de platicarle cómo me había sentido últimamente en esos ambientes con tanto ruido para saber si yo padecía de algo igual. La mujer me comentó que para Navidad le iba a regalar a su papá un sistema de Frecuencia Modulada. Pensé que era raro
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que el equipo de sonido de su padre no tuviera FM, pero como ella siguió diciendo que para su cumpleaños le había regalado un control remoto, me percaté de que eran accesorios para sus auxiliares auditivos. Mostré una expresión de sorpresa que no pasó desapercibida. Mi yerno, que no había dicho nada hasta entonces, me explicó que ahora los auxiliares auditivos eran aparatos pequeños de alta tecnología y que se habían beneficiado de los avances de la industria de la comunicación: “compare los cambios entre el teléfono análogo y el teléfono celular, con todas esas funciones que ni imaginábamos hace pocos años”. Descubrí que el Blue Tooth no era sólo una maravilla que mis nietos presumían colgada de su oreja para hablar sin acercarse el celular al oído, caí en cuenta de que esta misma tecnología daba soluciones a la gente con pérdida auditiva, desde leve hasta profunda. Miré a Alfredo a los ojos: esta comida no era casual, él la había planeado para que yo pudiera reconocer que, tal vez, padecía cierto grado de pérdida auditiva. Se tocó los lentes y me dijo: “uso lentes, pero nadie me dice ciego”, me guiñó un ojo y agregó: “además, los aparatos auxiliares ahora son muy discretos y vienen con muchas opciones y accesorios dignos de Bond”. La joven me tendió su tarjeta y leí que era la directora de una cadena de centros para la audición. Enseguida me invitó a realizarme una audiometría preventiva lo cual agradecí con la mirada. Mi yerno es un buen tipo, ya se los había dicho, pero lo quiero repetir: decirle a alguien quien desde hace tiempo se está quedando sordo que existen soluciones que respetan su vanidad y su orgullo, no es fácil. Ahora comprendo que no estoy sordo, que padezco de cierta pérdida auditiva pero que, aprendiendo a usar aparatos auxiliares, no sólo voy a disfrutar la boda y a presumirle a mis nietos la tecnología de punta que traigo en los oídos, también me voy a reconectar con ellos y con la vida como si se tratara de un Blue Tooth para el mismísimo James Bond.
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SORDO Y CIEGO
Fernando Macías
Siempre quise que me escucharas o, por lo menos, te dieras cuenta que existo, en cambio, tú hiciste todo lo posible por estar lo más alejado de mí. Tu maldito trabajo siempre fue más importante que yo. Preferías tener cientos de fotos mías en tu despacho a pasar tiempo conmigo. Me imagino que es mejor presumirme con tus amigos por las fotos, que lidiar personalmente con un “adolescente”. Todavía me sigo preguntando el por qué gastaste tanto dinero por mi custodia, si al final de cuentas me tuve que criar solo. A veces creo que sólo fue por fastidiar a mamá y, no conforme con ello, hiciste todo lo posible por alejarme de ella y lo hiciste tan bien que lo conseguiste. Y en vez de darme una madre, fue más divertido para ti pasarme un ejército de mujeres que solamente estaban contigo por tu dinero y, si hubo alguna que llegó a amarte, no dudo en tu empeño por matar ese amor. Pues a ti te excita más el odio que el amor. Eres un ser que piensas que con dinero todo se soluciona, eres tan estrecho que piensas que es un aliciente del amor. El amor es algo más allá de dar regalos. Mil veces preferiría que estuviéramos viviendo al día, en vez de este palacio en donde me pierdo y, sobre todo, tú te pierdes; en donde hay días enteros en los que ni te veo, quién sabe dónde te metas. Si tuviéramos una casa pequeña por lo menos te vería, aunque no cruzármos palabra alguna. Me convenzo más que es mejor ser un fracasado a ser
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una persona de éxito como tú, pues te ocuparías más de las personas y menos en seguir acumulando riquezas. La verdad papá… no quiero ser como tú. Te odio porque nunca escuchas lo que siento, eres tan sordo que aunque te grite no escuchas porque nunca te han interesado de mis cosas, ni siquiera sabes que desde hace mucho tiempo estoy muerto en vida, lo único que te interesa de mí, es que siga tus pasos y herede tu empresa de mierda. Ni siquiera te has dado cuenta de que lo que me interesa es el teatro. Pero como eres tan inepto piensas que eso son mariconadas y, como a ti el único espectáculo que te interesa son las coreografías que hacen las putas en los teibols donde te metes ¿acaso pensabas que no lo sabía? Eres tan obvio que ni siquiera te tomas la molestia de esconder las cajetillas de cerrillos que delatan donde estuviste. Personas como tú nunca debieron de tener hijos. Nunca te has preocupado por saber qué es ser padre. No sé si mis abuelos fueron así contigo y, si así fue, tú tenías la obligación de ser diferente. No sé por qué no lo hiciste. Tal vez porque te resultó más cómodo o porque de plano naciste sin alma. En mis noches de soledad me pregunto en qué momento de tu vida dejaste de tener sueños, de sentir interés por lo que los demás piensan o sienten. En sí, desde cuando dejaste de ser humano y te transformarte en una vil caja registradora. Es irónico, pero hubo un tiempo en que te amé. Eras mi todo, pero cuando más te necesité, tú simplemente me ignoraste. Recuerdo cuando los otros niños me molestaban en el colegio y llorando buscaba tu consuelo cuando llegabas a casa; en vez de dármelo, me volteabas una bofetada mientras me decías: “sólo las niñas lloran; sé hombrecito y deja de chillar”. ¿Esa era tu forma de darme apoyo? No me quiero imaginar cómo tratas a tus empleados. ¿Sabes cuántos cumpleaños, navidades y demás fechas
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significativas las pasaste lejos de casa? Por más que quiero hacer memoria no recuerdo una en la que estuvieras presente. Siempre había cosas más importantes que yo por lo que tenía que pasármela en compañía de la esposa de tu hermano –otro ser igual a ti- o me la pasaba solo con la servidumbre. Ellos eran las únicas personas con las que me sentía en familia. Pero hasta eso me quitaste pues con los que más me identifiqué, los corriste y metiste gente nueva con ordenes nuevas “nada de confiancitas” conmigo y, de esa forma, me volviste un desconocido en casa al incomunicarme de ellos. Me siento solo, muy solo papá. ¿Cómo puedo hacer que entiendas que la depresión no tiene nada que ver con ser débil? ¿Por qué no puedes entender que yo sí tengo sentimientos? Que amo a esa chica y desde que me dejó no puedo estar bien. Ayer que te lo dije entre lágrimas en vez de que me dieras el abrazo que tanto necesitaba, me diste un fajo de tu mugroso dinero para que lo gastara con putas.Y lo único que te dignaste a decir fue: “No seas pendejo mijo, habiendo tantas mujeres, para que le lloras a una”. Te doy la razón de que las hay, pero ninguna de ellas es igual a mi amor. Ella es única y la amo, es la mitad de mi vida y sin ella simplemente no soy nada. Es cierto… tú no puedes entender eso. Eres un ser de piedra. No sabes nada de sentimientos, es por eso que no puedes comprender mi dolor. ¿Sabes por qué me dejó? Por mi depresión. No pudo lidiar con ella. Y tú eres el maldito culpable. El vacío de mi vida comenzó desde el momento en que fui invisible para ti y por tu maldita sordera.Y eso ha sido siempre. Espero que cuando encuentres esta carta te des cuenta de lo miserable que ha sido mi vida y, cuando encuentres mi cuerpo en la estancia, ojalá y llores por mí y se te destapen los oídos. Aunque lo más seguro es que no te importe y te vayas a divertir con tus putas.
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LAS VOCES DE MI CUERPO
María Esther Núñez
Ya casi no escucho nada. Me he ido quedando sorda. Estoy vieja, habito un cuarto que con dificultad mantengo aseado, nadie me visita porque suponen que es difícil hacer contacto conmigo, pero, para mí esta sordera ha sido una bendición. Y digo que es una gracia del cielo porque ya no hay nada que me sea más atractivo que escuchar mi cuerpo. Esa milagrosa materia que alberga mi esencia y que, siendo joven, no fui capaz de darle oído. Ahora es cuando tengo la capacidad de atender su voz, su lenguaje tan exquisito, tan claro, un idioma que, curiosamente, me remite a lo sagrado. He notado que entre más disminuye mi audición, mayor es mi habilidad para percibir las voces de mi cuerpo y de mis muertos. A ellos los oigo ir y venir por mi vivienda, discuten, ríen algunas veces y, otras, me regañan. Entonces es que yo me río, sé cómo hacerlos enojar. Les hago creer que tengo ganas de morirme y que un día de estos me arrojo al paso de cualquier auto. Mentira. La verdad es que me gusta mucho mi vida; me considero sana, un poco achacosa pero nada para preocuparse, disfruto mis días lo mismo que mis noches, recibo visitas en mis sueños: mi marido Tomás, mi hija Rosa, todos mis hermanos. Después de años de vivir sometida a un padre, después a un marido y luego a una hija, Rosita, que al volverse mayor asumió el rol de mi madre, finalmente soy libre. No tengo horarios para ninguna actividad: me baño si me dan ganas de hacerlo, duermo cuando tengo sueño o deseos de ver a alguno de mis muertos, me alimento sólo cuando tengo apetito, salgo a caminar cuando tengo que cobrar
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mi pensión, quiero un poco de sol o siento que estoy olvidando las formas o los olores del mundo. Mi mayor placer soy yo misma. Converso conmigo, presto oídos a mi cuerpo que es un gran parlanchín. Escucho el golpeteo de mis muelas cuando trituran un trozo de pollo, el tenue oleaje de la leche que desciende desde mi boca hasta el estómago, el rumor de los intestinos buscando acomodo en mi abdomen redondo y blando, el silbido alegre de un gas que al fin ha encontrado la salida. Una sinfonía de vísceras y circuitos, de sangres y de vientos que me informan quién soy y cómo soy. Cuando salgo a la calle los vecinos me saludan con gestos ridículos y extensos porque creen que mi mente también se ha quedado sorda; el portero me habla con las manos; la gente que me conoce gesticula como mimos de cualquier función de barrio.Yo, simplemente sonrío.Y sonrío porque los perdono. Los perdono por hacerme sentir un ser extraño que habitara otro planeta, que me traten como niña pequeña y tonta, que me crean una enferma cuando lo único que me ha sucedido es una transformación semejante a usar lentes o cojear para ajustarse a las circunstancias de la vida. Pero sigo siendo humana, sólo que ahora soy más lúcida. Más aguda. Les perdono también la arrogancia por tener oídos indemnes y que los usen de manera tan limitada y, sobre todo, que no se den el tiempo de escuchar sus cuerpos, el mayor regalo de Dios. Lupita, la tendera, no escucha el rechinido de sus rodillas que yo percibo desde la acera de enfrente; Licha, la joven flacucha del siete, tiene un estómago que grita de hambre; a Benito le chiflan sus pulmones cada vez que corre tras el Pachuco cuando lo quiere castigar por esconderse en mi casa y Luis es un radio mal sintonizado con el arrastre de lombrices por su panza regordeta. Los cuerpos conservan sus sonidos porque albergan almas que obedecen otras leyes. La vejez me ha enseñado a escudriñar otras maneras de utilizar mis sentidos, no sólo mi audi-
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ción. Mi piel es más minuciosa para informarme lo que toca, mis ojos ya no se detienen en trivialidades, mi olfato me hace viajar como si leyera el libro de mi vida, y mis alimentos tienen sabores más nítidos y sonoros que nunca. La ausencia de sonidos terrenales me permite escuchar de otra manera: señales y murmullos secretos pero inteligibles que antes de ser sorda, al no saber de dónde provenían, los llamaba premoniciones. Como si surgieran de otra dimensión. ¡Cuánta ignorancia! Una tarde salí a tomar el sol, ese es el gran placer de mi vejez: escuchar el estallido de sus fuegos, el latigazo de sus lenguas ardientes antes de lamer nubes y montañas, el frote de sus rayos sobre mi rostro. Con las piernas cansadas busqué una banca vacía en el parque donde pudiera descansar por un rato. Convencida de las bondades de estar viva escuché sobre mi cabeza el roce de una nube con otra, lo que me hizo levantar el rostro y ver una pequeña bandada de pájaros que vibraba sus alas en golpeteos dulces de madera muy delgada y, sin necesidad de mirar, supe que una columna de hormigas marchaba desde el adoquín del suelo hasta el tronco de un árbol a mi espalda, produciendo una sonoridad áspera y marcial. De pronto, escuché un borboteo de sangre. Un murmullo de remolino que arreciaba lentamente hasta convertirse en una pequeña tormenta; me alarmé, era un sonido nuevo. Una melodía siniestra y fantasmal que interrumpía su cadencia con percusiones discordantes.Volví el rostro y vi al Pachuco que pasaba a unos cuantos metros de mi banca con la lengua de fuera, sangre en su pelaje y una pata coja, seguramente rota. Lo atropellaron, pensé de inmediato. Le grité y me miró con sus ojillos negros desorbitados de dolor. Se echó sin dejar de mirarme. Me puse en pie y caminé hacia él mientras todos los sonidos de tormenta azotaban mi cabeza y mi corazón con una intensidad creciente donde se mezclaban las voces de mis muertos. Por un instante deseé ser realmente sorda. Y cual si Dios me hubiera oído, súbitamente me rodeó el
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silencio. El mundo enmudeció y adquirió la indiferencia blanca de la nada. Caí al suelo lentamente, como sólo los viejos podemos hacerlo. No sentí dolor alguno. El Pachuco descansó su cabeza junto a mi cuerpo que ya estaba tendido junto al suyo. Hubo un único sonido tenue y seco: el clic de la cerradura de mi corazón. Entendí que estábamos entrando a la muerte.
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DENTRO DE SUS PUPILAS
Alberto Farraguez
A Francisco le causaba mucha ilusión y alegría ser amigo de una completa desconocida. Jamás se imaginó que eso fuera posible. Todas sus amistades se las habían presentado con anterioridad. Al ver las fotos de ella se dio cuenta que siempre quiso tener una amiga espontánea, sin conocerla, y el monitor de la computadora lo decía muy claro: “Eloisa y Francisco ahora son amigos”. Eso era como una especie de pacto. Ya había pasado cerca de un año desde que su hermana los había subido a la página a él, a sus primos y a sus papás, para que todos estuvieran en contacto. Desde entonces, se la pasaba escribiendo nombres de desconocidos al azar, viendo las fotografías de las personas que se encontraba y dibujando en su mente la historia de cada una de ellas, a pesar de que nunca se había atrevido a solicitar amistad y tampoco nadie había procurado la suya. Las pocas personas que aparecían en su lista de amigos, las había colocado ahí su hermana y eran además todas aquellas a quienes él más amaba en el mundo. Aunque no la conociera, si Eloisa le había mandado una solicitud para ser su amiga y ahora se encontraba ahí en la pantalla, era por algo. Francisco no se preocupó en averiguar cómo lo había contactado, se limitó sencillamente a aceptar la solicitud y ahora ellos dos eran amigos, cibernéticos, pero amigos al fin y al cabo. Volvió a mirar las imágenes de Eloisa antes de atreverse a contestar el mensaje de “Hola” que había recibido. Se quedó ab-
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sorto contemplando su belleza y la cantidad de fotos que tenía. Por lo que él pudo notar, Eloisa tenía buen sentido del humor y le gustaba disfrazarse; como una actriz convertirse en otras personas y escapar de sí misma, pensó Francisco antes de concluir que a lo mejor ella quería fugarse con él a otra parte. En varios de los retratos se mostraba vestida de policía con un rostro alegre que contrastaba con el uniforme; en otras se transformaba en una sensual hindú con un lunar pintado en el entrecejo, o en china poblana con trenzas y huipil, o en guerrillera de boina negra con un gesto irreverente, o en una gitana con los labios pintados de un rojo intenso y los cabellos negros cayendo libres sobre los hombros, o en musulmana, ocultando la mitad de su rostro para dejar al descubierto esos ojos negros y grandes, llenos de vida, con párpados de media luna y una mirada hermosa, como las de las mujeres de las pinturas que aparecían en los libros árabes que había visto alguna vez. Francisco observó cada uno de los detalles: los labios carnosos y suculentos que a momentos se abrían para mostrar una sonrisa franca o que, a veces, cerrados, dibujaban una cuna de bienestar; la cadena atada a uno de los tobillos que paradójicamente le daba un aire de libertad; las cejas recortadas a la perfección como un par de aves levantando el vuelo rumbo al atardecer; el anillo de víboras que hacía juego con todos los aretes que ella usaba; los hombros desnudos en donde Francisco estaba encomendando todos sus deseos; la cicatriz debajo del mentón que era parecida a la suya y eso lo hizo suspirar pensando que era mucho lo que ellos dos tenían en común. “Hola”, contestó y se puso nuevamente a hurgar en la vida de Eloisa; a construir historias en su cabeza. Sus padres le habían dicho que pensaba demasiado y asumía cosas que luego no eran ciertas, que no eran realidad. Francisco sólo se reía defendiéndose al decir que Dios a los sordos les quitó el oído, pero a cambio les había dado el poder de deducción; que ése era su
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quinto sentido; que las personas que podían oír, al final encontraban más dificultades para dilucidar los misterios de la vida. En una foto donde Eloisa se hallaba junto a una ventana, Francisco concluyó que su nueva amiga estaba a punto de abrirla y descubrir que detrás había todo un mundo esperando por ella y que él estaría ahí aguardando su llegada. Luego encontró una imagen donde sólo aparecía la mitad del rostro de Eloisa y él quiso poner del otro lado un fragmento de su propia cara. Se dio cuenta que ya estaba enamorado. Después se topó con una serie de fotos cubistas donde se mutilaban las facciones de su amiga y otra donde, mucho más joven, tenía las mejillas redondas y no con los pómulos tan afilados como en los retratos más recientes. Francisco infirió que Eloisa había sufrido mucho, por eso se puso a buscar con mayor ahínco en el resto de las imágenes. Al no poder hablar normalmente con las personas, Francisco las observaba con detenimiento. Se hacía preguntas sobre sus vidas que él mismo contestaba y, por lo general, después descubría que las respuestas eran correctas. “Un sordo no necesita escuchar para saber lo que dicen las personas”. Seguido se repetía a sí mismo esta frase antes de ponerse a leer en el rostro de la gente su pasado. Encontró una foto en la que Eloisa se hacía retratar al lado de un cuadro donde tres hombres a rastras retiraban el barniz de un piso de madera, entonces se dio cuenta que eso precisamente estaba haciendo ella: levantar el suelo de su pasado para comenzar una nueva vida, por eso se le veía tan contenta, por eso lo había contactado a él, para comenzar otra vez. Francisco sintió miedo sólo de pensar que tendría que decirle que él era sordo. Quizás fuera mejor no hacerlo, al menos por el momento. Él sabía leer perfectamente los labios, pero estaba cansado de mirar cómo se descomponían los rostros de las personas cuando él trataba de hablar; nunca había logrado
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que lo entendieran y en ocasiones le pedían que por favor no gritara. En la sección de videos, Francisco observó los que Eloisa había montado en su página. Le hizo mucha gracia uno de un partido de fútbol donde todos los jugadores corrían desnudos tras el balón. El árbitro, los directores técnicos y el público también estaban desvestidos. Pensó que así debería de ser el mundo, que la gente se mostrara tal y como era. Se dio cuenta que era su deber decirle a Eloisa que él era sordo; los amigos siempre se decían la verdad desde un principio, pero Francisco decidió que no lo haría, que lo iba a dejar para después de un primer encuentro. Le horrorizaba pensar en los gestos que ella pondría al enterarse de su sordera. En otro video miró cómo una mujer corría debajo de un puente para compartir con un hombre la huella de sus labios y leyó en los subtítulos cómo ella le decía a él que los amigos de la infancia comienzan jugando canicas y terminan en la cama. Francisco pensó que eso sería maravilloso; estar con una amiga en la cama. Nunca lo había hecho, pero tampoco nunca había jugado canicas con nadie; su madre no se cansó de decirle toda su infancia que no podía salir a la calle porque no escuchaba los ruidos y era muy peligroso. Le dolió bastante pensar que ellos no eran amigos desde la infancia. Con añoranza estudió otro retrato de Eloisa, contempló nuevamente esos ojos egipcios, esos ojos negros con la forma de los peces que dibujaban los primeros cristianos, advirtió otra vez el brillo de esas pupilas y se dejó hipnotizar, se dejó llevar por ese punto luminoso, por esa luz donde Francisco sintió que se perdía, que por ahí se llegaba a otro lugar, a un lugar donde él era igual a todos los demás, donde podía oír al sol esconderse en el horizonte y transformarse en un crepúsculo, donde podía escuchar a la luna cantándole al mar para que subiera la marea y donde el centellear de las estrellas también acariciara sus oídos.
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Todo eso debía de ser muy bonito, como también seguramente lo era escuchar cuando una persona sonreía o le guiñaba un ojo a otra o cuando la gente se abrazaba. Él quería ser normal para escuchar todo eso y beber todas y cada una de las palabras que salieran de la boca de Eloisa, pero Francisco era sordo. De cualquier forma, se armó de valor y decidió correr el riesgo. Escribió a su nueva amiga invitándola a una cita a ciegas o a semiciegas, corrigió, porque a decir verdad, ya no estaban tan a oscuras, ya habían tenido el tiempo de observar las fotos de cada uno. Le confesó que no había dejado de admirar boquiabierto cuanta imagen suya se le había atravesado en las pantallas. Eloisa respondió que ella también había visto cada una de las fotos de Francisco y esto le dio confianza a él para ponerse poético y escribir que se sentía seducido por los ojos, la sonrisa y la osadía de ella; que se moría de ganas de conocerla; que por favor le regalara una cita a ciegas, que mejor aún, le regalara una cita a sordas. Eso era, una cita a sordas donde no abrieran la boca en la primera hora o, al menos, en los primeros treinta minutos, si es que a ella le entraban las prisas o descubría que no era buena para eso de jugar a los monjes. Una cita a sordas para sentir lo que viven los cuadrúpedos, cuando sin conocerse se cruzan por primera vez, más todavía si son centauros, poco antes de perseguirse alegremente en las praderas; cuando se encuentran de frente y sin hacer ruido se miran con esos ojos de “jugárselo el todo por el todo” y abren sus fosas nasales para sentir lo que siente el otro, justo tal y como dicen que lo hacen los franceses. Una cita a sordas donde él pudiera percibir quebrarse el viento al pasar junto a ella y que le quedara a él el recuerdo de haber visto cómo se comía ella al mundo. Una cita a sordas donde lo dejara tocar las palmas de sus manos para descubrir cuántas veces se había caído y vuelto a levantar; para saber de qué estaba hecha y a qué se atrevía en esta vida y, entonces, sin remilgos ni absurdas exigencias, adaptarse a ella. Una cita a sordas para que
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no se diluyeran las emociones por la boca, para no permitir la fuga de adrenalina al momento de conocerse. Ella respondió que él era muy intenso. Que por qué no se veían de una vez por todas. Francisco salió apresurado de su casa rumbo a la cita, no le avisó a nadie, pensó incluso que a lo mejor no regresaba, después se rió de su propio pensamiento, de su emoción. Lo único que deseaba era mirar a su amiga, olerla, escucharla con sus ojos, sentirla, abrazarla. Cuando llegó corriendo al parque, Eloisa ya estaba ahí. A dos metros de distancia se quedaron mirando uno al otro durante varios minutos. No podían dejar de sonreír. Francisco pensó que ella era más hermosa que en las fotos, sobre todo cuando sintió en su cuerpo las vibraciones de ella que poco a poco lo fueron arrastrando para tomarla de las manos y experimentar un entendimiento que nunca antes había sentido. Asumió que podía quedarse así toda la vida, leyendo el rostro de ella. No quería por nada que llegara ese momento en el cual tendría que decirle que él era sordo y se rompiera todo. Al percibir en Eloisa los aromas de sus emociones, pensó que era una semidiosa y que le gustaría estar junto a ella el resto de sus días. Después se perdió nuevamente en sus pupilas, dentro de ese paraíso donde no necesitaba decir nada para comunicarse, donde no reinaba eso que él desconocía y que los demás llamaban sonidos. Se extravió en la luz de esos ojos negros hasta que sus labios y su lengua desprovista de palabras se juntaron a los de ella y pudo escuchar en su pecho el canto de su corazón, el de Eloisa. Francisco era feliz, muy feliz, pero no podía seguirla engañando. Se separó de ella unos centímetros sintiendo que se le escapaba la vida, la tomó de los hombros pensando que jamás volvería a ser feliz y, seriamente, con mucho dolor, le confesó que era sordo. Ella miró fijamente los labios de él, se sonrió con la cuna de su boca y luego le dijo que ya lo sabía. Después, con
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las manos, le explicó que ella también era sorda. Francisco se sorprendió mucho y entonces preguntó a Eloisa cómo sabía que él era incapaz de oír. Ella le respondió que lo había leído en los retratos de él; que todos los sordos tenían una forma de mirar muy especial.
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EL CAMPANARIO
Mariví Cerisola
Paola se sienta en una de las bancas de la plaza, le gusta ir todas las tardes a mirar lo que por ahí ocurre: niños correteando detrás de la pelota, con el perro, en patines; observa atentamente a todos los personajes que deambulan por los alrededores: el paletero, el hombre de los globos, la pareja de viejos que siempre ocupa la misma banca, los enamorados y las madres jóvenes que van de un lado a otro empujando sus carriolas. Ir a ese lugar a sentir el sol sobre su cuerpo y aspirar el aroma de los algodones de azúcar que se ponen a sólo unos pasos de donde está sentada, ya es parte de su rutina. Sabe la hora exacta en que llegan las personas que habitualmente van ahí y le encanta imaginarse historias acerca de ellas. La gente siempre le sonríe y a fuerza de verla todos los días, la saludan amistosamente. Paola mira su reloj y alza la vista hacia la torre de la iglesia; la enorme campana oscila gradualmente agitándose una, dos, tres, cuatro veces. Al cabo de 60 minutos, ella volverá a levantar los ojos para ver de nuevo ese movimiento lento, pesado, puntual. Aquel meneo de campana la hipnotiza y se deja arrullar como si estuviera dentro de esa cuna de su infancia que se meneaba de un lado a otro hasta que se dormía. Un balanceo de madera que jamás había escuchado así como jamás había oído el retintín de aquellas campanitas de plata que colgaban de lo alto de su cuna. No recuerda en qué momento de su vida se había dado cuenta de que era diferente a sus hermanos, de que su mundo estaba aislado de un
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algo que los demás tenían pero ella no. Tal vez fue aquel verano de tormentas o ese otoño de hojas caídas, quizás fue la primavera cuando el jardín fue invadido de pájaros cantores o un invierno cualquiera con sonidos navideños. No lo recuerda. Lo único que sabe es que empezó a integrarse a las personas a costa de leer los labios y por medio de señas y gestos hasta que con el paso del tiempo, su gente, su universo y ella, aprendieron a usar el lenguaje especial para sordomudos. Ahora tiene 14 años y comprende que los sonidos y las voces jamás formarán parte de su entorno. Tampoco la música. Paola ha leído mucho acerca de la sordera y el hecho de ser distinta le ha hecho madurar lo suficiente como para no compadecerse o sentirse traicionada por la vida. Desde niña, aprendió a disfrutar de sus otros sentidos y supo mirar, oler, sentir y paladear mucho más allá de la simpleza. Cuando llovía, se asomaba a la ventana para observar las gotas que resbalaban por el cristal y su imaginación la llevaba a un mundo de agua en donde habitaban sirenas, tritones, delfines plateados y ballenas que bailaban a la luz de la luna. Lo mismo sucede con los olores y para ella, aspirar el aroma de un pastel de manzana, es volar a otro espacio, a una huerta llena de árboles en donde el cielo es turquesa y el verde del pasto de tan verde, parece coloreado. El sentido del tacto es, quizá, el que más ha desarrollado pues se adentra en las texturas con tal disfrute que es capaz de viajar hasta el Oriente con tan sólo tocar la seda, conocer los misterios del pasado si desliza su mano sobre la madera de muebles antiguos, percibir los sentimientos ajenos al contacto de la piel y comprender el lenguaje de los animales cuando los acaricia amorosamente. Puede pasar largos, larguísimos minutos observando las líneas de las manos; cada surco dibujado en la palma izquierda, es una historia diferente, un amor interminable, un caudal de riquezas, un mar plagado de aventuras. La comida para Paola, es también un sinfín de descubrimientos, goza paladeando sabores y condimentos y
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EL CAMPANARIO
cada gránulo de azúcar o sal es como traspasar las fronteras de un cosmos abarrotado de placeres culinarios. Aun sin el sentido del oído, puede disfrutar sin límite la vida que la rodea. Hubo, sin embargo, algunos episodios de burlas y rechazos, sobre todo, en la época de la infancia en la que ciertos niños oyentes la miraban extrañados cuando manoteaba tratando de emitir sonidos, sonidos agudos, desconectados; incomprensibles para los demás pero no para ella que lo único que pretendía era darse a entender. Tenía tanto por decir, por comunicar, por enseñarles, que no le importaba que se rieran de sus aspavientos. Esos eran de los pocos recuerdos que tenía de haberse sentido fuera de contexto, de no saberse comprendida y percibir que estaba sola, aislada, en un espacio que no le pertenecía. Paola mira su reloj, pronto elevará los ojos para ver el contoneo fuerte y calmoso de la campana de la iglesia. Un niño se para frente ella y le sonríe, le ofrece un dulce, le hace señas con las manos indicándole que al rato irán todos a la fuente a mojarse. La invita y ella mueve la cabeza con gesto afirmativo. El niño se aleja dando saltos y Paola entrecierra los ojos y siente cómo el rosa azucarado de los algodones se va metiendo por sus fosas nasales. Siente un cosquilleo de felicidad, de vida, de amor. A su manera, escucha los latidos que golpetean en medio de su pecho y sabe que van a dar las cinco de la tarde y la campana sonará para los demás y también para ella porque el silencio que la habita por dentro se siente más fuerte que las voces que nunca ha oído, que la música que no sabe cómo suena, que el silbido de un viento fuerte y que ese tambor que palpita en un país lejano, porque su silencio conoce el rugir de los mares embravecidos, el golpeteo de una lluvia caprichosa, el crujir de los leños en el fuego, los gritos de la desesperanza. Paola oye de otro modo, escucha con los ojos y con las manos, con la lengua y a través de los aromas. El sol de la tarde cae lánguido sobre la plaza repartiendo
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su luz entre las personas que deambulan por ahí. Paola se levanta, recoge una piedra y se encamina a la fuente, se quita las sandalias blancas arremangándose el pantalón hasta las rodillas; antes de meter los pies al agua, voltea hacia el campanario y cuenta: uno, dos, tres, cuatro, cinco.
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EL CAMPANARIO
PARA QUE LO OIGAS DE UNA VEZ POR TODAS Alfredo Peñuelas
Ya sé, me lo has dicho mil veces, que no te escucho, que por eso no te entiendo, que hasta cuándo lo vas a tener que repetir, que tú lo dices todo muy claro, que la pendeja soy yo. Y lo peor de todo, Alberto, es que me tuve que dar cuenta desde el principio, desde novios. Es distraído, me decía, y hasta me parecía uno más de tus atractivos. Que si no recordaba que habíamos quedado de ir al fut en lugar de a casa de mis papás, que si el olvido de la cena con tu jefe era mi culpa por no atender lo que decías, etcétera. Todos reclamos que formaron el andamiaje de nuestra relación, Alberto, de nuestra podrida relación. Aún recuerdo el día de nuestra boda, la iglesia adornada con rosas rojas y no con los tulipanes amarillos que, claramente te había dicho, eran mis favoritos porque me recordaban el viaje que hice con mi abuela Rebe a Holanda, y le había presumido que le tenía una sorpresa el día de mi boda que le recordaría nuestros paseos a las afueras de Delft. Pero siempre tenías que tener la razón. A pesar de mi llanto afirmaste hasta el cansancio que habíamos acordado lo de las rosas porque, según tu madre, eran el reflejo mismo del romanticismo. “Acuérdate que siempre te regalaba una rosa roja, Daniela” y, sí, en eso tienes razón, pero no en el hecho de habérmelo dicho. Otra vez me quedé callada, afirmando tú una sordera inexistente que te empeñabas en probarme una y otra vez.
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Me cansaría de enumerarte las mil y una anécdotas que llenaron tus teorías sobre mi supuesta sordera, sobre mi falta de atención, sobre tus acusaciones misóginas “es que las mujeres ni entienden ni atienden”, dijiste alguna vez en una frase sacada de quién sabe qué manual del Perfecto Macho.Y ahora que lo pienso bien, lo que hiciste no tiene nombre. Mira que hasta llegué a pensar que me estaba quedando sorda deveras y me asusté y lloré mucho y fui a ver a un doctor sólo para confirmar que mis oídos estaban en perfecto estado, que la cosa no era clínica ¿me estaría quedando loca entonces? Terror, terror absoluto, histeria colectiva en un solo ser. Y todo por tu pinche culpa, Alberto y tus ideas. Lo que sí no te voy a perdonar, es lo de Samantha. Porque se llama Samantha a pesar de que yo te había dicho que ese nombre no me gustaba nada, mucho menos cuando me enteré que ese era el mismo nombre de tu ex novia, Sammy, le decías, al igual que a mi hija. Y mira que es una princesa y es lo mejor que me ha ocurrido en la vida y es el motivo mismo por el cual yo no te hubiera mandado al Diablo. Pero a la nena, a Sammy, a “la princesita de papá” como le dijiste varias veces, también fueron varias las ocasiones en que pensaste que con regalos a destiempo y frases como la anterior te podrías salir con la tuya. Lo peor es que creías que yo no me enteraba. Que si le habías prometido llevarla al parque, que si al cine a ver la nueva de princesas “igualitas a ella”, que si a ayudarle con su tarea como tanto se lo habías prometido. Todas esas cosas y más que la pequeña Samantha me contaba a tus espaldas ¡Qué vergüenza siento ahora cada vez que pienso que te excusé todas y cada una de esas faltas con nuestra pequeña hija!. “Tu papá te quiere, amor, lo que pasa es que trabaja mucho” y mentiras como esa. Pero lo que sí no te voy a perdonar en mil años fue lo que me dijiste anoche, Alberto, eso prueba lo poco hombre que eres, lo mala persona, lo hijo de puta. ¡Carajo! ¿En dónde tie-
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nes la cabeza? Mira que llegar y afirmarme con tal contundencia: “Oye, yo creo que la niña se está quedando sorda, mira que le digo un chorro de cosas y ella asegura que no es cierto”. ¡Qué poca madre la tuya, en serio! Y luego compararla conmigo, afirmar que eso lo sacó de mí o de mi familia. En verdad no sé ni qué decirte porque de todos modos, no lo vas a oír. He decidido largarme con mi hija. No tiene caso que te diga a dónde, de todas maneras no vas a darte por enterado. Te escribo esta carta no sólo para que conozcas los motivos que nunca quisiste escuchar, sino para que los leas. Estoy segura que, de haberte dicho los motivos, igual no los hubieras oído. Daniela
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EL LLAMADO DEL MUECÍN
Eduardo Gleason
Cuando desciendes del avión, los reflejos de luz te obligan a cerrar los ojos; el sol es tan penetrante como lo habías imaginado. Guiada por la oscuridad de tus párpados, te tomas del barandal de la escalerilla y, mientras bajas cada peldaño, sientes que resbalas rumbo al infierno; se te escurren un par de lágrimas. Te han abandonado tus amigas. Al final, todas y cada una de ellas se fueron echando para atrás, incluso Meryl, quien más te animó a emprender el viaje, se negó a acompañarte. Unas desistieron por el temor que un país musulmán les infunde, otras, por no querer despegarse de sus novios o esposos y el resto, que ahora no sabes si llamarlas amigas, por la sencilla razón de que no eres una compañía lo suficientemente atractiva como para realizar un viaje juntas. Eso, lo sabes de sobra; no te puedes engañar a ti misma. Arrepentida, sigues bajando la escalera sin saber qué diablos estás haciendo aquí. Sientes la necesidad de recordar las palabras de Meryl: “Es un lugar paradisíaco; está lleno de hombres muy varoniles deseosos de conocer europeas para tener aventuras con ellas. Además de que son muy buenos amantes; dentro de sus exigencias estéticas, no tienen tatuado en la cabeza el prototipo de la complexión occidental”. Hasta la fecha no has sabido cómo interpretar las palabras de tu amiga, pero lo que es un hecho es que los musulmanes que has conocido en Inglaterra dejan mucho que desear. Por más que Meryl insista en que son víctimas del choque cultural, del racismo y la discriminación,
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tú más bien los consideras fanáticos, machistas, con una mente cerrada, llenos de prejuicios y complejos. Sólo a ti se te ocurre embarcarte en el disparate de conocer en solitario un país como éste. Lo que te urge es sentirte deseada en esta etapa de tu vida. Estás harta de que en Manchester nadie te voltee a ver, harta de los kilos de más que nunca has logrado eliminar de tu cuerpo, harta de buscar pareja en organismos dedicados a ello, harta de meterte en la Internet procurando relaciones que nunca llegan a concluirse sin dejar de ser mera ficción, harta de los años que súbitamente se te han venido encima, harta de la incipiente alopecia que está terminando con la poca autoestima que te queda. Te sientes agobiada, los nervios no te dejaron dormir la noche anterior y, aunque en el avión intentaste hacerlo, te tocó al lado de una turbina. Durante el viaje, en los pocos momentos en los que lograbas sacar de tu cabeza el maldito ruido, era tan sólo para descubrir que junto a ti dormía un tipo que no dejó de roncar todo el trayecto por más que lo movieras. Los tapones que colocaste en tus orejas no pudieron aislarte del ruidero y una vez ya en tierra, sigues sintiendo en tus oídos el áspero zumbido de la aeronave. El calor te sofoca, las multitudes y el bullicio en el aeropuerto te perturban. La gente comienza a atropellarse para tener acceso a sus maletas antes que los otros. Una persona te empuja y los tapones de los oídos, que estabas por guardar, caen al suelo rodando entre la muchedumbre. Dudas si recogerlos, pero tienes temor de no conseguir otros. Los levantas. Tu maleta es la última en salir, así que cuando llegas con la persona que muestra el cartel con el nombre de la agencia, los demás turistas te reciben con caras largas. Como si fuera tu culpa la tardanza, como si nos encontráramos en Inglaterra, como si estuviera en tus manos. Qué estúpidos.Te decepcionan tus com-
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pañeros de viaje, sobre todo, porque albergabas la esperanza de conocer entre los viajeros a un hombre interesante, pero todos viajan en pareja o incluso en familia con sus hijos. Piensas que no puede ser que estés tan desesperada. El traslado al hotel es de lo más agitado, el chofer es un salvaje, da volantazos hacia un lado y otro de las calles tratando de ganar una carrera imaginaria a los demás vehículos, haciendo sonar el claxon tanto como pestañea. Los otros viajeros se voltean a ver entre sí asustados, mientras tú miras alrededor para darte cuenta que ésta es la actitud de todos los que conducen algún medio de transporte en este lugar. Nadie respeta los semáforos. Utilizan el ruido de la bocina como un arma protectora para abrirse paso; como un talismán que los libre de posibles accidentes. Te parece absurdo. El tráfico, el ruido, las luces, aunados al perpetuo zumbido de la turbina que no has podido olvidar, te provocan un fuerte dolor de cabeza. Al llegar a tu habitación lavas con agua del grifo los tapones para dormir y, después de asearte, te acuestas en la cama esperando conciliar el sueño, pero los pitazos provenientes de la calle no dejan de sonar a lo largo de la noche. Cuando por fin puedes dormir, la voz del muecín llamando a oración te despierta de golpe a las cinco de la mañana: Allaahu akbar, Allaahu akbar. Ya te habían advertido de esos rezos: Ashhadu an laa ilaaha ill-Allaah, pero lo que nunca te dijeron es que el llamado sonara en toda la ciudad por medio de altavoces a esas horas de la madrugada: Ashhadu anna Muhammadan rasul-Allaah; que se repitiera junto a ti: Hayya ‘ala’l-salaah, y luego un poco más lejos: La hawla wa laa quwwata illa Billaah, durante varios minutos. Te aprietas los tapones en los oídos para descubrir que siguen húmedos. No has podido descansar ni un par de horas.Te das vuelta de uno a otro lado de la cama, pero no puedes reconciliar el sueño y te levantas muerta de cansancio a las siete de la mañana para comenzar el primer día de visitas.
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El café te parece delicioso, así que bebes cuantas tazas te ofrecen a lo largo del día, sobre todo porque te ayuda a mantenerte despierta. En la visita del mercado, entre el tumulto, alguien te manosea las nalgas. Al voltear, no puedes distinguir cuál de los hombres es el responsable porque se esconde tras el anonimato de la multitud. No soportas esa conducta tan infantil como tampoco soportas los gritos que la gente pega tratando de vender sus mercancías. El zumbido de la turbina es cada vez más intenso y agudo, ahora se asemeja a un avispero enfurecido. Cada vez es más fuerte. Las mezquitas te parecen hermosas, lo que no toleras es cómo te miran los hombres. Te poseen con la mirada, pero no hacen nada por entablar una relación contigo.Tampoco te agrada el desdén con el que tratan a sus mujeres, ni cómo, por otro lado, tan barbados y varoniles, caminan por las calles tomados paradójicamente de las manos, cómo al saludarse o despedirse se besan entre ellos en ambas mejillas y se abrazan juntando sus genitales. Piensas en lo equivocada que estaba Meryl y en lo perdida que estás tú en la vida para venir a buscar a un hombre en este lugar. Te preguntas nuevamente qué es lo que haces aquí, tan sola y tan insegura. Sientes alivio cuando dejan el ruido de la gran ciudad para dirigirse a la costa. Ahora son las cantidades de café las que no te dejan cerrar los ojos durante la noche. Recibes el llamado del muecín despierta. Después logras dormir algunas horas, aunque el deseo de meterte al mar y disfrutar de los arrecifes de coral, hace que te levantes. Caminas por la calle. Para cuando llegas a la playa se ha formado una fila de hombres que te sigue y que no dejan de mirarte. Sus ojos son lenguas de fuego que te lamen. Antes pensabas que esto te iría a halagar, pero ahora te sientes muy incómoda. No dejan de observar tu cuerpo; de tragar con sus miradas cada uno de tus movimientos. Pobrecitos, piensas. No han de tener muchas posibilidades de ver la piel de
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una mujer. Pobrecitos, nada. Te corriges. Estos son los mismos o, unos parecidos a ellos, los que obligan a sus mujeres a cubrirse, los que hacen que a las muchachas cuando llegan a su pubertad, les mutilen el clítoris, los que ponen bombas. Te reprochas nuevamente el estar en este país. Cómo te gustaría que en tu tierra te miraran de alguna manera, pero la acechanza de estos ojos te inhibe y entonces buscas refugio en la profundidad del mar; te maravillas con las formas y los colores de la naturaleza; de los peces. La inmensidad del océano te hace pensar en lo sola que estás, en lo mucho que quisieras estar compartiendo todo esto con alguien. Tomas aire y te sumerges lo más que puedes tratando de librarte del nudo que te aqueja en la garganta. Sientes la presión en los oídos; te duelen, pero desciendes varios metros más atraída por un pulpo que se esconde. Ahora el dolor es profundo y entonces decides regresar a flote pensando que ya quieres que se acabe el viaje. Que es ridículo que busques la belleza de un país debajo de sus aguas. Por la tarde logras imponerte a tu apatía, a tu depresión, a tu inseguridad y decides adentrarte sola en el desierto para contemplar el atardecer. Siempre has pensado que una mujer, desde el momento en que se libera del temor a ser violada, experimenta la verdadera libertad. Te das ánimos recordando que las inglesas son las únicas mujeres libres del planeta. Las únicas que tienen el valor para visitar sin compañía un país musulmán; para hacer lo que tú estás haciendo en estos momentos. Subes una colina de arena y luego otra para tener una mejor perspectiva. Te sientas a admirar el panorama. Piensas que la amplitud del desierto es tan imponente como la inmensidad del mar.Te sientes libre, estás contenta con el paisaje. Cómo te gustaría compartir con otra persona esta aventura, pero te repites una y otra vez que no necesitas de nadie para ser feliz. No necesitas a ningún hombre a tu lado. Tu felicidad no depende de otros.
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Después de unos minutos quieres escalar otra colina, pero cuando te levantas, oyes un fuerte tronido en tus oídos y te caes sobre la arena. Te incorporas, pero todo te da vueltas y caes nuevamente. Se te rompe el horizonte. Vomitas. No sabes lo que está pasando.Te arrastras por la arena intentando pararte, pero no logras hacerlo y entonces gritas, gritas para darte cuenta que tú no escuchas tus propios gritos. Te espantas. Aplaudes sin oír el aplauso. Has perdido el oído. Lo único que escuchas es el barril de grillos alebrestados dentro de tu cabeza. También sientes retumbar tu corazón. Te recuestas mirando al cielo, tratando de controlar tu respiración; no puedes creer que esto te esté pasando. Te da miedo y con todas tus fuerzas luchas por levantarte, pero el piso de arena se te viene encima y entonces ruedas, ruedas hasta que tu cuerpo se detiene en el fondo de la colina. Gritas una y otra vez, consciente de que nadie sabe dónde estás.Te concentras haciendo un esfuerzo, pero todo es en vano. Tus oídos han dejado de escuchar. Gritas, lloras, vuelves a gritar. No dejas de intentar incorporarte, pero es inútil porque cada vez que lo haces, después de dos pasos, vuelves a caer sobre la misma arena. En el cielo hay un par de buitres dando vueltas y eso te horroriza. Gritas hasta que tu garganta no puede más. De pronto, a contra luz, aparece en la arista de la colina una sombra. Un hombre cubierto de pies a cabeza por negras vestimentas, montado en un camello, baja hasta donde te encuentras tú. Le pides ayuda. Sin decir una palabra, bruscamente te toma de la cintura. De súbito te entra el pavor de que pretenda hacerte daño y entonces pataleas, él te suelta, tú sacas fuerzas para intentar correr, pero caes una y otra vez sobre la arena. Él te observa con la seguridad de un felino que sabe que su presa no llegará a ningún lado por más que intente escapar. Jadeas de cansancio. Lloras temiendo todo lo que él pueda hacer contigo. Sin decir nada, se aproxima a un metro de distancia, se acuclilla sosteniendo su
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cara con las palmas de sus manos y desde ahí te observa gimotear cuando le imploras con tu llanto que por favor no te haga nada. Él no se mueve, sólo te escudriña con esos ojos negros y penetrantes en espera de que te calmes. Después, algo dice porque mueve los labios al extenderte la mano. Tú la tomas y resignada te dejas guiar, pero después de unos pasos vuelves a caer y entonces sientes cómo te levanta sobre su hombro como si fueras un bulto. Te lleva hasta su camello al que obliga a hincarse para que con su ayuda te puedas subir. Cuando el camello se levanta, el vértigo te provoca náuseas. Él te sostiene por la cintura abrazándote contra su cuerpo para que no caigas.Tú tratas de explicarle que necesitas ir a un hospital, a un médico, que no oyes, pero él no entiende nada, sobre todo porque dirige al camello en dirección opuesta al mar. En silencio te está secuestrando y tú no haces nada más que llorar. Te das cuenta que no eres tan libre como pensabas porque ahora tienes mucho miedo y no sabes qué harás para defenderte. Las lágrimas no te permiten apreciar el atardecer, las estrellas, la luna creciente acompañada de Venus. Él busca un lugar donde pararse, te ayuda a descender del camello y prepara una carpa que te ofrece para que pases la noche dentro de ella, mientras él se pone a orar y después se recuesta junto a su camello. Sigues sin oír, pero ya no padeces tanto el vértigo. Duermes exhausta. Ya es de día cuando abres los ojos nuevamente. Te das cuenta que los tienes demasiado inflamados y que no puedes oír nada. Que lo que te está pasando no fue una mera pesadilla, que en verdad estás sorda, que te hubiera gustado despertar con los rezos del muecín; con los pitidos de los carros; con las turbinas del avión. Te asomas por la carpa para encontrar a quien no sabes ni cómo se llama preparando un desayuno. Con una amplia son-
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risa te ofrece una taza de té negro, queso seco de cabra y un pedazo de pan. Después de comer te entrega una manta para que te cubras del sol y emprenden otra vez el recorrido. Caminan todo el día montados sobre el camello. Las únicas pausas que hacen son cuando él se detiene para hacer sus oraciones. Él le reza a un Dios cuando tú lo que quisieras es reclamarle. Bastante cruel es que a una mujer se le caiga el cabello como para que ahora te deje sorda. Descubres que ya no le tienes miedo, que más bien has optado por dejarte llevar por él sin saber a dónde van. Quieres confiar en sus intenciones, pero no dejas de pensar en que quizás ya perdiste el oído. Te das cuenta que ya no sufres tanto el vértigo, sin embargo, el brazo de él que cruza tu cintura te hace sentir muy bien. Lo mismo, su respiración tibia junto a tu cuello, sus muslos que rozan tus piernas y su corazón que late golpeando tu espalda. Sobre la arena percibes la sombra del camello caminando y la fusión de tu cuerpo al de él. Te agrada esa imagen. Poco antes del atardecer se baja del camello y comienza a actuar de manera muy extraña. Con temor, parece tratar de escuchar algo. Mira para todos lados como si una horda de mongoles los fuera a atacar o como si estuvieran a punto de ser devorados por algún animal salvaje. Se trepa de nuevo al camello y lo hace galopar. Su miedo te provoca una angustia muy grande. Eres incapaz de oír lo que él escucha, pero el ruido del peligro es tan fuerte que se puede respirar. De pronto, notas que las arenas del piso se levantan algunos centímetros y se deslizan arrastradas por el viento como almas en fuga hacia el purgatorio. Poco a poco, la altura se esas arenas se incrementa hasta que comienzas a sentir en la piel los pinchazos de los granos de arena convertidos en una lluvia de agujas. Él busca resguardo en el fondo de una colina y te ayuda a bajar del camello. Sin soltar la brida del animal, extiende la carpa encajando el lado por donde sopla el viento y te invita a guare-
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certe bajo ese improvisado refugio. El espacio es muy reducido. Quizás no estás consciente del peligro, porque te agrada respirar su adrenalina; su olor a siglos de travesías impregnados en su piel, te reprimes, pero cómo te gustaría posar tu mano sobre su pecho y acariciar sus vellos, mientras aguardan a que el peso de la arena sea considerable para que él salga de la guarida a sacudir la carpa y levantar a su camello. Una y otra vez lo observas realizar esta maniobra hasta que la tormenta de arena amaina y él cae exhausto en un sueño profundo, justo cuando pensabas que podrían pasar el resto de la noche besándose abrazados. Al salir el sol puedes observar cómo cambió el rostro del desierto durante la oscuridad. No hay una sola nube en el cielo y después de unas horas de camino, logras ver en el horizonte, como un espejismo trémulo, los minaretes de una mezquita. Por fin llegan a una ciudad pequeña donde hay un hospital y un médico, donde seguro hay quien comprende lo que escribes en inglés. Él te baja del camello mientras parece que grita algo porque unos enfermeros salen y te sostienen de los brazos para ingresarte al hospital. Te hablan porque mueven los labios y te acomodan en un cuarto donde te sientan en una silla junto a una ventana, junto a una ventana por donde ves que él se retira montado en su camello hacia el desierto. Hasta ahora te das cuenta de que él no entró contigo al sanatorio; de que no te está esperando a la salida; de que ni siquiera te despediste; de que no le has dado ni las gracias y entonces tratas de correr, pero te caes nuevamente y vuelves a gritar como lo hacías antes de conocerlo, como lo hiciste en el momento en el que se conocieron, pero ahora lo haces porque él se está marchando, y tú lo que quisieras es tomarlo de la mano y no soltarlo nunca más, porque ahora sabes bien que has encontrado a un hombre y tú lo que más deseas es subirte otra vez al camello para que te abrace y en medio del desierto, a la luz de la luna, hacer el amor con él.
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Ahora eres tú quien desea secuestrarlo y despertar todos los días a su lado cuando escuche el llamado del muecín. Te ayudan a incorporarte para observar cómo se aleja, cómo se lo traga el desierto. Lo que menos te importa ahora es tu sordera porque desde este momento sabes que hay temores más grandes que te quitan la libertad; sabes que esa silueta palpitante que se desvanece en el horizonte, se quedará clavada en tu pecho por el resto de tus días como una llama inextinguible.
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Queda hecho el depósito que previene la Ley ....... Impreso en México - Pinted in México Impreso en Gráfica .... Dirección: Tirada: 3.000 ejemplares ISBN ...
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La idea de escribir un libro de cuentos sobre la sordera nació este verano justo después de que se le diera al Dr. Gonzalo Corvera un reconocimiento por los 500 implantes cocleares que había realizado, subrayando su dedicación y labor intensa en los últimos 20 años para proponer soluciones a los padres cuyos niños padecen de sordera profunda. Después del reconocimiento, hubo un cocktail de honor donde conocí a Yudi Kravzov, la esposa del Dr. Corvera y autora de varios libros. De inmediato nació una amistad y el deseo de hacer algo juntas. Nos surgió la idea de que había que concientizar más a la gente sobre la sordera, esta discapacidad poco conocida que afecta a una parte siempre creciente de la población. Llegué al mundo de las soluciones auditivas hace dos años y ha sido una experiencia apasionante. Cada día aprendo algo nuevo sobre el tema, cada día existen mejores soluciones para la gente que padece de una pérdida auditiva, cada día brindamos a nuestros pacientes una mejor calidad de vida. No obstante, la sordera es un problema que pocos quieren reconocer y, por lo tanto, prefieren sufrir en silencio que buscar soluciones para seguir conectados con sus seres queridos, sus colegas, sus amigos. Yudi y yo pensamos que era importante desmitificar la pérdida auditiva y se nos ocurrió que un libro de cuentos podía ser un medio muy ameno para compartir experiencias vividas por gente que padece de una pérdida auditiva. Juntas lanzamos una convocatoria a varios autores interesados en el tema, hubo un desayuno en el cual participamos todos con especialistas en audición para hablar de las experiencias de cada uno. Se hablo mucho, se explicaron muchas de las causas de la sordera, su impacto en la vida de las personas que se ven afectadas, se compartieron casos vividos, historias tristes, historias alegres y se plantaron muchas semillas que germinaron y dieron como fruto los bellos cuentos de esta antología. El resultado, lo tienen en sus manos. Sandrine Dupriez Centros Auditivos Directora General Connect Hearing México
Connect Hearing! es una empresa de la firma suiza Grupo Sonova, proveedor lider mundial en el desarrollo de soluciones auditivas innovadoras con un elevado contenido tecnológico. Connect Hearing! cuenta con 19 Centros Auditivos en las ciudades más importantes de la República Mexicana, con el fin de ofrecer su amplia gama de soluciones a quienes padecen algún tipo de pérdida auditiva y contribuir, de esta manera, a mejorar su calidad de vida. Una de las principales fortalezas de Connect Hearing! es su plantilla de especialistas en audición, profesionales altamente capacitados y con extensa experiencia en asesorar a sus clientes acerca de las soluciones que más le conviene de acuerdo con sus necesidades específicas. “Queremos que cada mexicano cuente con una solución adecuada a los problemas causados por las pérdidas auditivas” esta es nuestra misión. La vida no esta subtitulada: hay que escucharla con sus propios oídos!
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