Nueva Visita a Un Mundo Feliz

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Aldous Huxley

Nueva Visita A Un Mundo Feliz

Título del original en inglés: Brave New World Revisited

ÍNDICE

PREFACIO 2 I EXCESO DE POBLACIÓN 3 II CANTIDAD, CALIDAD, MORALIDAD 9 III EXCESO DE ORGANIZACIÓN 11 IV LA PROPAGANDA EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA V LA PROPAGANDA BAJO UNA DICTADURA 21 VI EL ARTE DE VENDER 26 VII LAVADO DE CEREBROS 32 VIII PERSUASIÓN QUÍMICA 37 IX PERSUASIÓN SUBCONSCIENTE 42 X HIPNOPEDIA 46 XI EDUCACIÓN PARA LA LIBERTAD 52 XII ¿QUÉ PUEDE HACERSE? 58

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PREFACIO

El alma del saber puede convertirse en el mismísimo cuerpo de la falsedad. Por elegante y memorable que sea, la brevedad jamás puede, según son las cosas, tener en cuenta todos los hechos de una situación compleja. En un tema como éste, sólo se puede ser breve por omisión y simplificación. La omisión y la simplificación nos ayudan a comprender, pero, en muchos casos, nos ayudan a comprender lo erróneo, pues nuestra comprensión puede ser únicamente de las nociones pulcramente formuladas por quien abrevia, no de la vasta y ramificada realidad de la que esas nociones han sido arbitrariamente abstraídas. Pero la vida es breve y la información inacabable: nadie tiene tiempo para todo. En la práctica, nos vemos generalmente obligados a optar entre una exposición indebidamente breve o ninguna exposición. La abreviación es un mal necesario y la misión del abreviador consiste en sacar el máximo provecho de una tarea que, si bien es intrínsecamente mala, vale más que no hacer nada. Tiene que aprender a simplificar; pero no hasta el extremo de la falsificación. Tiene que aprender a concentrarse en lo esencial de una situación, pero sin pasar por alto un número excesivo de las cuestiones accesorias que condicionan la realidad. De este modo podrá decirnos, no, desde luego, toda la verdad (pues toda la verdad sobre casi cualquier asunto importante es incompatible con lo breve), pero sí mucho más que los peligrosos cuartos de verdad o medias verdades que siempre han sido la moneda en circulación del pensamiento. El tema de la libertad y sus enemigos es enorme y lo que he escrito es indudablemente demasiado poco para hacerle plena justicia, pero, por lo menos, he abordado muchos de los aspectos del problema. Cabe que cada aspecto haya sido excesivamente simplificado en la exposición, pero estas exageradas simplificaciones sucesivas contribuyen a formar un cuadro que, según lo espero, procura cierta idea de la vastedad y complejidad del original. Quedan excluidos del cuadro (no porque carezcan de importancia, sino simplemente por conveniencia y porque los he analizado en ocasiones anteriores) los enemigos mecánicos y militares de la libertad, es decir, las armas y los artificios que tanto han fortalecido a los gobernantes del mundo frente a sus gobernados y los cada vez más ruinosamente costosos preparativos para guerras cada vez más insensatas y suicidas. Los capítulos que siguen deben ser leídos con un telón de fondo de ideas sobre el levantamiento húngaro y su represión, sobre las bombas de hidrógeno, sobre el costo de eso a lo que cada nación se refiere como "defensa", sobre esas interminables columnas de jóvenes uniformados, blancos, negros, morenos o amarillos, que marchan obedientemente hacia la fosa común.

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I EXCESO DE POBLACIÓN

En 1931, cuando fue escrito Un Mundo Feliz, yo estaba convencido de que se disponía todavía de muchísimo tiempo. La sociedad completamente organizada, el sistema científico de castas, la abolición del libre albedrío por el acondicionamiento metódico, la servidumbre hecha aceptable por dosis regulares de bienestar químicamente inducido y las ortodoxias inculcadas en cursos nocturnos de enseñanza durante el sueño eran cosas que venían, desde luego, pero no en mi tiempo, ni siquiera en el tiempo de mis nietos. No recuerdo la fecha exacta de los sucesos registrados en Un Mundo Feliz, pero era alrededor del siglo VI o VII D. F. (después de Ford). Quienes vivíamos en el segundo cuarto del siglo XX de la era de Cristo habitábamos, hay que admitirlo, un mundo horripilante, pero la pesadilla de aquellos años de depresión era radicalmente distinta de la pesadilla del futuro descrita en Un Mundo Feliz. La nuestra era una pesadilla de orden muy inferior; la de los otros, los del siglo VII D. F., era excesiva. En el proceso de pasar de un extremo al otro habría, según yo me imaginaba, un largo intervalo durante el cual el tercio más afortunado de la raza humana sacaría lo más posible de los dos mundos: el desordenado mundo del liberalismo y el excesivamente ordenado Mundo Feliz donde la perfecta eficiencia no dejaba sitio para la libertad o la iniciativa personal. Veintisiete años después, en este tercer cuarto del siglo XX de la era de Cristo y mucho antes de que termine el siglo I D. F., me siento mucho menos optimista que cuando escribía Un Mundo Feliz. Las profecías que hice en 1931 se están haciendo realidad mucho más pronto de lo que pensé. El bendito intervalo entre el orden insuficiente y la pesadilla del orden excesivo no ha comenzado ni muestra señal alguna de comenzar. En Occidente, es cierto, hombres y mujeres individuales todavía disfrutan de una considerable medida de libertad. Pero hasta en los países que tienen una tradición de gobierno democrático parece que se está desvaneciendo esa libertad y hasta el deseo de esa libertad. En el resto del mundo, la libertad de los individuos ha desaparecido ya o está desapareciendo manifiestamente. La pesadilla de la organización total, que yo situaba en el siglo VII D. F., ha surgido del inocuo y remoto futuro y nos está esperando ahí mismo, a la vuelta de la esquina. El 1984 de George Orwell fue una proyección aumentada en el futuro de un presente que contenía el stalinismo y un pasado inmediato que había presenciado el florecimiento del nazismo. Un Mundo Feliz fue escrito antes de que Hitler llegara al supremo poder en Alemania y cuando el tirano ruso no se había puesto todavía a caballo. En 1931, el terrorismo sistemático no era todavía el obsesionante hecho contemporáneo en que se convirtió en 1948 y la futura dictadura de mi mundo imaginario era mucho menos brutal que la futura dictadura tan brillantemente descrita por Orwell. En la contextura de 1948, 1984 parecía angustiosamente convincente. Pero, al fin y al cabo, los tiranos son mortales y las circunstancias cambian. Recientes acontecimientos en Rusia y recientes progresos científicos y tecnológicos han quitado al libro de Orwell parte de su horripilante verosimilitud. Una guerra nuclear, desde luego, hará tabla rasa de las predicciones de todo el mundo. Pero, si suponemos por el momento que las Grandes Potencias podrán abstenerse, sea como fuere, de destruirnos, cabe decir que las probabilidades se inclinan

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actualmente más en favor de algo parecido a Un Mundo Feliz que en favor de algo parecido a 1984. A la luz de lo que hemos aprendido recientemente acerca del comportamiento animal en general y del comportamiento humano en particular, se ha hecho manifiesto que la regulación mediante el castigo del comportamiento indeseable es menos efectiva, a la larga, que la regulación mediante el apoyo con recompensas al comportamiento deseable, y que el gobierno por el terror funciona, en su conjunto, peor que el gobierno por la manipulación no violenta del ambiente y de las ideas y los sentimientos de los individuos, hombres, mujeres y niños. El castigo pone temporalmente término a la conducta indeseable, pero no suprime permanentemente la tendencia de la víctima a incurrir en esa conducta. Además, las consecuencias psicofísicas del castigo pueden ser tan indeseables como la conducta por la que el individuo ha sido castigado. La psicoterapia ha de dedicarse en buena parte a las consecuencias debilitantes o antisociales de pasados castigos. La sociedad descrita en 1984 es una sociedad regulada casi exclusivamente por el castigo y el miedo que el castigo inspira. En el mundo imaginario de mi propia fábula, el castigo es poco frecuente y generalmente moderado. El dominio casi perfecto que ejerce el gobierno se logra por el apoyo sistemático a la conducta deseable, por muchas clases de manipulación casi no violenta, tanto físicas como psicológicas, y por la normalización genética. Las criaturas en botellas y la regulación centralizada de la reproducción no son tal vez cosas imposibles, pero es manifiesto que continuaremos siendo todavía por mucho tiempo una especie vivípara que se perpetuará al azar. A los efectos prácticos, podemos prescindir de la normalización genética. Las sociedades seguirán siendo reguladas posnatalmente: por el castigo, como en el pasado, y, en medida cada vez mayor, por los más efectivos métodos de la recompensa y la manipulación científica. En Rusia, la anticuada dictadura, estilo 1984, de Stalin ha comenzado a ceder el sitio a una forma de tiranía más moderna. En las capas superiores de la sociedad jerárquica soviética, el apoyo a la conducta deseable ha comenzado a reemplazar los más antiguos métodos de regulación mediante el castigo del comportamiento indeseable. Ingenieros, científicos, maestros y administradores obtienen excelentes remuneraciones por el buen trabajo, y soportan impuestos tan moderados que tienen un constante incentivo para hacer todavía mejor las cosas y lograr así aun más altas recompensas. En ciertas zonas, pueden pensar y obrar más o menos como quieran. Sólo los espera el castigo cuando se extravían, más allá de los límites prescritos, en el terreno de la ideología y la política. Si los estudiosos, hombres de ciencia y técnicos rusos han obtenido tan notables triunfos se debe a que se les ha concedido cierta medida de libertad profesional. Quienes viven cerca de la base de la pirámide soviética no disfrutan de ninguno de los privilegios acordados a la minoría afortunada o especialmente dotada. Tienen remuneraciones magras y pagan, en la forma de altos precios, una parte desproporcionadamente grande de los impuestos. La zona en la que pueden obrar a voluntad es muy reducida y sus gobernantes los gobiernan más por el castigo y la amenaza del castigo que por la manipulación no violenta o el apoyo con recompensas a la conducta deseable. El sistema soviético combina elementos de 1984 con elementos que son proféticos de lo que sucedía entre las castas superiores en Un Mundo Feliz. Entretanto, fuerzas impersonales sobre las que apenas tenemos dominio alguno nos están empujando a todos hacia la pesadilla del Mundo Feliz. Es un empuje impersonal que está siendo acelerado conscientemente por representantes de organizaciones comerciales y políticas que han creado cierto número de nuevas técnicas para manipular, en interés de alguna minoría, las ideas y los sentimientos de las masas. Las técnicas de la manipulación serán estudiadas en capítulos posteriores. Por el momento, fijemos nuestra atención en esas fuerzas impersonales que están haciendo el mundo tan extremadamente inseguro para la

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democracia, tan verdaderamente inhóspito para la libertad individual. ¿Qué son estas fuerzas? ¿Y por qué la pesadilla proyectada por mí en el siglo VII D. F. ha avanzado tan rápidamente en nuestra dirección? La contestación a estas preguntas debe comenzar donde tiene sus comienzos la vida de hasta la más civilizada de las sociedades: en el campo de la biología.

En el primer día de Navidad, la población de nuestro planeta era de unos doscientos cincuenta millones, es decir, menos que la mitad de la población de la China moderna. Dieciséis siglos después, cuando los Padres Peregrinos desembarcaron en Plymouth Rock, el número de humanos había subido a poco más de quinientos millones. Para cuando se firmó la Declaración de Independencia, la población mundial era ya de setecientos millones y pico. En 1931, cuando yo estaba escribiendo Un Mundo Feliz, andaba cerca de los dos mil millones. Hoy, cerca de treinta años después, hay dos mil ochocientos millones de nosotros. Y mañana ¿qué? La penicilina, el DDT y el agua limpia son artículos baratos, cuyos efectos en la salud pública no guardan proporción alguna con su costo. Hasta el más pobre de los gobiernos es lo bastante rico como para proporcionar a sus gobernados una medida importante de dominio sobre la muerte. Dominar los nacimientos es asunto muy distinto. Regular los fallecimientos es algo que puede ser procurado a todo un pueblo por unos cuantos técnicos a sueldo de un gobierno benévolo. Regular los nacimientos depende, en cambio, de la cooperación de un pueblo entero. Esta regulación debe ser practicada por incontables individuos, a los que se reclama más inteligencia y poder de voluntad de los que poseen la mayoría de los prolíficos analfabetos del mundo, y (allí donde se utilicen contraconceptivos químicos o mecánicos) un gasto de cantidades superiores a las que la mayoría de esos millones pueden destinar a tal fin. Además, no hay en parte alguna, tradiciones religiosas en favor de la muerte sin restricciones, mientras que las tradiciones religiosas y sociales en favor de la reproducción sin restricciones están muy difundidas. Por todas estas razones, la regulación de los fallecimientos se consigue muy fácilmente, mientras que la de los nacimientos se logra con suma dificultad. Consiguientemente, los promedios de mortalidad han disminuido en estos últimos años con una brusquedad impresionante. En cambio, los promedios de natalidad han permanecido en su antiguo alto nivel o, si han bajado, han bajado muy poco y muy lentamente. En consecuencia, el número de humanos está aumentando ahora más rápidamente que en cualquier otro momento de la historia de la especie. Además, los mismos incrementos anuales están aumentando. Aumentan con regularidad, conforme a las reglas del interés compuesto, y también aumentan irregularmente con cada aplicación, por parte de una sociedad técnicamente atrasada, de los principios de la Sanidad. En estos momentos, el aumento anual de la población mundial anda por los cuarenta y tres millones. Esto significa que, cada cuatro años, la humanidad aumenta su número en el equivalente de la actual población de los Estados Unidos y, cada ocho años y medio, en el equivalente de la actual población de la India. Al promedio de aumento prevaleciente entre el nacimiento de Cristo y la muerte de la reina Isabel I de Inglaterra, hicieron falta dieciséis siglos para que la población de la Tierra se duplicara. Al ritmo presente, se duplicará en menos de medio siglo. Y esta duplicación fantásticamente rápida de nuestro número se producirá en un planeta cuyas zonas más deseables y productivas están ya densamente pobladas, cuyos suelos han sido erosionados por los frenéticos esfuerzos de malos agricultores para obtener más alimentos, y cuyo capital mineral de fácil adquisición está siendo despilfarrado con la temeraria prodigalidad de un marinero borracho que se está deshaciendo de sus pagas acumuladas.

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En el Mundo Feliz de mi fábula, el problema del número de seres humanos en su relación con los recursos naturales había quedado solucionado de un modo efectivo. Se había calculado una cifra óptima para la población mundial y el número se mantenía en los alrededores de esta cifra (algo inferior a los dos mil millones, si no recuerdo mal) generación tras generación. En el mundo contemporáneo real, el problema de la población no ha sido solucionado. Por el contrario, se está agravando y haciendo más formidable con cada año que pasa. Es con este sombrío telón de fondo biológico como se están representando todos los dramas políticos, económicos, culturales y psicológicos de nuestro tiempo. A medida que avance el siglo XX y que nuevos miles de millones se añadan a los existentes (habrá más de cinco mil quinientos millones de seres humanos para cuando mi nieta cumpla los cincuenta), este telón de fondo biológico avanzará, cada vez más insistente, cada vez más amenazador, hacia el frente y el centro del escenario histórico. El problema de una población en rápido aumento en relación con los recursos naturales, la estabilidad social y el bienestar de los individuos es actualmente el problema central de la humanidad. Seguirá siendo el problema central con toda seguridad por otro siglo y tal vez por varios siglos más. Muchos suponen que el 4 de octubre de 1957 se inició una nueva era. Pero, en realidad, dentro de la contextura presente, toda nuestra exuberante charla posterior al Sputnik no viene al caso y hasta es pura insensatez. En lo que se refiere a las masas de la humanidad, los tiempos que vienen no serán la Era del Espacio; serán la Era de la Superpoblación. Podemos parodiar la letra de una vieja canción y preguntar: ¿Es que el espacio del que tanto tienes te encenderá el fogón? ¿Es que el dios del espacio se hace cargo de darle al espetón? La respuesta, sobra decirlo, es negativa. Una colonia en la Luna tal vez suponga una ventaja militar para la nación que la establezca. Pero no contribuirá en nada a que la vida sea más tolerable, durante los cincuenta años en los que nuestra actual población se duplicará, para los mal alimentados y proliferantes miles de millones de habitantes de la Tierra. Y aun en el supuesto de que, en alguna fecha futura, se haga posible la emigración a Marte, aun en el supuesto de que un número considerable cualquiera de hombres y mujeres estén tan desesperados que opten por una nueva vida en condiciones comparables a las que prevalecen en la cumbre de una montaña dos veces más alta que el Everest, ¿cuál será la diferencia? Durante los cuatro últimos siglos, fueron muy numerosas las personas que se trasladaron del Viejo Mundo al Nuevo. Sin embargo, ni su partida ni la consiguiente corriente en sentido contrario de alimentos y materias primas pudieron resolver los problemas del Viejo Mundo. Análogamente, el envío de unos cuantos humanos sobrantes a Marte (a un costo, por transporte e instalación, de varios millones de dólares por cabeza) no hará nada para resolver el problema de las crecientes presiones demográficas en nuestro planeta. No solucionado, este problema hará insolubles todos nuestros demás problemas. Peor aún: creará condiciones en las que la libertad individual y los decoros sociales del modo democrático de vida se harán imposibles, casi inimaginables. No todas las dictaduras surgen de la misma manera. Son muchos los caminos que llevan al Mundo Feliz, pero cabe que el más derecho y ancho de todos ellos sea el que estamos siguiendo hoy, el camino que lleva por números gigantescos y acelerados aumentos. Examinemos brevemente esta correlación íntima entre la demasiada gente, que se multiplica con excesiva rapidez, y la formulación de filosofías autoritarias, la aparición de sistemas totalitarios de gobierno. A medida que poblaciones grandes y crecientes presionan más duramente en los recursos disponibles, la posición económica de la sociedad sometida a esta prueba se hace más precaria. Esto reza especialmente para esas regiones atrasadas donde una repentina

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declinación del índice de mortalidad motivada por el DDT, la penicilina y el agua limpia, no ha sido acompañada por el correspondiente descenso en el índice de natalidad. En algunos lugares de Asia y en la mayor parte de América Central y del Sur, las poblaciones están aumentando tan rápidamente que se duplicarán en poco más de veinte años. Si la producción de alimentos y artículos manufacturados, de casas, escuelas y maestros, pudiera ser aumentada a un ritmo más vivo que el de la población, sería posible mejorar la triste suerte de quienes viven en esos países atrasados y demasiado poblados. Pero, por desgracia, esos países carecen, no solamente de maquinaria agrícola y de las instalaciones industriales capaces de fabricarla, sino también del capital necesario para crear tales instalaciones. El capital es lo que queda después de satisfechas las necesidades primordiales de una población. Pero las necesidades primordiales de la mayoría de los habitantes de los países atrasados nunca están plenamente satisfechas. Apenas quedan sobrantes al término de cada año y, consiguientemente, apenas hay capital disponible para crear las instalaciones industriales y agrícolas con las que podrían ser satisfechas las necesidades de la gente. Además, en todos estos países de insuficiente desarrollo hay una aguda escasez de personal preparado, de ese personal sin el que las instalaciones industriales y agrícolas no pueden funcionar. Las presentes facilidades educativas son inadecuadas; otro tanto sucede con los recursos, financieros y culturales, para mejorar las facilidades existentes con toda la rapidez que la situación exige. Entretanto, la población de algunos de estos países atrasados está aumentando a razón de un tres por ciento anual. Su trágica situación es estudiada en un libro importante, publicado en 1957 –The Next Hundred Years (Los próximos cien años) – por los profesores Harrison Brown, James Bonner y John Weir, del Instituto de Tecnología de California. ¿Cómo está haciendo frente la humanidad al problema de sus cifras en rápido aumento? No con mucha fortuna. "Los datos indican muy claramente que, en la mayoría de los países atrasados, la suerte del hombre medio ha empeorado de modo perceptible en el último medio siglo. La gente se alimenta peor. Hay menos bienes disponibles por persona. Y prácticamente todos los intentos de mejorar la situación han quedado avalados por la implacable presión del continuo aumento de la población." Allí donde la vida económica de una nación se hace precaria, el gobierno central se ve obligado a asumir responsabilidades adicionales para el bienestar general. Debe elaborar planes para arrostrar una situación crítica; debe imponer restricciones todavía mayores a las actividades de sus gobernados; y, si, como es muy probable, el empeoramiento de las condiciones económicas provoca la inquietud política, debe intervenir para preservar el orden público y su propia autoridad. Se concentra así cada vez más poder en las manos del Poder Ejecutivo y de sus administradores burocráticos. Pero la naturaleza del poder es tal que hasta aquellos que no lo han buscado, sino que han tenido necesariamente que aceptarlo, se sienten inclinados a aumentarlo más y más. "No nos dejes caer en la tentación", rezamos. Y con harta razón, porque el ser humano que es tentado demasiado seductoramente o demasiado tiempo acaba cediendo por lo general. Una Constitución democrática es un sistema destinado a impedir que los gobernantes locales cedan a esas tentaciones particularmente peligrosas que brotan cuando se concentra excesivo poder en demasiadas pocas manos. Tal Constitución funciona bien allí donde, como en Gran Bretaña y los Estados Unidos, hay un tradicional respeto por los procesos constitucionales. Allí donde la tradición republicana o de una monarquía limitada es débil, la mejor de las constituciones no impedirá que los políticos ambiciosos sucumban alegremente y con gusto a las tentaciones del poder. Y estas tentaciones no dejarán nunca de surgir en cualquier país donde el número haya comenzado a presionar fuertemente sobre los recursos disponibles. El exceso de población lleva a la inseguridad económica y a la agitación social. La inseguridad y la agitación llevan a una mayor intervención de los gobiernos

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centrales y a un aumento de su poder. A falta de una tradición constitucional, este mayor poder será probablemente ejercido al estilo de una dictadura. Es esto lo que probablemente sucedería aun en el supuesto de que el comunismo no hubiese sido inventado. Pero el comunismo ya ha sido inventado. Dado este hecho, la probabilidad de que el exceso de población lleve a través de la agitación a la dictadura se convierte en una certidumbre virtual. No se corre mucho riesgo apostando a que, dentro de veinte años, todos los países excesivamente poblados y poco desarrollados del mundo estarán bajo una u otra forma de gobierno totalitario, probablemente del Partido Comunista. ¿Cómo afectará esto a los países de Europa que, si bien excesivamente poblados, están muy industrializados y son todavía democráticos? Si las dictaduras recién formadas fueran hostiles y si la corriente normal de materias primeras de los países poco desarrollados quedara deliberadamente interrumpida, las naciones de Occidente se verían realmente en muy mala situación. Su sistema industrial se vendría abajo y su muy evolucionada tecnología, que les ha permitido hasta ahora mantener a una población mucho mayor de la que podría ser mantenida con los recursos localmente disponibles, no los protegería contra las consecuencias de tener demasiada gente en un territorio demasiado pequeño. Si esto sucediera, las enormes facultades que los gobiernos centrales se habrían visto obligados a asumir por las condiciones desfavorables podrían ser utilizadas con el espíritu de la dictadura totalitaria. Los Estados Unidos no son actualmente un país excesivamente poblado. Sin embargo, si la población actual continúa aumentando al ritmo presente (que es más vivo que el de la India, aunque, por fortuna, mucho más lento que el actual en México o Guatemala), el problema del número en relación con los recursos disponibles podría hacerse muy enfadoso para comienzos del siglo XXI. Por el momento, el exceso de población no es una amenaza directa para la libertad personal de los norteamericanos. Es, sin embargo, una amenaza indirecta, una amenaza a breve plazo. Si el exceso de población lleva a los países atrasados al totalitarismo y si estas nuevas dictaduras se alían con Rusia, la posición militar de los Estados Unidos se hará menos segura y los preparativos para la defensa y la represalia tendrán que ser intensificados. Pero la libertad, como todos sabemos, no puede florecer en un país que esté permanentemente en pie de guerra o aun en pie de casi-guerra. La crisis permanente justifica el control permanente de todos y todo por los organismos del gobierno central. Y la crisis permanente es lo que tenemos que esperar en un mundo en el que el exceso de población produzca un estado de cosas conforme al cual se haga casi inevitable la dictadura bajo el auspicio comunista.

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II CANTIDAD, CALIDAD, MORALIDAD

En el Mundo Feliz de mi fantasía, la eugenesia y la disgenesia se practicaban sistemáticamente. En una serie de botellas, los huevos biológicamente superiores, fecundados por esperma biológicamente superior, recibían el tratamiento prenatal mejor posible y quedaban finalmente decantados como Betas, Alfas y Alfas Pluses. En otra serie de botellas, mucho más nutrida, los huevos biológicamente inferiores, fecundados por esperma biológicamente inferior, eran sometidos al Tratamiento Bonanovsky (noventa y seis gemelos idénticos de cada huevo) y a operaciones prenatales con alcohol y otros venenos proteínicos. Los seres finalmente decantados aquí eran casi subhumanos, pero podían efectuar trabajos que no reclamaran pericia y, si se los acondicionaba debidamente, calmándolos con un libre y frecuente acceso al sexo opuesto, distrayéndolos constantemente con espectáculos gratuitos y fortaleciendo sus normas de buena conducta con dosis diarias de soma, cabía contar con que no darían trabajo a sus superiores. Durante esta segunda mitad del siglo XX, no hacemos nada sistemático en cuanto a nuestra procreación, pero, a nuestro modo azaroso y sin regulación no solamente estamos poblando con exceso nuestro planeta, sino que se diría que estamos asegurando que ese mayor número sea también biológicamente más pobre. En los malos tiempos de antaño, rara vez sobrevivían los niños con graves o hasta leves defectos hereditarios. Actualmente, gracias a la sanidad, la farmacología moderna y la conciencia social, la mayoría de los niños nacidos con defectos hereditarios llegan a la madurez y se multiplican. En las condiciones que actualmente prevalecen, cada avance de la medicina tenderá a ser compensado por un correspondiente avance en el índice de supervivencia de los individuos condenados por alguna insuficiencia genética. A pesar de las nuevas drogas maravillosas y de un mejor tratamiento (en realidad, a causa precisamente, en cierto sentido, de todo ello), la salud física de la población en general no mejorará y hasta puede empeorar. Y, junto a una declinación de la salud media, tal vez se produzca también una declinación en el nivel medio de la inteligencia humana. De hecho, algunas competentes autoridades están convencidas de que se ha producido ya, y continúa, una declinación de ese tipo. El doctor W. H. Sheldon escribe: "Bajo condiciones a la vez laxas y desordenadas, nuestras mejores estirpes tienden a quedar dominadas en la procreación por estirpes que son inferiores a ellas en todos los aspectos... Está de moda en algunos círculos académicos asegurar a los estudiantes que la alarma por los índices diferenciales de natalidad carece de fundamento; que estos problemas son meramente económicos, o meramente educativos, o meramente religiosos, o meramente culturales o cualquier cosa parecida. Esto es un optimismo a lo Pollyanna. La delincuencia reproductiva es biológica y básica". Y añade que "nadie sabe con certeza hasta qué punto ha declinado en este país (los Estados Unidos) el IQ medio desde 1916, fecha en que Terman intentó dar con el carácter de módulo el significado del IQ 100".*

IQ significa intelligente quotient, cociente de inteligencia. Se determina comparando la "edad mental" con la "edad cronológica". (N. del T.) *

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¿Pueden surgir espontáneamente las instituciones democráticas en un país poco desarrollado y excesivamente poblado, donde cuatro quintos de la población obtienen menos de dos mil calorías diarias y sólo un quinto disfruta de una dieta adecuada? O, si estas instituciones fueran impuestas al país desde afuera o desde arriba, ¿podrían sobrevivir? Examinemos ahora el caso de una sociedad rica, industrializada y democrática en la que, a causa de la práctica al azar, aunque efectiva, de la disgenesia, el IQ y el vigor físico están declinando. ¿Por cuánto tiempo podrá una sociedad así mantener sus tradiciones de libertad individual y gobierno democrático? Dentro de cincuenta o cien años, nuestros descendientes sabrán ya cómo contestar a esta pregunta. Entretanto, nosotros nos vemos ante un angustioso problema moral. Sabemos que los buenos fines no justifican el empleo de los malos medios. Pero ¿qué decir de esas situaciones, que ahora se producen con frecuencia, en las que los buenos medios tienen resultados finales que son malos? Por ejemplo, vamos a una isla tropical y, con la ayuda del DDT, eliminamos las fiebres palúdicas y, en dos o tres años, salvamos cientos de miles de vidas. Esto es evidentemente bueno. Pero los cientos de miles de seres humanos así salvados y los millones que engendrarán y traerán al mundo no pueden ser debidamente vestidos, alojados y educados o siquiera alimentados con los recursos de que la isla dispone. Ha sido abolida la muerte rápida por fiebres, pero la vida se ha hecho mísera a causa de la desnutrición; el atestamiento es ahora la norma y la muerte lenta por el hambre lisa y llana amenaza a un número de personas cada vez mayor. Y ¿qué decir de los organismos congénitamente insuficientes, a los que nuestra medicina y nuestros servicios sociales preservan en la actualidad, de forma que les permiten propagarse? Ayudar a los infortunados es evidentemente bueno. Pero la transmisión al por mayor a nuestros descendientes de los resultados de mutaciones desfavorables y la progresiva contaminación del fondo común genético al que tendrán que recurrir los miembros de nuestra especie son cosas malas con no menor evidencia. Estamos en los extremos de un dilema ético, y encontrar el término medio exigirá toda nuestra inteligencia y toda nuestra voluntad.

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III EXCESO DE ORGANIZACIÓN

El camino más corto y ancho a la pesadilla del Mundo Feliz pasa, como lo he señalado, por el exceso de población y el acelerado aumento en las cifras humanas: dos mil ochocientos millones hoy y cinco mil quinientos millones a fines del siglo, con la mayoría de la humanidad teniendo que optar entre la anarquía y el gobierno totalitario. Pero la creciente presión del número sobre los recursos disponibles no es la única fuerza que nos impulsa en dirección al totalitarismo. Este ciego enemigo de la libertad está aliado con fuerzas inmensamente poderosas generadas por esos mismos progresos de la tecnología que más nos enorgullecen. Cabría añadir que más nos enorgullecen con justicia, ya que estos progresos son los frutos del genio y del duro trabajo tenaz, de la lógica, la imaginación y la abnegación, es decir, de virtudes morales e intelectuales por las que sólo admiración se puede sentir. Pero las cosas son de tal modo que nadie en este mundo obtiene nada gratuitamente. Tenían que ser pagados estos avances asombrosos y admirables. De hecho, como sucede con el lavarropas del año último, los estamos pagando todavía y cada plazo es mayor que el anterior. Muchos historiadores, sociólogos y psicólogos han escrito largo y tendido y con honda preocupación acerca del precio que el hombre occidental ha tenido que pagar y tendrá que seguir pagando por el progreso tecnológico. Señalan, por ejemplo, que la democracia difícilmente puede florecer en sociedades donde el poder político y económico se concentra y centraliza progresivamente. Y he aquí que el progreso de la tecnología ha llevado y sigue llevando todavía a esa concentración y centralización del poder. A medida que la maquinaria de la producción en masa se hace más eficiente tiende a ser más compleja y más costosa y, por tanto, menos asequible para el hombre de empresa de medios limitados. Además, la producción en masa no puede funcionar sin una distribución en masa y, por otra parte, la distribución en masa plantea problemas que sólo los más grandes productores pueden resolver satisfactoriamente. En un mundo de producción en masa y distribución en masa, el Hombre Modesto, con su insuficiente capital, está en seria desventaja. En la competencia con el Hombre Poderoso, pierde su dinero y finalmente su misma existencia como productor independiente: el Hombre Poderoso se lo ha tragado. A medida que los Hombres Modestos desaparecen, un número de hombres cada vez más reducido maneja un poder económico cada vez mayor. Bajo una dictadura, la Gran Empresa, hecha posible por el avance de la tecnología y la consiguiente ruina de la Pequeña Empresa, suele ser gobernada por el Estado, es decir, por un reducido grupo de jefes de partido y los soldados, policías y funcionarios públicos que cumplen sus órdenes. Una democracia capitalista, como la de los Estados Unidos, suele ser gobernada por lo que el profesor C. Wright Mills ha llamado la Élite del Poder. Esta Élite del Poder procura directamente ocupación en sus fábricas, oficinas y comercios a varios millones de los trabajadores del país, domina a muchos millones más prestándoles dinero para la compra de lo que ella produce y, como dueña de los medios de comunicación en masa, influye en el pensar, el sentir y el obrar de virtualmente todo el mundo. Parodiando la frase de Winston Churchill, podríamos decir que nunca tantos han sido tan manipulados por tan pocos. Estamos realmente muy lejos del ideal de Jefferson de una sociedad genuinamente libre compuesta de una jerarquía de unidades autónomas: "las repúblicas elementales de

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los barrios o poblados, las repúblicas de condado, las repúblicas estatales y la República de la Unión, formando un escalonamiento de autoridades". Vemos, pues, que la tecnología moderna ha llevado a la concentración del poder económico y político y al desarrollo de una sociedad gobernada (implacablemente en los Estados totalitarios y cortés e invisiblemente en las democracias) por la Gran Empresa y el Gran Gobierno. Pero las sociedades están compuestas de individuos y son buenas únicamente en la medida en que ayudan a los individuos a realizarse conforme a sus potencialidades y a lograr una vida feliz y fecunda. ¿Qué repercusión han tenido los avances tecnológicos de los últimos años en los individuos? He aquí cómo responde a esta pregunta un filósofo psiquiatra, el doctor Erich Fromm: "Nuestra sociedad occidental contemporánea, a pesar de su progreso material, intelectual y político, ayuda cada vez menos a la salud mental y tiende a socavar la seguridad interior, la felicidad, la razón y la capacidad para el amor del individuo; tiende a convertirlo en un autómata que paga su frustración como ser humano con trastornos mentales crecientes y una desesperación que se oculta bajo un frenético afán de trabajo y supuestos placeres." Nuestros "crecientes trastornos mentales" pueden manifestarse en síntomas neuróticos. Estos síntomas son claros y causan una zozobra extrema. Pero "huyamos –dice el doctor Fromm– de definir la higiene mental como la prevención de los síntomas. Los síntomas no son como tales nuestro enemigo, sino nuestro amigo; donde hay síntomas hay conflicto y el conflicto siempre indica que las fuerzas vitales que luchan por la integración y la felicidad siguen combatiendo todavía". Donde cabe hallar a las víctimas realmente incurables de la enfermedad mental es entre quienes parecen los más normales. "Muchos de ellos son normales porque se han ajustado muy bien a nuestro modo de existencia, porque su voz humana ha sido acallada a edad tan temprana de sus vidas que ya ni siquiera luchan, padecen o tienen síntomas, en contraste con lo que al neurótico sucede." Son normales, no en lo que podría llamarse el sentido absoluto de la palabra, sino únicamente en relación con una sociedad profundamente anormal. Su perfecta adaptación a esa sociedad anormal es una medida de la enfermedad mental que padecen. Estos millones de personas anormalmente normales, que viven sin quejarse en una sociedad a la que, si fueran seres humanos cabales, no deberían estar adaptados, todavía acarician "la ilusión de la individualidad", pero de hecho han quedado en gran medida desindividualizados. Su conformidad está derivando hacia algo que se parece a la uniformidad. Pero "uniformidad y libertad son incompatibles. Uniformidad y salud mental son incompatibles también... El hombre no está hecho para ser un autómata y, si se convierte en tal, la base de la salud mental queda destruida". En el curso de la evolución, la naturaleza se ha tomado muchísimo trabajo para que todo individuo sea distinto de cualquier otro individuo. Nos reproducimos poniendo en contacto los genes del padre con los de la madre. Estos factores hereditarios pueden combinarse en un número de modos casi infinito. Física y mentalmente, cada uno de nosotros es único. Cualquier cultura que en interés de la eficiencia o en nombre de cualquier dogma político o religioso trate de uniformar al individuo humano comete un ultraje contra la naturaleza biológica del hombre. La ciencia puede ser definida como la reducción de la multiplicidad a la unidad. Trata de explicar los infinitamente diversos fenómenos de la naturaleza pasando por alto el carácter único de los acontecimientos particulares, concentrándose en lo que tienen de común y, finalmente, abstrayendo una u otra clase de "ley", en función de la cual esos acontecimientos adquieren un sentido y pueden ser efectivamente tratados. Como ejemplos: las manzanas caen del árbol y la luna se mueve a través del cielo. La gente ha estado observando estos hechos desde tiempo inmemorial. Con Gertrude Stein, estaba convencida de que una manzana es una manzana, mientras que la luna es la luna. Iba a ser

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Isaac Newton quien advirtiera lo que estos fenómenos muy disímiles tenían de común y formulara una teoría de la gravitación en función de la cual ciertos aspectos del comportamiento de las manzanas, de los cuerpos celestes y, en realidad, de todo lo demás en el universo físico podían ser explicados y tratados de acuerdo con un solo sistema de ideas. Con el mismo espíritu, el artista toma las innumerables diversidades y unicidades del mundo exterior y su propia imaginación y les procura un sentido dentro de un ordenado sistema de módulos plásticos, literarios o musicales. El deseo de imponer el orden a la confusión y de obtener armonía de la disonancia y unidad de la multiplicidad es una especie de instinto intelectual, un prurito primordial y fundamental de la mente. En las esferas de la ciencia, el arte y la filosofía, los resultados de lo que yo llamaría esta "Voluntad de Orden" son en su mayor parte benéficos. Verdad es que la Voluntad de Orden ha producido muchas síntesis prematuras basadas en pruebas insuficientes, muchos absurdos sistemas de metafísica y teología, muchas pedantes asunciones de ideas por realidades, de símbolos y abstracciones por datos de experiencia inmediata. Pero estos errores, lamentables, desde luego, no hacen mucho daño, por lo menos directamente, aunque a veces un mal sistema filosófico puede dañar indirectamente, si es utilizado como justificación de actos insensatos e inhumanos. Es en la esfera social, en el campo de la política y la economía, donde la Voluntad de Orden se hace realmente peligrosa. En este caso, la reducción teórica de una multiplicidad ingobernable a una unidad comprensible se convierte en la reducción práctica de la diversidad humana a una subhumana uniformidad, de la libertad a la servidumbre. En política, el equivalente de la aplicación completa de una teoría científica o de un sistema filosófico es una dictadura totalitaria. En economía, el equivalente de una obra de arte bellamente compuesta es la fábrica de funcionamiento perfecto en la que los trabajadores están perfectamente ajustados a las máquinas. La Voluntad de Orden puede convertir en tiranos a quienes meramente aspiran a salir de un lío. La belleza de la pulcritud suele ser utilizada como una justificación del despotismo. La organización es indispensable, pues la libertad existe y tiene sentido únicamente dentro de una comunidad autorregulada de individuos que cooperen libremente. Pero, aunque indispensable, la organización también puede ser fatal. La organización excesiva transforma a hombres y mujeres en autómatas, sofoca el espíritu creador y suprime la misma posibilidad de la libertad. Como de costumbre, la única fórmula segura es la del término medio, entre los extremos del laissez faire y de la regulación absoluta. Durante el pasado siglo, los sucesivos avances en tecnología han estado acompañados por correspondientes avances en organización. La maquinaria complicada tenía que ser hermanada con complicados arreglos sociales, destinados a un funcionamiento tan sin tropiezos y eficiente como los nuevos instrumentos de producción. Con el objeto de encajar en estas organizaciones, los individuos han tenido que desindividualizarse, renunciando a su diversidad nativa y teniendo que ajustarse a módulos uniformes; es decir, han tenido que hacer todo lo posible para convertirse en autómatas. Los deshumanizadores efectos del exceso de organización están reforzados por los deshumanizadores efectos de la población excesiva. A medida que se desarrolla, la industria atrae hacia las grandes ciudades a un número de personas siempre en aumento. Pero la vida en las grandes ciudades no es propicia para la salud mental (donde se registran los más altos índices de esquizofrenia es, según se nos dice, entre la pululante población de los barrios obreros); tampoco fomenta esa especie de libertad responsable dentro de pequeños grupos autónomos que es la condición primera de una democracia genuina. La vida urbana es anónima y, como si dijéramos, abstracta. Las personas se relacionan entre sí, no como personalidades totales, sino como encarnaciones de funciones económicas o, cuando no están trabajando, como irresponsables buscadores de diversiones. Sometidos a

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esta clase de vida, los individuos tienden a sentirse solos e insignificantes. Su existencia deja de tener sentido o significado. En términos biológicos, el hombre es moderadamente gregario, no un animal completamente social; es un ser, por ejemplo, más como el lobo o el elefante que como la abeja o la hormiga. En su forma original, las sociedades humanas no se parecían a la colmena o el hormiguero; eran meras manadas. La civilización es, entre otras cosas, el proceso por el que las primitivas manadas se transforman en una analogía, tosca y mecánica, de las comunidades orgánicas de los insectos sociales. Actualmente, las presiones del exceso de población y del cambio tecnológico están acelerando este proceso. El termitero ha llegado a ser un ideal realizable y, a los ojos de algunos, deseable. Sobra decir que es un ideal que nunca se realizará. Hay un abismo entre el insecto social y el mamífero no muy gregario y de cerebro grande; aun en el caso de que el mamífero hiciera todo lo posible para imitar al insecto, el abismo subsistiría. Por mucho que lo intenten, los hombres no pueden crear un organismo social; lo único que pueden crear es una organización. En el intento de crear un organismo, crearán únicamente un despotismo totalitario. Un Mundo Feliz presenta un cuadro imaginativo y un tanto pícaro de una sociedad en la que el intento de recrear seres humanos con un parecido a los termes ha sido llevado casi a los límites de lo posible. Que estamos siendo empujados hacia el Mundo Feliz es evidente. Pero no es menos evidente el hecho de que podemos, si así lo deseamos, negarnos a cooperar con las ciegas fuerzas que nos están empujando. Por el momento, sin embargo, el deseo de resistir no parece muy fuerte o muy difundido. Según lo ha mostrado el señor William Whyte en su notable libro The Organization Man, nuestro sistema ético tradicional, el sistema en el que lo primordial es el individuo, está siendo reemplazado por una nueva Ética Social. Las palabras clave de esta Ética Social son "ajuste", "adaptación", "conducta socialmente orientada", "pertenencia", "adquisición de aptitudes sociales", "trabajo de equipo", "vida de grupo", "lealtad de grupo", "dinámica de grupo", "ideología de grupo", "creatividad de grupo". Su supuesto básico es que el conjunto social vale más y tiene más importancia que sus partes individuales, que las diferencias biológicas natas tienen que ser sacrificadas en aras de la uniformidad cultural, que los derechos de la colectividad tienen precedencia sobre lo que el siglo XVIII llamaba los Derechos del Hombre. Según la Ética Social, Jesús estaba completamente equivocado al afirmar que el sábado estaba hecho para el hombre. Al contrario, el hombre estaba hecho para el sábado; debe sacrificar sus idiosincrasias heredadas y esforzarse por ser esa buena persona socialmente adaptable que los organizadores de la actividad del grupo consideran ideal para sus fines. Este hombre ideal es el hombre que exhibe una "conformidad dinámica" – ¡qué expresión más deliciosa!– y una intensa lealtad al grupo, un inquebrantable deseo de subordinarse, de pertenecer. Y el nombre ideal debe tener una esposa ideal, muy gregaria, infinitamente adaptable y no meramente resignada a que su marido sea leal ante todo a la Empresa, sino activamente leal por propia cuenta. "El para Dios únicamente; ella para Dios en él", como dice Milton de Adán y Eva. Y, en un importante aspecto, la esposa del hombre ideal de organización resulta mucho más menoscabada que nuestra Primera Madre. El Señor permitía a Eva y Adán que no tuvieran inhibición alguna en lo referente al "retozo juvenil". Ni apartado Adán de su bella esposa, pienso, ni Eva privada del misterio que el amor conyugal guarda en sus ritos.

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Hoy, según un colaborador de la Harvard Business Review, la esposa del hombre que trata de mantenerse a tono con el ideal propuesto por la Ética Social "no debe reclamar una parte excesiva del tiempo y del interés de su marido, porque, a causa de la exclusiva concentración de éste en su tarea, hasta su actividad sexual debe quedar relegada a un lugar secundario". El monje hace votos de pobreza, obediencia y castidad. El hombre de organización está autorizado a ser rico, pero promete obediencia ("acepta la autoridad sin resentimiento y respeta a sus superiores": Mussolini ha sempre ragione) y debe estar dispuesto, para mayor gloria de la organización que lo emplea, a abjurar inclusive del amor conyugal.∗ Vale la pena señalar que, en 1984, los miembros del Partido están obligados a ajustarse a una ética sexual de una severidad más que puritana. En Un Mundo Feliz, en cambio, se les permite ceder a sus impulsos sexuales sin estorbo ni obstáculo. La sociedad descrita en la fábula de Orwell es una sociedad permanentemente en guerra, y la finalidad de sus gobernantes es en primer lugar, desde luego, ejercer el poder por la delicia de ejercerlo y, en segundo término, mantener a los gobernados en ese estado de tensión constante que un estado de guerra constante exige a los que la libran. Con su cruzada contra la sexualidad, los jefes pueden mantener la tensión necesaria en sus seguidores y, al mismo tiempo, satisfacer sus ansias de poder de un modo sumamente grato. La sociedad descrita en Un Mundo Feliz es un Estado mundial en el que la guerra ha sido eliminada y la finalidad primera de los gobernantes es evitar a cualquier costo que los gobernados provoquen conflictos. Logran esto legalizando (entre otros métodos) cierto grado de libertad sexual (hecha posible por la abolición de la familia) que garantiza prácticamente a los ciudadanos del mundo nuevo contra cualquier forma de tensión emocional destructiva (o creadora). En 1984 se satisface el ansia de poder infligiendo daño; en Un Mundo Feliz, infligiendo un placer apenas menos humillante. La actual Ética Social, resulta evidente, es meramente una justificación en vista de las consecuencias menos deseables del exceso de organización. Representa un intento patético de hacer una virtud de la necesidad, de extraer un valor positivo de unos datos desagradables. Es un sistema de moralidad muy poco realista y, por tanto, muy peligroso. El conjunto social, cuyo valor es considerado superior al de sus partes componentes, no es un organismo en el sentido en que pueden ser considerados un organismo, una colmena o un termitero. Es meramente una organización, una pieza de maquinaria social. Sólo puede haber valor en relación con la vida y la conciencia. Una organización no es un ente consciente ni vivo. Su valor es instrumental y derivativo. No es buena en sí misma; es buena únicamente en la medida en que promueve el bien de los individuos que son partes del conjunto colectivo. Atribuir a las organizaciones precedencia sobre las personas es subordinar los fines a los medios. Lo que sucede cuando los fines son subordinados a los medios fue claramente demostrado por Hitler y Stalin. Bajo su odioso gobierno personal los fines fueron subordinados a los medios organizativos por una mezcla de violencia y propaganda, de terror sistemático y sistemática manipulación de las mentes. En las más eficientes dictaduras del mañana, habrá probablemente mucho menos violencia que bajo Hitler y Stalin. Los gobernados del futuro dictador serán militarizados de modo indoloro ∗

Bajo Mao Tse-tung, estos consejos capitalistas de perfección se han convertido en mandamientos y han sido traducidos en normas. En las nuevas Comunidades Populares, ha quedado abolido el estado conyugal. Para que no haya mutua ternura, maridos y esposas son alojados en pabellones separados y sólo pueden dormir juntos (unas breves horas, como las prostitutas y sus clientes) en alternadas noches de sábado. Página 15 de 63


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por un cuerpo de ingenieros sociales cuidadosamente adiestrado. Un entusiasta abogado de la nueva ciencia escribe: "El problema que encara la ingeniería social de nuestro tiempo es similar al problema que encaraba la ingeniería técnica de hace cincuenta años. Si la primera mitad del siglo XX fue la era de los ingenieros técnicos, la segunda mitad podría ser muy bien la era de los ingenieros sociales." Y el siglo XXI, supongo yo, será la era de los gobernadores del mundo, del sistema científico de castas y del Mundo Feliz. Se contesta a la pregunta ¿quis custodiet custodes? – ¿quién montará la guardia a nuestros guardianes, quién será el ingeniero de los ingenieros?– con una negación lisa y llana de que necesiten fiscalización alguna. Al parecer, entre ciertos doctores en filosofía que son sociólogos, existe la conmovedora creencia de que los doctores en filosofía que son sociólogos jamás serán corrompidos por el poder. Como pasaba con Sir Galahad, su fuerza es la fuerza de diez porque su corazón es puro. Y su corazón es puro porque son hombres de ciencia y han dedicado seis mil horas a los estudios sociales. Por desgracia, la educación superior no garantiza necesariamente una virtud superior o una superior sabiduría política, y a estos recelos de orden ético y psicológico deben añadirse recelos de un carácter puramente científico. ¿Podemos aceptar las teorías sobre las que los ingenieros sociales basan su práctica y en cuyo nombre justifican sus manipulaciones de los seres humanos? Por ejemplo, el profesor Elton Mayo nos dice categóricamente que "el deseo del hombre de estar asociado continuamente en el trabajo con sus semejantes es una fuerte característica humana, tal vez la más fuerte". Yo me atrevería a decir que esto es manifiestamente inexacto. Algunas personas sienten esa clase de deseo descrita por Mayo; otras, no. Es cuestión de temperamento y de constitución heredada. Cualquier organización social basada en la presunción de que el "hombre" (cualquier "hombre") desea estar continuamente asociado con sus semejantes sería para muchos individuos, hombres y mujeres, un lecho de Procusto. Sólo amputándolos o estirándolos sobre el potro podrían adaptarse a él. Por otra parte ¡qué románticamente engañadores son los líricos relatos del Medioevo con que muchos teorizantes contemporáneos de las relaciones sociales adornan sus obras! "La pertenencia a un gremio, unas tierras señoriales o una aldea protegía al hombre medieval durante toda su vida y le procuraba paz y serenidad." ¿Lo protegía de qué?, podríamos preguntar nosotros. Desde luego, no del despreocupado maltrato a manos de sus superiores. Y junto a toda esa "paz y serenidad" hubo, a través de toda la Edad Media, una enorme cantidad de frustración crónica, una infelicidad aguda y un apasionado resentimiento contra el rígido sistema jerárquico que no permitía ningún movimiento vertical por la escala social y que, para aquellos ligados a la tierra, permitía muy poco movimiento horizontal en el espacio. Las fuerzas impersonales del exceso de población y organización y los ingenieros sociales que tratan de dirigir estas fuerzas nos están empujando hacia un nuevo sistema medieval. Esta segunda edición será hecha más aceptable que la original mediante amenidades propias del Mundo Feliz, como el acondicionamiento de la infancia, la enseñanza durante el sueño y la euforia inducida por drogas. Sin embargo, para la mayoría de los hombres y mujeres, seguirá siendo una especie de servidumbre.

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IV LA PROPAGANDA DEMOCRÁTICA

EN

UNA

SOCIEDAD

Jefferson escribió: "Las doctrinas de Europa consistían en que los hombres que integran asociaciones nutridas no pueden ser mantenidos dentro de los límites del orden y la justicia, salvo por fuerzas físicas y morales que les son impuestas por autoridades independientes de la voluntad de ellos mismos... Nosotros (los fundadores de la nueva democracia norteamericana) creemos que el hombre es un animal racional, dotado por la naturaleza de derechos y con un innato sentido de la justicia, y que puede ser apartado del mal y protegido en derecho por poderes moderados confiados a personas que elija él mismo y que serán mantenidas en sus deberes por su dependencia de la voluntad de quien las ha elegido." Para los oídos posfreudianos, esta clase de lenguaje parece conmovedoramente curioso e ingenuo. Los seres humanos son mucho menos racionales e innatamente justos de lo que los optimistas del siglo XVIII suponían. En cambio, no son tan moralmente ciegos ni tan irremediablemente poco razonables como los pesimistas del XX nos lo harían creer. A pesar del Id y de lo Inconsciente, a pesar de la neurosis endémica y del predominio de un bajo IQ, la mayoría de los hombres y mujeres son probablemente lo bastante decentes y razonables para que se les confíe la dirección de sus propios destinos. Las instituciones democráticas son expedientes para conciliar el orden social con la libertad y la iniciativa individuales y para someter el poder inmediato de los gobernantes de un país al poder último de los gobernados. El hecho de que en Europa occidental y los Estados Unidos estos expedientes hayan funcionado, en su conjunto, no del todo mal es prueba suficiente de que los optimistas del siglo XVIII no estaban completamente equivocados. Si se les da la debida oportunidad, los seres humanos pueden gobernarse a sí mismos e inclusive gobernarse mejor, aunque tal vez con menos eficiencia mecánica, que como pueden ser gobernados por "autoridades independientes de su voluntad". Si se les da, repito, la debida oportunidad, porque la debida oportunidad es un prerrequisito indispensable. No se puede decir de ningún pueblo que ha tenido la debida oportunidad de hacer funcionar las instituciones democráticas si ha pasado bruscamente de un estado de sumisión bajo el gobierno de un déspota a un estado de independencia política completamente desconocido. Por otra parte, ningún pueblo en una precaria condición económica tiene la debida oportunidad de gobernarse democráticamente. El liberalismo florece en una atmósfera de prosperidad y declina a medida que la declinación de la prosperidad hace necesario que el gobierno intervenga cada vez más frecuente y radicalmente en los asuntos de sus gobernados. El exceso de población y el exceso de organización son dos condiciones que, como lo he señalado ya, privan a una sociedad de la debida oportunidad para hacer que las instituciones democráticas funcionen con eficacia. Vemos, pues, que hay ciertas condiciones históricas, económicas, demográficas y tecnológicas que hacen muy difícil que los animales racionales de Jefferson, dotados por la naturaleza de inalienables derechos y de un sentido innato de la justicia, ejerzan su razón, sostengan sus derechos y actúen justamente dentro de una sociedad democráticamente organizada. Nosotros, los de Occidente, hemos tenido muchísima suerte al haber contado con la debida oportunidad para hacer el gran experimento de gobierno democrático. Por

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desgracia, se diría que, a causa de recientes cambios en nuestras circunstancias, se nos está privando poco a poco de esta debida oportunidad infinitamente preciosa. Y esto, desde luego, no es todo. Esas ciegas fuerzas impersonales no son los únicos enemigos de la libertad individual y de las instituciones democráticas. Hay también fuerzas de otro carácter menos abstracto, fuerzas que pueden ser deliberadamente utilizadas por individuos ambiciosos de poder cuya finalidad sea establecer un dominio parcial o completo sobre sus semejantes. Hace cincuenta años, cuando yo era un chico, parecía de una evidencia completa que los malos tiempos habían terminado, que la tortura, la matanza, la esclavitud y la persecución de herejes eran cosas del pasado. Entre personas que llevaban sombreros de copa, viajaban en trenes y se bañaban todas las mañanas, horrores así parecían inimaginables. Al fin y al cabo, estábamos viviendo en el siglo XX. Unos cuantos años después, estas personas que se bañaban a diario e iban a la iglesia con sombrero de copa estaban cometiendo atrocidades en una escala no soñada por los descarriados africanos y asiáticos. Si tenemos en cuenta la historia reciente, es estúpido suponer que cosas así no pueden ocurrir de nuevo. Pueden ocurrir de nuevo y, sin duda, ocurrirán. Pero hay ciertas razones para creer que, en el futuro inmediato, los métodos punitivos de 1984 cederán el sitio a los estímulos y manipulaciones del Mundo Feliz. Hay dos clases de propaganda: la propaganda racional en favor de la acción, que está de acuerdo con el ilustrado interés propio de quienes la hacen y de aquéllos a quienes está dirigida, y la propaganda no racional, que no está de acuerdo con el interés propio de nadie, sino que está dictada, y excitada, por pasiones, ciegos impulsos e inconscientes ansias y temores. En lo que se refiere a las acciones de los individuos, hay móviles más elevados que el ilustrado interés propio, pero, cuando hay que emprender una acción colectiva en las esferas de la política y la economía, el ilustrado interés propio es probablemente el más alto de los móviles efectivos. Si los políticos y sus electores actuaran siempre para promover el interés propio a largo plazo, de ellos mismos o de su país, este mundo sería el paraíso terrenal. Según son las cosas, actúan frecuentemente contra sus propios intereses, meramente para satisfacer sus pasiones menos loables; el mundo, como consecuencia, es un lugar de calamidades. La propaganda en favor de la acción que está de acuerdo con el propio interés ilustrado apela a la razón mediante argumentos lógicos basados en las mejores probanzas disponibles, expuestas sin retaceos y con honradez. La propaganda en favor de la acción dictada por impulsos que están por debajo del propio interés ofrece pruebas falsas, amañadas o incompletas, elude el argumento lógico y trata de influir en sus víctimas mediante la mera repetición de consignas, la furiosa denuncia contra víctimas propiciatorias extranjeras o nacionales y la astuta asociación de las más bajas pasiones con los más altos ideales, de modo que las atrocidades se perpetran en nombre de Dios y la más cínica de las realpolitik se convierte en cuestión de principio religioso y de deber patriótico. Como dice John Dewey: "Un renacimiento de la fe en la naturaleza humana común, en sus posibilidades en general y en su poder de atenerse a la razón y la verdad en particular es un baluarte más seguro contra el totalitarismo que una demostración de éxito material o una acendrada devoción a tal o cual forma legal o política". El poder de atenernos a la razón y la verdad existe en todos nosotros. Pero, por desgracia, otro tanto sucede con la tendencia a atenernos a la sinrazón y la falsedad, especialmente en esos casos en que la falsedad evoca alguna emoción grata o el recurso a la sinrazón hace vibrar alguna cuerda en las primitivas y subhumanas profundidades de nuestro ser. En ciertas esferas de actividad, los hombres han aprendido a atenerse con mucha consecuencia a la razón y la verdad. Los autores de artículos científicos no apelan a las pasiones de sus colegas, los hombres de ciencia o los técnicos. Exponen lo que, según su leal saber y entender, es la verdad con relación a determinado aspecto de la realidad, utilizan la razón para explicar los hechos que han

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observado y apoyan su opinión con argumentos dirigidos a la razón de otras personas. Todo esto es muy fácil en las esferas de la ciencia física y la tecnología. Es mucho más difícil en las esferas de la política, la religión y la ética. Aquí, se nos escapan con frecuencia los hechos pertinentes. En cuanto al significado de los hechos, depende, desde luego, del particular sistema de ideas en función del cual optamos por interpretarlos. Y no son éstas las únicas dificultades que afronta quien busca racionalmente la verdad. En la vida pública y privada, sucede con frecuencia que no hay simplemente tiempo para reunir los hechos pertinentes o sopesar su importancia. Nos vemos obligados a actuar con pruebas insuficientes y a una luz mucho menos clara que la de la lógica. Con la mejor voluntad del mundo, no podemos ser siempre completamente exactos o consecuentemente veraces. Lo más que podemos hacer es ser todo lo veraces y racionales que las circunstancias nos lo permitan y responder tan bien como podamos a la limitada verdad y los imperfectos razonamientos que el prójimo presente a nuestra consideración. Jefferson dijo: "Si una nación espera ser ignorante y libre, espera algo que nunca fue ni nunca será... La gente no puede sentirse segura sin información. Donde la prensa es libre y todos pueden leer, hay seguridad." En el otro lado del Atlántico, otro fervoroso creyente en la razón pensaba, aproximadamente en la misma época, en términos casi análogos. He aquí lo que John Stuart Mill escribió de su padre, el filósofo utilitarista James Mill: "Tan completa era su confianza en la influencia de la razón sobre las mentes de la humanidad, siempre que se le permitiera llegar hasta ellas, que entendía que todo sería provecho, si toda la población pudiera leer, si se permitiera que se le expusiera de palabra o por escrito todas las opiniones y si, por medio del sufragio, tuviera la posibilidad de elegir a legisladores que llevaran a la práctica las opiniones por ella adoptadas." ¡Hay seguridad, todo sería provecho! Una vez más oímos la nota del optimismo del siglo XVIII. Jefferson, es cierto, era un realista además de un optimista. Sabía por amarga experiencia que se podía abusar vergonzosamente de la libertad de prensa. "No puede creerse actualmente nada de lo que aparece en un periódico", dijo. Y, sin embargo, insistió (y no podemos menos que estar de acuerdo con él) en que "dentro de la verdad, la prensa es una noble institución, amiga por igual de la ciencia y de la libertad civil". La comunicación en masa, en pocas palabras, no es ni buena ni mala; es simplemente una fuerza y, como toda fuerza, puede ser bien o mal utilizada. Utilizados de un modo, la prensa, la radio y el cine son indispensables para la supervivencia de la democracia. Utilizados de otro modo, figuran entre las armas más poderosas del arsenal de un dictador. En el campo de las comunicaciones en masa, como en casi todo otro campo de actividad, el progreso tecnológico ha perjudicado al Hombre Modesto y ha favorecido al Hombre Poderoso. Hace sólo cincuenta años, todo país democrático podía jactarse de un gran número de pequeños diarios y de periódicos locales. Miles de periodistas expresaban miles de opiniones independientes. En un sitio u otro, casi todo el mundo podía conseguir que le imprimieran poco menos que cualquier cosa. Actualmente, la prensa sigue siendo legalmente libre, pero los pequeños diarios casi han desaparecido. El costo de la pulpa de madera, de la moderna maquinaria de impresión y de la organización noticiosa es demasiado elevado para el Hombre Modesto. En el Este totalitario hay censura política y los medios de comunicación en masa están dominados por el Estado. En el Oeste democrático hay censura económica y los medios de comunicación en masa están dominados por los miembros de la Élite de Poder. La censura por medio de los costos crecientes y la concentración del poder de comunicación en las manos de unas cuantas empresas es menos reprensible que la propiedad del Estado y la propaganda de gobierno, pero, desde luego, no es algo que un demócrata jeffersoniano podría aprobar. En relación con la propaganda, los antiguos abogados de la instrucción universal y la prensa libre preveían únicamente dos posibilidades: la propaganda podía ser cierta o podía

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ser falsa. No previeron lo que en realidad ha sucedido, sobre todo en nuestras democracias capitalistas occidentales: el desarrollo de una vasta industria de comunicaciones en masa, interesada principalmente no en lo cierto ni en lo falso, sino en lo irreal, en lo más o menos totalmente fuera de lugar. En pocas palabras, no tuvieron en cuenta el casi infinito apetito de distracciones que tiene el hombre. En el pasado, la mayoría de las personas nunca tenía una oportunidad de satisfacer plenamente este apetito. Tal vez ansiaran distraerse, pero no había quién les procurara distracciones. La Navidad llegaba una vez al año, las fiestas eran "solemnes y raras", los lectores eran pocos y había poco que leer; lo que más se aproximaba a un cine-teatro de barrio era la iglesia parroquial, donde las representaciones, si bien frecuentes, pecaban un tanto de monótonas. Para encontrar condiciones aun remotamente comparables a las que actualmente prevalecen, tenemos que remontarnos a la Roma imperial, donde se mantenía al populacho de buen humor con frecuentes y gratuitas dosis de muchas clases de diversiones: desde obras teatrales hasta combates de gladiadores, desde declamaciones de Virgilio hasta boxeo libre, desde conciertos hasta revistas militares y ejecuciones públicas. Pero ni en la misma Roma había nada que se pareciera a la distracción ininterrumpida que proporcionan actualmente los diarios y revistas, la radio, la televisión y el cine. En Un Mundo Feliz se utilizan deliberadamente, como parte de un plan, distracciones ininterrumpidas del carácter más fascinante, con el objeto de impedir que la gente dedique una excesiva atención a las realidades de la situación social y política. El mundo de la religión es diferente del otro mundo de la diversión, pero se parecen entre sí en que manifiestamente "no son de este mundo". Los dos son distracciones y, si se vive en ellos demasiado continuamente, uno y otro pueden convertirse según la frase de Marx en el "opio del pueblo" y, por tanto, en una amenaza para la libertad. Sólo quien vigila puede mantener sus libertades y sólo quienes están constante e inteligentemente en sus puestos pueden aspirar a gobernarse efectivamente por procedimientos democráticos. Una sociedad en la que la mayoría pasa la mayor parte de su tiempo no en sus puestos, no aquí, ahora y en un futuro previsible, sino en otro sitio, en los ajenos otros mundos del deporte y de la ópera cómica, de la mitología y la fantasía metafísica, tendrá dificultades para hacer frente a las intrusiones de los dispuestos a manipularla y dominarla. En su propaganda, los dictadores de hoy confían principalmente en la repetición, la supresión y la racionalización: la repetición de las consignas que desean que sean aceptadas como verdades, la supresión de hechos que desean que sean ignorados y el fomento y racionalización de las pasiones que puedan ser utilizadas en interés del Partido o del Estado. A medida que el arte y la ciencia de la manipulación sean mejor comprendidos, los dictadores del futuro irán aprendiendo sin duda a combinar estas técnicas con las distracciones ininterrumpidas que, en el Oeste, amenazan actualmente con ahogar en un mar de cosas fuera de propósito la propaganda racional que es esencial para el mantenimiento de la libertad individual y la supervivencia de las instituciones democráticas.

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V LA PROPAGANDA BAJO UNA DICTADURA

En el proceso a que fue sometido después de la Segunda Guerra Mundial, Albert Speer, el ministro de Armamentos de Hitler, pronunció un largo discurso en el que, con notable sagacidad, describió la tiranía nazi y analizó sus métodos. "La dictadura de Hitler –dijo– difirió en un punto fundamental de todas sus predecesoras en la historia. Fue la primera dictadura del presente período de desarrollo moderno, una dictadura que hizo un uso completo de todos los medios técnicos para la dominación de su propio país. Mediante elementos como la radio y el altoparlante, ochenta millones de personas fueron privadas del pensamiento independiente. Es así como se pudo someterlas a la voluntad de un hombre... Los dictadores anteriores habían necesitado colaboradores muy calificados hasta en el más bajo de los niveles, hombres que pudieran pensar y actuar con independencia. En el período del desarrollo técnico moderno, el sistema totalitario puede prescindir de tales hombres; gracias a los modernos métodos de comunicación, es posible mecanizar las jefaturas de los grados inferiores. Como consecuencia de esto, ha surgido el nuevo tipo del recibidor de órdenes sin espíritu crítico." En el Mundo Feliz de mi fábula profética, la tecnología había avanzado mucho más allá del punto que había alcanzado en los días de Hitler; consiguientemente, los recibidores de órdenes tenían mucho menos sentido crítico que sus colegas nazis y obedecían mucho más al escogido grupo de donde las órdenes partían. Además, habían sido uniformados genéticamente y condicionados posnatalmente para que cumplieran sus funciones subordinadas, y cabía confiar, por tanto, en que se comportaran en forma casi tan previsible como se comportan las máquinas. Como veremos en un capítulo posterior, este acondicionamiento de las "jefaturas de los grados inferiores" está ya en marcha en las dictaduras comunistas. Los chinos y los rusos no se limitan a confiar en los efectos indirectos de la tecnología creciente; trabajan directamente en los organismos psicofísicos de sus dirigentes subalternos, sometiéndolos, en mentes y cuerpos, a un sistema de implacable y, desde todos los puntos de vista, muy efectivo acondicionamiento. "Muchos hombres –dijo Speer– se han sentido obsesionados por la pesadilla de que llegue un día en que las naciones puedan ser dominadas por medios técnicos. Esta pesadilla casi fue realizada en el sistema totalitario de Hitler." Casi, pero no completamente. Los nazis no tuvieron tiempo –y tal vez no tuvieron la inteligencia ni el necesario conocimiento– para lavar cerebralmente y acondicionar a sus dirigentes subalternos. Cabe que sea ésta una de las razones de su fracaso. Desde los tiempos de Hitler, el arsenal de elementos técnicos a disposición de un presunto dictador ha aumentado mucho. Además de la radio, el altoparlante, la cámara cinematográfica y la prensa rotativa, el propagandista contemporáneo puede utilizar la televisión para difundir la imagen de su cliente al mismo tiempo que su voz, y puede también registrar tanto la imagen como la voz en carretes de cinta magnética. Gracias al progreso tecnológico, el Gran Hermano puede actualmente ser casi tan ubicuo como Dios. Y no es solamente en el frente técnico donde los brazos del presunto dictador se han fortalecido. Se ha trabajado mucho desde la época de Hitler en esos campos de la psicología y la neurología aplicadas que son el dominio especial del propagandista: el doctrinante y el lavador de cerebros. En el pasado, estos especialistas en el arte de cambiar

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mentalmente a la gente eran empíricos. Con el método de ensayo y error, elaboraron cierto número de técnicas y procedimientos y los utilizaron con mucha eficacia, aunque no supieran con precisión por qué eran eficaces. Actualmente, el arte de gobernar las mentes ajenas lleva camino de convertirse en ciencia. Quienes practican esta ciencia saben lo que están haciendo y por qué lo hacen. Tienen como guías de su tarea teorías e hipótesis que han quedado sólidamente establecidas sobre macizos cimientos de pruebas experimentales. Gracias a las nuevas percepciones y a las nuevas técnicas que estas percepciones permiten, la pesadilla que "casi fue realizada en el sistema totalitario de Hitler" puede hacerse antes de mucho completamente realizable. Pero, antes de examinar estas nuevas percepciones y técnicas, echemos una mirada a la pesadilla que casi se convirtió en realidad en la Alemania nazi. ¿Cuáles fueron los métodos que utilizaron Hitler y Goebbels para "privar a ochenta millones de personas del pensamiento independiente y someterlas a la voluntad de un hombre"? Y ¿cuál fue la teoría de la naturaleza humana sobre la que se basaron estos métodos terriblemente eficaces? Estas preguntas pueden ser contestadas, en su mayor parte, con las propias palabras de Hitler. Y ¡qué palabras más claras y astutas son! Cuando escribe acerca de esas vastas abstracciones como Raza, Historia y Providencia, Hitler es estrictamente ilegible. Pero, cuando escribe acerca de las masas alemanas y de los métodos que utilizó para dominarlas y dirigirlas, su estilo cambia. La insensatez cede el sitio al buen sentido y las jactancias a una lucidez dura y cínica. En sus lucubraciones filosóficas, Hitler se limitaba a soñar despierto o a reproducir las nociones a medio cocinar de otras personas. En sus comentarios sobre las multitudes y la propaganda, escribía de cosas que conocía por una experiencia inmediata. Según las palabras de su biógrafo más capaz, el señor Alan Bullock, "Hitler fue el más grande demagogo de la historia. Quienes añaden 'sólo un demagogo' no tienen en cuenta la naturaleza del poder político en la era de la política de masas. Como él mismo dijo, 'ser un jefe significa ser capaz de mover a las masas'". La finalidad de Hitler era en primer lugar mover a las masas y, luego, una vez apartadas las masas de sus fidelidades y su moral tradicionales, imponerles (con el hipnotizado consentimiento de la mayoría) un nuevo orden autoritario de propia creación personal. Hermann Rauschning escribió en 1939: "Hitler tenía un profundo respeto por la Iglesia Católica y la orden de los jesuitas; no a causa de su doctrina cristiana, sino a causa de la 'maquinaria' que habían elaborado y dirigían, de su sistema jerárquico, de sus tácticas en extremo inteligentes, de su conocimiento de la naturaleza humana y de su sabio empleo de las debilidades humanas para gobernar a los creyentes". Clericalismo sin cristianismo, la disciplina de una orden monástica, no en aras de Dios o para el logro de la salvación personal, sino en aras del Estado y para la gloria y el poder del demagogo convertido en Jefe: tal fue la meta adonde debía dirigirse el sistemático desplazamiento de las masas. Veamos qué pensaba Hitler de las masas que movía y cómo lograba moverlas. El primer principio del que partía era un juicio de valoración: las masas son merecedoras de un desprecio absoluto. Son incapaces de todo pensamiento abstracto y se desinteresan de cuanto esté fuera del círculo de su experiencia inmediata. Su comportamiento está determinado, no por el conocimiento y la razón, sino por los sentimientos e impulsos inconscientes. Es en estos impulsos y sentimientos donde "están las raíces de sus actitudes, positivas o negativas". Para triunfar, un propagandista debe aprender el manipuleo de estos instintos y emociones. "La fuerza impulsora que ha provocado las más tremendas revoluciones en el mundo nunca ha sido un cuerpo de doctrina científica que haya conquistado a las masas, sino, invariablemente, una devoción que las ha inspirado y, con frecuencia, una especie de histeria que las ha arrastrado a la acción. Quien desee conquistar a las masas debe saber dónde está la llave que ha de abrir la puerta de sus corazones." En la jerga posfreudiana, la puerta de su inconsciente.

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Hitler atrajo especialmente a aquellos miembros de las capas inferiores de la clase media que habían sido arruinados por la inflación de 1923, y arruinados por segunda vez por la depresión de 1929 y de los años siguientes. Las "masas" de las que Hitler habla son esos millones de seres perplejos, frustrados y crónicamente angustiados. Para hacerlos más masa todavía, más homogéneamente subhumanos, los reunía, por miles y decenas de miles, en vastos locales y estadios, donde el individuo podía perder su identidad personal y hasta su humanidad elemental y quedar fusionado con la multitud. Un hombre o una mujer establecen contacto directo con la sociedad de dos modos: como miembro de algún grupo familiar, profesional o religioso, o como miembro de una multitud. Los grupos pueden ser tan morales e inteligentes como los individuos que los forman; una multitud es caótica, no tiene propósitos propios y es capaz de cualquier cosa, salvo de acción inteligente y de sentido realista. Reunidas en una multitud, las personas pierden su poder de razonamiento y su capacidad de opción moral. Se hacen más sugestionables, hasta el punto de que dejan de pensar o querer por propia cuenta. Se excitan muchísimo, pierden todo sentido de la responsabilidad individual o colectiva y suelen tener repentinos accesos de rabia, entusiasmo y pánico. En pocas palabras, un hombre en una multitud se comporta como si hubiese ingerido una fuerte dosis de algún poderoso tóxico. Es víctima de lo que yo he denominado "envenenamiento de rebaño". Como el alcohol, el veneno de rebaño es una droga activa, extravertida. El individuo con embriaguez de multitud escapa de la responsabilidad, la inteligencia y la moral y entra en una especie de irracional animalidad frenética. Durante su larga carrera de agitador, Hitler había estudiado los efectos del veneno de rebaño y aprendido cómo explotarlos para sus propios fines. Había descubierto que el orador puede apelar a esas "fuerzas ocultas" que motivan los actos de los hombres con mucha más eficacia que el escritor. Leer es una actividad privada, no colectiva. El escritor habla únicamente a individuos, instalados a solas, en un estado de sobriedad normal. El orador habla a masas de individuos, ya muy afectados por el veneno de rebaño. Son gente a la merced del orador y, si éste conoce su oficio, puede hacer con ellos lo que quiera. Como orador, Hitler conocía su oficio maravillosamente bien. Podía, según sus propias palabras, "dejarse guiar por la gran masa de tal modo que la emoción viva de sus oyentes le sugería la palabra apta que necesitaba, palabra que a su vez iba directamente al corazón del auditorio". Otto Strasser llamó a Hitler "un altoparlante que proclamaba los deseos más secretos, los instintos menos admisibles, los padecimientos y revueltas personales de toda una nación". Veinte años antes de que Madison Avenue se lanzara a la "investigación de las motivaciones", a la llamada Motivational Research, Hitler estaba ya explorando y explotando sistemáticamente los miedos y esperanzas secretos, las aspiraciones, las angustias y las frustraciones de las masas alemanas. Es manipulando "fuerzas ocultas" como los peritos en publicidad nos inducen a comprar sus mercancías: una pasta de dientes, una marca de cigarrillos, un candidato político. Y fue acudiendo a las mismas fuerzas ocultas –y a otras demasiado peligrosas para que la Madison Avenue recurriera a ellas– como Hitler indujo a las masas alemanas a que se compraran un Führer, una insana filosofía y la Segunda Guerra Mundial. En contraste con las masas, los intelectuales tienen afición a la racionalidad e interés por los hechos. Su hábito mental crítico los hace resistentes a la clase de propaganda que funciona tan bien sobre la mayoría. Entre las masas, "el instinto es supremo y del instinto surge la fe... Mientras la sana gente común estrecha instintivamente sus filas para formar la comunidad de un pueblo (bajo un Jefe, sobra decirlo), los intelectuales van de un lado a otro, como gallinas en un gallinero. Con ellos no se puede hacer historia; no pueden ser utilizados como elementos componentes de una comunidad". Los intelectuales son esa clase de gente que reclama pruebas y se escandaliza con las incoherencias y falacias

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lógicas. Ven en la simplificación excesiva el pecado original de la inteligencia y no saben qué hacer con los lemas, los asertos no calificados y las generalizaciones radicales que son la mercadería del propagandista. Hitler escribió: "Toda propaganda efectiva debe limitarse a unas cuantas necesidades desnudas y expresarse luego en unas cuantas fórmulas estereotipadas." Estas fórmulas estereotipadas deben ser repetidas constantemente, porque "sólo la repetición constante logrará finalmente grabar una idea en la memoria de una multitud". La filosofía nos enseña a sentir incertidumbre ante las cosas que nos parecen evidentes. La propaganda, en cambio, nos enseña a aceptar como evidentes cosas sobre las cuales sería razonable suspender nuestro juicio o sentir dudas. La finalidad del demagogo es crear la cohesión social bajo su propia jefatura. Pero, como Bertrand Russell ha señalado, "los sistemas dogmáticos sin cimientos empíricos, como el escolasticismo, el marxismo y el fascismo, tienen la ventaja de producir una considerable cohesión social entre sus discípulos". El propagandista demagógico debe, por tanto, ser consecuentemente dogmático. Todas sus declaraciones deben hacerse sin calificación alguna. No hay grises en su cuadro del mundo; todo es diabólicamente negro o celestialmente blanco. Como dijo Hitler, el propagandista debe adoptar "una actitud sistemáticamente unilateral frente a cualquier problema que aborde". Nunca debe admitir que tal vez esté equivocado o que las personas con una opinión distinta tal vez tengan parcialmente razón. No se debe discutir con los adversarios; hay que atacarlos, callarlos a gritos o, si molestan demasiado, liquidarlos. El intelectual, moralmente remilgado, tal vez se escandalice de una cosa así. Pero las masas siempre están convencidas de que "el derecho está de parte del agresor activo". Tal era, pues, la opinión que tenía Hitler de la humanidad como masa. Era una opinión muy baja. ¿Era también una opinión inexacta? El árbol suele ser conocido por sus frutos y una teoría de la naturaleza humana que inspiró técnicas que demostraron tan horriblemente su eficacia debe contener por lo menos un elemento de verdad. La virtud y la inteligencia pertenecen a los seres humanos como individuos que se asocian libremente con otros individuos en pequeños grupos. Otro tanto sucede con el pecado y la estupidez. Pero la necedad subhumana a la que el demagogo recurre y la imbecilidad moral en la que confía cuando aguijonea a sus víctimas para que entren en acción son características, no de los hombres y mujeres como individuos, sino de los hombres y mujeres en masas. La necedad y el idiotismo moral no son atributos característicamente humanos: son síntomas del envenenamiento de rebaño. En todas las religiones superiores del mundo, la salvación y la iluminación son para los individuos. El reino de los cielos está dentro del espíritu de una persona, no dentro del espíritu colectivo de una multitud. Cristo prometió estar presente allí donde dos o tres se congregaran. No dijo nunca que estaría presente donde miles se estuvieran intoxicando mutuamente con el veneno de rebaño. Bajo los nazis, muchedumbres enormes se veían obligadas a pasar una enorme cantidad de tiempo, marchando en apretadas filas, del punto A al punto B y de nuevo al punto A. Hermann Rauschning añade: "Esta manera de mantener a toda una población en marcha pareció un insensato derroche de tiempo y energía. Sólo mucho después se reveló en ella una sutil intención basada en una bien calculada adaptación de medios a fines. La marcha evita que los hombres piensen. La marcha mata al pensamiento. La marcha pone término a la individualidad. La marcha es el indispensable toque mágico que acostumbra a la gente a una actividad mecánica y casi ritual, a una actividad que acaba convirtiéndose en una segunda naturaleza." Desde su punto de vista y en el nivel en que decidió hacer su espantoso trabajo, Hitler acertó perfectamente en su estimación de la naturaleza humana. Para quienes ven en los hombres y mujeres individuos, más que miembros de una multitud o de colectividades uniformadas, estuvo odiosamente equivocado. ¿Cómo podemos preservar la integridad del

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individuo humano y reafirmar su valor en la época de un exceso de población y un exceso de organización que se están acelerando, y de unos medios de comunicación en masa cada vez más eficientes? Es una pregunta que cabe hacer todavía y que tal vez pueda ser efectivamente contestada. Transcurrida otra generación, tal vez será demasiado tarde para contestarla y tal vez imposible, en el sofocante clima colectivo de ese tiempo futuro, hasta simplemente formularla.

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VI EL ARTE DE VENDER

La supervivencia de la democracia depende de la capacidad de un gran número de personas para optar con sentido realista a la luz de la información adecuada. Una dictadura, en cambio, se mantiene censurando o deformando los hechos y apelando no a la razón, no al ilustrado interés personal, sino a la pasión y el prejuicio, a las poderosas "fuerzas ocultas", según Hitler las llamaba, que se hallan presentes en las inconscientes profundidades de todas las mentes humanas. En el Oeste, se proclaman los principios democráticos y muchos publicistas capaces y concienzudos hacen cuanto pueden para procurar a los electores una información adecuada e inducirlos, con argumentos racionales, a una opción realista que tenga en cuenta esa información. Todo esto es para bien. Pero, por desgracia, la propaganda en las democracias occidentales, sobre todo en los Estados Unidos, tiene dos caras y una personalidad dividida. A cargo del departamento editorial se halla frecuentemente un democrático doctor Jekyll, un propagandista que se sentiría muy feliz de demostrar que John Dewey había estado en lo cierto respecto a la capacidad de la naturaleza humana para atenerse a la verdad y la razón. Pero este dignísimo hombre gobierna sólo una parte del mecanismo de la comunicación en masa. A cargo de la publicidad vemos al antidemocrático, por antirracional, señor Hyde o, mejor dicho, doctor Hyde, pues Hyde es actualmente doctor en psicología y tiene también un título universitario en ciencias sociales. Este doctor Hyde se sentiría realmente muy desdichado si todo el mundo viviera conforme a la fe que John Dewey tenía en la naturaleza humana. La verdad y la razón son asuntos de Jekyll, no de Hyde. Pues este Hyde es un analista de motivaciones, un Motivation Analyst, y su misión es estudiar las debilidades y flaquezas humanas, investigar esos deseos y miedos inconscientes que determinan parte tan importante del pensar consciente y el obrar abierto de los hombres. Y hace esto, no con el espíritu del moralista que trata de hacer mejor a la gente, o del médico que desearía mejorar la salud del paciente, sino simplemente con objeto de abusar de la ignorancia de los demás y explotar su falta de racionalidad en beneficio de quienes lo han contratado. Cabe, sin embargo, que se alegue que, al fin y al cabo, "el capitalismo ha muerto y el consumidorismo es rey" y que el consumidorismo exige los servicios de vendedores expertos, muy entendidos en todas las artes (incluidas las más insidiosas) de la persuasión. Bajo un sistema de libre empresa, la propaganda comercial por todos y cada uno de los medios es absolutamente indispensable. Pero lo indispensable no es necesariamente deseable. Lo que es demostrablemente bueno en la esfera de la economía puede distar de ser bueno para los hombres y mujeres como electores o hasta simplemente como seres humanos. Una generación anterior y más moralista se escandalizaría muchísimo ante el suave cinismo de los analistas de motivaciones. Actualmente, leemos un libro como The Hidden Persuaders∗, de Vance Packard, y nos divierte en mayor medida que nos horripila, nos deja más resignados que indignados. Supuesto Freud, supuesto el behaviorismo, supuesta la crónicamente desesperada necesidad de un consumo en masa que tiene el productor en masa, todo esto es ∗

Versión castellana: Las formas ocultas de la propaganda. Editada por la Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1959. Página 26 de 63


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lo que cabía esperar. Pero permítasenos que preguntemos: ¿qué es lo que cabe esperar en el futuro? ¿Las actividades de Hyde son compatibles a la larga con las de Jekyll? ¿Puede tener éxito una campaña en favor de la racionalidad cuando choca con otra todavía más vigorosa en favor de la irracionalidad? Son preguntas que por el momento no trataré de contestar, pero que dejaré colgando, por decirlo así, sobre nuestro estudio de los métodos de persuasión en masa en una sociedad democrática tecnológicamente avanzada. La tarea del propagandista comercial en una democracia es en ciertos aspectos más fácil y en ciertos otros aspectos más difícil que la de un propagandista político empleado por un dictador establecido o un dictador en cierne. Es más fácil por cuanto casi todo el mundo parte de un prejuicio en favor de la cerveza, los cigarrillos y las heladeras, mientras que casi nadie parte de un prejuicio en favor de los tiranos. Es más difícil por cuanto el propagandista comercial no está autorizado por las reglas de su juego particular a apelar a los instintos más salvajes de su público. El anunciante de productos lácteos desearía mucho decir a sus lectores y oyentes que todas las molestias se deben a las maquinaciones de una banda de impíos fabricantes internacionales de margarina y que el deber patriótico de todos es salir a la calle y quemar las fábricas de los opresores. Las cosas así están, ay, prohibidas, y el anunciante tiene que contentarse con un planteamiento más moderado. Pero el planteamiento moderado es menos excitante que el planteamiento basado en la violencia verbal o física. A la larga, la ira y el odio son emociones que se derrotan a sí mismas. En lo inmediato, sin embargo, proporcionan altos dividendos en la forma de satisfacción psicológica y hasta fisiológica (pues liberan grandes cantidades de adrenalina y noradrenalina). La gente puede tener al principio un prejuicio inicial contra los tiranos, pero, cuando los tiranos o aspirantes a tiranos le dedican una propaganda liberadora de adrenalina sobre la perfidia del enemigo –especialmente de un enemigo lo bastante débil para que pueda ser perseguido–, muchos se inclinan a seguir con entusiasmo a quien así se expresa. En sus discursos, Hitler repetía insistentemente palabras como "odio", "fuerza", "implacable", "aplastamiento", "aniquilación", y acompañaba estas violentas palabras con ademanes todavía más violentos. Gritaba, daba alaridos, sus venas se hinchaban, su rostro se ponía violáceo. Una emoción violenta (como lo saben todos los actores y dramaturgos) es contagiosa en sumo grado. Envenenado por el maligno frenesí del orador, el auditorio bramaba, sollozaba y gritaba en una orgía de pasión sin inhibiciones. Y estas orgías eran tan gratas que la mayoría de quienes las habían experimentado volvían afanosamente en busca de más. Casi todos desean la paz y la libertad, pero son muy pocos los que tienen gran entusiasmo por las ideas, sentimientos y actos que hacen factibles esos ideales. Inversamente, casi nadie quiere la guerra o la tiranía, pero son muchos los que hallan un placer intenso en las ideas, sentimientos y actos que llevan a esas calamidades. Son ideas, sentimientos y actos demasiado peligrosos para ser explotados comercialmente. El anunciante acepta esta desventaja y hace cuanto puede con las emociones menos intoxicantes, con las formas más tranquilas de la irracionalidad. La propaganda racional efectiva sólo es posible cuando hay una clara comprensión, por parte de todos los interesados, de la naturaleza de los símbolos y de sus relaciones con las cosas y los hechos simbolizados. La propaganda irracional depende para su eficacia de que haya una incomprensión general de la naturaleza de los símbolos. La gente sencilla tiende a igualar el símbolo con lo que el símbolo representa, a atribuir a las cosas y los hechos algunas de las cualidades que se expresan en las palabras con que el propagandista ha optado, para sus propios fines, por hablar de ellos. Examinemos un ejemplo sencillo. La mayoría de los cosméticos están hechos con lanolina, que es una mezcla de grasa lanar purificada y agua que se bate hasta transformarla en emulsión. Esta emulsión tiene muchas propiedades valiosas: penetra en la piel, no se hace rancia, es levemente antiséptica, etc. Pero los propagandistas comerciales no hablan de las genuinas virtudes de la emulsión. Le

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dan un nombre pintorescamente voluptuoso, hablan mentirosamente y poniendo los ojos en blanco de la belleza femenina y presentan imágenes de suntuosas rubias que nutren sus tejidos con alimento para la piel. Uno de estos propagandistas ha escrito: "Los fabricantes de cosméticos no venden lanolina; venden esperanza". Por esta esperanza, por esta deducción fraudulenta de una promesa de que serán transfiguradas, las mujeres pagarán diez y hasta veinte veces el valor de la emulsión que los propagandistas han relacionado tan hábilmente, por medio de símbolos engañadores, con un deseo femenino profundamente arraigado y casi universal: el deseo de ser más atractiva para los miembros del sexo opuesto. Los principios en que se funda esta clase de propaganda son en extremo simples. Hállase algún deseo corriente, algún difundido temor o ansiedad inconsciente; imagínese algún modo de relacionar este deseo o miedo con el producto que se quiere vender; constrúyase un puente de símbolos verbales o pictóricos por el que el cliente pueda pasar del hecho a un sueño compensatorio y del sueño a la ilusión de que nuestro producto, una vez adquirido, convertirá el sueño en realidad. "Ya no compramos naranjas; compramos vitalidad. Ya no compramos simplemente un coche; compramos prestigio." Y así con las demás cosas. Con la pasta dentífrica, por ejemplo, compramos no un mero purificador o antiséptico, sino la liberación del temor de ser sexualmente repulsivos. Con el vodka y el whisky, no compramos un veneno protoplásmico que, en pequeñas dosis, puede deprimir el sistema nervioso de un modo psicológicamente valioso; compramos amistad, camaradería, la cordialidad de Dingley Dell y el esplendor de la Mermaid Tavern. Con nuestros laxantes, compramos la salud de un dios griego y el hechizo de una de las ninfas de Diana. Con el "libro del mes", adquirimos cultura, la envidia de nuestros vecinos menos cultos y el respeto de los más refinados. En cada caso, el analista de motivaciones ha encontrado algún deseo o miedo profundamente arraigado cuya energía puede ser utilizada para inducir al consumidor a desprenderse de dinero y a hacer girar así, de modo indirecto, las ruedas de la industria. Guardada en las mentes y los cuerpos de innumerables individuos, esta energía potencial suele ser liberada y transmitida por una serie de símbolos cuidadosamente ordenados para que se eluda la racionalidad y quede obscurecido el verdadero asunto. En ocasiones, los símbolos surten su efecto haciéndose impresionantes en forma desproporcionada, siendo obsesionantes y fascinadores por propio derecho. De esta clase son los ritos y pompas de la religión. Estas "bellezas de la santidad" fortalecen la fe allí donde ya existe y, allí donde no hay fe, contribuyen a la conversión. Como apelan únicamente al sentido estético no garantizan la verdad ni el valor moral de las doctrinas con las que, de modo completamente arbitrario, quedan asociadas. En cuanto a realidad histórica, las bellezas de la santidad han sido frecuentemente igualadas y hasta realmente superadas por las bellezas de la impiedad. Bajo Hitler, por ejemplo, las concentraciones anuales de Nuremberg eran obras maestras de ritual y arte teatral. Sir Neville Henderson, el embajador británico ante la Alemania de Hitler, escribe: "Yo había pasado seis años en San Petersburgo antes de la guerra, en los mejores días del ballet ruso, pero, como belleza grandiosa, yo nunca he visto un ballet comparable a la concentración de Nuremberg." Se piensa en Keats: "Belleza es verdad, y verdad, belleza". La identidad sólo existe, ay, en algún nivel último, supraterrenal. En las esferas de la política y la teología, la belleza es perfectamente compatible con la insensatez y la tiranía. Lo que es una gran suerte, pues si la belleza fuera incompatible con la insensatez y la tiranía, habría muy poco arte en el mundo. Las obras maestras de la pintura, la escultura y la arquitectura han sido productos de la propaganda religiosa o política, se han hecho a la mayor gloria de un dios, un gobierno o un sacerdocio. Y la mayoría de los reyes y sacerdotes han sido despóticos y todas las religiones han estado plagadas de supersticiones. El genio ha sido el servidor de la tiranía y el arte ha anunciado los méritos del culto local. Al transcurrir, el tiempo separa

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el buen arte de la mala metafísica. ¿Seremos capaces de hacer esta separación, no después de los sucesos, sino mientras estén ocurriendo? De eso se trata. En la propaganda comercial, el principio del símbolo fascinador en forma desproporcionada se comprende claramente. Todo propagandista tiene su Departamento de Arte y hace constantes intentos de embellecer las carteleras con carteles impresionantes y las páginas de anuncios de las revistas con dibujos y fotografías que atraigan. No son obras maestras, pues las obras maestras atraen únicamente a un público reducido y el propagandista comercial trata de cautivar a la mayoría. Para él, el ideal es una excelencia moderada. Se espera que aquellos a quienes agrada este arte no demasiado bueno, pero lo bastante llamativo, se sientan también atraídos por los productos con los que ha sido asociado y a los que simbólicamente representa. Otro símbolo desproporcionadamente fascinador es el Canto Comercial. El Canto Comercial es un invento reciente, pero el Canto Teológico y el Canto Piadoso –el himno y el salmo– son tan viejos como la misma religión. El Canto Militar, o sea la marcha militar, es coetáneo de la guerra, y el Canto Patriótico, precursor de nuestros himnos nacionales, fue indudablemente utilizado para promover la solidaridad de grupo, para recalcar la distinción entre "nosotros" y "ellos", por las bandas ambulantes de cazadores y recogedores de alimentos del paleolítico. Para la mayoría de las personas, la música es intrínsecamente atractiva. Además, las melodías tienden a grabarse en la mente del oyente. Una tonada puede acudir a la memoria durante toda una vida. He aquí, por ejemplo, una declaración o juicio de valoración de muy poco interés. Puestas así las cosas, nadie les dará importancia. Pero póngase una letra a una tonada pegajosa y de fácil recordación. Inmediatamente, esa letra se convierte en palabras de poder. Además, las palabras tienden a repetirse automáticamente cada vez que esa melodía sea oída o espontáneamente recordada. Orfeo ha establecido una alianza con Pavlov: el poder del sonido con el reflejo condicionado. Para el propagandista comercial, lo mismo que para sus colegas en los campos de la política y la religión, la música posee todavía otra ventaja. Cualquier disparate que sería vergonzoso que un ser razonable escribiera, dijera o escuchara, puede ser cantado u oído por ese mismo ser razonable con placer y hasta con una especie de convicción intelectual. ¿Aprenderemos a separar el placer de cantar o de escuchar una canción de esa tan humana tendencia a creer en la propaganda que la canción formula? De esto también se trata. Gracias a la instrucción obligatoria y la prensa rotativa, el propagandista ha podido, desde hace muchos años, transmitir sus mensajes virtualmente a todos los adultos de cada país civilizado. Actualmente, gracias a la radio y la televisión, está en la feliz posición de poder comunicarse hasta con los adultos analfabetos y los niños que no han aprendido todavía a leer. Los niños, como cabía suponerlo, son muy impresionables para la propaganda. Nada saben del mundo y de sus modos y, como consecuencia, nada recelan. Sus facultades críticas no se han desarrollado. Los de menos edad no han llegado a la edad de la razón y los de más edad carecen de la experiencia sobre la que puede trabajar con eficacia su racionalidad recién adquirida. En Europa, se llamaba en broma a los reclutas "carne de cañón". Sus hermanitos y hermanitas se han convertido ahora en carne de radio y carne de televisión. En mi infancia, se nos enseñaba a cantar cadencias infantiles y, en los hogares muy piadosos, himnos. Hoy, los pequeños farfullan cantos comerciales. ¿Qué es mejor: "¡Qué cerveza soberana la cerveza Tres Estrellas!" o "Tengo una muñeca vestida de azul"? ¿"Mambrú se fue a la guerra" o "Con Pepsodent y cepillo ponga fin a lo amarillo"? ¿Quién sabe? "Yo no digo que debe inducirse a los chicos a que acosen a sus padres para que compren los productos anunciados en la televisión, pero, al mismo tiempo, es imposible negar que es eso lo que se hace todos los días." Así escribe el astro de uno de los muchos programas

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de televisión dedicados al público juvenil. "Los niños son discos vivos y parlantes – agrega– de lo que les decimos a diario." Y, a su debido tiempo, estos discos vivos y parlantes de los anuncios de la televisión se harán mayores, ganarán dinero y comprarán los productos de la industria. El señor Clyde Miller escribe con éxtasis: "Piense en lo que puede significar en beneficios para su empresa la posibilidad de acondicionar a un millón o diez millones de niños, quienes se convertirán en personas mayores adiestradas para la compra de lo que usted quiere que compren, como soldados que se ponen en movimiento en cuanto oyen la voz de mando: '¡De frente, march!"'. ¡Sí, piénselo! Y, al mismo tiempo, recuerde que los dictadores y aspirantes a dictadores han estado pensando eso mismo durante años, y que millones, decenas de millones y cientos de millones de niños están haciéndose personas mayores para comprar la mercadería ideológica del déspota local y para responder con una conducta apropiada, como adiestrados soldados, a las voces de mando que han sido inculcadas en las mentes infantiles por los propagandistas de ese mismo déspota. La medida en que nos gobernamos a nosotros mismos está en razón inversa a nuestros números. Cuanto mayor es un distrito electoral, menos valor tiene cualquier voto determinado. Cuando es uno entre millones, el elector individual se siente impotente, una cantidad despreciable. Los candidatos a quienes ha votado están muy lejos, en lo alto de la pirámide del poder. Teóricamente, son los servidores del pueblo, pero de hecho son los servidores quienes dan las órdenes, y el pueblo, muy distante en la base de la gran pirámide, quien debe obedecer. La población en aumento y la tecnología en avance han provocado un incremento en el número y la complejidad de las organizaciones, un incremento en la cantidad de poder concentrado en las manos de las autoridades y una correspondiente disminución en la cantidad de fiscalización que ejercen los electores, unida a una disminución en la consideración del público por los procedimientos democráticos. Ya debilitadas por las vastas fuerzas impersonales que actúan en el mundo moderno, las instituciones democráticas están actualmente siendo socavadas desde dentro por los políticos y sus propagandistas. Los seres humanos actúan de muy diversas maneras irracionales, pero todos ellos parecen capaces, si se les da la debida oportunidad, de optar razonablemente a la luz de las pruebas disponibles. Las instituciones democráticas funcionarán bien únicamente si todos los interesados hacen cuanto esté en sus manos para impartir conocimientos y fomentar la racionalidad. Sin embargo, en nuestro tiempo, en la más poderosa democracia del mundo, los políticos y sus propagandistas prefieren convertir en pura estupidez los procedimientos democráticos y recurrir casi exclusivamente a la ignorancia y la irracionalidad de los electores. En 1956, el director de una destacada revista económica nos dijo: "Ambos partidos traficarán con sus candidatos y programas adoptando los mismos métodos que utilizan las empresas para vender sus productos. Estos métodos incluyen la selección científica de las exhortaciones y la repetición deliberada... En los espacios comerciales de la radio, se repetirán frases con una intensidad bien calculada. Las carteleras se cubrirán de lemas de poder probado... Los candidatos necesitan, además de voces ricas y una buena dicción, mirar con 'sinceridad' la cámara de televisión." Los traficantes políticos recurren únicamente a las debilidades de los votantes, nunca a su fuerza potencial. No intentan educar a las masas y capacitarlas para que se gobiernen a sí mismas; se contentan con manipularlas y explotarlas. Para este fin, se movilizan y ponen en acción todos los recursos de la psicología y las ciencias sociales. Se hacen "entrevistas en profundidad" a muestras cuidadosamente seleccionadas del cuerpo electoral. Estos entrevistadores en profundidad sacan a la superficie los temores y deseos inconscientes que más prevalecen en una sociedad dada en el momento de la elección. Luego, se eligen por medio de peritos, se prueban en lectores y públicos y se cambian o mejoran en vista de la

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información así obtenida series de frases e imágenes destinadas a disipar o, en caso necesario, fomentar esos temores y a satisfacer esos deseos, por lo menos simbólicamente. Una vez hecho esto, la campaña política queda preparada para quienes están a cargo de las comunicaciones en masa. Todo lo que actualmente se necesita es dinero y un candidato que pueda ser enseñado a parecer "sincero". Conforme al nuevo sistema, los principios políticos y los planes de acción específica han perdido la mayor parte de su importancia. Las cosas que realmente importan son la personalidad del candidato y la manera en que el candidato es proyectado por los peritos publicitarios. Del modo que sea, como varón de pelo en pecho o cariñoso padre, un candidato debe ser encantador. También debe ser un animador que nunca aburra al público. Habituado a la radio y la televisión, este público exige que se lo distraiga y no cabe pedirle que se concentre o haga un prolongado esfuerzo intelectual. Todos los discursos del candidatoanimador deben ser, pues, breves y tajantes. Los grandes problemas del momento deben ser zanjados en cinco minutos a lo sumo y preferiblemente (pues el público querrá pasar a algo más entretenido que la inflación o la bomba de hidrógeno) en sesenta segundos netos. La oratoria es de tal naturaleza que siempre ha habido entre políticos y clérigos la tendencia a simplificar excesivamente los asuntos complejos. Desde un pulpito o una tribuna, hasta el más concienzudo de los oradores tiene muchas dificultades para decir la verdad. Los métodos que actualmente se utilizan para colocar en el mercado a un candidato político como si fuera un desodorante garantizan de modo muy positivo el cuerpo electoral contra toda posibilidad de que escuche la verdad acerca de nada.

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VII LAVADO DE CEREBROS

En los dos capítulos precedentes he descrito las técnicas de lo que podría llamarse manipulación al por mayor de las mentes, según esas técnicas han sido aplicadas por el más grande demagogo y los más eficientes vendedores de la historia. Pero no hay problema humano que pueda ser solucionado únicamente con métodos al por mayor. La escopeta tiene su sitio, pero otro tanto puede decirse de la jeringa hipodérmica. En los capítulos que siguen, describiré algunas de las técnicas más efectivas para manipular no a multitudes ni a públicos enteros, sino a individuos aislados. Durante sus históricos experimentos sobre el reflejo condicionado, Ivan Pavlov observó que, cuando eran sometidos a una prolongada tensión física o psíquica, los animales de laboratorio revelaban todos los síntomas de una depresión nerviosa. Sus cerebros se negaban a seguir afrontando una situación intolerable y se declaraban en huelga, por así decirlo; o dejaban simplemente de funcionar (el perro pierde la conciencia) o recurrían a la retardación o el sabotaje (el perro se comporta de modo poco realista o revela esos síntomas físicos que en un ser humano llamaríamos histéricos). Algunos animales soportan la tensión mejor que otros. Los perros que poseen lo que Pavlov llamaba una constitución "fuerte excitativa" se derrumban mucho más rápidamente que los perros con un temperamento meramente "animado" (como opuesto a colérico o agitado). Análogamente, los perros "débiles inhibitorios" llegan al término de sus posibilidades mucho antes que los perros "tranquilos imperturbables". Pero hasta el más estoico de los perros es incapaz de resistir indefinidamente. Si la tensión a la que se lo somete es lo bastante intensa o lo bastante prolongada, acabará derrumbándose de modo tan abyecto y completo como el más débil de su especie. Las conclusiones de Pavlov fueron confirmadas de la manera más angustiosa y en escala muy grande durante las dos guerras mundiales. Como resultado de una sola experiencia catastrófica o de una sucesión de terrores menos espantosos pero frecuentemente repetidos, los soldados acababan revelando cierto número de síntomas psicofísicos inhabilitantes. Pérdida temporal de la conciencia, agitación extrema, letargo, ceguera o parálisis funcionales, réplicas nada realistas frente a los acontecimientos, extrañas inversiones de normas de conducta de toda la vida... Es decir, todos los síntomas que Pavlov observó en sus perros reaparecieron entre las víctimas de lo que en la Primera Guerra Mundial se denominó shell shock o "conmoción de la metralla" y en la Segunda, battle fatigue o "cansancio del combate". Todo hombre, como todo perro, tiene su propio límite individual de resistencia. La mayoría de los hombres llegan a su límite después de más o menos unos treinta días de continua tensión en las condiciones del combate moderno. Los que son más impresionables que el promedio sucumben en sólo quince días. Los más duros que el promedio pueden resistir unos cuarenta y cinco y hasta cincuenta días. Fuertes o débiles, todos acaban derrumbándose a la larga. Todos, es decir, todos aquellos inicialmente sanos. Porque, de modo bastante irónico, los únicos que pueden resistir indefinidamente la tensión de la guerra moderna son los psicopáticos. La locura individual es inmune a todas las consecuencias de la locura colectiva. El hecho de que todo individuo tiene su punto de rotura ha sido conocido y, de un modo tosco y nada científico, explotado desde tiempo inmemorial. En algunos casos, la

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inhumanidad del hombre para el hombre ha sido inspirada por el amor a la crueldad como crueldad, a su horrible y fascinante naturaleza. Sin embargo, ha sido más frecuente que el puro sadismo fuera mitigado por el utilitarismo, la teología o las razones de Estado. Entre los que han infligido la tortura y otras formas de tensión figuran los hombres de leyes para soltar las lenguas de testigos renuentes, los sacerdotes para castigar a los heterodoxos e inducirlos a cambiar de opinión y la policía secreta para obtener confesiones de personas consideradas hostiles al gobierno. Bajo Hitler, se aplicó la tortura, seguida del exterminio en masa, a esos herejes biológicos que eran, para Hitler, los judíos. Para un joven nazi, un período de servicio en los Campos de Exterminio era, según las palabras de Himmler, "el mejor adoctrinamiento sobre los seres inferiores y las razas subhumanas". Como el antisemitismo que Hitler había adquirido de joven en los barrios bajos de Viena tenía un carácter obsesivo, este resurgimiento de los métodos empleados por el Santo Oficio contra herejes y brujas era inevitable. Pero, a la luz de las conclusiones de Pavlov y del conocimiento adquirido por los psiquiatras en el tratamiento de las neurosis de guerra, parece un odioso y grotesco anacronismo. Cabe crear tensiones lo bastante grandes para provocar un completo derrumbamiento cerebral con métodos que, si bien odiosamente inhumanos, distan mucho de la tortura física. Sea lo que fuere lo ocurrido en años anteriores, parece cierto que la policía comunista no emplea actualmente la tortura de un modo extensivo. Se inspira no en el Inquisidor ni en el miembro de las S.S., sino en el fisiólogo y sus animales de laboratorio metódicamente acondicionados. Para el dictador y sus policías, las conclusiones de Pavlov tienen importantes aplicaciones prácticas. Si es posible quebrantar el sistema nervioso central de los perros, otro tanto puede hacerse con el sistema nervioso central de los presos políticos. Se trata simplemente de aplicar la adecuada cantidad de tensión durante el lapso adecuado. Al término del tratamiento el preso estará en un estado de neurosis o histeria y dispuesto a confesar cuanto sus apresadores deseen que confiese. Pero la confesión no es suficiente. Un neurótico incurable no tiene utilidad para nadie. Lo que un dictador inteligente y práctico necesita no es un paciente que deba ser recluido en una institución o una víctima a la que haya que fusilar, sino un converso que trabaje para la Causa. Recurriendo de nuevo a Pavlov, se entera de que, en su marcha hacia el derrumbamiento final, los perros se hacen más que normalmente impresionables. Es posible inculcar nuevas normas de conducta mientras el perro está en el linde de su resistencia cerebral o cerca de él. Y al parecer estas nuevas normas de conducta son de imposible desarraigo. El animal en el que han sido implantadas no puede ser desacondicionado: lo que ha aprendido bajo la tensión subsistirá como parte integrante de su formación. Hay muchas maneras de producir tensiones psicológicas. Los perros quedan trastornados cuando los estímulos son desusadamente fuertes; cuando el intervalo entre el estímulo y la réplica habitual se prolonga indebidamente y el animal queda en suspenso; cuando el cerebro se sume en la confusión con estímulos que chocan con lo que el perro ha aprendido a esperar; cuando los estímulos no tienen sentido en relación con los establecidos puntos de referencia de la víctima. Además, se ha comprobado que la deliberada inducción de miedo, ira o ansiedad aumenta notablemente la impresionabilidad del perro. Si estas emociones se mantienen a un alto nivel de intensidad por un tiempo lo bastante prolongado, el cerebro "va a la huelga". Cuando sucede esto, cabe implantar nuevas normas de conducta con suma facilidad. Entre las tensiones físicas que aumentan la impresionabilidad del perro figuran el cansancio, las heridas y todas las formas de enfermedad. Para un aspirante a dictador, estas conclusiones tienen importantes aplicaciones prácticas. Prueban, por ejemplo, que Hitler tenía mucha razón cuando sostenía que las

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concentraciones nocturnas eran más efectivas que las concentraciones de día. Durante el día, escribió, "el poder de voluntad del hombre se revela con la máxima energía contra cualquier intento de imponerle la voluntad y la opinión de otros. Por la noche, sucumbe más fácilmente ante la fuerza dominante de una voluntad más vigorosa". Pavlov hubiera estado de acuerdo con él; el cansancio aumenta la impresionabilidad. (Tal es la razón, entre otras, de que los patrocinadores comerciales de los programas de televisión prefieran las horas de la noche y estén dispuestos a apoyar esta preferencia con dinero efectivo.) La enfermedad es todavía más efectiva que el cansancio para intensificar la impresionabilidad. En el pasado, las habitaciones de los enfermos fueron el escenario de innumerables conversiones. El dictador científicamente adiestrado del futuro proveerá a todos los hospitales de sus dominios con instalaciones de sonido y micrófonos de almohada. La persuasión en conserva estará en las ondas las veinticuatro horas del día y los pacientes más importantes serán visitados por sanadores de almas y transformadores de mentalidades de carácter político, exactamente del mismo modo en que sus antepasados eran visitados antaño por sacerdotes, monjas y legos piadosos. El hecho de que las fuertes emociones negativas tienden a aumentar la impresionabilidad y a facilitar el cambio de sentimientos había sido observado y explotado mucho antes de los días de Pavlov. Como el doctor William Sargent ha señalado en su aleccionador libro Battlefor the Mind, el enorme éxito de John Wesley como predicador se basaba en una comprensión intuitiva del sistema nervioso central. Iniciaba su sermón con una larga y detallada descripción de los tormentos a los que sus oyentes, a menos que se convirtieran, serían indudablemente condenados por toda la eternidad. Luego, cuando el terror y una angustiosa sensación de culpabilidad habían llevado al auditorio al linde de un completo derrumbe cerebral o, en algunos casos, más allá del linde, cambiaba de tono y prometía la salvación a aquellos que creyeran y se arrepintieran. Con esta clase de predicación, Wesley convirtió a miles de hombres, mujeres y niños. El miedo intenso y prolongado los deprimía y creaba en ellos un estado de impresionabilidad muy intensificada. En este estado se inclinaban a aceptar sin discutir los pronunciamientos teológicos del predicador. Al cabo de lo cual se los reintegraba con palabras de consuelo y salían de la prueba con normas de conducta nuevas y generalmente mejores, implantadas sin desarraigo posible en sus mentes y sistemas nerviosos. La efectividad de la propaganda política y religiosa depende de los métodos que se empleen, no de las doctrinas que se enseñen. Estas doctrinas pueden ser verdaderas o falsas, saludables o perniciosas; ello importa poco o no importa nada. Si se adoctrina en la forma adecuada y durante la conveniente fase de agotamiento nervioso, se obtendrán los resultados que se buscan. En condiciones favorables, no hay prácticamente nadie que no pueda ser convertido a cualquier cosa. Poseemos detalladas descripciones de los métodos utilizados por la policía comunista en sus tratos con los presos políticos. Desde el momento en que es detenida, la víctima queda sometida a muchas clases de tensiones físicas y psicológicas. Mal alimentada y con una incomodidad extrema, sólo se le permite dormir unas cuantas horas cada noche. Y todo el tiempo está en suspenso, en la incertidumbre y con una aprensión aguda. Día tras día –o mejor dicho noche tras noche, pues estos policías pavlovianos saben el valor del cansancio como intensificador de la impresionabilidad–, se la interroga, frecuentemente durante muchas horas seguidas, por investigadores que hacen cuanto pueden para asustarla, confundirla y desconcertarla. Al cabo de unas cuantas semanas o meses de este tratamiento, el cerebro se declara en huelga y el preso confiesa cualquier cosa que sus apresadores deseen que confiese. Luego, si ha de ser convertido y no fusilado, se le ofrece

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el consuelo de la esperanza. Basta que acepte la verdadera fe para que se salve, no, desde luego, en la otra vida (pues la otra vida oficialmente no existe), sino en ésta. Aunque mucho menos radicales, se emplearon métodos análogos con los prisioneros de guerra durante el conflicto de Corea. En los campos chinos, los jóvenes cautivos occidentales quedaron sometidos sistemáticamente a la tensión. La más insignificante infracción de los reglamentos bastaba para que el culpable fuera llevado al despacho del comandante, donde se lo interrogaba, intimidaba y se le infligía una humillación pública. El proceso se repetía una y otra vez, a cualquier hora del día o de la noche. Este acoso continuo producía en las víctimas una sensación de desconcierto y ansiedad crónica. Con objeto de intensificar la sensación de culpa, se hacía que los prisioneros escribieran y volvieran a escribir, cada vez con detalles más íntimos, largas reseñas autobiográficas de sus insuficiencias. Y una vez hecha la confesión de sus propios pecados, se los invitaba a que confesaran los pecados de sus compañeros. La finalidad era crear en el campo una sociedad de pesadilla, en la que todos se espiaran y denunciaran mutuamente. A estas tensiones mentales se agregaban las tensiones físicas de la mala alimentación, la incomodidad y la enfermedad. La incrementada impresionabilidad así inducida era hábilmente explotada por los chinos, quienes vertían en estas mentes anormalmente receptivas grandes dosis de literatura procomunista y anticapitalista. Estas técnicas pavlovianas tuvieron mucho éxito. Uno de cada siete prisioneros norteamericanos fue culpable, según se nos dice oficialmente, de grave colaboración con las autoridades chinas; uno de cada tres lo fue de colaboración técnica. No debe suponerse que los comunistas reservan esta clase de tratamiento exclusivamente para sus enemigos. Los jóvenes propagandistas viajeros, cuya misión durante los primeros años del nuevo régimen fue actuar como misioneros y organizadores comunistas en los innumerables pueblos y aldeas de China, tuvieron que seguir un curso de adoctrinamiento mucho más intenso que aquél al que fuera sometido nunca un prisionero de guerra. En su China under Communism, R. L. Walker describe los métodos que emplean los jefes del partido para obtener de hombres y mujeres ordinarios los miles de abnegados fanáticos que se precisan para difundir el evangelio del comunismo y llevar a la práctica los planes comunistas. Conforme a este sistema de adiestramiento, la materia prima humana es llevada a campos especiales, donde los educandos quedan completamente aislados de sus amigos, sus familias y el mundo exterior en general. En estos campos, han de realizar un agotador trabajo físico y mental; nunca están solos, siempre en grupos; se los alienta a espiarse mutuamente; se les reclama autobiografías en que se acusan a sí mismos; viven con un miedo crónico de la terrible suerte que pueden correr por lo que haya dicho de ellos cualquier denunciante o por lo que ellos mismos hayan confesado. En este estado de intensificada impresionabilidad, se les da un curso intensivo de marxismo teórico y aplicado, un curso con exámenes en los que el fracaso puede significar cualquier cosa, desde la expulsión ignominiosa hasta un período en un campo de trabajos forzados e inclusive la liquidación. Al cabo de seis meses de una cosa así, la prolongada tensión mental y física produce los resultados que las conclusiones de Pavlov permitirían a cualquiera esperar. Uno tras otro o en grupos enteros, los educandos se derrumban. Hacen su aparición síntomas neuróticos e histéricos. Algunas de las víctimas se suicidan, otras (hasta un veinte por ciento del total, según se nos dice) adquieren una grave enfermedad mental. Los que sobreviven a los rigores del tratamiento de conversión surgen con nuevas normas de conducta de imposible desarraigo. Han quedado cortados todos sus lazos –

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amigos, familia, decoros y piedades tradicionales– con el pasado. Son nuevos hombres, recreados a la imagen de su nuevo dios y totalmente dedicados a su servicio.∗ Por todo el mundo comunista, cientos de centros de acondicionamiento producen cada año decenas de miles de estos disciplinados y fervorosos jóvenes. Estos productos de un adiestramiento más científico y todavía más duro están haciendo actualmente –y sin duda lo continuarán haciendo– por los partidos comunistas de Europa, Asia y África lo mismo que hicieron los jesuitas por la Iglesia Católica de la Contrarreforma. Al parecer, Pavlov fue en política un anticuado liberal. Pero, por extraña ironía del destino, sus investigaciones y las teorías que basó en ellas han terminado creando un gran ejército de fanáticos dedicados en alma y vida, con sus reflejos y su sistema nervioso, a la destrucción del liberalismo a la antigua, allí donde pueda encontrarse. El lavado de cerebros, tal como se practica ahora, es una técnica híbrida que depende para su eficacia en parte del empleo sistemático de la violencia y en parte de una hábil manipulación psicológica. Representa la tradición de 1984 en camino de convertirse en la tradición de Un Mundo Feliz. Bajo una dictadura de larga data y bien regulada, nuestros métodos corrientes de manipulación semiviolenta han de parecer sin duda absurdamente toscos. Acondicionado desde la más temprana infancia (y tal vez también biológicamente predestinado), el individuo medio de las castas medias e inferiores no necesitará nunca la conversión, ni siquiera un curso de repaso en la verdadera fe. Los miembros de la casta más alta tendrán que poseer capacidad para imaginarse nuevas ideas en réplica a nuevas situaciones; en consecuencia, su preparación será mucho menos rígida que la impuesta a aquéllos cuya misión no es razonar por qué, sino meramente obrar y morir con el menor ruido posible. Pero estos individuos de la casta superior serán miembros de una especie indómita: la de los adiestradores y guardianes, sólo muy levemente acondicionados, de un vasto rebaño de animales de una completa domesticidad. Por su mismo carácter, existirá la posibilidad de que se hagan herejes o rebeldes. Cuando esto suceda, tendrán que ser liquidados, sometidos a un lavado de cerebro que los devuelva a la ortodoxia o (como en Un Mundo Feliz) desterrados a una isla, donde ya no crearán conflictos, salvo los que se creen mutuamente. Sin embargo, el acondicionamiento universal de los niños y las demás técnicas de manipulación y regulación distan todavía unas cuantas generaciones en lo futuro. En el camino que lleva al Mundo Feliz, nuestros gobernantes tendrán que confiar en las técnicas provisionales y de transición del lavado de cerebros.

En las nuevas Comunidades del Pueblo de China, los métodos educativos reservados hasta ahora para los misioneros se están aplicando actualmente, al parecer, a todos. Una jornada de trabajo de doce horas asegura un estado de agotamiento permanente; el espionaje, la delación y unos policías ubicuos fomentan la ansiedad crónica; la forzada represión de los impulsos sexuales y de los afectos comunes tiende a crear una sensación de frustración profunda e irreparable. Sobre los hombres, mujeres y niños ablandados por estos bien probados métodos pavlovianos se vierte un inagotable caudal de órdenes y afirmaciones dogmáticas, de exacerbado nacionalismo y de himnos de odio, de amenazas de duro castigo mitigadas con promesas de gloriosas cosas futuras. Queda por ver cuántos serán los millones que no podrán resistir esta dura prueba educativa. Página 36 de 63


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VIII PERSUASIÓN QUÍMICA

En el Mundo Feliz de mi fábula no había whisky, ni tabaco, ni heroína ilícita, ni cocaína de contrabando. La gente no fumaba, ni bebía, ni se daba inyecciones. Cuando alguien se sentía deprimido o flojo se tomaba un par de tabletas de un compuesto químico llamado Soma. El Soma original, del que tomé el nombre de esta hipotética droga, era una planta desconocida (posiblemente la Asclepias acida) que utilizaron los antiguos invasores arios de la India en uno de sus ritos religiosos más solemnes. En el curso de una complicada ceremonia, sacerdotes y nobles bebían el jugo embriagador exprimido de los tallos de esta planta. En los himnos védicos, se nos dice que los bebedores de Soma se sentían felices de muy diversos modos. Sus cuerpos se vigorizaban, sus corazones se henchían de valor, alegría y entusiasmo, sus inteligencias se despejaban y, como una inmediata experiencia de la vida eterna, se obtenía el convencimiento de la propia inmortalidad. Pero el sagrado jugo tenía sus inconvenientes. El Soma era una droga peligrosa, tan peligrosa que hasta el gran dios del cielo, Indra, se sentía a veces mal por ingerirla. Los mortales ordinarios hasta podían morirse como consecuencia de una dosis excesiva. Sin embargo, la experiencia era tan trascendentalmente beatífica e iluminadora que beber Soma era considerado un alto privilegio. No había precio demasiado grande para poseerlo. El Soma de Un Mundo Feliz no tenía ninguno de los inconvenientes de su original indio. En pequeñas dosis procuraba una sensación de beatitud; en dosis mayores proporcionaba visiones y, si se tomaban tres tabletas, se entraba a los pocos minutos en un sueño reparador. Todo ello a ningún costo fisiológico o mental. Los ciudadanos del Mundo Feliz escapaban de sus depresiones de ánimo o de los fastidios de la vida cotidiana sin tener que sacrificar la salud o reducir permanentemente la eficiencia personal. En el Mundo Feliz, el hábito del Soma no era un vicio privado; era una institución política, era la misma esencia de la Vida, la Libertad y el Perseguimiento de la Felicidad garantizados por la Declaración de Derechos. Pero este privilegio inalienable, el más precioso para los ciudadanos, era al mismo tiempo uno de los más poderosos instrumentos de gobierno en el arsenal del dictador. La sistemática ingestión de drogas por los individuos para beneficio del Estado (e incidentalmente, desde luego, para el deleite de cada cual) era un principio básico de la política de los dueños del mundo. La ración diaria de Soma era un seguro contra la inadaptación personal, la inquietud social y la difusión de ideas subversivas. La religión, según dijo Marx, es el opio del pueblo. En el Mundo Feliz, esta situación quedaba invertida. El opio o, mejor dicho, el Soma era la religión del pueblo. Como la religión, la droga tenía poder para consolar y compensar, evocaba visiones de otro mundo mejor, ofrecía esperanza, fortalecía la fe y promovía la caridad. Un poeta ha escrito que: Hace más que el mismo Milton la cerveza para dar fe de Dios ante los hombres. Y recordemos que, comparada con el Soma, la cerveza es una droga tosquísima y muy poco de fiar. En este asunto de dar fe de Dios ante los hombres, el Soma es al alcohol lo que el alcohol a los argumentos teológicos de Milton.

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En 1931, cuando yo estaba escribiendo sobre el imaginario producto sintético mediante el que se haría felices y dóciles a las generaciones futuras, el conocido bioquímico norteamericano doctor Irvine Page se disponía a partir de Alemania, donde había pasado los tres años precedentes trabajando en el Instituto del Kaiser Guillermo sobre la química del cerebro. En un reciente artículo, el doctor Page ha escrito: "Es difícil comprender por qué necesitaron tanto tiempo los hombres de ciencia para dedicarse a la investigación de las reacciones químicas en sus propios cerebros. Hablo por aguda experiencia personal. Cuando regresé a mi patria en 1931... no pude obtener una ocupación en este campo (el campo de la química del cerebro) ni despertar por él el menor interés." Hoy, casi treinta años después, la falta total de interés se ha convertido en un verdadero alud de investigaciones bioquímicas y psicofarmacológicas. Están siendo estudiadas las enzimas que regulan el funcionamiento del cerebro. Dentro del cuerpo, han sido aisladas substancias químicas hasta ahora desconocidas, como la adrenocroma y la serotonina (de la que el doctor Page es un codescubridor), y se investigan actualmente sus efectos de vasto alcance en nuestras funciones mentales y físicas. Entretanto, se sintetizan nuevas substancias, unas substancias que refuerzan, corrigen o perturban la acción de diversos compuestos químicos mediante los cuales el sistema nervioso realiza sus milagros cotidianos y horarios como regulador del organismo, como instrumento y mediador de la conciencia. Desde nuestro presente punto de vista, el hecho más interesante acerca de estas nuevas drogas es que alteran temporalmente la química del cerebro y el estado de ánimo con ella asociado sin causar daño alguno permanente al conjunto del organismo. A este respecto, son como el Soma y se diferencian profundamente de las antiguas drogas alteradoras de la mente. Por ejemplo, el tranquilizador clásico es el opio. Pero el opio es una droga peligrosa que, desde los tiempos neolíticos hasta nuestros días, ha estado haciendo toxicómanos y arruinando la salud. Lo mismo puede decirse del eufórico clásico, el alcohol, la droga que, para emplear las palabras del Salmo, "alegra el corazón del hombre". Pero, por desgracia, el alcohol no se limita a alegrar el corazón del hombre; también, cuando se toma en dosis excesivas, provoca trastornos y lleva al vicio; desde hace ocho mil o diez mil años, ha sido la causa principal de los crímenes, la infelicidad doméstica, la degradación moral y los accidentes evitables. Entre los estimulantes clásicos, el té, el café y el mate son, por fortuna, casi completamente inofensivos. También son estimulantes muy débiles. En contraste con esas "tazas que animan pero no embriagan", la cocaína es muy poderosa y también muy peligrosa. Quienes recurren a ella tienen que pagar por sus éxtasis, por su sensación de ilimitado poder físico y mental, con accesos de angustiosa depresión, con síntomas físicos tan horribles como la impresión de estar infectados por miles y miles de insectos reptantes y con embaimientos paranoicos que pueden llevar a delitos de violencia. Otro estimulante de cuño más reciente es la anfetamina, más conocida por su nombre comercial de benzedrina. La anfetamina es muy eficaz, pero, si se abusa de ella, actúa a costa de la salud mental y física. Se ha calculado que hay actualmente en el Japón un millón de entregados a la anfetamina. Entre los productores de visiones clásicos, los más conocidos son el peyote de México y del sudoeste de los Estados Unidos y la Cannabis sativa, consumida en todo el mundo con los nombres de hashish, bhang, kif y marihuana. De acuerdo con los mejores datos médicos y antropológicos, el peyote es mucho menos dañoso que la ginebra o el whisky del Hombre Blanco. Permite a los indios que lo utilizan en sus ritos religiosos entrar en el paraíso y sentirse identificados con la amada comunidad, sin que tengan que pagar por el privilegio nada más que la molestia de masticar algo con un sabor asqueroso y de sentir náuseas durante un par de horas. La Cannabis sativa es una droga menos inocua, aunque mucho menos dañosa de lo que los sensacionalistas tratan de hacernos creer. La Comisión Médica que designó en 1944 el alcalde de Nueva York para investigar el problema de la

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marihuana llegó a la conclusión, después de cuidadosos estudios, de que la Cannabis sativa no es una seria amenaza para la sociedad y ni siquiera para quienes la toman. Es meramente una molestia. De estos clásicos alteradores de la mente pasamos a los últimos productos de la investigación psicofarmacológica. Los que han obtenido más publicidad entre ellos son los tres nuevos tranquilizadores: la reserpina, la cloropromacina y el meprobamato. Administrados a ciertas clases de psicopáticos, los dos primeros han resultado muy efectivos, no en la cura de la enfermedad mental, sino en abolir, temporalmente por lo menos, sus más lastimosos síntomas. El meprobamato (alias Miltown) produce efectos análogos en personas que padecen diversas formas de neurosis. Ninguna de estas drogas es perfectamente inocua, pero su costo en salud física y eficiencia mental es extraordinariamente bajo. En un mundo donde nadie consigue nada por nada, los tranquilizadores ofrecen mucho por muy poco. El Miltown y la cloropromacina no son todavía el Soma, pero se acercan mucho a uno de los aspectos de esa droga mítica. Proporcionan un alivio temporal de la tensión nerviosa sin infligir, en la gran mayoría de los casos, un daño orgánico permanente y causando únicamente, mientras la droga funciona, un deterioro más bien leve de la eficiencia intelectual y física. Excepto como narcóticos, son probablemente preferibles a los barbitúricos, que embotan la mente y, en grandes dosis, originan una serie de síntomas psicofísicos indeseables y pueden llevar al vicio declarado. Con el LSD-25 (ácido lisérgico dietilamida) los farmacólogos han creado recientemente otro aspecto del Soma: un mejorador de la percepción y un productor de visiones que, desde el punto de vista fisiológico, apenas cuesta. Esta droga extraordinaria, que es efectiva hasta en dosis tan pequeñas como cincuenta y hasta veinticinco millonésimas de gramo, tiene la facultad (como el peyote) de transportar a la gente al Otro Mundo. En la mayoría de los casos, el Otro Mundo al que el LSD-25 traslada es celestial; alternativamente, puede ser un trasunto del purgatorio o del infierno. Pero, positiva o negativa, la experiencia del ácido lisérgico es considerada por casi cuantos pasan por ella como profundamente significativa y esclarecedora. En todo caso, es asombroso el hecho de que las mentes puedan ser cambiadas tan radicalmente a tan poco costo para el cuerpo. El Soma no era únicamente un productor de visiones y un tranquilizador; era también (y sin duda de modo imposible) un estimulante para cuerpo y espíritu, un creador de euforia activa al mismo tiempo que de esa felicidad negativa que sigue a la liberación de la tensión y de la angustia. El estimulante ideal –poderoso e inocuo– todavía espera su descubrimiento. La anfetamina, como hemos visto, dista de ser satisfactoria; exige un precio demasiado alto para lo que da. Un candidato más prometedor para el papel del Soma en su tercer aspecto es la iproniacida, utilizada actualmente para sacar de su angustia a pacientes deprimidos, animar al apático y aumentar en general la cantidad de energía psíquica disponible. Aun más prometedor, según un distinguido farmacólogo que conozco, es un nuevo compuesto, todavía en su fase de prueba, al que llaman Deaner. El Deaner es un amino-alcohol y se cree que aumenta la producción de acetilcolina dentro del organismo e incrementa así la actividad y efectividad del sistema nervioso. El hombre que toma la nueva píldora necesita menos sueño, se siente más despejado y animoso, piensa más de prisa y mejor y consigue todo esto poco menos que sin costo orgánico, al menos por el momento. Casi parece algo demasiado bueno para que sea cierto. Vemos, pues, que, si el Soma no existe todavía (y probablemente no existirá jamás), se han descubierto ya bastante buenos sustitutivos de algunos de sus aspectos. Hay actualmente tranquilizadores fisiológicamente baratos, productores de visiones fisiológicamente baratos y estimulantes fisiológicamente baratos.

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Es manifiesto que un dictador podría, si lo deseara, utilizar estas drogas con fines políticos. Podría crearse un seguro contra la agitación política cambiando la química de los cerebros de sus gobernados y haciéndoles así contentarse con su condición servil. Podría utilizar los tranquilizadores para calmar a los excitados, los estimulantes para despertar el entusiasmo en los indiferentes y los alucinantes para que los desdichados apartaran la atención de sus propias miserias. Pero ¿cómo conseguirá el dictador que sus gobernados tomen las píldoras que los harán pensar, sentir y obrar en la forma que él juzgue deseable? Según todas las probabilidades, bastará que ponga las píldoras al alcance de la gente. Actualmente, el alcohol y el tabaco están a nuestro alcance y la gente gasta en estos eufóricos, seudoestimulantes y sedativos muy poco satisfactorios más de lo que está dispuesta a gastar en la educación de sus hijos. O examinemos los barbitúricos y los tranquilizadores. En los Estados Unidos, estas drogas sólo pueden ser obtenidas con prescripción del médico. Pero la demanda del público norteamericano de algo que hace un poco más tolerable la vida en un ambiente urbanoindustrial es tan grande que los médicos están prescribiendo los diversos tranquilizadores a razón de cuarenta y ocho millones por año. Además, la mayoría de estas prescripciones se repiten. Cien dosis de felicidad no son suficientes: vaya a la farmacia en busca de otra botella. Y cuando ésta se termine, vendrá una tercera. Es indudable que, si se pudiera comprar tranquilizadores con la misma facilidad con que se compra aspirina, se consumirían, no por miles de millones como ahora, sino por docenas y cientos de miles de millones. Y un estimulante bueno y barato disfrutaría casi de la misma popularidad. Bajo una dictadura, los farmacéuticos tendrían la orden de cambiar de actitud con cada cambio de circunstancias. En tiempos de crisis nacional, su misión sería vender el mayor número posible de estimulantes. Entre crisis y crisis, una actividad y una energía excesivas por parte de los gobernados serían muy fastidiosas para el tirano. En tiempos como ésos, se invitaría a las masas a comprar tranquilizadores y productores de visiones. Bajo la influencia de estos sedantes jarabes, no crearían conflictos al amo, según sería de esperar. Tal como son las cosas, los tranquilizadores podrían impedir a algunas personas crear suficientes conflictos, no solamente a sus gobernantes, sino también a ellas mismas. La tensión excesiva es una enfermedad, pero otro tanto sucede con la tensión insuficiente. Hay ciertas ocasiones en las que deberíamos estar tensos, en que un exceso de tranquilidad (y especialmente de una tranquilidad impuesta desde afuera, por un producto químico) sería totalmente inadecuado. En una reciente reunión sobre el meprobamato, reunión en la que participé, un eminente bioquímico propuso en broma que el gobierno de los Estados Unidos obsequiara al pueblo soviético con cincuenta mil millones de dosis del más popular de los tranquilizadores. La broma tenía su aspecto serio. En una competencia entre dos poblaciones, una de las cuales está constantemente estimulada por amenazas y promesas y constantemente dirigida por una propaganda que señala siempre el mismo camino, mientras que la otra, de modo no menos constante, es distraída con la televisión y tranquilizada con el Miltown, ¿cuál de los dos adversarios tiene más probabilidades de imponerse? Además de sus cualidades de tranquilizador, alucinante y estimulante, el Soma de mi fábula tenía el poder de incrementar la impresionabilidad, de modo que podía ser utilizado para reforzar los efectos de la propaganda gubernamental. Aunque con menos eficacia y a un mayor costo fisiológico, son varias las substancias ya incluidas en la farmacopea que pueden ser empleadas para el mismo fin. Ahí está, por ejemplo, la escopolamina, el principio activo del beleño y, tomada en grandes dosis, un poderoso veneno; ahí están el pentotal y el amital de sodio. Apodado por alguna curiosa razón el "suero de la verdad", el pentotal ha sido utilizado por la policía de diversos países para obtener confesiones (o tal vez sugerir confesiones) de delincuentes mal dispuestos. El pentotal y el amital de sodio

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reducen las barreras entre lo consciente y lo subconsciente y son muy valiosos para el tratamiento del "cansancio del combate" mediante el procedimiento llamado en Inglaterra "abreacionterapia" y en los Estados Unidos "narcosíntesis". Se dice que los comunistas utilizan a veces estas substancias cuando preparan a presos importantes para la comparecencia en un juicio público. Entretanto, la farmacología, la bioquímica y la neurología están en marcha y podemos tener la seguridad de que, dentro de pocos años, habrá nuevos y mejores métodos químicos para aumentar la impresionabilidad y disminuir la resistencia psicológica. Como cualquier otra cosa, estos descubrimientos podrán ser utilizados para bien o para mal. Podrán ayudar al psiquiatra en su lucha contra la enfermedad mental o podrán ayudar al dictador en su lucha contra la libertad. Lo más probable (pues la ciencia es divinamente imparcial) es que sirvan tanto para esclavizar como para liberar, tanto para sanar como para destruir.

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IX PERSUASIÓN SUBCONSCIENTE

En una nota de pie de página agregada a la edición inglesa de 1919 de su libro La interpretación de los sueños, Sigmund Freud llamó la atención sobre el trabajo del doctor Poetzl, un neurólogo austríaco que había publicado hacía poco un informe describiendo sus experimentos con el taquistoscopio. (El taquistoscopio es un instrumento que viene en dos formas: una cámara en la que el individuo ve una imagen expuesta por una breve fracción de segundo o una linterna mágica con un obturador de alta velocidad, capaz de proyectar muy brevemente una imagen en una pantalla.) En estos experimentos, "Poetzl pidió a los sujetos que hicieran un dibujo de lo que habían advertido conscientemente en la imagen que les había sido expuesta en el taquistoscopio... Luego, fijó su atención en los sueños que cada uno de estos sujetos había tenido en la noche siguiente y les pidió de nuevo que hicieran dibujos de las partes adecuadas de estos sueños. Quedó inconfundiblemente de manifiesto que el material utilizado para la construcción del sueño estaba compuesto por aquellos detalles de la imagen expuesta que el sujeto no había advertido". Con modificaciones y refinamientos diversos, los experimentos de Poetzl han sido repetidos varias veces, últimamente por el doctor Charles Fisher, quien ha colaborado con tres excelentes informes sobre el tema de los sueños y la "percepción preconsciente" en la revista de la Asociación Psicoanalítica Norteamericana. Mientras tanto, los psicólogos académicos no han estado ociosos. Confirmando las conclusiones de Poetzl, sus estudios han revelado que la gente ve y oye realmente mucho más de lo que conscientemente sabe que ve y oye, así como lo visto y oído sin saberlo queda registrado en el subconsciente y puede influir en su pensar, sentir y obrar conscientes. La ciencia pura no permanece pura indefinidamente. Tarde o temprano, suele convertirse en ciencia aplicada y finalmente en tecnología. La teoría se modula en práctica industrial, el conocimiento se convierte en poder, las fórmulas y los experimentos de laboratorio tienen una metamorfosis y surgen como la bomba H. En el caso presente, el bello trocito de pura ciencia de Poetzl y todos los otros bellos trocitos de pura ciencia en el campo de la percepción preconsciente conservaron su prístina pureza por un tiempo sorprendentemente largo. De pronto, a comienzos del otoño de 1957, exactamente cuarenta años después de la publicación del informe original de Poetzl, se anunció que la pureza de todos ellos era cosa del pasado; habían sido aplicados, habían entrado en el reino de la tecnología. El anuncio causó una fuerte impresión y se habló y escribió sobre él en todo el mundo civilizado. Y no es de extrañar, pues la nueva técnica de la "proyección subliminal", según se la llamaba, estaba íntimamente relacionada con los espectáculos públicos y, en la vida de los seres humanos civilizados, los espectáculos públicos representan actualmente un papel comparable al que representó en la Edad Media la religión. Se han dado a nuestra época muchos apodos: la Era de la Ansiedad, la Era Atómica, la Era del Espacio. Cabría llamarla, con razones igualmente valederas, la Era de la Videomanía, la Era de la Ópera Bufa, la Era del Jockey. En una época como ésta, el anuncio de que la pura ciencia de Poetzl había sido aplicada en la forma de una técnica de proyección subliminal tenía necesariamente que despertar un vivísimo interés entre los asistentes a los espectáculos públicos. Porque la nueva técnica estaba dedicada directamente a ellos y tenía por finalidad manipular sus mentes sin que ellos lo advirtieran. Por medio de taquistoscopios especialmente diseñados,

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se proyectaban palabras o imágenes por una milésima de segundo o menos en las pantallas de los televisores y cines durante (no antes ni después) los programas. "Beba Coca-Cola" o "Fume un Camel" quedaban fugazmente sobrepuestos en el beso de los enamorados o las lágrimas de la angustiada madre; los nervios ópticos de los espectadores registraban estos secretos mensajes, su subconsciente replicaba a ellos y, a su debido tiempo, cada cual sentía conscientemente el deseo de tomar un refresco o fumar un cigarrillo. Y entretanto, se emitían otros secretos mensajes, en un murmullo demasiado suave o un chillido demasiado agudo para que fueran oídos conscientemente. El oyente podía estar conscientemente atento a una frase como "¡Oh, amada, cuánto te quiero!", pero subliminalmente, por debajo del umbral de la conciencia, sus oídos increíblemente sensitivos y su mente subconsciente recogían las últimas buenas noticias sobre desodorantes y laxativos. ¿Tiene realmente buenos resultados esta clase de propaganda comercial? Los datos presentados por la empresa comercial que fue la primera en recurrir a la técnica de la proyección subliminal fueron vagos y, desde un punto de vista científico, muy poco satisfactorios. Repetido a intervalos regulares durante la exhibición de una película en un cine, el consejo de que se compraran palomitas de maíz permitió que aumentara en un cincuenta por ciento la venta del producto durante el descanso. Pero un solo experimento prueba muy poco. Además, este determinado experimento fue realizado pobremente. No hubo controles y nadie se cuidó de tener en cuenta las muchas variables que influyen indudablemente en el consumo de palomitas de maíz por el público de un cine. Y en todo caso ¿es éste el modo más efectivo de aplicar el conocimiento acumulado año tras año por los investigadores científicos de la percepción subconsciente? ¿Era intrínsecamente probable que, con sólo relampaguear el nombre de un producto y la orden de comprarlo, quedara vencida la resistencia a la venta y se reclutaran nuevos clientes? La respuesta a estas dos preguntas se inclina muy manifiestamente hacia la negativa. Pero esto no significa, desde luego, que las conclusiones de los neurólogos y psicólogos carezcan de importancia práctica. Hábilmente aplicado, el bello trocito de pura ciencia de Poetzl puede convertirse muy bien en un poderoso instrumento para la manipulación de mentes confiadas. Para procurarnos unas cuantas indicaciones sugestivas, pasemos de los vendedores de palomitas de maíz a quienes, con menos ruido pero más imaginación y mejores métodos, han estado efectuando experimentos en el mismo campo. En Gran Bretaña, donde el procedimiento de manipular las mentes por debajo del nivel de la conciencia recibe el nombre de "inyección estrobónica", los investigadores han remarcado la importancia práctica de crear las condiciones psicológicas adecuadas para la persuasión subconsciente. Una sugestión por encima del umbral de la conciencia tiene probablemente más efecto cuando el destinatario está en un leve trance hipnótico, bajo la influencia de ciertas drogas o debilitado por la enfermedad, el hambre o cualquier clase de tensión física o emocional. Pero lo que es verdad para las sugestiones por encima del umbral de la conciencia también lo es para las sugestiones por debajo de ese umbral. En pocas palabras, cuanto menor es la resistencia psicológica de una persona, mayor es la eficacia de las sugestiones inyectadas estrobónicamente. El dictador científico de mañana instalará sus máquinas murmuradoras y sus proyectores subliminales en escuelas y hospitales (los niños y los enfermos son muy sugestionables), así como en todos los lugares públicos donde la gente pueda ser sometida a un ablandamiento preliminar por medio de una oratoria o unos rituales que aumenten la impresionabilidad de cada cual. De las condiciones en que cabe esperar que la sugestión subliminal sea efectiva, pasemos ahora a las sugestiones mismas. ¿En qué términos debe dirigirse el propagandista a las mentes subconscientes de sus víctimas? Las órdenes directas ("Compre palomitas de maíz" o "Vote por Jones") y las afirmaciones absolutas ("El socialismo hiede" o "La pasta

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dentífrica X cura la halitosis") surtirán únicamente efecto, según todas las probabilidades, en aquellas mentes que son ya partidarias de Jones y las palomitas de maíz o que están ya muy alertas a los peligros de los cuerpos malolientes y de la propiedad pública de los medios de producción. Pero fortalecer la fe existente no es bastante; el propagandista, si ha de merecer el nombre de tal, debe crear una nueva fe; debe saber cómo atraer a su campo al indiferente y al indeciso, debe ser capaz de ablandar y hasta tal vez de convertir al adversario. Sabe que, a la afirmación y a la orden subliminales, debe añadir la persuasión subliminal. Por encima del umbral de la conciencia, uno de los métodos más efectivos de persuasión no racional es lo que podría llamarse persuasión por asociación. El propagandista asocia arbitrariamente el producto, candidato o causa que ha elegido con alguna idea o imagen de persona o cosa que la mayoría de la gente, en una cultura dada, considera indiscutiblemente como buena. Así, en una campaña de venta, la belleza femenina puede ser relacionada arbitrariamente con cualquier cosa, desde un bulldozer hasta un diurético; en una campaña política, el patriotismo puede ser relacionado con cualquier causa, desde el apartheid hasta la integración, y con cualquier clase de persona, desde un Mahatma Gandhi hasta un senador McCarthy. Hace años, en la América Central, observé un ejemplo de persuasión por asociación que me inspiró una reverente admiración por los hombres que la habían ideado. En los montes de Guatemala, las únicas obras de arte importadas son los calendarios en colores distribuidos gratuitamente por las compañías extranjeras cuyos productos son vendidos a los indios. Los calendarios norteamericanos mostraban perros, paisajes y jóvenes mujeres en un estado de desnudez parcial. Para los indios, sin embargo, los perros son meramente objetos utilitarios, los paisajes están demasiado ante sus ojos todos los días de su vida y las rubias semidesnudas carecen de interés y son tal vez un poco repulsivas. Consiguientemente, los calendarios norteamericanos disfrutaban allí de mucho menos popularidad que los calendarios alemanes, pues los anunciantes alemanes se habían tomado el trabajo de averiguar lo que los indios apreciaban. Recuerdo especialmente una obra maestra de propaganda comercial. Era un calendario editado por un fabricante de aspirina. Al pie del cuadro se veía la conocida marca sobre la conocida botellita de blancas pastillas. Encima de esto, no se veían paisajes nevados, bosques otoñales, sabuesos o coristas de suntuosas delanteras. No, no. Los astutos alemanes habían asociado sus calmantes con un cuadro de brillantes colores y lleno de vida que representaba a la Santísima Trinidad sentada en una nube y rodeada por San José, la Virgen María, variados santos y numerosos ángeles. Las milagrosas virtudes del ácido acetilsalicílico quedaban así garantidas, en las mentes sencillas y profundamente religiosas de los indios, por Dios Padre y toda la corte celestial. Esta clase de persuasión por asociación es algo a lo que las técnicas de la proyección subliminal parecen prestarse muy bien. En una serie de experimentos llevados a cabo en la Universidad de Nueva York bajo los auspicios del Instituto Nacional de la Salud, se comprobó que los sentimientos de una persona respecto de una imagen conscientemente vista podían ser modificados asociando esta imagen, en el nivel subconsciente, con otra imagen o, todavía mejor, con palabras de un valor determinado. Así, cuando se lo relacionaba, en el nivel subconsciente, con la palabra "feliz", un rostro sin expresión alguna parecía sonreír al observador, mostrarse amable, cordial, expansivo. Cuando el mismo rostro quedaba relacionado, también en el nivel subconsciente, con la palabra "airado", adquiría una expresión ceñuda, una expresión que parecía hostil y desagradable al observador. (A un grupo de mujeres jóvenes también pareció muy masculino, cuando, momentos antes, al asociarlo con la palabra "feliz", les había hecho el efecto de un rostro perteneciente a un miembro de su propio sexo. Tomen nota de esto, padres y maridos.) Para el propagandista comercial y político, estos datos, claro está, son muy importantes. Si

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pudiera colocar a sus víctimas en un estado de impresionabilidad anormalmente alta, si pudiera mostrarles, mientras estuvieran en ese estado, la cosa, la persona o, por medio de un símbolo, la causa que tiene que vender y si, en el nivel subconsciente, pudiera asociar esta cosa, persona o causa con una palabra o una imagen de un valor determinado, podría modificar los sentimientos y opiniones de sus víctimas sin que éstas tuvieran la menor idea de lo que estaba haciendo. Según un emprendedor grupo comercial de Nueva Orleáns, estas técnicas permitirían incrementar el valor como espectáculo de las películas y el teatro televisado. A la gente le agradan las emociones fuertes y disfrutan por tanto con las tragedias, los dramas, los asesinatos envueltos en el misterio y las pasiones extremas. La dramatización de una pelea o de un abrazo produce fuertes emociones en los espectadores. Podría producir emociones más fuertes todavía si cupiera asociarla, en el nivel subconsciente, con palabras o símbolos adecuados. Por ejemplo, en la versión cinematográfica de Adiós a las Armas, la muerte de parto de la heroína podría ser todavía más angustiosa de lo que ya es relampagueando subliminalmente en la pantalla, una y otra vez, durante la representación de la escena, palabras siniestras como "dolor", "sangre", "muerte". Conscientemente, las palabras no serían vistas, pero su efecto sobre la mente subconsciente sería muy grande y estos efectos podrían reforzar poderosamente las emociones evocadas, en el nivel de la conciencia, por la representación y el diálogo. Si, como parece muy cierto, la proyección subliminal puede intensificar firmemente las emociones sentidas por el público de los cines, la industria cinematográfica podría aún ser salvada de la bancarrota, siempre, claro está, que el teatro televisado no se le adelante. Teniendo en cuenta lo que queda dicho sobre la persuasión por asociación y el realce de las emociones con la sugestión subliminal, tratemos de imaginarnos lo que será un mitin político del futuro. El candidato (si es que cabe hablar todavía de candidatos) o el representante nombrado por la oligarquía gobernante, pronunciará su discurso para que todos lo oigan. Entretanto, los taquistoscopios, las máquinas susurradoras y chilladoras, los proyectores de imágenes tan difusas que sólo el subconsciente las podrá captar y todo lo demás estarán reforzando lo que el orador diga asociando sistemáticamente al hombre y sus causas con palabras de carga positiva e imágenes veneradas e inyectando estrobónicamente palabras de carga negativa y símbolos odiosos siempre que mencione a los enemigos del Estado o del partido. En los Estados Unidos serán proyectados en la tribuna breves relampagueos de Abraham Lincoln y de las palabras "gobierno por el pueblo". En Rusia, el orador será asociado, desde luego, con vislumbres de Lenin, las palabras "democracia del pueblo" y la profética barba del Padre Marx. Como todo esto está todavía de modo muy seguro en lo futuro, podemos permitirnos una sonrisa. Transcurridos diez o veinte años más, las cosas nos parecerán probablemente mucho menos divertidas. Porque lo que es ahora mera fantasía científica se habrá convertido en realidad política cotidiana. Poetzl fue uno de los portentos que pasé en cierto modo por alto cuando escribí Un Mundo Feliz. Mi fábula no hace ninguna referencia a la proyección subliminal. Es un error por omisión que, si volviera a escribir hoy el libro, corregiría con toda seguridad.

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X HIPNOPEDIA

A fines del otoño de 1957, el Woodland Road Camp, una institución penal del distrito de Tulare, California, fue el escenario de un experimento curioso e interesante. Se colocaron altoparlantes en miniatura bajo las almohadas de un grupo de presos que se habían prestado voluntariamente a actuar de conejitos de Indias psicológicos. Cada uno de estos altoparlantes de almohada estaba conectado a un fonógrafo en el despacho del alcalde. Cada hora durante toda la noche un susurro inspirativo repetía una breve homilía sobre "los principios de la vida moral". Al despertarse en mitad de la noche, el preso podía oír la vocecita que ensalzaba las virtudes cardinales o murmuraba, en nombre de un mejor ego del propio oyente: "Estoy imbuido de amor y compasión por todos. Venga, pues, Dios en mi ayuda." Después de leer lo referente al Woodland Road Camp, volví al segundo capítulo de Un Mundo Feliz. En ese capítulo, el Director de Incubadoras y Acondicionamiento para Europa Occidental explica a un grupo de nuevos técnicos en acondicionamiento e incubación el funcionamiento del sistema estatal de educación ética conocido en el siglo VII después de Ford como hipnopedia. El director dice a sus oyentes que los primeros ensayos de enseñanza durante el sueño habían estado mal orientados y, consiguientemente, habían fracasado. Los educadores habían intentado proporcionar preparación intelectual a sus dormidos alumnos. Pero la actividad intelectual es incompatible con el sueño. La hipnopedia sólo procuró resultados cuando fue utilizada para la preparación moral, o sea, para el acondicionamiento de la conducta por medio de la sugestión verbal en momentos de resistencia psicológica disminuida. "El acondicionamiento sin palabras es tosco y de orden general; no puede inculcar las complejas normas de conducta que reclama el Estado. Para eso tiene que haber palabras, pero palabras sin razón...". Es decir, la clase de palabras que no exigen análisis para su comprensión, que pueden ser tragadas enteras por el cerebro dormido. Tal es la verdadera hipnopedia, "la más grande fuerza moralizadora y socializadora de todos los tiempos". En Un Mundo Feliz, ningún ciudadano perteneciente a las castas inferiores provocaba conflicto alguno. ¿Por qué? Porque, desde que era capaz de hablar y de comprender lo que se le decía, todo niño de casta inferior quedaba expuesto a sugestiones incesantemente repetidas, noche tras noche, durante las horas de somnolencia y sueño. Estas sugestiones eran "como gotas de lacre, como gotas que se adhieren, incrustan e incorporan a aquello sobre lo que caen, hasta que finalmente la roca no es más que una ampolla roja. Hasta que finalmente la mente del niño es esas sugestiones y la suma de esas sugestiones es la mente del niño. Y no únicamente la mente del niño. También la mente del adulto, durante toda su vida. La mente que juzga, desea y decide, una mente formada por esas sugestiones. Pero esas sugestiones son nuestras sugestiones, las sugestiones del Estado...". Hasta la fecha, que yo sepa, las sugestiones hipnopédicas no han sido utilizadas por ningún Estado de más poder que el distrito de Tulare y, desde luego, las sugestiones hipnopédicas que Tulare ha formulado a los delincuentes son inobjetables. ¡Si todos nosotros y no únicamente los reclusos del Woodland Road Camp pudiéramos ser efectivamente imbuidos, durante nuestro sueño, de amor y compasión por todos! No, no es el mensaje transmitido por el susurro inspirativo lo que inspira recelos; es el principio de la enseñanza

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durante el sueño por los organismos gubernamentales. ¿Es la hipnopedia un instrumento que puedan utilizar discrecionalmente los funcionarios delegados para ejercer autoridad en una sociedad democrática? En el presente caso, la están utilizando únicamente en voluntarios y con la mejor de las intenciones. Pero no hay garantías de que las intenciones sean buenas en otros casos ni de que el adoctrinamiento se haga sobre la base de la voluntariedad. Cualquier ley o medida social que cree tentaciones a los funcionarios es mala. Cualquier ley o medida social que les evite la tentación de abusar de su poder delegado en provecho propio o en beneficio del Estado o de alguna organización política, económica o eclesiástica es buena. La hipnopedia, siendo efectiva, sería un instrumento poderosísimo en las manos de cualquiera que estuviera en condiciones de imponer sugestiones a un auditorio cautivo. Una sociedad democrática es una sociedad que se ajusta al postulado de que es fácil abusar del poder y de que, en consecuencia, éste debe ser confiado a los funcionarios únicamente en cantidad limitada y por limitados períodos de tiempo. En una sociedad así, el empleo de la hipnopedia por los funcionarios debería estar reglamentado por una ley, en el supuesto, claro está, de que la hipnopedia fuera genuinamente un instrumento de poder. Pero ¿es realmente tal instrumento? ¿Puede funcionar tan bien como yo supuse que funcionaba durante el siglo VII después de Ford? Analicemos los datos existentes. En el número de julio de 1955 del Psychological Bulletin, Charles W. Simón y William H. Emmons han examinado y valorado los diez estudios más importantes en esta disciplina. Todos estos estudios se refieren a la memoria. ¿Ayuda la enseñanza durante el sueño al alumno en su tarea de aprender? Y ¿en qué medida el material susurrado al oído de una persona dormida es recordado por ésta a la mañana siguiente? Simón y Emmons contestan como sigue: "Han sido examinados diez estudios sobre la enseñanza durante el sueño. Muchos de estos estudios han sido citados sin espíritu crítico por casas comerciales o en revistas populares y artículos periodísticos como prueba en favor de la posibilidad de aprender mientras se duerme. Se hizo un análisis crítico del plan experimental, las estadísticas, la metodología y los criterios de sueño de estos estudios. Todos ellos revelaron debilidades en uno o más de los aspectos precedentes." Los estudios no demuestran de modo inequívoco que se aprende realmente mientras se duerme. Pero al parecer algo se aprende "en un especial estado de vigilia, en el que los sujetos no recuerdan después que han estado despiertos. Esto puede tener gran importancia práctica desde el punto de vista de la economía en tiempo de estudio, pero no puede ser considerado como aprendizaje durante el sueño... Una inadecuada definición del sueño hace que el problema sea parcialmente confundido". Entretanto, subsiste el hecho de que en el ejército norteamericano, durante la Segunda Guerra Mundial (e inclusive, experimentalmente, durante la Primera), la instrucción diurna en código Morse y lenguas extranjeras fuera complementada con la instrucción durante el sueño, aparentemente con resultados satisfactorios. Desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial, varias casas comerciales de los Estados Unidos y otras partes han vendido gran número de altoparlantes de almohada y fonógrafos y cintas registradoras de regulación cronométrica para uso de actores con prisas para aprender sus papeles, de políticos y predicadores que quieren crear la ilusión de que improvisan con elocuencia, de estudiantes que preparan sus exámenes y, finalmente y con el máximo provecho, de las innumerables personas que no están contentas de sí mismas y desean autosugestionarse o que se las sugestione para convertirse en alguien distinto. La sugestión que uno mismo se administra puede ser fácilmente registrada en una cinta magnética y escuchada, una y otra vez, de día y durante el sueño. En cuanto a las sugestiones procedentes de fuera, pueden ser compradas en la forma de discos que incluyen una gran variedad de mensajes provechosos. Se hallan en el mercado discos para el alivio de la tensión y la inducción de

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una serenidad reparadora, discos para promover la confianza en sí mismo (muy utilizados por los vendedores), discos para aumentar nuestros atractivos y hacer nuestra personalidad más magnética. Entre los de más venta, figuran los discos para la consecución de la armonía sexual y los discos destinados a quienes desean adelgazar. ("El chocolate me deja frío, soy insensible al hechizo de las patatas, los bollos no me atraen ni poco ni mucho.") Hay discos para mejorar la salud y hasta discos para ganar más dinero. Y lo notable es que, de acuerdo con los testimonios no solicitados que envían los agradecidos compradores de estos discos, son muchas las personas que ganan realmente más dinero después de escuchar las sugestiones hipnopédicas a tal fin, muchas las damas rollizas que pierden peso y muchas las parejas en los lindes del divorcio que consiguen la armonía sexual y viven después muy felices. A este respecto, un artículo de Theodore X. Barber, "Sueño e hipnosis", publicado en el número de octubre de 1956 de The Journal of Clinical and Experimental Hipnosis, es sumamente esclarecedor. El señor Barber señala que hay una importante diferencia entre el sueño ligero y el sueño profundo. En el sueño profundo, el electroencefalógrafo no registra ondas alfa; en el sueño ligero, las ondas alfa hacen su aparición. En esto, el sueño ligero está más cerca de los estados de vigilia e hipnótico (en los que están presentes las ondas alfa) que del sueño profundo. Un ruido fuerte despertará a una persona sumida en un sueño de esta última clase. Un estímulo menos violento no lo hará, pero provocará la reaparición de las ondas alfa. Por el momento, el sueño profundo ha cedido el sitio al sueño ligero. Una persona en sueño profundo no es sugestionable. En cambio, cuando se hacen sugestiones a personas en sueño ligero, responden a ellas, según el señor Barber lo comprobó, exactamente como responderían a sugestiones que se les hicieran en un trance hipnótico. Muchos de los primeros investigadores del hipnotismo hicieron experimentos análogos. En su clásica History, Practice and Theory of Hypnotism, publicada por primera vez en 1903, Milne Bramwell señala que "muchas autoridades afirman que han cambiado el sueño natural en sueño hipnótico. Según Wetterstrand, es frecuentemente muy fácil ponerse en rapport con personas dormidas, especialmente niños. Wetterstrand cree que este modo de inducir a la hipnosis tiene mucho valor práctico y sostiene que lo ha usado muchas veces con buenos resultados". Bramwell cita a muchos otros experimentados hipnotistas (incluidas autoridades tan eminentes como Bernheim, Molí y Forel) con el mismo propósito. Actualmente, un experimentador no hablará de "cambiar el sueño natural en hipnótico". Lo más que dirá es que el sueño ligero (como opuesto al sueño profundo sin ondas alfa) es un estado en el que muchos sujetos aceptarán sugestiones con la misma facilidad que si estuvieran en un estado de hipnosis. Por ejemplo, después de habérseles dicho, mientras estaban en un sueño ligero, que iban a despertarse al poco tiempo sintiendo mucha sed, muchos sujetos se han despertado efectivamente en el momento preciso con la garganta seca y un fuerte deseo de tomar agua. La corteza está tal vez demasiado inactiva para pensar íntegramente, pero está también lo bastante alerta para reaccionar ante las sugestiones y transmitirlas al sistema nervioso autónomo. Como hemos visto ya, el conocido médico y experimentador sueco Wetterstrand obtuvo resultados muy buenos en el tratamiento hipnótico de niños dormidos. En nuestro tiempo, los métodos de Wetterstrand son seguidos por cierto número de pediatras, quienes instruyen a las jóvenes madres en el arte de hacer provechosas sugestiones a sus hijitos durante las horas de sueño ligero. Con esta clase de hipnopedia, cabe curar a los niños de los vicios de mojar la cama y morderse las uñas, prepararlos para que vayan a una operación sin temor y darles confianza y seguridad cuando, por una razón cualquiera, las circunstancias de sus vidas se hacen angustiosas. Yo mismo he obtenido notables

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resultados con la enseñanza terapéutica durante el sueño de niños chiquitos. Se obtendrían probablemente resultados análogos con muchos adultos. Para un aspirante a dictador, la moraleja de todo esto es clara. En las debidas condiciones, la hipnopedia es realmente eficaz; es, al parecer, tan eficaz como la hipnosis. La mayoría de las cosas que pueden hacerse con una persona en trance hipnótico pueden hacerse también con una persona en sueño ligero. Cabe pasar a través de la soñolienta corteza sugestiones verbales al interior del cerebro, al cerebelo, al bulbo y al sistema nervioso autónomo. Si estas sugestiones están bien ideadas y son frecuentemente repetidas, cabe mejorar o dificultar las funciones corporales del dormido, instalar nuevos sentimientos o modificar los antiguos, dar órdenes poshipnóticas e inculcar profundamente en la memoria lemas, fórmulas y consignas. Los niños son mejores sujetos hipnopédicos que los adultos, y el aspirante a dictador sabrá sacar ventaja de este hecho. Los niños en la edad de las guarderías y los jardines de infantes serán tratados con sugestiones hipnopédicas durante la siesta de la tarde. Para los niños mayores y especialmente los hijos de los miembros del partido –los chicos y chicas destinados a dirigentes, administradores y maestros– habrá internados en los que la excelente educación diurna tendrá como complemento la enseñanza durante el sueño. Cuando se trate de adultos, se dedicará una atención especial a los enfermos. Como Pavlov lo demostró hace años, los perros resistentes y de mucho carácter se hacen completamente sugestionables después de una operación o de una enfermedad debilitante. Nuestro dictador cuidará, por tanto, de que toda sala de hospital tenga las oportunas instalaciones de sonido. Una operación de apendicitis, un parto, una pulmonía o una hepatitis se convertirán en la ocasión de un curso intensivo en lealtad y verdadera fe, en una recordación de los principios de la ideología local. Cabrá encontrar otros auditorios cautivos en las cárceles, los campos de trabajo, los cuarteles, los barcos en navegación, los trenes y los aviones por la noche y las lúgubres salas de espera de las terminales de autobuses y de las estaciones ferroviarias. Aunque las sugestiones hipnopédicas presentadas a estos cautivos sólo fueran efectivas en un diez por ciento, los resultados seguirían siendo impresionantes y, desde el punto de vista de un dictador, sumamente deseables. De la impresionabilidad intensificada en relación con el sueño ligero y la hipnosis pasemos a la impresionabilidad normal de quienes están despiertos o creen por lo menos que están despiertos. (De hecho, como sostienen los budistas, la mayoría de nosotros estamos medio dormidos todo el tiempo y pasamos por la vida como sonámbulos que obedecen las sugestiones de otro. La iluminación equivale a estar completamente despierto. La palabra "Buda" podría ser traducida como "El Alerta".) Genéticamente, cada ser humano es único y, en muchos aspectos, diferente de otro ser humano cualquiera. El campo de la variación individual respecto de la norma estadística es asombrosamente amplio. Y la norma estadística, recordémoslo, es útil únicamente en los cálculos actuariales, no en la vida real. En la vida real, no existe eso que se llama el hombre medio. Sólo existen hombres, mujeres y niños particulares, cada uno de ellos con sus idiosincrasias natas de mente y de cuerpo, y todos ellos dedicados (u obligados) a comprimir sus diversidades biológicas en la uniformidad de tal o cual molde cultural. La impresionabilidad es una de las cualidades que varían mucho de individuo a individuo. Los factores ambientales representan sin duda un papel en hacer que una persona reaccione ante una sugestión más que otra, pero hay también, con la misma certidumbre, diferencias constitucionales en la impresionabilidad de los individuos. La resistencia extrema a la sugestión es muy rara. Por fortuna. Porque, si todos fueran tan poco sugestionables como lo son algunos, la vida social sería imposible. Las sociedades pueden funcionar con cierto grado de eficiencia porque, en grados diversos, la mayoría de la gente es bastante sugestionable. La impresionabilidad extrema es probablemente tan rara como la extrema

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impasibilidad. Y esto también es una buena cosa. Porque si la mayoría de la gente reaccionara ante las sugestiones exteriores tanto como los hombres y mujeres en los límites extremos de la impresionabilidad, la opción libre y racional resultaría imposible para la mayoría del cuerpo electoral y las instituciones democráticas no podrían sobrevivir ni tan siquiera surgir. Hace unos cuantos años, un grupo de investigadores llevó a cabo en el Hospital General de Massachusetts un experimento sumamente esclarecedor sobre los efectos calmantes de los placebos. (Un placebo es cualquier cosa en la que el paciente ve un activo remedio pero que, de hecho, es una sustancia farmacológicamente inactiva.) En este experimento, los sujetos eran ciento sesenta y dos pacientes que acababan de salir de los quirófanos y padecían fuertes dolores. Siempre que el paciente pedía una medicación que le calmara el padecimiento, recibía una inyección, unas veces de morfina y otras de agua destilada. Todos los pacientes recibieron algunas inyecciones de morfina y del placebo. Un treinta por ciento jamás obtuvo del placebo el menor alivio. En cambio, el catorce por ciento se sintió aliviado con cada una de las inyecciones de agua destilada. El restante cincuenta y cinco por ciento del grupo se sintió aliviado por el placebo en ciertas ocasiones, pero no en otras. ¿En qué aspectos difieren los sugestionables de los no sugestionables? Cuidadosos estudios y pruebas han revelado que ni la edad ni el sexo son factores importantes. Los hombres reaccionaban ante el placebo tan frecuentemente como las mujeres, y los jóvenes tan frecuentemente como los viejos. Tampoco la inteligencia, tal como es medida por las pruebas clásicas, parece ser importante. El IQ medio de los dos grupos era aproximadamente el mismo. En lo que los miembros de los dos grupos diferían significativamente era ante todo en el temperamento, en el modo en que se sentían en relación consigo mismos y con otras personas. Los sugestionables cooperaban más que los no sugestionables, eran menos críticos y recelosos. No daban trabajo a las enfermeras y juzgaban que el trato que estaban recibiendo en el hospital era "excelente". Pero, aunque menos hostiles hacia los demás que los no sugestionables, los sugestionables se preocupaban por lo general mucho más por sus propias personas. Bajo tensión, esta ansiedad tendía a traducirse en diversos síntomas psicosomáticos, como trastornos estomacales, diarrea y jaquecas. A pesar de su ansiedad, o a causa de ella, la mayoría de los sugestionables se mostraban menos inhibidos para exhibir su emoción que los no sugestionables. También se mostraban más locuaces. Y eran igualmente mucho más religiosos, mucho más activos en los asuntos de su Iglesia, y estaban mucho más preocupados, en un nivel subconsciente, por sus órganos pélvicos y abdominales. Es interesante comparar las cifras sobre la reacción ante los placebos con los cálculos hechos, en su propio campo especial, por quienes han escrito sobre hipnotismo. Aproximadamente la quinta parte de la población, según se nos dice, puede ser hipnotizada muy fácilmente. Otra quinta parte no puede ser hipnotizada de ningún modo o sólo puede ser hipnotizada cuando las drogas o la fatiga han disminuido la resistencia psicológica. Las restantes tres quintas partes pueden ser hipnotizadas algo menos fácilmente que el primer grupo, pero mucho más fácilmente que el segundo. Un fabricante de discos hipnopédicos me ha dicho que aproximadamente el veinte por ciento de sus clientes son clientes entusiastas y dan cuenta de muy notables resultados en muy poco tiempo. En el otro extremo del espectro de la impresionabilidad, hay una minoría del ocho por ciento que regularmente pide que se le devuelva el dinero. Entre estos dos extremos, está la gente que no obtiene resultados rápidos, pero que es lo bastante sugestionable para quedar afectada a la larga. Si esta gente escucha con perseverancia las oportunas instrucciones hipnopédicas, acabará obteniendo lo que quiere: confianza en sí misma, armonía sexual, menos peso o más dinero.

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Los ideales de democracia y libertad se ven ante el hecho brutal de la impresionabilidad humana. Una quinta parte del cuerpo electoral puede ser hipnotizada casi en un abrir y cerrar de ojos, una séptima parte puede sentirse aliviada del dolor con inyecciones de agua, una cuarta parte reaccionará pronta y entusiastamente ante la hipnopedia. Y a todas estas minorías excesivamente cooperadoras hay que añadir las mayorías de iniciación más lenta, cuya menor impresionabilidad puede ser explotada efectivamente por cualquiera que sepa lo que tiene entre manos y esté dispuesto a tomarse el tiempo y el trabajo necesarios. ¿Es compatible la libertad individual con un alto grado de impresionabilidad individual? ¿Pueden las instituciones democráticas sobrevivir a la subversión desde dentro practicada por hábiles manipuladores de la mente adiestrados en la ciencia y el arte de explotar la impresionabilidad de los individuos y las multitudes? ¿En qué medida puede ser neutralizada por la educación la tendencia nata a ser demasiado sugestionable por el propio bien o el bien de una sociedad democrática? ¿Hasta qué punto puede ser limitada por una ley la explotación de la impresionabilidad excesiva por parte de negociantes, eclesiásticos y políticos en el poder o la oposición? Explícita o implícitamente, las dos primeras preguntas han quedado contestadas en los capítulos precedentes. Estudiaré en lo que sigue los problemas de la prevención y la cura.

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XI EDUCACIÓN PARA LA LIBERTAD

La educación para la libertad debe comenzar exponiendo hechos y enunciando valores y debe continuar creando adecuadas técnicas para la realización de los valores y para combatir a quienes deciden desconocer los hechos y negar los valores por una razón cualquiera. En un capítulo anterior he examinado la Ética Social, en función de la cual se justifican y se hace que parezcan un bien los males resultantes del exceso de organización y del exceso de población. ¿Es que un sistema de valores así está de acuerdo con lo que sabemos del físico y del temperamento humanos? La Ética Social parte del supuesto de que la crianza tiene una importancia decisiva en la determinación de la conducta humana y de que la naturaleza –el equipo psicofísico con el que nacen los individuos– es un factor insignificante. Pero ¿es esto verdad? ¿Es verdad que los seres humanos son únicamente los productos de su ambiente social? Y si no es verdad, ¿qué justificación puede haber para sostener que el individuo es menos importante que el grupo del que es miembro? Todos los elementos de juicio disponibles indican que, en la vida de los individuos y las sociedades, la herencia no es menos importante que la cultura. Cada individuo es biológicamente único y distinto de todos los otros individuos. La libertad es por tanto un gran bien, la tolerancia una gran virtud y la uniformidad una gran desdicha. Por razones prácticas o teóricas, los dictadores, los Hombres de Organización y ciertos hombres de ciencia ansían reducir la enloquecedora diversidad de las naturalezas de los hombres a una u otra clase de gobernable uniformidad. En el primer impulso de su fervor behaviorista, J. B. Watson declaró rotundamente que no podía encontrar "apoyo alguno para las normas hereditarias de conducta ni para los especiales talentos (musicales, artísticos, etc.) que dicen que hay en las familias". Incluso hoy un distinguido psicólogo, el profesor B. E Skinner, de Harvard, insiste en que "a medida que la explicación científica se hace más amplia, la contribución a ella que puede reivindicar el individuo mismo parece acercarse a cero. Las alabadas facultades creadoras del hombre, sus realizaciones en el arte, la ciencia y la moral, su capacidad para optar y nuestro derecho a hacerlo responsable de las consecuencias de su opción son cosas que sin excepción carecen de importancia en el nuevo autorretrato científico". En pocas palabras, los dramas de Shakespeare no fueron escritos por Shakespeare ni siquiera por Baton o el conde de Oxford; fueron escritos por la Inglaterra isabelina. Hace más de sesenta años, William James escribió un ensayo sobre "Los grandes hombres y su ambiente", en el que se lanzó a la defensa de los individuos sobresalientes contra los ataques de Herbert Spencer. Este había proclamado que la "Ciencia" (esa personificación maravillosamente conveniente de las opiniones, en una fecha determinada, de los profesores X, Y y Z) había abolido por completo al Gran Hombre. "El gran hombre –había escrito– debe ser clasificado, con todos los otros fenómenos de la sociedad que lo ha hecho nacer, como un producto de los antecedentes de esa misma sociedad." El gran hombre es tal vez (o parece que es) el "iniciador inmediato de cambios... Pero, si ha de haber algo que sea una verdadera explicación de estos cambios, es preciso buscarlo en el conjunto de condiciones del que han surgido tanto él como ellos". Estamos aquí ante una de esas huecas honduras a las que no cabe atribuir significado funcional alguno. Lo que nuestro

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filósofo está diciendo es que debemos saberlo todo antes de que podamos comprender de modo completo una cosa cualquiera. Es indudable. Pero de hecho nunca podremos saberlo todo. Debemos, por tanto, contentarnos con la comprensión parcial y las causas inmediatas, incluida la influencia de los grandes hombres. "Si hay algo humanamente cierto –escribe William James– es que la sociedad del gran hombre, llamada así con propiedad, no lo hace antes de que él pueda rehacerla. Son las fuerzas fisiológicas, con las que las condiciones sociales, políticas, geográficas y, en una gran medida, antropológicas tienen tanto y tan poco que ver como el cráter del Vesubio con la llama vacilante del gas a cuya luz escribo, las que lo hacen. ¿Es que el señor Spencer sostiene que la convergencia de las presiones sociológicas chocó de tal modo sobre Stratford-upon-Avon hacia el 26 de abril de 1564 que tuvo que nacer allí un W. Shakespeare, con todas sus peculiaridades mentales?... Y ¿quiere decir que, si el susodicho W. Shakespeare hubiese muerto de enteritis infantil, otra madre de Stratford-upon-Avon hubiera necesitado engendrar un duplicado del extinto para restablecer el equilibrio sociológico?" El profesor Skinner es un psicólogo experimental, y su tratado sobre "Ciencia y Conducta Humana" está sólidamente basado en los hechos. Pero, por desgracia, los hechos pertenecen a una clase tan limitada que, cuando finalmente se lanza a una generalización, sus conclusiones son tan poco realistas como las del teórico Victoriano. Ello es inevitable, porque la indiferencia del profesor Skinner por lo que James llama las "fuerzas fisiológicas" es casi tan completa como la de Herbert Spencer. Descarta con menos de una página los factores genéticos determinantes del comportamiento humano. No hay en su libro la menor referencia a los datos de la medicina constitucional ni la menor alusión a esa psicología constitucional en función de la cual (sólo en función de la cual, a mi juicio) sería posible escribir una biografía completa y realista de un individuo en relación con los hechos importantes de su existencia: su cuerpo, su temperamento, sus dotes intelectuales, su ambiente inmediato de momento a momento, su tiempo, su lugar y su cultura. Una ciencia del comportamiento humano es como una ciencia del movimiento en abstracto: es necesaria, pero totalmente inadecuada para los hechos en sí misma. Consideremos una libélula, un cohete y una ola rompiéndose. Los tres son ilustraciones de las mismas leyes fundamentales del movimiento, pero cada uno de ellos ilustra estas leyes de un modo distinto y las diferencias son importantes por lo menos tanto como las identidades. Por sí mismo, un estudio del movimiento apenas puede decirnos algo de lo que, en un caso dado, se está moviendo. Análogamente, un estudio de la conducta apenas puede decirnos algo por sí mismo del conjunto mente-cuerpo individual que, en un caso dado, está exhibiendo un comportamiento. Pero, para nosotros, que somos mentes-cuerpos, el conocimiento de los conjuntos mentes-cuerpos es de primordial importancia. Además, sabemos por observación y experiencia que las diferencias entre los conjuntos mentes-cuerpos individuales son enormes y que algunos de estos conjuntos pueden tener y tienen una profunda influencia en su ambiente social. Sobre este último punto, el señor Bertrand Russell está de completo acuerdo con William James y... prácticamente con todos, exceptuados los proponentes de las teorías spencerianas y behavioristas. Según Russell, las causas del cambio histórico son de tres clases: el cambio económico, la teoría política y los individuos importantes. "No creo –dice– que ninguno de estos factores pueda ser desconocido o totalmente explicado como efecto de causas de otra clase." Así, si Bismarck y Lenin hubiesen muerto en la infancia, nuestro mundo sería muy diferente de lo que, gracias en parte a Bismarck y Lenin, actualmente es. "La historia no es todavía una ciencia y sólo se puede lograr que parezca tal con falsificaciones y omisiones." En la vida real, en la vida que se vive día a día, el individuo no puede nunca ser explicado como un producto de las circunstancias exteriores. Sólo en teoría sus contribuciones parecen acercarse a cero; en la práctica son de la mayor importancia. Cuando se hace un trabajo en el mundo, ¿quién

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lo hace? ¿De quién son los ojos y oídos que perciben, la corteza que piensa, los sentimientos que motivan, la voluntad que vence los obstáculos? Desde luego, no los del ambiente social, porque un grupo no es un organismo, sino una organización ciega e inconsciente. Cuanto se hace dentro de una sociedad se hace por individuos. Estos individuos están, desde luego, profundamente influidos por la cultura local, los tabúes, los principios morales, la información veraz o falsa heredada de lo pasado y preservada en un cuerpo de tradiciones orales o de literatura escrita, pero, sea lo que fuere lo que cada individuo tome de la sociedad (o, para ser más exactos, de otros individuos asociados en grupos o de las simbólicas constancias compiladas por otros individuos, vivos o muertos), lo utilizará a su modo único, con sus sentidos especiales, su constitución bioquímica, su físico y temperamento, no al modo de ningún otro. Ninguna cantidad de explicación científica, por muy amplia que sea, puede eliminar estos hechos evidentes. Y recordemos que el retrato científico del hombre como producto del ambiente social que hace el profesor Skinner no es el único retrato científico. Hay otros parecidos más realistas. Veamos, por ejemplo, el retrato del profesor Roger Williams. Lo que pinta no es la conducta en abstracto, sino los conjuntos mentes-cuerpos comportándose, unos conjuntos que son los productos en parte del ambiente social que comparten con otros conjuntos y en parte de su propia herencia privada. En The Human Frontier y Free but Unequal, el profesor Williams ha examinado detenidamente esas diferencias innatas entre los individuos para las que el doctor Watson no encuentra apoyo y cuya importancia, a juicio del profesor Skinner, se acerca a cero. Entre los animales, la variabilidad biológica dentro de una especie dada se hace más y más notable a medida que ascendemos en la escala de la evolución. Esta variabilidad biológica llega a su máximo en el hombre, y los seres humanos exhiben un grado de diversidad bioquímica, estructural y temperamental superior al que se observa en los miembros de cualquier otra especie. Es un hecho perfectamente observable. Pero lo que he llamado Voluntad de Orden, ese deseo de imponer una inteligible uniformidad a la desconcertante variedad de las cosas y los acontecimientos, ha inducido a muchos a desconocerlo. Han reducido a un mínimo la singularidad biológica y han concentrado toda su atención en los más sencillos y, en el estado actual de los conocimientos, más comprensibles factores ambientales del comportamiento humano. "Como consecuencia de estas ideas e investigaciones centradas en el ambiente –escribe el profesor Williams–, la doctrina de la uniformidad esencial de los infantes humanos ha conquistado una vasta aceptación y tiene el apoyo de numerosos psicólogos sociales, sociólogos, antropólogos sociales y muchos otros, con inclusión de historiadores, economistas, educadores, juristas y hombres públicos. Esta doctrina ha quedado incorporada a las ideas que prevalecen en muchos de los que participan en la determinación de los principios educativos y de política, y es frecuentemente aceptada sin discutir por quienes piensan poco por propia cuenta." Un sistema ético que se base en una apreciación más o menos realista de los datos de la experiencia tiene muchas probabilidades de hacer más bien que mal. Pero son muchos los sistemas éticos que se han basado en una apreciación de la experiencia, en una opinión de la naturaleza de las cosas, que no tiene nada de realista. Una ética como tal ha de hacer probablemente más mal que bien. Por ejemplo, hasta hace muy poco se creía universalmente que el mal tiempo, las enfermedades del ganado y la impotencia sexual podían ser causados, y en muchos casos realmente lo eran, por los malévolos manejos de los magos. Apresar y matar magos era por tanto un deber. Y un deber además divinamente ordenado en el segundo Libro de Moisés: "No permitirás que una bruja viva". Los sistemas de ética y derecho basados en esta errónea opinión sobre la naturaleza de las cosas fueron la causa (durante los siglos en que fueron tomados muy en serio por hombres con autoridad) de males aterradores. La orgía de espionajes, linchamientos y asesinatos

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judiciales que estas ideas equivocadas acerca de la magia hacían lógica y obligatoria no fue igualada sino hasta nuestros días, cuando la ética comunista, basada en una opinión errónea de la economía, y la ética nazi, basada en una opinión errónea de la raza, ordenaron y justificaron atrocidades en una escala todavía mayor. Consecuencias apenas menos indeseables tendría probablemente la adopción general de una Ética Social basada en el error de que nuestra especie es una especie completamente social, de que los infantes humanos nacen uniformes y de que los individuos son el producto de un acondicionamiento operado por el ambiente colectivo y dentro de él. Si estas ideas fueran correctas, si los seres humanos fueran realmente miembros de una especie verdaderamente social y si sus diferencias individuales fueran insignificantes y pudieran ser completamente borradas con el apropiado acondicionamiento, es evidente que no habría necesidad alguna de libertad y que el Estado tendría justificación para perseguir a los herejes que la reclamaran. Para el termes individual, servir al termitero es la libertad perfecta. Pero los seres humanos no son completamente sociales; son tan sólo moderadamente gregarios. Sus sociedades no son organismos como la colmena o el hormiguero; son organizaciones; son, en otros términos, mecanismos ad hoc para la vida colectiva. Además, las diferencias entre los individuos son tan grandes que, a pesar de la más intensiva igualación cultural, un endomorfo extremo (para utilizar la terminología de W. H. Sheldon) mantendrá sus características viscerotónicas sociales, un mesomorfo extremo seguirá siendo enérgicamente somatotónico en todas las circunstancias y un ectomorfo extremo siempre será un cerebrotónico, introvertido y ultrasensible. En el Mundo Feliz de mi fábula, la conducta socialmente deseable quedaba asegurada por un doble tratamiento de manipulación genética y acondicionamiento posnatal. Las criaturas se gestaban en botellas y se obtenía un alto grado de uniformidad en el producto humano mediante la utilización de huevos de un limitado número de madres y tratando cada huevo de modo que se dividiera una y otra vez, produciendo gemelos en hornadas de cien o más. Era posible así producir uniformes mentalidades maquinales para máquinas uniformes. Y la uniformidad de estas mentalidades maquinales quedaba perfeccionada después del nacimiento con el acondicionamiento infantil, la hipnopedia y una euforia químicamente inducida como sustitutivo de la satisfacción de sentirse libre y creador. En el mundo en que vivimos, como ha sido señalado en un capítulo anterior, fuerzas impersonales empujan hacia la centralización del poder y una sociedad uniformada. La uniformidad genética de los individuos es todavía imposible, pero el Gran Gobierno y la Gran Empresa poseen ya o poseerán pronto todas las técnicas para la manipulación de la mente que han sido descritas en Un Mundo Feliz y otras para las que no tuve suficiente imaginación. Sin medios para imponer la uniformidad genética a los embriones, los gobernantes del mundo excesivamente poblado y organizado de mañana tratarán de imponer la uniformidad social y cultural a los adultos y sus hijos. Para alcanzar este fin, utilizarán (como no se les impida) todas las técnicas de manipulación de la mente a su disposición y no vacilarán en reforzar estos métodos de persuasión no racional con la coacción económica y las amenazas de violencia física. Si ha de ser evitada esta clase de tiranía, debemos comenzar sin demora a educarnos y a educar a nuestros hijos para la libertad y el gobierno de nosotros mismos. Esa educación para la libertad debe ser, como he dicho, una educación ante todo en hechos y en valores: los hechos de la diversidad individual y de la singularidad genética y los valores de la libertad, la tolerancia y la caridad mutua, que son los corolarios éticos de tales hechos. Pero, por desgracia, el conocimiento exacto y los sólidos principios no son bastantes. Una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante. Una hábil apelación a la pasión es muchas veces demasiado fuerte para la mejor de las buenas resoluciones. Los efectos de la propaganda falsa y perniciosa no pueden ser neutralizados

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sin un adiestramiento a fondo en el arte de analizar sus técnicas y ver a través de sus sofismas. El lenguaje ha permitido que el hombre progrese de la animalidad a la civilización. Pero el lenguaje ha inspirado también esa continua locura y esa sistemática y genuinamente diabólica perversidad que no son menos características del comportamiento humano que las virtudes lingüísticamente inspiradas de la premeditación sistemática y de la continua benevolencia angélica. El lenguaje permite a quienes lo usan dedicar atención a cosas, personas y hechos, hasta cuando las cosas y las personas están ausentes y los hechos no están ocurriendo. El lenguaje procura la definición a nuestras memorias y, al traducir las experiencias en símbolos, convierte lo inmediato del deseo o el aborrecimiento, del odio o del amor, en principios fijos de sentimiento y conducta. De un modo del que no tenemos plena conciencia, el sistema reticular del cerebro selecciona de una incontable multitud de estímulos esas pocas experiencias que tienen importancia práctica para nosotros. De estas experiencias inconscientemente seleccionadas, seleccionamos y extraemos de modo más o menos consciente un reducido número, al que marcamos con palabras de nuestro vocabulario y luego clasificamos dentro de un sistema a la vez metafísico, científico y ético que está formado por otras palabras de un nivel de abstracción más alto. En los casos en que la selección y la extracción hayan sido dictadas por un sistema que no sea demasiado erróneo como opinión de la naturaleza de las cosas, y en que los marbetes verbales hayan sido inteligentemente elegidos y su naturaleza simbólica claramente comprendida, nuestro comportamiento tenderá a ser realista y tolerablemente decoroso. En cambio, bajo la influencia de palabras mal elegidas y aplicadas, sin comprensión alguna de su carácter meramente simbólico, a experiencias que han sido seleccionadas y extraídas a la luz de un sistema de ideas erróneas, tenderemos a comportarnos con una diabólica y organizada estupidez, de la que los animales mudos (precisamente porque son mudos y no pueden hablar) son beatíficamente incapaces. En su propaganda antirracional, los enemigos de la libertad pervierten sistemáticamente los recursos del lenguaje, con el objeto de atraer o empujar a sus víctimas hacia el modo de pensar, sentir y obrar que ellos, los manipuladores de la mente, desean. Una educación para la libertad (y para el amor y la inteligencia que son, a un mismo tiempo, las condiciones y los resultados de la libertad) debe ser, entre otras cosas, una educación en el uso propio del lenguaje. Desde hace dos o tres generaciones, los filósofos han dedicado mucho tiempo y mucha meditación al análisis de los símbolos y al significado del significado. ¿Cómo se relacionan las palabras y expresiones que hablamos con las cosas, personas y sucesos con los que nos encontramos en nuestra vida cotidiana? Examinar este problema nos exigiría mucho tiempo y nos llevaría demasiado lejos. Basta que digamos que disponemos actualmente de todo el material intelectual que se precisa para una sólida educación en el uso propio del lenguaje, para una educación en todos los niveles, desde el jardín de infantes hasta los cursos para graduados. Esta educación en el arte de distinguir entre el uso propio y el uso impropio de los símbolos debería ser inaugurada inmediatamente. En verdad, pudo haber sido inaugurada en cualquier momento de los últimos treinta o cuarenta años. Y, sin embargo, en ningún sitio se enseña a los niños, de un modo sistemático, a distinguir la afirmación verdadera de la falsa, la significativa de la carente de significado. ¿Por qué es así? Porque sus mayores, inclusive en los países democráticos, no quieren darles esta clase de educación. A este respecto, la breve y triste historia del Instituto de Análisis de la Propaganda es significativa en grado sumo. El Instituto fue fundado en 1937, cuando la propaganda nazi era más ruidosa y efectiva, por el señor Filene, el filántropo de Nueva Inglaterra. Bajo los auspicios de este centro, se hicieron análisis de propaganda no racional y se prepararon varios textos para la instrucción de los estudiantes secundarios y universitarios. Vino luego la guerra, una guerra total, en todos los frentes, en el mental no menos que en el físico. Con todos los Gobiernos Aliados dedicados a la "guerra

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psicológica", insistir en la conveniencia del análisis de la propaganda parecía un poco una falta de tacto. El Instituto fue cerrado en 1941. Pero inclusive antes del estallido de las hostilidades había muchas personas a las que las actividades del centro les parecían muy inconvenientes. Ciertos educadores, por ejemplo, desaprobaban la enseñanza del análisis de la propaganda alegando que induciría al cinismo a los adolescentes. Tampoco los militares acogían con agrado tal enseñanza; temían que los reclutas comenzaran a analizar el lenguaje de los sargentos instructores. Y estaban luego los clérigos y los anunciantes. Los clérigos se pronunciaban contra el análisis de la propaganda alegando que un análisis así socavaría la fe y disminuiría la asistencia a la iglesia; los anunciantes adoptaron la misma actitud por entender que tal análisis socavaría la lealtad a las marcas y reduciría las ventas. Estos temores y desagrados no carecían de fundamento. Un escrutinio demasiado a fondo por parte de demasiada gente del común de lo que dicen sus pastores y maestros puede resultar profundamente subversivo. En su forma presente, el orden social depende para su continuación de la aceptación, sin demasiadas preguntas embarazosas, de la propaganda presentada por quienes tienen autoridad y de la propaganda santificada por las tradiciones locales. Una vez más, el problema consiste en encontrar el oportuno término medio. Los individuos deben ser lo bastante sugestionables para que quieran y puedan hacer que su sociedad funcione, pero no tan sugestionables que caigan bajo el hechizo de manipuladores profesionales de la mente. Análogamente, debe enseñárseles en materia de análisis de la propaganda lo suficiente para que no crean a ojos cerrados en la pura insensatez, pero no tanto que rechacen abiertamente las manifestaciones no siempre racionales de los bien intencionados guardianes de la tradición. Probablemente, el feliz término medio entre la credulidad y el escepticismo total nunca podrá ser descubierto y mantenido por el solo análisis. Este planteamiento más bien negativo del problema tendrá que ser complementado por algo más positivo: la enunciación de una serie de valores generalmente aceptables basados en un sólido cimiento de hechos. El valor, ante todo, de la libertad individual, basado en los hechos de la diversidad humana y de la singularidad genética; el valor de la caridad y la compasión, basado en un hecho conocido de antiguo y descubierto de nuevo por la moderna psiquiatría, es decir, el hecho de que el amor es tan necesario para los seres humanos como la comida y el techo; y, finalmente, el valor de la inteligencia, sin la que el amor es impotente y la libertad, inasequible. Esta serie de valores nos proporcionará un criterio para que la propaganda pueda ser juzgada. La propaganda que resulte insensata e inmoral podrá así ser rechazada sin discusión. La que sea meramente irracional, pero resulte compatible con el amor y la libertad y no se oponga en principio al ejercicio de la inteligencia, podrá ser provisionalmente aceptada por lo que valga.

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XII ¿QUÉ PUEDE HACERSE?

Podemos ser educados para la libertad mucho mejor de lo que actualmente lo somos. Pero la libertad, como he tratado de demostrarlo, se ve amenazada desde muchas direcciones, y estas amenazas son de muchas clases diferentes: demográficas, sociales, políticas, psicológicas. Nuestra enfermedad tiene una multiplicidad de causas cooperantes y sólo podrá ser curada por una multiplicidad de cooperantes remedios. Al encarar cualquier compleja situación humana, debemos tener en cuenta todos los factores importantes, no meramente un solo factor. Nada que no sea todo es realmente bastante. La libertad está amenazada y la educación para la libertad es de necesidad muy urgente. Pero hay otras muchas cosas: por ejemplo, la organización social para la libertad, la regulación de los nacimientos para la libertad, la legislación para la libertad. Comencemos por el último de estos puntos. Desde los tiempos de la Carta Magna, y aun antes, los legisladores ingleses han puesto especial cuidado en proteger la libertad física del individuo. Una persona mantenida en prisión por razones de legalidad dudosa tiene derecho, conforme al derecho consuetudinario y la ley aclaratoria de 1679, de recurrir a uno de los tribunales superiores de justicia en demanda de un mandamiento de habeas corpus. Este mandamiento es dirigido por un magistrado del alto tribunal al jefe de policía o al carcelero y ordena al uno o al otro que, dentro de un plazo determinado, presente a la persona detenida ante el tribunal para un examen del caso; la presentación ha de ser, entiéndase bien, no de la queja escrita del detenido, no de sus representantes legales, sino de su corpus, de su cuerpo, de su solidísima carne, obligada a dormir sobre unas tablas, a respirar el fétido aire de la prisión y a comer el repugnante rancho carcelario. Esta preocupación por la condición básica de la libertad –la ausencia de compulsión física– es indiscutiblemente necesaria, pero no es todo lo necesario. Es perfectamente posible para un hombre estar fuera de la cárcel y, sin embargo, no estar en libertad; estar sin ningún constreñimiento físico y, sin embargo, ser psicológicamente un cautivo obligado a pensar, sentir y obrar como los representantes del Estado nacional o de algún interés privado dentro de la nación quieren que piense, sienta y obre. Nunca habrá nada parecido a un mandamiento de habeas mentem, pues no hay jefe de policía o carcelero que pueda presentar ante un tribunal una mente ilegalmente encarcelada, ni nadie cuya mente hubiera sido hecha cautiva por los métodos reseñados en capítulos anteriores estaría en condiciones de quejarse de su cautiverio. La naturaleza de la compulsión psicológica es tal que quienes actúan constreñidos permanecen con la impresión de que están obrando por propia iniciativa. La víctima de la manipulación de la mente no sabe que es una víctima. Los muros de su prisión son invisibles para ella. Se cree libre. Su falta de libertad sólo se manifiesta a otros. Es una servidumbre estrictamente objetiva. Nunca podrá haber, lo repito, nada parecido a un mandamiento de habeas mentem. Pero puede haber legislación preventiva, una legislación que declare ilegal la trata psicológica, que proteja a las mentes contra los inescrupulosos abastecedores de propaganda venenosa y se inspire en las leyes que protegen los cuerpos contra los proporcionadores de alimentos adulterados y drogas perniciosas. Por ejemplo, podría haber y, a mi juicio, debería haber leyes que limitaran el derecho de las autoridades, civiles o militares, a someter a los

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públicos cautivos que están a sus órdenes o bajo su custodia a la enseñanza durante el sueño. Podría haber y, a mi juicio, debería haber leyes que prohibieran el empleo de la proyección subliminal en los lugares públicos o las pantallas de televisión. Podría haber y, a mi juicio, debería haber leyes que impidieran a los candidatos políticos, no solamente gastar más que determinada cantidad en sus campañas electorales, sino también recurrir a esa especie de propaganda antirracional que convierte en disparate todo el procedimiento democrático. Unas leyes preventivas como tales podrían hacer algún bien, pero, sí las grandes fuerzas impersonales que amenazan actualmente la libertad continúan concentrando poder, ese bien no podrá ser hecho por mucho tiempo. La mejor de las constituciones y la mejor de las leyes preventivas serán impotentes frente a las presiones continuamente crecientes del exceso de población y organización que se deben a los números en aumento y la tecnología en avance. Las constituciones no serán abrogadas y las buenas leyes permanecerán en las colecciones legislativas, pero estas formas liberales servirán únicamente para disfrazar y adornar una sustancia profundamente antiliberal. Con una población y una organización excesivas y sin frenos, lo que podemos esperar en los países democráticos es una inversión del proceso que transformó a Inglaterra en una democracia con mantenimiento de las formas exteriores de una monarquía. Bajo la presión inexorable de un aumento de población en aceleración continua y de un creciente exceso de organización y por medio de métodos cada vez más efectivos de manipulación de la mente, las democracias cambiarán de naturaleza. Las pulcras formas antiguas –elecciones, parlamentos, tribunales supremos y todo lo demás– subsistirán, pero la sustancia bajo la superficie será una nueva clase de totalitarismo no violento. Todos los nombres tradicionales y todos los santificados lemas seguirán siendo exactamente lo que eran en los buenos tiempos de antaño. La democracia y la libertad serán el tema de todas las emisiones radiales y de todos los artículos editoriales, pero se tratará de la democracia y la libertad en sentido estrictamente Pickwick. Entretanto, la oligarquía gobernante y su muy preparado grupo selecto de soldados, policías, fabricantes de ideas y manipuladores de la mente gobernarán tranquilamente el conjunto como les plazca. ¿Cómo podemos imponernos a esas grandes fuerzas impersonales que son actualmente una amenaza para nuestras duramente ganadas libertades? En el campo verbal y en términos generales, esta pregunta puede ser contestada con suma facilidad. Consideremos el problema del exceso de población. Las cifras humanas en rápido aumento presionan cada vez más en los recursos naturales. ¿Qué cabe hacer? Evidentemente, debemos reducir, con toda la celeridad posible, la razón de nacimientos hasta un punto que no exceda de la razón de defunciones. Al mismo tiempo, con toda la rapidez posible, debemos aumentar la producción de alimentos, establecer y aplicar un plan mundial para la conservación de nuestros suelos y bosques, crear sustitutivos, a ser posible menos peligrosos y de agotamiento más lento que el uranio, para nuestros actuales combustibles y, sin dejar de reunir nuestros menguantes recursos de minerales fácilmente asequibles, idear métodos nuevos y no demasiado costosos de extraer esos mismos minerales de yacimientos cada vez más pobres: el más pobre de todos es el agua de mar. Pero todo esto, sobra decirlo, es casi infinitamente más fácil de decir que de hacer. El aumento anual en las cifras debe ser disminuido. Pero ¿cómo? Tenemos dos alternativas: por un lado, el hambre, la peste y la guerra; por otro, la regulación de los nacimientos. La mayoría de nosotros opta por la regulación de los nacimientos e inmediatamente nos vemos ante un problema que es simultáneamente un rompecabezas en fisiología, farmacología, sociología, psicología y hasta teología. La "Píldora" no ha sido perfeccionada todavía. Y en el supuesto de que lo sea algún día, ¿cómo distribuirla entre los muchos cientos de millones de madres en potencia (o, si se trata de una píldora que obra en el varón, padres en potencia) que tendrán

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que tomarla si la proporción de nacimientos ha de disminuir? Y, supuestas las costumbres sociales existentes y las fuerzas de la inercia cultural y psicológica, ¿cómo hacer cambiar de opinión a quienes deberían tomar la píldora y se niegan a tomarla? Y ¿qué decir de la oposición de la Iglesia Católica a cualquier forma de regulación de los nacimientos, exceptuado el llamado método del ritmo (un método, por cierto, que ha resultado hasta ahora poco menos que totalmente inefectivo para reducir la razón de nacimientos en las sociedades industrialmente atrasadas, que son aquéllas en que la reducción es más urgentemente necesaria)? Y estas preguntas acerca de la "píldora" hipotéticamente perfecta deben ser formuladas también, con las mismas escasas perspectivas de obtener respuestas satisfactorias, en relación con los métodos químicos y mecánicos ya disponibles de regulación de los nacimientos. Si pasamos de los problemas de la regulación de los nacimientos a los problemas de aumentar la producción de alimentos y conservar nuestros recursos naturales, nos vemos ante dificultades tal vez no tan grandes, pero todavía enormes. Tenemos ante todo el problema de la educación. ¿Cuánto tiempo hará falta para que los innumerables campesinos y agricultores, de quienes depende actualmente la producción de la mayor parte de los alimentos del mundo, tengan la instrucción suficiente para el perfeccionamiento de sus métodos? Y, si todos ellos llegan a tener esta instrucción, ¿dispondrán del capital necesario para procurarse las máquinas, el combustible, los lubricantes, la energía eléctrica, los abonos y las variedades mejoradas de plantas alimenticias y animales domésticos, sin todo lo cual la mejor instrucción agronómica es inútil? Análogamente, ¿quién educará a la raza humana en los principios y la práctica de la conservación? Y ¿cómo se impedirá que los hambrientos ciudadanos-campesinos de un país cuyas población y demandas de alimentación van en aumento "socaven los suelos"? Y, si se consiguiera impedírselo, ¿quién se encargará de mantenerlos mientras la herida y agotada tierra vuelve gradualmente, a fuerza de cuidados, a la salud y la fecundidad? O examinemos esas sociedades atrasadas a las que se intenta ahora industrializar. Si tiene éxito el intento ¿quién les impedirá que, en su desesperado esfuerzo por ponerse y mantenerse al nivel de otros, derrochen los irreemplazables recursos del planeta tan estúpida y desenfrenadamente como lo han hecho y todavía lo hacen quienes los han precedido en la carrera? Y, cuando llegue el día del ajuste de cuentas, ¿dónde hallarán los países más pobres el personal científico y las enormes cantidades de capital que harán falta para extraer los minerales indispensables de yacimientos de concentración demasiado baja, en las circunstancias existentes y de modo que la extracción sea técnicamente posible y económicamente justificable? Cabe que con el tiempo se encuentre solución a todos estos problemas. Pero ¿en cuánto tiempo? En cualquier carrera entre las cifras humanas y los recursos naturales, el tiempo está contra nosotros. A fines del presente siglo, tal vez haya en los mercados mundiales, si ponemos en ello todo nuestro empeño, el doble de los alimentos que hay actualmente. Pero también habrá aproximadamente dos veces más gente y varios miles de millones de estas personas vivirán en países parcialmente industrializados y consumirán diez veces más energía, agua, madera y minerales irreemplazables de lo que están actualmente consumiendo sus padres. En pocas palabras, la situación alimentaria será tan mala como lo es hoy y la situación de las materias primas será mucho peor. Hallar una solución al problema del exceso de organización apenas es menos difícil que hallar una solución al problema de los recursos naturales y las cifras crecientes. En el campo verbal y en términos generales, la solución es perfectamente sencilla. Es un axioma político que el poder sigue a la propiedad. Pero es ya un hecho histórico la rápida conversión de los medios de producción en la propiedad monopolista de la Gran Empresa y el Gran Gobierno. Por tanto, si creemos en la democracia, tenemos que tomar disposiciones para distribuir la propiedad con la mayor amplitud posible.

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O tomemos el derecho de voto. En principio, es un gran privilegio. En la práctica, como la reciente historia lo ha mostrado repetidamente, el derecho de voto no es en sí mismo una garantía de libertad. Por tanto, si deseamos impedir la dictadura por el plebiscito, debemos dividir las vastas colectividades parecidas a máquinas de la sociedad moderna en grupos autónomos que cooperen voluntariamente y sean capaces de funcionar al margen de los sistemas burocráticos de la Gran Empresa y el Gran Gobierno. El exceso de población y organización ha producido la metrópoli moderna, en la que se ha hecho casi imposible la plena vida humana de múltiples relaciones personales. Por tanto, si deseamos evitar el empobrecimiento espiritual de individuos y sociedades enteras, abandonemos la metrópoli y volvamos a la pequeña comunidad rural o, alternativamente, humanicemos la metrópoli creando dentro de su red de organizaciones mecánicas los equivalentes urbanos de esa pequeña comunidad rural, en la que los individuos pueden conocerse y cooperar como personas completas, no como meras encarnaciones de funciones especializadas. Todo esto es hoy evidente y, en verdad, era evidente hace cincuenta años. Desde Hilaire Belloc hasta Mortimer Adler, desde los primeros apóstoles de las cooperativas de crédito hasta los reformadores agrarios de la Italia y el Japón modernos, los hombres de buena voluntad llevan varias generaciones propugnando la descentralización del poder económico y la vasta distribución de la propiedad. Y son muchos los sistemas ingeniosos que se han expuesto para dispersar la producción, para volver a la "industria de aldea" de pequeña escala. Y hubo también los detallados planes de Dubreuil para procurar un grado de autonomía e iniciativa a los diversos departamentos de una gran organización industrial. Hubo los sindicalistas, con sus proyectos de una sociedad sin Estado, organizada como una federación de grupos productivos bajo los auspicios de las asociaciones obreras. En los Estados Unidos, Arthur Morgan y Baker Brownell han expuesto la teoría y descrito la práctica de una nueva clase de comunidad que vive en el nivel de la aldea y la pequeña localidad. El profesor Skinner, de Harvard, ha expuesto la opinión del psicólogo sobre el problema en su Walden Two, una novela utópica acerca de una comunidad autónoma y que se basta a sí misma tan científicamente organizada que nadie siente tentaciones antisociales y, sin recurrirse nunca a la coacción o a la propaganda indeseable, cada cual cumple con su deber y es feliz y creador. En Francia, durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella, Marcel Barbu y sus seguidores crearon cierto número de comunidades de producción autónomas y no jerárquicas que eran también comunidades de mutua ayuda y plena vida humana. Y entretanto, en Londres, el Experimento Peckham ha demostrado que es posible, mediante la coordinación de los servicios de la salud con intereses más amplios del grupo, crear una verdadera comunidad inclusive en una metrópoli. Vemos, pues, que la enfermedad del exceso de organización ha sido claramente reconocida, que han sido prescritos diversos amplios remedios y que se ha intentado en algunos sitios, muchas veces con éxito considerable, el tratamiento experimental de los síntomas. Y, sin embargo, a pesar de toda esta predicación y práctica ejemplares, la enfermedad se agrava día a día. Sabemos que es arriesgado consentir que el poder se concentre en las manos de una oligarquía gobernante; sin embargo, el poder se concentra cada vez en menos manos. Sabemos que para la mayoría, la vida en la enorme ciudad moderna es anónima, atómica, menos que plenamente humana; sin embargo, las grandes ciudades se hacen cada vez mayores y los cuadros de la vida urbano-industrial permanecen sin cambio. Sabemos que, en una sociedad muy grande y compleja, la democracia casi carece de sentido, salvo en relación con grupos autónomos de tamaño manejable; sin embargo, los asuntos de todas las naciones quedan cada vez en mayor medida en las manos de los burócratas del Gran Gobierno y la Gran Empresa. Se hace muy patente que, en la

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práctica, el problema del exceso de organización es casi tan difícil de resolver como el problema del exceso de población. En ambos casos, sabemos lo que debe hacerse, pero en ninguno de los dos hemos podido hasta ahora actuar eficazmente de acuerdo con nuestro conocimiento. Llegados a este punto, nos asalta una pregunta muy inquietante: ¿queremos realmente actuar de acuerdo con nuestro conocimiento? ¿Piensa la mayoría de la población que vale la pena esforzarse para contener y, si es posible, cambiar de dirección el desplazamiento hacia la regulación totalitaria de todo? En los Estados Unidos –son la imagen profética del resto del mundo urbano-industrial tal como será dentro de unos cuantos años–, los recientes sondeos de la opinión pública han revelado que la mayoría de los jóvenes menores de veinte años, los electores de mañana, no tienen fe en las instituciones democráticas, no se oponen a la censura de las ideas impopulares, no creen en la posibilidad del gobierno del pueblo por el pueblo y se sentirían perfectamente contentos, siempre que pudieran continuar viviendo en la forma a la que se han acostumbrado durante la bonanza, de que los gobernara desde arriba una oligarquía de variados peritos. El hecho de que en la más poderosa democracia del mundo haya tantos jóvenes y bien alimentados espectadores de televisión que muestren tan completa indiferencia por la idea de gobernarse a sí mismos y sientan tan poco interés por la libertad de pensamiento y el derecho a disentir es aflictivo, pero no muy sorprendente. Decimos "libre como un pájaro" y envidiamos a los alados seres su poder de moverse sin restricción alguna en las tres dimensiones. Pero, ay, nos olvidamos del dido. Todo pájaro que aprenda a organizarse una buena vida sin necesidad de usar sus alas pronto renunciará al privilegio del vuelo y permanecerá por siempre en tierra. Algo parecido pasa con los seres humanos. Si se les procura con regularidad y abundancia el pan tres veces al día, muchos de ellos se contentarán con vivir de pan únicamente o, al menos, de pan y circo únicamente. "Al final –dice el Gran Inquisidor en la parábola de Dostoievsky–, pondrán su libertad a nuestros pies y nos dirán: 'Hacednos vuestros esclavos, pero alimentadnos'". Y cuando Aliosha Karamazov pregunta a su hermano, que es quien hace el relato, si el Gran Inquisidor habla irónicamente, Iván contesta: "¡Nada de eso! Sostiene que es un mérito para él y su Iglesia haber vencido a la libertad y que lo han hecho para hacer felices a los hombres." Sí, para hacer felices a los hombres, "pues nada –insiste el Gran Inquisidor– ha sido nunca para un hombre o una sociedad humana más insoportable que la libertad". Nada, salvo la falta de libertad, porque, cuando las cosas andan mal, las raciones se reducen y los cómitres aumentan sus exigencias, los didos pegados a la tierra claman de nuevo por sus alas, sólo para renunciar a ellas una vez más cuando los tiempos mejoren y los criadores de didos se hagan más indulgentes y generosos. Es muy posible que los jóvenes que tienen actualmente en tan poco la democracia se conviertan en luchadores de la libertad. El grito de "Dadme televisión y hamburguesas y no me fastidiéis con las responsabilidades de la libertad" puede convertirse, si cambian las circunstancias, en el grito de "Libertad o muerte". Si llega a producirse una revolución como ésta, se deberá en parte a la acción de fuerzas sobre las que hasta los más poderosos gobernantes tienen escaso dominio y en parte a la incompetencia de esos mismos gobernantes, a su incapacidad para hacer un uso efectivo de los instrumentos manipuladores de la mente que la ciencia y la tecnología han proporcionado y seguirán proporcionando al aspirante a tirano. Si tenemos presente qué poco sabían y qué mal estaban equipados, los Grandes Inquisidores de antaño se desempeñaron de modo muy notable. Pero es indudable que los muy instruidos y científicos dictadores del futuro podrán desempeñarse mucho mejor. El Gran Inquisidor reprocha a Cristo que haya invitado a los hombres a ser libres y le dice: "Hemos corregido Tu obra y la hemos cimentado sobre el milagro, el misterio y la autoridad." Pero el milagro, el misterio y la autoridad no son bastantes para garantizar la indefinida

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supervivencia de una dictadura. En mi fábula de Un Mundo Feliz, los dictadores han añadido la ciencia a la lista y pueden así reforzar su autoridad manipulando los cuerpos de los embriones, los reflejos de las criaturas y las mentes de los niños y adultos. Y en lugar de limitarse a hablar de milagros y a referirse simbólicamente a los misterios, pueden, por medio de las drogas, procurar a sus gobernados la experiencia directa de los misterios y los milagros, transformar la mera fe en conocimiento extático. Los antiguos dictadores cayeron porque nunca pudieron proporcionar a sus gobernados bastante pan, bastante circo, suficientes milagros y misterios. Tampoco poseyeron un sistema realmente efectivo de manipulación de la mente. En el pasado, los librepensadores y revolucionarios eran frecuentemente los productos de la más piadosa educación ortodoxa. No es sorprendente. Los métodos empleados por los educadores ortodoxos eran y son todavía ineficientes en extremo. Bajo una dictadura científica, la educación funcionará realmente bien, con el resultado de que la mayoría de los hombres y mujeres llegarán a amar su servidumbre y nunca pensarán en la revolución. No se ve ninguna razón valedera para que una dictadura totalmente científica pueda ser nunca derrocada. Entretanto, queda todavía en el mundo alguna libertad. Verdad es que son muchos los jóvenes que parecen atribuir a la libertad muy poco valor. Pero algunos de nosotros todavía creemos que los seres humanos no pueden ser sin libertad completamente humanos y que, por tanto, la libertad es supremamente valiosa. Tal vez las fuerzas que amenazan actualmente a la libertad son demasiado fuertes para ser resistidas por mucho tiempo. Sin embargo, tenemos el deber de hacer cuanto podamos para resistirlas.

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