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La extraña manía de tener fe en el tabaco
Nicolás Valenzuela Voss
Creo que sólo un par de veces me he sentado a escribir mis artículos de colaboración en esta revista. Mi estilo es un poco más artístico; me refiero a que dependo de algún chispazo de inspiración para convertir una experiencia en algo que pueda resultar interesante, y lo mismo ocurre cuando te cuento sobre personajes de la fe cristiana reformada que fumaban. Estoy siempre con la ansiedad de qué escribo ahora, y mis amigos y editores son testigos.
Creo que por eso se me pone la piel de gallina cuando escucho a los productores de tabaco contar la historia de cómo hicieron éste o aquel blend. Mi referente es Christian Eiroa, quien me contaba mientras fumábamos una ligada experimental para Asylum –sentados en su oficina–, cómo le venían destellos de inspiración para crear una mezcla nueva. También es famosa la historia de cuando Carlito Fuente soñó una ligada que terminó siendo el Rosado Gran Reserva.
Todo lo que cuento sobre la inspiración es porque este artículo no escapa a esta forma de crear. Estaba trabajando, escuchando música popular brasileña, cuando de pronto sonó Maria, Maria, de Milton Nascimento; canción que menciona a una mujer –probablemente su madre María do Carmo–, quien a pesar de su pobreza terrible sigue adelante por esa extraña manía de tener fe en la vida.
La frase me hizo pensar en las dificultades que enfrentan los fabricantes brasileños debido al estigma de que “el tabaco de ese país amarga”. Pero en eso recordé a Diógenes Puentes, un cubano establecido en Brasil, casado con una mujer del país de la zamba y dueño de la marca de puros que lleva su nombre.
Con esa inspiración casi divina corrí al humidor para fumar uno de sus tabacos y gracias a Dios me quedaba uno, el robusto de Diógenes Puentes, que cuenta con variedad de vitolas como toro, figurado, corona, petit robusto y uno de mis favoritos, el Patricia; una belleza de 3.5 pulgadas, cepo 52, presentado en tres capas de tabaco: Arapiraca, Cubra y Connecticut. Aunque hablaré del puro que fumé en ese éxtasis de inspiración.
De acuerdo con sus dimensiones, se trata de robusto clásico de 5 pulgadas, cepo 52, con capa levemente rusticada y un cilindro muy consistente al tacto que presagia una fumada buena. Sus aromas en frío son a tabaco y, como si se tratara de una cata de mi pana Diego Urdaneta, percibí una nota que describo como de tamarindo, en cuya identificación me había instruido Pedro López, amigo entrañable.
Aunque lo había fumado antes, al observar el pie del cigarro reparo en la gran cantidad de tabaco que contiene; señal inequívoca de que el tiro estaría un poco apretado.
En la perilla se optó por colocar un gorro más grande de lo habitual, lo que podría ser de ayuda para algunos degolladores de puros, pero en mi caso faltó algo de pegamento y los restos de gorro pegados al pañuelo se fueron soltando durante la fumada. Nada grave, considero, tal vez por el espíritu latino que nos impide arruinar el día por esas pequeñas cosas. Como en general vivimos en entornos hostiles, no podemos darnos esos lujos... Lo que podría ser tema de otro artículo.
Para el encendido utilicé gas butano. Las primeras bocanadas marcaron un tiro apretado –no en los niveles de un Habano– y un humo sabroso, pero con poco cuerpo. Me refiero a un humo más liviano, menos denso y bastante blanquecino.
Percibí con facilidad notas florales acompañadas de un picor leve bajo la lengua, y luego de realizar el retronasal identifiqué otra muy agradable, a pimienta blanca, que como fanático de la comida oriental disfruté. A lo largo de las primeras bocanadas, notas clásicas de tabaco y establo acompañaron a las principales.
Avanzado en el primer tiempo, ya que un robusto no alcanza tercios y lo dividimos en dos tiempos, se añadieron a la fiesta unas notas frutales, algo como banana, y hacia el final se volvió algo mineral y salino –no soy fan de esas notas–, pero no por mucho tiempo. Rápidamente volvió a lo floral, al cuero y se sumó el cacao.
Durante todo ese tiempo acompañé al cigarro únicamente con agua purificada sin gas, que más que un efecto de limpieza permite amalgamar ciertos sabores, logrando así una sensación cremosa y de frutos secos.
La segunda parte fue una danza coordinada exquisitamente entre notas de cuero, tierra, pimienta blanca, canela y flores –por favor no me pregunten el color de las flores–, que junto con la pimienta fueron mucho más notorias en el retronasal; un dejo a canela fue más presente en la boca.
Diógenes, con el apoyo de su mujer, ha sabido interpretar a Maria y hacer frente al estigma del tabaco brasileño. Con dedicación, inteligencia, amor y pasión ha logrado un producto sabroso, que alegra al corazón abatido y produce una sonrisa, ya sea de sorpresa o satisfacción.
No hay duda de que en la piel lleva las marcas de este duro proceso, que satisface a quienes nos aventuramos con estos productos nuevos, que buscan diferenciarse en medio de la adversidad.