MIL FORMAS DE CONTAR LA MISMA HISTORIA

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MIL FORMAS DE CONTAR LA MISMA HISTORIA ANTOLOGÍA DE RELATOS

LA CALABAZA - PRODUCTORA CULTURAL


LA CALABAZA- PRODUCTORA CULTURAL LA PREPOTENCIA DE LA ESCRITURA EL CUENTO. CREATIVIDAD + OFICIO

El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”. El porvenir es triunfalmente nuestro. (Fragmento del prólogo de “Los lanzallamas”, Roberto Arlt)


PRÓLOGO

HAGAN JUEGO, SEÑORES Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.

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a idea de esta antología nace de la lectura de la Tesis sobre el cuento, de Ricardo Piglia, que comienza la frase que precede este párrafo, extraída de una anécdota que el autor recoge de un cuaderno de citas de Chejov. Estos relatos nacieron tomando esa frase como consigna. Piglia dice que contra lo convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja: hay que desvincular la historia del juego de la historia del suicidio. Esa escisión define el carácter de la doble forma del cuento. Hay una historia visible y una historia oculta, y el arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. La consigna nos priva del misterio que supone todo relato, esa maravillosa confabulación que surge entre lector y narrador, el tironeo por descorrer el velo de una vez. Sin embargo, surge otra intriga mayor. Si ganó, ¿por qué se pegó un tiro? Como nos gusta escribir, somos proclives a desbarrancar hacia lo ficcional, ya desde el título. Primero, una hipérbole: puede haber mil formas, pero en esta edición apenas esbozamos catorce. No quisimos que fueran trece, un número que hace tambalear nuestro espíritu supersticioso. Luego, pequeñas concesiones a la idea original: si en algún relato falta un casino, es porque hay un bingo o una agencia de lotería. Ese fue el desafío. Mil cuestiones que desembocan en lo indeseable, sugeridas en las entrelíneas de una historia trivial en la que la —3—


quimera de hacer saltar la banca deviene en tragedia. Si es cierto que la inspiración fecunda brota desde el dolor, en los últimos tiempos han logrado convertir esta realidad, que duele a cada hora y en cada minuto, en terreno fértil para la creación. Si de nosotros dependiera, elegiríamos resignar el entorno hostil e inspirador por una tierra en la que cada una, cada uno, encuentre ese lugarcito en el que todos tenemos reservados pequeños destellos de felicidad. Horacio R. Fernández*

* Asistió a talleres literarios en el Centro Cultural Rojas con Alberto Laiseca y Darío Miranda, entre otros. También cursó con Cristina Feijoó y Ernesto Bavio. Escribe con regularidad desde 2011. Desde 2017 coordina el taller literario de La Calabaza. Editó dos libros de relatos: “Cuentos a escala” (2014) y “Equilibrio inestable” (2017, ed. Modesto Rimba). Ganó el primer premio del Concurso Federal de Relatos (Ministerio de Cultura, 2015), entre otras distinciones en Argentina, España y Colombia.

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DE AQUÍ PARTIMOS Ricardo Piglia • Tesis sobre el cuento Los dos hilos: análisis de las dos historias I. En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias. II. El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie. III. Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción. IV. En “La muerte y la brújula”, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. “Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.” Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en “El Sur”, como la cicatriz en “La forma de la espada”) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento. V. El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento. Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento. VI. La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada;

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trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión. VII. “El gran río de los dos corazones“, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato. ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera. VIII. Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo “kafkiano”. La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador. IX. Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino. X. La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En “La muerte y la brújula”, la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en “El muerto”, con Nolam en “Tema del traidor y del héroe”. Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar. XI. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

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AQUÍ LLEGAMOS

Los relatos

Por orden alfabético:

El último pensamiento

Agustina Andreotti

9

Reencuentros

13

Augusto Campos

Hotel Potrerillos

17

Claudia Madera

Ruleta rusa

21

Claudio Szapiel

Manuel

25

Fernando Olmos

Noticia

31

Jazmín Rodríguez

El mar todavía lo espera

33

Jimena Bruno

En busca de su destino

37

Liliana Rodaro

La muerte injusta

39

Marcelo Mary

Tres

43

M. Eugenia Lenardon

Paradoja

45

Mirta Flores

Ciudad luminosa

49

Rosalía Morel

La Bestia

55

Silvia Jasis

Azar

57

Victoria Varino

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Agustina Andreotti Estudiante de Artes plásticas. Desde muy chica le gusta escribir. Cree que es una sensación única. En 2018 comenzó a perfeccionarse en sus relatos. EL ÚLTIMO PENSAMIENTO

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uego de haber pasado unos días hundido en lo profundo, alcoholizado, pintando, escribiendo, preguntándose qué valor tenía su existencia, decidió subir a flote, de nuevo. Aunque no pensó que duraría poco. Salió a caminar por esas calles donde su soledad pasaba desapercibida, pero le gustaba. Mirar la gente pasar, mirar los carteles de las calles, los autos, la prisa que llevaban todos. Mientras pensaba: ¿a dónde irán tan apurados? ¿Se darán cuenta de que el tiempo es interminable pero le ponemos horas y días, como para “administrarlo” mejor? ¿Quiénes son? ¿Estarán tras una búsqueda también? ¿Notarán a la gente “marginada”? Después de tanto caminar, decidió descansar un rato. Encontró un banco en donde sentarse. Al ver lo que lo rodeaba, se dio cuenta de que justo frente a él se encontraba ubicado el bingo. Un lugar que solía criticar bastante. Allí podía ver a la gente que entraba y salía. No solo eso, sino también los que nunca iban a poder entrar o que ni siquiera pensaban en entrar. Estaba sentado ahí, mirando esas dos realidades que repre—9—


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sentan a la sociedad: los que tienen mucho y quieren más, y los que tienen poco o nada y quieren algo. La ignorancia, el egoísmo, la ambición, entran y salen varias veces por esa puerta. Aun así, su curiosidad por ver qué es lo que había ahí adentro, que enviciaba tanto a la gente, no se extinguía, por lo que resolvió entrar. Ya tenía la decisión tomada, pero se le ocurrió que aquello de que “el dinero no hace la felicidad, pero ayuda”, tal vez podría funcionar. Allí no había nada que no hubiera imaginado; zombis frente a pantallas, el olor a cigarrillo, mezclado con ambición, que se sentía hasta los pulmones. Recorrió todo el lugar, y, casi a punto de irse, una máquina le llamó la atención. Se sentó. La miró un poco viendo que podía hacer con ella. Pensó en irse… pero probó. Comenzó a jugar. 40 pesos… 50 pesos… 100 pesos… ganaba, ganaba y más se enviciaba. Su mente sólo pensaba hasta donde podría llegar, en ver qué pasaba si ponía unos pesos más. Todas sus reflexiones se habían esfumado como si nunca las hubiera pensado. Solo quería ganar. Pasaron tres horas, cuatro, cinco, y el pozo casi llegaba al millón. La gente se paraba tras de él para ver cómo hacía. Otros pasaban y miraban con envidia, deseando ser ellos quienes tuviesen esa suerte, o esa máquina. Otros murmuraban y otros, simplemente, no decían nada. Él se había vuelto un zombi más. Todo lo que hasta hacía un rato criticaba. — 10 —


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Llego el momento menos esperado de su vida, la sirena comenzó a sonar. Había ganado el millón. Su reacción fue sin mucho alboroto. Fue a cobrar el dinero, sin decir ni una sola palabra en voz alta. Por dentro, su cabeza explotaba de gritos, culpas, preguntas, felicitaciones y reproches, dudas y certezas, sueños no cumplidos y sueños por cumplir. Al llegar a su casa, los pensamientos eran cada vez más fuertes, incontrolables. Que irónico, ¿no? ¿Cómo hacer para parar de pensar? ¿Pensar más o pensar menos? Ninguna de las dos opciones funcionaba. Se sirvió una medida de whisky, siguió escuchándose: un error. Se estaba dejando llevar cada vez más por lo que decía su mente, o por lo que él dejaba que su mente dijera. Pero entonces, en realidad, ¿no era sólo él, una sola persona, sino que eran él y su mente? ¿Eran dos? ¿Quién tiene más poder de decisión? Intentó dormir, pero no pudo. No dejaba de pensar. Sentía mucha ansiedad. Se largó en llanto. Se enfureció. Pensó que lo que no debería haber pensado podía ser una solución. Tomo todas las pastillas que pudo y al sentir que su cuerpo ya no respondía, cerro sus ojos. Su mente, ahora sí, iba a estar en silencio. Él tenía control.

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Augusto Campos Nació en Quilmes y vive en Berazategui. Tiene 30 años. Es músico y sociólogo. Escribir es su declaración de libertad. REENCUENTROS

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quella mañana Rubén tuvo una sorpresa. Ana, su única hija, lo llamaba para saludarlo por su cumpleaños. Hacía cinco años que no se veían ni se hablaban. Luego de conversar un poco arreglaron una cita para la noche. A las nueve se encontrarían en un bar de Almagro para cenar juntos. Rubén vivía en una piecita de San Telmo. Luego del remate de la casa, el quiebre de la empresa, la separación y la ruptura absoluta con su hija pasó algunos años deambulando de pensión en pensión hasta que por intermedio de un viejo amigo logró instalarse ahí. Su empleo en una pequeña panadería de Constitución le permitía subsistir. Los nervios abrazaron a Rubén durante todo el día. La ansiedad se le instalaba en el estómago y sus manos sudaban más que de costumbre. Sentía el pecho apretujado. No pudo concentrarse en su trabajo. Pidió salir antes, con la excusa de que se sentía mal. El dueño aceptó de mala gana, solo a condición de que al otro día recuperara las horas perdidas. Rubén salió de la panadería con el corazón acelerado. Sabía — 13 —


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que su estado corporal no respondía solo al reencuentro con Ana. Esa adrenalina que le agitaba las tripas le era familiar. “¿Será que hoy es el día? Justo hoy…”, se decía entre dientes, mientras el corazón era un tambor imparable. Caminó varias cuadras sin sentido. Hasta que no pudo contener más la ansiedad. Paró un taxi y allí fue. Hacía años que no entraba al casino. Sin embargo no le costó sentirse como en su casa. Lo conocía memoria. Los colores, los olores. Podía caminarlo hasta con los ojos cerrados. Sin perder el tiempo fue al sector donde se hallaba su máquina. Una señora de unos setenta años se había apropiado de ella. Eso lo impacientó y comenzó a ponerlo de mal humor. Miró el reloj. Las 19.30. Estoy bien, pensó, se va la vieja y en quince minutos lo cocino. La hora avanzaba y la señora no se iba. Rubén se impacientaba. Se acercó a la mujer para explicarle su situación y pedirle que le cediera el asiento algunos minutos para jugar sólo un par fichas. La mujer lo miró con recelo. Le dijo que justo estaba por ir a fumar. Que lo dejaba un rato pero que ni bien volvía se tenía que levantar inmediatamente. Rubén se excitó; por supuesto, le dijo. La vieja, que ya tenía el cigarrillo por encender entre los dedos, se fue alejando a paso lento. Rubén quedó a solas con la máquina, como en las viejas épocas. Él, la máquina, las fichas en la mano y una corazonada que le explotaba el alma. Miró el reloj: 20:15. “Juego algunas fichas, tomo un taxi y en media hora estoy”. Las palpitaciones de Rubén se aceleraban cada vez más… Un — 14 —


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tiro. Nada. Otro. Nada. Su reloj corría como nunca, pero dejó de prestarle atención. La señora no volvía. Eso le daba más tiempo. Fue a la carga de nuevo. Nada. “La última y me voy” se mintió unas diez veces. Se preparó de nuevo. Colocó la ficha y antes de bajar la palanca se persignó. Sólo pudo recordarse gritando desaforadamente frente a la máquina tragamonedas y en un reflejo la cara de la vieja absorta volviendo del baño. Rubén acababa de ganar un millón de pesos. El grito fue tal que en cuestión de segundos había cuatro hombres del personal de seguridad rodeándolo. No escuchaba ni veía nada a su alrededor, era éxtasis puro invadiéndolo por completo. Una joven se acercó para reconfirmar su triunfo. Lo invitó a pasar a una de las oficinas del casino para coordinar el trámite. Firmó algunos papeles cuando al fin miró el reloj: 22:10. Salió del casino a toda velocidad. Tomo un taxi. Intentó llamar a Ana cuando se percató que había dejado el celular en la casa. Llegó al bar pactado. Recorrió con la vista las mesas, una por una. Nadie parecido a Ana. Todo se derrumbó por completo. Otra vez. La amargura lo abrazó entero. Se odió. Llegó a su pieza de San Temo abatido. Sin ánimos. Encontró el celular. Tenía tres llamadas perdidas de Ana y un mensaje: Volviste al Casino. Volviste a defraudarme. Cuando vi que no llegabas me lo imaginé. Fui hasta ahí con la esperanza — 15 —


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de no encontrarte. Pero te vi desde lejos, sentado y enajenado en esa máquina de mierda que es lo único por lo que vivís. No pretendas buscarme nunca más. Desde ahora, si me preguntan por mi viejo, simplemente voy a contestar que está muerto. Rubén sintió como se congelaba cada uno de sus huesos. En sólo cuestión de segundos, su más increíble y esperado triunfo se transformó en su más terrible y fatal derrota. Al día siguiente, sentada en la maquinita, la anciana que había cedido el lugar a Rubén miraba indignada el plasma del casino que no dejó ni por un segundo de pasar la noticia. Conmoción en el casino de Puerto Madero: luego de ganar un millón de pesos un hombre llega a su casa y se suicida. La policía forense ya está trabajando en el caso. La señora, con un cigarrillo sin encender entre los dedos, le hablaba al hombre que tenía a su lado: —¡Pero mirá que hay gente pelotuda! Y yo yéndome a fumar un pucho para dejarle el asiento a este semejante idiota. No te digo, en este país Dios le da pan al que no tiene dientes. —Y sí, que se le va a ser. Pobre hombre. —Pero qué pooobre. Un demente… Disculpe, me voy a fumar un cigarrillo y vuelvo. ¿Sería tan amable de cuidarme la máquina?

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Claudia Madera Profesora en Lengua y Literatura. Vive en Berazategui y se desempeña como docente en escuelas del mismo distrito. HOTEL POTRERILLOS

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n la madrugada del 17 de enero de 20..., fue hallado el cuerpo de un turista en el cuarto 3 del único hotel de Potrerillos, localidad que se ubica a 40 kilómetros de la ciudad de San Rafael, Mendoza. Las noticias llegaron a conmover en cierta medida a la opinión pública. Potrerillos es un lugar reconocido por su belleza y por la oferta de diferentes deportes náuticos, ya que cuenta con un lago artificial. Sin embargo, no es menos cierto que la nueva administración de la provincia no ha destinado ningún esfuerzo en promocionar el lugar como centro turístico y, por lo tanto, ya no recibe el caudal de visitantes de otras épocas. Se sabe que la policía llegó al instante de ser descubierto el cuerpo por una empleada del lugar a la mañana siguiente, cuando, luego de golpear varias veces la puerta y no recibir respuesta del huésped, decidió entrar para preparar la habitación a nuevos pasajeros. Puesto que el destacamento policial, una pequeña comisaría que existe en la zona, se sitúa a escasos cien metros del hotel, los policías se presentaron inmediatamente. Tanto los empleados como los policías se mostraron sorprendidos por los acontecimientos. La puerta de la habitación no — 17 —


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había sido forzada y dentro de la misma todo se encontraba en orden; las ventanas y cortinas cerradas y el cuerpo sobre la cama, dispuesto como si la muerte hubiese encontrado a aquel hombre en un profundo sueño del cual jamás logró despertar. Sobre la mesa de luz, una botella de agua y un vaso; al lado, un pequeño frasco de píldoras para dormir, vacío. Rápidamente, la policía cierra el caso. En las últimas horas, el muerto había cenado en el hotel. Había dicho que pasaba por el lugar con la intención de descansar una sola noche, para luego continuar su viaje de negocios hacia la capital, pero luego pidió un remís y se dirigió al mini casino del pueblo. La suerte le fue favorable y se hizo de una fuerte suma en pocas jugadas, aunque decidió cortar la racha y volver repentinamente al hotel luego de una llamada telefónica, para decepción de los que se encontraban allí observando la facilidad con que la buena fortuna parecía sonreír a este fugaz jugador. Al llegar al hotel, se dirigió a su habitación, donde fue encontrado sin vida a la mañana siguiente. El dinero se hallaba sobre la cómoda ubicada a los pies de la cama. Se descarta el móvil del robo, y se procede a llevar al cuerpo a San Rafael, para practicarle la autopsia. Se realiza el informe correspondiente y se lo envía con el cuerpo. Aparentemente fue un suicidio, se dice. La autopsia corrobora la hipótesis policial y los restos del viajero viajan nuevamente, pero esta vez a Buenos Aires, para que los hijos se despidan y le den el descanso final. Una caja con sus pertenencias acompañan al cuerpo. El dinero le fue entregado a la familia por orden del juez, a través del banco. — 18 —


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Pasado el funeral y despedido el viajero, esta vez en viaje hacia la eternidad, suena el celular dentro de la caja. Otra llamada perdida, como la noche del 16 que no llegó a responder, y otro mensaje: Roberto, recordá que tenés que presentarte ante el juez que investiga el accidente en el que se mató tu mujer. Todavía no se pudo reconocer el cuerpo del acompañante, ni por qué se dirigía por la ruta 40, si debía ir a la casa de su hermana en Córdoba. Uno de sus hijos recibió el coche, que era desenganchado del auxilio que lo traía de Potrerillos. No pudo dejar del observar el paragolpes, el guardabarros hundido con manchas del choque con otro auto, que por extraña casualidad era de un rojo muy parecido al auto en el cual había encontrado la muerte su madre la semana anterior. Consternado, pagó el auxilio y entró a la casa.

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Claudio Szapiel Periodista, fotógrafo y artesano. Argentino y berazateguense y, desde hace muy poco, escritor de cuentos en los ratos libres. RULETA RUSA

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um! Se escuchó el estruendo en todo el bar y la parte superior de su cuerpo se desplomó sobre la mesa. —¡Así es la rula! —dijo uno de sus acompañantes. Juntaron rápidamente el dinero que había sobre la mesa y desaparecieron. —Otra vez lo mismo —rezongó resignado el dueño del antro, y llamó a la policía. Murió en su ley, comentaron en una mesa vecina; como si hacerlo así tuviera algún tipo de mérito o estatus, absurdo. Nadie podía creer lo que había ocurrido. Incluso a pesar de la tragedia por la que Antoine había atravesado, nada hacía sospechar que terminaría con su vida de esa manera. Y aún más sorprendidos quedaron los que sabían de su reciente viaje, del que volvió con un millón de dólares. Sí, parecía increíble, pero hacía sólo dos días se estaba subiendo a una combi que lo trasladaría los 350 kilómetros que separaban su Montpellier natal de Montecarlo. Mónaco era un estado muy particular; el segundo más pequeño del mundo detrás del Vaticano, y gobernado desde siem— 21 —


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pre por una monarquía. Y ni hablar de su casino, un castillo del siglo XIX con todos los lujos que se te puedan ocurrir, y que a su vez cuenta con un singular detalle: a sus residentes les está prohibido el ingreso a las salas de juego. Y allí estaba él, bajó de la combi y caminó los doscientos metros de un sendero de palmeras que separaban el estacionamiento de la entrada principal, un portón dorado de tres metros de altura, flanqueado por labradas columnas jónicas a cada lado. Fue directo al sector de ruletas y lo recorrió durante diez minutos. Estudiando y analizando cada mesa; croupier, apostadores, colores, ubicación en el salón, y alguna otra cosa que seguramente se me está escapando. Finalmente, eligió mesa. Fue a la caja y canjeó 17.500 dólares por fichas. Ese era todo su capital, no tenía ni un centavo más. Eran el producto de haber vendido su antigua Harley Davidson, el único bien que nunca apostó. Porque Antoine tenía un problema, uno grave. En el último año le había ido muy mal; perdió ahorros, el auto, otra moto y hasta la casa. También se endeudó. Estaba realmente en problemas. Por suerte para él, ahí estaba Marie, su hija; que a pesar de criar sola a un niño de tres años y de que nunca se llevó bien con su padre, iría en su rescate. Claro que puso condiciones: no más juego ni alcohol, y debería hacerse cargo del pequeño en su ausencia. Antoine juró y aceptó. Marie saldó su deuda y lo llevó a vivir con ella. Pero las circunstancias de la vida hicieron que hoy esté haciendo una última incursión al casino. Ya había elegido mesa, se — 22 —


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sentó y comenzó. Reservó un par de fichas “por cualquier eventualidad” y, con el resto, jugó mitad al 3 y mitad al 16. Sólo dos plenos. Arriesgado. Un 16 de mayo de 1968 había nacido su nieto, en pleno Mayo Francés, esa revuelta hippie estudiantil que terminó con la mayor huelga general en la historia de Francia y tal vez de Europa; tanto, que puso contra las cuerdas al gobierno de Charles de Gaulle. Era a todo o nada. Colorado el 3, cantó el croupier, ni se inmutó. Juntó ganancia y repitió: mismos números, mitad y mitad. Negro el 8, se escuchó. Creyó que se le pararía el corazón, y sintió como la sangre se le subía a la cabeza. No importa —se dijo—. Tenía el fondo para emergencias. Insistió; dos fichas al 3 y dos al 16. No va maaaas, colorado el 16. Ufff, respiró aliviado. Y siguió así hasta que supo que con un acierto más llegaría al millón de dólares; entonces, apostó todo al 36. A esta altura ya estaba rodeado de un montón de gente, se generó un silencio atroz mientras la bolilla giraba. Picó en el 11, rebotó en el 13 y volvió al casillero esperado por todos los presentes. Explosión, júbilo. 1.117.925 dólares. Cobró y se fue a su casa. Se tejieron mil conjeturas, pero nunca nadie supo por qué decidió cambiar la última apuesta. Ya en Montpellier, subió al departamento de su hija, dejó el bolso con el dinero en el sillón y se fue a preparar un omelette. Al rato llegó Marie, lo miró y no dijo nada. Desde “aquel día” que ella no le hablaba, ni una palabra. Los ojos de la muchacha reflejaban decepción, tristeza. — 23 —


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Y no era para menos, a la semana de pagar sus deudas y darle cobijo en su hogar, Antoine rompió su palabra. En uno de esos momentos en que hacía de niñero, se le cruzó un número por la cabeza y sintió la imperiosa necesidad de jugarlo. Llamó, pero no pudo comunicarse. Son sólo cien metros -pensó-, en tres minutos estoy de vuelta, ¿qué podría pasar? Fue a ver al chico. Dormía. Voy, se dijo. Salió, jugó unos pesos al 36 y volvió lo más rápido que pudo. Al acercarse al edificio vio un gentío reunido. Entre los pies de los curiosos, alcanzó a ver un reflejo rojo sangre y se detuvo. Cerró los ojos por un instante, se dio vuelta y corrió al departamento. Thierry había logrado abrir la ventana y trepar el balcón, quién sabe con qué fin. Marie casi no se lo reprochó. Quizá pensó que en parte la culpa era de ella, por echar la niñera y confiar en él. Pero lo cierto es que ya no le habló más. Ni una palabra. Ni una. Antoine tampoco se lo perdonaba y sabía que no había reparación posible. Comió el omelette, dejó el bolso en el sillón y se fue con unos pocos billetes a jugar a la ruleta rusa.

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Fernando Olmos Empleado. En sus ratos libres escribe, trata de transmitir emociones, mensajes, y disfrutar del solo hecho de escribir. Que el lector ame vivir, pensar y reflexionar. MANUEL

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l estaba despierto antes que despierte su reloj despertador. Estiró su brazo sobre la mesa de noche delicadamente, hasta hallar el pequeño botón escondido en la base del reloj, lo presionó y siguió durmiendo. A su lado, a la derecha de la cama, estaba dormida Leonor, su joven-hermosa-semidesnuda mujer. La contempló y se sintió afortunado. Frente a la mesa de noche y su petiso perchero, Manuel se levantó y se vistió. Desde la habitación de Andrea, la hija de Leonor, una luz difusa se escapaba bajo la puerta cerrada formando una figura asimétrica brillante sobre el piso de madera lustrada. Andrea había avisado que estaría toda la noche estudiando. A sus diecisiete años, ya había terminado el secundario y ahora se prepara para el examen de ingreso a la facultad. Ella ama a los animales, quiere ser veterinaria. Manuel tomó el picaporte y entró despacio, en silencio, para que no rechinaran las bisagras. Notó que al reloj de la pared también lo castiga el tiempo. La saludó con un beso en la frente blanca, ahí donde ya comienzan sus largos cabellos negros. Ella respondió con un leve movimiento de ca— 25 —


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beza. Él salió sin hablar para no desconcentrarla, en puntitas de pie, como aprendiz de ladrón. Luego de preparar el desayuno llegaron los empleados que hace veinticinco años vienen trabajando con él, Ignacio y Andrés. Sus arduas tareas no son para cualquiera. Ellos son mecánicos en montaje de maquinaria pesada. Hoy trasladarán una máquina de quince toneladas. Ellos están en la mejor condición para hacerlo. Tienen los mejores equipos tecnológicos y mecánicos para cualquier ocasión programada o imprevista. Manuel es el primero que quiere retirarse. Sueña con unos números que juega cada semana. Tiene esperanzas. Salen los tres con su camión nuevo para iniciar la jornada, como le gusta a Manuel, a las ocho, ni muy temprano para nada ni muy tarde para todo. Pasan por la agencia de juegos y ven que hay demasiada gente agolpada en la vereda, la puerta, la vidriera. Los tres se preguntan: ¿qué pasará? Manuel dice: ¿No le habrá pasado algo a don Alfredo, el agenciero? Paran y se bajan. La multitud se abalanza sobre ellos en avalancha. Todos gritan, preguntan, saludan y besan a la vez, pero no se entiende nada. Entre apretujones los meten a la agencia. ¡Eh, don Alfredo! ¿Qué pasa? Esquivando los gruesos interminables barrotes de hierro, por fin pueden ubicar fijamente las miradas. Salieron tus números, Manuel. ¿Está seguro, don Alfredo? Sí, Manuel. ¿Alcanza para algo? ¿Cuánto es? Veinte millones, casi nada. Me muero, dice Manuel. Ignacio, Andrés, llévenme de nuevo a casa. — 26 —


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Le voy a contar a Leonor y después a Andrea. Hoy no se trabaja. Será mañana. Transcurre el día de festejo. Lo visitan unos tíos de quienes no sabía nada desde hacía cuatro años, su hermana, con quien se había disgustado hacía dos años y así fueron cayendo todos como fichas de dominó. Manuel pasa la noche sin dormir haciendo nada. Proyectos a futuro: Compro el chalé a la venta, el que da al fondo de casa. Volteo la medianera y junto los dos chalés. Contrato al mejor arquitecto y a los mejores de todos los oficios. Cuando se reciba Andrea compro una veterinaria. En el futuro tal vez tenga que comprarle una casa y tal vez tenga un hijo, otra casa, o dos hijos, entonces dos casas más. Ya todo sobra, nada falta. Se hace la mañana, salen a trabajar los tres. Enganchan la famosa máquina. Arranca el motor de arrastre. Manuel le dice a Andrés: enganchá la linga en la última pata de este macizo inerte que no colabora en nada. Qué, ahora que tenés plata te haces el Cortázar. Los tres ríen a carcajadas. La felicidad de Manuel los contagia. Manuel compra el chalé del fondo. Todos trabajan por tres meses hasta terminar las obras. Los visitan los de la inmobiliaria. Este no es el chalé que te vendimos. No se parece al de la foto en la oficina. — 27 —


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El último en terminar en la obra es Gabriel, el pintor. Es el mejor, afirma el arquitecto. Gabriel escucha música a todo volumen, habla con todos, come a cualquier hora, toma mate. Todo el mundo se distrae demasiado, eso no le gusta a Manuel. Pero el trabajo es impecable. Gabriel termina y pasa al chalé de Manuel. Siente una fuerza extraña a su lado, una imagen, una presencia, y así trabaja, no escucha más música, no habla, no toma mate, y come a las doce. Manuel presiente que algo le pasa. Una tardenoche, Gabriel termina su jornada y está por volverse a su casa. Manuel lo detiene y le pregunta: contame, Gabriel, qué pasa. Si le contara no me creería. Desde que entré a su casa me acompaña una fuerza extraña, una imagen, una presencia. No creerás en fantasmas. No es un fantasma, es algo muy bueno. Yo noto que algo o alguien te maneja, ya no sos más un pintor, sos un artista, por la perfección y la delicadeza en los trabajos. No exagere, le contesta. Muchas gracias y hasta mañana. Unos meses después, una noche golpean en la puerta de Manuel. —¿Quién es? —Don Alfredo, Manuel. Abra. —¿Qué pasa?¿No te enteraste? Otra vez salieron tus números. —¿En serio? ¡Cómo puede ser! —La plata llama a la plata. Manuel, entre millones, colgó la toalla. Regaló todo a los muchachos, más una buena tajada. Contrató dos fuertes y fornidos — 28 —


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más para ganar cualquier pulseada y sólo se dedicó a administrar los contratos, a comprar más equipamiento para que todos pongan menos las espaldas. Hoy Leonor y Andrea parten a Mar del Plata con la camioneta nueva. Manuel partirá mañana. Su hermana se ofreció gentilmente a llevarlo, porque el pintor tiene que retirar sus herramientas después de terminar de pintar los dos chalés. Ansiosas y entusiasmadas, armaron valijas y bolsos. Qué todo sobre, que nada falte. Quieren llegar de una vez. Disfrutar les pareció más importante que cualquier otra cosa, incluso que estrenar todo lo nuevo que compraron. Gabriel tarda, se hizo de noche. Entonces con Gabriel sólo hablan. Manuel le paga y le agrega una yapa que Gabriel no acepta. Manuel prepara su bolso de playa. Duerme bien toda la noche. Despierta temprano por la mañana. Se baña, se afeita, se perfuma, se envuelve en el toallón y cuando se está por peinar suena el teléfono. ¡Qué raro!, piensa Manuel, tan temprano, un sábado a la mañana. —¿Con la familia Martínez Almeida? Hubo un accidente en la ruta con dos víctimas fatales. Un familiar tendría que identificar los cuerpos en la morgue de Mar del Plata. Manuel deja caer el teléfono. Sigue mirando su bolso de playa, lo acaricia. Se peina. Va hacia el vestidor y desenfunda de una percha un traje nuevo. También toma unos zapatos nuevos junto a un pantalón, camisa, saco y corbata. Se sienta en su sillón preferido, el de espaldar alto y bien mullido. Toma su escopeta — 29 —


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de doble caño, los apoya sobre su lengua- Aprieta con los dientes, la boca. Unos días después, al pintor Gabriel le permiten retirar sus herramientas. Camina y camina toda la casa. Nota qué tan perfecta, en serio, estaba su obra. El artista paseará su arte por varias casas. Pero una frase retumbará por el resto de su vida en su cuerpo-mente-alma: Pobre. Manuel. Pobre. Manuel. Pobre... Manuel. Va al sillón de Manuel. Apoya en él su espalda, como quien descansa. La belleza y perfección de su trabajo lo impacta. Pero esa pared sangra.

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Jazmín Rodríguez Estudiante de una escuela técnica. Vive en Berazategui. NOTICIA

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ablo se levanta; después de lo de Sofía parece otra persona. Prende el televisor y se queda mirando, podrido de ver siempre lo mismo. Lo apaga. Hoy no hay nada por hacer, es domingo, tiene ganas de despejarse, así que sale a gastar plata al pedo, va para el casino, entra y se sienta en cualquier máquina, ya que no cree en eso de las cábalas. Qué boludo, gastar tiempo y plata al pedo, piensa, pero no tiene nada que perder. Mete cien pesos y ve como la máquina hace lo suyo. Y a esto que le pasa, dice. Esa máquina de morondanga no para de girar. No comprendía cómo funcionaban, pero sabía que así no era. Un grupo de personas se acerca para ver qué sucede, llega el encargado y se sorprende. Le dice a Pablo que lo acompañe a la oficina, que había ganado el millón. Pablo ríe sin creerlo pero lo sigue, al ver la plata no sabe qué hacer, sale hacia el banco, va a donarla a algún Centro de Ayuda y a comedores. Cuando llega a su casa, agarra la pistola que guardaba en un cajón “por las dudas”; va a la terraza y recuerda la noticia de hace un tiempo: “Sofía, de 14 años, sufrió una muerte violenta. Fue encontrada en un descampado con signos de violación”. Sofía era su hija. Dispara.

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Jimena Bruno 32 años. Nació en Varela. Vive en Berazategui. Actriz, profesora de Teatro. Práctica artes circenses, baila, juega al fútbol, ahora incursiona en la escritura. En sus ratos libres sale a caminar. EL MAR TODAVÍA LO ESPERA

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erminal Constitución, 5 PM. Era bien temprano y vi cómo iban llegando todos y cada uno de los pasajeros. Pensaba quien sería mi compañero o compañera de asiento. Subí al tren. No tenía compañía. Ya estaba haciendo planes de cómo me iba a acomodar para dormir. Hasta que llego Raúl, así le puse. Tenía cara de Raúl. No llevaba equipaje. Así nomás, andaba liviano a simple vista. Sólo tenía un diario viejo bajo el brazo. No alcancé a ver la fecha, pero estaba amarillento. Tenía también los dedos amarillos y un olor a cigarrillo infernal; bueno, yo lo sentía así por lo menos. Recordé el momento exacto en el que decidí no fumar más. Fue hace casi ocho años, después de levantar la cara de la sábana en una mañana paupérrima, haciendo fuerza para recordar la noche anterior, pero por el olor y por mi estado había sido intensa en alcohol y cigarrillo. Raúl estuvo todo el viaje con las piernas cruzadas, el pie colgando, del que movía rabiosamente la punta. Por suerte me tocó la ventanilla; amo mirar el paisaje, parece una película acelerada. Cada vez que lo veía estaba igual, inmutable. Un hombre más que flaco, alto y — 33 —


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con barba. Llegamos a la terminal nueva de Mar del Plata. Cinco horas después, exactamente como lo marcaba el boleto. Tenía que tomarme un micro hasta la avenida Colón al 1736, 5° D. Ahí iba a hospedarme. Me llevaba cualquier colectivo que pasara por el centro, el 522, el533, el 520. Tomamos el mismo colectivo. Él se subió y se sentó en el primer asiento, yo atrás, en el último, del lado de la ventanilla. Cuando llegamos a la avenida Colón, se paró de un salto y gritó: ¡Parada! No sé si fue un alto reflejo, o fue un susto, el tema es que me paré, igual que él. Se bajó en la plaza del carrusel, y yo me hospedaba a sólo dos cuadras de ahí. Entonces me bajé, estaba linda la noche para caminar. Tenía como un magnetismo, cuando lo vi encarar para el lado del casino no pude evitarlo, lo seguí. Cruzó por el pasto, pisó charcos de agua. No miraba para ningún lado, iba como una flecha. Siempre me gustó observar la obsesión de la gente que juega en el casino. Cómo corren de mesa en mesa. Raúl entró y era uno de esos obsesivos. Yo recorrí todo el casino, fui al baño y pedí un tostado con café con leche. Estaba en el medio de una película. Mar Del Plata es así de linda, siempre, llena de personajes de diferentes colores. Escuché un grito, me acerqué a la mesa y el tipo, podés creer, acababa de ganar. No es joda pensé, está loco y festeja cualquier cosa. No, había ganado de verdad. Un millón. Entonces, salió a la calle: no me iba a perder eso. Quería saber que era lo primero que iba a hacer. Como antes de terminar cada libro, imagine tres finales diferentes. Pero pensé: este final lo hago yo. ¿Podés creer que entró al mismo edificio? Era demasiada coincidencia. En el as— 34 —


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censor saqué el revólver y le dije: —Ganaste la ruleta, ahora sos boleta. El tipo saco un arma y dijo, resignado: —¿Cómo me encontraron? Ustedes son como la peste—. Se disparó en la sien. No llegué a decirle que era una joda, que fui su compañera de viaje, que el arma era de juguete, sólo la llevaba encima por seguridad. No sabía que hacer, fue todo muy rápido. Cuando llegaron los policías y lo revisaron, se dieron cuenta de que tenía barba y peluca postizas. Y que el diario que llevaba tenía aquella noticia sobre el hombre que había ganado un millón, el mismo día, treinta años antes.

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Liliana Rodaro Vive en Berazategui, es docente, actualmente bibliotecaria en una escuela del distrito. Le gusta escribir cuentos y poemas. EN BUSCA DE SU DESTINO

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eguramente cuando él entró a ese lugar, con unos pocos pesos, quería olvidar momentos de su vida, ese gran vacío por la gran tragedia que había ocurrido tiempo atrás. También había perdido su trabajo. Por más que insistió, no consiguió insertarse nuevamente en la sociedad, era grande. Ya no recorría fábricas ni otros lugares de trabajo. Ahora sus recorridos eran por hospitales. Sus amados hijos no tenían tiempo para él. Cuando entró a ese lugar, había luces, ruidos, gente, mucha gente. Se sentó frente a una maquina cuya pantalla decía: Aquí está su suerte, solo tiene que bajar la palanca y empezar a ganar. Lo leyó, se sonrió y dijo: probemos. Así fue el primer tiro y ganó, y así fueron los siguientes tiros. La gente empezó a rodearlo, hasta que todos creían ser sus amigos, aunque no lo conocían. Fue la última tirada y el premio máximo: un millón de pesos. Las luces de las máquinas se encendieron junto al ruido de muchas monedas, aplausos y abrazos de la gente. Luego del festejo lo llaman para darle el cheque. Cuando sale — 37 —


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toma un taxi, llega a la casa, se acuesta. Está ansioso, confundido, pero logra dormir. Al día siguiente va al banco, cobra el cheque, hace una compra en el supermercado y también compra un arma. Cuando vuelve a su casa, escribe una carta para sus hijos, toma todo el dinero, lo coloca en una caja. Era un viejo recuerdo de su madre. Ya ni piensa en recorrer hospitales. Eso que lleva adentro no le da tregua. Viene a paso lento. Él piensa que es mejor ir a su encuentro antes de que ella lo venga a buscar.

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Marcelo Mary Nació en Quilmes. Es un lector apasionado y cree que las artes en general son un buen condimento para nuestras vidas. LA MUERTE INJUSTA

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staba solo, parado en la terminal de ómnibus de Mar del Plata, sosteniendo con las manos un bolso apretado contra su cuerpo. Un hombre se le acercó, tenía cabello escaso, un par de ojos vivaces detrás de unos anteojos redondos, y se desplazaba con energía a pesar de su aspecto intelectual. Una vez a su lado, le dijo: te estuve observando y me parece que necesitás ayuda. Yo soy el Dr. Bernard, vine a acompañar a Rita, mi secretaria, que viaja a Bahía Blanca. Lo miró, esperando una respuesta. A ver, dijo, tomando el sobre con el pasaje que asomaba por el bolsillo exterior del bolso. Tenía la fecha del día y el destino era Buenos Aires. —Mirá que suerte, yo también voy para allá. Es mejor que viajes conmigo. Tengo el auto acá a la vuelta, vamos —y lo tomó suavemente del brazo. Mientras caminaban le preguntó: —¿Te parece que vas a poder viajar? Le respondió con un movimiento afirmativo. Sentía un gran alivio de que alguien se hiciera cargo de él en ese estado, necesitaba descansar para aclarar su cabeza, y el asiento de un auto le daba la protección que no tendría en un micro repleto de pa— 39 —


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sajeros. —Yo me llamo Alberto, ¿vos? —No lo sé, no lo recuerdo, no recuerdo nada. —Tranquilo, ya te vas a acordar. En el auto sacó de su maletín una pastilla, que le hizo tomar con el agua mineral que llevaba en un cesto. Le aclaró que era un tranquilizante suave: Escitalopram 10 miligramos, un antidepresivo. Le aseguró que al consumirlo no corría ningún riesgo. Cerró los ojos, apoyó la nuca, luego de un largo tiempo en el que su mente permaneció en blanco, aumentó el dolor; sintió que la cabeza le iba a estallar y aparecieron las primeras imágenes en forma caótica, sin relación, eran como fogonazos, hasta que pudo resistir y controlar su respiración. Fue con la llegada de la calma que una imagen se detuvo: era una mujer mayor, que caminaba de espaldas llevando de la mano a dos chicos. Vestía de negro. Mi abuela, Juana, mi prima Stella y yo. ¡Ernesto! ¡Ese es mi nombre!, corte, y aparecen un montón de perros, un caballo y hasta un malón de indios, corte, el escenario de una escuela donde llevaba la bandera, corte, la profesora de anatomía de tercer año, la González diciendo: ¡ay, chicos, van a terminar cargando bolsas en el puerto!, mientras repartía ceros y unos a discreción, su único trabajo era administrar la libreta de calificaciones, corte, su padre escuchando las carreras de caballos los sábados por la tarde, corte, su abuela alcohólica con una botella de Ferroquina Bisleri, “la bebida del león”, corte, su tío peronista, corte, su tío radical, corte, su tío apolítico; nadie tenía dinero pero era en su casa donde menos había; no obstante la pobreza — 40 —


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era un orgullo porque significaba honradez; la riqueza, un oprobio. Trabaja joven, sin cesar trabaja, la frente honrada de sudor se moja. Jamás ante otra frente se sonroja ni se rinde servil a quien la ultraja. Estos versos de Calixto Pompa, autor venezolano de fines de siglo XIX, eran la Biblia de su abuela. Más adelante, el profesorado le dio otras visiones de la vida (así fue reconstruyendo su historia). Ahora, a los 72 años, era un docente jubilado. ¿Por qué no se casó? ¿Por qué no tuvo hijos? Y de pronto recordó ese último chequeo rutinario que le da dos opciones, tumor benigno o tumor maligno. Todavía no tiene el resultado, pero ese fin de semana se va a Mar del Plata. Su objetivo es el casino, siempre tuvo el berretín de jugar a la ruleta pero sin restricciones y siempre las restricciones se le imponían. Tenía ahorros para tiempos difíciles; los usaría. ¿Es que realmente en su interior había un jugador empedernido? No lo creía, quería mostrarse perdiendo como había visto a tantos, algunos con una sonrisa, otros con el semblante demudado. Una vez en el casino, empezó a ganar y siguió ganando. Todos se arremolinaron a su lado, imitaban sus apuestas o envidiaban su suerte. ¡Ahora lo tenía todo claro! Ese fue el detonante del shock, el pánico, la confusión. Abrió los ojos, observó un rato el paisaje y luego se dirigió al conductor para invitarlo a comer y a tomar algo. — 41 —


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Se despidieron cordialmente frente a su domicilio. Después de acostarse y tomar un frasco entero de pastillas, ya cuando la vida lo abandonaba; vio al final del túnel a la croupier que lo observaba fijamente. Le preguntó: —¿Vos sos la muerte? Con toda la bronca le volvió a preguntar: —¿Por qué no me dejaste perder? Con un acentuado tono de desprecio, ella respondió: —Vos invertiste los valores. Perdiendo ganabas y ganando perdías. Necesitaba que perdieras…. Y todo se oscureció.

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M. Eugenia Lenardon Nació en Varela y vive en Berazategui, tiene 35 años. Se formó como diseñadora de indumentaria y en el área docente como tallerista, entrelazando diversos oficios. Se sumergió en diferentes lenguajes, entre ellos la fotografía, el grabado, la música y la escritura. TRES

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staba seguro, algo entre irracional y lúdico lo atravesaba. Esa constante impar lo obligaba a chequear el picaporte, lo hacía trastabillar entre escalones, incluso lo privaba de comer o descansar. Cómo una cinta de Moebius, esa trilogía perfecta se cerraba constantemente. Automatizado, se dejó llevar y, al fin dudando, entró, llenándose de eso agridulce que alivia. Se sintió cómodo y tenso a la vez, buscó un lugar en la mesa, miró a cada uno de los que lo rodeaban y se sentó. Enlazó cifras, sacó conclusiones e imaginó estadísticas para estancarse apostando a un par de números huérfanos que creyó que eran los correctos. La rueda giró, cerrando el círculo. Entrecerró los ojos y escuchó que era el ganador. El pecho le estallaba; sintió que moría. Eso que lo había controlado por años lo abandonó. — 43 —


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Mirta Flores Es Psicóloga, vive en Berazategui y es la mamá de Ciro, quien le da sentido a su vida. Tiene 30 años. Es de Libra. PARADOJA

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quel 22 de marzo de 1992, Ignacio se encontraba rondando las calles de Mar del Plata. Para un policía retirado no hay mucho con qué entretenerse, menos si se siente abrumado por la soledad. La vida solía arremolinarlo con frecuencia, entonces elegía aquel lugar para sofocar el temporal. Ese día había movimiento. Los autos cruzaban las avenidas bochincheras en búsqueda del permiso verde, el ruido del mar podía desprenderse de los peldaños de la Rambla y la temperatura agasajaba a los turistas de poca ropa. El movimiento de la gente lo tenía atónito, o quizás sólo la extrañeza de que no era un día cualquiera. Ignacio tomó su chaqueta color azul, revisó su bolsillo izquierdo y suspiró profundamente. Se echó a andar al compás del viento dando pasos largos e incoherentes, mientras intentaba reorganizar su pensamiento. La confusión y la opresión en su pecho eran cada vez más grandes, entrelazaba sus diminutas manos de manera convulsiva, aquietaba su oscura cabellera prisionera del vendaval. Ignacio no restaba importancia a ese día. La noche cubrió plena con su manto y las luces de del casino amigo comenzaron a invitarlo. — 45 —


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Revisó su billetera, tocó su bolsillo izquierdo, volvió a suspirar profundo y dio marcha hacia la puerta encantadora de estructura imponente. Ingresó encorvado y cabizbajo. Se dispuso a sentarse en la primera máquina tragamonedas que observó. Sin embargo, una vieja pintarrajeada le gruñó: ¡esa máquina es mía, chiquitín! Sonrojado, se movió. Caminó lentamente unos veinte pasos más, dejó su saco colgado en el respaldo, exhaló con lentitud mientras palpaba su bolsillo izquierdo y comenzó a alimentar al artefacto de colores y sonidos, así tal cual él lo procesaba. No era un día cualquiera, lo sabía en la boca de su estómago y más aún en su memoria. Logró abstraerse del bullicio y dejó caer su última moneda, sin esperanza alguna. Tomó su saco azul, revisó su bolsillo de única importancia y se dispuso a retirarse. Aún en trance, perdido en pensamientos desesperantes, caminaba casi flotando hacia la salida del casino. De repente, alguien le tira del brazo, comienza a hacerle morisquetas. Ignacio observa que mueve sus labios, deduce que algo le está diciendo y observa que otras personas detrás de él se mueven agitadamente, se toman de la cabeza, saltan y aplauden. Logra salir del trance y activa el sonido. La vieja pintarrajeada le dice: —¡Chiquitín! ¡El millón, te ganaste un millón! ¡Por qué no toqué tu hombro cuando te vi llegar, si yo sabía que ibas a ganar! Se voltea y mira la máquina que había dejado. El premio mayor de un millón de pesos parpadeaba al ritmo de un sonido agudo de campanas afónicas. Pasmado, brotan de sus ojos miles de lágrimas. Alguien lo abraza, otro lo empuja. La seguridad se — 46 —


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acerca y él echa a correr. Corre fuerte, corre lejos, tropieza de jeta al piso, se levanta y vuelve a correr. Entra al edificio en donde se hospeda y abre sus alargados ojos marrones. Enfurecido, toma de su bolsillo izquierdo una carta atesorada, la lee sin respirar y vuelve a llorar. Sirve su copa al tope de whisky y empieza a gritar. —¡Hace un año atrás, dejaba tu cuerpo en un cerco de madera! ¡Hace un año atrás, dejaba mi alma con la tuya, Leticia! ¡Y hoy la vida me regala un millón de pesos, escondida detrás del azar, para no hacerse cargo del daño que me causó, como si eso fuera a saldar la deuda más dolorosa que me dejó el destino! ¡No aguanto más la vida sin vos, mi querido amor, ya no! Vacía el vaso sin titubear, deja el saco azul al borde de la cama. La paradoja de la vida llega a su fin, el festejo millonario de un aniversario trágico, al zigzagueo de los senderos que conectan lo absurdo, como si la dicha del premio fuera a compensar la felicidad perdida tiempo atrás. No había sido un día más para él. Había llegado el momento del reencuentro con Leticia.

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Rosalía Morel Docente jubilada de educación primaria. Vive en Berazategui. Disfruta los momentos de lectura, narración oral de cuentos y poesías. Este año se sumó la escritura a esos disfrutes. CIUDAD LUMINOSA El juego es la suprema sensación para aquellos que no conocen el amor, ese otro juego en el que se apuesta el alma. Manuel Gutiérrez Nájera

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ada mañana Joaquín despierta a las seis para iniciar su jornada rutinaria. Se levanta, toma una ducha, desayuna, se viste y sale rumbo a la parada del colectivo que lo llevará hasta su trabajo en plena ciudad. Por sus cuarenta minutos de viaje recorren pensamientos que lo entretienen y lo remiten a algunos sueños. Sabe que el trabajo que desempeña no le dará grandes oportunidades para disfrutar de la vida que muchos consideran “de placeres”, sabe que este mediocre oficio solo le brinda la posibilidad de pagar el alquiler, sus cuentas y comer entre algunas otras muy pequeñas cosas. Pero a ellas se ha acostumbrado. “Soy afortunado, tengo trabajo”, se dice. Cuando llega a la oficina se muestra relajado, con buena disposición, tiene trato amable con los clientes y con sus compañe-

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ros, con quienes tiene muy poco vínculo, casi ninguno fuera del trabajo. Alguna vez logró entablar amistad con Ricardo, quien al poco tiempo fue trasladado a otra provincia por motivos personales. Vive solo en un pequeño departamento de un edificio antiguo de dos plantas. Su padre, ya mayor, está en un pequeño pueblo del interior de la provincia. Apenas puede asistirse, pero lo intenta cada día. No tiene hermanos, motivo por el que viaja cada quince días para estar con él. Su madre estuvo varios meses postrada a causa de un ACV. Ya hace diez años que falleció. Aquella tarde, de regreso a su casa y mientras esperaba el colectivo, su mirada se cruzó con la de una joven. Bajó la vista inmediatamente cuando se sintió observado, pero no pudo resistir a volver hacerlo. Los dos subieron al mismo micro. Ella se sentó en un último asiento y él parado, a unos pocos centímetros. Así pasaron dos días hasta que decidido y nervioso se acercó para hablarle. Sabía que si dudaba un segundo no se iba a atrever. —Buenas tardes —dijo Joaquín. —Buenas tardes —respondió la joven con una sonrisa. A partir de aquel saludo, preguntas y respuestas se sucedieron y la espera compartida en la parada fue el momento ideal de una fluida conversación y de muchas más en posteriores tardes. Lo había encandilado su pequeño y delgado cuerpo que denotaba fragilidad, el tono dulce de su voz, su sonrisa a flor de labios que no dejaba de aparecer ante cada palabra. La miraba y pensaba: qué fortuna haberla conocido. Nunca había tenido — 50 —


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aquella sensación. Alguien le había pintado una sonrisa permanente en su rostro, dándole nuevo brillo a sus ojos. Una tarde, ese encuentro “casual” no tuvo lugar. Justamente ese día, Joaquín había tomado la decisión de invitarla a una cita formal. Esperó durante casi una hora, pero la joven nunca apareció. Se recriminó no haberse animado a proponerle ese encuentro antes. Con profunda decepción pero también con una incontrolable esperanza de jugador no dejó de apostar a un posible milagro. Finalmente ganó la decepción. Resignado ese día tomó el colectivo y regresó a su casa. Los tres días posteriores fueron igual a aquel desencuentro. El fin de semana debía ir a ver a su papá, que lo esperaba sin que él pudiera cancelar ese viaje bajo ninguna circunstancia. Así había sido siempre desde que se había ido. Y ante esto siempre repetía: qué fortuna tenerlo vivo. Después del fin de semana en la casa paterna, Joaquín regresa a su vida cotidiana en la ciudad. No deja de pensar en aquella muchacha que conoció casualmente, con quien compartió inolvidables momentos que lo llevaron a fantasear que se prolongarían en el tiempo, hasta en una posible convivencia, y que desapareció de su vida así, como había aparecido, fugazmente. No podía dejar de sentir una profunda frustración y tristeza. Cada día esperaba encontrarla en aquel lugar, como jugándose la última carta, dejaba pasar horas al principio y minutos después, pero la fortuna no estaba de su lado. No la volvió a ver. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Por qué no volvió? Poco sabía, sólo algunos pequeños detalles de su vida. — 51 —


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Después de una semana, el día viernes es convocado por su jefe a la oficina principal. Lleno de expectativas (posible ascenso, aumento de salario) se presenta tan inmediatamente como puede. Muy respetuosamente, mostrando cierta obsecuencia, saluda al ingresar; el jefe lo invita a sentarse y tras una larga introducción le comunica que la situación de la empresa está siendo desfavorable y que se ven en la necesidad de reducir el personal. Un calor le recorre el cuerpo, su garganta se siente estrangulada por la angustia, esperando el sablazo final. Prescindiremos de sus servicios. Después de varios años, solo eso: prescindiremos de sus servicios. Un gran vacío recorre su cuerpo, sensación que apenas le permite pararse y recorrer el pasillo que lo lleva hasta su lugar de trabajo. Resignado, ese día tomó el colectivo y regresó a su casa. Sentado a una pequeña mesa que hace de escritorio cuando es necesario, apoya sus codos y hunde su rostro entre las manos. Siente un profundo deseo de gritar, de llorar, pero piensa en su padre, en la fortuna de tenerlo aún y en cuánto lo necesita. En ese momento suena el teléfono, llamada de su pueblo natal. Es Ernesto, el amigo de su padre. Comienza a transpirar, no quiere hablar, no quiere escuchar, presiente. Resignado, ese día toma un micro y viaja. Sin ningún ánimo de llegar, se baja antes en una ciudad luminosa que llama su atención, la recorre, la observa, busca refugiarse entre las luces, el ruido. Entra al casino, nunca lo había hecho. Ni siquiera sabe de qué se trata. Se acerca a la ruleta y pide que le enseñen como jugar. Un hombre de mediana edad — 52 —


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y experiencia en el juego lo ayuda a apostar y le dice: ¡ojo con la suerte del principiante!”. Apuesta lo que tiene, está muy enojado y triste. Las palabras del señor experimentado fueron premonitorias. ¡Gana! “Pero qué afortunado sos”, “la fortuna hoy te llegó”, “es una fortuna”. Eran las entusiasmadas frases que se escuchaban a su alrededor. Alejándose de aquellos saludos y gritos, Joaquín se dirige a cobrar su premio. Está confundido, no sabe qué hacer. Con el dinero en un sobre, sale del casino y camina sin rumbo. “Es una fortuna” es la frase que resuena en su cabeza. Nueva fortuna, pero… ¿hasta cuándo? piensa. Sigue un camino paralelo a las vías, se detiene. Pasa el tren.

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Silvia Jasis Profesora de matemática, ama a la literatura casi tanto como a los números. Aunque es porteña, encontró en Berazategui su lugar en el mundo. LA BESTIA

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e gustaba ver casinos en las películas; las luces, los colores y sonidos lo fascinaban. Por eso el día que cumplió 18 fue a la ruleta, con los pocos pesos que la abuela le había regalado. ¡Qué lindo se veía todo! Sin dudas era mejor que en la tele Volvió a su casa muy tarde, contentísimo. Esa noche apenas pudo dormir, se le venían a la mente una y otra vez las imágenes y el sonido incomparable de la bola girando. Cuando se despertó ya lo había decidido, él iba a ganarle a la ruleta, pero ¿cómo? Tenía que encontrar la manera. Empezó buscando cábalas. Al día siguiente fue con unas hojas de ruda adentro del zapato y nada, perdió en unos pocos minutos el dinero que había llevado. Probó de todo: usar medias rojas, bóxer amarillo y cuanto pudiera ocurrírsele. Siempre tenía un imán en el bolsillo, y donde veía bosta en la calle, ahí estaba metiendo el pie. Después de un tiempo se las sabía todas; si salía el 19, después jugaba al 29 y al 32; si salía el 36, jugaba al 11. Jamás osó poner una ficha en el 17, mucho menos en el 13. Pasó días, meses, años, buscando la fórmula mágica. Consiguió un trabajo mediocre y se fue a vivir solo. Ya en su nueva — 55 —


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casa empezó a estudiar matemática y probabilidades. La llenó de carteles y fórmulas, y cuando el papel se terminó anotó con fibrón en las paredes. Todo era desorden y mugre. Casi no dormía, apenas comía. Encontró todo tipo de fórmulas y métodos, desde D´Alembert a Fibonacci. Un día, leyendo curiosidades del juego descubrió que la suma de los números de la ruleta es 666 ¡Qué tontería! Descartó esta información por inútil.Sin embargo la idea le quedó dando vueltas. ¿Y si fuera el demonio mismo el que se hacía presente, impidiéndole ganar? Ahora sí, tenía que triunfar, no podía darse por vencido. Día tras día siguió jugando, mal dormido, mal comido, sucio, cada vez que la bola estaba por parar su corazón parecía detenerse. Algo le dijo que esta vez… Puso todo al 13, la yeta, no va más, gritó el croupier. Pasaron unos segundos que le parecieron siglos… “¡negro el 13!” ¡Justo el 13! Si lo hubiera sabido antes. Ya en su casa intentó recordar lo que siguió, y no pudo, tal era su excitación. Se encontró sentado, desnudo, sudando euforia. Lo había logrado. Así pasó una, dos, tres, diez horas, gritando, llorando a carcajadas. No había terminado de amanecer cuando el vecino escuchó un aullido, un grito agudo. La policía no tardó en llegar. Tuvieron que forzar la puerta para entrar. Lo encontraron tirado en un charco de sangre, con las venas abiertas. No había carta alguna, pero, en la pared, podía leerse algo en rojo, escrito con su propia sangre, aún caliente. Simplemente decía 1+2+3+4+… — 56 —


La Calabaza - Antología de relatos

Victoria Varino Nació en Quilmes y vive en Berazategui. Tiene 14 años, participó varios años en un coro, en talleres de artesanías y de música. AZAR

V

a caminando por la calle, llena de basura y peatones. Una bolsa de plástico de supermercado vuela levemente por entre medio de los pies de las personas, nadie se inmuta. Va a causar un accidente, pensó. Aún recordaba la alterada voz de Hugo, ultra oficialista dueño del bar, defendiendo las falacias de su presidente ojos de cielo. El noticiero de hoy anunció una nueva suba del dólar y el cierre de la Facultad de Psicología de la UBA por falta de suministro de luz. Bocinazos, estruendoso choque de autos, al parecer la bolsa del supermercado le impidió ver al conductor el camión que venía de frente. Una leve sonrisa se le pinta en el rostro. Camina las cuadras siguientes algo más animado. Llegando a su casa, casi puede apostar su cabeza a que Nicolás, su inquilino, dejó la puerta sin llave. Sin sorpresa alguna gira el picaporte y entra. Héctor es un hombre de lógica, de hechos, de certezas. La astrología, el azar, la mitología y la espiritualidad nunca le lla— 57 —


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maron la atención ni le resultaron fructíferas. Su hermano mayor es dueño de un casino, y siempre hace sus mejores esfuerzos para lavarle el cerebro y convencerlo de lo maravillosas que son las apuestas, y de que si no lo intenta es por miedoso. Héctor no se considera a sí mismo miedoso. Siempre ha sido precavido, y su hermano siempre se lo echó en cara. Hace un par de años se le ocurrió, para evitar la discusión, decir que ya había apostado algunas veces en el bar, y que no se le daba bien, que tenía mala suerte. La verdad es que no creía en la suerte, y estaba convencido de que si le daba el gusto a su hermano, iba al casino, y en una suerte de estupidez apostaba, perdería. Él lo sabía. Iba a perder. Tenía que perder, no sería admisible haber despreciado tanto algo y que, encima, ese algo le de dinero; mucho menos si estaba relacionado con su hermano. Se propone hacerse algo para comer, y cuando se acerca a la heladera siente como si le dieran una cachetada. El almanaque le indicaba que esa noche había cena familiar. Transcurre la tarde alunado por la sorpresa, y a eso de las siete se dirige rumbo a la casa de su anciana e increíblemente longeva madre, que se duerme unos quince minutos después de la comida, abandonándolo en una sobremesa poco prometedora, pero con la promesa de no abandonarlos definitivamente por unos cuantos años. No tenía dudas, esa vieja no se iba a morir hasta haberlos molestado lo suficiente. Ignorando la charla de su hermano y un tío de por ahí, los imita y se sirve una copa de vino. Puede advertir la inminente — 58 —


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discusión sobre política que va a darse entre los dos hombres, ya algo ebrios. Cuando estalla la pelea y el anciano decide irse a su casa, Héctor ya se encuentra un poco borracho e irritado, su paciencia se había esfumado dos o tres copas atrás. Como era de esperarse, y seguramente por lo que más le desagradaba la idea de la reunión, el primogénito se enroló en otro de sus discursos sobre el juego, y, para la sorpresa de ambos, el menor lo interrumpió al grito de “bueno, bueno, vamos a ese casino de mierda, pero te digo que voy a perder”. En la siguiente escena que registró su cerebro algo adormecido hubo luces y ruidos poco familiares. Se encontraba sentado en una mesa con otros cinco hombres jugando póker. Voy a perder, es al pedo, pensó. Su cerebro manejaba sus manos casi automáticamente, y sus ojos pudieron divisar a su hermano mirándolo, burlón, desde una esquina. Continuó jugando y bebiendo por un tiempo que pudo ser veinte minutos o cinco horas, no lo sabía. De pronto se encontró en el auto. Aunque él no estaba al volante, pudo escuchar una risa casi irónica. Identifica la puerta de su casa y deduce que otra vez está sin llave, aunque ve a su hermano intentando abrirla y vociferando palabras que no logra entender. Cuando le tantea los bolsillos y saca las llaves se le frunce el ceño. Despierta en el sillón con una migraña terrible, una resaca. Recuerda haber comprado ibuprofeno pero revuelve el cajón violentamente hasta cansarse. Se tira pesadamente sobre el si— 59 —


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llón otra vez, mira la pantalla en negro del televisor y atiende el teléfono que estaba sonando hacia quince segundos. —La vieja estiró la pata. Sin decir hola ni chau, su hermano le dio la noticia y colgó, con una voz más resentida que de costumbre. Héctor no podía entenderlo, para un hombre de lógica, de hechos, de certezas como él, esto no podía pasar. Se acerca a la mesa en donde guarda el whisky y ve sobre ella un telegrama. Despedido. Después de 10 años de eficiente trabajo y desempeño. Despedido. La vieja muerta antes de cumplir los 100. Nicolás cerró la puerta. Decide volver a dormir pero esta vez en su cama, una vez cambiado y sentado sobre el colchón, un sobre con una nota sobre la mesita de luz capta su atención. Termina de leer la nota, mira el sobre, respira profundo, abre el segundo cajón de la mesa de luz, saca el revólver y se da un tiro en la sien derecha. Al día siguiente la policía inspecciona el cuerpo y queda anonadada cuando encuentra la nota que, con ningún sentido para ellos, acabó con Héctor: Suertudo como vos solo, infeliz. Que disfrutes la riqueza con salud, y que no se te olvide gracias a quién es. A su lado, un sobre. Dentro del sobre, un millón de pesos.

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