Actas del Cuarto Congreso Nacional de Historia de la Construcción, Cádiz, 27-29 enero 2005, ed. S. Huerta, Madrid: I. Juan de Herrera, SEdHC, Arquitectos de Cádiz, COAAT Cádiz, 2005.
La red viaria romana: investigando las arterias invisibles Pablo Guerra García
A don Juan Cascajero Garcés, mi amigo y mentor.
Es ese espectador privilegiado de su tiempo y su lugar quien mira las vías muertas del entorno, quien entona los planos del desencanto y de la ausencia por los que — ya— se fueron . Díaz G. Viana 1999: 9
La investigación histórica y arqueológica acerca de la antigua red viaria romana se encuentra en su momento álgido, por diferentes motivos. Desde los primeros investigadores del siglo XX hasta los últimos, recién salidos de la hornada, la misteriosa y oculta red viaria romana ha sido concebida como un tema atractivo de la investigación histórica (Leroi Gourhan 1988), pues el material que se trata perdura en el tiempo y espacio quizá de forma mucho más arraigada que otros vestigios. Para bien o para mal, consciente o inconscientemente, la sociedad de hoy en día comienza a recordar que existen otros elementos heredados de nuestros antepasados que no son ni los eternos acueductos, ni los soberbios puentes ni los sorprendentes foros. Existieron antaño, unos elementos que formaban parte del maravilloso crisol que configuraba la ordenación urbana y rural. Existieron, desde la Prehistoria, unas estructuras que hoy pueden pasar invisibles por delante de nuestros ojos y que sin embargo, se encuentran en el paisaje en perfecta sintonía con el medio natural y con la tradición cultural. Como bien decía el historiador don Gonzalo Menéndez Pidal, «las sendas nacen de la mera repetición de un tránsito» (Menéndez Pidal 1951: 15), y por lo tanto, ¿cómo estudiar la repetición de un tránsito?,
¿cómo se realizaba dicho tránsito por un medio hostil?, ¿cómo reaccionaron las comunidades antiguas frente a dicha hostilidad?, ¿cómo reaccionó el medio? Son muchas cuestiones que poco a poco los arqueólogos, los historiadores, los ingenieros y los eruditos varios tratan de solucionar. El atril en el que se leen los renglones trazados por las vías romanas es la Península Ibérica, un «territorium» para el que la administración romana era una fuente inagotable de recursos materiales y humanos. En líneas generales se trata de un medio natural llano, no exento de cursos fluviales y de murallas montañosas que por capricho geológico cruzan la península de Oeste a Este. La «piel de toro» tiene estrías, tiene arrugas, tiene comarcas que guardan fabulosas características en común y verosímiles diferencias, apaciguadas por los valles que comunican a sus gentes, por los ríos que transportan a sus animales, y por las trechas que hacen compartir sus costumbres. Es un territorio, en resumen, hostil y benefactor a la vez, de la vida humana en comunidad. Es un medio caprichoso que condiciona los talentos y las necesidades. Es un paisaje natural condicionado también por el mismo talento que se ve condicionado. En definidas cuentas se puede hablar de una lucha constante entre el espacio natural y el espacio humano, dicotomía imprescindible para el estudio de la red viaria antigua: la creación de una línea artificial que separa dos mundos es la antesala y el punto de partida para que la balanza se desequilibre hacia el domino del suelo.
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EL INICIO DE LAS COMUNICACIONES Quizá no se perciba en los terrenos en los que se desplaza la investigación, pero existe una realidad: la necesidad de movimiento es algo innato en los seres humanos. Quizá sea la premisa por la cuál los estudios sobre viaria en la Antigüedad abogan por la incertidumbre de los resultados. Si se ha de hablar de un inicio de las comunicaciones es posible que debamos retornar hasta los movimientos migratorios de los primeros «homo» desde África, aunque ese desplazamiento se produjo a lo largo de varios miles de años. Éste lento éxodo a nivel local primero, y a grandes escalas después, debió de producirse por varias causas: cambios climáticos que originaron un éxodo de especies alimenticias propias de los homínidos, búsqueda de puntos de abastecimiento de agua (Ruíz Zapatero 1983: 152). Sin la necesidad de ahondar en esta época de evolución natural, el «cursus» de las comunicaciones se detiene en otros puntos de inflexión, y si se atiende a la Península Ibérica se puede observar cómo la misma pauta de poblamiento de las comunidades humanas establece una tendencia orientada al dominio y control del paisaje. En Aragón, por ejemplo, se documentan diferentes poblados dispersos y expuestos en el valle medio del Ebro, datados en torno al Paleolítico Inferior y transición del Medio. Entre el Sistema Ibérico y el curso mismo del río se atestiguan cuantiosos yacimientos a diferentes alturas y con material lítico compartido, lo que presupone con acierto una movilidad en busca de materias primas y el aprovechamiento de los recursos. En posteriores épocas el desplazamiento se localiza hacia la costa y el interior como un auténtico movimiento migratorio, no ya como una actividad local sino regional de grupos humanos más numerosos. Las fases posteriores del Neolítico, Calcolítico y Edad de Bronce tiene la peculiaridad de establecer lo que podrían tratarse de talleres especializados con carácter permanente, estableciendo una ruta constante entre los enclaves hacia dichos lugares de transformación de materia (Rodanés Vicente 1987). El hecho de esbozar esta evolución «sui generis» de las comunidades humanas prehistóricas del valle medio del Ebro no es casual. Sirva como el mejor ejemplo de la que pudo ser la evolución de las vías naturales peninsulares, identificadas con los grandes cursos fluviales, entre los cuales destacó sobremanera el Ebro
como se podrá observar en épocas posteriores. Y sobre todo sirva como premisa en la identificación de las causas y consecuencias de la creación de un camino, es decir: la necesidad social y el medio en el que se desarrolla. Una sociedad aislada que no se relaciona con otras tiene muy difícil su evolución si no establece lazos con otras vecinas, de la misma manera que si no es capaz de dominar o controlar el medio en el que se establece. La evolución de los caminos a la par de la evolución de las sociedades y de sus necesidades se ve por fin como un hecho ineludible (Uriel Salcedo 2001: 19–31). La apertura de nuevos caminos con fines meramente ganaderos no es sólo propia de las rutas fluviales. Como se verá más adelante se abren trechas en los sistemas montañosos así como en las parameras extremeñas y portuguesas, Galicia, etcétera. Las cañadas y las veredas actuales, independientemente de las modificaciones posteriores de la Mesta, se adaptan a antiguos recorridos rurales que podrían seguir viejas vías de comunicación prerromanas (Cabo Alonso 1991)
LA RED VIARIA ROMANA La viaria romana y la caminería antigua tiene quizá como hito ineludible, en la Península, la conquista romana a partir del siglo II a.C., fecha aleatoria pues se considera como el inicio del proceso «romanizador», es decir, de la implantación de las costumbres, deberes y obligaciones en las comunidades prerromanas bajo yugo latino. En este sentido se tiene en cuenta la existencia de unas vías de comunicación de origen prerromano, empleadas en la trasterminancia ganadera (traslado de animales a distancias locales) y en la trashumancia poco después. En este sentido se sabe que las comunidades peninsulares protohistóricas ya debieron de tener un sistema de comunicación estabilizado, señalizado y orientado a la explotación ganadera (Ruíz-Gálvez Priego y Galán Domingo 1991), aunque no será hasta la llegada de Roma cuando se comiencen a institucionalizar los caminos peninsulares. En este sentido las investigaciones hacen uso de varias fuentes de documentación, entre las que destacan la arqueología, el uso de la cartografía medieval, moderna y contemporánea, la fotografía aérea y la toponimia (Guerra García 2004). Evidentemente las fuentes escritas juegan un papel importante en los re-
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sultados finales, tanto la bibliografía contemporánea como los autores clásicos. Para éstos últimos se aconseja especial cuidado a la hora de tratar los datos computados, pues no siempre reflejan lo que en la realidad se produjo (Roldán Hervás 1973, 10–12). A este respecto corresponde el grave error que percibe Isaac Moreno Gallo a la hora de describir la tipología de las vías en base a los escritos tradicionales. Muy acertadamente considera que el autor clásico Ulpiano atribuye un papel preponderante a las «losas» de superficie en las vías romanas, cuando este material constructivo se localiza minoritariamente en los lienzos, estando sobre todo en trazados remodelados en época medieval y en zonas concretas de importantes «civitas» romanas (Moreno Gallo 2002, 51). Con la dificultad que supone excavar arqueológicamente una vía de comunicación (Mariné 1988), los resultados después de una intervención con esta metodología se ven compensados con el uso de otras fuentes escritas (Moreno Gallo y Rodríguez Morales 2002), como son las crónicas de los primeros arqueólogos españoles sobre los hallazgos de principios del siglo XX (Blázquez y Delgado-Aguilera 1911), cuando la metodología arqueológica se centraba en las crónicas medievales y en los descubrimientos casuales. Dos de los ejemplos más importantes sin duda son la calzada del Puerto de la Fuenfría y la Vía de la Plata. Para la primera su importancia radica en que a pesar de haber sufrido cuantiosas reparaciones, y de haber reducido su uso a raíz de la apertura del Puerto de Navacerrada en el siglo XVIII, su presencia en el Patrimonio Cartográfico español representa un hito en la caminería hispánica antigua (Moreno Gallo 2002, 26). Es más, representa la evolución que han sufrido los caminos desde época romana hasta nuestros días en conceptos como el planteamiento constructivo, si comparamos el camino de Fuenfría, como dicen Menéndez Pidal y Moreno Gallo, con su hermano, el Puerto de Navacerrada (Menéndez Pidal 1951, 24–25; Moreno Gallo 2002). Para la Vía de la Plata existen infinidad de trabajos al respecto, y es que se trata de uno de los caminos histórico de mayor arraigo y posiblemente, de los más empleados a lo largo de la historia de España. Al margen de su evolución y su uso (Roldán Hervás 1971) su finalidad debió ir más allá de su propia naturaleza como cañada ganadera: era el canal idóneo de traslado de las riquezas mineras de «Asturica Augusta» (Astorga) hasta el sur peninsular, lugar de re-
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poso de la élite hispano-romana como era «Emerita Augusta» (Mérida), «Italica» (a las afueras de Sevilla, en Sancti Ponce) o «Hispalis» (Sevilla). Por lo tanto se refleja una intención clara que va más allá de crear una trecha ganadera: es la materialización del deseo de Roma por institucionalizar el paisaje rural por medio de las comunicaciones, y de esa manera dominar a los entes humanos, algo que militarmente suponía mayor coste. Ambos casos, tanto el de Fuenfría como el de la Vía de la Plata, viene a justificar lo que el ilustre historiador, don Juan Cascajero Garcés, comentaba en círculos privados acerca de las comunicaciones romanas. En su valiosa opinión, «no existía un elemento más esclavizador para un indígena prerromano que ver salir de su pueblo un camino, que le unía directa o indirectamente con otro “pueblo” llamado Roma, al cuál seguramente jamás conocería, y que manda a sus administradores para llevarse su ganado, sus cosechas y quién sabe, a sus mujeres también». Este es un principio básico a tener en cuenta a la hora de investigar las vías romanas. Aunque existen diferentes versiones acerca del origen y la evolución de las vías romanas en España, sí existe consenso al pensar que tanto la Vía Hercúlea o Vía Augusta, como la Vía de la Plata, la vía fluvial del Ebro y Guadalquivir debieron ser los primeros cauces de movimiento migratorio interno, tanto en la dirección interior-costa como en la norte-sur. La primera recorría todo el litoral desde los Pirineos hasta «Gades» (Cádiz) e «Hispalis» (Sevilla) en una segunda bifurcación (Uriel Salcedo 2001, 34). Quizá lo más importante de estas vías sean sus antecedentes: debieron de ser empleadas para el traslado ganadero, desde las costas hacia el interior, y desde el norte hacia el sur, en consonancia con los movimientos de trashumancia del verano y del invierno, buscando pastos frescos. Este acontecimiento ya se ha atestiguado en otros puntos de la península como Galicia, Extremadura o el Alentejo portugués (RuízGálvez Priego y Galán Domingo 1991; Bradley et al. 1994), si bién es cierto que se han aportado nuevos e imprescindibles datos gracias a la Arqueología del Paisaje, modalidad investigadora necesaria en el estudio de caminería (Bradley et al. 1994, 9). El traslado de reses, así como el movimiento de personas a lo largo de los cursos fluviales es conocido desde la misma Prehistoria, más aún cuando se consiguen las condiciones aptas para la navegación como llegó a suceder en el río Ebro y Guadalquivir.
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MÉTODOS Y TÉCNICAS DE INVESTIGACIÓN SOBRE LAS VÍA ROMANAS
La existencia de éstas y otras vías de comunicación se constatan en las diferentes fuentes escritas de origen greco-romano. La descripción de los paisajes por estos artistas de su tiempo debió tener su origen en los primeros navegantes de cabotaje por la costa levantina. Posteriormente trasladaron sus experiencias a los escritores que no pudieron estar presentes en la península, como sucede en la mayoría de los casos (Estrabón [edición de 1991]). No hay una descripción concreta de los caminos por los autores romanos, si bien es cierto que con la narración de las incursiones cartaginesas por el interior durante las Guerras Púnicas se pueden esbozar supuestos caminos de comunicación prerromanos y romanos. El caso de Estrabón es peculiar en el sentido de que sus escritos se basan en otras fuentes secundarias, y sin embargo es uno de los referentes más importantes (García y Bellido 1983), al igual que Polibio con la diferencia de que éste sí se encontraba en Hispania durante la Guerra de Numancia (Tovar y Blázquez 1975; Polibio 1981). En líneas generales no se puede atribuir un cien por cien de la veracidad a estos escritos, pues como se ha comentado anteriormente tienden a contradecir los datos. Se conocen, no obstante, múltiples menciones sobre viajes y tránsitos, desde César hasta los primeros reyes visigodos, que son muy valiosos a la hora de la perduración de los viales (Uriel Salcedo 200,: 62–64). No obstante se ha querido ver en sus narraciones una intención propagandística, a tenor de las cifras tan exageradas, por ejemplo, de las bajas enemigas. Por lo tanto, y sin desmerecer ningún elogio, las fuentes deben ser empleadas con mesura y combinadas con otras fuentes, como los itinerarios medievales de caminos. Estos itinerarios medievales reproducen antiguas sendas de comunicación. Con la introducción de las comunidades visigodas en la península determinados caminos son abandonados por falta de cuidado y mantenimiento. Principalmente son las vías más importantes las que se mantienen vivas, no perdiendo el firme ni la consolidación. Posteriormente será el Islam el que en su penetración en la península va a emplear los trazados más importantes, como fueron los que unían «Caesaraugusta» con «Toleto» y «Emerita Augusta». Con el tiempo e independientemente de la autoridad, los viales facilitarán en gran medida el
traslado de grandes contingentes militares (Uriel Salcedo 2001, 65), viales que sin duda apenas han variado el trazado romano, algo que sucederá más adelante con los parcelamientos rurales. Para estos datos son muy útiles tanto los repertorios de caminos como las narraciones de los exploradores que, incluso llegados del extranjero, se acercaron a los campos para dibujar y describir los antiguos monumentos de Castilla la Vieja y el Norte (Quintanilla 1952, 24–26). Entre los itinerarios medievales o repertorios de caminos caben destacar sobre todo los trabajos de Alonso de Meneses (edición de 1976), Pedro Juan Villuga (1546), las relaciones topográficas de Felipe II y los catastros de Pascual Madoz (edición de 1984). Como dice Alonso de Meneses, de su propia letra: «El continuo exercicio de mi larga peregrinación (prudente lector) me ha dado experiencia de los muchos trabajos y dessassosiegos que en los largos caminos suelen acontecer» (De Meneses 1976, 3). Existen multitud de repertorios, memorias de viajes y guías de caminos, aunque en el momento de destacar alguno quizá no convendría olvidar, para el estudio de viaria romana, el «Libro de la Montería», del cuál se dice fue escrito por el rey Alfonso XI y que recoge todos los recursos del campo de Castilla (Rodríguez Lázaro y Menéndez Martínez 2001, 42–43); los Itinerarios de Cottogno y Miselli, ambos funcionarios de correos; la «Guía de caminos» de Pedro Pontón, el cual revisa los caminos en desuso e introduce topónimos (Rodríguez Lázaro y Menéndez Martínez 2001, 60–61); y los trabajos descriptivos de los viajeros Etienne de Silhouette, Vittorio Alfieri y Norberto Caimo (Rodríguez Lázaro y Menéndez Martínez 2001, 104–107), en sus labores de recopilación de información sobre monumentos y caminos. Con el tiempo la administración central supo reglar el uso de los caminos reales aptos para diligencias, y en consecuencia instrumentos para el cobro de impuestos como idénticamente hiciera la administración romana (Rodríguez de Campomanes [edición de 2000]). Estos itinerarios siguen el mismo patrón y la misma finalidad que el «Itinerario de Antonio», repertorio de viaria romana acompañado por una relación de mansiones que los autores sitúan a mediados del siglo III d.C., cuyas copias han ido rectificando el trazado original (Roldán Hervás 1975, 21; Arias Bonet 1987). La relación de las guías camineras medievales con la red viaria romana no es otra que la superposición
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de los caminos y la perduración de su uso. Por otro lado, tanto para la relación de Felipe II como para el catastro de Madoz la relevancia de los datos que aportan viene dada por la referencia de estructuras antiguas y de «viejos caminos», de origen romano y por cuyos pavimentos aún transcurren carretas de diligencias, alimentos o tropas. Algunos de los caminos descritos, de factura romana, no son recomendados por el pésimo estado de conservación, bien por la naturaleza de sus terrenos, bien por encontrarse en desuso y por lo tanto, en constante estado de degradación (Madoz 1984, 127). Por lo tanto la sucesión de datos aportados por las fuentes escritas, itinerarios romanos como el Anónimo de Rávena, las tablas de Astorga o los Vasos Vicarello (Roldán Hervás 1975), junto a los facilitados por los autores clásicos y medievales proporciona, por lo menos, la base para el inicio de la investigación sobre viaria. En cuanto a lo referido a Vasos Vicarello, y en palabras de Chevalier, se trataría de «un modelo de «miliarium aureum» erigido en el Foro Romano en 20 a. de C. por Augusto como «curator viarum», o de una columna del mismo género levantada en «Gades» (Roldán Hervás 1975: 151). Junto a este compendio de datos se interpolan otros facilitados por el análisis de fotografía aérea, ortoimágenes, cartografía y toponimia. Con respecto de las dos primeras su utilidad reside en la localización de las improntas dejadas por el pasado en el terreno, marcado por el crecimiento, mayor o menor en función de la humedad, de la vegetación. Es un instrumento imprescindible a la hora de localizar las antiguas «centuriaciones» o división física de las parcelas rurales que, a la larga, proporcionan una datación aproximada de los caminos romanos. Es por ello que los métodos de teledetección y de análisis de fotografías aéreas se encuentran en la práctica totalidad de las investigaciones arqueológicas (Amado 1997; Olmo Martín 1993). La toponimia, por su parte, incorpora un sistema novedoso de captación de información, basado principalmente en la tradición y el folclore de las culturas. Esta tradición tiene como premisa mantener las costumbres de los antepasados más cercanos, costumbres que tienen también su identidad en el medio, en el paisaje o en las estructuras antrópicas antiguas. Por ello se encuentran espacios rurales cuyo nombre ha sido transmitido de padres a hijos, con la singularidad de no perder su condición de vestigio del pasa-
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do o de «época de los moros», como «elemento del Diablo», etcétera (Martino 1989). El topónimo «camino real» es uno de los topónimos viarios más comunes, pues aluden a los antiguos viales que desde el medievo se empleaban para el tránsito oficial desde las capitales, y que en mayor medida seguían el trazado de antiguas vías romanas (Guerra García 2004: 3). Todo este estudio tiene su base en un meticuloso barrido de los mapas topográficos actuales, así como en la toma de contacto con el terreno: resultaría incoherente realizar un estudio sobre red viaria o sobre el paisaje antiguo sin haber visualizado directamente la zona afectada (Iglesias Gil y Muñiz Castro 1990). No hay lugar a la discusión, entre los investigadores, de que la arqueología es la metodología que define el resultado final para bien, o para mal, en la localización de viejas vías romanas. El hecho de realizar una excavación supone de por sí un elenco de dificultades, pues las vías afectan una extensión de varios kilómetros a excavar, con un ancho de apenas tres o cuatro metros. Se computa por lo tanto un alto coste económico, material y humano que en ocasiones es un impedimento de fuerza mayor para no poder conseguir los resultados convenientes. Muchos son, no obstante, los trabajos arqueológicos acerca de las vía romana hispanas, desde una perspectiva más paisajística (VV.AA. 2000; Hagen 1973), desde el punto de vista de la construcción y la ingeniería (Rodríguez Lázaro y Menéndez Martínez 2001; Duran Fuentes 2001; González Albero y Arizón Fanlo 2004; Moreno Gallo 2001) o desde un punto de vista propio de la excavación arqueológica (Mariné 1988; Magallón Botaya 1986). No obstante serán las intervenciones de los primeros arqueólogos de siglo las que pongan la piedra maestra para el seguimiento de los caminos. Uno de los propulsores fue sin duda don Antonio Blázquez y Delgado-Aguilera, historiador insigne que recorrió los campos peninsulares siguiendo las indicaciones de cronistas clásicos, viajeros y las propias actas de excavaciones (Blázquez y Delgado-Aguilera 1912; Blázquez y Delgado-Aguilera 1919) patrocinadas por la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades.
LA DIFICULTAD DE INVESTIGAR LO INVISIBLE La investigación histórica de las vías romanas siempre se ha topado con un problema: ¿cómo son real-
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mente los caminos romanos, esas arterias invisibles? Se trata de una dicotomía entre el ser humano y el pasado, común desde los primeros investigadores. Es lógico pensar, como hace referencia Isaac Moreno, que no todas las vías poseían lastras (Moreno Gallo 2002: 51–52). La variedad de tipos es amplia, desde las vías perfectamente cuidadas hasta las sencillas trechas terreras. Aunque la existencia o no de otros elementos como miliarios o yacimientos arqueológicos en su trayecto puede resultar definitorio (Magallón Botaya 1986b; Sagredo San Eustaquio 1990) no siempre se cumplen las expectativas que la propia arqueología supone, y la dificultad por identificar vías romanas frente a caminos del siglo XVI ó XVIII es cada vez mayor. Baste comentar que las diferencias constructivas entre ambas viales son mínimas, si se tienen en cuenta los patrones constructivos, las técnicas o los materiales, difieren diferentes muy sutilmente. Los caminos romanos hispanos nunca fueron homogéneos, y aunque se ha mantenido la idea romántica de una calzada embellecida por grandes losas conformando el «statumen», esta tipología constructiva es errónea en la mayoría de las ocasiones pues depende de diversas condiciones: materiales constructivos de la zona, utilización o fin, puntos en conexión, medio geográfico, naturaleza de los terrenos . . . La catalogación de las vías realizada por Bergier no se cumple en el mayor número de casos investigados (Moreno Gallo 2001, 7), principalmente porque no se hallan las diferentes capas que configuran la calzada, por efecto antrópico o por desgaste. Por lo tanto si se localizan losas en el pavimento de un vial lo más probable es que dicha capa sea de época medieval o posterior aunque las lluvias, el uso de carros o el crecimiento de masa boscosa pudieron ser las causas por la que se reforzaban los caminos en estos medios hostiles, si bien es cierto que se siguieron empleando estos viales en los siglos posteriores, bien para el tránsito de personas, bien para el de ganado como en los casos de Gredos, Fuenfría u Orense (Alvarado et al. 2000). Por lo tanto se deben olvidar los conceptos de homogeneidad en las vías romanas, por lo menos en cuanto a construcción se refiere, ya que en si existe algún elemento en común entre todas se reduciría a la presencia de un firme compuesto de cantos irregulares, a modo de drenaje y cuerpo compacto. La identificación de los caminos de tránsito anti-
guo es compleja. Para Isaac Moreno la unión entre vía y «mansio», entendida ésta como lugar de descanso identificado en los itinerarios clásicos, es una unión compleja pues al día de hoy la arqueología no ha sido capaz de localizar con exactitud el lugar de dichas postas, y por lo tanto, si se atiende únicamente a los parecidos razonables entre los asentamientos romanos y los actuales, se puede identificar erróneamente no sólo un asentamiento, sino una vía que lo conecta (Moreno Gallo 2001, 4–5). Un caso similar sucede con la vía de unión entre Segovia y Toledo. El tránsito entre ambos enclaves de tradición prerromana y romana se efectúa por la «mansio» de «Miaccum» y la de «Titultia», dos puntos de rigurosa importancia pues se encontraban en el cruce de dos vías imprescindibles para la administración hispano-romana: la vía que unía «Caesaraugusta» con «Emerita Augusta» y la vía entre «Asturica Augusta» y el sureste minero. Los cuatro centros contaban con el beneplácito de Roma en cuanto a que eran lugares de obtención de materias primas, y por lo tanto la comunicación era imprescindible. El descanso de los viajeros y su protección se materializaba en la colocación de lugares de cambio de postas, normalmente en puntos intermedios o estratégicos, como debieron de ser «Miaccum» y «Titultia». No obstante aún no se ha podido localizar en el paisaje de las actuales provincias de Madrid y Toledo, existiendo numerosas hipótesis al respecto (González Couto 2000, Rodríguez Lázaro y Menéndez Martínez 2001:,24–26). La identificación de «Miaccum» con el Alto Guadarrama y con el Arroyo Meaques, o la de «Titultia» con diferentes pueblos del norte de Toledo (Bayona de Titulcia) ha incurrido en el constante error de desviar la vía que les comunicaba, sin poder aún establecer una concordancia entre ambas (Rodríguez Lázaro y Menéndez Martínez 2001, 25). Este tipo de dicotomías suele estar presente en numerosas investigaciones, ya que resulta muy complicado definir correctamente la situación exacta no sólo de los enclaves, sino también de la vía que los une. El número de trabajos de investigación acerca de la red viaria romana es amplio, máxime si se trata de enlazar los yacimientos de origen romano o monumentos reconstruidos (puentes y acueductos) con viales. No hay que olvidar que el honorable acueducto de Segovia se encuentra en una encrucijada de caminos, de la cual parte un vial denominado «Via Roma», como tampoco se deben dejar en el olvido
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los conjuntos monumentales del Arco de Medinaceli, Bará o la Torre Ciega de Cartagena, elementos que inevitablemente deben encontrarse unidos a las vías que antaño les acompañaban.
CONCLUSIÓN Ha llegado el momento de estudiar las red viaria romana en su totalidad, sin tener en cuenta únicamente los antiguos patrones constructivos que muchas veces inducen al error. Las calzadas romanas son el producto de muchos factores, patrones de poblamiento, utilidad, sociedad, medio, etc. Su investigación, por lo tanto, se debe afrontar de forma multidisciplinar y empleando diferentes métodos, pues de lo contrario se seguirán catalogando viales medievales como romanas, al igual que ha sucedido durante años con otras infraestructuras como los puentes o los alcantarillados. La investigación arqueológica tiene la llave para poder definir de forma concluyente y satisfactoria la naturaleza de una vial, si bien es cierto que se deben hacer uso de conocimientos de ingeniería, hasta hace poco muy abandonados, en vez del excesivo uso de las fuentes clásicas o de los patrones de estética visual. En mi opinión las vías unen culturas, flirtean con el medio y se adaptan a él. Si el objetivo primordial de la arqueología es difundir los conocimientos sobre el pasado a la población, la finalidad impepinable de los estudios viarios antiguos es rememorar el trasiego de los antepasados, recuperar sus pasos y mostrarlos a las generaciones venideras, deseosas de encontrar un vestigio de su tierra (Guerra García 2004b). Las formas constructivas no han cambiado demasiado desde que se trazaron las primeras trechas, como tampoco han cambiado nuestros hábitos a tenor de lo que la tradición y el folclore nos muestran. El medio se postra impasible mientras esbozamos pintorescos, y a veces alocados dibujos sobre cómo y por donde pudo moverse la eterna Roma por la península. Por todo esto, ¿qué nos impide investigar, haciendo uso de todas las disciplinas posibles, la red viaria romana que ha fundado ciudades, explotado montañas y trasladado generaciones? Aquellas arterias invisibles que hoy se investigan se desvanecen ante el mínimo impedimento de no encontrar una «mansio» o por encontrar un río invisible en los mapas. Ante las, en ocasiones, adversas fuentes
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que confunden y manipulan datos nada debe detener a aquellos investigadores que tratan de encontrar a estos mausoleos llanos, a estos colosos tumbados sobre el suelo y que se encuentran camuflados bajo cañadas, caminos de herradura, sendas, . . . La memoria de nuestros familiares más ancianos debe servir también como instrumento de la investigación. Como ya dijera uno hace tiempo, las preguntas extraordinarias merecen respuestas extraordinarias. Preguntar a los vecinos, a los lugareños, a los eruditos del lugar no supone ninguna carga y proporciona innumerables cantidades de datos. Ellos mismos nos podrían hablar y contar mejor sobre el uso de la «puzzeolana» que cualquier historiador, o describir las capas constructivas de los antiguos caminos reales. Pero lo más importante de todo es poder hacer sentir a la población partícipe de la recuperación histórica, construir de nuevo un concepto hoy olvidado, que es la conciencia social por el pasado. Parece que de no ser así se seguirán realizando obras civiles sin tener en cuenta si acaso al Patrimonio Histórico del subsuelo. A la postre siempre es el viario el patrimonio que más sufre. ¿Acaso no son vestigios de la Antigüedad los caminos por los que transitaron cartagineses, romanos o visigodos? Porque lo que no debemos consentir, esté como esté construido, sea de quien sea, y de la época que sea, es que se cumpla lo que alegremente escuchamos en una copla castellana: «Por los caminos de Segovia ya no va nadie: sólo polvo y arena que lleva el aire» (Rincón 1992).
LISTA DE REFERENCIAS Alvarado, S., J. C. Rivas y T. Vega, 2000. La vía romana XVIII (Vía Nova). Revisión de su trazado y mensuración. Anexo 25. Orense: Boletín Auriense Amado Reino, X. 1997. La aplicación del GPS a la Arqueología. Trabajos de Prehistoria, nº 54:155–165. (Madrid: CSIC.) Arias Bonet, Gonzalo. 1987. Repertorio de caminos de la Hispania romana. Cádiz: ed. Gonzalo Arias Bonet. Blázquez y Delgado-Aguilera, Antonio. 1911. Vía romana del Puerto de la Fuenfría. Boletín de la Real Academia de la Historia, nº 58: 143–147. Blázquez y Delgado-Aguilera, Antonio. 1912. Informe relativo a la parte de la vía romana número XXV del Itinerario de Antonino. Boletín de la Real Academia de la Historia, nº 60: 306–314.
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