Cuentos saludables

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Cuentos saludables Recopilaci贸n de cuentos que fomentan valores y h谩bitos para una vida sana



Cuentos saludables Recopilación de cuentos que fomentan valores y hábitos para una vida sana Para todos los niños que quieran aprender divirtiéndose

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Más cuentos en www.faros.hsjdbcn.org

Con la colaboración de:

Colección Cuentos saludables © Hospital Sant Joan de Déu 2014 Ilustración portada: Estudi Nimau. Il·lustració Infantil i Juvenil Coordinación: Arian Tarbal Diseño y maquetación: Lourdes Campuzano y Jordi Fàbrega

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El niño que solo comía espaguetis Texto: Lourdes Campuzano Ilustración: Estudi Nimau. Il·lustració Infantil i Juvenil

Hábitos: alimentación saludable. 3


A Pau le encantaban los espaguetis. Le gustaban tanto que comía a todas horas: espaguetis para comer, espaguetis para cena… Espaguetis con tomate, con queso, a la carbonara, con aceite… Si su madre le preparaba otro plato que no fuera de espaguetis, no comía. ¡Si por él fuera, hubiera desayunado espaguetis con leche y merendado bocadillo de espaguetis! Comía tantos espaguetis que un día los aborreció. Cuando su madre le llamó para que pusiera la mesa, Pau se escondió. Su hermana, que estaba en la cocina preparando la comida, estuvo un buen rato buscándolo hasta que lo descubrió debajo de la cama. “¿Porqué te escondes? Mamá te ha preparado un plato de espaguetis para lamerte los dedos.” Pero Pau no movía un dedo. Aquel día lo tuvieron que llevar a la mesa casi a rastras. A la hora de cena, la cosa no fue mejor. Pau volvió a esconderse. Su hermana lo encontró esta vez… ¡colgado de la lámpara de la habitación! “¿Pero qué haces ahí arriba? ¡Mamá te ha preparado unos espaguetis buenísimos!” Pau no parecía dispuesto a bajar. –– No quiero comer nunca más. Es muy aburrido −confesó al fin. –– Claro que es aburrido. Si siempre comes lo mismo… La comida no es un juego pero puede ser divertida. Baja de la lámpara y te lo demostraré −le aseguró Julia−. Nos vamos a explorar.

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Pau abrió los ojos como platos y la boca tan larga como un espagueti cuando vio que Julia le colocaba una lechuga por sombrero −“es el casco de los exploradores de alimentos”, le aclaró− y un apio bien largo entre las manos −“el bastón de explorador”−. “Ya estamos preparados −prosiguió la niña−. Sígueme.” Los dos hermanos recorrieron el pasillo y atravesaron sigilosamente la cocina en dirección a la despensa. “Un explorador tiene que tener suficiente fuerza para cumplir su misión”, dijo Julia. “Lo primero que tenemos que conseguir para hacer nuestro plato saludable y divertido son los hidratos de carbono.” –– ¿Hidratos de qué? –– Hidratos de carbono. Los espaguetis, por ejemplo. –– ¿Espaguetiiiiiis????, preguntó Pau mientras comenzaba a correr. Julia lo agarró a tiempo para que no huyera. –– Si no quieres espaguetis, puedes tomar arroz, patatas, cereales, pan integral, macarrones... También son hidratos de carbono. –– ¡Aaaaaah! −respiró aliviado− ¿Y ahora qué? –– Ahora daremos color a nuestro plato. –– ¿Color? ¿Quieres decir que lo pintemos? –– No, cabeza de chorlito. Los exploradores necesitamos también tener buena memoria y concentración. Las verduras y las frutas nos ayudan a tener y hay de todos los colores: verde −lechuga, acelgas...−, rojo −el toma-

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te, la manzana...−, amarillo... Es divertido porque un día puede escoger uno, otro dría otro... haces combinaciones diferentes y nunca te aburres. La boca de Pau seguía muy abierta pero ya no parecía un espagueti. Se había vuelto redonda como una sandía bien roja. Estaba contento. –– ¿Puedo escoger? –– Claro que sí. Y apresúrate porque todavía nos queda un elemento esencial: las proteínas. Las proteínas ayudan a nuestro organismo a funcionar mejor y a estar fuertes. Hay en las legumbres, el pescado, los huevos, la carne… –– ¡Me pido atún! –– ¡Buena elección! Yo prefiero huevos. Ya estamos preparados para cumplir nuestra misión. Los dos hermanos introdujeron todos los alimentos dentro de su mochila de explorador, retomaron el apio-bastón y se fueron directos a la cocina. –– Me lo he pasado muy bien haciendo de explorador de alimentos pero no creo que sea divertido comer todo lo que hemos escogido −comentó Pau a su hermana. –– Si le pones imaginación, sí. A ver, ¿qué has escogido? Pau miró unos instantes dentro de la mochila. –– Patatas, tomate, maíz, atún y lechuga.

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–– Con estos alimentos podemos hacer un ratón de patata que tenga una nariz tan roja como un tomate y que esté comiendo atún y maíz en un campo de lechugas. O si lo prefieres, puedes convertir la patata en un barco con un trozo de tomate como vela y hacerlo navegar dentro de un mar de lechuga lleno de peces amarillos de maíz… Todo depende de tu imaginación. Después de aquella emocionante expedición, Pau volvió a comer espaguetis aunque no tantos. Había aprendido que podía disfrutar comiendo otras cosas porque comer no es un juego pero puede ser muy divertido.

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El secreto de Rita Texto: Mireia Vidal Ilustraci贸n: Carles Salas

H谩bitos: gesti贸n de las emociones. 9


Rita tenía un secreto que todo el mundo quería saber. Pasara lo que pasara, ella siempre estaba contenta. No se enfadaba nunca. Si un día llovía y debía quedarse encerrada en clase todo el rato de patio, ella no refunfuñaba ni se quejaba. Si se ponía enferma justo cuando tocaba excursión, no perdía la sonrisa, y si los padres tenían que trabajar la misma tarde que le habían prometido llevarla al cine, ella lo tomaba con buen humor. Pero, ¿cómo lo hacía Rita para estar siempre tan contenta? Aquel misterio traía de cabeza a toda la gente del barrio. Quizás es una extraterrestre, pensaban unos. Quizás si se enfada le explota la cabeza, decían los demás. Pero el caso es que ni unos ni otros sabían cuál podía ser su secreto. Justo delante de la casa de Rita había otra casa donde vivía una niña que siempre estaba de mal humor. Aquella niña malcarada se enfadaba por todo, y gritaba y gruñía cuando algo la molestaba. Todo el vecindario estaba acostumbrado a oír sus gritos, y desde la panadería hasta la pescadería del señor Ramón, todo el mundo sabía cuándo el perro le había salpicado el vestido de barro, o cuándo se le habían acabado las galletas. Cada día las dos niñas se miraban a través de las ventanas de sus habitaciones. La casa de Rita y la de aquella niña no estaban muy lejos. Pero por más que estudiaban y observaban sus movimientos, ninguna de las dos se atrevía a dar el paso e ir a hablar con la otra. Casi siempre estaban solas y justo cuando Rita se atrevía a sonreír a aquella chica para animarla a acercarse, la niña malcarada hacía una mueca y se deslizaba rápidamente tras las cortinas. 10


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¿Por qué no he sido capaz de devolverle la sonrisa?, se lamentaba. Y acto seguido, refunfuñaba y gemía, como si fuera un gato remojado. ¿Cómo lo hacía para ser tan buena y amable, Rita? ¿Cuál debía ser el secreto? , se preguntaba. Un día, la niña malcarada decidió que ya era suficiente. Quería averiguar aquel misterio, y estaba convencida de que sólo había una manera de conseguirlo: hacer enfadar a Rita. Entonces la seguiría y observaría cómo lo hacía para contener la maraña de rayos y truenos que a ella se le metían en el estómago cuando algo le dolía o enfadaba. La niña malcarada pensó mucho. ¿Qué podía hacer para molestar a su vecina? Y en ese momento sintió que le habría gustado tener a alguien con quien compartir esa duda. Pero la niña malcarada apenas tenía amigas, así que soltó unos cuantos tacos, lanzó un zapato al vuelo y de pronto le vino una idea a la cabeza. Ya lo tenía: le escribiría una carta. Una carta horrible donde le explicaría todas las cosas odiosas que sentía. La niña malcarada se puso manos a la obra y en un santiamén ya estaba redactando palabras como envidia, rabia, odio, frustración y vergüenza. Todo lo que sentía hacia la niña del otro lado de la ventana lo fue escribiendo en un papel, que una vez listo, dobló y metió dentro de un sobre, para luego salir corriendo, atravesar el jardín y dejar la carta por debajo de la puerta de casa de Rita. Ya está. Estaba hecho. Volvió inmediatamente a su habitación y aún resoplando, le pareció que se sentía un poco mejor. Qué extraño. De pronto le supo mal ha-

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ber escrito esa carta tan fea, pero justo cuando estaba a punto de ponerse otra vez la chaqueta para salir a recuperarla, vio como Rita la cogía. La niña malcarada se acercó a la ventana y observó cómo Rita abría el sobre y leía todo aquello tan horrible que había escrito. Seguro que de un momento a otro comenzará a llorar o a gritar, pensó, pero en lugar de hacerlo, pasó otra cosa bien extraña. ¿Se puede saber qué hace?, se dijo la niña malcarada. Y a partir de aquel momento, no le sacó el ojo de encima a Rita y con la mirada la siguió mientras corría hacia el jardín. Una vez allí, vio como Rita se arrodillaba en el suelo y ella también bajó para acabar de resolver ese misterio. Al otro lado de los rosales, la chica vio como Rita continuaba arrodillada, y con las manos hacía un pequeño agujero en el suelo. Después se agachó y susurrando empezó a decir todo lo que sentía. Todo el dolor y el daño que le había causado la lectura de la carta. La chica malcarada no se lo podía creer y aún le sorprendió más ver que cuando terminaba, Rita tapaba de nuevo el agujero con mucho cuidado. –– ¿Qué haces? −preguntó la niña, que ya no podía contener tanta curiosidad. –– Cuando algo me duele, lo explico y lo entierro, y al cabo de poco sale una flor. Como sé que de lo malo saldrá algo bonito, no tengo que sufrir más −dijo Rita. La niña malcarada no podía creérselo. ¡Por fin había descubierto su secreto! Y de repente se sintió muy mal al ver la bondad de Rita, que no le regañaba por las palabras tan feas que le había escrito. De repente, un calor comenzó a subirle

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por las mejillas y muerta de vergüenza corrió a su casa a esconderse. Allí gritó y refunfuñó. Incluso dio una buena patada a su perro que huyó corriendo. Estaba rabiosa y enfadada. Pero por más que gritara y gruñera no conseguía sentirse mejor. Pronto se hizo de noche, pero en la cama no podía conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas entre las sábanas, removiéndose como una serpiente constipada, consciente que su mal humor no la dejaría dormir. De pronto miró por la ventana y viendo el jardín iluminado por la luz de la luna, pensó que quizás podía probarlo... Era muy tarde y estaba demasiado cansada como para seguir perdiendo el tiempo, agitándose en la cama, así que saltó al suelo, se puso el anorak sobre el pijama y bajó al jardín. Con mucho cuidado se arrodilló tal como le había visto hacer a Rita e hizo un agujero entre las margaritas de su madre. Luego acercó la cabeza y susurró todo lo que sentía. Dijo cosas como que estaba cansada de enfadarse. Que le sabía mal haber escrito esa carta. Que en el fondo lo único que quería era tener una amiga. Que necesitaba que alguien la escuchara. Que gritar la hacía sentir peor y no le servía para nada... Dijo estas y otras muchas cosas, y cuando hubo terminado volvió a sentirse mejor. Exactamente igual que cuando había terminado de escribir la carta. Entonces volvió a tapar el agujero y un enorme bostezo le hizo saber que por fin se acercaba el sueño. Esa noche la niña malcarada durmió como un tronco. Ya no había ninguna inquietud perturbándola, y descansó más profundamente que nunca. Al día siguiente, 14


al abrir los ojos, vio que se había despertado demasiado tarde y eso quería decir que llegaría tarde a la escuela. Inmediatamente se le encendieron las mejillas y comenzó a enfurecerse. No le gustaba nada llegar tarde y que el maestro la regañara. Pero antes de empezar a chillar a todos, recordó lo que había hecho la noche anterior y vistiéndose de prisa, aún tuvo tiempo de bajar al jardín y explicar de nuevo a su agujero que le sabía mal no haber oído el despertador. Aquella mañana la niña malcarada se fue de casa sin haber gruñido, gritado, golpeado ni enfurecido a nadie. Y por la tarde, cuando su hermano pequeño llegó una milésima de segundo antes que ella al mando del televisor, tampoco protestó por no poder ver su programa preferido. Ahora, cada vez que algo la enfadaba, corría el jardín, hacía un agujero y lo explicaba. Había descubierto que, explicando lo que sentía, se encontraba mejor. Ya no era necesario gritar y gruñir, sólo tenía que hablar al agujero y luego taparlo, confiada en que tarde o temprano saldría una flor. Pero... ¿Cuánto tarda en salir una flor? La niña malcarada miró el jardín de al lado y de pronto vio a Rita, que también había bajado a enterrar algo. Las dos chicas se miraron un instante. Rita sonrió como siempre, y la niña malcarada, que ya no tenía aquel amasijo de rayos y truenos metido en el vientre, se atrevió a reír amable. Las dos se siguieron mirando y la niña malcarada comprendió que precisamente aquella era su flor. De las cosas malas, también puede salir alguna buena. Como por ejemplo que, a partir de ese momento, Rita y la niña malcarada se convirtieron en grandes amigas. Y ya no sería necesario que 15


volvieran a explicar sus problemas a un triste agujero del suelo, ahora se tenían la una a la otra y habían aprendido lo importante que es sacar fuera lo que nos preocupa o lo que nos duele. Así aquel sentimiento tan feo no se hace agrio. Y quién sabe si, explicándolo, descubrimos que tenemos un amigo al lado.

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El Dr. Fernando Texto: Mireia Vidal Ilustraci贸n: Guillem Escriche

H谩bitos: prevenci贸n y promoci贸n de la salud, primeros auxilios. 17


Fernando quería ser médico. Cuando alguien le preguntaba qué sería de mayor, él lo tenía clarísimo: sería médico, como la abuela Tere. Quería arreglar brazos rotos, curar dolores de oído, preparar tisanas para el dolor de garganta y recetar jarabes para curar desde un resfriado hasta un ataque de tos. A Fernando le parecía que no había nada mejor en el mundo que ser médico, y por eso, desde que una mañana de Reyes encontró bajo el árbol de Navidad un maletín de doctor, se paseaba siempre por todas partes curando a todo aquel que se hacía daño. Cada vez que su hermana Celia se hacía una herida jugando en el parque, Fernando corría con su maletín y se plantaba a su lado. –– ¡De prisa! Debemos desinfectar la herida con agua y jabón −explicaba Fernando sacando un frasco. Después ponía una tirita para protegerla o un poquito de yodo que acababa de desinfectar. Cuando su amigo Martín se daba un golpe en la cabeza, corría a buscar un cubito envuelto con un pañuelo y lo rozaba por la zona dolorida. –– ¡Ay! ¡Está muy frío! −protestaba Martín. –– Aguanta un poco −explicaba Fernando− Ya verás como así no te sale un chichón. Incluso, un día que pasaba el fin de semana con los tíos, vio cómo su prima Carmen se quemaba al tocar una plancha caliente, y Fernando corrió a ponerle la herida bajo el agua fría del grifo. 18


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–– Ya no me duele −dijo Carmen agradecida, notando el frío del agua. Fernando se sentía feliz al saber que podía ayudar a la gente. Todo el mundo se sentía más seguro teniendo a Fernando cerca. Siempre sabía qué debía hacer, y para ello escuchaba los consejos de la abuela Tere, que le explicaba qué no podía comer cuando tenía dolor de estómago o qué era lo mejor para detener una diarrea. Pero un día le dio un consejo aún más importante. –– Un buen médico no es sólo aquel que cura, sino el que consigue que los pacientes no se pongan nunca enfermos −le dijo la abuela Tere. –– ¿Y cómo se hace eso? −preguntó Fernando, muerto de curiosidad. –– Enseñando a la gente a cuidarse. Que aprendan a reforzar las defensas cuando viene la época de los resfriados, a hidratarse cuando hace sol, a protegerse la piel con protector solar en verano en la playa, que coman bastante fruta fresca y verduras que les cuidarán el cuerpo, que duerman lo suficiente y que de vez en cuando respiren el aire puro de la montaña, sin olvidarse de hacer un poco de deporte. –– ¿Y con todo esto ya es suficiente? −preguntó Fernando. –– Eso, e intentar ser siempre feliz −respondió la abuela Tere sonriendo. Fernando decidió no olvidar nunca aquellas palabras. De hecho, las repetía a diestro y siniestro a todo aquel que conocía.

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–– Toma un poco de zumo de naranja, que pronto vendrá el frío y la vitamina C va muy bien para las defensas −le decía a su amigo Juan. –– Ponte la gorra con visera y llévate una cantimplora −le decía a Celia cuando ésta salía a jugar con las amigas en la playa. –– Papá, cierra la luz y duerme. Que si no descansas, mañana no tendrás energía para trabajar. –– ¿Salimos a hacer una excursión por el Montseny? Venga, que hace mucho que no vamos a caminar. Así cada día. Siempre insistiendo y siempre recordando a todos qué era lo que tenían que hacer para estar sanos. Pero tanto insistió, y tanto lo recordó, que la gente poco a poco se fue cansando de sus consejos. Estaban hartos de oír que debían abrocharse los anoraks. Que si querían coger la bicicleta debían ponerse el casco. Que no podían comer tantas golosinas porque tendrían dolor de estómago. Que era mejor un poco de fruta que un chicle mordido. Tantas y tantas cosas que, al final, nadie quería hacerle caso. –– Déjanos en paz −le decían los amigos, que ya no le avisaban nunca cuando quedaban para jugar. El pobre Fernando no entendía por qué la gente no quería que la cuidara. Él creía que ser médico era el mejor oficio del mundo, pero ahora ya no lo tenía tan claro. Poco a poco se fue quedando solo. Ni siquiera su hermana quería que la acompañara al parque, porque la avergonzaba cada vez que insistía 21


en limpiarle las manos antes de la merienda. Nadie le hacía caso, y cada día estaba más y más triste. –– Ya no quiero ser médico −le dijo un día a la abuela Tere, ofreciéndole el maletín de doctor−. Ya no me gusta curar. Dicho esto, Fernando huyó corriendo y se encerró en la habitación a comer todas las porquerías que encontró con las manos bien sucias. Él tampoco quería hacer caso de sus consejos, y por eso durmió con la ventana abierta, dejando que entrara el frío del invierno. Cuando se despertó, a media noche, encendió la tele y no quiso volver a descansar. Al día siguiente, apenas podía sostenerse en pie. Le sudaba la cabeza y tenía tanto dolor de estómago que sólo quería vomitar. Apenas podía hablar, porque un dolor de garganta terrible la había dejado afónico y sentía que estaba muy enfermo. A media mañana, la abuela Tere lo visitó y le llevó un caldo caliente de los que iban tan bien para recuperarse, y un jarabe que le ayudaría con el dolor de garganta. Pero Fernando no quería saber nada. En el otro lado de la ventana veía como sus amigos jugaban sin hacer caso de los consejos y ninguno de ellos estaba enfermo. –– Son jóvenes y fuertes −le dijo la abuela Tere−, pero si no aprenden a cuidarse, su cuerpo se irá estropeando. –– Pues ya se cuidarán cuando se estropeen. ¿De qué sirve hacerlo antes? 22


–– Nunca sabemos si alguna vez necesitaremos todas nuestras fuerzas para hacer frente a alguna enfermedad grave. Nuestros cuerpos son fuertes y pueden soportar muchas cosas, pero si no los cuidamos bien, terminarán estropeándose. Pero Fernando no quería saber nada de los consejos de la abuela Tere. Le dolía la barriga y quería dormir, así que se envolvió con las sábanas de la cama y la abuela comprendió que lo mejor que podía hacer era dejarlo solo y se fue. Fernando intentaba no hacer caso del dolor de estómago que le retorcía las tripas. Seguía enfadado y quería dormir para olvidarse de todo... cuando de repente oyó un grito. –– ¿Qué ha sido eso? −se preguntó. Sacando la cabeza por la puerta oyó cómo su madre chillaba mientras pedía a Celia que llamara al 112 para pedir una ambulancia. –– ¿Qué ha pasado? −preguntó Fernando, que salió al comedor medio mareado. –– ¡La abuela Tere! ¡La abuela Tere! −repetía su madre con el rostro desencajado. Entonces Fernando vio su abuela tendida en el suelo sin respirar. –– ¿Está muerta? −preguntó asustada Celia. –– No −dijo Fernando. Tirándose sobre su abuela hizo una de las cosas que ella le había explicado: "cuando alguien se caiga al suelo inconsciente debes

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mirar si respira. Pon la palma de la mano ante su boca y notarás su aliento. Si respira ponlo de lado para que si vomita no se pueda ahogar". –– ¡Pero no respira! −gritó Celia. "Entonces tienes que poner el talón de la mano en el esternón, en el centro del pecho, justo por debajo de los pezones. Después deberás hacer fuerza y presionar el pecho hacia abajo 30 veces, de manera rítmica y sin detenerte. Cuando termines, vuelve a mirar si respira, y si no lo hace, abre la boca con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y acerca tus labios para darle tu aire.” Fernando lo iba haciendo todo tal como recordaba que le había contado la abuela, y al poco oyó la sirena de una ambulancia. Enseguida aparecieron dos hombres que cargaron la abuela en una camilla y se la llevaron. Cuando desaparecieron, Fernando aún estaba más mareado que antes. No podía ni imaginarse que podía perder a su abuela, y todo el tiempo que esperó con la familia en el hospital estuvo temblando. Pero de repente, un médico entró por la puerta y se acercó con una sonrisa, diciéndoles que la abuela Tere estaba bien. Alguien la había salvado. La familia respiró aliviada, pero Fernando se moría de ganas de entrar en la habitación de su abuela y el doctor le dejó pasar. Cuando la vio tuvo que contenerse para no tirarse a sus brazos, pero la abuela también tenía ganas de abrazarlo, así que apartó un poco aquellos cables que siempre se enganchan en los hospitales, para dejar que se acercara. 24


–– Gracias −le dijo la abuela con los ojos emocionados−. Me has salvado la vida. –– Yo sólo he hecho lo que tú me enseñaste −respondió Fernando. –– Y lo has hecho muy bien −insistió la abuela−. Has hecho el trabajo de mi corazón cuando este se ha detenido. Has sido un gran médico. Entonces Fernando comprendió la importancia de lo que acababa de hacer y volvió a recordar que ser médico era el mejor oficio del mundo. Podía devolver la vida a la gente que quería, y pensaba perseguirles y aconsejarles tanto como fuera necesario para que todos estuvieran bien sanos a su lado. Había entendido que lo importante era cuidar el cuerpo, y sabía que el de la abuela se recuperaría rápido porque estaba fuerte y sano. Efectivamente, la abuela se curó enseguida, y vivió lo suficiente como para ver que los años pasaban y que Fernando se convertía en un médico de verdad. Tenía muchos pacientes que lo visitaban, pero lo primero que les enseñaba a todos era aquel consejo de la abuela Tere. “Tienes que enseñar a la gente a cuidarse. Que aprendan a reforzar las defensas cuando viene la época de los resfriados, hidratarse cuando hace sol, protegerse la piel con protector solar en verano en la playa, que coman bastante fruta fresca y verduras que les cuidarán el cuerpo, que duerman lo suficiente y que de vez en cuando respiren el aire puro de la montaña, sin olvidarse de hacer un poco de deporte.”

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–– ¿Con todo esto ya es suficiente? −le preguntaban siempre los pacientes. –– Eso, e intentar siempre ser feliz −respondía el doctor Fernando−. ¡Entonces sí que estarán sanos!

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El primer d铆a de escuela Texto: Mireia Vidal Ilustraci贸n: Carles Salas

Valores: empat铆a, amistad y gesti贸n de las emociones. 27


Esa mañana, el señor Cabezagacha se levantó nervioso. El sol no brillaba tan fuerte como lo había hecho en las últimas semanas, y aquello sólo podía anunciar algo horrible. Sin pensarlo dos veces, el señor Cabezagacha se apresuró a comprobar sus sospechas, y saltando para no tropezar con ninguno de los tres gatos que vivían con él y que tenían por costumbre enroscarse en sus piernas, corrió hacia la cocina, y de un tirón arrancó el calendario que colgaba en la puerta de la nevera. De repente, un escalofrío le sacudió el cuerpo. Si el calendario no se equivocaba, había llegado el día más espeluznante y horripilante del año. El día en que se acababan las vacaciones y estaba a punto de empezar la escuela. El pobre señor Cabezagacha no podía creerlo. De repente, un sudor frío comenzó a caerle rostro abajo, mientras un no sé qué le estrujaba el estómago y le subía cuesta arriba, impidiéndole respirar. –– Pero señor Cabezagacha, ¿cómo puede ser que otra vez volvamos a estar así? −preguntó la vieja Adela mientras entraba por la puerta como hacía cada mañana para llevarle el libro de crucigramas−. Cada año estamos igual. Y es que el señor Cabezagacha era el profesor de la escuela de aquel pueblo, y cada año, cuando estaba a punto de comenzar el curso, le entraban todas las vergüenzas y miedos. ¿Y si no lo hacía lo suficientemente bien? ¿Y si no les gustaba a los niños? ¿Y si no recordaba las lecciones? ¿Y si no sabía dar la clase? O lo que era aún peor... ¿y si no hacía ningún amigo? La vieja Adela, que aparte de ser la vecina del piso de arriba era una buena 28


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amiga que cada mañana lo visitaba para tomar el té juntos, volvió a repetirle por milésima vez que él era un buen profesor y que estaba segura, segurísima, que este año también les gustaría a los niños nuevos. Pero por más que cada septiembre el señor Cabezagacha oía las mismas palabras, no podía evitar que los nervios le oprimieran el pecho, le provocaran un fuerte dolor de vientre y la fiebre le acabara subiendo a la cabeza. Tanto miedo le daba enfrentarse a todos aquellos niños desconocidos, seguramente chillones y antipáticos que nunca querrían jugar con él, que al día siguiente, cuando la señora Adela entró en casa con el librito de crucigramas y una bolsita de galletas de cacahuete bajo el brazo, decidió que había que solucionarlo. El profesor Cabezagacha ponía tan mala cara que había llegado el momento de ir a visitar al médico. A ver si de una vez alguien encontraba una solución a todos esos males. Pero al señor Cabezagacha tampoco le gustaba ir al médico, y si no fuera porque la vieja Adela era tan vieja como terca y porque cada arruga de su cuerpo la había conseguido a base de discusiones, quizás se habría salido con la suya, pero con aquella mujer era imposible, así que no le quedó más remedio que vestirse con su mejor ropa y salir a la calle. Aún no había llegado a la puerta del doctor Ramón cuando vio una niña pequeña de ojos vivos que se esperaba. También ponía mala cara. Tenía los ojos rojos de no dormir, las mejillas blancas por el dolor de vientre y un tic en la pierna derecha que doblaba de vez en cuando, seguramente a causa de los nervios. 30


–– ¿Eres la última? −preguntó el señor Cabezagacha cuando se acercó a ella. Pero la niña no dijo nada y lo miró extrañada−. Quiero decir que si también vienes a visitar al médico −insistió el profesor. –– Creo que sí −respondió la niña con un hilo de voz−. Mamá me ha traído. Dicho esto, hizo un estornudo que le dejó un pequeño moco colgando. –– Quizás necesitarás esto −dijo el profesor, ofreciéndole su pañuelo−. Toma, no es necesario que me lo devuelvas, tengo un montón. La niña lo cogió, poco convencida, pero con prisa para sonarse. –– Me he resfriado −dijo−. Y también tengo dolor de vientre. Y sudor en la cabeza. –– ¡Ay! Caramba −dijo el señor Cabezagacha–, exactamente igual que yo. No tendrás por casualidad una desazón aquí dentro −dijo señalándose la barriga− que te sube y no te deja respirar. –– ¡Ya lo creo que lo tengo! −respondió la niña, contenta de encontrar a alguien con quien compartir lo que le pasaba−. Mamá dice que son nervios. Como pronto comenzará la escuela... De repente, el profesor Cabezagacha se quedó mudo. Aquella niña tenía exactamente los mismos males. Pero no podía ser. Ella era una niña, y los niños siempre se divierten en la escuela. Hacen amigos, juegan, aprenden... Era él quien estaba asustado. Tan extrañado estaba que, tomando un poco de aire, se atrevió a preguntar. 31


–– ¿Por qué te preocupa ir a la escuela? La niña lo miró curiosa y volvió a estornudar. Luego se secó la nariz y, guardándose el pañuelo en el bolsillo, dijo: –– Me da miedo el profesor. –– ¿El profesor? −dijo el señor Cabezagacha extrañado. –– Sí −dijo la niña− dicen que a veces los profesores son terribles. Se ve que explican cosas que no se entienden, que te preguntan cuando no sabes la respuesta. Que te cogen manía y no les gustas, y que por más que te esfuerces, nunca quieren ser tus amigos. ¡Aquello sí que era inconcebible! El Señor Cabezagacha no podía creérselo. Aquella niña tenía miedo de él, y de repente se dio cuenta de que él también había tenido miedo de ella. De pronto el dolor de vientre, el del pecho, el de la cabeza y el del cuello desaparecieron, pero le quedó un pequeño dolor en el corazón. ¿Cómo lo haría para explicar a aquella niña que no debía tener miedo? A punto estaba de hablar, cuando una enfermera apareció para hacer pasar al primer paciente. –– Adiós −dijo la niña−, y gracias –dijo señalando el bolsillo donde había guardado el pañuelo. El pobre señor Cabezagacha no tuvo tiempo de decir nada más. Al poco tiempo, el calendario que colgaba en la puerta de la nevera del señor

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Cabezagacha indicaba que el primer día de colegio había llegado. Una hilera de niños nerviosos e impacientes se esperaban ante la puerta del viejo edificio. Algunos se saludaban, contentos de volver a verse después de las vacaciones, mientras otros se miraban y se observaban por primera vez. Todos llevaban una buena mochila en la espalda, habían desayunado fuerte y habían ido a dormir temprano para tener las neuronas bien despiertas. Pero entre todos ellos estaba la niña de ojos rojos que no había dormido mucho, que todavía tenía las mejillas blancas a causa del dolor de barriga y un tic le movía la pierna que se doblaba de vez en cuando debido a los nervios. El timbre sonó, la puerta se abrió y todos aquellos niños y niñas entraron alocados en la que sería la nueva aula. Después de todo, tampoco parecía que fueran tan antipáticos, pensó el señor Cabezagacha mientras los espiaba por la ventana. De hecho sólo hacían que reír y en los ojos se les notaban las ganas de aprender. Quizás sí que podrían ser amigos, pensó, pero entonces se fijó en la niña que estornudaba al fondo y se acercó. –– Quizás necesitarás esto −dijo el señor Cabezagacha ofreciéndole su pañuelo−. Toma, no es necesario que me lo devuelvas, tengo un montón −añadió. La niña lo miró sorprendida y enseguida lo reconoció. –– ¿Qué haces aquí? −preguntó la pequeña sin poder creérselo. –– Soy el profesor −respondió el señor Cabezagacha con una sonrisa dulce. Entonces la niña abrió los ojos como platos y de golpe dejaron de hacerle daño, igual que la boca, la nariz y el pecho. 33


–– ¿El profesor? −exclamó aún desconcertada. –– Sí. Pero no conozco a nadie −añadió el señor Cabezagacha un poco avergonzado−. Así que... he pensado que quizá podríamos ser amigos. La niña no podía creerlo. No parecía que aquel fuera un profesor horrible y espantoso como tantas veces había oído. De hecho, tenía más bien cara de simpático. Pero el señor Cabezagacha aún la miraba esperando una respuesta, así que la niña abrió una sonrisa de oreja a oreja y dijo: –– Yo me llamo Paula. ¿Y tú? Ese día el señor Cabezagacha aprendió que a menudo tenemos miedo de aquel que nos lo tiene a nosotros, y que es exactamente de tontos eso de ir por el mundo asustado. El profesor Cabezagacha juró que no volvería a estarlo nunca más. Desde aquel momento cada año esperaba contento el final de las vacaciones, y marcaba con una señal muy grande en todos los calendarios el día del inicio del curso. Aquel era el día en que se encontraría con un montón de niños nuevos, con muchas ganas de divertirse y de aprender. Si en algún momento le devolvía aquel miedo pegajoso que se le colgaba a la espalda, él miraría atrás desde la pizarra y se fijaría en algún pequeño que tenía tanto miedo como él. Entonces se acercaría y, al oído, le preguntaría si quería ser su amigo. Y cuando uno ya tiene un amigo, no le hace falta temer por nada.

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La gran aventura de las escuelas de Ligaflojo Texto: Sandra G贸mez Rey Ilustraci贸n: Guillem Escriche

H谩bitos y valores: actividad f铆sica, esfuerzo y trabajo en equipo. 35


A medio camino entre Pilotino y Tambour, al borde de unas grandes montañas nevadas, había Ligaflojo, un pueblo lo suficientemente grande como para acoger dos escuelas, y al mismo tiempo, lo suficientemente pequeño como para no dar cabida a más de un patio. En Ligaflojo sólo había un patio, y los niños de las dos escuelas tenían que compartirlo. Era un patio extraño porque no era cuadrado, ni tenía forma definida para jugar a pelota. Tampoco había gradas para sentarse, observar y descansar. Aunque no era cuadrado, los niños y niñas de la escuela Liga utilizaban el patio para jugar partidos de fútbol y de baloncesto, para jugar a policías y ladrones, para saltar a la cuerda, para jugar a la rayuela o para hacer el pino. Los de la escuela Flojo salían al patio con otro espíritu. Cada uno de los niños y niñas de la escuela tomaba su silla de la clase y la sacaba al patio. Se sentaban y se ponían a jugar con las consolas portátiles, los móviles y las tabletas. Todos juntos y acurrucados en el medio del patio donde tocaba un ápice de sol durante las mañanas de frío glacial, que eran todas las mañanas del año. Ligaflojo era un pueblo de las montañas profundas y nevadas de las tierras perdidas del Norte Supremo, y nunca hacía calor. Un solo patio y dos maneras diferentes y opuestas de usarlo. Los niños de Flojo, sentados con sus sillas en medio del patio, obstaculizaban los partidos de pelota y las carreras de los niños y niñas de la escuela Liga. Por su parte, los chicos de Liga chutaban fuerte, y la pelota caía sobre las consolas portátiles, los móviles y las tabletas de los de Flojo. Más de uno de esos aparatos había caído al suelo y se había roto en pedazos. 36


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Los niños y niñas de las dos escuelas estaban muy mal avenidos. Algunos gritaban a los demás hasta quedarse afónicos y decían cosas muy graves. Antes de pactar cómo usar el patio o repartirse el espacio, todos hubieran preferido levantar una valla por todo el perímetro del patio y poner un candado en la puerta, y luego tirar la llave por un precipicio de nieve y hielo profundísimo. –– El patio es para hacer deporte y jugar al aire libre. Para correr y desahogarse, y para acabar reventados de saltar y gritar −decían los de Liga con paciencia, sin levantar la voz e intentando controlar el enfado que les provocaba la situación. –– El patio es de todos −les abucheaban los de Flojo con impaciencia, que sólo pensaban en volver a fijar los ojos sobre las pantallas y seguir jugando−. Sólo en el centro del patio cae un rayo de sol y tenemos todo el derecho a estar allí, sentados en las sillas, sin pasar frío. –– Si os movierais en lugar de estar siempre sentados nunca tendríais frío. Además, haríais deporte, estaríais de buen humor, estaríais más sanos, el cerebro os funcionaría con más agilidad y tendríais mejor memoria. Se puede decir que aprenderíais más deprisa estudiando menos tiempo –explicaron los de Liga, con la serenidad y templanza que habían conseguido practicando deporte. –– Nos encanta estar sentados y no pensamos salir del medio del patio. ¿Ha quedado claro? Y ahora largaos, que por culpa vuestra nos han matado a todos en la partida multijugador −respondieron furiosos los de la escuela Flojo, con caras de perro. 38


Llegó la crisis económica y los recortes, y sobre las dos escuelas de Ligaflojo recayó la amenaza de que fueran cerradas. Todos los niños y niñas deberían ir a estudiar a un pueblo lejano. Por la mañana deberían levantarse muy pronto y caminar muchos kilómetros cada día para ir a la escuela. Algunos niños del pueblo decían que no era tan mala noticia porque se habría acabado el problema del patio. Pero aquel pueblo lejano estaba en lo alto de las montañas y hacía aún más frío. Tanto frío que quizá ni saldrían a jugar al patio. O quizás no existiría ningún patio en el que jugar o sentarse, ya que estaría lleno de nieve y no se podría utilizar. En Ligaflojo había muy mal ambiente por todo aquel asunto del cierre de las escuelas. –– No podemos quedarnos de brazos cruzados y que nos quiten la escuela sin luchar –decían las niñas y los niños de Liga. Sabían que juntos tenían una gran fortaleza para afrontar las dificultades y los problemas. Lo habían aprendido en los entrenamientos con los equipos de baloncesto y de fútbol de la escuela. –– No hay nada que hacer. Si quieren cerrar la escuela la cerrarán y punto. Hagamos lo que hagamos, los que mandan tirarán millas –comentaban resignados los de Flojo. Y volvían a fijar la mirada en las consolas portátiles, los móviles y las tabletas, cada uno aislado, encerrado en sí mismo, preocupado con su partida.

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Pero el coraje, la perseverancia y la confianza en sí mismos, valores que los de la escuela Liga habían aprendido haciendo deporte, no les permitían quedarse paralizados ante las injusticias. Hicieron una asamblea y votaron todos a una luchar para salvar las escuelas de Ligaflojo. No sólo su escuela, sino las dos. Los de la Liga fueron a buscar a los de Flojo y les pidieron dialogar. –– Tenemos un problema muy grave y sólo si estamos juntos podremos resolverlo y ganar. Escuchad, tenemos un plan −explicaron los de Liga a los de Flojo. –– Hablad deprisa, que no tenemos tiempo para luchas de poca monta −respondían los de Flojo, que no confiaban en la fuerza del trabajo en equipo. –– Queremos organizar la mejor liga de fútbol que nunca se haya celebrado aquí, en las tierras del Norte Supremo −dijeron los de Liga. –– ¿Jugar a fútbol para que no cierren las escuelas? ¡Qué idea tan ridícula! ¿Y contra quién vais a jugar? ¿Contra nosotros? Los de Flojo no hacemos deporte −aseveraron con los rostros gélidos. –– ¿Jugar contra vosotros? No, ¡que os machacaríamos! −respondieron los de Liga con sarcasmo−. Queremos que nos ayudéis a organizarlo y que nos dejéis las sillas, para que la gente que venga de público pueda sentarse y ver los partidos cómodamente. –– Si se trata de eso, contad con los de Flojo y con sus sillas −respondieron.

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Los portavoces de cada escuela firmaron el acuerdo con un apretón fuertísimo de manos, y enseguida se pusieron a trabajar juntos para organizar la mejor liga de fútbol que nunca se había visto en las tierras del Norte Supremo. No fue fácil convencer a los equipos de fútbol de todas las escuelas de todos los pueblos de aquellas montañas nevadas, pero lo consiguieron. Durante tres días, el patio de forma irregular del pueblo de Ligaflojo fue el campo de fútbol más importante y famoso del Norte Supremo. Todos los equipos escolares acudieron a jugar más de treinta partidos. Los padres, las madres, y todos los familiares de todos los niños y niñas que jugaban llenaban las sillas y celebraban los goles con pasión y entusiasmo. Toda la multitud también firmó el manifiesto que habían redactado los niños de las escuelas, que decía: Exigimos a las autoridades competentes (si no quieren ser incompetentes) que dejen abiertas las dos escuelas de Ligaflojo, porque ambas hacen falta. Exigimos también la construcción de otro patio para que se acaben las peleas entre los niños y niñas del pueblo. Tenemos derecho a convivir en paz y a jugar cada uno a lo que quiera. Firmado por 3.856 personas que han venido a ver la liga que hemos organizado.

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Toda aquella gente representaba casi la totalidad de los habitantes de los pueblos de las montañas. Fue una demostración de unión, de fuerza y de deportividad tan grande que las escuelas no cerraron. Además, se construyó otro patio, cuadrado y más grande que el primero, porque los de Liga y los de Flojo pudieran disfrutar de la hora del patio sin enfadarse. Pero, además, ocurrió algo mucho más importante y curioso después de celebrarse la liga de fútbol. Los niños y niñas de la escuela Flojo se habían contagiado de la pasión por el deporte al ver a toda aquella muchedumbre de niños y niñas de otros pueblos participando y jugando los partidos. Empezaron a interesarse por el deporte y a practicarlo. Se convirtieron en mejores estudiantes, rápidos y listos. Sin darse cuenta, se habían hecho amigos de los alumnos de la escuela Liga. Todos juntos jugaban cada día en el patio de forma irregular y sin pensar ni un poco en el frío que hacía. El patio nuevo, cuadrado y moderno, quedó por estrenar durante mucho tiempo hasta que, cada dos años, se fue celebrando la liga de partidos de las tierras del Norte Supremo. Se convirtió en la liga más famosa por su capacidad de integrar las ganas de jugar de todos los niños, con deportividad, nobleza, fortaleza y gran trabajo en equipo.

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Blogs/Webs de autores ––Mireia Vidal: Diari d’una dona en pràctiques ––Sandra Rey: Contes de Mantega ––Guillem Escriche: Llapisipaper ––Carles Salas: Dibuix.cat ––Estudi Nimau. Il·lustració Infantil i Juvenil

www.faros.hsjdbcn.org

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Cuentos saludables es una iniciativa de FAROS, portal de promociĂłn de la salud y del bienestar del Hospital Sant Joan de DĂŠu que tiene por objetivo fomentar valores y hĂĄbitos saludables en la infancia.


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