LA CUSTODIA DE LA PIEDRA Humberto Beck
Por siglos, la figura del sumo pontífice ha sido la fuente de innumerables
conflictos y desacuerdos. Los límites y el sentido de su autoridad han estado en el corazón de las principales disputas del orbe cristiano, desde el conflicto entre la Iglesia y el Imperio hasta la Reforma protestante, desde el cisma entre oriente y occidente hasta la polémica por el dogma de la infalibilidad papal, que continúa hasta nuestros días.
Pero ¿cuál es el fundamento profundo y original de esta institución tan
controvertida? No el derecho canónico, la tradición de los concilios o la historia de los dogmas; no la costumbre, las enseñanzas de los padres de la Iglesia o un silogismo teológico, sino el evangelio mismo. En concreto, las palabras de Cristo a Pedro registradas por el Evangelio de Mateo: “Pedro, tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.”
La autoridad de cientos de encíclicas, decretos, documentos oficiales y cartas
apostólicas de autoría papal reside en esta afirmación. De este versículo, de la mirada fija de Cristo en Simón transformándose en Pedro, de su elocuencia confirmatoria, sólo comparable en intensidad dramática a las unciones del Antiguo Testamento, se origina un caudal de normas teológicas y del derecho y, sobre todo, una larga historia de actos de disciplina, autoridad y poder que han moldeado, para bien y para mal, la historia y el destino de la Iglesia. De la particular lectura oficial que la Iglesia ha hecho de este versículo se desprende, también, una cierta imagen de la figura papal que presenta no pocos riesgos teológicos y eclesiales.
La lectura canónica de este versículo, aquella que da origen y fundamento a
la noción del sumo pontífice, se realiza a partir de un olvido del contexto en que las palabras de Cristo fueron proferidas, omisión que se refleja en un deslizamiento de su sentido y una modificación de las características de la institución papal. Se ha olvidado, en concreto, que la tremenda afirmación de Cristo no emerge de la nada, sino que es la respuesta a una afirmación anterior, dicha por boca de Pedro en 1
respuesta a la pregunta de Cristo por su identidad. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. A lo que Pedro se apresura a responder: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. El posterior reconocimiento de Pedro como fundamento, “piedra”, de la Iglesia difícilmente se refiere a la persona concreta del apóstol. Apunta, más teológicamente, a aquello que Pedro acababa de proclamar: la creencia en Cristo como Hijo de Dios. La piedra sobre la que se edificará la Iglesia no puede ser la persona de Pedro, sus huesos y su carne, sino, más sencillamente, la fe que él animosamente proclamó. La única persona sobre la que se puede construir la Iglesia es el propio Cristo. Pedro mismo no es –no puede ser— la piedra sino el custodio de aquello que es la verdadera piedra: la fe. El evangelio nos enfrenta a otra circunstancia similar en el episodio de las palabras de Cristo a María y al apóstol Juan durante la crucifixión. En la recíproca nominación de María y Juan como madre e hijo, la tradición de interpretación bíblica del catolicismo ha leído la adopción de María como madre de los creyentes y de la Iglesia. No ha prevalecido, como en el episodio de Pedro, una lectura literal del pasaje bíblico, según la cual María sería la madre del apóstol Juan y nada más, haciendo doctrinalmente imposible el desarrollo de la teología mariana.
Del mismo modo que con las palabras dirigidas a María y a Juan, las palabras
de Cristo a Pedro tienen un sentido concreto, centrado en la persona de Pedro, pero también un sentido espiritual que se dirige a cada uno de los creyentes. De este reconocimiento no se sigue una invalidación de la figura papal, sino un replanteamiento de su sentido y, más urgentemente, la necesidad de ejercer una mirada crítica sobre las formas en que esa institución ha sido recibida en las décadas recientes.
Pese haberse distinguido por un rigor doctrinal que condujo a la persecución
y condena de innumerables teólogos, clérigos y obispos, el papado de Juan Pablo II no sólo dejó sin cuestionar sino que promovió activamente una de las más extendidas desviaciones de la doctrina católica: el culto de la persona del sumo pontífice. Se pueden contar en decenas de millones el número de los fieles católicos que, alrededor del mundo, han estado convencidos de que el papa no es sólo el sucesor de Pedro sino un santo canonizado en vida, un taumaturgo dotado de 2
poderes inéditos y espectaculares, un hombre perfecto incapaz de cometer un abuso, una equivocación en el juicio o una falta: no el Vicario de Cristo en la tierra sino, literalmente, otro Cristo.
La adoración de la persona en la que reside el papado es uno de los signos
más graves de su degradación. Pero, con todo, las fuentes de este deterioro no se encuentran exclusivamente en la explotación mediática de la imagen y la persona del pontífice, sino en los fundamentos mismos de su autoridad. No en la papolatría que caracterizó al papado de Juan Pablo II, sino en algo más profundo, íntimo, entrañable: la lectura que, por siglos, se ha hecho de ese versículo de Mateo que da fundamento a la institución papal.
A Pedro, Cristo le entregó las llaves y lo instituyó pastor del rebaño porque, a
pesar de sus debilidades, proclamó la convicción de la fe. Pedro y sus sucesores no son ellos mismos la piedra, sino los guardianes de la única piedra genuina. De la conciencia de este límite de la figura papal se despliega la posibilidad de concebir de un modo distinto su lugar en la Iglesia y el ejercicio de su autoridad.
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