noé jitrik ~ luis felipe noé
noé en el nombre de
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Universidad Nacional de Quilmes Rector Gustavo Eduardo Lugones Vicerrector Mario E. Lozano
noé jitrik ~ luis felipe noé
noé en el nombre de
Jitrik, Noé En el nombre de Noé / Noé Jitrik y Luis Felipe Noé. 1a ed. - Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2009. 88 p.: il.; 26x26 cm. ISBN 978-987-558-166-1 1. Arte. I. Noé, Luis Felipe CDD 709
Diseño gráfico: Hernán Morfese Universidad Nacional de Quilmes Roque Sáenz Peña 352 / (B1876BXD) Bernal / Pcia. de Buenos Aires - Argentina 4365-7184 / http://www.unq.edu.ar / editorial@unq.edu.ar © Luis Felipe Noé, 2009 © Noé Jitrik, 2009 © Universidad Nacional de Quilmes, 2009 ISBN: 978-987-558-166-1 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
E
ntre Luis Felipe (conocido como Yuyo) y yo hay algo importante en común: la palabra Noé. Apellido en su caso, nombre en el mío, esas tres letras nos unen y nos separan al mismo tiempo porque donde él termina yo empiezo y no podría ser de otro modo por razones de sintaxis española; en Italia sería diferente, no habría contigüidad, la distancia sería abismal: , Luis Felipe ˜ Jitrik,
Entre nosotros la cercanía, Luis Felipe Jitrik, se impone
y esas tres letras, unitivas, tienen algo de amable, de tierno, se unen en una sola entidad,
lo que crea entre las personas físicas que tienen una un apellido y la otra un nombre no sólo una confusión, sino una entidad de otro carácter, algo que hace pensar en las diversas suertes. Porque si como nombre tiene una clara filiación, como apellido encierra el misterio de su origen, ¿de dónde habrá salido, quién lo adoptó primero y creó un linaje? Vistos estos hechos, ¿podremos hacer algo con ellos? O, mejor: ¿podremos hacer algo con esa palabra, tres letras y un acento, ese apellido, ese nombre?
Siempre me molestó un poco, aunque a lo sumo esa molestia no pasó de ligero escozor, que, haciendo gala de ingenio, algunos, al oír mi nombre, desembucharan la palabra “arca”, como si fueran los primeros a quienes se les hubiera ocurrido esa genialidad. Tan chistoso como esa ocurrencia de llamar por teléfono al zoológico y preguntar si está el señor León. Sin embargo, no puedo afirmar que
haya estado preservado de los efectos de esa asociación. Uno de ellos es que la lluvia no es para mí algo trivial: por un lado me pone triste cuando se larga al amanecer, por el otro la deseo como si yo fuera campo seco, arbusto sediento. ¿Reside la lluvia en mí como lo arcaico? ¿Está instalada en mi memoria por vía de mi nombre, tan poderosamente significante, más allá de mis recuerdos?
Yo, como casi todos, no sé muy bien quién soy, lo que implica que los demás tampoco lo sepan; pero mi nombre parece ser un camino para saberlo. Al menos eso ocurrió cuando un niño, remotamente, inquieto por mi manera de hablar, mi aspecto y mi nombre, se animó a preguntárselo a Eraclio Zepeda, a orillas del Pacífico, cerca de Hermosillo, en
México. Eraclio, cuyo nombre es acaso más misterioso que el mío, le dijo: “Cuando veas que este señor anda juntando animalitos quiere decir que va a llover durante mucho tiempo”. ¿Soy quien junta animales? ¿Soy quien anuncia diluvios? ¿Soy quien inquieta a los niños y les anuncia catástrofes meteorológicas sólo porque me llamo Noé?
Puede ser, por lo tanto, que esa fuerte presencia de mi nombre o de lo que mi nombre carga haga que nunca haya podido resistirme al atractivo que tienen las arcas de papier maché que no sé por qué raras perduraciones producen artesanos populares en muchos lugares del mundo, en especial cercanos al Caribe. Poseo una colección: arcas colombianas, haitianas, mexicanas, brasileñas armonizan sus estilos en un estante que me convoca, imposible capitán de travesías de animalitos rudimentarios, de colores estrepitosos y figuras amables, pleno imperio de imaginarios náuticos y salvadores.
Foto: Magdalena Jitrik
El diluvio, que un Dios todopoderoso pero no muy ducho en materia de valores, precipit贸 sobre la tierra, preserv贸, por ignorancia de los cronistas que registraron esos notables hechos e incluso de Dios mismo,
la zona del Caribe. Lo que no impidi贸 que en esa seductora parte del planeta el mito del Arca, que descansa sobre el del Diluvio, hallara una especial y sorprendente residencia. Debe ser a causa del agua que, abundante en el Caribe, pide a gritos formaciones imaginarias: 茅sta, redonda, consolidada, hasta cierto punto universal,
vino a interpretar un deseo de salvación provocado por la forma misma del Golfo de México, una especie de olla gigantesca que evoca mares mitológicos o, al menos, cantidades de agua tan excesivas y amenazantes que entender fenómeno tal no podía hacerse sin la ayuda de un mito, así hubiera sido conformado en otro y feroz tiempo y en otro y lejano lugar. Quiero decir que ver mucha agua toda junta, precipitándose sobre las playas seguras, tiene algo de
siniestro –mirar el Atlántico desde los últimos promontorios de la Península de Valdés es lo más parecido que he encontrado a la idea de infinito– y, por lo tanto, no es extraño que, para conjurar ese inconfesado temor, se haya podido pensar –sobre todo yo a causa de mi nombre– en algo que nos pueda salvar, un frágil barquichuelo capaz de desafiar la ira de Dios que, después de todo, es el autor de todos los diluvios, del ancestral, que dio lugar al arca, y de los que nos esperan.
Las arcas de mi colección son de diferente tamaño, lo que contradice el carácter de la leyenda: la primera era única, construida especialmente, con capacidades bien determinadas aunque no es muy fácil entender de qué modo el patriarca podía convivir con tanto animalito, ni siquiera si tigres y gacelas se llevaban bien, lo mismo que ruiseñores y
aguiluchos, boas y búfalos: ¿cómo soportar el olor a bestia, el reclamo de tanta y diversa comida y tantas otras naturales molestias? Los breves artesanos caribeños resolvieron lo que podemos llamar la vida cotidiana del arca sacando simplemente sus figuras al exterior. Al aire libre la armonía es posible, falta la música para concebir mejor el viaje inmóvil que todas emprenden en el mar de mi estante, es innegable la ventaja que tiene el hecho de que los gestos son eternamente los mismos y, además, que trajes, rasgos,
instrumentos, armas, sean propios de cada lugar, de cada aldea inclusive donde en misteriosos talleres manos geniales y anónimas dan forma a esas naves que me salvan de todas las tormentas y me prometen continuidades infinitas. Los rostros del patriarca son tan tranquilos como los de cualquier hombre de esas tribus amables en las que fueron
pensados; también lo son los de las jirafas y cerdos cuya benevolencia es directamente proporcional a su inmovilidad. Unos y otros miran hacia delante y las arcas pintarrajeadas conservan un equilibrio semejante al que lograron cuando eran una única y sola, en el fondo de los tiempos, cuando el tiempo casi no era tiempo o todavía no lo era.
Cada lluvia, grande o pequeña, devuelve al diluvio pero acaso nunca hubo diluvio. Paleontólogos y arqueólogos dicen, en cambio, que el planeta conoció en su infancia terribles inundaciones que nadie vio nunca porque nadie con ojos estaba en el momento en que se produjeron, si se excluye a peces que sólo cuando
lograron el estado de fósiles pudieron dar testimonio de tal despropósito de la naturaleza. Las aguas, según esos sabios, subieron de nivel y cubrieron las tierras, mojaron todo y dejaron al retirarse, tal vez siglos después, un terrible flagelo que afecta sobre todo a los argentinos, la humedad.
Esos paleontólogos y arqueólogos, pero también oceanólogos han determinado ya con precisión ese desborde que se produjo en épocas muy lejanas, quizás millones de años: fósiles de agua dulce han sido hallados en partes bajas y de agua salada en partes altas lo que prueba que las aguas saladas cubrieron las dulces con tanta energía, tan súbitamente, que las especies dulces no
pudieron huir y las especies saladas murieron luego de cierto tiempo. La explicaci贸n que dan es sencilla: en aquel archiprehist贸rico momento las enormes inundaciones permanecieron durante siglos cubriendo todo lo que estaba en tierra firme y al retirarse dejaron esos remotos cad谩veres como prueba de su fuerza y decisi贸n.
Eso: no hubo diluvio sino inundación pero tampoco puede haber habido testigos de ese extraordinario fenómeno. ¿Cómo entonces se fue transformando ese hecho hasta convertirse en uno de los mitos más y mejor estructurados de toda la historia de la humanidad? ¿Qué memoria dejó la inundación o qué poder poseía la mente humana para construir una explicación de anomalías, por ejemplo las crecientes y decrecientes o la existencia de mares internos o lagos salados en medio de una tierra que normalmente no debía haberlos tolerado, que sin duda percibía sin conocer su causa ni poder determinarla?
Pero tal vez la inundación dejó una marca en una memoria que mucho después empezó a configurarse y que, para entender lo que bullía en ella, engendró la figura del diluvio como decisión divina y aquello que salvó a las especies, o sea el arca y su piloto, un raro sujeto que vivió
novecientos a帽os sin aburrirse y engendr贸 una ristra de seres de los que salimos todos, fieles e infieles, inocentes y culpables, sumisos y rebeldes, esa fauna que puebla las ciudades y que, cada vez que llueve se inventa conjuros para que las aguas no se lo lleven todo.
La explicación que tuvo más éxito o, mejor dicho, el relato que borró todos los anteriores, pero hubo relatos anteriores, fue el del Arca de Noé; bastó atribuirle al Dios Todopoderoso una muy cuestionable voluntad de castigar a los seres humanos para que la narración pareciera adquirir un sentido que la memoria no podía constituir,
puesto que castigo supone culpa y nada tiene más sentido para los humanos que dar un espacio importante a ese turbio sentimiento. Además, el relato bíblico tuvo la virtud de simplificar los términos y darles un sesgo poético inigualable; y tuvo otro mérito: ponerlo por escrito en un universo en el que la letra era expresión misma de la existencia de Dios; el poeta que lo concibió y realizó no sólo borró las fantásticas tradiciones en las que se basaba sino que creó protagonistas tan definidos como el proceloso Noé, elegido para salvarse no se sabe por qué así como no se sabe por qué los seres humanos se salvan a veces de las desgracias que los acechan. Sus debilidades, sus felonías, su longevidad, sus vicios, su progenie, le dieron más y mayores posibilidades de ser recordado que las que tuvo
un tal Xisutros o un tal Hasisadra, héroes olvidados del relato caldeo, igualmente obedientes a designios divinos, pero no de un único Dios, igualmente hábiles armadores, igualmente salvadores de sus parientes y de animales destinados a sobrevivir. Claro que el relato bíblico salvó a animales diversos y condenó al olvido a muchos otros que obviamente no podían caber en el frágil esquife en el que no se entiende bien cómo podían convivir, ni siquiera metafóricamente, seres tan opuestos y antagónicos. Unos y otros excluyeron animales, tal vez no cabían los atropellados dinosaurios y sus primos hermanos y por eso los dejaron afuera, tal vez temían que se comieran a las más controlables o concebibles o inteligibles especies zoológicas que aprobaron el examen de admisión; y no sólo eso: excluyeron
a los animales imaginarios que lucharon mucho tiempo para sobrevivir en la mente de los seres humanos y que asedian los sueños de místicos y poetas. Borges, entre otros, creó su arca de animales pensados pero no la hizo navegar ni se propuso como su piloto diplomado ni pensó que la existencia de esos bichos podía estar amenazada por un cataclismo por el simple hecho de que no existían.
Pero no es que los predecesores del poeta bíblico no hubieran escrito esos mitos del diluvio que había sido en realidad inundación: lo hicieron en Babilonia y en Nínive por lo menos diecisiete siglos antes de Cristo, antes aún de Moisés, casi contemporáneamente al remotísimo Abraham y sus respectivas invenciones del monoteísmo; el cuneiforme fue el vehículo gráfico adoptado y en eso, junto con la declinación de las respectivas culturas, reside su aislamiento y explica que el mito se haya desprendido de los textos y se haya transmitido hasta integrarse con el judaísmo de
tal modo que parece ser el único y originario. ¿Quién recuerda a Caldea? ¿Quién no piensa en los judíos y su cocina de religiones? ¿Quién no piensa en los conflictos que envuelven a los judíos desde hace siglos y quién no se pregunta por el secreto de su perduración? Lo que también indica que la religión judía se constituyó sobre otras anteriores y omitidas quitándoles, desde luego, la escoria politeísta y otorgándoles, con el monoteísmo, esa originalidad que pareciera que le es propia aunque compartida por los más exitosos cristianismo y mahometanismo.
Pero ¿quién era el tal Noé a quien el mismo Dios le confió nada menos que el recomienzo de la historia? Un buen hombre, nada más, a quien su avanzada edad le otorgaba garantías de seriedad para la misión que le había sido confiada, desde el punto de vista del único verificador de garantías de ese duro momento de la humanidad, ya entonces llena de vicios y con escasa virtudes o, tan sólo, poco creyente no en las virtudes en general sino en las de ese Dios que, celoso, seguía paso a paso lo que los
humanos, para seguir por el mismo camino, desvirtuaban. Harto, descontrolado, Dios decide que todo, menos el débil hilo de la continuidad asegurado por ese hombre provecto y su familia, debe perecer para que,
inundación y cuenta nueva, la razón de su justicia no sea atravesada por el deprimente fracaso que muestra su Obra. Así ocurre y, en efecto, a poco menos de un año de encierro en la nave llamada “arca”, las aguas
se retiran, todo recomienza y Dios se arrepiente de su dureza y promete nunca más castigar a sus criaturas a condición, desde luego, que lo amen ciegamente, que no se aparten de sus designios y que no se quejen de sus promesas incumplidas. Sin embargo, Dios se deprime por la radical decisión que había tomado y pierde todo interés en el pueblo sobre el que había depositado tantas expectativas: yo creo que nunca se curó de esa depresión, pese a los tributos que se le brindan y a los homenajes que se le rinden. Desde entonces hasta ahora ha permanecido indiferente para premiar lo bueno y, como todo deprimido, sólo reacciona cuando hay que hacer algo malo, complicándose con ello, favoreciéndolo, como si el viejo “poner a prueba” fuera lo único que se le pudiera ocurrir y nunca el recompensar.
Lo cual ha traído beneficios secundarios: la lucha entre el bien y el mal, en la cual Dios casi siempre alienta al mal y pocas veces da crédito al bien, es lo que otorga, por lo menos, interés a ese subterfugio consolador que se conoce como arte y literatura. ¿Leeríamos o miraríamos si el bien no tuviera que enfrentarse con algo que le es radicalmente opuesto? Así, pues, se diría que el Dios para siempre deprimido y enfermo está en el origen del imaginario, tal vez, como quería Nietzsche, de la tragedia como situación y como género. Y que mucho más no se le puede pedir.
Seca la tierra, Noé planta la viña, extrae el jugo de las uvas, inventa el vino, se embriaga, hace tonterías, tal como dormirse desnudo a los casi setecientos años de edad y se enoja cuando su hijo Cam lo descubre. Lo maldice por haberlo visto tan en falta y habérselo dicho a sus hermanos, así como a su progenie, y le depara un destino de esclavo. Cam, como se sabe, tenía la piel negra lo cual prueba varias cosas: el acierto del escritor bíblico que ya sabía que los negros eran esclavizados,
la tramposa explicación sobre ese falso destino, y ese vano intento de justificar superioridades e inferioridades que tanto dolor causaron a la humanidad y respecto de las cuales el viejo Dios no creyó necesario infligir ningún castigo a quienes se aprovechaban de ellas. El bonachón Noé, puesto en la cubierta de sus arcas por los artesanos del Caribe, los ojos bien abiertos, junto a los nobles animales tan simpáticos como él, carga sobre sí una mácula, irredimible.
Tan fuerte fue la imagen del diluvio, Noé y el Arca, que durante siglos se tuvo por plenamente demostrada; espíritus lúcidos lo creyeron y sustentaron: Colón lo invoca e incluso los “científicos” del siglo xviii que, como señala Antonello Gerbi, “ante los ojos del naturalista desfilan los animales como si fueran bajando uno a uno del arca de Noé”. Se refiere no sólo a los incipientes sistemas taxonómicos europeos sino también a cómo eran vistos por los europeos ilustrados los animales de ese continente, América, cuyos rasgos externos los llenaban de perplejidad y también de rechazo moral. Esos naturalistas, Buffon a la cabeza, sostenían que el menor tamaño de los leones en América, su carencia de melena, entre otras disminuciones, así como que el hombre era pequeño en sus
órganos de generación, tenían su fuente en lo húmedo y malsano del clima, más propio para albergar insectos y alimañas que seres de estatura digna y físico respetable; a la vez, como lo sostuvo el recordado Francis Bacon –de quien alguien sostuvo alguna vez que era el verdadero autor de las obras de Shakespeare–, tal desventaja climática se debía a que el continente americano y sólo él había sido objeto de un “diluvio pequeño”, que se había producido mil años después del grande e importante, pese a la promesa de Jehová,
“no habrá más diluvio para destruir la tierra”, y cuyas aguas no habían terminado de retirarse. Fue un diluvio, sin duda, que eliminó a hombres y animales pero no pudo con los pájaros que huyeron a las altas montañas y se salvaron. Y como esa tierra no estaba bajo el cuidado del Señor o estaba dejada de la mano de Dios no hubo ningún Noé americano que reprodujera el gesto originario que había salvado a las especies principales aunque el mito del diluvio se ha encontrado también entre algunos indígenas colombianos.
驴Y yo tengo que cargar con la mancha de las infamias que cometi贸, con Cam, su propio hijo, el elegido de Dios para garantizar la continuidad de las especies, por portar ese mismo nombre?
Debo reaccionar y no sentirme solo ni mal ni molesto a causa de mi nombre, que de todos modos no pocos problemas me ha traído, sobre todo cuando era un esforzado estudiante de primaria: nada menos que la literatura argentina, que ha dado muestras de ser por momentos brillantísima, empieza bajo su advocación, si creemos, como afirman algunos, que el texto que le da origen es El matadero, del fundador Echeverría. En efecto, la narración se abre con el siguiente párrafo: “A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores de América, que deben ser nuestros prototipos”. Echeverría no lo pone por poner:
su mención es pertinente porque va a contar algo que sucedió en ocasión de lluvias memorables que casi se llevan, como sigue sucediendo, media ciudad. ¿No es acaso de lo que estamos hablando a propósito del nombre que portamos, como una enseña que por esa razón nos legitima mucho más como argentinos que a quienes llevan nombres sin linaje ni prosapia y que no han servido para fundar nada? Hablamos de arcas cuyas figuritas rígidas y eternas nos resguardan, hablamos de inundaciones tenaces y también de historia y hablamos, además, de lo que se puede imaginar a partir de una palabra, que en un caso es apellido y en otro nombre, prometedora de imágenes que en un caso son pictóricas y en el otro verbales.
Recuerdo del diluvio, 1986, t茅cnica mixta sobre tela, 200 x 200 cm. Colecci贸n privada.
Ezequiel Martínez Estrada, escritor aluvial, que se derramó regando con su prosa firme e inteligente todos los suelos de la literatura y la cultura nacional, debió ser un hombre angustiado por la llanura pampeana y su soledad; nomás ver cómo se extiende el sol languideciente del oeste sobre los campos ya en su época cultivados, e imaginarlos en su pasado salvaje, pudo llenar su alma de una tristeza que yo también sentí en mi infancia cuando vivía por ahí y que me reaparece cuando me asomo a esos horizontes. Por eso entendió a hombres como José Hernández y Guillermo Enrique Hudson, que se asomaron
a ese misterio de manera parecida a como lo haría él mismo muchos años después. Obsesivo, pudo pensar que esos campos habían sido mar miles de años atrás y que el mar, alejado de esta tierra por oscuros movimientos geológicos, podía regresar en cualquier momento, con la complicidad de las aguas dulces, para recuperar lo que había sido suyo y vengarse de quienes, aprovechando su retirada, habían sentado sus reales en ella. En suma, pudo sentir la “inundación”, boca inmensa que se traga todo, y escribirla, más que como origen “noético” y “arcádico”, como metafísico horror a la desaparición total.
Siniestro panorama de las aguas llegando a la iglesia donde se refugia un grupo de pobladores, La inundación, de Martínez Estrada, rezuma un Kafka pampeano y se anticipa, como imagen, a las escenas que se vienen sucediendo en una zona que va desde el sur de Córdoba a media provincia de Buenos Aires y La Pampa, desde hace ya muchos años: las aguas han cambiado el paisaje, han vuelto aves zancudas que se lanzan sobre los brillantes espejos y sacan peces que no se sabe por qué milagro se han instalado en las inmensidades líquidas; los pueblos a veces, cuando las aguas suben, quedan aislados, los caminos desaparecen y los carros y los automóviles empiezan a ser reemplazados por botes que remedan pobremente las arcas de Noé y en las que las especies no se refugian.
Precisamente, buscando otro origen, el mĂo propio, volvĂ a mi pueblo natal, en el linde occidental de la provincia de Buenos Aires, de recuerdos de sequedad y aguas salinas, con el objeto de recuperar aquello que
mi infancia no me dispensó. Volvieron los sonoros nombres que asediaban mis días de niño y que prometían territorios encantados, nunca vistos entonces: el Lago Epecuén, de aguas curativas, y, en sus orillas,
la muy recóndita ciudad de Carhué; al llegar a ella en una tarde de invierno vimos que el lago había crecido tanto que había inundado el viejo cementerio; pequeñas olas, sin gracia, parecían decir “de aquí no
nos movemos”, como tampoco se movían las cúpulas de las viejas tumbas, totalmente anegadas, contraviniendo la ley esencial de la muerte que si prevé la disolución acepta que sea seca, no el húmedo destino a que han sido sometidos esos ignotos restos. Al ver esas cruces que, por efecto de las olas, parecían navegar, pensé que la imagen daba lugar a una variante local del poema de Paul Valéry, “El cementerio marino”. Me prometí, y nunca lo escribí, componer uno que se titulara “El cementerio lacustre”, no por irreverencia sino para que no se instalara en mí la fúnebre tristeza de un diluvio del cual ni la muerte se salvaba, del cual mi nombre no era suficientemente fuerte como para salvar a nadie de la inundación, ni a mí de mí mismo.
Así que se va viendo con qué pasado carga mi nombre, qué se le encomendó en su momento al siempre recordado Noé, qué responsabilidades asumió pero también cómo se acumulan sobre su figura ciertas falsedades aunque tal vez él no hubiera podido imaginar que su destino estaba prefigurado en los antiguos caldeos y en diversas culturas de todo el mundo que tuvieron por cierto el diluvio y el arca que para salvarse de él se construyó. Yo no creo; lo único que veo como posible son las que con manos ágiles y corazón limpio fabrican anónimos artesanos caribeños que no distinguen demasiado entre la figurita del supuesto patriarca y la de jirafas, leones y rinocerontes, cuyos rostros compiten con el de su salvador en inocencia y candor.
Menos inocentes son los pesados animales que un dibujante inglĂŠs de mediados del siglo xix puso en un cuaderno en el que parafrasea, mediante banderitas que pone alrededor de hipopĂłtamos y yacarĂŠs
de pie, como si fueran bandas presidenciales, y que remiten a la Argentina, al Brasil y al Paraguay. Manera de interpretar la guerra de la Triple Alianza, como conflicto animalesco, no como las guerras
entre personas que la culta Europa sostenía en su propio territorio o como las que emprendía la altiva Albión en lejanos territorios llenos también de animales, y de negros.
La inundación me persigue o me atrae o mi destino está marcado por las aguas o, tal vez, no he logrado emerger del lago elemental en el que chapoteé un día, me refiero al vientre de mi madre. El hecho es que, salido –expelido mejor dicho– del desierto pampeano en el que transcurrió mi primera infancia y caído como piedra aerolito en la gran ciudad, cuya comprensión persigo todavía, fui a parar muy cerca del mitológico Arroyo Maldonado, evocado, celebrado, mitificado años antes por el poeta Borges –lo cual supe mucho después– y pude contemplar, estremecido, cómo máquinas inmensas y cientos de hombres cavaban en torno a un hilo de agua y lo reducían y entubaban para, según se decía, controlar sus desbordes, la inundación. Lo que yo miraba se circunscribía
a las dos o tres cuadras cercanas a mi casa pero todo su trayecto, de modesto serpenteo, estaba siendo rigurosamente sometido, caños que no eran caños sino estructuras que se ensamblaban iban cercando y aprisionando eso que, en mi imagen, no era casi nada, un chorrito insignificante: lo que era significante era el agujero a su alrededor, una enorme sima, casi el centro de la tierra, en la que pululaban hombres con cascos, camiones que se llevaban restos y traían materiales, máquinas monstruosas que extraían montones y los arrojaban en contenedores igualmente extraordinarios. Apiadado por el arroyo pude pensar que, como decía Vallejo, “él no les hacía nada y todos le pegaban”. No vi el final de la obra ni su inauguración pero lo aprecié años después, al recorrer el resplandeciente pavimento de la nerviosa avenida Juan B. Justo. Sin embargo, el entubamiento no frenó ni frena la inundación: aguas venidas de no se sabe dónde regurgitan y emergen de las rejillas llenando las calles vecinas y entrando en las modestas casas de los alrededores. A fines de 1945, luché contra el agua que venía del arroyo en una casa de la calle Remedios de Escalada; desde la ventana observé el oleaje, no me atreví a abrir la puerta, algún perro
nadaba, algún auto abandonado se movía lentamente, algún humano, sorprendido, chapoteaba al caer desde los umbrales, todo prometía durar infinitamente pero, al rato, la inundación cedió, mi nombre me había salvado nuevamente, no necesité de
palomas para darme cuenta de que Dios había reconocido su injusta decisión, me bastó la paciencia y la extraña serenidad que suelo tener cuando llegan las inundaciones y los desastres naturales amenazan con destituir toda racionalidad.
¿Será por eso que nunca pude olvidar unos cómicos versos semigauchescos cuyo autor se me ha perdido en el tiempo?: “Llovía torrencialmente y en la estancia del Mojón/
Como adorando al fogón/ Estaba tuita la gente./ Dijo un viejo redepente:/ Aura que el agua y el viento/ Tráin a la memoria mía/ Cosas que naides sabía./ Les voy a contar un cuento.” No estoy seguro de haber sido fiel ni a los versos –creo que hay varias versiones– ni a mi memoria. De todos modos esos versos no son insignificantes: si el fogón, por ejemplo, siguiendo una remota tradición hispánica, fue y sigue siendo la condición para escuchar un cuento, son las aguas, según este poeta, las que lo crean; seguramente fecundan, cuando no ahogan, la memoria y, con ella, la imaginación, pero para tener ese efecto deben ser torrenciales, indomables, no es un agua cualquiera la que hace hablar y menos escribir: agua que no es de diluvio no cuenta el cuento.
Lluvias reales pero también imaginadas; desde lejos, desde la sequedad de México se me impuso una visión de la Argentina lejana en un momento en que el regreso parecía igualmente distante: me vi en medio de una lluvia gris e incesante pero activo, mezclado con ella, algo así como feliz por chapotear en el barro, calzado con unas botas amplias, salvando unas plantitas, deseando atravesar la borrasca para penetrar en un lugar abrigado y caliente, como si ese paso de lo mojado a lo seco me diera una doble justificación de existir. Como si estar en medio de la lluvia en el campo argentino fuera estar en la plena comprensión de lo argentino o en lo alto del monte Ararat mirando nuevas hojas de árboles
nuevos, verdes y prometedores. Sensación embriagadora de ser, unidos todos los eslabones de una cadena de sentido. Atado por ella, triste y gozosamente al mismo tiempo, escribí un poema: “yo quisiera estar entonces/ perdido/ por otros senderos/ en las rudas y plenas mojaduras/ hecho uno en el barro/ primordial/ yo quisiera el campo/ para hundir los pies/ cuando la lluvia cae/ y moja la ciudad/ yo quisiera el campo para mis pies/ la tierra pegajosa/ como labriego en pos/ de sus cebollas/ ganadero de su burro/ y su gallina/ ansia de agua/ tierra/ sombrío cielo y horizonte.../” ¿No es acaso este fragmento una síntesis de todo lo que escribí sobre arcas, inundaciones, diluvios, aguas y Noé, mi nombre?
La palabra diluvio remite a algo que viene de lo alto; la palabra inundación es horizontal; entre las dos hacen el dibujo de una cruz, tanto en el sentido lineal como en su notoria connotación de sufrimiento: entre diluvio e inundación los seres humanos son anegados, arrastrados, sacrificados. Pero no se trata inevitablemente de diluvios reales sino también metafóricos, como cuando decimos que un conjunto de desgracias cae desde alguna parte y nosotros, puras víctimas, nos quedamos pataleando, sin respirar, sin comerla ni beberla, por ejemplo una guerra, o las consecuencias de un mal gobierno, o una secuela de errores cometidos por una colectividad o
tantas cosas que, todas juntas, nos inundan y nos llenan de perplejidad. El diluvio da lugar a una inundación y cómo salir de ella. ¿Tiene esto algo que ver con lo que le pasa de pronto a un país que creía que todo estaba bien y en orden y que convivía con sus malestares? Supongo que sí y
también que no sólo al conjunto le resultará difícil levantar la cabeza por encima del nivel de la inundación sino que no hay dios capaz de soplarle al oído a algún varón sabio que construya un bote para salvarlo a él y a unas cuantas especies idóneas. Y si no hay dios tampoco hay Noé.
Est os, al
men os, Luis Felip e
Noé y
No é Ji las trik, n e no creen
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EQUIPO EDITORIAL | UNQ Edición: Mónica Aguilar, Rafael Centeno Diseño: Hernán Morfese, Mariana Nemitz Administración: Fernanda Torres, Andrea Asaro
Este libro se terminó de imprimir en febrero de 2009, en Latingráfica, Rocamora 4161, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Tirada: 1.000 ejemplares