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Cuerpo femenino
Hermoso cuerpo roto
Lucía Patiño
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Los médicos de urgencias recorren mi abdomen con el tacto puntiagudo de su palpación bimanual. Confirman que me duele ahí, y ahí…y ahí: en el flanco y en la fosa ilíaca derecha, donde están el ciego y el apéndice, el extremo inferior del íleon – en el que tuve las úlceras hace año s– y el ovario. Ellos asumen que es apendicitis y aplican el protocolo pertinente. Firmo sus papeles y un par de horas después me abren una grieta infraumbilical para esculcarme por dentro. Mi apéndice está bien, perfecto, aunque zambullido en la marea de sangre que brota de mi ovario derecho.
Algo sale mal en el quirófano, en medio de esa cirugía innecesaria, y una pequeña fisura se abre entre las viejas cicatrices de mi intestino. La fisura se ensancha, se multiplica, mis tripas se llenan de perforaciones. Tienen que operarme de nuevo, otra vez, y otra… once en total. Todo en mí se inflama. Tienen que cortarme el intestino en dos, clausurar mi tracto digestivo desde el colon hasta el ano. Pierdo tanta sangre y tanta vida y mi sistema respiratorio entra en huelga porque se llenaron de líquido mi pleura y mis pulmones. Tienen que intubarme. Tienen que amarrarme las manos a las barandas de la camilla porque temen que intente arrancarme el ventilador.
Y yo solo pienso que alguna vez tuve un cuerpo y que ahora, en cambio, estoy atrapada en esta masa informe que conserva la vida como un artificio. Respiro por un ventilador, bebo por la vena superficial de una mano y orino por un tubo sin esfínter. Como por un catéter enterrado debajo de la clavícula, vomito por la nariz a través de una sonda y defeco agua corrosiva por una tripa que se
asoma sobre la cadera. Recibo la hemoglobina de una bolsa de 21
Colectivo Hékate