Firmes en esa convicción, infiltraron todas las capas de la sociedad, empezando por el gobierno. Con su complicidad y sus armas – legales y militares – exterminaron, sometieron o corrompieron a los pueblos originarios para ocupar sus tierras y usarlos como mano de obra barata, desechable. Hasta los bravos mapuche que tanto tiempo resistieron al imperio español cayeron en su juego, y muchos de sus líderes – como el último gran Ñidol Lonko, Kilapán, que murió tristemente intoxicado pese a los consejos de su amigo Orélie Antoine, el soñador francés que quiso ser rey de la Araucanía – permitieron que los dividieran con ambiciones personales, que los envilecieran con su alcohol y, finalmente, lograran derrotarlos.
Esa casta siniestra ha creado sus propios lacayos asesinos, una clase especial de violentos chupasangre que asolan los barrios populares de Santiago, donde han emigrado los peñi en busca de futuro. Ese vampiro sombrío y mercenario recibe el nombre de...
Toda historia tiene una historia... La nuestra es la de la codicia de una casta, la de una sed insaciable que por siglos ha drenado los recursos y la dignidad de quienes luchan cada día por vivir en este territorio que hoy llamamos Chile.
Hace casi 130 años un plutócrata chileno, cuyos descendientes continúan rigiendo nuestro destino, escribió en un diario de Valparaíso: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio.”
