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Un encuentro real y personal con Jesucristo
Mientras nos preparamos para comenzar un nuevo año escolar este mes, entramos en un tiempo de nuevos comienzos. Las familias comienzan un nuevo ritmo después de los meses de verano. Los alumnos empiezan las clases con nuevos profesores y materias que aprender. Algunos incluso empiezan un nuevo colegio o se mudan por primera vez. Al enfocarnos en el comienzo del nuevo curso escolar, en el número de este mes, me gustaría centrar mi reflexión en lo poderosa e importante que puede ser la educación, especialmente la educación y la formación en nuestra fe católica. La finalidad de toda educación católica -ya sea en una escuela católica o en un programa parroquial de formación de jóvenes- no es simplemente enseñar a nuestros jóvenes acerca de Jesús o simplemente el conocimiento de la fe. Si bien, eso es muy bueno e increíblemente importante, si se detiene ahí, hemos perdido el corazón mismo de la educación católica, que es llevar a los estudiantes a un encuentro real y personal con Jesucristo. Cuando lo conocemos, todas las cosas que aprendemos sobre Él cobran nueva vida. En lugar de aprender sobre un hombre que vivió hace 2000 años, aprendemos sobre nuestro íntimo amigo y Salvador. Y más allá de simplemente conocer las enseñanzas de nuestra Iglesia, tenemos la oportunidad de vivirlas en las decisiones que tomamos cada día.
Este encuentro no es algo que deba quedarse sólo en la escuela. Está destinado a cambiar todos los aspectos de nuestras vidas, y debería afectar especialmente a nuestra familia. Es en el seno de la familia, más que en ningún otro lugar, en donde nuestros jóvenes se forman para ser hombres y mujeres de impacto en nuestro mundo. Las escuelas no existen para sustituir a los padres. Al contrario, existen para apoyarles en su vocación de formar a sus hijos en la fe y en la virtud. Los padres, al igual que los profesores, tienen la oportunidad de ser modelos importantes para nuestros jóvenes, tanto por lo que dicen como, sobre todo, por lo que hacen. Cuando las cosas que se dicen y se enseñan se viven en sus vidas, tienen un profundo impacto en el mundo. El Papa San Pablo VI escribió muy bellamente que los hombres y mujeres de hoy “escuchan con más gusto a los testigos que a los maestros, y si escuchan a los maestros, es porque son testigos”. El poder del testimonio, de vivir lo que se enseña en la escuela y en casa, tiene el poder de cambiar el mundo. La vida de nuestros profesores y la vida de los padres animan a nuestros jóvenes a seguir más plenamente a Jesucristo.
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Lo vemos especialmente en los jóvenes que han discernido una llamada especial al sacerdocio y a la vida religiosa. En nuestra diócesis tenemos la bendición de que este fruto nazca en nuestras propias escuelas y parroquias. Es muy importante que nos esforcemos por crear una cultura vocacional en nuestras escuelas católicas y en los programas parroquiales de formación de jóvenes, donde siempre nos hacemos la pregunta:
“¿A qué me está llamando Dios? ¿Podría estar llamándome a ser sacerdote?”.
Nuestras escuelas han producido grandes frutos para la Iglesia, y Dios continuará haciendo crecer este fruto en abundancia. Más que nada, hay que animar a nuestros alumnos a seguir a Jesucristo por encima de todo, a seguir aquello a lo que Él les llama y a buscar lo que Él quiere para ellos. Cuando hacemos esto, encontramos la verdadera felicidad, que es lo que todos anhelamos.
El resultado de este tipo de educación, en la que formamos a nuestros jóvenes para que conozcan y sigan a Jesús por encima de todo, es una nueva generación que entiende que el amor consiste mucho más en dar que en recibir. El resultado es una generación que no tiene miedo al compromiso, porque su fe les permite confiar en el plan de Dios para ellos, más allá de lo que pueden ver. El resultado es una generación que trae nueva esperanza al mundo mediante el testimonio de su fe. A medida que crece esta fe, y seguimos la llamada del Señor en nuestras vidas, vemos que seguirle no es aburrido ni es algo que nos quite la felicidad. Más bien, descubrimos que es la mayor aventura de nuestras vidas. Encontramos una felicidad más profunda de la que jamás creímos posible, si sólo le seguimos a Él. La alegría más profunda sólo se encuentra en el Señor Jesucristo, y Él anhela dárnosla si le seguimos. Esta es mi oración para cada uno de nuestros estudiantes y sus familias.
Al comenzar este curso escolar, los invito a rezar por todos nuestros alumnos y profesores mientras se embarcan en esta tarea esencial, para que lleguen a conocer a la persona de Jesús no como una idea abstracta, sino como un amigo íntimo con el que se encuentran cada día. Que Dios bendiga a todos nuestros alumnos, profesores y familias mientras continuamos juntos este viaje.