Antología 01 2

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El guardián de los sueños – Orson Scott Card

Todos rieron de buena gana y con malicia. Pero Hershey LeBlanc, antes de marcharse, se comprometió a encontrar algún pretexto legal para echarla del barrio o, por lo menos, para terminar con el ruido de aquella moto a todas horas. Y así fue como Mack decidió subir por la larga y sinuosa avenida de la montaña. No solía subir mucho por allí desde que satisfizo su curiosidad por ver el lugar donde lo habían encontrado. Tampoco estaba seguro del lugar exacto, ya que Raymo y Ceese no se ponían de acuerdo y ninguno de los dos indicaba un mismo punto dos veces. Además, desde que Yo Yo lo fascinaba tanto procuraba no ir, porque lo último en que quería convertirse cuando fuera mayor era en un merodeador. Pero lo de aquel día no sería merodear. Había oído rugir la moto a las cuatro de la madrugada, cuando Yo Yo regresaba a casa. De modo que, tratándose de un miércoles de verano, el mediodía era una hora adecuada para que un chico de dieciséis años de la parte baja de Baldwin Hills acosado por los sueños llamara a la puerta de Yolanda White. Aunque la verja de la casa tenía un portón cerrado con llave, aquello no era un obstáculo para Mack. Cuando vagaban con sus amigos por el barrio, algo tan insignificante como una verja no los detenía. Era capaz de salvar en cinco segundos aquella verja de hierro forjado pintada de blanco; en menos aún si tomaba carrerilla. Sin embargo, no sería una buena manera de empezar una conversación que ella le abriera la puerta y le preguntara cómo había entrado en su jardín. Así que Mack pasó por delante de la casa mirándola de reojo. No vio ninguna señal de vida y siguió subiendo por la avenida hasta el parque. Se quedó allí mirando la balsa que recogía toda el agua de lluvia. Cuando diluviaba, el agua iba a parar a la balsa, en la que habían colocado un tubo vertical que servía de desagüe. Cuando el agua alcanzaba la parte superior del mismo, canalizaba el sobrante por una gruesa cañería que pasaba por debajo de la calle. De ese modo se evitaba que la avenida se convirtiera en un río cada vez que caía una tormenta. Mack consideraba que aquel tubo de desagüe era su lugar de nacimiento. No es que creyera que su madre había estado tendida allí mientras un abortista lo sacaba a él del útero, pero siempre que veía aquel tubo sentía brotar en su interior algo potente como la sangre que le corría por las venas, y sabía que, fuera lo que fuese lo que lo convertía en Mack Street, estaba relacionado con aquella balsa, con aquel tubo. Si no había muerto allí arriba, enterrado en hojas, era gracias a lo que brotaba de aquel tubo. Creía eso, porque resultaba más lógico que creer que toda su vida no había sido más que una estúpida casualidad.

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