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Natalia Litvinova

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Antonio Hernández

Antonio Hernández

(Gómel, Bielorrusia, 1986) es poeta, editora y traductora argentina de origen bielorruso. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos: Todo ajeno (Vaso Roto, 2013), Siguiente vitalidade (Audisea, 2015; reedición, La Bella Varsovia, 2016), Cesto de trenzas (La Bella Varsovia, 2018) y La nostalgia es un sello ardiente (Llantén, 2020; reedición, La Bella Varsovia, 2020). Su obra ha sido publicada en Alemania, Francia, España, Chile, Brasil, Colombia y Estados Unidos.

Nací eN septiembre, faltaba un mes para que floreciera el azafrán pero nací y papá susurró «No es un varón». Septiembre se abre a la nostalgia: en Europa del Este los árboles se deshojan y los fantasmas de los grandes novelistas se pasean por los parques. Mamá y yo hacemos fila en un supermercado para comprar leche. El charco diluye el color alegre de mi ropa, mis ojos son dos lobelias y mamá un floripondio vencido.

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mi abuela materNa Nació eN pabeda, que en ruso significa «victoria». No terminó el colegio. Trabajó en el campo, vivía de la tierra y amaba a los animales.

Mi abuelo paterno fue soldado en la Segunda Guerra. Durante la invasión nazi a Bielorrusia quemaron 9.097 pueblos. Unos soldados tatuaron en sus brazos naipes, cigarrillos, mujeres semidesnudas, la palabra «casa».

Los abuelos de Catalina también fueron a la guerra. Sobrevivieron. Dmitri perdió un ojo. Anna nunca habló de lo que perdió.

Le pregunté a mamá qué sabía de sus suegros. Casi nada, nuestro árbol genealógico es un árbol podado.

Mi abuela materna fue enviada a un campo de trabajo forzado. Tenía las manos diminutas. Estatura baja. La confundían con una niña. La esposa de un nazi se apiadó de ella: A esta no se la daremos a los cerdos.

De mi abuelo materno no sé nada. Se fue cuando mamá cumplió tres años, antes le regaló una muñeca.

El padrastro apareció unos años después. Construía cabañas de día y de noche tomaba vodka. Una vez llevó a mamá al bosque para que la comieran los lobos. Intentó matarla tres veces.

cataliNa, hoy vi uN documeNtal sobre esa mujer que tanto nos gustaba, la que fue a la guerra de voluntaria a los quince años. Recibió un disparo en el cuello, sobrevivió a la operación, se puso su uniforme y volvió al frente. Era poeta, sus libros circulaban en los sanatorios, los enfermos y los heridos hallaban en sus poemas un hilo del que agarrarse cuando ya no querían seguir. Éramos muy chicas y no sabíamos nada de la poesía cuando tu abuela nos habló de ella. La imaginábamos escribiendo en la trinchera con los bombardeos de fondo, diferente a las mujeres que conocíamos, apegada a su elección, a una historia propia.

mamá escoNde los retratos de su familia en una caja de zapatos. Cuando no me ve, la abro y repaso nuestra historia. En una de mis fotos favoritas mi abuela materna, una mujer diminuta, aparece junto a otras dos en la barraca. Aunque no llevan peinados de época ni blusas para fiesta,

imagino que disfrutan de una tarde de verano. Durante años creí eso. Esas mujeres jóvenes están en Duisburgo, en un campo de trabajo forzado. Agarradas de la cintura después de la jornada de trabajo, miran a la cámara y sonríen por si acaso.

eN otro documeNtal vi que en los hospitales de Israel hay una habitación para las mujeres que eligen parir sin la intervención de los médicos. Encima de la cama cuelga una tela. Las mujeres israelitas se ponen en cuclillas y se agarran de esa tela para no desplomarse al pujar. La trepan o se hamacan, el bebé cae en el colchón, no hay palmadas para él, sólo aire en los pulmones y vértigo.

No sé las cosas que susurraba mi madre cuando yo era bebé, la ropa que me cosía, los remedios con los que me curaba. No recuerdo caricias en el pelo, ni historias en las que yo fuera la protagonista. Si hubiera hablado de su infancia o de su propia madre, de los hombres que la volvieron loca, los lugares donde trabajó y contado sus dolores, algo con que identificarme, de donde sorber gratitud, me hubiera resultado más dulce cada golpe que me dio.

(De La nostalgia es un sello ardiente, 2020)

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