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2021 / PRIMAVERA-VERANO / N o .2
MEJOR SER CABEZA DE RATÓN, QUE COLA DE COCODRILO
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“La Habana es el resumen del fracaso, el lugar donde todo iba a ser y no fue nada” [Martín Caparrós]. “En Cuba,
mi falta de patriotismo me hacía pasar casi por una delincuente” [Laurence Debray]. “Si yo fuera sociólogo, antropólogo, economista, comunista, periodista incluso, estudiaría La Habana: la manera en que una ciudad, una sociedad, van adquiriendo lopeor del capitalismo” [Martín Caparrós]. “La Habana es una ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado” [Alejo Carpentier].“El Malecón es en cierto modo una reserva, un coto aristocrático; pero el muro del Malecón, ¡ah, ese sí que no reconoce castas!” [Jorge Mañach]. “Mi actitud, mi simple presencia eran antagónicos a los ritmos orgiásticos de La Habana” [Sergio Pitol]. “Ningún residente de La Habana iba jamás al Sloppy Joe’s porque era el lugar de cita de los turistas” [Graham Greene].
Palabras a los intelectuales
(Deluxe Edition)
, se habrían visto en una situación similar a la nuestra. Nosotros hemos sido agentes de esta Revolución, de la re
Un seguidor de Montaigne mira La Habana.
iscutir los problemas con los cuales nosotros estamos más familiarizados
er agentes de esta Revolución, no quiere decir que estemos obligados... Quizás estamos obligados, pero en realidad no qu
Antonio José Ponte:
país.[…]
tedes se han especializado. Nosotros, por el hecho de ser hombres de gobierno y s
ra nosotros ha sido una discusión instructiva y, sinceramente, ha sido también amena. Desde luego que en este tipo de discusió
“Pienso en La Habana ya de un modo más abstracto, como si se tratara de un problema teórico. Problema para especialistas: la única capital del mundo occidental detenida en el tiempo por más de medio siglo. Una ciudad dejada a la mala de Dios, igual que se deja una fruta en un alféizar. Para verla colorearse peligrosamente con los días, para que la rodeen los zumbidos de los insectos sitiadores, y llegue a explotar y a desahogarse en unos hilitos de agua pestilente, hasta convertirse en nada más que una sombra pegajosa. Pienso en La Habana del modo menos sentimental posible, como un grave problema para el futuro. Me pregunto qué se va a levantar alguna vez en su lugar, qué clase de ciudad va a tener que hacerse allí de golpe”.
algunos puntos de vista. Teníamos mucho interés en estas discusiones. Creo que lo hemos demostrado con eso que llaman “una gran
volución económico-social que está teniendo lugar en Cuba. A su vez, esa
ue si hubiésemos llevado a muchos de los compañeros que han hablado aquí a alguna reunión del Consejo de Ministros a d
iere decir que tengamos que ser peritos sobre todas las materias. Es posible q
os particularmente en este caso, en el mío— no estamos en las mejores ventajas para discutir sobre las cuestiones en que us
n en la cual nosotros formamos parte también, los hombres del gobierno —o por lo men
revolución económico-social tiene que producir inevitablemente también una revolución cultural en nuestro
paciencia” (RISAS). Y en realidad no ha sido necesario ningún esfuerzo heroico, porque pa
nos ha tocado a nosotros, a la vez, nuestro turno; no como la persona más autorizada para hablar sobre esta materia, pero sí, tratándo
se de una reunión entre ustedes y nosotros, por la necesidad de que expresemos aquí también
ma, en que se han planteado muchas cosas de interés, que muchas de ellas han sido discutidas aunque otras hayan quedado sin respuesta —au
Compañeras y compañeros: Después de tres sesiones en que se ha estado discutiendo este proble
nque materialmente era imposible abordar todas y cada una de las cosas que se han planteado—,
SUMARIO
HYPERMEDIA/Review
Review Director
Gilberto Padilla Cárdenas Editores
Jorge Enrique Lage Ladislao Aguado Diseño
Michele Miyares Hollands
© Hypermedia Review 2021. Primavera-Verano. No.2
Printed in the USA ISSN 2637-6318
FANTASMAS EN LA HABANA
/Julián Herbert págs-04/19 [...] La noche en que mi avión descendía sobre La Habana llevaba conmigo, en el bolsillo de la chaqueta de mezclilla, una piedra de opio del tamaño de un diente de ajo. Me aterraba que los niños de Fidel me ingresaran a la cárcel acusado de narcotráfico. [...]
HAVANAROME EXPERIENCES /Martica Minipunto
págs-112/119 [...] Escribir “experiencias habaneras” ha sido el negocio más lírico que me han ofrecido. No tenía dinero y me apetecía contraficcionar la plataforma de Airnbnb [...]
1959, antes y después de los americanos /Orlando Luis Pardo Lazo
págs-22/39 [...] Allen Ginsberg y Lillian Roth en el archipiélago CUBAG [...]
El crucero /Vladimir Maiakovski
págs-122/129 [...] La primera clase vomita donde le da la gana, la segunda, sobre la tercera y la tercera, sobre sí misma [...]
Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos /Michel Houellebecq
págs-40/59 [...] Para los hombres y las mujeres morenos que andaban entre los bancos de turistas solo éramos monederos con piernas [...]
Cosas que escuché en La Habana / Juan Villoro
págs-130/149 [...] El “cubano típico” es representado como alguien dispuesto a casarse con una viuda de 80 años, copular hasta con un melón y cantar sin recato ni variación “Toda la noche haciendo el amor” [...]
Un colaborador cubano en Caracas /Ronaldo Menéndez
págs-62/73 [...] Una cosa es el realismo mágico y otra el realismo socialista puro y duro [...]
págs-150/155 [...] Ya sabes de qué va la cosa, ¿no? Todos los que estamos acá somos amantes de las axilas femeninas. Todos somos fetichistas [...]
AtrAgantarse en el Arzobispado
¿Viste la Procesión de la calle de Ánimas?
/Gerardo Fernández Fe
/A manda Rosa Pérez Morales
/Mario Bellatin
págs-74/87 [...] ¿La cópula con el proceso revolucionario cubano, pero sobre todo con su carismático Máximo Líder, se ha hecho inevitable en el deseo de demasiados escritores y héroes de ficción de la narrativa estadounidense [...]
págs-104/111
págs-90/103 [...] Le taparon la boca al joven con un trapo y envolvieron ambos cuerpos —el del amable señor del altillo y el del joven, uno muerto y el otro todavía con vida— en una gran sábana [...]
[...] ¿Cómo alguien como yo trabajó en el Arzobispado de La Habana? [...]
“Obras para hacer más agradable su estancia aquí” /Néstor Díaz
de
Villegas
HAVANA TRAFFIC /Jorge Enrique Lage
págs-158/163
págs-164/167
El arte cubano encuentra su BLACK MIRROR /Iván
de la
N uez
págs-168/171
Lezama y la eyaculación precoz /Gilberto Padilla Cárdenas
págs-174/177
/José Hugo Fernández
págs-178/184
OTRAS ESTAMPAS DE SAN CRISTóBAL págs-20/60/88/120/156/172
NO.2 / 2021
El hombre con la sombra de humo*
SUMARIO
Axilas en el Festival de Cine /Carlos Lechuga
Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba
FANTASMAS en
04 Julián Herbert/Fantasmas en La Habana
HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021 mitad la coloqué en el fondo de una cajetilla de Popular a medio consumir. Puse ambos paquetes en el bolsillo exterior de mi chamarra y me largué al aeropuerto. Pasé todo el vuelo aspirando opio líquido del botecito de Afrin Lub: yo entre náyades y nubes y la gente mirándome compasiva, qué bárbara gripa se carga este pobre cuate. Poco antes del aterrizaje me asaltó el temor: las cárceles cubanas tienen pésima fama y es bien sabido
S n LA HABANA Julián Herbert
La noche en que mi avión descendía sobre La Habana llevaba conmigo, en el bolsillo de la chaqueta de mezclilla, una piedra de opio del tamaño de un diente de ajo. Me aterraba que los niños de Fidel me ingresaran a la cárcel acusado de narcotráfico. Alguien —ni siquiera recuerdo quién— me había regalado el risco de goma por mi cumpleaños. Le dimos unos cuantos jalones con una pequeña pipa de cerámica y luego lo guardé en el escritorio. Lo olvidé por completo. Hasta que, meses después, mientras preparaba la maleta para el viaje a Cuba (era un viaje de trabajo: me habían contratado como parte del equipo logístico de una serie de conciertos y exposiciones de artistas mexicanos en la isla), buscando otra cosa, di con él. Pensé que sería divertido compartirlo con algunos colegas frente al mar. Lo partí en dos. Con una mitad preparé un concentrado de pasta macerada en agua (una especie de láudano sin alcohol), misma que vacié en una botellita de lubricante nasal con aplicador integrado a fin de poder aspirar el líquido directamente del recipiente. La otra
que entre más chochea el comunismo castrista se vuelve más conservador y puritano... ¿Adónde habían ido a parar las libertarias sombras guerrilleras (y sin duda mariguanas) que mi madre me enseñara a cantar parado sobre una silla y con un peine como micrófono en la mano...? Estos ojetes ahora mismo me agarran y me encarruchan, adiós rubias caribeñas adiós masas de cerdo con tostón adiós paseos por el malecón con la cabeza hecha un hato de cerillas encendidas frente a tanta belleza adiós guaracha adiós... Pero a la vez me consolaba: lo bueno es que estoy tan hasta el culo que apenas voy a sentir los culatazos... Pero por la mañana... Entrecerraba los ojos y me veía limpiando el excremento de una letrina empotrada al muro mayor de una especie de caverna, con el cabello y las barbas (yo que soy tan lampiño) rizadas y crecidísimas, como el Conde de Montecristo... Luego, en la siguiente escena, no: lograba burlar a los perros y a los sorchos y saltaba los controles aduaneros como Bruce Willis en Twelve Monkeys, con esa misma pizpillante-musiquita-de-teléfono-
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descolgado como fondo mientras me internaba, narcoguerrillero a mi modo, en la selva tropical: camaradas, tomad un poco de analgésico, abajo el mal gobierno, liberación, liberación, La Revolución Es El Opio
Del Pueblo... Y así me entretenía tan sanamente con los djins de mi sistema nervioso que ni siquiera noté cuando el avión tocó suelo.
*** Salimos del avión a un duty free. Me entretuve husmeando entre los aparadores: no quería que me arrestaran delante de los otros miembros del crew. No conocía a ninguno, pero podía identificarlos (y ellos a mí) por una playera-uniforme de la cual los organizadores nos habían repartido diez juegos a cada uno, y que de acuerdo al contrato debíamos tener puesta siempre, durante nuestra estancia en la isla, en los horarios laborales y durante los traslados. Mi primera estrategia de evasión fue infructuosa: todos los integrantes del equipo se entretuvieron, igual que yo, en los bien abastecidos comercios comunistas del aeropuerto. Había, entre las grandes vitrinas llenas de ron y cidís y habanos, una ventana pequeñita que exhibía artículos beisboleros: cachuchas y camisetas azules con una gran “I” impresa en caracteres Block; un pequeño banner triangular con la inscripción (también en Block) “Industriales de La Habana”. Decidí comprar una camiseta y deshacerme de mi uniforme de trabajo en el baño. Así por lo menos no avergonzaría a mis colegas a la hora del arresto. Continué mientras tanto administrándome generosas dosis de opio líquido desde el botecito de Afrin Lub entre turistas y policías. Enloquecidamente tranquilo. Dos horas después logré pasar los filtros de confirmación de identidad, recogí mi maleta y me dirigí
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a la fila que llevaba a la última de las puertas. Un puesto delante de mí estaba un chico muy alto y rubio tocado con un impresionante peinado rastafari. Nos saludamos con un movimiento de cabeza. Media hora más tarde, cuando el chavo rasta alcanzó la puerta, el aduanal le pidió sus papeles. Los estudió con calma. Finalmente, dijo: —Acompáñeme, por favor. Es una revisión de rutina. Ambos desaparecieron tras una puerta de espejo situada junto a la salida. Por un momento se hizo un solemne silencio entre quienes esperábamos nuestro turno: todos sabíamos que la “revisión de rutina” consistiría en meterle al chico rasta dos dedos por el recto en busca de sustancias ilegales. En cambio el guardia que me tocó a mí sonreía sin dejar de ver mi camiseta de béisbol. Apenas si le echó un vistazo al pasaporte. Me lo devolvió diciendo: —Tres juegos sobre uno, papi: tres juegos sobre uno. Pacá lo azul, pallá lo rojo. Gracias por preferir al equipo Industriales.
*** Llegando a La Habana me encontré con mi amigo el artista conceptual Bobo Lafragua, una especie de Andy Warhol (no tanto: más bien un Willy Fadanelli de provincias) por su capacidad para reunir en torno a sí a una corte de grupis, discípulos famélicos y muchachas con una autoestima tan pavloviana y tan pobre que se quitan la ropa cada vez que alguien pronuncia (así sea refiriéndose a una marca de cerveza) la palabra “modelo”. Mi amigo Lafragua (cuya obra formaba parte del kit artístico que diversas instituciones
culturales mexicanas estaban llevando gratuitamente al pueblo de Cuba: remesas enviadas por un hermano mortificado por la culpa histórica) había arribado al
puerto dos días antes que yo. Ya para entonces tenía controlada la ciudad. Nos hospedaron en el Hotel Comodoro, no demasiado lejos del aeropuerto, por la zona de Miramar. En cuanto bajé del microbús, Bobo dijo, a manera de saludo: —Estamos hasta su puta madre de La Habana Vieja. Pero no te preocupes, cabrón, es muy fácil llegar. Ya sé además qué hacer si no tienes tiempo de ir tan lejos: aquí en corto está la embajada rusa. No mames, ve a verla nomás para que documentes lo faraónicos que eran estos pinches weyes, cabrón, tú que muy izquierdoso. Pero si vas, ve de día: no se te ocurra ir de noche. De noche todo Quinta es territorio de las vestidas más nalgonas del Caribe: puro camarón. Se notaba que se había atravesado media botella de Stoli y —quién sabe— a lo mejor hasta tres o cuatro rayas. Agregó, pasándome un brazo por el hombro y empujándome suavemente hacia el mostrador de recepción: —Mañana comeremos en el Barrio Chino, cabrón. Y el jueves iremos a la Casa de la Música del centro a conocer a los mismísimos NG La Banda. Luego voy a llevarte a una paladar muy oculta por Almendares donde dicen que se hace la langosta más rica. Pero no te me agüites que hoy también tengo planes para ti: anda a tu cuarto y vístete porque te voy a pasear. Girando sobre sus talones y dirigiéndose a la mínima porra que ya se había agenciado en el hotel (tres pintorcitos mexicanos con compungida cara de adolescentes que nos miraban amoscados desde un cómodo sillón de piel situado frente a los teléfonos del lobby) dijo, golpeando el aire con un puño: —Al Diablito Tuntún, camaradas. Los chicos asintieron sonriendo casi con temor. Yo siempre he sido un hombre dócil. Con dosis generosas de opio en
los pulmones, soy un zombi. Me registré, subí a mi cuarto, deshice la maleta y me duché. Dados el clima y el ambiente (el Comodoro es un hotel de
los cuarenta, chaparrito y extenso, tres azulísimas piscinas y cuatro restoranes y una sala de baile con orquesta y, de cara al mar, doscientos cuartos rematados por anchos balcones-terraza equipados de sillas y mesitas que recuerdan la escena del cumpleaños de Hyman Roth en
The Godfather II) elegí un atuendo cuasi yucateco: pantalones de lino, guayabera, tenis Reebok. Un rato después bajé al lobby. Esperé junto a los tres pintorcitos durante casi una hora. Luego telefoneé a la habitación de Bobo. Nada. De seguro se había quedado dormido. (Eso es lo único malo de mi amigo. Se levanta a las seis de la mañana y a las nueve ya está preparando el primer desarmador. A mediodía insiste: ¡vamos a un téibol...! Pero apenas anochece está nocaut. Hace un par de años le extirparon la vesícula, lo que menguó severamente su tolerancia a los paraísos artificiales. A veces pienso que es el negativo de un vampiro.) Como ya estábamos excitados y en ropa de salir, los tres pintorcitos y yo decidimos continuar con los planes de Bobo Lafragua. —¿Adónde es que vamos? —Al Diablito Tuntún. —¿Y qué es eso? Ninguno de los chicos lo sabía: habían llegado a La Habana solo unas horas antes que yo. Así que preguntamos a un taxista, quien nos condujo hasta la Casa de la Música de Miramar y nos señaló la escalera exterior que llevaba a la planta alta. —Es ahí. Antes de bajar del taxi me surtí una generosa ración de opio del botecito de Afrin Lub. Me di cuenta de que el botellín duraría, si acaso, esa noche y una más.
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No sé los otros: yo subí la escalinata de troncos con la solemne sensación de estar pisando las alpargatas de Estrellita Rodríguez. Todo fue ingresar al salón; enseguida se difuminó el encanto. Era una galería descolorida de paredes altas y techos de madera ruda y equipada con elegantes muebles malhechos, como de casa de citas en decadencia: poltronas turcas con el foam de fuera, sillitas diminutas hechas con pino de tercera y rematadas en garigoles de oro oxidado, plantas artificiales y refrigeradores decrépitos —eso sí: llenos de cerveza Polar— roncando como gorilas... La música era bajita y algunas sillas seguían trepadas en las estrechísimas mesas circulares. Consulté mi reloj: iban a dar las once. —No, compadre —dijo el hombre de la entrada leyéndome el pensamiento—. Aquí la fiesta empieza pa las tres, pa las cuatro. Si quieren algo antes, abran pista allá abajo. Está empezando a tocar el Sur Caribe. Así que tuvimos que pagar doble entrada. Calculé que en apenas seis o siete horas había gastado ya la cantidad de cucs que según yo iban a rendirme para un fin de semana. Ricardo Leyva estaba machacando suavecito la duela con «El Patatum»: si le va dar que le dé, que le dé, mira el coro que te traje, los tres pintorcitos (indistintos para mí bajo la luz magullada de la noche habanera, una suerte de jóvenes Greas masculinas cuyo único ojo y diente era el limpio vidrio del ron) pidieron una botella que nos atravesamos enseguida, qué calor, y no era difícil notar, por la falta de destreza para el baile, que casi todos los concurrentes varones éramos extranjeros, muchísimo venezolano fingiendo ser comunista y arritmado, pero ni de chiste, y de los mexicanos mejor no digo nada, tenemos un presidente filofascista y una sintaxis
excepcionalmente pacata (a menos que no extrañes en este punto del discurso un punto o un punto y coma) y bailamos la salsa con dos pies izquierdos y las piernas tan abiertas que parecemos Manuel Capetillo toreando en blanco y negro. Las mujeres en cambio eran, la mayoría, oriundas de la isla; lo mismo te citaban a Lenin en ruso que estareaban la maquinita sin que apenas roncaran los pistones, blam blam arrastraban el alma en los pies rozando suavecito la madera, dame más dame mucho pa que se rompa el cartucho, y era difícil para un par de primerizos como yo y las tres Greas de la pintura mexicana joven distinguir entre la buena danza y la buena factura anatómica lo que había de moral y de buenas
Éramos la versión Walt Disney de la danza del desfile del Primero de Mayo en la plaza de la Revolución, sigan arrollando y paren en la esquina, puro turista frívolo y putañero tratando de agenciarse un culito proletario que le ayude a sentir, por una vez, la erótica elevación —histórica, marxistaleninista y dialéctica— de las masas. Si no te puedes unir al heroísmo, cógetelo.
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costumbres: quiénes eran las leales defensoras del partido que acudieron a celebrar con los compañeros que nos visitan desde la hermana república de Venezuela, quiénes eran las chicas fáciles cuyo pensamiento se había deformado por ver televisión imperialista (no me importa que seas colectivista y afable: soy cubano, soy Popular), y quiénes eran, por último, las licenciosas y abiertamente mercadeables jineteras —o como dice la Gente de Zona: su-salsa-no-es-conmigo-su-salsa-es-con-conjunto. (Que me perdonen las Decentes Camaradas Insertas En La Lucha pero marcándonos un son somos todos iguales: a la verga el Partido Comunista.) Hacia las tres de la mañana, Ricardo Leyva y Sur Caribe remataron el show con el tema que muchos estaban esperando (lo sé porque, al empezar la melodía de viento, los meseros que pasaban a mi lado sonreían y me palmeaban fuertemente la espalda): Añoranza por la conga. Micaela se fue y solo vive llorando, dicen que es la conga lo que está extrañando, dicen que ella quiere lo que ya no tiene, que es arrollar Chagó: un blues bailable para denostar a los balseros. Criminal. Como si los héroes de la patria tuvieran derecho a vanagloriarse de expropiarnos la música, los muy comemierdas. Pero oh oh o o oh, that shakespearian conga: de pronto todos estábamos dando saltos. Una percusión incendiaria, domesticada desde la calle, fierros en la hoguera: un farsante me dijo que yo era rockero. Éramos la versión Walt Disney de la danza del desfile del Primero de Mayo en la plaza de la Revolución, sigan arrollando y paren en la esquina, puro turista frívolo y putañero tratando de agenciarse un culito proletario que le ayude a sentir, por una vez, la erótica elevación —histórica, marxistaleninista y dialéctica— de las masas. Si no te puedes unir al heroísmo, cógetelo.
Se acabó la música. Nos mantuvimos en el bar un rato más. Matamos de dos tragos una segunda botella de Havana Club. Pasadas las cuatro subimos nuevamente al Diablito Tuntún. Estaba repleto y sonaba riquísimo, a todo volumen. Entre los concurrentes descubrimos a un fresco Bobo Lafragua. —¿Por qué salieron tan temprano, pendejos camaradas? —dijo esbozando la mejor de sus sonrisas. El compañero Lafragua se distingue, entre otras cosas, por su impecable gusto al vestir. Llevaba una camisa blanca de seda opaca, unos cómodos zapatos Berrendo, lentes de Montblanc y unos Dockers color crema con cinturón Ferrioni. Se había sujetado el ralo y largo cabello rizado con un anillo de plata. Estaba sentado frente a una botella de Stolichnaya, una de The Famous Grouse y varias latas de Red Bull. —Llegan a tiempo: estoy haciendo kamikazes para mis comadres aquí presentes —refiriéndose a tres jineteras que lo acompañaban. Nos sentamos a su mesa. Los tres pintores comenzaron a tragar en automático la mezcla venenosa que Bobo preparaba: una parte de vodka y otra de scotch por dos de Red Bull. Yo había decidido dejar de beber: el alcohol estaba bloqueando el efecto del opio. Preferí seguir suministrándome generosos chorros nasales de la droga...
El Diablito Tuntún debe ser el máximo after de La Habana. Exagero: hay muchísimos más. Pero todos vienen a rematar en lo mismo, preferencia sexual más o menos. La mayoría son clandestinos y qué flojera buscar un coche para ir hasta Parque Lenin poco antes del amanecer para asistir a un rave gay, o qué sórdido beber aguardiente a pico de botella en el malecón con niñas de doce años, o qué caro pagar lo que cobra una pensión en el Vedado para rozarse con
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reggaetoneros famosísimos que para ti no son más que otro anónimo cubano pretencioso con camiseta de gringo y desplantes de líder sindical mexicano, y qué afán de moverse hasta Marianao solo para volver a conocer a las mismas putillas del rubor tropical, míticas y comunes y corrientes, con sus perfumes empalagosamente idénticos a los de una teibolera de París o de Reynosa, y al cabo de todo terminar cogiendo, más borracho que un trapo de barman, aprisa y mal, en los mismos cuartuchos descascarados de Centro Habana que usan todos los turistas, viniéndote al compás de la voz de una malhumorada viejecita que, en el cuarto de al lado, echa pestes contra ti y contra el régimen mientras ve clandestinamente Telemundo. El Diablito Tuntún es un duty free de putas adonde vienen a palomear muchos músicos luego de concluidos sus shows. Aunque la prostitución siga siendo ilegal (por eso en Cuba tantos y
de tan variado modo la practican), en el Diablito los estándares para juzgarla son aún más relajados que en otros antros “legítimos” de la capital. Las chicas entran a pasto, estragadísimas por la noche de refuego y al mismo tiempo más aguerridas que nunca: avariciosas, malcogidas, al borde del vómito por chupar pingas blandas diminutas. Dormidas, soberbias, malhumoradas (depende de cuántos cucs se hayan hecho en este turno), lujuriosas. Con ganas inconfesas de venirse: demasiao queso, diría un santero de Regla.
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El Diablito Tuntún es un duty free de putas adonde vienen a palomear muchos músicos luego de concluidos sus shows
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El Diablito Tuntún es un paraíso de pesadilla donde la música resulta intolerable y cinco o seis mujeres bailan alrededor de ti tratando de llevarte a la cama. Aquí no puedes mirar a los ojos a una mujer guapa: son más peligrosas que los reos. Si las miras a los ojos, te bajan la bragueta. Es el lugar perfecto para una noche de juerga cuando eres un monógamo anestesiado por el opio y torturado por el hecho de ser hijo de una prostituta. Antes de salir de México hablé con Mónica: sin que viniera al caso le prometí, en medio de tremenda borrachera, una fidelidad tan solemne que debo haberla dejado con los pelos de punta. Le confesé que mi madre se había dedicado por años a la prostitución, lo cual me incapacitaba para intercambiar dinero por sexo. —Así que puedes estar tranquila —finalicé sin reparar demasiado en la mirada de ternura mezclada con horror que ella me dirigía. Luego quise comentar esto mismo con Bobo Lafragua. Le dije, parafraseando a Silvio: —Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdones si no te acompaño a ir de putas. Analíticamente, Bobo respondió: —Ni te aflijas: el paraíso del Período Especial ya no existe. Ahora salen más caras que una corista de Las Vegas. Los pendejos europeos, que siempre arruinan todo lo que tocan, las pusieron de moda. Al colgar el teléfono me sentí desconcertado: por primera vez fui consciente de lo amenazadora y opresiva que puede ser la sexualidad de un pueblo al que admiras y desconoces. Aquella noche en el Diablito Tuntún, Lafragua me dio (a su tosca manera) la razón. Apartándose un poco de las chicas a las que pretendía estar embriagando (en realidad a ellas lo que les importaba era cerrar el trato con los pintorcitos), me susurró:
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—¿A qué hora cogerán estas gentes, tú...? Se pasan el día hablando de sexo en las calles y la noche bebiendo y negociando sexo en los bares... Pa mí que ni cogen. Quise responder una perogrullada: esto es un fantasma, un duty free; esto no es Cuba, nosotros nunca hemos ido a Cuba, yo no he visto Cuba, parece mentira. No pude. El opio me había elevado a una beatitud remotamente autista. Pensé: ¿qué hacemos aquí...? Hice un esfuerzo por preguntárselo a mi amigo. —Tú —respondió—, casi nada. Tú ya estás hasta el huevo. Yo estoy esperando a una dama. Debo haberlo mirado con extrañeza porque agregó: —No cualquiera: esta noche tengo un sistema especial de selección. Los chicos Greas y las chicas Kamikaze se levantaron simultáneamente de sus sillas de pino de tercera con garigoles de oro oxidado. Ellos buscaron la cartera para dejar algunos cucs sobre la mesa en tanto ellas los abrazaban, se recargaban en sus cuellos y les tocaban la entrepierna susurrando casi a coro: —Pero si ya estás listo... Fue una escena digna de una maquiladora de sexo cuya razón social sería El Banquete de Platón. Las tres parejas salieron. A medida que las transacciones iban cumpliéndose en distintos rincones del establecimiento, la concurrencia menguó. El Diablito Tuntún es un lugar de un-dos-tres-por-mí-y-por-todos-mis-amigos: apenas dura lleno un par de horas y luego todo el mundo corre como loco a follar. Durante unos minutos, Bobo Lafragua y yo nos miramos a los ojos con tanta insistencia que dos mulatos guapos se acercaron a ofrecernos compañía. Bobo siguió bebiendo kamikazes. Yo aspiré las últimas gotas de mi caldo de opio. Por pura perversidad, por puro self-hate, por puro ocio, pasé
revista a las chicas rezagadas de la noche intentando dilucidar cuál era la que más me recordaba a mi mamá. Todas tenían, claro, un rasgo común: eran ligeramente mayores al estándar habanero y por eso todavía no ligaban. Primero descarté a las rubias. Luego a un par de morochas con las tetas bien grandes. Dejé fuera también a una negra que se carcajeaba feo: mamá siempre se describía a sí misma como una hembra muy cool en los horarios de trabajo. Al final no quedaba mucho: una pelona de rasgos muy finos y cara ligeramente rolliza sentada sola frente a la barra; una mujer alta de pelo largo y negro a la que había visto salir con un cliente una hora antes y que recién hacía un minuto regresaba al bar (tan fresca); dos señoras de gimnasio que de seguro eran hermanas y cuchicheaban a dos mesas de nosotros... —Esa —dijo Bobo Lafragua señalando a la mujer alta de pelo largo y negro a la que yo seguía con la mirada por tercera ocasión. —Sí —contesté distraído. —Ni hablar: si te gusta, me la llevo. Se levantó y se dirigió hacia ella. Entonces entendí cuál era su método de selección. Ni siquiera logré escandalizarme: estaba tan drogado que solo deseaba reunir la voluntad suficiente para levantarme de la silla, tomar un taxi y llegar al hotel donde tenía guardado el resto de mi opio. Por un momento pensé que sería de buena educación explicarle a Bobo que se había confundido, que la mujer no me excitaba en lo más mínimo sino que su desvencijado rostro me había recordado vagamente la vejez de mi madre. Que el daño que intentaba hacerme no era kinky sino simplemente amargo, y no iba yo a correr al baño del hotel a masturbarme imaginando cómo se templaba él a la chica, y a la tarde
siguiente iba yo a levantarme sin envidia ni curiosidad, sin preguntas escabrosas ni deseo de detalles, sintiéndome simplemente una puta estafada: un sentimiento de vergüenza y desesperación del que, de todos modos, rara vez logro escapar cuando despierto cada día... No lo alcancé. No dije nada.
*** Una vez, cuando éramos niños, a la hora de la cena, mamá dijo, out of the blue: —Si un día tuviéramos dinero como para irnos a vivir a otro país, a mí me encantaría que nos fuéramos a La Habana. En Cuba la gente pobre es más feliz que en ningún otro lugar del mundo. Era la época en que empezábamos a vivir como la gente: 1980. Nuestra casa en el barrio del Alacrán colectaba sus primeras macetas. Poco después, cuando vimos en nuestro primer televisor la inauguración de los juegos olímpicos de Moscú (todos amábamos a Misha), mamá apuntó, pensativa: —Sí, también podríamos irnos a la URSS... Pero dicen que allá hace un frío de los mil demonios. Luego no voy a querer salir a trabajar por las noches. De donde se infiere que, en sus treinta, mi madre fue una fantasiosa comunista, odiaba el frío y tenía una intuición antropológica más aguda que la de Fidel: sabía que las revoluciones también necesitan prostitutas.
*** Le dije a Bobo Lafragua: —No sé qué le reprochamos a Cuba. Estábamos bebiendo un negrón en el callejón de Hamel. Era antes de mediodía.
—Esta isla fue el mero corazón de nuestro tiempo —proseguí—.
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Pornografía y revoluciones fallidas: eso es todo lo que el siglo XX pudo darle al mundo. El público empezaba a congregarse. Un par de días atrás, mi amigo había solicitado el permiso oficial para improvisar una performance en Hamel “con la intención de homenajear al máximo exponente de la dicción popular en la poesía latinoamericana: el único poeta que supo fundir dentro de una página la negritud, el sentimiento revolucionario y la música”. Arrobados, ni los censores ni los periodistas que después cubrieron el evento preguntaron por el nombre del poeta en cuestión: todos asumieron que se trataba de Nicolás Guillén. Yo, que conozco a mi gente, supe desde el principio que Bobo se refería a Guillermo Cabrera Infante. Eso es lo que Bobo tiene: siempre encuentra el modo de hacerte sentir como en tu casa un par de minutos antes de zumbarte el jab. Me respondió, enumerando con los dedos: —Y música, y descaro, y colores, y una bullanga que no se puede matar a tiros, y fornicar hasta que se te fracture en cuatro partes: mira que tus antepasados católicos y aztecas jamás cogieron así... Sí: no sé qué le reprochamos. Nos quedamos en silencio. Luego Bobo agregó: —Es provocadora, esa idea tuya. Simplona pero provocadora. Me gusta. Voy a hacer una pieza digital sobre
Las bodas de la Revolución y la Pornografía. Una gráfica Cuba que se llame así:
photoshopeada y kitsch con una mulatota en cueros chupándome las tetillas y con la Plaza de la Revolución al fondo en una composición copiada de un grabado de William Blake. Se va a vender un chingo, vas a ver. Sobre todo entre los imperialistas de izquierda.
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Llegaron las autoridades. Un edecán se acercó a mi amigo y le indicó que era la hora de empezar. Bobo se puso de pie y se dirigió al interior del barecito para cambiarse de atuendo. Luego de unos minutos, emergió de la covacha ataviado con un impecable esmoquin blanco idéntico al de Rick en Casablanca. Llevaba un altavoz en una mano y un daiquirí en la otra. Las ojeras de varias noches de fiesta le daban a su alma una sublime aura bogartiana. Aún no era ni la hora de comer. Bobo alzó su daiquirí con la mano izquierda como quien brinda y empezó, a través del altavoz: —Showtime! Señoras y señores Ladies and gentlemen, bienvenidos al gran mito colectivista y afable, welcome to the most popular andfriendly myth, nuestra Noche de los Tiempos socialista y tropical... Prepárate para lo que viene: el otoño del patriarca. Prepárate para ser hospedado por un pueblo de príncipes. Para la atroz descortesía y la hermosura que envenena. Para sorber el último suspiro de un son entre chinos venerables y sutiles despachadores de cocaína que te siguen discretamente hasta la puerta del banco llamándote en susurros: “México, México”. Prepárate para ser cebado como una bestia comestible a base de masas de cerdo entre esbeltos concurrentes. Prepárate para ser recibido en todos lados con la pleitesía que concita un gánster gracias a tu tarjeta Visa. Prepárate para verte segregado, en Coppelia, a un modesto y solitario changarrito de madera. Prepárate para sobornar. Prepárate de nuevo para el mar. Prepárate también para entrar a la piscina: el hilo dental de una mulata que pasaría por virginal si esto no fuera el paraíso. Prepárate para ser cortejado por el más temible harén de novias. Prepárate para Elvis Manuel pichuleando entre bellezas radiactivas —y aquí Bobo Lafragua cantaba—: que se me parte la tuba en dos, que se me parte
la tuba en tres, cuando te coja yo te voy a dar, ay, tres de azúcar y dos de café —y luego proseguía imitando la voz de Lezama—: ah que tú escapes por la ventana de un segundo piso para librarte de este reggaetón. Hacía, con impúdicos ademanes que recordaban a un cucarachil y bonachón doctor en sociología gringo impartiendo una conferencia en algún auditorio universitario del tercer mundo, una pequeña pausa para sorber del popote un largo trago de su daiquirí. Luego alzaba de nuevo el altavoz y retomaba de este modo: —Prepárate para volver a emocionarte con las vetustas consignas de tu infancia: “Patria o Muerte Venceremos / Señores imperialistas no les tenemos nosotros ningún miedo / y las fotos de George Bush / y Posada Carriles / con colmillos vampíricos / junto a una escandalizada Estatua de la Libertad / en un espectacular abiertamente burgués. / Prepárate / para el sonido animal / que hacen 138 banderas negras”. Aquí Bobo arrojaba el altavoz al suelo, daba otro sorbo y gritaba a voz en cuello, haciendo movimientos que (desde la perspectiva de un militante frívolo como yo) recordaban a los personajes de un viejo clásico cubano de dibujos animados: —Prepárate, ladies and gentlemen, madams et monsieurs, señoras y señores, para el gran film del futuro: Fantasmas en La Habana. Y remataba de un solo trago sin popote el resto de su daiquirí, aunque, evidentemente, tanto hielo le produciría jaqueca en los siguientes minutos. Aprovechando que el público había quedado perplejo y confundido, Bobo se acercó a mí, me pasó el brazo por encima de los hombros y, desabrochándose la corbata de moño y empujándome entre las sillas hacia el extremo de Hamel que da a la escalinata de la universidad, dijo:
—Vámonos. Salimos pitando. —Hay que perdernos el resto del día —dije— y disfrutar lo más posible lo que nos queda de isla. Porque a más tardar mañana van a deportarnos. Bobo se encorvó un poco y, haciendo air guitar, imitó la voz de las urracas parlanchínas sin perder el donaire que le daba el esmoquin: —Cuando salí de La Habana, válgame Dios... Sobre la escalinata de la universidad había un par de chiquillos jugando pelota. Los contemplamos un rato. Luego bajamos por Infanta hasta Doña Yulla. Pedimos cerveza Polar y coctelitos de ostión en vaso. Al poco rato llegó Armando, uno de los choferes de la oficina provincial de cultura. Por un momento pensamos que lo habían enviado tras nuestros pasos, pero actuó como si no supiera nada: sin saludar, se sentó a nuestro lado con su cara cacariza y sus ojos color miel casi idénticos a los míos. Ordenó: —Ponme igual que a los muchachos. Lo de los dos, pa mí solo. Palcanzarlos. Y sonrió mirándonos de reojo. Bobo sacó la cartera y pagó por adelantado el consumo de nuestro anfitrión. Le dieron el vuelto en peso cubano, que para nosotros era como panchólares: no nos lo tomaban en ningún lado. —Esto está jodido, Armando — dijo Bobo—. Quiero otra cosa. Armando se encogió de hombros. —Tengo turno libre y aquí traigo la guagua. Si quieres te llevo conmigo a Regla, o a Santa María del Mar, o a las Zonas. Paseamos con él durante el resto de la tarde. Cruzamos el túnel para ir a las Zonas pero allá no había nada: desvencijados multifamiliares cuya caótica disposición (el F junto al B; el H junto al M) no hacía más que abonar a la sensación de pesadilla con que habíamos empezado a percibir
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la ciudad. Fuimos luego a Santa María del Mar: arenas desiertas, baños cerrados, galpones oficiales vacíos. Bobo Lafragua se quitó los mocasines y las medias, se remangó los pantalones de su esmoquin y dejó que las olas lo acariciaran. —Mira que los habaneros no vamos a la playa en martes —se disculpó Armando—. El transporte es difícil y somos gente trabajadora. Pero no tienes idea de lo feliz que es todo esto en domingo. Nos hizo caminar hasta un extremo de la playa para mostrarnos lo que describió como «un sitio histórico»: un par de piscinas naturales donde el mar chocaba contra rocas negras. Dijo: —Desde aquí salían las balsas en el Período Especial. Aquí le dije adiós a la mitad de la gente a la que quiero. A Bobo estaba empezando a bajársele la borrachera, lo que suele ponerlo de muy mal humor. Intentaba rehacer el nudo de la corbata de su esmoquin. Respondió: —Sí, muy bien, pero no te preocupes: a nosotros van a deportarnos por avión. ¿Sabes qué es lo que quisiera ahora? Quisiera cortarme el cabello. Todo. Me voy a rapar. Armando se carcajeó. Fue andando por su vagoneta china y la acercó hasta donde estábamos. Nos indicó que subiéramos y enfiló al oeste, de regreso a Habana Vieja. Antes de apearnos a pocas calles de la plaza de armas, dijo: —Tienes que ir hasta la Casa de México. Pasa y sigue todo recto. Dos bloques después de la Casa de la Poesía, dobla a la izquierda. Ahí encontrarás una barbería de negros. Nos guiñó un ojo a través del retrovisor. Descendimos del vehículo. Armando bajó también y se despidió dándonos un abrazo a cada uno. Llevaba en la mano un envoltorio de papel
blanco con etiquetas estampadas en una muy cruda tinta azul; algo semejante al empaque de un kilo de harina de trigo. Luego de abrazarme, me extendió el envoltorio. —Es tabaco. No es Cohíba ni Montecristo pero es muy bueno: lo que fumamos nosotros. Cuídalo mucho, México, que no tienes idea lo que me costó obtenerlo sin que lo apuntaran en la libreta de racionamiento. Fúmatelo enseguida, que no podrás sacarlo. Metí la mano al bolsillo en busca de mi cartera. —Ven acá, mucho cuidado. Es un obsequio. Para que recuerdes —sonrió y señaló con un movimiento de cabeza a Bobo Lafragua, quien ya cruzaba la avenida para ordenar un mojito en uno de los puestos del malecón— a tus hermanos los fantasmas.
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Desde aquí salían las balsas en el Período Especial. Aquí le dije adiós a la mitad de la gente a la que quiero
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En la peluquería se había armado la gorda. Los rojos de Santiago, viniendo desde atrás, estaban dándoles en la madre a los Industriales de La Habana. La serie se había empatado a tres partidos por bando y justamente esa noche se jugaría el desenlace (días más tarde me enteré por la prensa de que Santiago se quedó con el campeonato). El peluquero y su asistente le iban a los azules. El policía y otros dos concurrentes venían de Santiago, igual que media Habana, así que la gresca daba para rato. Todos, dentro de la pecera de 4 x 3 metros que era la peluquería, gritaban. Estaban tan absortos en su pasión que, en vez de preguntarnos qué se nos ofrecía o directamente cortarnos el cabello, nos cedieron los sillones de barbero y nos pasaron la tinajita de aluminio de la que bebían por turnos un macizo aguardiente de caña hecho en casa. Luego de una hora o algo así, convencidos de que no nos atenderían pero agradecidamente flipados de aguardiente, Bobo y yo nos levantamos de los sillones de barbero y nos encaminamos a la puerta. —Espera, México —dijo el policía: toda Cuba sabe que eres mexicano en cuanto te miran la panza—. Ven acá, dime una cosa: ¿cuál es tu equipo? Soy un narcotraficante honesto. Para honrar la sagrada piedra de opio que traje conmigo con la intención de abatir la dictadura de la Revolución (y que ya para entonces no era para mis vías respiratorias sino pura nostalgia), dije: —El único: Industriales. Se encendió nuevamente la candela. Bobo y yo aprovechamos para escurrirnos por la puerta y marchar en dirección a Centro Habana. Estaba cayendo el sol. Vagamos un rato por calles que iban sumergiéndose en la oscuridad.
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Lo único abundante eran los perros callejeros, pequeñitos y mansos y más de uno contagiado de la roña. De vez en cuando nos topábamos una puerta abierta y un foco encendido; reconocíamos algún tipo de establecimiento. Como cualquier noche capitalista, la noche de La Habana tiene sus estanquillos. La diferencia no es espiritual sino materialista e histórica: los mostradores y estantes de Centro están, salvo por una escasa botella de ron sin etiqueta, vacíos. Andando así, eludiendo a vendedores de sellos aduanales piratas y persiguiendo con la vista a cachondísimas y gordas negras sin sostén, llegamos a la confluencia de tres calles con nombres que bien podrían pasar por hexagramas del I Ching o símbolos de un altar de sacrificios azteca: Zanja, Cuchillo y Rayo: el Barrio Chino. —Forget it —dijo Lafragua poniendo cara de Jack Nicholson—: it’s Chinatown. Entramos al estrechísimo y serpenteante callejón de comida. Bobo escogió el establecimiento que parecía más caro. Se sacudió las solapas del esmoquin y dijo, extendiéndole un billete de veinte cucs a una menuda hostess de rasgos y atuendo orientales: —Quisiéramos el salón ejecutivo, por favor. La hostess hizo una reverencia y nos condujo hasta el fondo del recinto entre las apretujadas mesas llenas de clientela. Subimos una escalera y traspusimos dos puertas consecutivas. El salón ejecutivo ocupaba la mitad de la segunda planta. Consistía en un comedor con ocho o diez puestos, un balconcito y una pequeña sala de entretenimiento equipada con un sofá tapizado en piel y un televisor de plasma de 24 pulgadas. Bobo Lafragua se abalanzó sobre el control remoto de la tele. La encendió. La única opción que ofrecía la pantalla era un interminable
catálogo de pop chino editado en la modalidad de karaoke. —Enseguida enviaré mesero con carta —dijo la hostess con un acento angelical. Bobo se limitó a preguntar y responder: —¿Dónde está el micro...? Ah: aquí está. La hostess salió. Por unos minutos, lo único que se escuchó en la habitación fue el trajín de vajillas que subía desde la planta baja y la empalagosa armonía pentatónica que emergía del televisor. Yo me quedé en el balconcito, al otro extremo del comedor, mirando hacia la calle. Las luces de La Habana brillaban desesperadamente. No eran luces de embarcadero sino desperdigados focos de casitas. Recordé esa anécdota que contaba mi madre: desde el puerto de Progreso, en Yucatán, es posible ver las luces de La Habana y decirle buenas noches al valiente Fidel Castro. Dedicarle un bolero: flores negras del destino nos apartan sin piedad. Justo entonces, Bobo Lafragua dejó fluir su hermosa voz de blusero: —Chi mu ke pe o ni yu, chi mu yang, o ni yu. Chi mu ke pe chi mu yang, ni mu ni mu num. Sus letras inventadas cuadraban perfectamente con la melodía del televisor. Se puso de pie y, sin dejar de cantar, comenzó a imitar micrófono en mano los ademanes de Enmanuel y Napoleón. —No mames, Bobo. —Soo, too, ni-mu-yang. Soo, too, ni-mu-yang. Ka tu yan go wo. Sacó del bolsillo interior del saco de su esmoquin un pequeño peine. Me lo arrojó y lo caché. La simetría entre esa invitación y mi primer recuerdo melódico y revolucionario me pareció insobornable. Decidí seguirle el juego: usando el peine como micrófono e imitando torpemente las coreografías del grupo Menudo, canté:
—Soo, too, ni-mu-yang. Soo, too, ni-mu-yang, ka tu yan go vvo, ka tu yan go wo. El mesero que vino a tomarnos la orden se desconcertó. Intentó razonar con nosotros en español y luego en chino. Ni volteamos a verlo: estábamos absortos intentando fundar una nueva coreografía a partir de los pasos ochenteros de sobra conocidos. —É-go-ne ma yu a-á, é go-noh, go-noh-ke. Llamaron al gerente. El escándalo (para entonces cantábamos a grito pelado) atrajo a algunos comensales. Unos reían por lo bajo. Otros nos contemplaban con abierta reprobación. «Qué más da —pensé—: no pueden deportarte dos veces del mismo río.» Nos sacaron del restaurant a empujones. Nosotros no lográbamos parar de reír, de bailar, de cantar mientras descendíamos la escalera y pasábamos entre los apretujados comensales de la planta baja y seguíamos por calles con nombres punzocortantes como Zanja, Cuchillo, Rayo, y más allá del Barrio Chino (Forget it: it’s Chinatown), caminando y bailando y corriendo y bailando en zigzag por la exacta división entre Habana Vieja y Centro Habana, peatonales, avenidas y recintos históricos, Paseo del Prado, Floridita, Casa de la Música, el Granma en su museo, palapas del malecón, Hotel Nacional pendiente arriba y abajo, El Gato Tuerto, la gasolinera donde se reúnen los chicos gays, el tramo de banderas donde niñitas acechan desde su jungla de lipstick a la gorda presa de los pecaríes italianos, torciendo luego otra vez calle arriba hacia Vedado para pedir junto al cine Yara a un amigo taxista gitano que nos devolviera por favor a Miramar sin parar de reír, de bailar, de cantar: —O-ha-no-he-la-fo ha no no ha no, ke-re-ke-ne-la-fo ha no no ha no, yu-ni-yu-e-la-fo ha no no ha no, haaaa-no, haaaa-noooo...
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La orgía de John F. Kennedy*
T. J. English 20 Michael H. Miranda/el nervio yuma
otras estampas de san cristÓbal
Un político estadounidense que pasó por La Habana en 1957 fue el senador de Massachusetts John F. Kennedy. Kennedy era un valor en alza aquel año. Había ganado un Premio Pulitzer por su libro Rasgos de valor, que resultó un superventas, y ya se hablaba de él como posible candidato en las siguientes elecciones presidenciales. A sus cuarenta años, era joven y atractivo, con una temeraria afición al donjuanismo que había llamado la atención de, entre otros, el FBI. Aquel año, Kennedy hizo la primera de las numerosas visitas que haría a Cuba durante los dieciocho meses siguientes. […] Santo Trafficante le dijo a Frank Ragano que cuando conoció al senador de Massachusetts “el instinto le dijo que Kennedy tenía unas ganas locas de señoras, y él y [Evaristo] García se brindaron a organizarle una orgía privada. Santo pensó que el importante Kennedy estaría en deuda con él si le hacía semejante favor”. La orgía se montó en una suite especial del Hotel Comodoro de Trafficante, un refugio playero en el elegante barrio de Miramar. El hampón
* Tomado de
hizo lo necesario para que Kennedy pasase una tarde con “tres prostitutas guapísimas”. Kennedy no sabía que en la suite había una ventana con espejo que permitiría a Trafficante y García presenciar desde otra habitación su encuentro con las prostitutas. Durante los meses siguientes, la orgía de Kennedy fue tema de conversación entre los miembros de la Mafia de La Habana. Trafficante y García aún lo encontraban divertido cuando se lo contaron a Ragano meses después. Tanto Santo como Lansky dirían más adelante a amigos y socios que les parecía repugnante que un senador de Estados Unidos que predicaba la ley, el orden y la decencia aceptase favores sexuales organizados por conocidos hampones como ellos. Más tarde, Trafficante lamentó no haber filmado en secreto el devaneo de Kennedy en el Comodoro. Hubiera sido un arma estupenda para posibles chantajes. El distinguido senador de Massachusetts no fue la primera ni la última persona en sucumbir al hechizo de Eros en La Habana.
Nocturno de La Habana, Debate, 2011.
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HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
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22 Orlando Luis Pardo Lazo/1959, antes y después de los americanos
Desde que tengo uso de razón, me enamoro de los norteamericanos. Fue así durante cuatro décadas, hasta que salí de Cuba hacia Norteamérica. Ahí se jodió todo. Mi amor hacia las norteamericanas en Cuba era un amor del tipo Love Story. Muchachas inteligentes y frágiles, muy talentosas, entregadas a su carrera y, por supuesto, locas de amor por mi amor. Acaso, marcadas para morir muy jóvenes. Al contrario
de mí. En cualquier caso, las norteamericanas en Cuba y yo, dos ciudadanos del mundo que se descubren libres y locos y lindos en el clima claustrofóbico de La Habana en los tiempos de Castro. Una colisión afectiva de dos almas que entienden de inmediato que ya nunca se van a olvidar. Así me pasó con Lillian Roth. Mi amor hacia los norteamericanos en Cuba era un amor de otro tipo. Como toda la prensa y la academia
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norteamericana ya saben, soy un cubano homofóbico. Orgullosamente homofóbico, entre otras taras y traumas que la izquierda intolerante atribuye a mi experiencia extrema en nuestro totalitarismo de Isla que para ellos resulta tan tierno. A los norteamericanos de sexo masculino los admiraba a cierta distancia y suponía que, un día, de adulto, ellos también me iban a admirar. Cuando yo fuera grande, quería ser norteamericano. Una ilusión que se me murió en el corazón cuando por fin me naturalicé en los Estados Unidos y compré mi primer pasaporte de otro país.
los años cincuenta estuvo a punto de ser la capital del continente. Sin embargo, Lilly voló a Cuba con la incómoda sensación de que su estreno en el extranjero como cantante de cabarets podría ser también una despedida. Era a finales de 1956. Hacía apenas un par de semanas que el coronel Antonio Blanco Rico había sido asesinado en el cabaret Montmartre de El Vedado por un comando terrorista del Movimiento 26 de Julio: Pedro Carbó Serviá (asesinado por la policía batistiana en abril de 1957) y Rolando
FUCKIN H
Así me pasó con Allen Ginsberg. En su libro de memorias Beyond My Worth, publicado en el Nueva York batistiano de 1958, la actriz y cantante norteamericana Lillian Roth dedica todo un capítulo a su visita a una Habana que estuvo a punto de ser “casi una tragedia”, según ella. A Lilly, al contrario de sus contemporáneos, no le gustaba salir de los Estados Unidos. Ella siempre sintió que le quedaba muchísimo por ver y hacer en su propio país. Pertenecía allí. Lilly tenía una patria y estaba en casa en la nación que la hizo inmortal. Su hogar era un nido de águila calva. De pobre a casi rica a caer en bancarrota, no importa. A lo largo de su carrera, ella había rechazado no pocas ofertas para presentarse en Europa. Además, bajo ningún concepto aceptaba separarse de sus perritos. Pero, así y todo,
Lilly se vio a sí misma viajando hasta la Manhattan mítica del Caribe, La Habana nuestra de cada casino, una ciudad que en
Cubela (muy pronto preso político del castrismo y desde 1979 un exiliado de por vida: léase, de por muerte).
Los dueños del Montmartre ha-
banero le pidieron a la estrella de Hollywood que no fuera a la Isla,
dada la complejidad de la situación
política y el placer de los pone-
bombas universitarios, puntualmente pagados por el dinero de la burgue-
sía antimulata cubana. Pero Lilly insistió:
—¿Hay otra revolución? ¿O es la misma revolución en contra de Batista? En cualquier caso, Lillian Roth estaba convencida de que ella sí iba a “empezar una revolución por cuenta propia”, gracias al vestido rojo de profundo corpiño que pensaba estrenar en las noches de Cuba. Había oído decir que los cubanos eran muy románticos (en realidad, los cubanos ridiculizan todo romanticismo) y es posible que tuviera un tin de curiosidad, acaso como cura contra sus depresiones
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o ansiedades de saberse mujer a mitad de un siglo que había sido todo suyo, pero del cual ella sabía que no saldría con vida cuando llegara el 2000 (por cierto, no conozco a nadie que haya salido con vida de los años cero o dos mil). Finalmente, por motivos de seguridad, en el contrato decidieron posponer la actuación de Lilly para marzo de 1957, como si ese mes no fuera a terminar siendo el peor momento de toda la violencia que los castristas antes del castrismo le iban a imponer a la sociedad cubana per sæcula sæculorum.
Cuba “parece estar siempre de vacaciones”. Incluso cuando al bullicio se sumó la retórica a ráfagas de una ametralladora de la policía, para matar a un muchacho ante sus ojazos de mujer caída de otro planeta. Pero era obvio que, a ras de esa especie de tanatofilia que es la cubanía, “la vida no valía mucho, así que la muerte no interrumpiría a los que la vivían”. La promoción de su estreno en el Montmartre fue una debacle, por desgracia. No la anunciaron en los periódicos, a pesar de que su recibimiento en el aeropuerto sí fue a todo meter. Por supuesto, mientras ella cantaba y bailaba, el público simplemente apostaba a gritos sus buenos pesos locales (al cambio oficial de uno a uno con el dólar), jugándose hasta las nalgas al bingo en el cabaret, sin que al parecer nadie reparase en su figura formidable sobre el
NG HAVANA Lillian Roth aterrizó en Cuba desde
Miami el 5 de marzo de 1957 (un martes, como martes fue el 5 de marzo de 2013 cuan-
escenario: —Me sentí chiquita y perdida.
¿Cómo no enamorarse, sumidos
do yo aterricé en Miami desde La Habana).
en este siglo XXI siniestro, de aquella
Lilly vivió el glamur de la gran megápolis
entrañable Lillian Roth en su escena de
insular, pero también vio, en sus reco-
estreno en Cuba? ¿Cómo no compadecerla,
rridos por el campo, la miseria que mataba
para no tener que compadecernos
por igual a animales que a humanos.
de nosotros mismos?
En su libro Beyond My Worth, el segundo que escribió después de su delicado I’ll Cry Tomorrow, ella lo resume con estas palabras: —Cuba parecía una paradoja de lujo y pobreza. Pero La Habana, ah La Habana, era una fiesta de colores y músicas. Y ahí mismo Lilly descubrió que
Esa primera noche, los cubanos siguieron comiendo y bebiendo y riendo y hablando y probablemente tocándole el culo a las camareras (y mirándole las portañuelas a los meseros), mientras la actriz extranjera quedaba exhausta por gusto. La revolución que Lilly esperaba causar se revirtió en su contra. De hecho,
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se le reveló como una revolución de la grosería (no sería diferente el primero de enero de 1959, cuando la chusma le ganó la pelea a la decencia de las clases altas, que fueron enviadas sin visa al patíbulo). Para colmo, a la mitad del acto, Lilly recuerda que “como doscientas personas se levantaron de pronto y se fueron del salón”.
Fucking Havana. Cuando Lilly logró llegar todo temblorosa a su camerino, que era más bien un tenderete sin ninguna privacidad, pensó que
cubana y los cubanos entendían mejor su intraducible acento, mientras la diva intentaba soltar un chiste en español. En definitiva, la querían. La queríamos. Te queremos, Lillian Roth. Li-li-ta, light of my life, fire of my loins. Pero nos habías intimidado hasta los tuétanos con tu presencia de mujer libre en escena, y por eso te castigamos en consecuencia. A la noche siguiente fueron subiendo por turnos jóvenes y viejos al escenario, enseñándole a la gran Lilly cómo bailar y gozar al compás cojo de un riquísimo chachachá local. Y Lilly se emocionó al punto de las lágrimas,
aquella “humillación en Cuba sería lo que ella iba a recordar por el resto de su vida”:
I wished I
was dead, escribió en su libro. Y ese, en lugar de The Two Faces of Cuba, debió ser el título de
su capítulo cubano. Porque Cuba la cobarde, en pleno carnaval de cadáveres, la acribilló con su característica cochinada de cabarets sin caché. La acorraló. Al día siguiente, leyendo los titulares de la prensa cubana (por entonces mucho mejor que la del resto del hemisferio occidental), Lilly se sorprendió de que todos los críticos la alababan de manera exagerada. Solo después, hablando con un antiguo dueño del Montmartre, recién extorsionado tal vez por la mafia, la estrella se enteró de que así son los cubanos: hablar por encima de su espectáculo era un síntoma de excitación, no de desprecio, y, los que se habían largado en plena función, eran parte de un paquete turístico con un horario apretado que, así y todo, insistieron en asistir al menos a la mitad del show, con tal de no perderse a la inimitable Lillian Roth en La Habana. La segunda noche fue ya el acabose. Lilly entendía mejor la chabacanería
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y su sonrisa de niña traviesa (que ni siquiera la muerte, en pleno éxodo del Mariel en mayo de 1980, se la desdibujó de su carita adorable) iluminó como un sol nocturno todo el Montmartre, a pesar de las muertes que la Revolución cocinaba en secreto en contra de los cubanos. Léase, regardless of the
internal strife in Cuba, the people remained warm and friendly, and I was sorry to leave them after my engagement was over. Los luminotécnicos la metieron bajo un reflector verde para despedirse del público entre las mesas. Y ella con el corazón feliz feliz, como una perdiz:
You see, Cubans love green, and I love Cubans… In the days that followed, I became the object of a great outpouring of affection by the Cuban people… No solo repletaron el Montmartre cada noche, sino que durante toda mi estancia me enviaron regalos, postales, rosarios y flores, y cada vez que me asomaba al lobby de mi hotel o salía a la calle, perfectos desconocidos se me abalanzaban para soltarme una explosión de idioma español, antes de sonreír y desaparecer de nuevo… I didn’t know what they said,
not the exact words, but our hearts talked. We didn’t have to know the same language to tell we liked each other… Podemos comu-
nicarnos, podemos dar amor y respeto y recibirlo de vuelta multiplicado, incluso cuando carecemos de una sola palabra en común… People are the same
the world over, regardless of color, culture, or politics, and they will respond to each other if given the chance… Al salir del hotel para partir hacia el aeropuerto, otra vez la atacó la muerte cubana con su carga inútil de cuerpos incapaces de amar y de ser amados. Lillian Roth vio a otro estudiante universitario asesinado en la calle, tras una protesta antigubernamental, todavía rodeado por los sicarios del taquígrafo Rubén Batista (alias: general Fulgencio Batista y Zaldívar), analfabetos muy valientes para torturar inocentes con impunidad, pero idiotas incapaces o incluso cómplices cretinos que propiciaron que Cuba cayera para siempre en el bolsillo del totalitarismo global. Una madre cubana rompió el círculo de la sanguinaria policía de la dictadura anterior y se abrazó llorando a su hijito del alma, los dos bañados en público por la misma sangre. Lillian Roth la vio y lo vio. Los vio. Los cubanos a su alrededor, no tanto. Los cubanos a tu alrededor no sabíamos mirar, mi amor. “En la distancia, se alejaban evitando mirar”, you know, como después
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evitaron mirar los crímenes constitucionales del castrismo. Como hoy evitamos mirar los crímenes que se cometerán ya no por exceso, sino por la carencia crónica de los Castros. Y no solo nos vio a los cubanos, la muñequita Lilly nacida en Boston en 1910 (el año del cometa Halley), sino que nos narró con el mismo coraje con que pudo derrotar a su alcoholismo y a la mediocridad de sus cinco o seis maridos: ¿cómo pudo alguien dejar de amar a este ángel? Más allá de tu valor, querida Lillian Roth, los cubanos del futuro sin futuro que es hoy, te damos las gracias. Criaturas de diciembre tú y yo (nuestros cumpleaños son el 10 y el 13, antirrespectivamente). En lo personal, te pido perdón por haber llegado tan tarde a los Estados Unidos. Tenía que haberme ido de Cuba mucho antes, acaso cuando la estampida del Mariel en la Primavera Cubana de 1980. Aunque solo fuera para darte un beso infantil en esos labios tan tuyos, para entonces ya en silencioso estéreo y filmados a todo dolor en tus funerales. De no ser mucho pedir desde esta otra muerte que es mi exilio de mentiritas, me gustaría renacer contigo en una escena de nuestra próxima película, Lillian Roth, cuando nos sorprenda a los dos el primer diciembre sin dictadores en la fucking Habana. Imagino esa Utopía sin Revolución así (de hecho, es un plagio apócrifo de Cecil B. DeMille):
de ese mismo material, cristal de caramelo, querida. En una Cuba tétricamente a punto de caramelo también. Un
archipiélago CUBAG que, en palabras de su compatriota el poeta Allen Ginsberg, una década después ya necesitaba de urgencia “de un administrador psíquico astuto, alguien con capacidad ejecutiva para la propaganda externa y la armonía interna. Como yo, quizá”.
Fucking Americans. En este caso, literalmente. Porque, al contrario del estrellato célibe de la pequeña Lillian Roth, perdida en la Cuba del Montmartre, el imperdible Allen Ginsberg vino a la Cuba de Marx, entre otras cosas, a fornicar formidablemente en el sanctasanctórum nombre de la revolución an-
Arise ye workers from your slumbers. Arise ye prisoners of want… timperialista mundial.
Lillian had to fall through a skylight made of candy glass. She was nervous and complained to the director of the film Madam Satan. Without saying a word, the guy walked over to a pane of candy glass leaning against a wall of the MGM studio. He lifted it over his head and slammed it down. The glass shattered, his skull didn’t. “If it
A finales de 1964, en el cruce del Año de la Economía y el Año de la Agricultura, según en el tiempo termidor de la Revolución Cubana, un jerarca de la cultura oficial invitó a Allen Ginsberg a la Isla. Había que hacer aliados a toda costa, de costa a costa de los Estados Unidos. Y, de ser posible, había que reclutar a espías espontáneos en la mismísima intelligentsia del Imperio Barzán. No era su primera vez en Cuba, por cierto. El poeta en jefe de la Generación Beat había visitado La Habana en diciembre de 1953, en tránsito hacia México, poco después del putsch del Cuartel Moncada, que vendría a ser el cuartelazo de Munich de nuestro Hitlercito local. Nuestra capital le pareció por entonces al veinteañero Ginsberg, a la manera de uno de esos intraducibles versos libres tan suyos, como una kind of dreary
didn’t hurt my bald head,” he said, “it won’t hurt your young back end”. Cada vez que lo leo, vuelvo a sentir que mi Lilly estaba hecha toda
El lunes de Revolución 18 de enero de 1965, Ginsberg volvió a Cuba
rotting antiquity, rotting stone, heaviness all about.
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también volando vía México, en este caso por las prohibiciones de viaje impuestas por el Departamento de Estado norteamericano, dado el cariz comuñanga del régimen radical entronizado en la Plaza Cívica devenida Plaza de la Revolución. El ahora casi cuarentón Ginsberg llevó un diario de sus aventuras y desventuras en el parnaso proletario-campesino cubano. Esos apuntes de paso de guerrillero intelectual (a ratos, intestinal) han sido publicados por la Universidad de Minnesota, con edición y notas de su biógrafo Michael Schumacher, bajo el título guerrafríesco de Iron Curtain Journals (2018).
Cogiendo confrontas en guaguas a las dos de la madrugada, las que Ginsberg deletrea con corrección etimológica como “Wah Wah”, apenas recién aterrizado, el poeta se topó con los escritores del grupo El Puente: chicos chics, pepillos de papel, el futuro de la cultura revolucionaria, siempre que primero expiasen, como pedía el Che, el pecado original de no ser auténticamente revolucionarios. Horas antes, en México, Ginsberg había tenido un sueño medio solipsista con Fidel Castro y una tal “hermanita” de 12 años. Casi una parodia del más amoroso y escuálido J. D. Salinger. Estaban los tres en una mansión moderna. La familia de la casa había salido para un gran evento que estaba a punto de comenzar. Fidel se demoraba trancado en el baño, “meando o lavándose la boca”, por lo que Ginsberg se pregunta si debe preguntarle al Líder Máximo si por fin vendrá al mitin de masas en el estadio, y si hablará largo y tendido en esa ocasión. La voz onírica de Fidel le parece “infantilizadamente aguda, algo impaciente, pero afable con la niñita”. Y, cuando se da cuenta de lo raro que resulta que no haya guardaespaldas por ninguna parte, entonces Allen Ginsberg se despertó.
Fidel Castro, contrario al dinosaurio del minicuento latinoamericano (la literatura latinoamericana es en sí misma un minicuento), ya no estaba allí. Pero la pesadilla del poeta todavía estaba por empezar. Horas después, bebiendo “‘cocktails’” (las comillas interiores son del propio Ginsberg, como si la palabra cocktail en Cuba no sonara en inglés), en la oscuridad insomne de un barcito habanero sin Cabrera Infante, los muchachos de El Puente le confiesan al soñador que los “dialécticos literarios Xmunistas” apenas sufragan su labor editorial de vanguardia. Al contrario, las autoridades culturales se dedican a “reprimir homosexuales”, arrestando a todo aquel que tenga pinta de “enfermito” o “Beat”. Obviamente, los adolescentes literarios buscaban la solidaridad del enemigo. Me pregunto si la actual censora Nancy Morejón estaría presente allí, entusiasta o espía. Aunque su presencia allí es lo de menos. Lo de más es que una botella de ron se cayó al piso ipso facto y se hizo añicos “sin escándalo”, justo en el momento climático de la gusanería ebria de aquellos obreros del arte. Entonces los cubanitos rectificaron. Al fin y al cabo, estaban hablando con un extranjero que de pronto les anunció que esperaba ser recibido por Fidel Castro. Ese notición, tras el augurio orisha del cristal rajado, devuelve a los enfermitos Beats de El Puente a su saludable sobriedad socialista, más o menos coloquial y parroquial. Así que, como colofón combatiente, le aseguran ahora a Ginsberg que, a pesar de los pesares, “a ellos sí les gusta la Revolución”. Suficiente para que el americano se emocione y suelte en voz alta: “Abajo la pena de muerte” (dicho así como así, y luego transcrito, en el País del Perpetuo Paredón). En este punto de su Diario del Telón de Acero, alguien no identificado
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remata, supongo que en español susurrante, mientras al fondo “hay un nuevo estilo de música llamado ‘feeling’”: —Yes, tell Castro. Díselo, díseselo a Fidel Castro. A ver si también te fusila a ti, como a tantos norteamericanos con cargo en Cuba al inicio de la Revolución, esa morgue amateur de Morgans.
Adoro leer diarios. Mi tesis de doctorado en Literatura Comparada, que
muchos años después, en abril de 1997, llamando a sus amigos por teléfono para decirles, todo partido de llanto, que se estaba muriendo y que no se quería morir. Como yo. Conmovedor. Premonitorio. Pobrecito buen hombre, como tantos norteamericanos sin norte. Pobrecita buena nación, como no hay ninguna otra en todo el puñetero planeta y su concomitante internet.
web.
Fucking world. Fucking world wide
FUCKIN AMER
estoy desarrollando gracias a una beca
de lujo de la Washington University en
Todos en Cuba parecían fascinados con la bufanda rojinegra de estilo Cambridge que asfixiaba a Allen
Saint Louis, Missouri, involucra no po-
Ginsberg. Nada que ver con los colo-
cos diarios de los peregrinos políticos
res anarcoterroristas del Movimien-
a la Utopía caribe (por cierto, me trataron
to 26 de Julio. Todos se empeñaban en
de botar por fascista de la universidad, pero yo disimulé, ducho, detrás de la Primera Enmienda y olé).
besarlo en los labios y acariciarle
los pelos, por entonces muy copiosos
Eran, esos viajeros bobos o viles, literal
cambio, se asombraba de que ninguno
y literariamente turistas de la ideología: compañeros de ruta de la izquierda internacional que, a lo largo y ancho de una cadena de décadas decadentes, fueron
en la barba y el cráneo. Ginsberg, en de esos mancebos culturosos haya escuchado nunca los discos de Ray Charles y Bob Dylan, que él les trae como regalo,
como
objetos
alienígenas
contrabandeados en la aduana, cuyos
cayendo de cabeza o de culo (o ambos) en su
acordes y letras Ginsberg aspira a
querida Cuba de Castro.
que sean transmitidos cuanto antes
Adoro, por lo demás, a Allen Ginsberg. Hasta su comemierdad comunista me resulta entrañable. Murió
por la radio cubana, pues son “heads of Culture”, con mayúsculas:
them broadcast over Cuban radio.
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to have
Y, como
puntual posdata: “nadie aquí ha leído a Burroughs todavía”. Un par de días más tarde, ya le es posible concluir que “ser tratado como invitado es una sutil forma de lavado de cerebro, ya sea por psicoanalistas en Washington, la Lowell House de Harvard, o por los comunistas liberales cubanos en Cuba” (valga la redundancia geográfica: Cuban liberal communists in Cuba). Un par de líneas más abajo, Ginsberg consigna otro sueño de celebridades, en este caso con Jean-Paul Sartre y Gary Snyder. Y se despierta con los “labios resecos
El Puente, como el “afeminado José Mario” y un Manuel Ballagas “bien parecido a sus 17 años con cara de acné”, el guía a cargo del International Cultural Exchange Program no les permitía llegar hasta su piso en el Hotel Riviera, por puro “puritanismo”. Le aducen a Ginsberg que, “en particular, los contrarrevolucionarios podrían subir al hotel para asesinarme”. Pero la otra justificación aducida no puede ser más racional y contemporánea: había en La Habana “vastas hordas de putas merodeando alrededor de los visitantes” y, para colmo, los “campesinos subirían a sus enormes familias de vacas por el ascensor, si se les permitiera traer visitantes”. La Revolución, a pesar del retintín de los contrarrevolucionarios, siempre termina diciendo la verdad.
NG RICANS y dolor de garganta”, al compás de esa misma tos que arrastra de polizón desde el aeropuerto JFK de Manhattan, pero sin dejar de fumar ni por equivocación. Me pregunto si Ginsberg fue el primer caso no detectado de SIDA. O, en su defecto, de coronavirus. Luego nos enteramos de manera póstuma que Miguel Barnet (mucho
más muerto en vida hoy que Allen Ginsberg en su muerte) visitó al norteamericano en su apartamento de hotel, para una sesión de “yoga cubano yoruba bantú local, con canciones como mantras y mucha percusión excitante”. Sin embargo, a los escritores de
Al final, tras un altercado Beat versus Barbarie en el lobby del hotel, donde no hizo falta que Ginsberg “se quitara las ropas” si “se mete en problemas”, tal como amenazó, todos subieron a su cuarto hasta la medianoche, para fumar y revisar una traducción que Ballagas había hecho del extenso y aún más intenso poema de Ginsberg titulado Kaddish, letanía a la manera de la ceremonia judía por la muerte de su madre comunista que, a estas alturas de la historia, no vale la pena citar en español:
And I’ve been up all night, talking, talking, reading the Kaddish aloud… All the accumulations of life, that wear
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us out—clocks, bodies, consciousness, shoes, breasts—begotten sons—your Communism—‘Paranoia’ into hospitals… Looking in the mirror to see if the Insanity was Me or a earful of police… In the madhouse Blessed is He! In the house of Death Blessed is He! Blessed be He in homosexuality! Blessed be He in Paranoia! Blessed be He in the city! Blessed be He in the Book! Desde el inicio, Ginsberg aprovechó su inmunidad foránea para quejarse del llamado Departamento de Lacra Social, incluso ante un funcionario de la revista gubernamental Cuba, pues le indignaba que dicho departamento se dedicase a recoger de la calle a “homosexuales” y “marihuaneros” en plena Rampa, solo por culpa de sus “bluejeans apretados” y sus “barbas locas”. Las barbas estaban a mediados de los sesenta de moda a todo nivel, desde la base subversiva hasta la cúpula del poder despótico. Excepto, tal vez, en el burocrático Blas Roca, “que es el editor de Hoy y no usa barba” (amigo de Batista y lampiño como él, Blas, como Stalin y Lenin y el propio Batista, también usaba un apodo, pues su nombre era ramplonamente Francisco Calderío). Como coletilla, Ginsberg añade que se comenta que “Guillén y otro poeta (Retamar) visitan en secreto a un tal Ramiro Valdés, el Ministro del Interior, para quejarse de la persecución en contra de los maricones en la calle”. En un momento, Ginsberg compara có-
micamente a la Revolución cubana con
Sopa de Ganso de los Hermanos Marx (Duck Soup, 1933), donde la el filme
pequeña nación de Freedonia está en bancarrota y en riesgo de ser anexada por su vecina Sylvania. Y en otro rapto de escéptica lucidez, describe a la Revolución como “una obsesión en la mente de todos, tal como las drogas alucinógenas en mi mente”: de hecho,
para él la Revolución es “en sí misma un cambio de realidad”. Pero, a pesar de la homofobia rampante revolucionaria, expresada como apartheid de Estado, a pesar de la declaración de la Unión de Jóvenes Comunistas en la Escuela de Instructores de Arte contra los “decadentes, existencialistas y homosexuales” (publicada en “Mella, su órgano”), Ginsberg por aquí y por allá consigna que “quizá al Che Guevara o a Raúl o a algún otro al final también les gustan los chicos, quién sabe o a quién le importa”. En cualquier caso, su entrevista con el periódico Hoy es censurada por su insistencia sobre “la aceptación social ‘socialista’ de los homosexuales” y sus críticas deslenguadas en contra de la “línea sexual burguesa del Partido de tipo familia católica/marxista/hispana/americana/cubana”. Por eso nadie lo toma en serio entre los solemnes periodistas cubanos. Por eso le preguntan sospechosamente si ese “extraño tema” es traído por los pelos como broma o provocación. Y Ginsberg se agota de tanto explicarles freudianamente porqué él tiempla como tiempla desde que su madre murió en un manicomio. “Incluso este Diario comienza a ser explicativo, en modo periodístico. Fuck it. El socialismo convierte a todos en intelectuales polémicos, como defensa de las juntas de negociación colectiva que están en contra de la intrusión de todo instinto imaginativo” (por favor, no intenten traducir esto al cubano, yo ya lo hice y tuve que dejarlo así mismo: Ginsberg no tenía ni la más puta idea de lo que garabateaba en su diario en inglés). En definitiva, se trata de “la misma cochina cobardía y estupidez, y de las mismas racionalizaciones burguesas que en Nueva York o Saigón o Benares. Los mismos argumentos estereotípicos 1927 Rusia 1945 U.S.
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McCarthy. La misma evasión periodística de Times Pravda Revolución New York Times 1965”. Mejor así, macho. Cuando Ginsberg se sienta durante horas a ver un discurso de Fidel Castro en la televisión, no puede evitar ponerse a coleccionar datos estadísticos como si fuera un taquígrafo a sueldo del Consejo de Estado. El Síndrome de la Fascinación por el Fascismo. También registra detalles de sicoanalista, de siquiatra quisquilloso ante un paciente muy peculiar: acaso un “disc jockey”, “Der Führer Gorilla”, el “príncipe humano Castro”, casi un “póster de arte pop” y una “criatura verdaderamente peluda para ser presidente, diez veces más natural que Johnson”. Fidel, en resumen, un estadista que ejecuta su performance perverso como si de una “pelea por el Campeonato Mundial” se tratase. Y, a la postre, dado que “todavía no hay ninguna revolución básica en el Sistema Nervioso en sí, de modo que la humanidad aún no está sexualizada”, el poeta prefiere apostar por la excepción que confirma la regla en sus noches a solas en el hotel Havana Rivera, y elige el oficio nunca obsoleto de Onán: “Me masturbo gimiéndole a la almohada por favor… por favor… por favor…” Algunas noches la funda alberga el rostro imaginario de Fidel Castro, pero en casos de calentura extrema es “la cara hermosa del joven Che Guevara” la climática. En cualquier caso, Ginsberg parte del convencimiento de que “todas las mujeres cubanas tienen fantasías sexuales con Castro sin duda alguna”. Dado que, “por suerte Raúl y Fidel son sexys, eso mantiene las cosas humanas”. Así se sumaba Allen Ginsberg a la apoteosis no germinativa de “millones de cubanos pajeándose”. Según su teoría, dado que “las casas de prostitutas están clausuradas y las chicas conservan su virginidad, no
hay salida real para la sexualización de las relaciones comunistas”. De ahí, pues, la “culpa masturbatoria” y el “miedo a tocar con confianza el cuerpo del otro”, lo que “conduce a relaciones políticas, ambigüedad y miedo”. Para él, esa carencia crónica de una “puerta abierta al amor”, esa indigencia de algún tipo de “ancla para el deleite del cuerpo a cuerpo que disuelva las tensiones sociales”, esa pacatería castrista entonces “se sube a la cabeza como teoría dogmática marxista sobre el esfuerzo social del grupo y la pureza comunista de toda motivación y acción”. Desde su diván de genio genital, para el Dr. Ginsberg “Fidel es pasivo en la cama, según los chismes, y sin escenas de sexo fuerte, excepto cuando tiene tiempo. El Che Guevara está más sexualizado. Raúl dicen los chismes que es una especie de queer, lo que explica su temperamento sádico felino, aunque está casado. Y Dorticós, bueno, ese es un caso extraño, entendible tan pronto vemos a su mujer”. La Revolución Cubana explicada a Hugh Hefner o Harvey Milk. En sus paseos cubanescos, la mirada indiscreta de Ginsberg no se deja engañar ni sobornar con boberías bucólicas. Lo ve todo. Lo obsesiona la frase “Lacra Social”. Describe las ruinas retorcidas del vapor La Coubre como “una estatua de John Chamberlain”. Trastoca la ortografía de cada cosa que nombra (hotel “Ambres Mondoo”, por ejemplo), pero no corrompe el concepto secreto de nada. Va a una sangrienta sesión de santería en Guanabacoa, a medio reprimir por un carro patrullero, cuyo oficial finalmente anota el nombre de todos los asistentes al bembé (Allen Ginsberg resulta tener de muerto protector a Changó, que él enseguida asocia con una especie de “Shiva con falo rojo”, y José Mario le regala sus pulseras de Yemayá y Ochún, acaso para que, en tanto jurado, falle a
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favor de su obra en concurso, que, por desgracia para José Mario, Ginsberg cree que es un “libro de sosos poemas de amor escrito para su novio peruano”). Eso, en argot crítico, se llama precisión. En uno de sus sueños diarios, Ginsberg se desboca y besa en la boca a Manuel Ballagas (antes de tener dos páginas de sexo físico con sus 17 años, durante la tardecita tántrica del miércoles 17 de febrero de 1965). Asiste a uno de los últimos espectáculos del bufo en el Teatro Marte, incluido un personaje pintado de negrito (eso que ahora en Norteamérica llaman con horror de millennials un blackface). Cerca de un fuerte militar de la era de la Colonia no lo dejan tomar fotos. Coge unas cagaleras que lo tiran a morir sobre la cama, con “calambres y goteo acuoso saliéndome del culo al estilo de las disenterías en el Viejo México”, por lo que se empacha con Enterovioform y Sulfaguanidina. A sus dudas diversionistas sobre la escasez de huevos y carne, un funcionario le da la contundente declaración de que “ahora todo el mundo puede adquirirlas y consumirlas”, por eso escasean más que cuando el capitalismo de “Battista”. Atisba un libro infantil para colorear con el título tierno de Abajo el imperialismo (no sabemos si lo compró, ni si se conserva como parte de sus archivos). Repara en las caricaturas de la prensa amordazada (la única legal) donde el Tío Sam siempre saca dólares de su sombrero de copa mágico para “comprar a los Gusanos” del patio, o funge como titiritero en un “podio la OEA, moviendo los hilos de sus dictadores decorativos Somoza, Ydígoras, Rómulo, Stroessner, Prado, etc.” Un día lo llevan inevitablemente a la Finca Vigía, ese alef maléfico hemingwayano, como un iceberg insular
invertido, con siete octavos visibles y una puntica sumergida, que es justo la que Ginsberg narra (o poetiza, que en su caso es un sinónimo de narrar): “Gran tristeza por todas partes, como de una muerte inmediata, la nueva muerte del día anterior, ayer”. Y nos lega entonces al pueblo cubano un autógrafo gráfico, con visos de ser la primera poesía visual plasmada en el primer territorio libre de América: “Dibujé en el libro una estrella judía con calavera en su centro y girasoles en lugar de dientes”. Me pregunto qué habrá hecho el G-2 con esa hojita del Libro de Visitantes del viernes 22 de enero de 1965 en la Finca Vigía de San Francisco de Paula. Hoy valdría su tinta en oro. Como también lo vale la reacción de Nicolás Guillén cuando Allen Ginsberg le contó, como si Guillén no lo hubiera aprobado de antemano, sobre una joven poeta cubana que fue ingresada a la fuerza en un hospital, donde recibió 14 electroshocks (¿Ana María Simo o Lina de Feria o ambas?): —Es la típica tipa neurótica. Eso le dijo mulatamente el camagüeyano presidente vitalicio de la UNEAC, “con gran suavidad y humor y obvia sensibilidad”, para entonces comparar cínicamente el caso con el suicidio de una querida amiga personal de Ginsberg, la que padeció trastornos nerviosos severos hasta que no pudo resistirlos más y saltó desde un séptimo piso de Hudson Heights, en Manhattan: Elise Cowen (1933-1962). A la postre, a título confidencial, ese mismo grosero Guillén le ordenó en persona, uno a uno, a los juveniles miembros de la UNEAC, que “no salieran más” con Ginsberg para que así “hubiese menos problema”. Fucking Guillén. Fuck you, Nicolás Guillén. Por cierto, también Lisandro Otero le habló pestes a Ginsberg
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sobre el grupo El Puente. El poeta Beat tuvo que salir en defensa de sus admiradores y amantes. Pero es una batalla perdida de antemano y las conclusiones son de naturaleza patológica. La Cuba de Castro como
enfermedad: “Por todas partes, supresión total de las fantasías conscientes e inconscientes. (…) Tengo que averiguar qué idioma se habla en esta isla, lenguaje Esopiano. No puedo confiar en nadie. Es como sufrir un colapso nervioso”. Y aún más: “Cuanto hago es una amenaza para Casa. Debo callarme y dejar de parlotear. Cerrarme. Miedo de escribir en este libro. De ahí mi estilo tan cortado. (…) La paranoia y la realidad por fin son idénticas”. Y así Allen Ginsberg deja de transcribir nombres en su diario y, como un Kafka en los tiempos de Kaftro, ahora A.G. pone solo las iniciales. Unos días después, tras una gira nacional por varias provincias, muere repentinamente en la Isla el escritor chileno Ricardo Latcham, para terror de su compatriota Nicanor Parra, también de paso por Cuba, el que comenzó a creer que el runrún de las cortinas funerarias del velorio hacía eco en las cortinas de su cuarto de hotel (acaso fuera solo la risita de los agentes de la policía política que los espiaban a todos en su intimidad alquilada, por lo que no descarto que un día después de la Revolución, si después de la Revolución hay días, se filtre a la internet un audio con Allen Ginsberg eyaculando please… please… please…). Esta muerte chilena, Ginsberg la conecta enseguida con el deceso del científico francés André Voisin justo un mes antes, también de manera repentina y en solitario en su hotel: en ambos conspicuos casos, “mala publicidad para Cuba”. Por cierto, los dos habían nacido a inicios de 1903. La Revolución es eminentemente una cuestión de biogeometría.
Como curiosidad, Camilo José Cela, en Cuba también como jurado del Premio Casa de las Américas, le dispara por su parte una carta a Fidel Castro, proponiéndole cambiar la noción del gramático ibérico Antonio de Nebrija en 1492 de que “siempre la lengua fue compañera del imperio”, por un eslogan donde “Revolución” sustituya a “Imperio”, para rematar sugiriéndole a Fidel una misión acaso dictada por el caudillísimo Francisco Franco. En efecto, Cela cree que “a Cuba, que habla español, que vive y sufre y trabaja y pelea y ama y muere en español, le cabría el honor histórico de poner las cosas en su sitio y vivificar la precisa y señaladora voz Hispanoamérica (y su correspondiente adjetivo hispanoamericano)”. Y, como posdata de su carta comandantesca, el marqués “aristocrático corpulento” Premio Nobel de Literatura, de quien Ginsberg se burla de sus “ojos burócratas de Burroughs” y sus “trajes de seda”, trata de convencer al hegémono cubano de que “en todo el mundo de habla española, en todo el mundo hispánico, la única persona que puede hacerlo con eficacia y sin herir susceptibilidades de nadie, es usted”, con la plusvalía de que, “políticamente, los alcances de la medida serían insospechados”. A la hora de leer las obras como jurado del género de poesía para el concurso anual de Casa de las Américas, Ginsberg decide invitar a Manuel Ballagas (alias M) para que estos “odd Latinamerican poetry texts” sean leídos en su lengua oriunda por el cubanito de apenas 17 años por entonces, el hijo del eminente poeta Emilio Ballagas, fallecido muy joven a mediados de los cincuenta. Por semejante exceso de confianza, Ballagas será arrestado varias veces por los compañeros del Ministerio del Interior que atienden a Allen Ginsberg y al coro de conflictivos locales a su alrededor.
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Al respecto de las detenciones arbitrarias, además de proponerle que invitara a The Beatles a Cuba cuanto antes, Allen Ginsberg se le quejó en persona a Haydée Santamaría, que se lamenta de que haya ocurrido otro “estúpido error de policías no bien educados”, pero le advierte al poeta-jurado que en Cuba hay “grupos de pro-norteamericanos que se creen que pueden chantajear a la Revolución buscando refugio en su fama poética”. Ginsberg deja correr a la funcionaria con su teoría de que los artistas son “bichos raros”, tal como ella misma se considera, y tal como ella considera a la Revolución. Pero luego, por escrito, Ginsberg describe mejor a esa mujercita con poder, una “rubia rusa rolliza” que habla “demasiado rápido”, como dando un discurso para chicas de secundaria”, y que, sin embargo, ha sido llamada por otros como el hada madrina de la intelectualidad cubana inconforme. Pero a él la tipa simplemente le pareció “stupid & full of Authoritative Bullshit”. Como muchos de los escritores que lo agasajaron con hipocresía. Como la Revolución en sí. Así, en uno de los momentos más dramáticos del diario, su dictamen sobre el socialismo a la cubana, duélale a quien le duela en la izquierda norteamericana antisistema, es lapidario: “Lo que necesitan es un conjunto apropiado de leyes cívicas y sobre libertad de expresión”. Punto y aparte. Pues el Estado no debería de estar “administrando la vida sexual de los adolescentes y sus actitudes hacia el Estado,” como si de una “Revolución Kibutz” se tratara. Los rumores contra él son echados a rodar con rabia por el Departamento de Opinión del Pueblo, supongo. Es la primera fase de su proceso: la estigmatización antes de la expulsión. “El problema aquí es que todo lo que hago, como no se reporta oficialmente, se chismorrea hasta los
extremos más ridículos y se vuelve monstruoso. Una medida de la locura de esta sociedad”. “Todos parecen estar de acuerdo en que los periódicos aquí apestan, son mediocres y no critican y no tienen independencia”. “Se me informa de más gossip/chismiss. Se supone que tuve orgías con todos los chicos y chicas de El Puente” (¿incluida Nancy Morejón, deletreada por Ginsberg como “Nancy Moreno”?). El 10 de febrero lo llevan a volar sobre la Sierra Maestra. Debieron de tirarlo sin paracaídas sobre el Pico Turquino, para que aprendiera a hacerse el cóndor cómico sin condón en Cuba. El 12 va a la Gran Piedra. Recorre las ciudades de campo en limusina. El calor o el ron o la machería santiaguera le dispara a Ginsberg el nivel de erratas hasta el paroxismo, según se aproxima el clímax de su expulsión de Cuba. Diríase que se burla, pero no. No hay emojis ni pretensión de parodia en su diario (excepto cuando se refiere respetuosamente a José Rodríguez Feo como Mr. Ugly). Nuestro poeta testimoniante está tratando de ser tan exacto como puede, en medio de una Revolución que lo invitó sólo para no darle ni las gracias al final. Así, garabatea con su caligrafía de colegial pacifista: la “Grande Pidra”, el cuartel “Moncalpa”, las escuelas vocacionales militares “Camila Cienfuegas” y “Carmillo Confiengos”, el periódico “El Mondo”, las Brigadas de “Analfabazación”, “Ser culto es a ser libre (José Marte)”, un tal “Miguel Barent” en una tal “UNIAC” (el cual, confrontado por milésima vez sobre la represión del G-2 en contra de sus colegas y sus santeros, le declara compungido en privado a Ginsberg: “Yo estoy cansado. O simplemente, como en Kafka, no soy valiente. Tú tienes una cultura diferente a la que estás habituado. Hasta hace 2 años, yo era más valiente. Ahora ya no tengo ganas
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de cambiar el mundo. Demasiados problemas de amor. Bueno, eso es lo que siento, no soy un romántico como tú”), y un etnográfico hetsétera. Por ninguna parte encuentra Allen Ginsberg “una manera Zen para hacer bien la Revolución”. Al parecer, su tierna teoría de que “todos los jóvenes hagan el amor con los miembros del Partido” no recibe muy buena acogida. Ni entre los jóvenes, ni entre los miembros del Partido. La culpa la tienen, por supuesto, las agresiones imperiales en contra de los pueblos de Latinoamérica y de la Tricontinental del Tercer Mundo. En definitiva, como una mujer de nombre Marcia le comentó a Ginsberg, según nos comenta Ginsberg, “lo peor de la Revolución es la resaca de la vieja Cuba católica burguesa”. Es decir, el presente de tiranía no debe ser nunca criticado: la culpa es del pasado y la redención está en el mañana. Hay que joderse. Finalmente, el 18 de febrero tres agentes de la Seguridad del Estado, disfrazados con las cheas camisitas de civil del ICAP, a las 8:25 a.m. le tumban la puerta de su habitación, tras una nochecita de fiesta feliz en el hotel, y le anuncian a Ginsberg que no tiene otra opción que acompañarlos: un tal capitán Carlos Varona, Jefe de Inmigración a nivel nacional, quiere interrogar a la cucaracha contestataria norteamericana. Debe recoger todos sus bártulos de inmediato y no puede llamar a nadie por teléfono, ni siquiera a Casa de las Américas (Ginsberg ignoró acaso hasta su muerte, casi a ras del año 2000, que Casa de las Américas era precisamente la filial cultural de Villa Marista que dio la orden de deportarlo de por vida). En la estación parapolicial, Ginsberg se despide de Cuba tocando bajito sus címbalos de dedo y repitiendo sus mantras medio hindús y medio homos. Nadie le explica nada.
Tiene suerte, no tendrá que escribir la crónica de su interrogatorio anunciado. Pero a las 10:30 a.m. vuela fuera de Cuba en el primer avión que despega del país. En este caso, hacia Praga, donde Ginsberg ha oído decir que los “más jóvenes se ríen del socialismo”. Directico a la Starom—stské nám—stí a un costado de la cual había nacido el Kafka checo (K. murió el 3 de junio de 1924, dos años antes del 3 de junio en que G. nació). Cuando la patrulla sin chapa de patrulla lo lleva hacia el aeropuerto José Martí, como un prisionero de paz, como miles y miles de cubanos expatriados a la fuerza, todavía Ginsberg está tintineando sus címbalos de dedo en el carro policial: —Ooom, oom, oom. Sarawa Buda Da-
kini veh venza wani yeh venza bero tsa ni yeh hum hum hum phat phat phat so hum…
Uno de los agentes le explica la causa del vértigo de lo que está pasando a su alrededor: “Sabemos lo que hacemos. Esta es una Revolución y debemos hacer las cosas rápido. Todo lo hacemos así”. —Hari Krishna Hari Hari Krishna
Krishna Hari Hari Hari Rama Hari Rama Rama Rama Rama Hari Hari…
En la bahía de La Habana, pintado en la proa de un carguero quién sabe si de nacionalidad cannabis (el último porro clandestino de marihuana le costó diez pesos unas horas antes a Ginsberg), el jueves 18 de febrero de 1965 Allen Ginsberg lee, desde su ventanilla de paria del proletariado, lo último que la Revolución Cubana le permitiría leer, al menos dentro de sus fronteras de fidelidad fascistoide: MANTRIC. Es el nombre del barco, cargado tal vez con armas traídas también a toda velocidad. Armas que todos los cubanos sabemos para qué eran, para qué serían, para qué son. Armagedón del armaG2. En efecto, ellos sí sabían lo que estaban haciendo. Era
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Michael H. Luis Miranda Pardo Lazo /el /1959, nervio antes yuma y después de los americanos 38 Orlando
Igual los amo a ambos, como amé a todos los norteamericanos desde que tuve uso de razón
una Revolución y debían de hacer las cosas bien rápido. Desde entonces, todo lo han hecho así. A la carrera, a la cañona. A las 9:00 p.m. ya Ginsberg está escribiendo otra entrada de su diario desde el aeropuerto de Gander, Canadá. Ese pueblecito cómplice que se prestó durante décadas para que la dictadura cubana moviera a sus rehenes cubanos de una punta a otra del planeta. Bajo las auroras boreales, inconcebibles dentro del clima claustrofóbico de opresión tropical, el poeta declara entonces para nosotros, sus lectores post-mortem, que, en plena posesión de sus facultades mentales, a él no le queda ya “nada que esconder excepto su soledad”. Está solo en Marx. Como Lillian Roth estuvo sola en el Montmartre. La soledad y el silencio de los norteamericanos en Cuba amerita otra tesis de posdoctorado.
I died an important screen death, dijo Lilly mi amor hembra en una entrevista de prensa publicada en Boston, creo, a mediados de los 1930, poco después del gran colapso económico de los Estados Unidos, provocado en gran parte por los agentes de influencia infiltrados desde Moscú. También Allen mi amor hombre murió una muerte importante en pantalla, dando piruetas como un saltamontes sicostalinista detrás del Telón de Acero. Igual los amo a ambos, como amé a todos los norteamericanos desde que tuve uso de razón y hasta que la perdí desproporcionadamente, devenido el mejor excritor vivo de Cuba. Léase, un homeless internado en un home de aquella Norteamérica imaginaria, hoy ya a solas sin Donald Trump, y en trance de que los demócratas desde Washington DC le abran, mucho más temprano que tarde, las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.
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HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
ya no tienen vender, salv A finales de agosto, el agente inmobiliario de Cherburgo me llamó por teléfono para decirme que había encontrado un comprador para la casa de mi padre, que quería bajar un poco el precio, pero que estaba dispuesto a pagar en mano. Acepté de inmediato. Así que al cabo de poco tendría un poco más de un millón de francos. Estaba trabajando en el informe de una exposición itinerante en la que había que soltar ranas sobre unos juegos de cartas, dispuestos en el suelo de mosaico de un recinto cerrado; sobre algunas de las losas estaban grabados los nombres de grandes hombres de la historia como Durero, Einstein o Miguel Ángel. El presupuesto principal era para comprar mazos de cartas, porque había que cambiarlos bastante a menudo; y de vez en cuando también había que cambiar las ranas. El artista quería juegos de tarot, al menos para la exposición inaugural en París; en provincias estaba dispuesto a conformarse con juegos de cartas corrientes. Decidí irme una semana a Cuba con Jean-Yves y Valérie a principios de septiembre. Quería pagar el viaje, pero Valérie me dijo que lo arreglaría con la empresa.
40 Michel Houellebecq/Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos
en nada que
vo sus cuerpos Michel Houellebecqs
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—No os estorbaré en vuestro trabajo… —prometí. —La verdad es que no vamos a trabajar, nos comportaremos como turistas corrientes. No vamos a hacer casi nada, pero eso es lo importante: queremos ver qué es lo que no funciona, por qué no hay ambiente en el club, por qué la gente no vuelve encantada de sus vacaciones. No vas a estorbarnos; al contrario, puedes sernos muy útil. Cogimos el avión a Santiago de Cuba el viernes 5 de septiembre, a media tarde. Jean-Yves no había sido capaz de dejar en París su ordenador portátil, pero de todos modos, con su polo azul claro, parecía descansado y dispuesto a tomarse unas vacaciones. Poco después del despegue, Valérie me puso una mano en el muslo; se relajó, con los ojos cerrados. “No estoy preocupada, algo se nos ocurrirá…”, me había dicho al salir de casa. El transporte desde el aeropuerto duró dos horas y media. —Primer punto negativo… —anotó Valérie—. Tenemos que ver si hay un vuelo directo a Holguín. En el autocar, delante de nosotros, dos señoras de unos sesenta años, con permanentes gris azulado, parloteaban sin parar señalándose mutuamente los detalles interesantes del entorno: hombres que cortaban caña de azúcar, un buitre que planeaba sobre las praderas, dos bueyes que regresaban al establo… Parecían secas y resistentes, decididas a interesarse por todo; me daba la impresión de que no iban a ser clientes fáciles. Y en efecto, en el momento de la asignación de habitaciones, la parlanchina A insistió con encono en que le dieran una habitación contigua a la parlanchina B. Esta clase de reivindicación no estaba prevista, la empleada de recepción no entendía nada, hubo que llamar al encargado. Éste tenía unos treinta años, cabeza
de carnero y expresión terca; unas arrugas de preocupación le surcaban la frente estrecha. De hecho, se parecía muchísimo a Nagui. —Tranquila, de acuerdo… —dijo cuando le expusieron el problema—. Tranquila, de acuerdo, señora mía. Esta noche no es posible, pero mañana se van algunos clientes y le cambiaremos la habitación. Un mozo nos llevó a nuestro bungaló con vistas al mar, encendió el aire acondicionado y se retiró con un dólar de propina. —Bueno, aquí estamos —dijo Valérie, sentándose en la cama—. La comida se sirve en un bufé. Todo incluido, con aperitivos y cócteles. La discoteca abre a las once de la noche. Hay un suplemento por masajes y otro por la iluminación nocturna de las pistas de tenis.
El objetivo de las empresas de turismo es hacer feliz a la gente, previo pago de cierta tarifa durante cierto período de tiempo. Una tarea que puede resultar fácil o sencillamente imposible, según el temperamento de la gente, las prestaciones propuestas y otros factores. Valérie se quitó el pantalón y la blusa. Yo me tumbé en la cama gemela. Los órganos sexuales son una fuente de placer permanente y disponible. El dios que nos hace desgraciados, que nos ha creado transitorios, vanos y crueles, también ha previsto esta débil forma de compensación. Si no hubiera un poco de sexo de vez en cuando, ¿en qué consistiría la vida? Una lucha inútil contra las articulaciones que se anquilosan o la formación de caries. Y todo, además, completamente falto de interés: el endurecimiento de las fibras de colágeno, el crecimiento de las cavidades microbianas en las encías. Valérie separó las piernas encima de mi boca. Llevaba un tanga muy fino, de encaje malva. Aparté la tela y me humedecí los dedos para acariciarle los labios.
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Ella me abrió el pantalón y me cogió el sexo en la palma de la mano. Empezó a acariciarme los testículos con suavidad, sin prisas. Yo doblé una almohada para tener la boca a la altura de su coño. En ese momento vi a una empleada que barría la arena de la terraza. Las cortinas estaban descorridas, y el ventanal abierto de par en par. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la chica resopló de risa. Valérie se enderezó e hizo un gesto para que se acercara. Ella se quedó donde estaba, dudosa, apoyada en la escoba. Valérie se levantó, dio unos pasos hacia ella y le tendió las manos. En cuanto entró, la chica empezó a desabrocharse la bata: no llevaba nada debajo, salvo unas bragas de algodón blanco; tendría unos veinte años, tenía la piel muy morena, casi negra, los pechos pequeños y firmes, las nalgas muy respingonas. Valérie cerró las cortinas, y yo también me levanté. La chica se llamaba Margarita. Valérie le cogió la mano y la puso en mi sexo. Ella estalló en carcajadas otra vez, pero empezó a masturbarme. Valérie se quitó rápidamente el sujetador y las bragas, se tumbó en la cama y empezó a acariciarse. Margarita tuvo un último instante de vacilación, pero luego se quitó las bragas a su vez y se arrodilló entre los muslos de Valérie. Primero le miró el coño, acariciándola con la mano; luego acercó la boca y empezó a lamerla. Valérie puso una mano en la cabeza de Margarita para guiarla, sin dejar de masturbarme con la otra mano. Sentí que iba a correrme, y me alejé para buscar un preservativo en el neceser. Estaba tan excitado que me costó trabajo encontrarlo y luego ponérmelo, se me nublaba la vista. El culo de la negrita ondulaba mientras ella iba y venía sobre el pubis de Valérie. La penetré de una sola vez, tenía el coño abierto como un fruto. Ella gimió débilmente y tendió las nalgas hacia mí. Empecé a moverme
dentro de ella, un poco al tuntún, la cabeza me daba vueltas, todo mi cuerpo se estremecía de placer. Caía la noche, y ya no se veía gran cosa en la habitación. Oí los jadeos de Valérie subir de tono, como si vinieran de muy lejos, de otro mundo. Apreté el culo de Margarita con las manos, la penetré cada vez con más fuerza, ya no intentaba contenerme. Cuando Valérie gritó, yo me corrí. Durante uno o dos segundos tuve la impresión de que me vaciaba de mi peso, que flotaba en el aire. Luego volvió la sensación de gravedad y me sentí agotado de repente. Me dejé caer en la cama, entre los brazos de ambas. Más tarde, distinguí confusamente a Margarita, que se estaba vistiendo, y a Valérie, que hurgaba en su bolso para darle algo. Se besaron en el umbral del ventanal; fuera ya era de noche. —Le he dado cuarenta dólares… —dijo Valérie, acostándose a mi lado—. Es el precio que pagan los occidentales. Para ella, es un mes de salario. Encendió la lámpara de la mesilla. Sobre las cortinas pasaban algunas siluetas, recortándose como sombras chinescas; se oían murmullos de conversación. Yo puse una mano en el hombro de Valérie. —Ha estado bien… —le dije, maravillado e incrédulo—. Ha estado muy bien. —Sí, la chica era sensual. A mí también me ha lamido bien.
—Qué raros son los precios del sexo… —continué, vacilante—. Tengo la impresión de que no dependen tanto del nivel de vida del país. Claro, en cada país te dan algo completamente diferente; pero el precio básico es más o menos igual: el que los occidentales están dispuestos a pagar.
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—¿Crees que eso es lo que llaman economía de la oferta? —No tengo ni idea… —Sacudí la cabeza—. Nunca he entendido nada de economía; es como si tuviera un bloqueo. Tenía mucha hambre, pero el restaurante no abría hasta las ocho; me bebí tres piñas coladas mientras observaba a los animadores del aperitivo. El efecto del orgasmo tardaba mucho en disiparse, estaba un poco ido, de lejos me daba la impresión de que todos los animadores se parecían a Nagui. Pero no, los había más jóvenes, aunque todos tenían algo raro: el cráneo rapado, perilla o patillas. Daban unos alaridos pasmosos, y de vez en cuando obligaban a alguien del público a subir al escenario. Afortunadamente, yo estaba demasiado lejos como para sentirme seriamente amenazado. El encargado del bar era bastante penoso, se comportaba como un completo inútil: cada vez que yo quería algo, me indicaba con un gesto a los camareros; parecía una especie de ex torero, con sus cicatrices y un poquito de barriga redonda, controlada. El bañador amarillo le moldeaba el sexo con mucha precisión; estaba bien dotado, y quería dejarlo claro. Cuando volví a la mesa después de conseguir, con muchísima dificultad, el cuarto cóctel, lo vi acercarse a una mesa vecina, ocupada por un grupo compacto de cincuentonas de Quebec. Ya me había fijado en ellas al entrar, eran rechonchas y resistentes, todo dientes y grasa, y hablaban increíblemente alto; no costaba nada entender que hubieran enterrado rápidamente a sus maridos. Pensé que no sería buena idea colarse delante de ellas en el autoservicio, o coger un tazón de cereales al que ellas le hubieran echado el ojo. Cuando el ex donjuán se acercó a su mesa le lanzaron miradas enamoradas, casi volvieron a ser mujeres. Él se pavoneaba
delante de ellas, acentuando todavía más su obscenidad con una serie de palpaciones inguinales a través del bañador, con las que parecía asegurarse de la consistencia de su menú de tres platos. Las cincuentonas de Quebec parecían encantadas con tan evocadora compañía; sus cuerpos viejos y gastados todavía necesitaban un poco de sol. Él interpretaba bien su papel, les hablaba al oído, las llamaba, a la manera cubana, “mi corazón” o “mi amor”. No iba a pasar nada más, eso desde luego, él solo quería provocar un último estremecimiento en los viejos coños, pero tal vez bastaría para que ellas pasaran unas magníficas vacaciones y recomendasen el club a sus amigas, y todavía les quedaba vida para otros veinte años, por lo menos. Esbocé las líneas directrices de una película pornosocial titulada Los mayores se desmelenan. Había dos bandas que operaban en los clubs de vacaciones, una formada por señores mayores de Italia y la otra por señoras mayores de Quebec. Cada cual por su lado, armados de nunchakus y de punzones para picar hielo, sometían a los peores ultrajes a unos adolescentes desnudos y morenos. Naturalmente, terminaban encontrándose en un velero del Club Med; entre ambas bandas reducían a los miembros de la tripulación, y las señoras mayores, sedientas de sangre, los violaban y los arrojaban por la borda. La película acababa con una gigantesca orgía de señoras y señores mayores, mientras el barco, rotas las amarras, navegaba directamente hacia el Polo Sur. Valérie apareció por fin: se había maquillado, llevaba un vestido blanco, corto y transparente; yo la deseaba todavía. Nos reunimos con Jean-Yves junto al bufé. Parecía relajado, casi lánguido, y nos contó tranquilamente sus primeras impresiones. La habitación
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Él se pavoneaba delante de ellas, acentuando todavía más su obscenidad con una serie de palpaciones inguinales a través del bañador
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no estaba mal, pero la animación era un poco pesada; estaba justo al lado de los altavoces, y era casi inaguantable. La comida no estaba muy bien, añadió mirando con amargura su trozo de pollo hervido. Sin embargo todo el mundo repetía con ganas; los mayores, en particular, eran de una voracidad asombrosa, parecía que se hubieran pasado la tarde practicando deportes náuticos y voley playa. —Comen y comen… —comentó JeanYves con resignación—. ¿Qué otra cosa van a hacer? Después de cenar hubo un espectáculo que volvía a requerir la participación del público. Una mujer de unos cincuenta años se lanzó a interpretar al karaoke la canción Bang bang, de Sheila. Fue bastante valiente por su parte; hubo algunos aplausos. En conjunto, eran los animadores los que aseguraban el espectáculo. Jean-Yves parecía a punto de dormirse; Valérie bebía el cóctel a sorbitos, tranquilamente. Miré la mesa de al lado: la gente parecía aburrirse un poco, pero aplaudían educadamente al final de cada actuación. Entender por qué la gente no se apuntaba a las estancias en clubs no me parecía muy difícil; de hecho, saltaba a la vista. La clientela se componía, en gran parte, de personas de la tercera edad o de adultos de mediana edad, y el equipo de animadores se las arreglaba para ponerles delante de las narices un placer que ya no podían sentir, al menos de esa forma. Incluso Valérie y Jean-Yves, incluso yo, en cierto sentido, teníamos responsabilidades profesionales en la vida real; éramos empleados serios, respetables, más o menos abrumados por las preocupaciones, sin contar los impuestos, los problemas de salud y otras cosas. La mayoría de la gente que nos rodeaba estaba en el mismo caso: había directivos, profesores, médicos, ingenieros, contables; o jubilados
que habían ejercido esas mismas profesiones. No comprendía por qué los ani-
madores esperaban que nos lanzáramos con
veladas de contacto o concursos de canción. No veía cómo podríaentusiasmo a
mos haber conservado, a nuestra edad y en nuestra situación, el
sentido de la fiesta.
Aquellas animaciones estaban pensadas para menores de catorce años, como mucho. Intenté contarle todo aquello a Valérie, pero el animador empezó a hablar otra vez con la boca pegada al micro, armando un escándalo insoportable. Había empezado a hacer una inspirada imitación de Lagaf, o quizás de Laurent Baffie; en cualquier caso, iba de un lado a otro con aletas en los pies, seguido por una chica disfrazada de pingüino que se reía de todo lo que él decía. El espectáculo terminó con un baile; algunas personas de las primeras mesas se levantaron y se agitaron torpemente. Junto a mí, Jean-Yves ahogó un bostezo. —¿Damos una vuelta por la discoteca? —propuso. Había cerca de cincuenta personas, pero los animadores eran casi los únicos que bailaban. El DJ alternaba el tecno y la salsa. Al final, algunas parejas de mediana edad lo intentaron con la salsa. El animador de las aletas pasaba por la pista dando palmadas y gritando: “¡Caliente! ¡Caliente!”; me dio la impresión de que ponía a la gente más incómoda que otra cosa. Yo me senté en el bar y pedí una piña colada. Dos cócteles después, Valérie me dio un codazo, señalando a Jean-Yves. —Creo que podemos dejarlo solo… —me dijo al oído. Estaba hablando con una chica muy guapa de unos treinta años, probablemente italiana. Inclinaban la cabeza el uno hacia el otro, sus hombros se rozaban. La noche era cálida y húmeda. Valérie me cogió del brazo. El ruido de
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la discoteca se fue apagando; oíamos el murmullo de los walkietalkies, los guardas patrullaban por el recinto. Dejamos atrás la piscina y nos dirigimos a la playa, que estaba desierta. Las olas lamían suavemente la arena, a unos metros de nosotros; ya no oíamos ningún ruido. Al llegar al bungaló me quité la ropa y me tumbé en la cama, esperando a Valérie. Ella se cepilló los dientes, se desvistió a su vez y se acostó a mi lado. Me acurruqué contra su cuerpo desnudo. Le puse una mano en el pecho, la otra en el vientre. Era una sensación muy dulce. *** Cuando me desperté estaba solo en la cama, y tenía un ligero dolor de cabeza. Me levanté, vacilante, y encendí un cigarrillo; después de unas cuantas caladas me sentí un poco mejor. Me puse un pantalón y salí a la terraza, que estaba cubierta de arena; tenía que haberse levantado viento durante la noche. Apenas había amanecido; el cielo parecía nublado. Caminé unos metros hacia la playa, y vi a Valérie. Se zambullía de cabeza bajo una ola, nadaba unas cuantas brazadas, se levantaba, se zambullía otra vez. Me detuve, sin dejar de fumar; el viento era un poco fresco, dudaba de si ir a su encuentro o no. Ella se volvió, me vio y gritó “¡Ven!” haciendo un amplio gesto con la mano. En ese momento, el sol se filtró entre dos nubes y la iluminó de frente. La luz resplandeció sobre sus pechos y sus caderas, centelleó en la espuma de su pelo y su vello púbico. Me quedé clavado en el sitio durante unos segundos, consciente de que nunca olvidaría lo que estaba viendo, que aquella imagen sería una de las que volvería a ver, según dicen, en los segundos que preceden a la muerte. La colilla me quemó los dedos; la tiré a la arena, me quité el pantalón y me dirigí al mar. El agua estaba fresca, muy salada; era un baño
de juventud. En la superficie del mar brillaba una cinta de sol que se deslizaba hacia el horizonte; tomé aliento y me sumergí en la luz. Más tarde nos acurrucamos en una toalla, mirando el amanecer sobre el océano. Las nubes se dispersaron poco a poco, las superficies luminosas se hicieron cada vez más grandes. A veces, por la mañana, todo parece sencillo. Valérie se quitó la toalla y ofreció su cuerpo al sol. —No tengo ganas de vestirme… —dijo. —Un mínimo… —aventuré yo. Un pájaro planeaba a media altura, escrutando la superficie del agua. —Me gusta nadar, me gusta hacer el amor… —dijo ella—. Pero no me gusta bailar, no sé divertirme, siempre me ha parecido horrible salir por la noche. ¿Tú crees que es normal? Yo me quedé pensativo un buen rato antes de contestarle. —No lo sé… —dije al final—. Solo sé que yo soy igual que tú. No había mucha gente en las mesas del desayuno, pero Jean-Yves ya estaba allí, con un café y un cigarrillo. No se había afeitado, y daba la impresión de haber dormido mal; nos hizo un breve gesto con la mano. Nos sentamos frente a él. —Bueno, ¿qué tal te fue con la italiana? —preguntó Valérie, atacando sus huevos revueltos. —No muy bien. Empezó a contarme que trabajaba en marketing, que tenía problemas con su novio, que por eso se había ido sola de vacaciones. Yo estaba hasta los huevos; me largué y me acosté. —Tendrías que intentarlo con las empleadas del hotel… Él sonrió vagamente y aplastó la colilla en el cenicero. —¿Qué hacemos hoy? —pregunté—. Quiero decir que… se supone que esto es una estancia “Explorador”.
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—Ah, sí… —Jean-Yves puso cara de hastío—. Bueno, a medias. No hemos tenido tiempo de organizar casi nada. Es la primera vez que trabajo con un país socialista; pero veo que en los países socialistas resulta bastante complicado dejar las cosas para el último momento. Esta tarde hay no sé qué con delfines… —Se interrumpió e intentó ser más preciso—. Bueno, si lo he entendido bien, hay un espectáculo con delfines, y luego podemos nadar con ellos. Supongo que te subes al lomo del delfín o algo por el estilo. —Ah, sí, conozco eso —dijo Valérie—, no vale la pena. Todo el mundo cree que los delfines son mamíferos muy dulces y cariñosos. Pero no es así: forman grupos muy jerarquizados, con un macho dominante, y son bastante agresivos; a menudo luchan a muerte entre sí. La única vez que intenté nadar con delfines, me mordió una hembra. —Bueno, bueno… —Jean-Yves hizo un gesto de apaciguamiento—. Sea como sea, esta tarde hay delfines para el que quiera ir. Mañana y pasado, excursión de dos días a Baracoa; no debería estar mal, o eso espero. Y luego… —pensó un momento—, luego se acabó. Ah, sí, el último día, antes de coger el avión, hay una comida con langosta y una visita al cementerio de Santiago. Esta declaración fue seguida por unos segundos de silencio. —Sí… —continuó Jean-Yves, con esfuerzo—. Creo que la hemos cagado un poco con este destino—. Se quedó un momento callado—. Además…, tengo la impresión de que las cosas no van muy bien en este club. Quiero decir para todo el mundo, no solo para mí. Ayer, en la discoteca, no vi que se formaran muchas parejas, ni siquiera entre los jóvenes. —Volvió a guardar silencio, y luego concluyó con un gesto resignado—: Ecco… —El sociólogo tenía razón… —dijo Valérie, pensativa.
—¿Qué sociólogo? —Lagarrigue. El sociólogo del comportamiento. Tenía razón cuando dijo que estábamos lejos de la época de los bronceados. Jean-Yves terminó su café y sacudió la cabeza con amargura. —La verdad —dijo, asqueado—, nunca creí que llegaría a sentir nostalgia de la época de los bronceados. Para llegar a la playa tuvimos que sufrir los ataques de algunos vendedores de productos artesanales lamentables; pero no eran muchos ni demasiado pegajosos, podía uno librarse de ellos con unas cuantas sonrisas y gestos apenados. Durante el día, los cubanos podían entrar en la playa del club. Valérie me explicó que no tenían mucho que ofrecer ni vender, pero que lo intentaban, que hacían lo que podían. Por lo visto,
en aquel país nadie conseguía vivir de su salario. Nada funcionaba bien: faltaba gasolina, piezas de maquinaria. De ahí el lado de utopía agraria que se veía en los campos: los campesinos que araban con bueyes, que iban en carreta… Pero no se trataba ni de una utopía ni de una reconstrucción ecológica: era la realidad de un país que ya no conseguía mantenerse en la era industrial. Cuba lograba seguir exportando algunos productos agrícolas, como el café, el cacao y la caña de azúcar; pero la producción industrial había caído casi hasta el nivel cero. Costaba encontrar hasta los ar-
tículos de consumo más elementales, como el jabón, el papel o los bolígrafos. Las únicas tiendas bien surtidas eran las de productos importados, donde había que pagar en dólares. Así que todos los cubanos vivían de una segunda actividad relacionada con el turismo. Los más favorecidos eran los que trabajaban directamente para la industria turística; los demás
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intentaban conseguir dólares como fuese, con servicios suplementarios o algún tipo de tráfico. Me tumbé en la arena a pensar. Para los hombres y las mujeres morenos que andaban entre los bancos de turistas solo éramos monederos con piernas, no había que hacerse ilusiones; pero lo mismo pasaba en todos los países del Tercer Mundo. Lo único diferente en Cuba era esa increíble dificultad de la producción industrial. Desde luego, yo era un completo negado en el terreno de la producción industrial. Estaba perfectamente adaptado a la era de la información, es decir, a nada. Valé-
Para los hombres y las mujeres morenos que andaban entre los bancos de turistas solo éramos monederos con piernas rie y Jean-Yves, como yo, solo sabían utilizar información y capital; los utilizaban de manera inteligente y competitiva, mientras que yo lo hacía de un modo más rutinario, más burocrático. Pero ninguno de los tres, ni nadie que yo conociera, habría sido capaz de ayudar a la reanudación de la producción industrial, por ejemplo en caso de bloqueo por parte de una potencia extranjera. No teníamos la menor idea sobre la fundición de
los metales, la fabricación de las piezas, la termoformación de las materias plásticas. Por no hablar de cosas más recientes, como la fibra óptica o los microprocesadores. Vivíamos en un mundo compuesto de objetos cuya fabricación, condiciones de posibilidad y modo de existencia nos eran absolutamente ajenos. Eché una mirada a mi alrededor, asustado por lo que estaba pensando: vi una toalla, gafas de sol, crema solar, un libro de bolsillo de Milan Kundera. Papel, algodón, vidrio: máquinas sofisticadas, complejos sistemas de producción. Por ejemplo, era incapaz de comprender el proceso de fabricación del bañador de Valérie: se componía de un 80% de látex y un 20% de poliuretano. Pasé dos dedos bajo el sujetador: bajo la trama de fibras industriales sentí la carne palpitante. Deslicé los dedos un poco más abajo, y sentí que el pezón se endurecía. Aquello era algo que podía hacer, que sabía hacer. El sol se estaba volviendo aplastante. Cuando nos metimos en el agua, Valérie se quitó la braga del bañador. Me rodeó la cintura con las piernas y se tumbó de espaldas, haciendo el muerto. Tenía el coño abierto. La penetré con facilidad, moviéndome dentro de ella al ritmo de las olas. No había otra alternativa. Me detuve justo antes de correrme. Salimos del agua para secarnos al sol. Una pareja pasó cerca de nosotros: un negro muy alto y una chica con la piel muy blanca, la cara nerviosa y el pelo muy corto, que hablaba mirándole y se reía demasiado fuerte. Estaba claro que era norteamericana, quizás periodista del New York Times, o algo parecido. De hecho, ya que me fijaba, vi que había muchas parejas mixtas en aquella playa. Un poco más lejos, dos rubios altos y un poco gordos, con acento nasal, reían y bromeaban con dos chicas espléndidas de piel cobriza.
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—No está permitido llevarlas al hotel… —dijo Valérie, siguiendo mi mirada—. Alquilan habitaciones en el pueblo vecino.
—Creía que los norteamericanos no podían venir a Cuba.
—En principio, no; pero pasan por Canadá o por México. De hecho, están furiosos por haber perdido Cuba. No es difícil entenderlos…
—dijo, pensativa—. Si hay
un país en el mundo que necesita el turismo sexual, es Estados Unidos. Pero de momento las compañías norteamericanas están bloqueadas, no se les permite invertir aquí. El país se volverá capitalista, solo es cuestión de tiempo; pero hasta entonces los europeos tienen el campo libre. Por eso Aurore no quiere renunciar, aunque el club tenga dificultades: es el momento de sacarle ventaja a la competencia. Cuba es una oportunidad única en la zona Antillas-Caribe. Tras un rato de silencio, continuó con tono de ligereza: —Pues sí… Así hablamos en mi mundillo profesional…, en el mundo de la economía global. *** El minibús a Baracoa salió a las ocho de la mañana, con unas quince personas a bordo. Ya habían tenido ocasión de conocerse, y se deshacían en elogios de los delfines. El entusiasmo de los jubilados (mayoritarios), de dos ortofonistas que iban juntos de vacaciones y de la pareja de estudiantes se expresaba por caminos léxicos ligeramente distintos, claro, pero todos habrían estado de acuerdo con esta descripción: una experiencia única. Después, la conversación versó sobre las características del club. Le eché una mirada a Jean-Yves: iba sentado en mitad del minibús, solo, y había puesto en el asiento de al lado un cuaderno de apuntes y un bolígrafo. Inclinado, con los ojos
semicerrados, se concentraba para oír todo lo que decían los demás. Evidentemente, pensaba que en aquella fase del viaje podía cosechar muchas impresiones y observaciones útiles. Los participantes parecían estar de acuerdo también sobre el club. Todo el mundo dijo que los animadores eran “simpáticos”, pero que las animaciones no eran muy interesantes. Las habitaciones estaban bien, salvo las que estaban demasiado cerca de los altavoces, que eran demasiado ruidosas. En cuanto a la comida, estaba claro que no le gustaba mucho a nadie. Ninguno de los presentes participaba en las actividades de gimnasia, de aeróbic, de iniciación a la salsa o al español. A fin de cuentas, lo mejor era la playa; y aún más por ser tranquila. “Animación y sonido percibidos más bien como ruido ambiental”, anotó Jean-Yves en su cuaderno. A todo el mundo le gustaban los bungalós, sobre todo porque estaban lejos de la discoteca. —¡La próxima vez vamos a exigir un bungaló! —afirmó con claridad un jubilado fornido, en plena forma para su edad, obviamente acostumbrado a mandar; en realidad, se había pasado toda su vida profesional dedicado a la comercialización de vinos de Burdeos. Los dos estudiantes eran de la misma opinión. “Discoteca inútil”, apuntó Jean-Yves, pensando con melancolía en todo aquel dinero invertido en vano. Pasado el cruce de Cayo Saetia, la carretera se volvió cada vez peor. Había baches y agujeros que a veces ocupaban la mitad de la calzada. El conductor se veía obligado a zigzaguear todo el tiempo y no parábamos de dar sacudidas en el asiento, empujados de un lado a otro. La gente reaccionaba con exclamaciones y risas.
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—Vaya, son de buena pasta… —me dijo Valérie en voz baja—. Es lo bueno de los circuitos “Explorador”, podemos imponer condiciones horribles, para los clientes eso forma parte de la aventura. De hecho, esto es un error nuestro: para un trayecto así, tendríamos que haber contratado vehículos todoterreno. Un poco antes de Moa, el conductor giró a la derecha para evitar un agujero enorme. El minibús derrapó despacio, y luego se caló en un terreno pantanoso. El conductor arrancó otra vez y pisó el acelerador a fondo: las ruedas patinaron en un barro parduzco, el minibús no se movió. El hombre volvió a intentarlo varias veces, sin resultado. —Bueno… —dijo el comerciante de vinos, cruzando los brazos con aire festivo—. Vamos a tener que bajarnos a empujar. Salimos del vehículo. Ante nosotros se extendía una inmensa llanura, cubierta de barro cuarteado y pardo, de aspecto malsano. Altas hierbas secas y blancuzcas rodeaban algunas ciénagas de agua estancada, de color casi negro. Al fondo, una gigantesca fábrica de ladrillos oscuros dominaba el paisaje; sus dos chimeneas vomitaban una espesa humareda. De la fábrica escapaban enormes tuberías, medio oxidadas, que zigzagueaban sin dirección aparente en mitad de la llanura. En un lateral, un
letrero de metal donde el Che Guevara exhortaba a los trabajadores al desarrollo revolucionario de las fuerzas productivas también empezaba a oxidarse. Un olor infecto, que parecía venir del barro más que de las ciénagas, impregnaba el aire. La rodada no era muy profunda, y el minibús arrancó fácilmente gracias a nuestros esfuerzos. Todo el mundo volvió a subir, felicitándose mutuamente. Comimos un poco más tarde, en una marisquería. Jean-Yves
estudiaba su cuaderno con cara de preocupación; no había tocado el plato. —Creo que la cosa va bien con los circuitos “Explorador” —concluyó después de una larga reflexión—; pero no veo qué podemos hacer por la fórmula club. Valérie le miraba tranquilamente, bebiendo a sorbitos su café con hielo; parecía importarle un bledo lo que estaba oyendo. —Claro —continuó él—, siempre podemos echar al equipo de animación; con eso reducimos el gasto salarial. —Eso estaría bien, sí. —¿No te parece una medida un poco radical? —se inquietó él. —No te preocupes por eso. De todos modos, la animación en un lugar de vacaciones no es una buena formación para los jóvenes. Los vuelve gilipollas y vagos, y encima no conduce a nada. Lo único a lo que pueden aspirar después es a encargados de urbanización o animadores televisivos. —Bueno…, así que reduzco el gasto salarial; aunque tampoco cobran tanto. Me sorprendería que eso bastara para competir con los clubs alemanes. Haré una simulación esta tarde en el programa de cálculo, pero no confío mucho en ello. Ella asintió con indiferencia, como diciendo: “Simula, simula, eso no hace daño”. Me asombraba un poco, estaba de lo más cool. Cierto que follábamos mucho, y no cabe la menor duda de que follar calma: relativiza todo lo que está en juego. Por su parte, Jean-Yves parecía deseoso de abalanzarse sobre su programa de cálculo; incluso me pregunté si no le iba a pedir al conductor que sacara su portátil del maletero. —No te preocupes, encontraremos una solución… —le dijo Valérie, sacudiéndole amistosamente el hombro. Eso pareció calmarle un rato, y volvió de buena gana a su asiento en el minibús.
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Durante la última parte del trayecto, los pasajeros hablaron sobre todo de Baracoa, nuestro destino; parecían saber ya casi todo lo que había que saber sobre la ciudad. El 28 de octubre de 1492, Cristóbal Colón ancló en la bahía, cuya forma perfectamente circular le había impresionado. “Uno de los más bellos espectáculos que quepa contemplar”, anotó en el cuaderno de bitácora. Por aquel entonces, solo los indios taínos poblaban la región. En 1511, Diego Velázquez fundó la ciudad de Baracoa: la primera ciudad española en América. Solo podía llegarse a ella por barco, y durante más de cuatro siglos permaneció aislada del resto de la isla. En 1963, la construcción del viaducto de la Farola permitió conectarla por carretera a Guantánamo. Llegamos pasadas las tres de la tarde; la ciudad se extendía a lo largo de una bahía que formaba, efectivamente, un círculo casi perfecto. Hubo una oleada de satisfacción general, que se expresó con exclamaciones de admiración. A fin de cuentas, lo que buscan todos los aficionados a los viajes de exploración es una confirmación de lo que han leído en sus guías. El grupo era un público de ensueño: no había el menor peligro de que Baracoa, con su modesta estrella en la Guía Michelin, pudiera decepcionarlos. El hotel El Castillo, emplazado en una antigua fortaleza española, dominaba la ciudad. Vista desde lo alto, parecía maravillosa; pero de hecho no lo era más que cualquier otra ciudad. En el fondo era, incluso, bastante corriente, con sus edificios míseros de un gris negruzco, tan sórdidos que parecían deshabitados. Decidí quedarme en la piscina, igual que Valérie. Había unas treinta habitaciones, todas ocupadas por turistas del norte de Europa, que parecían estar allí más o menos por los mismos motivos. Me fijé de entrada en dos inglesas en torno a los cuarenta
años, más bien rollizas; una llevaba gafas. Las acompañaban dos mestizos de aspecto despreocupado que no tendrían más de veinticinco años. Parecían perfectamente cómodos con la situación, hablaban y bromeaban con las gordas, les cogían la mano, les rodeaban la cintura con el brazo. Yo habría sido incapaz de hacer ese trabajo; me preguntaba si tendrían trucos, en qué o en quién pensarían para estimular la erección. En un momento dado, las dos inglesas subieron a sus habitaciones y los chicos se quedaron charlando al borde de la piscina; si la humanidad me hubiera interesado de verdad, podría haber iniciado una conversación con ellos para intentar averiguar algo más. A lo mejor bastaba con que a uno se le pusiera dura, sin duda la erección podía tener un carácter meramente mecánico; podría haber buscado información en la biografía de algún gigoló, pero solo tenía el Discurso sobre el espíritu positivo. Mientras hojeaba el capítulo titulado “La política popular, siempre social, debe llegar a ser principalmente moral”, vi a una joven alemana salir de su habitación acompañada por un negro alto. Tenía toda la pinta de una alemana tal y como uno se las imagina, con el pelo largo y rubio, ojos azules, un cuerpo agradable y firme, pecho abundante. Es un tipo físico muy atractivo, el problema es que no dura, en cuanto cumplen los treinta años tienen que hacer algo, liposucciones, silicona; pero de momento todo le iba bien, de hecho era francamente excitante, su caballero había tenido suerte. Me pregunté si pagaría tanto como las inglesas, si había una tarifa única tanto para hombres como para mujeres; también habría tenido que informarme sobre eso. Pero la sola idea me cansaba, y decidí subir a la habitación. Pedí un cóctel y me dediqué a beber despacio en el balcón. Valérie tomaba el sol, se bañaba de vez en cuando
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en la piscina; antes de entrar en la habitación para acostarme un rato, vi que estaba charlando con la alemana. Subió a eso de las seis; yo me había dormido con el libro en la mano. Se quitó el bañador, se duchó y volvió a mi lado, con una toalla en torno a la cintura y el pelo ligeramente húmedo. —Vas a pensar que es una obsesión mía, pero le he preguntado a la alemana qué tienen los negros que no tengan los blancos. Es verdad, es impresionante: las mujeres blancas prefieren acostarse con africanos, los hombres blancos con asiáticas. Necesito saber por qué, es importante para mi trabajo. —También hay blancos a los que les gustan las negras… —observé. —Es menos frecuente; el turismo sexual está mucho más extendido en Asia que en África. En fin, el turismo en general, realmente. —¿Qué te ha contestado? —Lo de siempre: que los negros están más relajados, que son viriles, que les gusta divertirse, que saben pasárselo bien sin romperse la cabeza, que no dan problemas. La contestación era bastante superficial, desde luego, pero contenía las líneas directrices para formular una teoría adecuada: en resumen, los blancos eran negros inhibidos, que querían recuperar una perdida inocencia sexual. Claro, eso no explicaba la misteriosa atracción que parecían ejercer las mujeres asiáticas; ni el prestigio sexual del que, según todos los testimonios, disfrutaban los blancos en África negra. Entonces formulé las bases de una teoría más complicada y más dudosa; los blancos querían estar morenos y aprender a bailar como los negros; los negros querían aclararse la piel y desrizarse el pelo. Toda la humanidad tendía instintivamente al mestizaje, a la indiferenciación generalizada; y lo hacía, en primer lugar, a través
de ese medio elemental que era la sexualidad. El único que había llevado el proceso a su término era Michael Jackson: ya no era ni negro ni blanco, ni joven ni viejo; en un sentido, ni siquiera era ya ni hombre ni mujer. Nadie podía imaginarse realmente su vida íntima; había comprendido las categorías de la humanidad corriente y se las había arreglado para dejarlas atrás. Por eso lo consideraban una estrella, incluso la más grande —y en realidad la primera— del mundo. Todos los demás —Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe, James Dean, Humphrey Bogart— podían ser considerados, como máximo, artistas con talento, solo tenían que imitar la condición humana, transponerla estéticamente; el primero en intentar ir un poco más lejos había sido Michael Jackson. Era una teoría atractiva, y Valérie me escuchó con atención; pero yo mismo no estaba realmente convencido. ¿Había que concluir que el primer cyborg, el primer individuo que estaría de acuerdo en que le implantaran en el cerebro elementos de inteligencia artificial de origen extrahumano, se convertiría de inmediato en una estrella? Probablemente, sí; pero ya no tenía mucho que ver con el tema. Por mucho que Michael Jackson fuese una estrella, desde luego no era un símbolo sexual; si uno quería provocar desplazamientos turísticos masivos, susceptibles de rentabilizar grandes inversiones, tenía que pensar en fuerzas de atracción más elementales. Un poco más tarde, Jean-Yves y los demás regresaron de la visita a la ciudad. El museo de historia local estaba dedicado, sobre todo, a las costumbres de los taínos, los primeros habitantes de la región. Parecían haber llevado una vida apacible, basada en la agricultura y la pesca; casi no existían conflictos
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entre tribus vecinas; los españoles no habían tenido la menor dificultad en exterminar a esos seres poco preparados para luchar. Actualmente no quedaba nada de ellos, salvo algunas mínimas huellas genéticas en el aspecto físico de ciertos individuos; su cultura había desaparecido por completo, de hecho podría no haber existido jamás. Algunos dibujos realizados por los eclesiásticos que habían intentado —casi siempre en vano— sensibilizarlos al mensaje del evangelio, los representaban trabajando o ajetreándose en torno al fuego para cocinar; mujeres con el pecho desnudo amamantaban a sus hijos. Parecía, si no un Edén, al menos una historia lenta; la llegada de los españoles había acelerado notablemente las cosas. Tras los conflictos típicos entre las potencias coloniales que en aquella época estaban en el candelero, Cuba se había independizado en 1898, para pasar de inmediato a estar bajo dominación norteamericana. En 1959, después de varios años de guerra civil, las fuerzas revolucionarias encabezadas por Fidel Castro vencieron al ejército regular, obligando a Batista a huir. Teniendo en cuenta que por aquel entonces el mundo estaba dividido en dos bloques, Cuba se había visto obligada a un rápido acercamiento al bloque soviético y había instaurado un régimen de tipo marxista. Privada de apoyo logístico tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, el régimen estaba tocando a su fin. Valérie se puso una falda corta, abierta por un lado, y un pequeño top de encaje negro; teníamos tiempo de tomarnos un cóctel antes de cenar. Todo el mundo estaba reunido junto a la piscina, mirando cómo se ponía el sol sobre la bahía. Cerca de la orilla se oxidaban lentamente
los restos de un carguero. Otros barcos más pequeños flotaban sobre las aguas, casi inmóviles; todo aquello daba una intensa impresión de abandono. No llegaba el menor ruido desde las calles de la ciudad; se encendieron algunas farolas, titubeantes. En la mesa de Jean-Yves había un hombre de unos sesenta años, con la cara delgada y cansada, y aspecto miserable; y otro, mucho más joven, treinta años todo lo más, en quien reconocí al gerente del hotel. Le había observado varias veces en el curso de la tarde, dando vueltas entre las mesas con nerviosismo, corriendo de un lado a otro para comprobar que todo el mundo estaba servido; su rostro parecía minado por una ansiedad permanente, sin objeto. Al vernos llegar se levantó con vivacidad, acercó dos sillas, llamó a un camarero, se aseguró de que éste llegara enseguida; luego se precipitó hacia las cocinas. El hombre mayor, por su parte, paseaba una mirada desengañada por la piscina, las parejas sentadas a las mesas y, aparentemente, el mundo en general.
—Pobre pueblo cubano… —dijo tras un largo silencio—. Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos. —Pobre pueblo cubano… —dijo tras un largo silencio—. Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos. Jean-Yves nos explicó que vivía justo al lado, que era el padre del gerente del hotel. Había participado en la revolución, más de cuarenta años antes; había formado parte de uno de los primeros batallones de soldados que se adhirieron a la insurrección castrista. Después de la guerra
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trabajó en la fábrica de níquel de Moa, al principio como obrero, luego como capataz, y al final —tras terminar sus estudios en la universidad— como ingeniero. Su condición de héroe de la revolución había permitido que su hijo consiguiera un puesto importante en la industria turística. —Hemos fracasado… —dijo con voz sorda—. Y nos hemos merecido el fracaso. Teníamos dirigentes de gran valor, hombres excepcionales, idealistas, que ponían el bien de la patria por encima del suyo propio. Recuerdo al comandante Che Guevara el día que vino a inaugurar la fábrica de tratamiento de cacao en nuestra ciudad; todavía veo su cara valiente y honesta. Nadie ha podido decir nunca que el comandante se hubiera enriquecido, que hubiera intentado conseguir privilegios para él ni para su familia. Tampoco fue éste el caso de Camilo Cienfuegos, ni de ninguno de nuestros dirigentes revolucionarios, ni siquiera Fidel; a Fidel le gusta el poder, es cierto, quiere controlarlo todo; pero es desinteresado, no tiene grandes propiedades ni cuentas en Suiza. Así que allí estaba el Che, inauguró la fábrica, pronunció un discurso exhortando al pueblo cubano a ganar la batalla pacífica de la producción tras la lucha armada del combate por la independencia; era poco antes de que se marchara al Congo. Podíamos ganar esa batalla perfectamente. Esta región es muy fértil, la tierra es rica y húmeda, todo crece a voluntad: café, cacao, caña de azúcar, toda clase de frutos exóticos. El subsuelo está saturado de mineral de níquel. Teníamos una fábrica ultramoderna, construida con ayuda de los rusos. Al cabo de seis meses, la producción había caído hasta la mitad de su nivel normal: todos los
obreros robaban chocolate, en bruto o en tabletas, se lo repartían a su familia o se lo revendían a los extranjeros. Y lo mismo ocurrió en todas las fábricas, a escala nacional. Cuando no encontraban nada que robar, los obreros trabajaban mal, eran perezosos, siempre estaban enfermos, se ausentaban sin el menor motivo. Me pasé años intentando hablar con ellos, convencerlos de que hicieran un pequeño esfuerzo por el interés de su país, y el único resultado fue la decepción y el fracaso. Se quedó callado; los restos del día flotaban sobre el Yunque, una montaña con la cima misteriosamente truncada, en forma de mesa, que dominaba las colinas y que ya en su época había impresionado a Cristóbal Colón. Del comedor venían ruidos de cubiertos que entrechocaban. ¿Qué podía incitar a los seres humanos, exactamente, a llevar a cabo trabajos aburridos y penosos? Me parecía la única pregunta política que merecía la pena plantearse. El testimonio del viejo obrero era abrumador, sin remisión: en su opinión la única respuesta era la necesidad de dinero; en cualquier caso, era obvio que la Revolución no había logrado crear al hombre nuevo, sensible a motivaciones más altruistas. Así pues, la
sociedad cubana
—como todas las
sociedades— solo era un laborioso dispositivo de trucaje pensado
para que algunos se libraran de los trabajos aburridos y penosos. Excepto que el trucaje había fracasado, que ya no engañaba a nadie, que nadie seguía acariciando la esperanza de disfrutar un día del trabajo común. El resultado era que todo había dejado de funcionar, que ya nadie trabajaba
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ni producía nada, y que la sociedad cubana se había vuelto incapaz de asegurar la supervivencia de sus miembros. Los demás participantes en la excursión se levantaron y se dirigieron a las mesas. Yo buscaba desesperadamente algo optimista que decirle al viejo, un impreciso mensaje de esperanza; pero no se me ocurría qué. Como decía él con amargura, Cuba no tardaría en convertirse al capitalismo, y de las esperanzas revolucionarias no quedaría más que el sentimiento de fracaso, la inutilidad y la vergüenza. Nadie respetaría ni seguiría su ejemplo, que para las generaciones futuras sería incluso objeto de disgusto. Aquel hombre había luchado y luego había trabajado durante toda su vida absolutamente para nada. Bebí bastante durante toda la cena, y al final me emborraché del todo; Valérie me miraba un poco preocupada. Las bailarinas de salsa se preparaban para el comienzo del espectáculo; llevaban faldas plisadas, vestidos tubo multicolores. Nos instalamos en la terraza. Yo sabía, más o menos, lo que quería decirle a JeanYves; ¿era un buen momento? Parecía un poco desamparado, pero no estaba tenso. Pedí un último cóctel y encendí un cigarrillo antes de dirigirme a él. —¿De verdad quieres dar con una formula nueva para salvar tus hoteles-club? —Pues claro; para eso estoy aquí. —Crea un club donde la gente pueda follar. Eso es lo que más echan de menos. Si no han tenido una aventurilla de vacaciones, vuelven insatisfechos. No se atreven a confesarlo, o quizás no se dan cuenta; pero a la vez siguiente cambian de prestatario. —Oye, todos pueden follar, de hecho todo está pensado para incitarles a hacerlo, es el principio de los clubs; no tengo ni idea de por qué no lo hacen.
Yo rechacé la objeción con un ademán. —Yo tampoco tengo ni idea, pero ése no es el problema; no sirve de nada buscar las causas del fenómeno, suponiendo que tal expresión tenga algún sentido. Desde luego, algo pasa para que los occidentales ya no consigan acostarse juntos; quizás tenga algo que ver con el narcisismo, con el individualismo, con el culto al rendimiento, poco importa. El caso es que a partir de los veinticinco o treinta años a la gente no le resultan nada fáciles los encuentros sexuales nuevos; y sin embargo siguen necesitándolos, es una necesidad que se desvanece muy despacio. Así que se pasan treinta años de su vida, casi toda su edad adulta, en un estado de carencia permanente. Cuando uno está empapado de alcohol, justo antes de empezar a embrutecerse, a veces tiene instantes de aguda lucidez. El deterioro de la sexualidad en Occidente era, sin duda, un fenómeno sociológico y masivo, y resultaba inútil intentar explicarlo mediante tal o cual factor psicológico individual; pero al mirar a Jean-Yves me di cuenta de que él ilustraba mi tesis a la perfección, tanto que casi me sentí incómodo. No solamente ya no follaba ni tenía tiempo de intentarlo, sino que en realidad ya ni siquiera tenía ganas, y aún peor, sentía inscribirse en su cuerpo esta pérdida de vida, empezaba a percibir el olor de la muerte. —Sin embargo… —añadió él tras una larga vacilación—, he oído decir que los clubs de intercambio de parejas tienen cierto éxito. —No, precisamente les va cada vez peor. Hay muchos clubs que abren, pero cierran casi enseguida, porque no tienen clientes. En realidad, en París solo hay dos que aguantan el tirón, Chris et Manu y 2+2, y aun así solo se llenan los sábados por la noche; para una población de diez
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millones de habitantes es poco, y desde luego es mucho menos que a principios de la década de los noventa. Los clubs de intercambio son una fórmula simpática, pero cada vez más pasada de moda, porque la gente cada vez tiene menos ganas de intercambiar algo; la idea de intercambio no cabe en la mentalidad moderna. En mi opinión, el intercambio sexual tiene actualmente tantas posibilidades de sobrevivir como el autostop en los años setenta. La única práctica que significa algo en este momento es el sadomaso… En ese instante Valérie me miró horrorizada, incluso me dio una patada en la espinilla. La miré con sorpresa, y tardé unos segundos en entenderla: no, claro que no iba a hablar de Audrey; le hice un pequeño gesto con la cabeza para tranquilizarla. Jean-Yves no se había dado cuenta de la interrupción. —Así que —continué— por una parte tienes varios cientos de millones de occidentales que tienen todo lo que quieren, pero que ya no consiguen encontrar la satisfacción sexual: buscan y buscan pero no encuentran nada, y son desgraciados hasta los tuétanos. Por otro lado tienes varios miles de millones de individuos que no tienen nada, que se mueren de hambre, que mueren jóvenes, que viven en condiciones insalubres y que solo pueden vender sus cuerpos y su sexualidad intacta. Es muy sencillo, de lo más sencillo: es una situación de intercambio ideal. El dinero que se puede hacer con eso es inimaginable: más que con la informática, que con la biotecnología, con la industria de la comunicación; no hay sector económico que se le pueda comparar. Jean-Yves no contestó nada; en ese momento, la orquesta empezó a tocar. Las bailarinas eran bonitas, sonreían, sus faldas plisadas giraban descubriendo los muslos morenos;
ilustraban mis palabras de maravilla. Al principio creí que Jean-Yves no seguiría hablando, que simplemente iba a rumiar la idea. Pero al cabo de cinco minutos dijo: —Tu sistema no funcionaría en los países musulmanes… —No pasa nada, les dejas lo de “Eldorador Explorador”. Incluso puedes endurecer la fórmula, con trekking y experiencias ecológicas, un rollo de supervivencia al límite que podrías llamar “Eldorador Aventura”: se vendería bien en Francia y en los países anglosajones. Y los clubs basados en el sexo funcionarían en los países mediterráneos y en Alemania… Esta vez, Jean-Yves sonrió abiertamente. —Tendrías que haber hecho carrera en este negocio… —me dijo, medio en broma medio en serio—. Tienes ideas… —Oh, sí, ideas… —La cabeza empezaba a darme vueltas, ni siquiera veía bien a las bailarinas; apuré mi cóctel de un trago—. Puede que tenga ideas, pero soy incapaz de explotarlas, de preparar presupuestos provisionales. Así que, vaya, sí, tengo ideas… Apenas recuerdo el resto de la velada; supongo que me quedé dormido. Cuando me desperté estaba tumbado en la cama; Valérie, desnuda a mi lado, respiraba regularmente. La desperté al moverme para coger un paquete de tabaco. —Agarraste una buena anoche… —Sí, pero lo que le he dicho a Jean-Yves iba en serio. —Creo que lo ha tomado en serio… —Me acarició el vientre con las yemas de los dedos—. Además, creo que tienes razón. En Occidente, la liberación sexual se ha acabado para siempre. —¿Sabes por qué? —No… —Dudó, y luego dijo—: No, en el fondo no.
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Yo encendí un cigarrillo, me acomodé contra la almohada y dije: —Chúpamela. Ella me miró con sorpresa, pero me puso una mano en los huevos y acercó la boca. —¿Lo ves? —exclamé con expresión triunfante. Ella se interrumpió y me miró con asombro—. ¿Lo ves? Te digo que me la chupes, y lo haces. Aunque no tenías ganas. —Bueno, no estaba pensando en eso; pero me gusta. —Eso es lo maravilloso de ti: te gusta dar placer. Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo natural. No solo se avergüenzan de su propio cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. La exaltación sentimental y la obsesión sexual tienen el mismo origen, las dos proceden del olvido parcial de uno mismo; no es un terreno en el que podamos realizarnos sin perdernos. Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: ésas no son las condiciones ideales para hacer el amor. En Occidente hemos llegado a un punto en que la profesionalización de la sexualidad se ha vuelto inevitable. Desde luego, también está el sadomaso. Un universo puramente cerebral, con reglas precisas y acuerdos establecidos de antemano.
A los masoquistas solo les interesan sus propias sensaciones, quieren saber hasta dónde pueden llegar por el camino del dolor, un poco como los aficionados a los deportes extremos. Los sádicos son harina de otro costal, siempre van lo más lejos que pueden, quieren destruir: si pudieran mutilar o matar, lo harían. —No me apetece volver a pensar en eso —dijo ella, estremeciéndose—. Me repugna de verdad. —Porque sigues siendo sexual, animal. De hecho eres normal, no pareces de Occidente. El sadomaso organizado, con sus reglas, solo le interesa a la gente culta, cerebral, que ha perdido cualquier atracción por el sexo. Para todos los demás solo queda una solución: los productos porno, con profesionales; y si uno quiere sexo de verdad, los países del Tercer Mundo. —Bueno… —Valérie sonrió—. ¿Puedo seguir chupándotela? Me recliné sobre la almohada y me dejé hacer. En ese momento era vagamente consciente de hallarme en el origen de algo: en el terreno económico estaba seguro de tener razón, estimaba la clientela potencial de adultos occidentales en un ochenta por ciento; pero sabía que a la gente le cuesta a veces aceptar las ideas simples, por raro que parezca. *** Desayunamos en la terraza, al borde de la piscina. Cuando terminaba el café, vi a Jean-Yves salir de su habitación en compañía de una chica en quien reconocí a una de las bailarinas de la víspera. Era una negra esbelta, con las piernas largas y finas, que no tendría más de veinte años. Él se quedó cortado un momento, pero después se dirigió a nuestra mesa con una media sonrisa y nos presentó a Angelina. —He estado pensando en tu idea —me dijo de entrada—. Lo que me da un
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poco de miedo es la reacción de las feministas. —Habrá mujeres entre los clientes —replicó Valérie. —¿Tú crees? —Oh, sí, de hecho estoy segura… —dijo ella con cierta amargura—. Mira a tu alrededor. Él echó una ojeada a las mesas en torno a la piscina: en efecto, había bastantes mujeres solas acompañadas por cubanos; casi tantas como hombres solos en la misma situación. Le hizo una pregunta a Angelina en español, y luego nos tradujo la respuesta: —Hace tres años que es jinetera, sus clientes son sobre todo italianos y españoles. Cree que es por ser negra: los alemanes y los anglosajones se conforman con una chica de tipo latino, para ellos eso ya es lo bastante exótico. Tiene muchos amigos jineteros, que trabajan sobre todo para inglesas y norteamericanas, y algunas alemanas. Bebió un trago de café y pensó un momento. —¿Cómo podemos llamar a los clubs? Necesitamos algo evocador, completamente distinto de “Eldorador Aventura”, pero aun así no demasiado explícito. —Yo había pensado en “El dorador Afrodita” —dijo Valérie. —“Afrodita”… —Él repitió el nombre, pensativo—. No está mal; es menos vulgar que “Venus”. Erótico, culto, un poco exótico…, sí, me gusta. Salimos hacia Guardalavaca una hora después. Jean-Yves se despidió de la jinetera a unos metros del minibús; parecía un poco triste. Cuando subió al vehículo, me di cuenta de que la pareja de estudiantes le miraba con hostilidad; parecía que al negociante en vinos, por su parte, se la traía floja. El regreso fue bastante sombrío. Cierto que quedaba el buceo, las veladas de karaoke, el tiro con
arco; los músculos se cansan, luego se relajan; el sueño llega deprisa. No guardo el menor recuerdo de los últimos días de viaje, ni siquiera de la última excursión, salvo que la langosta parecía de goma y que el cementerio era decepcionante. Aunque vimos la tumba de José Martí, padre de la patria, poeta, político, polemista, pensador. Estaba representado, con bigote, en un bajorrelieve. Su féretro, cubierto de flores, descansaba en el fondo de una fosa circular en cuyas paredes habían grabado sus ideas más notables: sobre la independencia nacional, la resistencia a la tiranía, el sentimiento de justicia. Sin embargo, no daba la impresión de que su espíritu alentara por aquellos lares; el pobre hombre parecía pura y simplemente muerto. Aunque tampoco daba la impresión de ser un muerto antipático; más bien entraban ganas de conocerle, incluso a riesgo de ironizar sobre su seriedad humanista, un poco limitada; pero seguro que no era posible, parecía atrapado para siempre en el pasado. ¿Podría levantarse otra vez para enardecer a la patria y arrastrarla hacia un nuevo progreso del espíritu humano? Era inimaginable. En resumen: se respiraba un triste aire de fracaso, como en todos los cementerios republicanos. Y era irritante comprobar que solo los católicos habían sabido poner en pie un dispositivo funerario operativo. Cierto que el medio que empleaban para convertir la muerte en algo magnífico y conmovedor era, sencillamente, negar su existencia. Con argumentos como éste. Pero allí, a falta de Cristo resucitado, tendrían que haber puesto ninfas, pastores, en fin, algo un poco guarro. Tal como era, no había modo de imaginar al pobre José Martí retozando por los prados del más allá; más bien daba la impresión de estar enterrado bajo las cenizas de un aburrimiento eterno.
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Me caí de la mata*
Ricardo Piglia 60 Michael H. Miranda/el nervio yuma
otras estampas de san cristÓbal
Viernes 18
de septiembre de
Mi conducta extraña en La Habana en enero de hace dos años, impresionado por mi encuentro con Virgilio Piñera. Le llevé una carta de Pepe Bianco. V. P. vino a verme al hotel, un hombre magro, lúcido, al que yo admiro mucho. Me dijo: “Vamos al jardín, acá adentro está lleno de micrófonos”. Al aire libre me dijo rápidamente que estaba siendo hostigado por la policía política, lo habían aislado, no tenía trabajo, lo espiaban, etc. Una persona frágil, amable, muy educada, a la que solo le interesa la literatura pero que aceptó con alegría la Revolución y no se exilió. ¿Por qué es perseguido? “Porque soy invertido”, dijo él con una sonrisa, recurriendo a un término de la vieja escuela. El invertido, el inverso, el que está dado vuelta. Les parece un peligro político, esos son los delirios que generan los que se creen imbuidos por la historia de una verdad política. Después pedí en la Casa de las Américas el libro de cuentos Así en la paz como en la guerra de
* Tomado de
1970
G. Cabrera Infante. Hubo vacilación, rodeos, pero seguramente prefirieron evitar un escándalo si me negaban el acceso a un libro editado por la Revolución. Bajamos una escalera que no terminaba nunca de hundirse en las entrañas de la tierra y al fin, allá abajo, encontraron el libro y me lo dieron con mirada sigilosa y reprobatoria. En la biblioteca de la Casa de las Américas había un cuaderno colgado de un armario con un lápiz incluido. Allí debían anotar su nombre y sus datos los que quisieran leer Tres tristes tigres, la novela de G.C.I. editada en España en 1967. Muchos lectores corrieron el riesgo de dar la cara para poder leer una novela que admiraban. Imagino que todo eso, aparte de las discusiones y los encuentros, me llevó a un estado de gran excitación nerviosa que me duró hasta el fin de mi estadía en Cuba. Se trató de la presencia brutal de una realidad para la que no estaba preparado. Me caí de la mata, como dicen los cubanos.
Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices, Anagrama, 2016.
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La carretera que une el pueblo de Viñales con el caserío de Moncada es una fina cinta de asfalto hirviendo. Cada paso que uno da a las dos de la tarde hace pensar que el zapato y su contenido terminarán fritos. Mi amigo Carlos nos dijo que eran ocho kilómetros hasta Moncada, así que como ahora vamos de mochileros ligeros de equipaje, decidimos hacerlo andando. Pero Carlitos, el Charly, no es de fiar en cuanto a distancias se refiere. —Fue corredor de fondo en la adolescencia —le digo a Natalia que jadea a mi lado y observa incrédula que Carlos nos aventaja en treinta metros y va fumando un cigarrillo negro marca Popular. Se da la vuelta y al vernos con la lengua fuera, grita: —He traído una botella de Havana Club añejo siete años, ¿quieren un traguito?
Me pregunto de dónde habrá sacado la grandiosa botella de añejo, con lo caras que son. Carlos es algo asi— como editor subalterno de una revista cultural cubana. Estudió filología inglesa y es tímido y callado como un pez, ha publicado algunos libros de narrativa y cuando éramos jóvenes e ingenuos, en tiempos de la Perestroika, hicimos mucha espeleología aficionada y temeraria en las cuevas de Cuba. That’s the problem, la venenosa combinación de espeleología y nostalgia. Por eso nos hemos convencido mutuamente de viajar hasta el Instituto Nacional de Espeleología, enclavado en un pueblito perdido del occidente de la isla, a ver si conseguimos que nos alojen y nos permitan entrar en algunas de las cuevas más fascinantes del país. Hemos andado ocho kilómetros, se nos ha acabado el agua y cuando le preguntamos a un guajiro nos asegura
Ronaldo Menéndez
UN COL ABO
CU BA N C AR AC A S
62 Ronaldo Menéndez/Un colaborador cubano en Caracas
HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
BOR ADOR
ANO EN S
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que todavía no vamos ni por la mitad. Natalia persiste, con su entusiasta fe turística, en la famosa camaradería cubana: saca su mano blanca lacerada por el sol, levanta el dedo índice y observa cómo uno a uno los vehículos nos remontan sin hacernos el menor caso. O sí, nos miran con unos ojos que conozco perfectamente. Ah, nuestra famosa camaradería cubana sé cómo manejarla. Porque antes los cubanos eran de lo más solidarios, les gustaba darte la mitad de un huevo duro y compartir un plato de frijoles negros. Pero desde que el gobierno despenalizó la tenencia de divisas para el pueblo cubano, allá por el año 1994, la gente se ha vuelto
Moncada es idílico, salvo por sus moscas. Una idea gráfica: cuando nos sentamos en el suelo del Instituto de Espeleología a esperar a su director, sobre la botella de Havana Club añejo siete años que ha traído Charly y que ha sacado para darnos un trago, se posa al instante una nube de moscas. La foto muestra una botella negra, que con la indefinición de la distancia se parece a una de esas botellas folklóricas que están cubiertas por algún tejido de hilos de cuero teñido que no deja ver el vidrio. ¿Qué esperamos? La escuela está cerrada, una mulata gorda y su marido que también bebe sorbitos de ron de una botella plástica mientras se espanta las moscas, fungen como custodios. Han llamado al director a ver qué pueden hacer con nosotros que acabamos de pedir asilo espeleológico. ¿Y por qué tantas moscas? Hablando rápido, para no tragarse ninguna, la mulata gorda nos explica que la culpa la tiene la granja de pollos.
un poco loca con los turistas. Primera pre-
misa: piensan que todos los turistas son millonarios. Segunda premisa: todos los turistas son tontos. Corolario: el pueblo revolucionario está autorizado a expoliar a los millonarios tontos. Después de solidarizarnos con el guajiro que se ofrece como guía para visitar no sé qué aguas termales por un módico precio, le digo que Charly y yo somos cubanos, y que lo único que podemos pagar es un vehículo que nos lleve al pueblo de Moncada. Dicho y hecho, por diez dólares terminamos en la tolva de un camión de carga que nos deja en el cruce con Moncada, a tres kilómetros. Si el caserío de Moncada tuviera un monarca a este le llamarían “el señor de las moscas”. Porque esa longitud de un kilómetro de calle, bordeado por auténticas casas guajiras, entre palmares y matas de aguacate, tiene más moscas que pelos sus habitantes. No hay que confundirse, en Cuba las cosas siempre son paradójicas. Si leo que un suburbio brasileño o asiático está plagado de moscas, imagino, además, perros comidos por la sarna, ratas con licencia para circular, montañas de basura y fosas sépticas abiertas al público. Pero
—Chico, Moncada siempre fue un pueblecito limpio hasta que se les ocurrió poner allá atrás una granja de pollos. La granja está llena de moscas y el pueblo también. Esto pude haberlo narrado en estilo garciamarquiano, macondezco, casi gracioso. Pero una cosa es el realismo mágico y otra el realismo socialista puro y duro. —Por lo menos —digo con mala intención, aunque con algo de esperanza– el pueblo se beneficiará de la granja. —De eso nada, chico —explica la mulata con resignación— allí trabajan cuatro gatos que de vez en cuando resuelven unos pollos y los venden, pero las gallinas ponen solas y los huevos se los llevan en camiones a no sé dónde.
El verbo resolver es uno de los grandes eufemismos cubanos. Significa
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varias cosas, y también robar. El custodio no roba unos pollos, los resuelve. Si alguien va a la cárcel por matar y robar una vaca del gobierno —todas lo son— se dice que estaba resolviendo un pedacito de carne. Así que cuando llega el director del Instituto de Espeleología, un tipo nervudo y encorvado ¿por el peso de las mochilas en las cuevas o de sus responsabilidades?, le pedimos que nos resuelva alojamiento por cuatro o cinco días. —Imposible. La escuela hace tiempo está cerrada por falta de abastecimiento. —¿Y no podemos pagar algo y quedarnos? —aventura tímidamente Natalia. —Imposible —se lamenta nuestra única esperanza espeleológica, vamos, nuestro Virgilio en paro— esto no es un hotel, no estoy autorizado a cobrarles aunque no nos vendría mal, que el Estado ya no nos da ni un peso. Pero si les cobro me meto en tremendo lío —y agrega con una sonrisita de lo más aleccionadora— que esto no es mío, es del Estado. Pero yo sé que en Cuba no hay casi nada imposible, precisamente porque todo es del Estado. Entonces el director nos abre la puerta de su gran preocupación: —No tenemos agua, hay que comprar un tanque cada semana que cuesta diez dólares y no tenemos asignación de dinero. Imagínense el gasto de agua con ustedes tres duchándose todos los días. Aquí es donde mi amigo Carlos, el gran Charly de los tiempos duramente humanos, que es cubano de los de Cuba, formula la pregunta clave: —¿Y si hacemos una donación para financiar un tanque de agua? Por diez dólares conseguimos el amor de la mulata, que también es cocinera y a partir de ese día nos invita a frijoles negros con arroz, y resolvemos la autorización para quedarnos a dormir sobre colchonetas en
el suelo de un cuartucho de madera. Nosotros compramos huevos, café y croquetas precocinadas que donamos al Instituto. Y por las tardes invitamos a cenar al director, que es de esos cubanos que delante de un buen plato de cerdo, yuca y congrí, nos confiesa todos sus pesares y nos da carta blanca para convertirnos en hombres de las cavernas. Con guía incluido, pues le aterroriza la posibilidad de que a Natalia, la “extranjera” del grupo, le pase algo en una cueva. Al día siguiente, mientras nos damos un baño “medicinal” de agua y barro en una gruta del traspatio del Instituto, bebiendo sorbitos de ron de la botella de añejo, le pregunto a Carlos: —¿De dónde sacaste esta superbotella? Parco, apresurado, esquivo, me responde: —La compré en Venezuela. —Hugo Chávez está en La Habana, yo creo que te persigue. Porque Charly, un año atrás, salió huyendo de Venezuela. Como diría el Maestro: Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato. Comienza, aquí, mi desesperación de escritor. ¿Cómo transmitir la experiencia de Carlos sin contaminarla de literatura, de falsedad? Cubiertos de barro hasta las cuencas de los ojos, manchando de barro la botella de ron cada vez que nos la pasábamos, escuché su historia de colaborador revolucionario en Venezuela. Como todo cubano de a pie, nunca había salido de la isla. Cuando salió del aeropuerto de Caracas le asombraron dos cosas: los anuncios publicitarios y los coches. En Cuba
nunca ha habido otra publicidad que la política, los coches más modernos son Ladas o Moskovitch de los ochenta, y la mayoría son achacosos Chevrolets de los años cincuenta que les encantan a los turistas, pero a los
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cubanos no les hace ninguna gracia despla-
—Compadre —me dice Charly después de un considerable trago de
zarse en esos carcamales. Un amigo tenía un Studebaker al que bautizó como “Estudesgracia”. Pero volvamos a nuestro hombre en Caracas: los ojos muy abiertos como webcams gemelas, su boca abierta de tímido parloteando para ser cortés con el compañero venezolano encargado de atender la delegación de colaboradores cubanos integrada solo por Carlos. Mientras tanto Charly ve por primera vez en su vida un congestionamiento de tráfico, un enorme anuncio de Colgate, otro de pañales revolucionarios venezolanos, la entrada de un multicine, un Mall de cuatro plantas, una carretilla con más de veinte especies de frutas, y piensa en Internet, ay, ese gran desconocido para los cubanos. Un erizamiento de perro a punto de morder un gran hueso le recorre el cuerpo. “Chamo —le dice el compañero encargado de la delegación—, vamos derechito a la comunidad, para que te vayas familiarizando. La Revolución Bolivariana no puede darse el lujo de perder el tiempo”. Claro, a eso has venido, Charly, a trabajar. A brindar tu ayuda de intelectual cubano revolucionario al hermano pueblo de Venezuela. Pero Carlos aún no comprende con exactitud qué cosa es la comunidad. “¿La comunidad? —pregunta en un semáforo. Ahora quien parece no entender es el compañero venezolano—: Pues la comunidad es..., ¿no te lo dijeron? Nuestro trabajo se centra en las comunidades más humildes. Que para eso se hace una Revolución —y agrega, casi suspirando—. Hay tanto trabajo de base por hacer”. Al cabo de una hora de autopistas, circunvalaciones, enormes vallas con la imagen de Hugo Chávez y más anuncios publicitarios, entran en la comunidad.
ron—, para empezar, a mí nadie me
dijo que iba a trabajar en una favela de Caracas. Porque eso que llamaban “la comunidad” era un suburbio con calles de tierra, perros sarnosos, niños descalzos y tipos con aspecto de asesinos.
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A Charly no le habían dicho muchas cosas. O sí. Cuando en la redacción de su revista del Ministerio de Cultura le propusieron irse un año como colaborador a Caracas, le dijeron que iba como “especialista literario”, o sea, a coordinar un taller literario para jóvenes escritores venezolanos. Esto, para el tímido Charly, ya era escalar el Mont Blanc sin campamento base. Pero también era una tentación y un reto. Por fin salir de Cuba, conocer otro país, Internet... Y además su vida se parecía a un eterno voluntariado con los trescientos pesos al mes —menos de veinte dólares— que le pagaban por trabajar en la revista. Así que mejor hacerlo en otra parte. El trato económico era aún más tentador: le pagarían un total de cuatrocientos dólares al mes, una parte de los cuales se lo entregarían en bolívares para sus gastos adicionales en Caracas, y el resto permanecería en una cuenta del Ministerio de Cultura cubano hasta que terminara su compromiso de colaborador, al cabo de un año. Charly echó cuentas e hizo planes. Viviendo ajustado en Venezuela podría “sobreahorrar” algo, más el resto que iba a la cuenta. ¡Regresaría a la isla como un cubano solvente! Y los planes se estiraron: su novia, que también trabajaba en la revista, iría a reunirse con él a Caracas unos meses después, y juntos ahorrarían aún más. La Revolución, por fin, le daba sus frutos. Porque Charly sintió que aquello era un gran privilegio.
¡Regresaría a la isla como un cubano solvente! 67
“Es aquí, chamo”. El compañero venezolano ha detenido el coche frente a un pequeño edificio de paredes de ladrillo desnudo, muros altos y manchas ocres en los muros. Como un rayo cruza por la cabeza de Carlos una idea: esto se parece a un cuartel..., o a una cárcel. ¿Por qué piensas eso? ¿Qué esperabas, el Hilton? Remontan el muro, atraviesan un umbral ceniciento que da paso a un estrecho salón con una mesa de escuela con patas de hierro oxidado y un ordenador aterciopelado por el polvo. “Esto
antes era una estación de la policía
—le
explica el compañero venezolano—, pero ahora lo hemos habilitado como sede de la delegación cubana”. O sea, ¡sí que era un cuartel y a la vez una cárcel! Todo en miniatura, claro. Las sucesivas habitaciones del oscuro corredor antes habían sido los calabozos, los baños..., bueno, no había baños: en las celdas había cubos de agua y jarritos para asearse, y letrinas a las que les habían pegado encima tazas de váter sin tanques para descargar. Carlos intenta verificar por algún lado la habilitación del local, pero solo puede sacar en claro lo de las tazas sobre el agujero de la letrina, la cal de las paredes que ya empezaba a despegarse, y el hecho de que no hubiera policías ni delincuentes en los calabozos. En cada celda había dos literas y un pequeño armario con puertas, una cadena y un candado. Eso sí, habían retirado las rejas. Quedaban las paredes de cada habitación con el umbral abierto como la boca de una vieja sin dientes. —Cuando vi aquello me dieron ganas de llorar, como si de verdad me hubieran condenado a cadena perpetua —me dice Charly encendiendo uno de sus cigarros negros—, pero aún no había visto lo peor —inhala una larga bocanada como quien duda antes de abordar un asunto peliagudo—. Lo peor eran mis compañeros
de celd..., de delegación. Yo pensaba encontrarme allí a gente como yo, del Ministerio de Cultura o profesores. Pero no, la delegación consistía en negros trapicheros, gente del Instituto Pedagógico o qué sé yo de dónde los habían sacado. Cuba es clasista. Pero de un clasismo que no se parece a ningún otro. No se trata del estatuto rígido de sectores sociales según sus ingresos. Es algo mucho más difuso y ambiguo, que segrega de manera espontánea. Y está meridianamente claro para un cubano. Me basta escuchar cómo habla un compatriota en los instantes de cruzarnos en la Gran Vía para saber si es un cubano con cierta educación o un barriobajero con el que no me juntaría ni en una isla desierta. Una idea nada exagerada: para un cubano culto, educado y sensible como Carlos, tener que convivir con esa especie de cubanos es algo semejante a que te metan en una cárcel con delincuentes comunes. Y aquello, para colmo, no podía parecerse más a una cárcel. Hasta el mimetismo. “Chamo —le dice el compañero venezolano instándole a entrar en un excalabozo—, esta es tu cama. Ahora ven conmigo para que me firmes unos papeles de la plata que te tengo que entregar”. Por fin una bocanada de oxígeno. Y no hay nadie en La Habana menos materialista que Charly, pero el dinero, como todo el mundo sabe, aunque no hace la felicidad, la financia. A fin de cuentas Charly se había pasado la vida sufriendo calamidades socialistas y estaba tan flaco que parecía siempre de perfil, no le venía mal un respiro económico. Así que se sienta a la mesa, firma el papeleo y el compañero le entrega algunos bolívares. “Para tus gastos de esta quincena —aclara—, porque aquí tienes comida y todo lo necesario”. Charly, mentalmente, cuenta sus bolívares. No, seguro que te has equivocado, no puede ser que para una
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quincena te den treinta dólares, tanta literatura te está volviendo analfabeto en álgebra. “El resto — le informa el compañero—, que son doscientos dólares, te lo guardamos aqui— en una cuenta”. ¿Aquí, en una cuenta? ¿Doscientos dólares? La matemática es exacta pero las palabras no. Lo más do-
loroso del mundo, para Charly, fue comprender que las cifras que le habían dado en el Ministerio de Cultura no cuadraban con la venezolana realidad. Otro hubiese mantenido intacta la esperanza de un malentendido, pero Charly sabía perfectamente cómo eran las cosas en Cuba. Así que, con unas ineludibles ganas de llorar, aceptó su suerte. Le quedaba un punto por despejar, uno de esos detalles preocupantes. “Y el resto del dinero —tímidamente, casi culpable, le preguntó al compañero—, ¿me lo van a guardar en una cuenta aquí en Venezuela, en bolívares?”. El compañero, con la convicción de un banquero que te vende una prima de riesgo como si fuera una inversión segura, explica: “Tú no te preocupes, chamo, cuando termines tu misión en Venezuela te damos tu dinerito intacto, lo cambias y te lo llevas en dólares. Es lo que hace todo el mundo”. ¿Tranquilizador? Charly no tenía demasiadas nociones financieras, pero intuía que no era nada bueno que su dinero se guardara en bolívares, en las arcas de un banco venezolano. —Pero todavía no habían terminado las sorpresas —me dice Charly empinándose todo lo posible la botella de ron, me recuerda a esos personajes de las películas del oeste que beben whisky cuando están a punto de sacarles una bala con un cuchillo caliente—, al día siguiente iba a conocer a mis alumnos. Sus alumnos eran analfabetos. Y no se trata de una metáfora. En un local aledaño a la estación de policía estaba la pequeña aula —una especie
de calabozo-suite— donde Carlos encontró a sus pupilos sentados en unos pupitres rayados de corazoncitos, flechitas, pollitas y garabatos. Es su primera mañana de colaborador internacionalista en Caracas, el sol brilla como una yema de huevo ligera y bien pintada, los niños mugrientos corretean en las calles del suburbio y los perros se rascan echados a la sombra. El compañero venezolano le advierte que hasta que no pasen unos días y se haya familiarizado con el entorno no es recomendable alejarse mucho de la sede. “Ya sabes, delincuentes hay en todas partes”. Y Charly, pese a todo, se siente de lo más optimista. En la noche ha echado cuentas y todavía le ilusiona regresar a Cuba con algo más de mil dólares ahorrados en un año. La cantidad le parece infinita. Y entra en el calabozo-suite con una gran sonrisa. Sus alumnos tienen cara de..., cómo decirlo, querer estar en cualquier parte menos allí. Un hombre gordo en camiseta sin mangas, una mujer vieja que parece dormida con los ojos abiertos, tres mulatas con rulos en la cabeza y una niña escuálida que mira con asco. No, Charly, esto no es un taller literario para jóvenes escritores venezolanos. Vamos, comprende, son gente humilde que no ha tenido oportunidades, que ni siquiera saben leer. Y ahora tú vas a alfabetizarlos, como en las grandes Revoluciones. Una semana después Charly ha tenido tiempo suficiente para penetrar en los secretos de las motivaciones del resto de sus compañeros de delegación. En su mayoría son veteranos
internacionalistas, colaboradores profesionales en Venezuela que llevan allí más de un año y han hecho de la filantropía comunista un gran negocio. El método es óptimo. Tocan al compañero venezolano que administra la delegación. En cubano, el verbo tocar significa lo mismo que en
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México la frase la mordida, o que en Perú la coima, o que en buen castellano, soborno. Con una pequeña parte de la paga tocan al jefe para que, en lugar de ingresarles el dinero en un banco venezolano se lo dé en efectivo, en bolívares. Esto es lo fundamental. El resto es tan viejo como el comercio en los tiempos de Marco Polo. Compran al por mayor camisetas, calzoncillos, vaqueros, chancletas, relojes y gafas, todo falsificado, y lo van mandando a Cuba donde algún familiar lo revende. Al cabo de dos semanas Charly tiene que pedirle más dinero al compañero responsable de la delegación porque se le han acabado los treinta dólares. “Chamo —le pregunta incrédulo—, ¿ya te lo has gastado todo?”. Y le da veinte. Esta vez sin firmar ningún papeleo. “Pero ¿no eran treinta la quincena?”. Poco a poco Charly va comprendiendo que el compañero responsable de la delegación internacionalista revolucionaria bolivariana se desempeña como el dueño de su dinero, y se comporta como un padre al que un hijo manirroto se pasa la vida expoliando. —Un día quise conocer Caracas, porque ya llevaba un mes allí y no había salido de la favela —Charly nos sonríe como si fuera a contarnos el final feliz de su historia. “De eso nada, chamo” —le explica el compañero responsable, con cara de tener que prohibirle al hijo díscolo que se dedique al tráfico de estupefacientes—. “Para ir al centro necesitas una autorización especial, yo estoy aquí para velar por el bienestar de ustedes, no puedo autorizarlo”. Carlos intenta comprender, en el patio terroso de la estación de policía, con gruesas gotas de sudor corriéndole por debajo de la camisa, qué tiene que ver el bienestar con la prohibición. “Yo creía que era fácil —aventura con su timidez culpable— coger un autobús o lo que
sea”. El compañero responsable de la delegación está apurado, tiene que reunirse con sus superiores. Le explica dándose media vuelta: “Es que tú no eres de aquí y puedes perderte”. Antes de verlo desaparecer como una exhalación mefistofélica dentro de su coche, Carlos le dice superándose a sí mismo, casi perdiendo la paciencia: “Dile a tus superiores que hagan el favor de autorizarme a ir al centro”. ¿Y tus alumnos? ¿Cómo va esa pletórica campaña de alfabetización? ¿Qué hay de esa modesta, pero grandiosa retribución moral? El tipo gordo de la camiseta sin mangas iba un día sí y tres no, y cuando iba pasaba la mayor parte del tiempo haciendo incisiones con un punzón sobre la paleta del pupitre, vamos, todo un artista (rupestre). La vieja, siempre sentada en primera fila, jamás dio señales de vida por muy abiertos que tuviese los ojos y por mucho que el tímido Charly se esforzara en explicarle fonemas. Las otras tres la verdad es que eran más de peluquería de barrio que de aprender a leer, las pobres, no tenían vocación letrada. ¿Y la niña? Vaya usted a saber, asistió solo los cuatro primeros días. —Entonces pasó lo que pasó —nos explica Charly y no me atrevo a decirle que nos deje algo de ron de los tres dedos que le quedan a la botella—, y ahí sí que me jodieron. Mi amigo Carlos, como todo cubano que quiere llegar con algo de dinero a la isla, es ahorrativo hasta la inanición. Y no había ido a Venezuela con las manos vacías. Desde hacía un año guardaba trescientos dólares que le habían pagado por un relato en una revista francesa, esperando la oportunidad de gastarlos de la mejor manera. ¿Y cuál era, Carlitos, esa mejor manera? Venezuela, tierra de esperanzas. Sumó parte de su dinero para gastos personales y consiguió comprar una cámara compacta
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“Un rehén cubano en una favela de Caracas”
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¿De qué se ríe la sandía,
y un ordenador portátil de segunda mano. ¡Por fin una computadora para escribir en Cuba y no depender de la oficina! Fíjate: ahí donde estás tienes que lavar tu propia ropa en cubos de agua turbia, asearte con cubos de agua turbia, cagar en una letrina que siempre está manchada, convivir con pseudodelincuentes cubanos, alfabetizar a las piedras, y permanecer confinado en el purgatorio, pero todo sacrificio tiene su recompensa. A ver, ¿cuántos cubanos tienen la oportunidad de viajar y además comprar su propio ordenador portátil y su cámara? Es mediodía en el suburbio polvoriento y candente. Los perros siguen rascándose como si fuesen a largar un trozo, los chiquillos descamisados van y vienen, y nuestro hombre en Caracas acaba de terminar su improductiva jornada pedagógica. Cuando se dirige del aula a la sede, del calabozo-suite a la estación policial, de un umbral a otro donde median diez metros, lo asaltan. Desde que había comprado su ordenador y su cámara no se sentía tranquilo dejándolos en el armario a pesar del candado. Sus compañeros de celda le inspiraban de todo, menos confianza. Así que cada día cargaba con sus preciados vienes al aula. Tampoco dejaba su pasaporte, lo metía en la funda del ordenador. Ay, Carlitos, ¿no sabes que los ladrones siempre están compinchados y que tus alumnos son muy pobres? ¿No se te ha ocurrido pensar que esas tres mulatas de peluquería quizá tengan sobrinos o hijos con malos hábitos? El caso en que un par de mulaticos armados con escopetas caseras que dan más miedo que las ametralladoras AKM, lo
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encañonan y lo insultan, lo insultan y lo encañonan, y una vez puesto contra la pared, además de tres o cuatro bofetadas y una futbolística patada en los huevos, le quitan el ordenador y la flamante cámara. Los delincuenticos discrepan entre sí: uno quiere meterle un tiro a Carlos en la rodilla allí mismo para que aprenda, y el otro es más partidario de una paliza integral. Al final optan por la retirada puesto que la patada parece haber surtido un gran efecto, y le advierten que como se le ocurra avisar a la policía, hacer denuncias o intentar buscarlos, van a regresar y... Ya se sabe, el consabido gesto del índice pasando bajo la garganta. Carlos está en shock. Carlos está muy triste. Carlos tiene miedo de que los asesinos vuelvan. Piensa en su ordenador portátil y en ese instante toma la decisión de regresar a la isla. Entonces recuerda que su pasaporte estaba en la funda del ordenador portátil. Aún le queda la esperanza de que el compañero venezolano responsable de la delegación cubana, haga algo. “Chamo —le dice sacudiendo la cabeza—, yo te aconsejo que no salgas en unos días de la sede”. Entonces Charly, nuestro tímido hombre en Caracas, temblando de cólera, le informa al compañero: “¡Me cago en dios, mañana mismo me regreso a Cuba y dejo este país de mierda!”. Quizá el compañero venezolano tuviese su corazoncito, quizá si no hubieras perdido los papeles con eso de “país de mierda” te hubiese ayudado. Ay, Carlitos, que en esa favela de Caracas no tienes a nadie más. Pero el compañero venezolano ahora está muy indignado, y aunque al final de
si la están degollando?
cuatro palabras fuertes asegura que va a ayudarte con el pasaporte y el resto de los trámites, y con el cobro del dinero, yo que tu no me fío. —Mira, compadre —me dice Charly echándose más barro sobre el barro que le cubre el torso— el tipo desapareció una semana, y estuve esa semana entera sin salir de la sede. Cuando regresó y le pregunté por mi situación empezó a darme largas. ¿Qué esperabas? ¿Cómo se te ocurre ofender el orgullo patrio de un Revolucionario Bolivariano? Si no puedes con tu enemigo..., ya se sabe. Así que Charly intentó mostrarse comprensivo, incursionar en el inhóspito territorio de la camaradería hipócrita, y hasta palmearle los hombros al compañero mientras le pedía que por favor coordinara su salida con el consulado cubano. “Chamo —le decía—, tu caso es complicado. Recuerda que tu compromiso con la Revolución es de un año”. Cuando el demonio venezolano le dijo aquello, Carlos pensó que lo que se merecían ambos pueblos hermanos era que él se suicidara. O que matara a alguien —al compañero, por supuesto— y luego se suicidara. Todo bien coordinado con la prensa internacional. Fantaseó con escribirme un correo a España contándomelo todo para que yo hiciera algo: “Un rehén cubano en una favela de Caracas”. —Pero lo que hice —nos dice sin aliento— fue comunicarme con el Ministerio de Cultura y con el Instituto Cubano del Libro, era mi último recurso. Para poner en práctica su último recurso Charly hubiera preferido una paloma mensajera. La mañana del 3 de
mayo de 2009 el colaborador internacionalista cruzó aterrorizado la favela buscando un teléfono que le permitiera llamar a Cuba. Su caso fue inmediatamente comprendido, Charly tenía “amigos” en las altas instancias. El día 6 de mayo se apareció su Virgilio, que ni siquiera lo había guiado en el infierno, y le informó: “Chamo, recoge tus cosas ahora mismo que tu avión sale en cuatro horas, hay que correr al aeropuerto”. “¿Sin pasaporte?”. “No te preocupes, tengo un salvoconducto del consulado cubano”. Entonces Carlos pensó en lo que tenía que pensar: llevaba cuatro meses trabajando en Caracas y le debían dinero. “Ah, sí —respondió el compañero—, menos mal que me lo has preguntado, con el apuro casi se me olvida. Toma, aquí tienes tu dinerito”. Y sí, se trataba de un dinerito, unos cuantos bolívares que equivalían a poco más de cuatrocientos dólares. “Pero ¿y qué hago con estos bolívares en Cuba, por qué no me lo han dado en dólares?”. —Compadre —me dice Charly empinándose la botella a la que ya no le quedan más que unas gotas sin mucho sentido— por eso tenía en casa esta botella de Havana Club añejo siete años. Tuve que gastar casi todos los bolívares en el aeropuerto de Caracas comprando cualquier cosa. Natalia abre el flash de la cámara y le dispara a Charly: la foto muestra a un tipo en calzoncillos cubierto de barro, enmarcado en la oscura profundidad de la caverna, blandiendo una botella vacía. Su sonrisa fresca y luminosa se abre como una tajada a una sandía. ¿De qué se ríe la sandía, si la están degollando?
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Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba
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HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
Para Ariadna.
Gerardo Fernández Fe
En el sótano del edificio donde vive mi amigo Gonzalo, en un tramo alto de la Morningside Drive, había una estantería de madera en la que los vecinos gentilmente colocaban los libros que les sobraban. Cuando bajé a acompañarlo al cuarto de lavado, a unos pasos de la puerta de la cueva donde dormitaba un encargado llegado a Nueva York desde Vladivostok, lo primero que hice fue acercarme: —¿Me puedo llevar este? —le pregunté. Era una esmerada edición del sello Viking Press con las cartas que a lo largo de siete décadas había escrito y enviado Saul Bellow. De regreso a Miami constaté que en tantos años el autor de Las aventuras de Augie March nunca se había referido en su correspondencia a Joan Didion, mi lectura obsesiva del momento. Dos espíritus pueden convivir durante un buen tiempo en una misma ciudad y, no obstante, ignorarse uno al otro, tanto las caras, los saludos, como los títulos de sus libros —a veces ex profeso, así somos—, para asombro de un único lector, maniático, que hubiera querido que las cosas se produjeran según su intrincada fantasía. Pocos días después, descubrí en mis devaneos por páginas sin orden una carta firmada en Chicago, el 28 de
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abril de 1986, dirigida a John Auerbach, residente en Israel, en la que Bellow da cuenta de la existencia de otro amigo, Anthony Kerrigan, traductor de Borges, de Neruda, de Unamuno…, quien por entonces no pasaba por una buena situación financiera. De acuerdo con la misiva, Tony, como le llama, había perdido todos sus fondos, vivía de los cheques del Seguro Social y de su pensión de veterano del ejército, en compañía de uno de sus hijos, alimentándose a base de carne enlatada. Lo llamativo para Bellow era que, nacido en Massachusetts, pero habiendo vivido 12 años de niño en La Habana, el antiguo trotskista Kerrigan estuviera a sus casi 70 años planeando regresar a la Isla, donde esperaba, así dice la carta, ser asesinado por Fidel Castro, para de esa manera resolver “todas sus preocupaciones financieras, convirtiéndose en un mártir”. Como podía constatarse, este intelectual estadounidense de claros principios de izquierda, traductor además de Heberto Padilla y de Reinaldo Arenas, pretendía solucionar sus problemas con un fácil remake de una hipotética muerte a la carta.
aquellos que incorporaron en algunas de sus obras, al menos de leve manera, tanto el tópico lustroso de “la gesta de los barbudos”, como diría el mal poeta, como la presencia misma de una isla caribeña dentro del mapa geopolítico de Estados Unidos, antes y después del año bisagra de 1959.
A la historia de Cuba, ya lo sabemos, no le faltan historias de regresos-para-morir: desde José Martí hasta el comandante Eloy Gutiérrez Menoyo. Y los que faltan... Al final, la anécdota se diluye dentro de la maraña del epistolario de Bellow, y de Tony Kerrigan no se habla mucho más. Pero la escena de la confesión del viejo traductor a su amigo y esa extravagante idea del viaje
a La Habana como inducción al suicidio, como huida para la muerte, me hizo recuperar, no tanto a los autores norteamericanos que simpatizaron con la Revolución cubana y que hasta viajaron a La Habana (Susan Sontag, Normal Mailer, Gore Vidal, Margaret Randall, entre tantos), sino a
Pienso en Earl Middleton, el protagonista de un cuento de Richard Ford titulado “Rock Springs”, un hombre que viaja de Montana hasta Florida, su estado natal, en un Mercedes color arándano que ha robado, él, que nunca en su vida había tenido un buen auto, “desde que era un niño y recogía limones entre cubanos”. Pienso en Falconer, de John Cheever, en donde hay un personaje, Bumpo, que cumple una condena de 18 años de cárcel por haber desviado un avión de Minneapolis a Cuba (hacía rato en 1977 que la isla del Caribe se había convertido en refugio de todo tipo de “combatientes” contra el capitalismo), o en el cuento “El brigadier y la viuda del golf” (publicado en The New Yorker en noviembre de 1961), en el que el personaje de Charlie Pastern empeña sus finanzas en la construcción de un refugio nuclear y no deja de exclamar: “¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín! ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas para que aprendan quién manda!” Pienso en Oración por Owen, de John Irving, en donde el excéntricamente recto Owen Meany considera la Crisis de los Misiles como “apenas un poco de fanfarronería nuclear”, cuando el resto de sus compañeros de clase en la Universidad de Nueva Hampshire sucumbía en octubre de 1962 al miedo general. Y hasta pienso en un libro de menor calibre, Chango's Beads and Two-Tone Shoes, de William Kennedy, en el que el periodista Daniel Quinn viaja a La Habana revuelta de 1957 y termina enamorándose de una cubana,
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revolucionaria y santera de nombre Renata Suárez Otero. También me obligo a recordar el tópico trillado de la relación de Ernest Hemingway con Cuba. Sin embargo, entre quienes más han bordeado el tema cubano, así sea de manera muy leve, se encuentra Philip Roth. De la Revolución de 1959 huye la familia de Consuelo Castillo, la joven de la que, años más tarde, se enamorará David Kapesh, el profesor universitario y protagonista de El animal moribundo. Kepesh tiene sesenta y dos años, Consuelo, veinticuatro. Los parientes de ella, “ricos cubanos de New Jersey, a la derecha de Luis XIV, (…) aman a Reagan, aman a Bush, odian a Kennedy”. En Me casé con un comunista también aparece una referencia a una familia de hacendados tabacaleros que poseen unas tierras en un sitio llamado El Partido, a las afueras de La Habana, en cuya casona se celebrará una boda por todo lo alto. Luego, en Zuckerman desencadenado, la estrella de cine Caesara O’Shea deja tirado al escritor Nathan Zuckerman porque tiene un affaire, un poco en contra de sus deseos, nada menos que con Fidel Castro, “un hombre que no acepta un no por respuesta”. Por último, en Pastoral americana, Roth hace que la hija de Seymour El Sueco Levov se insurja contra el sistema y coloque una bomba casera en un sitio anodino donde morirá un hombre inocente. Tras un periplo accidentado, la joven en huida permanente sueña con escapar a Cuba. Roth escribe: “Puesto que ella no podía contribuir a una revolución en Norteamérica, su única esperanza era entregarse a la revolución existente. Eso señalaría el fin de su exilio y el verdadero comienzo de su vida. Dedicó el año siguiente a encontrar el camino hacia Cuba, hacia Fidel, quien había emancipado al
proletariado y erradicado la injusticia por medio del socialismo.”
Por lo visto, la cópula con el proceso revolucionario cubano, pero sobre todo con su carismático Máximo Líder, se ha hecho inevitable en el deseo de demasiados escritores y héroes de ficción de la narrativa estadounidense. En esa misma novela, mientras El Sueco pena por la desaparición de su única hija, una noche se le presenta el espectro de Angela Davis “como Nuestra Señora de Fátima se apareció a los niños de Portugal”. El hombre se queda atónito ante la aparición de uno de los iconos de esa izquierda aleccionadora que pulula en nuestra intelectualidad y que sigue atrapada, en lo que a Cuba concierne, entre la realidad y el deseo. “Angela le dice que cuanto él ha oído acerca del comunismo es falso —escribe Roth—. Debe ir a Cuba si quiere ver un orden social que ha abolido la injusticia racial y la explotación de la mano de obra y que está en armonía con las necesidades y las aspiraciones de su pueblo”. (Roth tampoco estuvo nunca en La Habana, ni se informó como se debe. En El animal moribundo se arriesga a asegurar que “el Club Tropicana” se encuentra en un hotel del mismo nombre, y en Me casé con un comunista habla de un expresidente de apellido Mendiata. Pero bien que le cautiva el cisma político de 1959, con sus aristócratas de antes y sus barbudos de ahora, un ahora que se ha vuelto eterno y encanecido). De manera que siempre tocaba regresar a Joan Didion: ¿Cómo quedaba mi autora del momento, me dije a mi regreso de Nueva York a Miami, en medio del rosario de tanto autor fascinado por la Isla? Además de la escena en la novela Según venga el juego, en la que la protagonista cruza unas palabras con una prostituta cubana en el sofá del baño
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“Necesitaba conocer los resultados, le dije, porque me iba a ir a pasar la Navidad a California. Tenía el billete en el bolso. Abrí el bolso. Se lo enseñé. —Puede que no le haga falta billete a California —me dijo—. Puede que le haga falta un billete a La Habana. Yo entendí correctamente que aquello era un comentario tranquilizador, su forma alambicada de decirme que tal vez necesitara un aborto y que él me podía ayudar a conseguirlo, y sin embargo mi respuesta inmediata fue rechazar con vehemencia la solución propuesta: era una idea delirante, era impensable, me negaba a hablar del tema. Yo no podía ir a La Habana. En la Habana había una revolución. Y de hecho la había: era diciembre de 1958 y faltaban pocos días para que Fidel Castro entrara en La Habana.
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¿Ir a La Habana como se va a un brujero, a exorcizar ciertos males?
para damas del hotel Flamingo de Las Vegas, el atisbo mejor estructurado de presencia cubana en la obra de Didion lo hallé en Noches azules, un libro dedicado a Quintana Roo, fallecida en 2005, la niña que la autora y su esposo, el también escritor John Gregory Dunne, adoptaron en 1966 con unas horas de nacida. En un momento de la evocación de su pasado, Didion se refiere al alivio que sintió durante cierto tiempo cada vez que aparecía su menstruación, aunque luego se detiene en el momento en que, con veinticinco años, dio inicio su obsesión por tener un hijo. Del primero de estos estados de espíritu data la escena en la que la periodista de Vogue visita la consulta de un internista del Columbia Presbyterian al que acudían las colegas de la redacción, en busca de la respuesta de un test de embarazo que el médico le había realizado:
Y eso fue lo que le dije. —En La Habana siempre hay alguna revolución —me dijo el médico del Vogue. Al día siguiente empecé a sangrar y me pasé la noche llorando.”
¿Se trataba, acaso, de la opción de viajar a Cuba para someterse a un aborto clandestino y barato, como mismo hay quien viaja a Colombia para colocarse unos pechos de silicona? ¿Ir a La Habana como se va a un brujero, a exorcizar ciertos males? ¿Acaso La Habana como el sitio donde se podía perder un hijo con relativa ligereza? (Once años después, en Según venga el juego, Didion describe el ambiente de una habitación semivacía, en una casa alejada de todo, en Encino, al noroeste de Los Ángeles, a donde
la protagonista, una actriz frustrada llamada María Wyeth, llega para someterse a un aborto clandestino: “Recordó haber leído en alguna parte que los periódicos eran antisépticos, tenía que ver con los productos químicos de la tinta, cuando se daba a luz en una granja se cubría el piso con periódicos”). Su llanto, aclara Didion en Noches azules, no se debía al hecho de haberse perdido un viaje a La Habana ajetreada de aquellos meses, a la pena que siente todo periodista cuando se le va el tren del mejor scoop de su carrera. Durante un largo tiempo,
La Habana, Fidel Castro y los barbudos serían noticia jugosa para otros, pero para Joan Didion podrían estar irremisiblemente ligados a su deseo de no tener
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un hijo, y de inmediato, como un punto de giro, a la aparición de una obsesión por la maternidad que terminó en 1966 con la adopción de una bebé en el Saint John’s Hospital de Santa Mónica. Didion rechaza viajar a La Habana con la misma vehemencia con la que un traductor de izquierdas de apellido Kerrigan, amigo y personaje del epistolario de Saul Bellow, desea aparecerse en lo que sabe que es un estado totalitario para morir como un mártir, acaso un mártir simplón, idiota, a manos de Fidel Castro. (En marzo de 1997, cuando la revista Vanity Fair le preguntó sobre cómo le gustaría morir, el humorista y presentador Howard Stern respondió: “A manos de Fidel Castro mientras intento invadir Cuba”). Didion no está para revoluciones. Por esa época, tener o no tener un hijo ha comenzado a convertirse en una inquietud. De hecho, sus dos primeras novelas (Río revuelto, de 1963, y Según venga el juego, de 1970) giran en gran medida en las historias de dos mujeres que se las arreglan solas para hacerse un aborto, ambas en California, ambas lejos del progenitor. Cuba, fuera del mapa Didion. ¿Cuba? Didion no quiere aparecerse en un lugar donde se está produciendo una revolución, todo lo contrario de lo que, en Pastoral americana, ambiciona la hija on fire de El Sueco Levov. Solo que, para ambas — personaje de carne y hueso una, ente ficticio la otra— el tema cubano concluye en otro sitio del mapa continental. Tras un periplo que incluye Idaho, Oregón, Chicago, Kentucky y Maryland, la tartamuda Merry Levov se da cuenta de que es seguida por el FBI en un parque de Miami plagado de hispanos, a quienes pretendía enseñarles inglés, a cambio de practicar su español antes de volar a La Habana.
En cuanto a Joan Didion, no hay evidencias de que Cuba y la documentación de la utopía entraran en sus prioridades como periodista de raza, como sí ocurrió con Nueva York, California, el Sur de los Estados Unidos y hasta El Salvador. Para esta periodista
aguzada, la Isla nunca llegó a convertirse en un trampantojo, en un holograma combativo, en el espejismo de rebeldía y exotismo que fue para los tantos que la incorporaron a su imaginario.
Mientras las revistas Dissent y The Village Voice transitaban a inicios de los sesenta por un período de real encandilamiento por la revolución de los barbudos, Didion laboraba en Vogue, enfocada en otros temas. No queda claro si tanto ella como su marido fueron invitados a la cena ofrecida al Che Guevara en 1964 en la mansión de Bobo Rockefeller, uno de los polos esplendorosos de la recepción estadounidense del proceso cubano. Tal vez para esa fecha ya el matrimonio se habría mudado a California, en busca de nuevos aires y del hijo que nunca lograron gestar. Pero aquí no acaba el relato. Cuando por fin Didion regresa al tema cubano, el dedo índice que araña el mapa no llega a saltar por encima del Estrecho de la Florida, sino que se detiene sobre un punto emblemático y no menos estigmatizado de nuestra cartografía: Miami, esa extensión liberada
de Cuba, esa versión alambicada, incompleta y superada de La Habana. Cuando Didion llega a Miami, hace apenas un par de años que había viajado y fotografiado como periodista el drama de El Salvador. Según lo relata ella misma en una entrevista titulada “Didion & Dunne: the rewards of a literary marriage”, aparecida el 8 de febrero de 1987 en The New York Times, fue en ese país de Centroamérica que empezó a prestarle atención a Miami, a partir de las obligadas lecturas que hacía de The Miami Herald.
80 Gerardo Fernández Fe/Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba
“No sucede nada entre Estados Unidos y América Latina que no pase por Miami”, aseguraba. Sin embargo, en una reseña aparecida en el mismo diario en octubre de ese 1987, se nos informa que a la autora empezó a interesarle el tema cubano desde la década de 1960, cuando, dice ella misma, “empezaron a salir muchas cosas interesantes con los cubanos” luego de la invasión de Bahía de Cochinos y el asesinato del presidente Kennedy. Cuando Didion llega a Miami, insisto, en 1985 y sin una agenda definida, en los últimos cinco años la ciudad había sido testigo de las bombas que estallaron en la sede de la revista Réplica. A la autora le llama la atención que en 1982 la Comisión de la Ciudad de Miami le haya otorgado una asignación de diez mil dólares a Alpha 66, un grupo armado que, cuatro años antes, había sido incluido por el Comité Selecto sobre Asesinatos de la Cámara de Representante de Estados Unidos entre las veinte organizaciones que tenían “motivación, capacidad y recursos” para haber asesinado a John F. Kennedy, y con evidencias de una posible conexión con Lee Harvey Oswald. No había terminado de tocar tierra miamense, cuando Didion se entera por The Miami Herald que el hotel Howard Johnson, cercano al aeropuerto, ofrecía “descuentos para guerrilleros”, al amparo de un programa para “luchadores por la libertad”. Gracias a este plan, las habitaciones costaban apenas 17 dólares por noche. Ese es más o menos el Miami que encuentra esta periodista que ha llegado, lista para rastrear y para descubrir algo que todavía no sabe lo que es, como mismo había hecho cuando en 1970 recorrió Luisiana, Misisipi y Alabama, y gestó las notas que conformarían su libro South and West: From a Notebook.
En esta ciudad, apunta Didion en el libro resultante, titulado justamente Miami (Simon & Schuster, 1987), se habían puesto de moda los circuitos cerrados de vigilancia, pululaban las rejas en las casas y hasta había una firma que instalaba ventanas a prueba de balas. De hecho, las estructuras de seguridad de algunos barrios residenciales podían haber sido importados de ciertas zonas urbanas de Bogotá o de San Salvador. Joan Didion se reúne y dialoga con políticos, empresarios, periodistas, comunicadores radiales e intelectuales, como Raúl Masvidal, Jorge Más Canosa, Bernardo Benes, Agustín Tamargo, Guillermo Novo, Carlos M. Luis… Algunos de ellos vivían protegidos por escoltas armados por culpa de sus criterios no muy afines a los del ala más intransigente del exilio. “La sensación —escribe— era la de una capital latinoamericana un año o dos después de un nuevo gobierno. El espacio en los centros comerciales estaba sin alquilar o alquilado a los inquilinos equivocados. Había demasiadas tiendas de zapatos y salas de videojuego para una ciudad estadounidense. Había también demasiados proyectos de obras públicas: un nuevo sistema de transporte que no transportaba efectivamente a nadie, un proyectado people mover alrededor del área del downtown que se decía salvaría al nuevo sistema de transporte masivo. En mis primeras visitas a Miami, los carros nuevos y relucientes del metrorail se deslizaban vacíos hacia el Dadeland mall y regresaban, trenes fantasmas sobre el tráfico congestionado de la South Dixie Highway. Cuando regresé unos meses después, el servicio ya había sido recortado y el multimillonario metrorail solo funcionaba hasta las primeras horas de la noche”. En paralelo a sus observaciones sobre la cosa política y la arquitectura
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Michael H. Fernández MirandaFe /el /Joan nervio Didion, yumaMiami y el mapa de Cuba 82 Gerardo
un aspecto de la vida cubana mencionado casi invariablemente por los anglos, quienes solían presentarlas como evidencia de la extravagancia cubana, o sea, de la irresponsabilidad y el infantilismo cubanos”, retrata Didion. “En este estado anímico —dice en otro momento—, Miami no parecía
una ciudad en absoluto, sino una leyenda, un romance de los trópicos, un tipo de sueño despierto en el que cualquier posi-
“Las vanidades de La Habana
bilidad podría darse”. Sobre la cuerda siempre tambaleante de las posibilidades, ella misma se asoma a uno de los lugares esenciales de la ciudad, el Woodlawn Park Cemetery, donde, además de tantos fundadores “anglos” (como gusta en llamar a los suyos), también reposan los restos de muchos cubanos de varias generaciones, credos y tendencias. En ese crisol mortuorio descansan los restos del dictador Gerardo Machado, quien en 1933 había volado desde La Habana hacia el exilio definitivo, llevándose consigo “cinco revólveres, siete bolsas de oro y cinco amigos, aún en sus piyamas”. Solo que no muy lejos de ahí se encuentra lo que queda del presidente Carlos Prío, otro que, en 1952, tras el golpe de Fulgencio Batista, se había visto obligado a tomar un avión “con su hermosa esposa”. “Ella —puntúa Didion— lleva un traje de seda, guantes y un sombrero con un velo de redecilla”. “Las vanidades de La Habana se hacen polvo en Miami”, sentencia la escritora. La tierra de Miami ha venido a igualarnos a todos. De haberle dedicado más años al tema, en 1995,
en Miami ”
“Las fiestas de quince eran
2005 o 2015, Joan Didion se habría asombrado de la muy variada realeza de los muertos cubanos en esta ciudad: desde machadistas, priístas y batistianos, hasta ortodoxos, decantados del Directorio Estudiantil Universitario, defenestrados del Movimiento 26 de Julio, comunistas de la vieja escuela y hasta castristas de todas las generaciones, que carenaron —por una razón u otra, aunque siempre termina siendo la misma: para salvarse— en esta ciudad demonizada. Eso sí, entre los muertos seguramente habría muy pocos desapasionados de lo político, pues si algo no ha faltado en nuestra historia es intensidad y poco recato.
“Muchos epílogos de La Habana se han representado en Florida y algunos prólogos
—concluye ahora—. Florida es esa
parte del escenario cubano donde se hacen las salidas declamatorias y los negocios al margen. Florida es donde el coro espera para comentar sobre la acción y a veces para unirse a ella”. Sin embargo, algo curioso estaba ocurriendo también cuando esta observadora realiza una serie de visitas seriadas a Miami. En 1986, The Miami Herald convocó a cuatro historiadores para que seleccionaran las diez personalidades más influentes del condado Dade de los últimos 150 años. A Didion le llama la atención que en la lista no haya aparecido ningún cubano, ni siquiera Fidel Castro, quien obviamente ya llevaba marcando a Miami durante tres décadas. A la escritora también le resulta llamativo que los acontecimientos del puerto del Mariel y el éxodo de 125.000 cubanos hacia la Florida hayan sido mencionados de pasada, cuando ese mismo panel se refirió a los sucesos más importantes acaecidos en más de un siglo de historia de la ciudad. “Esta mentalidad —anota—, en la cual la comunidad cubana local era vista como un desafío cívico ya
se hacen polvo
de la ciudad, Didion se detiene a describir las fiestas entre cubanos, y sobre todo la visibilidad de las festividades que rodeaban a las jóvenes quinceañeras cubanas emigradas.
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resuelto, no era poco común entre los anglosajones con los que hablé en Miami, mucho de los cuales insistían en ilusiones (…) de que la ciudad era pequeña, manejable, próspera de un modo predecible, sureña a la manera progresista del sunbelt; una ciudad estadounidense que solo les pertenecía a ellos”. Como saliéndoles al paso a los tantos anglos con los que habló, Didion recuerda que el 43 % de la población del condado Dade en ese preciso momento era hispana, “lo que significaba que era fundamentalmente cubana”; que los edificios erigidos a lo largo de la llamativa avenida Brickell habían sido construidos por una firma fundada por un cubano; y que había cubanos “en las salas de juntas de los principales bancos, cubanos en los clubs que no admitían judíos o negros, y cuatro cubanos pugnando por el puesto de alcalde”. “Todo el tono de la ciudad era cubano —asegura—, la manera en que la gente miraba y hablaba y se encontraban unos con otros. La misma imagen con la que la ciudad había comenzado a presentarse, lo que era entonces un glamur recién encontrado, su sensualidad (colores cálidos, vicios candentes, negocios turbios bajo las palmas), según lo percibían los mismos estadounidenses, había llegado de La Habana prerrevolucionaria. Había incluso en la manera
en que las mujeres se vestían en Miami una definida imagen habanera, un énfasis inequívoco en las caderas y en el escote, más color negro, más velos, un estilo generalizado de coquetería que entonces no era común en las ciudades del resto del país”. A pesar del peso simbólico de todo lo anterior, Didion está convencida de que hay una reticencia anglo a admitir lo que para todos era más que evidente. Tanto es el enrarecimiento del ojo de los estadounidenses blancos con respecto a
los cubanos, tantas las dificultades para entender los nombres y la comida cubanos, que cuando Guillermo Cabrera Infante voló desde Londres para dictar una conferencia en el Miami Dade Community College, los miembros de la facultad anglo con los que ella conversó, ignorantes todos de la envergadura de la obra del escritor de Gibara, se referían a él simplemente como Infante. A Joan Didion le llama la atención también que, siendo la cocina cubana tan predominante en la ciudad, el espacio de los jueves en el The Miami Herald reservado a la gastronomía no reprodujera ninguna receta llegada de la Isla; algo que a todas luces remitía a un ninguneo de un grupo poblacional hacia otro que volvía singular su propia experiencia. De hecho, sus alarmas se disparan cuando da detalles sobre un curso nocturno que la Florida International University (FIU) había organizado en 1986 con el título “Miami cubano: guía para los no cubanos”. Solo 13 personas, incluido el autor de la nota publicada en The Miami Herald, habían asistido a la primera sesión, y dos más se sumaron a la segunda, aunque acompañados por un guardia de seguridad, luego de varias amenazas telefónicas contra el evento. Sin embargo, no eran los propios cubanos quienes se habían indignado. Según el articulista, las llamadas provenían de alguien con “un sentido torcido del orgullo nacional”. A todas luces, a los miamenses no hispanos no les apetecía que el tema cubano ocupara un espacio de tanto peso como para ser motivo de estudio. Para muchos anglos de la ciudad, la cubana seguía siendo “la presencia incomprensible”, motivo por el cual aquí convivían dos culturas paralelas y separadas, con la peculiaridad de que solo una de las dos, la cubana, “exhibiera incluso un interés remoto en las actividades de la otra”.
84 Gerardo Fernández Fe/Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba
que apague la luz”, a Didion al-
guien le cuenta que, en 1980, ante la avalancha de cubanos hacia Miami, no pocos anglos habían pegado calcomanías en sus autos que decían “el último americano que se vaya de Miami, por favor, que se lleve la bandera”. Tal vez cuando la periodista aterrizó en la ciudad todavía quedaran algunas señales físicas de aquellos estandartes de la ironía y el desdén, aunque al parecer los propietarios de casas o de efficiencies en alquiler ya habían retirado los carteles que a partir de la primavera de 1980 decían “no se aceptan mascotas ni cubanos”. Pero de nuestro lado también había reacción: “Entre el pantano de mangles y la barrera de arrecifes —escribe— se hallaba una ciudad estadounidense fundamentalmente poblada por personas que creían que Estados Unidos los había abandonado antes, los había traicionado en Bahía de Cochinos, y después, con consecuencias que hemos visto. Aquí, entre el pantano y el arrecife había una ciudad estadounidense poblada por personas que también creían que Estados Unidos los traicionaría de nuevo, en Honduras, en El Salvador y en Nicaragua, traicionándolos en las barricadas de una guerra fantasma que una vez más habían tomado no como una proyección de otra abstracción de Washington, sino como su propia lucha, la lucha, la causa con consecuencias aún no vistas”. No sin razón Raúl Masvidal, candidato a la alcaldía de Miami en 1985, le aseguró a Joan Didion que John F. Kennedy era el segundo hombre más odiado de la ciudad, obviamente detrás de Fidel Castro, lo que ratifica, entre otros, uno de los posicionamientos
“no se aceptan mascotas ni cubanos“
Como mismo unos años después la sangría de cubanos con destino a Miami y a otras ciudades del mundo condujo a que se propagara un chiste que decía (y dice) “el último que salga,
políticos de Carlos Eire en sus libros autobiográficos Waiting for snow in Havana y Learning to die in Miami. Esta es la misma visión que llevaba a los veteranos de la brigada 2506 (“por siempre los valientes y los traicionados”, enfatiza Didion) a observar a Estados Unidos como “el seductor y el traidor”, y a considerar como “mártires de la lucha” a los cubanos implicados en el escándalo Watergate; la misma óptica de quienes veían la apertura del puente marítimo del Mariel por parte del gobierno de Carter como “un negocio para aliviar al gobierno de Castro de sus presiones internas”. La idea del Miami de los últimos sesenta años, bien lo supo Joan Didion, pasa por un “hechizo colectivo”, un “encantamiento oculto”, que convierten al exilio “en un principio potente y organizador”. La escritora percibe en la ciudad una imbricación entre “definición de patria” y “honor personal” que ella misma habría revisitado y corregido si hubiera llegado a visitarla diez, veinte, treinta años después de su primera estancia. Como quiera que sea, Joan Didion lo había anotado con una lucidez admirable en 1985: “Aquí las superficies tienden a disolverse”. Porque hasta eso que la escritora consideró “el código molecular de la comunidad: su oposición a Fidel Castro” ha empezado a difuminarse, a convertirse en otra cosa incorpórea, irreconocible, que algún día, no sabemos cuándo, un nuevo observador perspicaz, como lo ha sido esta autora, logrará convertir en un libro. Al final Joan Didion nunca viajó a La Habana, y ni siquiera se atrevió a fabular demasiado con sus parajes. Contrariamente a algunos de sus colegas, no le interesó el homúnculo que se proponía construir el régimen verde aceituna ni morir a manos de
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un caudillo caprichoso. Sin embargo, vino a Miami, holograma poco definido, calcomanía tuneada y opción distópica de aquella otra ciudad; recorrió sus calles, hizo preguntas, tomó notas y llevó a cabo el retrato de una urbe estadounidense que lleva años atada de manera irremisible a las tripas de otro país supuestamente ajeno. Pocas personas han pensado tanto a Miami como Joan Didion; sobre todo pocos escritores se han posado de manera tan avezada sobre esta ciudad que, en una crónica posterior titulada “Miami Uno” y publicada en el libro Los que sueñan el sueño dorado, Didion describe como “un asentamiento de interés considerable, no exactamente una ciudad estadounidense en el mismo sentido en que hasta hace poco entendíamos las ciudades estadounidenses, sino una capital tropical: plagada de rumores y desprovista de memoria”. Nadie, o quizás uno o dos, han escrito sobre el Miami cubano con la profundidad y el sentido de la sutileza de esta hija de California. Su Miami, un momento dentro de su bibliografía sobre el que nada se ha hablado desde que la escritora recobró una mayor notoriedad tras la aparición en Netflix del documental Joan Didion: The Center Will Not Hold, resulta un libro sobrio, bien mirado, que destaca —junto a los de Carlos Eire, Gustavo Pérez-Firmat y otros pocos autores— en una escueta lista de visiones, prolijas y reales, sobre esta ciudad, en la que tampoco debería faltar la fallida Bloody Miami, esa novela-ladrillo de Tom Wolfe, tan pasada de colores, tan sembrada de clichés, como minas antipersonales. Miami y el tema cubano regresarían más adelante en la obra de Didion. El escenario en The last thing he wanted, publicada en 1996, es Miami y Centroamérica, y el telón de fondo
el escándalo político conocido como Irán-Contras. Aquí la autora retoma su vieja y acertada teoría de que Miami no es sino el epicentro de tramas insospechadas que luego tienden a estallar en otros lugares. Su protagonista, la periodista Elena McMahon, otra de las tantas mujeres a la deriva en la fallida obra de ficción de Didion —porque su huella indefectiblemente queda en la crónica, el reportaje y el ensayo sociológico—, viaja al sur de la Florida en plena campaña electoral de 1984. Su plan es visitar a su padre, un hombre que lleva toda una vida involucrado en asuntos más bien turbios, incluso con cierta gente que “quería negociar con Fidel para recuperar el Sans Souci”. De ahí que por este texto desfilen The Miami Herald, El Floridita de la Calle Flagler, el Clearview Convalescence Lodge de South Kendall, la casa del padre en el barrio de Sweetwater, una caja de Goodwill en la Calle 8, la autopista I-95, “un trago compartido en el Miami Springs Holiday Inn a las 2 a.m.”, o el lobby del hotel Omni, de Biscayne Boulevard, donde tiene lugar el encuentro con un oscuro intermediario en el negocio de la venta de armas. Miami a pulso en esta otra obra de Joan Didion: las sensaciones experimentadas durante las varias visitas que hiciera en 1985 y el mapeo que la escritora realizara de la ciudad antes de escribir su libro Miami, terminarán por reaparecer en un intento de thriller que, por sus numerosos meandros e intermitencias, falla a la hora de captar la atención del lector. Una huella particular Cuando recibí a través de Amazon este ejemplar del Miami de Joan Didion, constaté para mi regocijo que venía firmado. El libro era de uso, ya eso lo sabía, pero nunca imaginé que viniera con la huella de una o de un par de vidas.
86 Gerardo Fernández Fe/Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba
La grafía no era la de Didion, sino la de otra mujer que recién lo había adquirido. Su dedicatoria decía: “Happy Birthday, Lee. Dec. 6, 1987. Love, Mom”. ¿Qué había pasado con Lee? ¿Había leído por fin el libro/regalo de cumpleaños? ¿Por qué aquel obsequio y no otro de la misma autora, como Río revuelto, con su heroína bovaryana y su trama retorcida de amores secretos, hastío y muerte? ¿Por qué este libro había sido puesto a la venta? ¿Se había hartado Lee del tema cubano y por esa razón se había desprendido del regalo que le había hecho su madre? ¿Acaso Lee había muerto y sus herederos decidieron vender su biblioteca en pleno? Y si vivía, ¿cómo era posible que Lee hubiera dispuesto de la venta de un libro dedicado por, como manda la tradición, la mujer más importante de su vida? Y mucho más: ¿Por qué su madre le había obsequiado a Lee un libro nada menos que sobre esa extraña ciudad llamada Miami, erigida encima de un terreno poroso y rodeado de manglares, “construida aparatosamente sobre la quimera del dinero de la huida y tomando como referentes no Nueva York, Boston, Los Ángeles ni Atlanta, sino Caracas y México, La Habana y Bogotá, París y Madrid”, como escribiera la propia Didion? ¿Tendría Lee algo que ver con Miami? ¿Habría acaso tenido una relación con un cubano o una cubana, de la que salió airosa, dañada o consternada? Todo era posible. Releí la dedicatoria y pensé en Joan Didion, en la presencia del aborto en su obra narrativa. Pensé en la niña “de pelo rabiosamente negro” que adoptó en 1966. Pensé en la madre que ve morir a su hija. Pensé en la muerte de cualquier hijo. Y de nuevo me pregunté cómo había sido posible que aquel libro entrara en la fría red de los libros de uso que se venden por Internet.
Aquel libro personalizado, lleno de huellas de otras vidas y leído por mí justamente en Miami, me regresó a los otros dos que me llevé en contra de las normas vecinales del sótano del edificio de mi amigo Gonzalo en un tramo calmo de la neoyorkina Morningside Drive. Entonces me levanté, eché un vistazo irreflexivo por la ventana de la sala hacia la calle Flagler y coloqué a Didion en la mejor parte de mi librero.
* Una versión reducida de este ensayo apareció con el título “Al final Joan Didion no viajó a La Habana”, en julio de 2018 en la edición digital de la revista mexicana Letras Libres.
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Una cosa es la extinción del Estado y otra cosa es la extinción del pene*
Christopher Hitchens 88 Michael H. Miranda/el nervio yuma
otras estampas de san cristÓbal
No debo fingir que no resultaba emocionante tener un asiento en primera fila y ver al joven Fidel Castro adelantarse hacia el micrófono y empezar a acariciarse la barba como solía. Pero, tras las primeras dos horas y las calurosas ovaciones puestos en pie, me pareció que había empezado a entender los aspectos principales. Y un par de horas después estaba casi listo para irme y buscar una cerveza fría. Ese producto era fácilmente accesible, y gratis, y un cínico sugirió que así es como se había reclutado tanto público. Lo que me chocó todavía más, a la altura de la entrepierna, fue la asombrosa disponibilidad de prostitutas jóvenes en los alrededores del mitin. La Revolución Cubana aseguraba haber abolido
* Tomado de
la prostitución y, aunque personalmente nunca he creído que eso sea posible (una cosa es la extinción del Estado y otra cosa es la extinción del pene), la escena de las putas en Santa Clara era más espeluznante que cualquier cosa imaginable en una sociedad “burguesa”. Lo mismo valía, por cierto, para la reivindicación mucho más violenta y arrogante del gobierno, que aseguraba haber acabado con otro vicio “burgués”: la homosexualidad. En los baños públicos que uno podía encontrar, el eslogan “Libertad para los maricones” aparecía con frecuencia escrito con tiza o garabateado con rotulador, para mostrar que los gays cubanos no estaban dispuestos a participar en su propia abolición.
Hitch-22: Confesiones y contradicciones, Debate, 2011.
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HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
¿Viste la Proces de Ánimas?
90 Mario Bellatin/¿Viste la Procesión en la calle de Ánimas?
esión en la calle Mario Bellatin
Regresé hace poco de La Habana y pensé, al llegar a mi casa, que me iba a morir. De manera literal. Sentí un tipo de miedo que nunca antes había experimentado. Me dije a mí mismo: ya llegó la hora, es momento de mandar a traer mi mortaja de papel —la que me confeccionó Gabriela León— y de informar a los derviches sufíes de mi orden que planchen sus trajes para que bailen durante varias horas seguidas delante de la caja de madera rústica donde seré depositado. El viaje a Cuba me dejó agotado. No podré aceptar ya ninguno, al menos durante algún tiempo. Esta travesía fue excepcional porque fue una petición de Sergio Pitol. Yo sabía que si no era conmigo no lo iba a efectuar solo. Se me hizo extraño lo que acontece por allá. También lo que sucede conmigo con respecto a una ciudad en la que descubrí tantas cosas durante los años en los que la habité. De alguna manera, en su época fue un lugar de curación de las vejaciones que yo había vivido en Lima desde que era niño. Fue la ciudad en la que decidí la mayor parte de las convicciones
que hasta ahora mantengo. Pero ya queda poco de todo aquello. La mayoría de conocidos de entonces vive en otro lugar. Los que todavía permanecen allí sostienen, sin embargo, una especial forma de vida intelectual. Con mucho tiempo a disposición, con la información circulando en forma oculta pero efectiva y con la posibilidad —aunque remota, siempre presente— de construir nuevos sistemas de pensamiento. Claro que todo esto ocurre en una estructura acotada, que no es capaz de dar cabida pública a casi ninguna de sus elucubraciones. Existe, pese a las circunstancias, un no tiempo, un no estar, la aparición de caminos que muestran un claroscuro particular, por los que es posible emprender búsquedas personales que cualquiera podría calificar, incluso, como propias de un demente. Algo de eso queda vivo todavía. Parte de este grupo de pensadores se reúne en una torre alta, en una suerte de minarete, desde donde se aprecia la bahía en la que empieza la ciudad. Allí se discuten asuntos que muchas veces no parecen tener ninguna razón de ser.
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Yo debía acompañar a Sergio Pitol quien, por un desorden de carácter neurológico, de vez en cuando desconoce la forma de hallar las palabras que debe enunciar. Estar presente en las juntas donde se organizaría su Semana de Autor, prevista para noviembre de ese año. Debía también caminar en su compañía por el malecón, atestado de personas que lo único que parecen buscar es estar lo más cerca posible del mar. Protagonizamos en esos días cierta aventura nocturna. Sergio Pitol insistía en ver lo que sucedía en el inframundo de aquella ciudad y logré, después de múltiples pesquisas, ponerme de acuerdo con el peluquero de la hija de la poeta Reina María Rodríguez, llamado el Chino, para que nos sirviera de guía en ese ámbito. Gracias a sus gestiones abordamos un auto ruso destartalado, que tenía la radio puesta a un volumen muy alto, que nos llevó, en medio de la noche, a cerca de cien kilómetros de distancia hasta llegar a una fiesta clandestina. Después de abandonar la ruta principal se accedía a esta fiesta por un camino de tierra. Pensé en los escenarios de William Faulkner, en los del libro Santuario principalmente. De pronto unos tipos se acercaron al auto y, después de ver el interior, nos permitieron el paso. Adentro todo daba la impresión de ser una especie de Lugar sin límites, no el del libro de José Donoso, sino más bien el de la película de Arturo Ripstein. Se trataba de una suerte de cabaré artesanal en medio de la nada. Como te mencioné, hice el viaje porque Sergio Pitol me lo pidió. En un principio la solicitud me dejó algo sorprendido. Su Semana de Autor estaba programada para noviembre y nos encontrábamos en julio. No llamó tanto mi atención que deseara realizar semejante travesía, sino que me hablara, ya desde entonces, sin haber
92 Mario Bellatin/¿Viste la Procesión en la calle de Ánimas?
ido, de la presencia de unos curiosos muñecos instalados en el malecón. Me aseguró que poseían características diferentes a los demás muñecos conocidos. Me habló de esos muñecos la primera ocasión en que mencionó la posibilidad del viaje. Me informó que habían estado guardados en diversas bodegas y almacenes durante muchos años —la mayoría de las veces en pésimas condiciones—, pero que todavía algunos de ellos eran capaces de proyectar vivos colores si estaban bajo la luz del sol o si sus interiores eran encendidos con focos de cierta intensidad.
*** Parece que la mayoría de los muñecos de los que me habló Sergio Pitol se encuentran instalados cerca al mar. Precisamente en el malecón que abarca casi todo el frente de la bahía. Los colocados en aquel sitio dan la impresión de ser los más baratos, o los que han sido almacenados en condiciones inadecuadas. Algunos de ellos incluso parecen peligrosos. El riesgo consiste en que sus instalaciones eléctricas, por medio de las cuales es posible la luz de los focos, presentan un estado por lo regular defectuoso. Si alguna persona llega a tocar sus superficies puede verse afectada, de pronto, por una riesgosa descarga de energía. Precisamente los del malecón son los muñecos en los que menos se puede confiar. Una vez que arribamos a la bahía, Sergio Pitol me informó que sabía también de la existencia de otra clase de muñecos. Parecidos a los del malecón, pero más serios. En comparación con ellos, los que están colocados junto al mar parecen figuras ínfimas. Puestas en aquel lugar solamente para servir de parafernalia, como suerte de muñecos de pastel, cuya única misión es demostrar que en la bahía las reglas de conducta parecen ahora diferentes.
Sergio Pitol me dijo que los otros estaban instalados en las partes altas, pero que la mayoría no contaba con el permiso de las autoridades para permanecer colocados allí. Ningún habitante nos aclaró las razones por las que estos últimos ejemplares se consideraran fuera de la ley. Tampoco fueron capaces de explicarnos los motivos de su reciente proliferación.
*** El fenómeno de la súbita aparición de muñecos —tanto los del malecón como los de las partes altas de la bahía— se trataba, cuando me enteré del asunto, de una noticia de carácter internacional, que de alguna manera tenía que ver con el abandono de mando de la nación. Era la manera como Sergio Pitol había obtenido la información acerca de ellos. Como te dije, al principio dudé si era cierta su propuesta inicial de realizar semejante travesía, con el único propósito de apreciarlos, y no para ajustar ciertos detalles de la Semana de Autor que le iban a organizar meses después. Pero el tono de voz que utilizó para planteármela me convenció de que no había titubeos en su intención. A partir de nuestra llegada mi misión principal pareció ser la de detectar dónde estaban ubicados. Desde el principio logré hallar a los apostados a lo largo del malecón. Empecé a notar su presencia desde la tarde inicial. Nos encontrábamos recién desembarcados. Llevábamos con nosotros un
equipaje considerable. Estaba compuesto mayormente de libros
—para obsequiar a
algunos intelectuales que habitaban en la región— y de una dotación de toallas. Alguien le había contado a Sergio Pitol sobre lo apreciadas que eran las toallas en ese lugar. Que muchas veces servían como una moneda de cambio más valiosa
incluso que los billetes extranjeros. Le habían informado que con el valor de una toalla de cuerpo entero, por poner el caso, podía rentar incluso alguno de los muñecos que tanto llamaban su atención. Desde hacía algún tiempo Sergio Pitol había establecido una serie de contactos para vender esas toallas. Sin embargo, pese a haber mantenido comunicación con algunos habitantes de la bahía, no parecía conocer pormenores acerca de los muñecos. Su idea de ellos parecía ser general. Entre otras cosas, ignoraba cómo estaba conformada la red que sostenía la aparición fortuita de tal cantidad de ejemplares. No sabía dónde se encontraban ubicados exactamente. Qué podía significar la presencia de cada uno de ellos. Mi tarea parecía ser la de averiguarlo.
*** Debes saber que la primera noche en la bahía no conseguí casi ninguna información acerca de los muñecos que tanto interesaban a Sergio Pitol. Debimos buscar casi de inmediato a sus contactos para entregarles la dotación de toallas que veníamos cargando. Fue algo penoso arrastrar las pesadas maleta. Caminamos por las calles llevándolas a rastras. La temperatura era alta. Sin embargo, no quise contradecir el deseo de Sergio Pitol de negociar con el cargamento. Seguimos los datos que traía consigo y llegamos a un bar situado en una zona marginal. Cuando nos vieron entrar por la puerta con semejante equipaje, los presentes se quedaron mudos. Algunos tomaron sus cosas, pagaron rápidamente sus cuentas y desaparecieron de inmediato. Sergio Pitol se dirigió al administrador para preguntar los pasos a seguir con respecto a nuestra mercancía, y ese hombre, vestido con una camisa que parecía de lino, rió a carcajadas diciendo que hacía cerca de treinta
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años que las toallas habían dejado de ser negocio. La gente en ese momento podía conseguirlas pagando incluso centavos. Añadió que, en cambio, actualmente el artículo apetecido, para rentar o para poseer, tanto por los residentes como por los extranjeros, parecían ser los muñecos que habían comenzado a diseminarse lentamente por la ciudad. A pesar de que supuestamente eran un bien público, muchos habían sido ya robados. Algunos aparecían poco después en tierras remotas. Casi nunca eran conservados por sus dueños originales. Una vez alejados de la bahía se los sometía a un interminable juego de compra-venta. De pasar de un dueño a otro. De ir perdiendo en el proceso muchos de sus componentes, sin ojos, sin patas, sin orejas, sin el brillo que seguramente alguna vez lucieron, sobre todo antes de ser guardados, en cualquier condición, en aquellas bodegas y almacenes donde estuvieron décadas sin ser movidos. Te confieso que para mí fue un alivio que se rieran de las toallas. Eso significaba que no iba a estar ya en la obligación de encargarme de negociaciones, como creí advertir debía ser mi misión como compañero de viaje. Luego de escuchar esas palabras, las risas, la sorna, Sergio Pitol las fue sacando, una por una, y las fue regalando a los asistentes. Algunas mujeres que, curiosamente, fueron saliendo de la trastienda del bar nos arrebataron, al final de la repartición, las maletas en las que transportamos las toallas. Cada una de ellas, por diferentes motivos, se sentía con el derecho de que las maletas les fueran obsequiadas. Eso sí parecía tener valor. La fuerte discusión que se creó entre esas mujeres así nos lo dio a entender. Cuando nos quedamos sin nada y preguntamos por los muñecos de la bahía, casi todos los presentes estuvieron de acuerdo
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al decirnos algo que yo ya había averiguado, que los que estaban cerca del mar no eran los más apetecibles. Había que adentrarse a las zonas altas de la ciudad para hallar a los que realmente nos pudieran sorprender. Ir hasta las faldas de las montañas para tener frente nuestro a un muñeco que, con su hermosura o picardía, hiciera lógicos los trámites que habíamos debido realizar para emprender semejante viaje.
*** Pese al fracaso con el negocio de las toallas, Sergio Pitol no pareció descorazonado. Al contrario, afirmó que la experiencia podía servir para saber más acerca de los muñecos. Comprendí entonces que mi misión no era ya ocuparme de las toallas, sino hallar al día siguiente la manera de tener acceso a las figuras ubicadas en las zonas altas. Esa noche casi no pude dormir. Pensé, durante interminables horas, cuál sería el mejor lugar para obtener la información necesaria. Quizá hubiera sido fácil llamar a la recepción del hotel o detener a un policía en la calle para preguntar. Pero sabía que los muñecos de las zonas altas de la bahía no contaban con el permiso necesario para ser colocados en los lugares donde se encontraban situados. El grupo de intelectuales —para quienes estaban destinados los libros que habíamos transportado— eran de las pocas personas que yo conocía en el lugar. Podía aprovechar la entrega de los ejemplares para saber más acerca de los muñecos. Aunque conocía de antemano que ese conjunto de sabios ignoraba todo lo relacionado con aquel asunto. Ellos se limitaban a pensar en diversos temas dentro de sus casas. Cada cierto tiempo se reunían en la suerte de minarete —ocultos a los ojos de los demás— para dar a conocer discretamente los resultados
de sus reflexiones. Precisamente al día siguiente iba a realizarse una de esas reuniones. A riesgo de ser sometido a escarnio o ridiculizado por mi interés, me iba a atrever en la sesión a tocar el tema de los muñecos. Sin embargo, cuando en la jornada siguiente planteé el asunto ninguno de los intelectuales pareció sorprenderse. Puede ser que se encontraran abstraídos en la revisión de los libros que acabábamos de entregarles. El caso es que rápidamente designaron a uno de sus integrantes de nuevo ingreso —¿quizá un aprendiz?— para que nos ayudara en las pesquisas. Al miembro elegido lo llamaban el Chino —curiosamente, el mismo peluquero de la hija de Reina María Rodríguez al cual yo había tenido en mente acudir— y se dedicaba —aparte de su labor de reflexionar a solas en su casa— a la tarea de cuidar la apariencia estética de los demás pensadores. A los que llevaban barbas largas se las arreglaba para hacerlas aparecer como símbolo de sus pensamientos. A las poetas del grupo —entre ellas Reina María Rodríguez y Marilyn Bobes— les pintaba el pelo de rubio. A los jóvenes les hacía coletas y a los calvos les emparejaba, alrededor de las orejas casi siempre, los pocos pelos que pudieran tener.
*** Una vez que me fue asignado por los intelectuales del minarete, el mismo Chino me dijo que la única manera de apreciar los muñecos de las zonas altas era asistiendo a una de las famosas fiestas que el Marqués —personaje sumamente conocido en el mundo del espectáculo— solía ofrecer con regularidad. Era difícil acceder a una de esas celebraciones. Existía una complicada organización que llevaba a escondidas los datos de las reuniones pues, aunque parezca poco creíble, esas fiestas eran itinerantes.
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El Marqués no contaba con una sede fija donde llevarlas a cabo. Le dije al Chino que debíamos averiguar, a como diera lugar, el sitio donde se realizaría la de esa noche. Mientras tanto, Sergio Pitol seguía conversando con el grupo de pensadores. Habíamos acudido al minarete muy temprano en la mañana —horario preferido por aquellos intelectuales para discutir—, cargando en esta ocasión el equipaje con los libros. Interrumpí la conversación para decirle a Sergio Pitol que todo quedaba en manos del Chino, que debíamos esperar con paciencia —aparte de hacer las averiguaciones, el Chino tenía esa tarde como misión someter a tratamiento las uñas de unos filósofos hiperrealistas— su llamada para informarnos cómo se iba a presentar la noche. El Chino, como sabes, me había dicho que para conocer de verdad a esos muñecos era imprescindible ir primero a la fiesta del Marqués porque en cierto momento, casi al rayar la media noche, se organizaban diferentes recorridos para visitar las figuras. El Marqués sabía perfectamente qué emplazamientos tomar, en qué lugar se encontraba en ese momento cada una de ellas. Al principio llamó mi atención que las estuvieran cambiando todo el tiempo de posición. Cuando se lo conté, Sergio Pitol me explicó que seguramente era porque las figuras de las zonas altas no estaban registradas. Hasta ahora sigo pensando en aquellos muñecos. En el futuro que posiblemente les aguarde. No creo que consigan nada. Su misión parece ser quedar allí, establecidos, estáticos, en distintos puntos de la bahía, esperando más de lo mismo que estuvieron aguardando mientras pasaron décadas almacenadas en las grandes bodegas estatales situadas más allá de los muelles, pasando aquella zona
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de la bahía conocida como el cementerio de los buques de carga.
*** Olvidé decirte que Adriana, mi vecina durante los años en que viví en La Habana, tenía como diez canes y habitaba un departamento en el piso más alto de un edificio que no contaba con agua potable. Eso me hace recordar la época en que tenías un pretendiente en aquella ciudad. El joven aquel que vivía en el departamento de enfrente y te visitaba hasta una hora respetable de la noche. Yo lo llegué a conocer. Eso ocurrió cuando ese personaje ya había dejado de cortejarte. En aquella ocasión —me lo crucé cierta vez en que te fui a visitar— me contó, no sé bien por qué motivo, que después de sus visitas galantes a tu casa, subía unos pisos más para llegar hasta el departamento de un conocido suyo —un señor mayor— que vivía casi al final de las escaleras. Añadió que lo visitaba en las noches porque era un caballero ameno. En ocasiones llevaba a aquel departamento a algunos compañeros. El señor casi siempre abría algunas latas de carne soviética, las que acostumbraba acompañar con galletitas caseras. Siempre tenía, además, algo de licor disponible. Lo que quizá deseaba contarme realmente tu vecino era sobre la vez en que aquel señor se emocionó más de la cuenta con uno de los muchachos presentes en la velada y en plena acción sexual cayó fulminado. Me comenzó a describir lo difícil que empezó a ser apartar al amigo del amable señor. Parece que el rígor mortis llegó demasiado pronto. Por más que trataron no pudieron despegarlos. El amigo visitante, atrapado de manera feroz, comenzó a aterrarse cada vez más con la situación. Lo tomó una desesperación, difícil de describir, ocasionada por la presencia íntima de aquel cuerpo frío del cual
no podía separarse. Sentía que a cada minuto los músculos del amable señor, recién fallecido, se iban apretando más. El joven comenzó, en cierto momento, a emitir gemidos de dolor y empezó a rezarle a la Virgen de la Caridad del Cobre con la intención de jurarle que nunca volvería a cometer un acto semejante. No lo haría ni siquiera por una botella completa de ron. En su plegaria imploraba que le devolvieran su órgano, su ser mismo, y que no se lo llevara el amable señor
goce además— gritó como últimas palabras que una perra negra se iba a suicidar próximamente tirándose al vacío desde su ventana. En efecto, no puedes negar que, años después y pese a la disposición de mantener cancelado el lugar, cierta tarde de otoño viste caer a esa perra negra. Miraste pasar el cuerpo del animal raudo por tu ventana, en caída libre, cuando el departamento del altillo ya había sido casi olvidado por todos.
en su camino al más allá. Con la intención
de que en tu departamento no se oyeran los lamentos, le taparon la boca al joven con un trapo y envolvieron ambos cuerpos
—el
del amable señor del altillo y el del joven, uno muerto y el otro todavía con vida— en una gran sábana que amarraron con unas cuerdas. De esa forma bajaron el bulto por la escalera del edificio y lo condujeron por la calle de Ánimas. Con el atado sobre los hombros saludaron a algunos de los vecinos, que preguntaron por aquella sábana que hacía movimientos convulsivos. Los muchachos, que aquella noche se habían reunido donde el amable señor del altillo, contestaron que transportaban un par de puercos que los ayudarían a soportar el Período Especial por el cual el gobierno los hacía pasar de vez en cuando. Sin ser advertidos por nadie dejaron abandonados los cuerpos en los jardines del hospital Hermanos Ameijeiras —situado al final de la calle de Ánimas—. El vecino me dijo que nunca más supo sobre la suerte que corrieron aquellos extraños amantes. Sólo se supo que, algunas semanas después, las autoridades cerraron para siempre el departamento del amable señor. Quedó como un espacio sellado por disposición gubernamental. Un suceso curioso: segundos antes de que el amable señor del altillo sufriera el ataque mortal —en pleno
*** No terminé de decírtelo, pero Sergio Pitol y yo esperamos la llamada del Chino en la habitación del hotel. Pedimos una botella de champaña. Desde aquel cuarto, situado a una considerable altura, se podía ver el malecón casi por completo. El mar se mostraba tranquilo. Desde esa altura eran apenas perceptibles los muñecos de aquella zona. Las figuras oficializadas, por llamarlas de alguna manera. Pasaron las horas. Comenzaba a anochecer, pero con los últimos rayos de sol todavía se insinuaban algunos reflejos brillantes en los cuerpos de aquellas criaturas. No tardarían en ser encendidas las luces de su interior. Cuando esto ocurriera se convertirían en una suerte de antorchas delineando los bordes de la bahía. Media hora más tarde se acabó la botella de champaña. Pedimos otra. Justo cuando el camarero la estaba acomodando en una mesita puesta frente a la ventana, sonó el teléfono. Era el Chino. Pasaría pronto por nosotros. Esa noche la fiesta del Marqués se llevaría a cabo en un lugar apartado. Debíamos conseguir un transporte clandestino para movilizarnos. Me dijo que sabía de la existencia de una organización de muchachos que realizaban el viaje de ida y vuelta. El regreso costaba el doble que la ida. Al preguntarle la razón de semejante cambio de tarifa, me
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contestó que quizá se pudiera hallar una forma para ir, pero de no ser por esos transportistas nunca podríamos regresar del lugar de la celebración. Me informó que era un sitio que ya ni siquiera formaba parte de la bahía, ni de la ciudad, y que la entrada a la fiesta incluía una cena frugal y una botella de alcohol. El Chino me informó además que en ese momento todavía estaba trabajando con las uñas de los filósofos. Antes de colgar aseguró que esperaba demorar el menor tiempo posible para presentarse y recogernos. Mientras aguardábamos, Sergio Pitol y yo acabamos la segunda botella. A esa hora ya era posible apreciar a lo lejos a los muñecos encendidos. A pesar de estar seguro de que era solo un efecto visual, me pareció verlos moverse de vez en cuando. Tuve la sensación de que sus cuerpos iluminados, como los de unos duendes sorprendidos en medio del bosque, hacían rápidas incursiones a cierto punto y luego volvían, con la misma celeridad, a su lugar original. Quise decírselo a Sergio Pitol, pero noté que se había quedado dormido sentado en el sofá desde el cual habíamos estado admirando el panorama. Mientras le acomodaba un almohadón debajo de la cabeza, supe que el Chino no pasaría nunca a buscarnos y que había sido absurdo realizar aquel viaje llevando tal cantidad de toallas y libros a cuestas. El Chino no iba a venir a buscarnos. No subiríamos a un destartalado auto soviético, no ingresaríamos en plena noche a un ambiente propio de Santuario, de Faulkner, Aparte de la escena del bar con las toallas, era poco probable que los intelectuales se interesaran demasiado en libros publicados varios años atrás. Miré largo rato por la ventana. Ya no tenía ninguna responsabilidad con respecto a los muñecos. Ahora que Sergio Pitol estaba dormido mi ángu-
lo de visión podía ampliarse hasta casi el infinito. Recordé algunas de las zonas que recorrí durante los años que habité en aquella ciudad. Pude reconocer la torre del hospital donde tu vecino arrojó en el jardín los cuerpos del amable señor del piso de arriba y el del muchacho atrapado. Amarrados los dos, formando una misma masa cubierta de tela. Miré también hacia donde había estado ubicada mi casa. Al borde de una playa de piedras llamada La Puntilla. Me acordé de la vecina Adriana, y su afición por robar objetos con la intención de regalárselos a otros, a los que a su vez robaba algo para dársela a alguien más. Recuerdo a los visitantes a mi casa de aquel entonces. La mayoría se dirigía a la Playita 16, ubicada a unas cuantas cuadras. Casi todos regresaban del mar con la ropa mojada. Me pedían que les prestara algo seco para ponerse por mientras, en lo que regresaban a sus casas. Pocas semanas después advertí que mi clóset había sido saqueado por completo. Estos conocidos habían efectuado un verdadero trabajo de robo hormiga para llevarse la ropa con la que contaba en ese entonces.
Fui despojado de una serie de prendas que, al mismo tiempo, yo había conseguido en las tiendas de artículos para extranjeros; que había pagado con una especie de dinero mal habido, pues lo había conseguido comprando productos para los habitantes que no tenían acceso a esos lugares. Adquiriendo objetos con la moneda extranjera que los familiares que vivían en el exterior les enviaban escondida en la correspondencia.
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En ese entonces la tenencia de dólares estaba prohibida para la población. Los únicos que podíamos portarlos éramos los turistas y los residentes extranjeros. A buena parte de los habitantes les llegaban billetes
de manera clandestina. Escondidos, como te comento, dentro de cartas. El asunto siguiente consistía entonces en encontrar un habitante que no fuera ciudadano —era mi caso— que pudiese hacer efectivas las compras. Incluso se había llegado a oficializar de manera paralela una tarifa fija por efectuar un trabajo semejante. Por cada dólar que se comprara se recibiría el equivalente en moneda nacional. Recuerdo que con ese dinero no solo subsistía yo, sino también algunos de mis conocidos. Recuerdo que después de cada una de las visitas a esas tiendas, colocaba los billetes cubanos encima de una mesa de mi cuarto, y cada uno de mis amigos tomaba lo que considerara necesario para sobrevivir. Fijé la vista también en la parte de la ciudad donde se ubicaba la Casa del Té, lugar donde nos reuníamos a discutir con los demás escritores. El grupo que conformábamos todos alrededor de un mismo libro conseguido de alguna extraña manera. Las infinitas horas libres que teníamos a nuestra disposición para hablar de los asuntos más diversos; para asistir a un verdadero curso práctico sobre la historia del cine en la Cineteca de la Rampa, donde cada noche encontrábamos a la misma docena de ancianos durmiendo, emitiendo ronquidos contundentes, aprovechando las ventajas que el aire acondicionado del cine les podía ofrecer para dormir fuera del bochornoso clima de la ciudad. Me acordé en ese momento del libro del que te hablé, sobre los primeros intelectuales soviéticos que ingenuamente trataron de sacar adelante una librería. Hay que leerlo, eso sí, varias veces, y tratar de mantener algo similar para nuestra propia escritura. Es decir, la entrega que esos intelectuales ponían en la manera de mantener una librería donde se ufanaban en difundir
a los autores que consideraban imprescindibles. Me refiero, lo sabes, al volumen acerca de la librería de los escritores rusos. Mira que nunca perdieron el ánimo. El hecho de que ustedes se encierren ahora en una torre, en el minarete desde el cual discuten sus ideas, es algo que se puede ampliar si lo desean. Al menos es preferible realizar algo semejante, que salir a comprar pantalones para el marido cada vez que la situación empeora, como me contaste una vez acostumbraban realizar las costureras de tu edificio.
*** Hoy cenaré con Sergio Pitol, quien viene esta tarde, de visita, desde la ciudad donde vive. Le enseñaré el texto que hice sobre nuestro viaje a Cuba. Lástima que no lo puedas ver con las fotos que lo acompañan.
*** Las fotos de Cuba son impresionantes. Ninguno de nosotros sale en ninguna y la del babalao desapareció por completo. Recuerdo que tomé una de la puerta con un ojo que me decía que me estaba mirando. Hay una rara, de Sergio Pitol y tú alejándose de espaldas hacia la nada —ahora no vayas tampoco a interpretarla—. Las que más me gustan son las de los muñequitos del malecón, creo que allí está resumido el viaje.
*** Casi veinte años después de que me obsequiaran mi primera cámara Diana, realicé otra vez un ejercicio semejante. En esa ocasión lo llevé a cabo con una cámara rusa que compré durante los años que viví en Cuba. En ese entonces era posible conseguir rollos, pero no había un lugar dónde revelarlos. Recuerdo que dediqué entonces casi dos años de mi vida a realizar las “fotos espectro”, que era
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como llamaba a las fotos que nunca veían la luz. Los rollos sin revelar se fueron acumulando en grandes bolsas de plástico. Empacada de esa forma se mantuvo para siempre la única mirada de vida que tuve durante ese tiempo. Muchas de esas imágenes no deben haber sido solo únicas, sino perfectas. Recuerdo que dentro de la bolsa de plástico había una serie de fotos espectro que me entusiasmaron cuando las tomé. La acción para realizarlas
contarte más cosas acerca de los muñecos que fui a visitar en compañía de Sergio Pitol.
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O de la Procesión que se llevó a cabo en la calle de Ánimas, con los dos cuerpos llevados al hombro envueltos en una sábana
consistió en sumergir postales de pinturas clásicas en los charcos que creaba el agua de mar atrapada en la costa rocosa frente a la cual vivía en ese entonces. La mayoría fueron figuras de carácter religioso. Recuerdo también el registro fotográfico minucioso de las tardes pasadas con ustedes en la famosa casa del té. Fui tomando día tras día esos retratos. Ese trabajo lo fui recolectando en forma minuciosa hasta que, de pronto, cuando la inmensa bolsa se
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llenó con decenas de rollos, decidí deshacerme de ella. Pensé que sólo de esa manera se cumpliría en su dimensión verdadera la idea de fotos semejantes. Desapareciéndolas antes de tiempo. Antes de que fueran vistas por ojo alguno. Pasó un largo tiempo sin que volviera a hacer ninguna otra fotografía. En una época —muy corta— realicé algunos autorretratos cenitales. Para lograrlo amarraba la cámara en lo alto de una escalera de tijera, bajaba rápido y me acostaba en una cama cuya mesa de noche estaba decorada con diferentes objetos. El resultado aparecía como si hubiera sido realizado un dibujo a carboncillo sobre el papel fotográfico. Guardé y perdí después todo el equipo. La cámara rusa, el trípode, algunas láminas de plástico que me servían de filtros para la luz.
que me agradaba era dar la impresión de la existencia de un mundo que, de alguna manera, se mostrara enrarecido. Me contestó que únicamente podría lograrlo si creaba un espacio artificial y que lo fotografiara después con una cámara digital.
***
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La primera acción de mi cumpleaños fue algo desmoralizante. Anoche, poco después de las doce —hora de mi cumpleaños—, llegó por fin el famoso curador francés para ver mis fotos. Las miró y, como sabes, dijo que eran malísimas, expresó que le parecían algo así como si alguien comenzara a escribir y lo hiciera desde el primer día como Alejo Carpentier. Qué desilusión. Él mismo había publicado mis fotos anteriores. Me aclaró que el problema eran las cámaras, que producían determinados efectos y la forma lo era todo, dando una falsa sensación de densidad. Que se podrían solucionar los problemas si trabajara sólo con cámaras normales, digitales de bajo costo y fácil acceso, donde la realidad se viera tal cual se presentaba. Me dijo que eso era lo que esperaría de mí una crítica especializada. Le contesté que lo
Como sabes, a tu cantante la historia lo preservó con el nombre de Monpó. No cabe duda de que no es más que un seudónimo, más exactamente uno de sus seudónimos. Sin embargo, la pregunta que levanta una suspicacia inmediata es: ¿La historia realmente lo ha conservado? No es en vano por eso que habite ahora el ático de la calle de Ánimas, que haya desalojado a su antiguo inquilino —a aquel pretendiente tuyo que solía subir en la noche rodeado de muchachos del barrio— y que esté ahora cantando, a voz en cuello si se le escucha con atención, sus arias inmortales, mientras lleva clavado un cuchillo en el corazón. ¿Quién será el próximo huésped del ático?, no dejan todos de preguntarse todos. Cuando se escuche el sonido de chancletas a altas horas de la
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*** Tengo que hacer el Tratado sobre Frida Kahlo e ir corriendo a llevar a revelar las fotos que tomé en La Habana a ver si aparecen en las copias los perversos muñecos del Parque Maceo. No puedo creer que haya estado por allá, es como un sueño. Te dejo al Chino, al cantante fantasma Monpó y a los amigos desaparecidos que alguna vez frecuentaron la Casa del Té. La pájara enjaulada que sale mal en las fotos será la primera en intuir mi presencia cuando regrese, ya lo verás.
madrugada se tendrá la respuesta. Primero oirán caer una al piso, pocos segundos después la otra. Las sandalias del amable señor cayendo con la disposición que él propio Carreño declarará: es símbolo de buena educación despojarse, antes de dormir, del zapato izquierdo y casi de inmediato del derecho.
*** Sergio Pitol me dijo que estuvo contento con el hecho de subir a la torre donde se reúnen los escritores jóvenes. Yo también muy feliz por haber dejado el cigarro gracias a tu embrujo. Ya estoy mejor. Más pegado a la realidad. Los médicos querían verme para dejarme viajar, aunque sugieren que baje un poco el ritmo de trabajo. Ahora sólo tengo cansancio y el dolor de lengua —me la herí en el último ataque epiléptico— que va pasando poco a poco. He comprobado que la lengua es uno de los órganos que se restablece más rápidamente.
*** Sergio Pitol quiere ver detalles de su presentación en noviembre dentro de la Semana de Autor que le van a dedicar. Se le ve entusiasmado con el viaje. Parece que desea apreciar cómo se encuentra ahora La Habana y conversar con personas que recién comienzan a escribir. Cuando a veces le he contado de las cosas que hacíamos allá en nuestros tiempos, él tenía muchos recuerdos de los años que pasó en Rusia y en Polonia con los grupos alternativos de artistas, donde sentía que se hablaba, se discutía de asuntos que era imposible se intercambiaran en otras partes.
*** No sé por qué te estoy contando esto. Debería referirme tal vez solo al
estado en el que he quedado después de la operación. A la sorpresa que me causa no sentir el dolor que creí iba a comenzar a experimentar luego de que se fuesen los efectos de la anestesia. O quizá contarte más cosas acerca de los muñecos que fui a visitar en compañía de Sergio Pitol. O de la Procesión que se llevó a cabo en la calle de Ánimas, con los dos cuerpos llevados al hombro envueltos en una sábana. Bulto que fue arrojado a los jardines del hospital donde acaba esa calle. Eran grandes, casi de tamaño natural, no como los muñecos en miniatura de Playmobil con los que la terapeuta trataba de conformar la historia de los miembros de la familia que me preceden. Aquella barata reunión de Constelaciones Familiares, a las que parecen haberse vuelto tan adeptos algunos de tus vecinos durante el Periodo Especial.
*** Participo la próxima semana en un debate sobre escritura y nuevas ideas editoriales, así que prepararé un discurso fulminante donde no habrá ninguna respuesta, de allí a hacer las maletas para Cuba, donde el 19 me espera el encierro para leer todos los papeles que mandaron los postulantes para el Premio Casa de las Américas. Allí también estaré presente. Tengo ya hecha una lista de dónde estoy presente o no, y voy tachando los lugares en donde mi presencia se va volviendo cada vez más fantasmal.
*** Debo presentar el domingo a Sergio Pitol en un homenaje que le tienen preparado. Tengo pensado introducirlo hablando, es más incluyéndolo, en un cuento de Anton Chéjov, uno de sus autores preferidos.
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atraga
Michael H. Rosa Miranda Pérez /el Morales nervio /Atragantarse yuma en el Arzobispado 104 Amanda
HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
Amanda Rosa Pérez Morales
antarse en el arzobispado El primer problema es el siguiente: hay una diferencia fundamental entre prótesis y herramienta. Una prótesis, señala Broncano, se incorpora estrictamente, se hace cuerpo, mientras que la herramienta es un objeto de uso ocasional. De esta afirmación se establece un segundo problema: la diferencia fundamental entre prótesis y herramienta se da, en la mayoría de los casos (señalo yo) a partir de la percepción que uno tiene de la cosa en cuestión, de la cosa que está ahí en el medio, de la cosa que está viendo si es una prótesis o una herramienta. Usted podría decirme, ahora mismo, que hay cosas que nacieron para ser prótesis y otras que nacieron para ser herramientas. Usted podría estar en lo cierto si usted no tiene en cuenta la pluralidad de sentidos que tiene la existencia. Y eso hay que tomarlo en cuenta, porque el tiempo verbal subjuntivo no apareció por gusto en la primavera de la Modernidad. Ni tampoco aparecieron en vano las novelas. Las miles de millones de novelas que parieron miles de millones de hijos
mutantes, convertidos en fanzines, en radionovelas, en telenovelas, en series, en podcasts, en canales de YouTube, en hentais. El subjuntivo y las novelas nacen, precisamente, de la necesidad de expandir el cambio de apreciación existencial, ante una crisis tan grande que fue pasar del Medioevo a la Modernidad. Ahí se dieron cuen-
ta de lo importante que era imaginar cosas y crear un tiempo verbal que posibilitara hacer alarde de la probabilidad. De lo que es, o puede ser y que quizás no será, o al revés, o las tres al mismo tiempo. Entonces, usted me podría decir que un marcapasos es una prótesis, que un corazón nuevo es una prótesis, que un brazo biomecánico es una prótesis. Sí o sí. Pero eso depende del ojo con que se mire, de la subjetividad que a uno lo atraviese y, sobre todo, de si el cuerpo lo asimila o no. Vuelvo al inicio y repito: la prótesis y la herramienta se definen a partir de la percepción del creador del objeto y de aquel que lo utilizará. No sé si usted me
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entiende. Hay veces en las que me enredo mucho. Le hablo de todo esto porque usted me está preguntando cómo alguien como
yo trabajó en el Arzobispado de La Habana durante los últimos cuatro años que pasé en Cuba. Y como usted me preguntó, yo le respondo de la misma forma en que me respondí a mí misma esa pregunta, hace algunos años. Yo también pensé en esa pregunta. Me la paso preguntándome a mí misma sobre mí misma y sobre La Habana. Las preguntas son una infección crónica que tengo en las adenoides. Durante varios años yo trabajé en el Arzobispado de la Habana cuando todavía estaba el cardenal Jaime Ortega. Llegué de una forma muy curiosa. Fui parte, en el 2010, de las jornadas que se organizaron por el centenario de Lezama. Específicamente, ayudé a organizar un coloquio dedicado a su obra que finalizó con una misa en la catedral y con un almuerzo lezamiano en Bauta, en la casa donde vivió el padre Gaztelu. Cuando estábamos en la misa, vino el momento de la ostia. Yo me formé para probarla debido a que nunca me bautizaron. Pero yo quería probar la ostia porque es la carne y la sangre de Cristo. En mi imaginario, yo me estaba comiendo un trozo de persona. En mi existencia subjuntiva, puede que tuviese la mejor experiencia culinaria de mi vida. En mi existencia subjuntiva, quizás fuera caníbal. Cuando llegó el momento de abrir la boca y extender, levemente, la lengua, el padre me preguntó que si yo reamente era católica y que si sabía el significado de aquello que estaba a punto de tragarme. Yo le dije que sí, que claro padre que yo sabía, que eso era la sangre y la carrrrrne de Cristo. Carrrrne, con varias erres. Carrrrrrrne. Creo que esa forma de pronunciar carrrrrne, de sentir la carrrrrne hizo que el padre se sonrojara, que
carraspeara, que me dijera “Muy bien” y que finalizara con un “Dios te bendiga, hija mía”. Debido a mi buena gestión y a que también era investigadora, una de las organizadoras de las jornadas lezamianas, colega también en el ámbito académico, me propuso para ser la asistente de redacción de una revista de investigación financiada por el Arzobispado de La Habana y que tenía las oficinas dentro del mismo recinto. Entre los
filtros que tuve que pasar estuvo rellenar una carta en la cual juraba, ante Dios, estar bautizada y luego, presentarme ante el padre al cual le llamó la atención mi forma de pronunciar carrrne. Se acordaba perfectamente de mí y como sabía que ya era “católica” (o porque no quería pasar la misma vergüenza de aquella vez), me dio el aprobado rápidamente. Comencé a trabajar ahí cada miércoles, jueves y viernes, de ocho a cuatro y media de la tarde, con un sueldo (estímulo) de veinticinco CUC por mes. Hay muchas cosas interesantes que podría contarle sobre qué significa que una laica no religiosa de veinte años trabajara en un lugar así, pero yo solo quiero hablarle a usted sobre un tema. Yo quiero hablarle a usted sobre la comida.
Dentro del Arzobispado uno se puede dar cuenta del rango y la “guara” que tiene cada cual en dependencia de la cantidad de comida que le sirvan en el plato. Hay una orden allá adentro que establece lo siguiente: a las personas de mayor rango, dentro de la institución, se les debe servir las mejores porciones de carne, las porciones más grandes de postre, y tienen permitido repetir cuantas veces quieran. Las personas con mayor rango eran todas aquellas relacionadas, de forma directa, con la iglesia: el cardenal, los padres, las monjas y algunos seminaristas que estuvieran haciendo servicio allá. Luego venían los
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administrativos laicos, pero muy devotos. A ellos les servían las segundas porciones de carne más grande, pero no les daban grandes porciones de postre. Podían repetir arroz, frijoles y caldo, una vez. Proteína y postre no. Le seguía el equipo creativo, grupo al que yo pertenecía. En él estábamos los que trabajaban en Palabra Abierta, los que trabajaban en mi revista, los que se ocupaban del diseño web de la Arquidiócesis, los de imprenta, los de divulgación, los investigadores… todos laicos, algunos muy devotos, otros no. A nosotros nos daban poquita comida, equilibrada, pero poquita. Un poquito de carne, un poquito de arroz, un poquito de frijoles y un poquito de postre. No podíamos repetir ni una vez. Por último, venían los del servicio y mantenimiento: plomeros, fontaneros, albañiles, barrenderos, cuidadores, los de cocina. Ellos ni podían almorzar en el comedor. Una encargada de la cocina les bajaba la comida, muy amablemente, metida en cajitas o, cuando más, los dejaban comer en el sagrado comedor luego de que todos se habían marchado. La justificación del Arzobispado: no cabíamos todos. La justificación real: no los querían cerca. Algo interesante también era el agua. El mismo sistema piramidal de la comida se aplicaba al agua. Los primeros sí podían pedir otro vaso: a los demás les pedían, de nuevo muy amablemente, que trajeran una botellita llena desde su casa. A pesar de todo esto, teníamos la oportunidad de resolver más comida, aunque uno fuera albañil o del equipo creativo. De ahí que la empatía, o la guara, jugaran un papel fundamental. En mi caso, por ejemplo, todo siempre estaba bien. Yo me la pasaba platicando con la cocinera. Me contaba cuánto detestaba tener que darle más comida a ciertos y determinados directivos,
y también cuánto disfrutaba darle poquito a algunos albañiles porque se la pasaban fisgoneando por ahí o eran muy vulgares. Yo habitualmente le seguía la rima con tal de que me diera más comida, no para mí, sino para mi jefa y colega, la cual siempre tenía muchísima hambre y no le gustaba cocinar. Además, tenía un perro. Entonces, ella se comía toda su bandeja, y luego, disimuladamente, echaba la mía en una bolsita y se la llevaba para su casa. Yo me quedaba con el postre y el agua. Como mi caso había otros más que aplicaban la misma movida. Se hacían amigos de la cocinera y ella, disimuladamente, les servía de más. A los que nos privilegiaba de esta forma, nos pedía ser discretos y que no nos paseáramos con la bandeja por delante de los directivos; de ser así, la podían despedir. Sobre todo me lo decía a mí y a los seminaristas que iban de vez en cuando, ya que éramos los únicos en ese recinto que teníamos menos de cincuenta años. Debido
a nuestra (decía ella) radiante lozanía, no había santo padre que no se extasiara con el doble regalo que le daba Dios: el regalo de la porción más grande de carne en el plato, y el regalo de la porción más grande de carne a los ojos. Siempre los imaginaba como aquel padre, el día de la misa: extasiado ante la carrrrrrrne, sonrojado, agitado, intentando sobrevivir a la disparidad pasional en la que viven. Aquel día, en la misa, lo hice a propósito, lo disfruté, sentí que de cierta forma yo era una caníbal que iba a comer carne humana y tomar sangre humana, por lo tanto, tenía control sobre ese otro humano que se sonrojaba ante mi pasión por la carne. Pero estas otras veces ya no me sentía en mi existencia subjuntiva que posibilitaba que fuera caníbal. En este caso me sentía como la carrrrrne a la cual le tocaba poca carrrrrne, pero que al final conseguía más carrrrrrne para darle a otro.
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la carne humana (LA CHAIR) como la animal (LA VIANDE) representan atadura y pecado. Un matadero. No es nada extraordinario reflexionar respecto al sentido agudísimo que tiene la carne dentro de las corrientes religiosas. Tanto la carne humana (la chair) como la animal (la viande) representan atadura y pecado. Por eso la necesidad de desprenderse siempre de ella. Pero si es extraordinario el sentido que tiene, para un cubano, la carne en su devenir alimento, más interesante aún es el sentido que tiene la carne para un cubano, y más aún, para un cubano que pasa la hora del almuerzo en el Arzobispado. Mi conclusión de aquel show habanero recurrente era que esos clérigos tenían tanta ansiedad de comida, por la falta de comida que tenían en sus vidas. La carne, entonces, pasaba de ser un nutriente o una herramienta de supervivencia para el cuerpo, a ser una prótesis, algo que el cuerpo asimila y vuelve suyo. También yo sentía que cada bistec, cada trozo de lomo, cada porción de picadillo, cada una se iba pegando al cuerpo de cada uno de los trabajadores de ese lugar. Por ello, los que podían repetir estaban gordos. Les chorreaba grasa por todo su cuerpo, constantemente transpirando por los treinta y ocho grados que hay en Cuba combinados con la sotana. La grasa corporal
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Por eso la necesidad de desprenderse siempre de ella iba disminuyendo, en dependencia de la cantidad de prótesis alimenticias que tenía cada uno encima. Así hasta llegar a los albañiles, que siempre eran delgados. En mi cabeza todo eso existía en una materialidad altamente posfenomenológica: nuestra existencia se modificaba a partir de la cantidad de prótesis, envueltas en carne, que podíamos meterle a nuestro cuerpo. Éramos como cyborgs, distintos tipos de cyborgs, cubancyborgs, cyborgsreligiosos, cyborgmonjas, altamente tecnologizados en un universo donde la técnica se traduce en grasa, tecnograsa, y a partir de ella se modifican nuestras acciones, tecnoacciones, para con nosotros y para con los demás. Cyborgs estratificados dentro de la iglesia, tecnoiglesia. Es complicado pensar en gente que se empodere a partir de la percepción de la carne. En Cuba no hay carne. La gente está obsesionada con ella, precisamente por lo incierta que se presenta. Y de eso no se salva ni el cardenal. Yo misma estoy obsesionada con la carne de forma tal que, aunque ya tengo carne, toda la que quiera, no dejo de pensar en la carne, incluso escribo sobre la carne. Da igual si me gusta o no me gusta, cada día intento comerme un bistec, o un corte, o un mixiote, o un codillo…,
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Es complicado pensar en gente que se empodere a partir de la percepción de la carne. En Cuba no hay carne. La gente está obsesionada con ella, precisamente por lo incierta que se presenta. y de eso no se salva ni el cardenal
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lo que sea. Ya llegué a tal punto de grasa compacta dentro de mí que me sacaron la vesícula porque la tenía llena de piedras; piedras de carne. Cuando me prohibieron ingerir carne durante un tiempo, recuerdo que le dije al doctor que yo no sabía vivir sin dicho alimento. Que no era que me gustara tanto, de gustarme me gustan el pescado y los mariscos. Pero la carne no era un lujo, ni un gusto. La carne es, bajo mi imaginario, y bajo el imaginario que yo imagino del imaginario en el Arzobispado, un complemento que define nuestro cuerpo, nuestra fuerza, nuestra clase social, nuestro derecho a ser mirados en un comedor, nuestra forma de estar más cerca de Dios. En Cuba, yo siento que es la única forma de pensar en un cuerpo modificado, solidificado, mejorado. Allá nadie piensa, como usted, en sustituir un brazo por uno biomecánico. Allá eso se construye con lo que comes. Y bueno, ya le he contado a usted cómo llegué a trabajar a ese lugar. También le he contado a usted el trauma que me dejó tener que almorzar allá. También le he demostrado a usted cómo una prótesis y una herramienta son, en dependencia de la for-
ma en que la interpretemos, de cómo la absorba el cuerpo. Y también le he contado a usted cómo, en mi cabeza, la carne es tecnología que modifica al cuerpo hasta adentrarnos en un trip bien cyborg; en un trip bien Habacyborg. Esto ha tenido de todo. Seguramente, usted ha aprendido mucho. Lo último que quisiera decirle es que hace como dos años despidieron a la cocinera, dos albañiles tuvieron lesiones graves por trabajos en ese lugar, y uno de mis compañeros de la revista se murió por un problema de la cadera que tuvo luego de caerse por las escaleras de las oficinas. El cardenal Jaime Ortega se murió de cáncer de páncreas, y el padre que me dio la ostia ahí sigue, repitiendo carne a la hora del almuerzo. Yo me enteré porque sigo en contacto con mi colega, que era mi jefa y que se llevaba mi comida. Siempre me repite que nunca más ha podido agarrar una bandejita extra. La pobre, lleva pasándola feo desde hace años. Su perro hasta se murió. No le han hecho más homenajes a Lezama. No han hecho más almuerzos lezamianos, la casa del Gaztelu se mantiene en silencio. Yo peso sesenta kilos. Hace cinco años pesaba cincuenta y uno. He asimilado mis prótesis. Y ya.
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HAVANA-ROME EXPERIENC She was gentle / She was weak / She was destroyed.
Escribir
“experiencias
habaneras”
ha
sido el negocio más lírico que me han ofrecido. Supuse que era absurdo negarme a la invitación, no tenía dinero y me apetecía contraficcionar la plataforma de
Airnbnb, donde se ofrecían visitas literarias a la casa de Hemingway y recorridos artísticos por los pasillos de la Fábrica de Arte (FAC). Mis propuestas, junto a las de otro escritor que no conocía, se valorarían e incluirían en la narrativa de una red secreta, autogestionada y autónoma. Las experiencias avivarían la capital cubana y funcionarían a través de una aplicación on-line, que vendería tickets a turistas especiales. La idea original era del dueño de un bar —un muchacho sabio y lindo que pudo ser jugador de fútbol profesional. Con los guiones “economía del bien común” se colmaría la ciudad de curiosos foráneos, que se desplazarían como espectadores de un teatro invisible ante la autoridad (a la manera de Augusto Boal).
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A-
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Martica Minipunto
NCES
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Como empaquetados, ordené mis daguerrotipos Havana experiences. Hice uso de las maquinarias usuales en el teatro documental y el biodrama, supuse que la ciudad merecía exhibir las microhistorias ocultas en el churre y el deseo. Traduje las ficciones habaneras en muecas, biografías y riesgos aventureros. Si querían teatralizar lo cotidiano, yo estaba lista para hacerlo. Cuando terminé el proyecto, por más que el dinero me hiciera falta y a pesar de que creyera en el altruismo del muchacho emprendedor, nunca lo entregué. Me sentía abominable, como si mi envoltura comercial de la ciudad valiera lo mismo que un bodrio filmado en sus derrumbes y sus alcantarillas, como si no hubiera crecido reconociendo el humor mísero con el que La Habana se revende. Me bebí una caneca de Havana Club y me fui con Mila Kaos al parque Mariana Grajales (cliché hubiera sido decir el malecón). Allí me dejé manosear por mi amiga travesti, pensé que durante ese toqueteo podría quitarme algo del cinismo y la petulancia con la que encumbraba el imaginario de la (des)capital. Durante la apretadera no existía ninguna relación lógica entre el ron, el tema de Elvis Manuel que sonaba en un almendrón y nuestros muslos. No era notable ninguna correspondencia entre el alcohol y mis notas para la plataforma online. No existía relación entre mi Havana experiences y la apretazón experiences, una visión global de la ciudad, del espacio público y de los bancos de un parque.
del Capitolio y la babeé levemente. El collage poder, saliva, lengua y papel húmedo, completaba un ritual de paso. Mis experiencias eran
Habana timando yumas + Emprendedurismo habanero timando a cubanos = Sobrevivencia, me daba patéticas, mi esquema:
asco, yo era peor que todo lo peor que ha querido joder a la ciudad, peor que los ingleses, peor que el calentamiento global y que el sol. Mientras escribía, pensaba en el dinero, masticaba mi miseria como si se tratara de billetes y procuraba ser justa con los pobres que vivimos en La Habana. Seleccioné algunas notas de 2018 (archivos: @cerohavana.xdoc / habitaciónenroma.xdoc), aquí están desplegadas, son monedas perdidas, guiones en desuso, no van a venderse con título y bombín en ningún sitio web. Tampoco servirán para mi epitafio.
RECOPILATORIO DE EXPERIENCIAS
La calle no es de nadie. La Habana no es de nadie. Mila y yo no queríamos que vinieran a “comerse” nuestra
city,
queríamos “comernos” nosotras mientras pudiéramos, queríamos ser las dueñas del fracaso. En casa, con resaca y llena de chupones, tomé en mis manos una foto
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Estudio de grabación amateur en la Habana Vieja Se visita un estudio alternativo construido con cartones de huevo y equipado con una computadora. Allí son usados los mismos beats que en todas las canciones de reguetón amateur habaneras, para producir un viaje sonoro. Uno de los cantantes le propone a los extranjeros hacer un featuring. Al final, los yumas se pueden llevar un tema original en un pen drive. Exbailarina de Tropicana Se visita a una exbailarina de Tropicana. La artista reproduce para sus invitados el número que hacía en el cabaret más famoso de Cuba. Muestra fotos, cuenta anécdotas calientes, canta las canciones, representa el
recuerdo coreográficamente y modela la ropa desteñida y dañada, otrora vestuario del show. Sala Kid Chocolate Conozco a dos custodios de la Kid Chocolate, cuadro con ellos visitas nocturnas y furtivas, no puede enterarse nadie del INDER. El recorrido comienza por la sala de entrenamiento de los boxeadores. Subimos a la cancha, atravesamos las lunetas y en el último piso miramos el Capitolio. Arriba nos espera el boxeador, se trata del boxeador que me presentaron los custodios cuando quería mejorar mi defensa personal. El boxeador tuvo un accidente de moto y no pudo ir a las Olimpiadas, por eso es un poco triste. El boxeador se deja tocar
los músculos. Le pregunta a los extranjeros si quieren pegarle. Se deja golpear, inmutable, mientras mira al Capitolio encendido. La coleccionista de botones En una casa grande y destartalada vive una mujer con una habitación llena de botones. Esa es la única habitación con el techo reparado. Los visitantes escogen los botones de los que quieren conocer la historia, hay botones comestibles, botones arrancados de ropas de políticos y hombres y mujeres, todos famosos. La mujer cuenta cómo la han ayudado a sobrevivir esos objetos. Cuando no ha tenido que comer, ha comido botones. Cuando ha tenido que pagar la luz, ha canjeado botones de plata por recibos de pago. La mujer espera que uno de los extranjeros le haga una propuesta: comprar su colección, llevársela completica, de todos modos, no conoce a nadie en La Habana que quiera heredar toda esa historia. Los jardines del Capitolio A través de una audio-guía, los extranjeros son guiados por los jardines del Capitolio habanero. A su paso,
encuentran un número del Diario de La Marina, un pitillo de marihuana y otra serie de objetos perdidos. El final del recorrido es una compuerta secreta que permite acceder a la sede del edificio concebido por el arquitecto Eugenio Raynieri Piedra en 1929. Estar adentro es peligroso. Entrarán sin saber cómo van a salir. Lanchita de Regla / Cristo de La Habana Tomamos la lanchita de Regla en la madrugada y viajamos con la idea de conocer la historia de la Bahía. Un biólogo marino nos cuenta de la flora y la fauna, de la contaminación. Un historiador, que de día trabaja vendiendo discos de música pirateados, nos comenta sobre el intento de salida ilegal protagonizado por esta flota alternativa. El viaje termina en el Cristo. Con esa vista de la ciudad de noche, unos mariachis nos dan un concierto. El cine El proyeccionista de un cine nos recibe en la salida de emergencia. El proyeccionista es Mila Kaos. El cine permanece a oscuras, con linternas y luces alternativas, los extranjeros y el proyeccionista recorren el espacio. En la sala principal, actores y directores famosos cubanos son entrevistados por Mila. Detrás de la pantalla, en un pequeño almacén, se ha creado un espacio con lujos mínimos. Los extranjeros, rodeados de proyectores antiguos y rusos, bailan con la banda sonora del cine cubano, mientras Mila hace su show de transformismo en homenaje a La bella del Alhambra. La casa de los combatientes Una de las casas de combatientes de La Habana tiene un grupo aficionado de teatro. Asistimos a uno de los ensayos.
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El túnel del metro La Habana Las obras para crear la red de túneles subterráneos para el metro de La Habana fueron detenidas por falta de dinero, por las características topográficas del suelo, por los soviéticos, etc. Muchachos fuertes y valientes, organizan un recorrido por los insipientes túneles del proyecto fallido en el Vedado. Allí, en el no lugar, altar por la aniquilación del futuro, muchachos fuertes y valientes continúan las obras para solucionar el problema del transporte público en la ciudad.
Gran Hotel Manzana Kempinski Entramos por la tienda a una de las suites cinco estrellas del hotel, antes Manzana de Gómez, antes comercio, oficinas, mucho antes Institución Iberoamericana de Cultura. Una vez dentro nos burlamos del diseño de interior rococó cheo. Dentro nos hacemos fotos y todos los vandalismos que se nos ocurran, sin llamar demasiado la atención. Por las escaleras de servicio subimos a la piscina del hotel. Allí nos espera un helicóptero. El despegue es hermoso. Sobrevolamos Habana Vieja y aterrizamos en la azotea del bar Roma.
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HABITACION EN ROMA (work in progress)
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Atardecer y anochecer en Roma 2 DE NOVIEMBRE DE 2017
VOZ EN OFF
ESTA ES LA HISTORIA DE MI CABEZA REVENTÁNDOSE EN EL ASFALTO DE LA HABANA Calvert Casey Edgar Valle Xiomara Ricardo Tú y yo Calvert Casey escribió Piazza Morgana escribió Gianni, Gianni en 1967 tomaría una dosis de barbitúricos y se suicidaría en Roma. SOBREIMPRIME
TÚ Y YO EN LA HABANA VOZ EN OFF
Estamos en Roma, en este bar la gente viene a sudar. El sudor es absolutamente ilusorio y simple. La Habana siempre está sudando y desde aquí arriba es fácil saberlo. La Habana también viene a sudar a este bar, eso se siente en el aire. Me gusta mucho la energía de Xiomara, el bar se extiende sobre su casa y ella te abre los brazos, te invita a pasar a su cuartico. Casey visitó este edificio y se sintió igual de cómodo. Xiomara me transmite mucha paz porque todo lo dice en voz baja. Estamos en Roma, subes el elevador y deliras en la azotea de los humildes, a veces creo que vendemos de-
masiado nuestra intimidad, esta ciudad es una vitrina dentro de otra vitrina, una habitación dentro de otra habitación. Lo más triste y lo más bello de esta ciudad, de la azotea romana:
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aquella intimidad borrosa es ahora pegajosa. Lo más rico de este bar es el suicidio. La caída desde la azotea: una altura recomendada para descoyuntar huesos y aplastar cerebros. Caer y gozar la caída. Al caer se te ocurren cosas sobre la ciudad, cosas que no son tristes, que no serán jamás demasiado tristes y que tampoco tienen el mérito de trascender. Después de la caída lo que te queda es una sensación muy profunda de deseo. Lo único que distingue a este bar de la ciudad recursiva, es el deseo sudado de muerte. Desde que te bajas del elevador, cuando entras a casa de Xiomara, cada sorbo de alcohol, la música, sus personajes, ahí está el pensamiento diciendo: deberías lanzarte de una vez, pégate al borde, déjate caer. Filmamos a Edgar en la casa de Ricardo. Ricardo bien siente las palabras de Casey, bien pudo entrar así en el cuerpo de un amante joven. En La Habana, como en Roma, los amantes jóvenes son tan comunes y tan adorables que abandonan del mismo modo. Ricardo, mirándome fijo habla de las pieles, los órganos y las caderas, todo eso que es igualito en Europa y en el Caribe. Todo eso que me transmite Edgar. ¿Te gustan las barras alargadas? ¿Te gustan las memorias de un viandante de 2778? ¿Te gusta besar extraños? Estamos en Roma, este año será la última vez que vuelva a este edificio. Voy a olvidar a Ricardo, a Xiomara, a Edgar, conozco al dueño del bar, a él no lo voy a olvidar. El dueño del bar fue quien me presentó a Ricardo para que pudiera filmar todo esto. Edgar desnudo. La sala de una casa del edificio Roma, el baño del apartamento, el agua y la ventana. A veces quisiera olvidarme de Casey,
quisiera que dejaran de importarme la tina del baño, los barbitúricos y la “ciudad maravilla”. Casey es más fuerte que yo. Edgar es un actor, su pathos es su sexo. La Habana es maravillosamente sucia y mala, también es jovencita y nació el 18 de septiembre del 2778. ¿Te gustan los italianos? ¿Por qué no complacemos a todos los romanos que llegan a este país? ¿Por qué no aprendemos a hacer bien nuestros malabares? ¿No vienen todos a nadar en el sudor?
¿No vienen todos a inventarse amantes y lagrimones después de singar? Edgar es lo más bonito y lo más joven que ha tocado las sábanas de Ricardo. Ricardo conoce de cerca las Unidad Militares de Ayuda a la Producción, UMAP, pero no habla de eso, prefiere sentarse en la barra y mirar con cizaña al caballo. Ricardo no te dice nada de su vida sexual. Ricardo posa para daguerrotipos habaneros y describe los fluidos del amante. Ricardo se restriega en las sábanas que Edgar sudó. Casey se imaginó descendiendo la escalera de Roma con las nalgas y el pelo rubio natural de Edgar. Casey se me apareció en un sueño. Me asusté. Casey detestaba lo extranjero porque era un extranjero en todas partes, era un extranjero en su época, era un viandante en su país. Una cosa es ser un extranjero de un tiempo y otra es ser un viandante de La Habana. Lo que más miedo me da es que no regrese. Le pido a Edgar que piense en algo que deseó y que nunca regresará. Edgar, el actor, en la ducha, piensa en una orgía en la azotea, también en una novia de su infancia. Edgar, el actor, dice que no sabe por qué, le ve una tristeza a Ricardo en los ojos que le asusta. Edgar me recuerda a Mila Kaos.
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TÚ Y YO EN LA HABANA DENTRO DE LA HABANA VOZ EN OFF
Estamos en Roma, qué rico, pinga. Hoy voy a bailar. ¿Tú tienes ganas? Toca esa puerta, entra, enciende el televisor y mátate a llanto, mátate a llanto por un poeta suicida y por un actor suicida, mátate a llanto por La Habana, por los cuerpos que no podrás poseer. Roma cien veces en La Habana, La Habana cien veces poblada por un frío hotelero, La Habana singándome toda, Roma, La Habana coliseo, La Habana loba, abro la boca y bebo su leche, qué rico, su leche rica. Quiero bailar. ¿Quieres probar algo malo?, ¿saltamos?, ¿sangramos?, ¿Hotel Roma se llamaba este edificio?, ¿no?, ¿algo así? Casey se fue de La Habana con miedo y ahora, si no bailo, me muero del miedo, aquí tengo miedo, tengo ganas de saltar, soy tan patética, tan chea, tan lugar común, tan cabeza esparcida en el pavimento, muslos en la azotea, muslos quemándose. ¿Están vendiendo algo? No me seques el sudor, todavía, qué rico, pinga. Estamos en Roma y siento la misma peste a hombre moribundo. Se me aparece en un sueño, me quedo dormida frente al televisor, me hablan del adoctrinamiento, pero lo único que no me pueden quitar es el sudor, mi lengua tomando de tu sudor, mi suicidio limpio, tranquilo, un gran ventanal y una ducha, no necesito más, esa altura apropiada, caería, pinga, rico, así, cayéndome. Esta ciudad tiembla. Casey se fue muerto de miedo, sueño con verlo bailar, muy rico, tímido, se enamora suavecito, apoya la cabeza en las sábanas, las moja. Casey sentándose en casa de Xiomara. Creo que somos felices en su sofá. A él le gusta, pero no va a durar, el baile, nunca dura lo suficiente.
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dos personajes*
César Aira 120 Michael H. Miranda/el nervio yuma
otras estampas de san cristÓbal
Las horas de la noche estuvieron dominadas para mí por dos personajes que resumían por la negativa las visiones que me habían deparado los paseos por La Habana. El primero era la ascensorista ciega de un local nocturno. Conducía con pericia (la poca que exige el oficio) el ascensor, que no tenía luz. Yo nunca había subido o bajado en un ascensor a oscuras. No pregunté, nadie preguntó, por qué iba a oscuras. La ceguera daba a priori una especie de explicación. Quizás se había quemado la bombita, y como ella no había notado la diferencia no se lo dijo a los encargados de mantenimiento, y quedó así. Los pasajeros por su parte no se quejaban ni hacían comentarios por respeto a esa mujer que a despecho de su discapacidad trabajaba y lo hacía a conciencia. O quizás era solo por ahorro de energía. Además, tenía su lógica, por más que pareciera una lógica torcida, ya que la ascensorista se las arreglaba con el tacto y el oído. Como sea, resultaba raro. No era de esos viejos ascensores de rejas, en los que se habría filtrado la
* Tomado de
luz del exterior. Era más moderno, de placas metálicas herméticas, y la tiniebla que se producía era total, compacta. Limpia de las contaminaciones visuales de la atención, la percepción del ascenso y el descenso, como si sucediera en el vacío, se acentuaba prodigiosamente. El segundo fue el guardia de seguridad de otro local nocturno, un joven soldado negro de dimensiones colosales. Debía medir bastante más de dos metros y era muy gordo, muy enorme. Obedecía a la precaución, bien probada, de emplear sujetos corpulentos en esa clase de sitios donde se consumen bebidas alcohólicas, como medida disuasoria. En este caso la disuasión tomaba un tinte de cuento de hadas. El gigante imponía su grandeza de fábula y empequeñecía a la realidad. De más está decir que era el centro de todas las miradas. Él no miraba a nadie. Se desplazaba lentamente de un extremo al otro del salón, adusto, exhibiéndose, como en otro mundo, efecto inevitable de un exceso de presencia. Su tamaño no cabía en las categorías de la atención y la distracción.
Sobre el arte contemporáneo / En La Habana, Literatura Random House, 2016.
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el cruce
122 Vladimir Maiakovski/El crucero
cero
HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
Vladimir Maiakovski
Mi último viaje: Moscú, Königsberg (por aire), Berlín, París, Saint-Nazaire, Gijón, Santander, el cabo de La Coruña (España), La Habana (la isla de Cuba), Veracruz, la Ciudad de México, Laredo (México), Nueva York, Chicago, Filadelfia, Detroit, Pittsburgh, Cleveland (los Estados Unidos de América del Norte), El Havre, París, Berlín, Riga, Moscú.
Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo lo que respira vida sustituye casi a la lectura de libros. El viaje emociona al lector de hoy. En lugar de historias ficticias, supuestamente curiosas, sobre temas, imágenes y metáforas aburridas, surgen experiencias interesantes por sí solas. He vivido demasiado poco como para describir los detalles de una forma correcta y pormenorizada. He vivido lo bastante poco como para retratar fielmente los rasgos generales. 18 días de océano. El océano es fruto de la imaginación. Estando en la mar tampoco puedes ver las costas, las olas son más grandes de lo que
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sería adecuado para poder disfrutar de ellas y no sabes qué es lo que tienes bajo tus pies. Pero lo que cuenta es la imaginación: saber que ni a derecha ni a izquierda hay tierra firme hasta el polo, que delante se encuentra un mundo completamente nuevo, un segundo mundo, y que debajo tal vez yazca la Atlántida. Esta imaginación da forma al océano Atlántico. Un océano tranquilo es aburrido. Durante 18 días nos movemos muy despacio, como una mosca sobre un espejo. Solo en una ocasión tuvimos algo de espectáculo, ya en el camino de regreso de Nueva York a El Havre. Un denso aguacero espumó de blanco el océano, trazó rayas blancas en el cielo, cosió con hilos blancos el cielo y el agua. Después apareció un arcoíris que se reflejó y se duplicó sobre el agua, y nosotros, como si fuéramos miembros de un circo, saltamos a través del aro iridiscente. Después, otra vez esponjas flotantes, peces voladores, más peces voladores y más esponjas flotantes del mar de los Sargazos y, en algunas ocasiones solemnes, los chorros de las ballenas. Y todo el tiempo el agua a nuestro alrededor, agobiante hasta la náusea. El océano aburre, pero también lo echas de menos cuando te alejas. Durante mucho, mucho tiempo necesitas oír el rumor del agua, el rugido tranquilizador del motor del barco, el tintineo acompasado de las escotillas de cobre. vapor Espagne 14 000 toneladas de desplazamiento. El vapor es pequeño, como nuestros grandes almacenes GUM. Cuenta con tres clases, dos chimeneas, un cine, una cafetería y un comedor, una biblioteca, un auditorio y un periódico. El periódico Atlantique. En general, malísimo. En la portada, los famosos: Balíyev y Shaliapin; en lugar de artículos vienen descripciones
El
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de hoteles (por lo visto, preparadas antes de partir); la poco poblada columna de noticias incluye el menú del día y avances de última hora de la radio del tipo “En Marruecos todo está en calma”. La cubierta está adornada con farolillos de colores, y los pasajeros de primera clase bailan con los comandantes durante toda la noche. El jazz carga el ambiente hasta el amanecer: ¡Ay, Marquita, Marquita, Marquita, primor! ¿Por qué, mi Marquita, Me privas de amor…? Las clases lo son de verdad. En la primera viajan comerciantes, fabricantes de sombreros y cuellos, primeras figuras del arte y monjas. Son gente extraña: tienen nacionalidad turca, solo hablan inglés, viven en México y representan a empresas francesas con pasaportes paraguayos y argentinos. Son los colonizadores de hoy, la flor y nata de lo peorcito de México. Siguiendo con la tradición de los acompañantes y los herederos de Colón, que expoliaban a los indios, hacen que las personas de piel roja se deslomen en las plantaciones habaneras a cambio de unas corbatas rojas que hacen que los negros comulguen con la civilización europea. Se mantienen separados. Solo van a las cubiertas de segunda y tercera clase a buscar chicas guapas. La segunda clase está ocupada por los agentes comerciales que van de viaje de negocios, los que se están iniciando en el arte y los intelectuales que desgastan las teclas de las Remington. Siempre que consiguen volverse invisibles a los ojos de los contramaestres, se cuelan disimuladamente en las cubiertas de primera clase. Entran y se quedan plantados en medio, como si dijeran: “Mirad, ¿cuál es
la diferencia entre nosotros? Tengo los mismos cuellos y los mismos puños”. Pero enseguida los descubren y les piden que se marchen a su cubierta, incluso con cortesía. La tercera clase es el relleno de las bodegas. Se trata de la gente de las odesas de todo el mundo, que viaja en busca de trabajo: boxeadores, agentes secretos, negros. No intentan colarse en las otras clases. Les preguntan con sombría envidia a los pasajeros que bajan a su cubierta: “¿Viene de jugar a los naipes, a la préférence?”. De esa zona sube un olor fuerte, mezcla de sudor, botas y hedor acre de los pañales que se están secando, y también el crujido de las hamacas y las camas desplegables de las que está plagada la cubierta, los chillidos endemoniados de los críos y los susurros de las madres que los tranquilizan igual que las madres rusas: “Ea, ea, mi amor, pobrecito mío”. La primera clase se divierte con el póquer y el mahjong; la segunda juega a las damas y toca la guitarra; los pasajeros de la tercera se entretienen poniendo un brazo detrás de la espalda, cerrando los ojos, esperando a que alguien choque su mano con todas sus fuerzas y adivinando quién ha sido de entre toda la muchedumbre; si reconocen al que los ha golpeado, éste ocupa su lugar. Aconsejaría a los estudiantes probar este juego español.
La primera clase vomita donde le da la gana, la segunda, sobre la tercera y la tercera, sobre sí misma. No sucede nada. Pasa el telegrafista, anuncia a gritos los nombres de los otros barcos que se cruzan en nuestro camino. Puedes enviar un telegrama a Europa. El responsable de la biblioteca, en vista de la poca demanda de libros, se entretiene con otros asuntos. Reparte pequeños trozos de papel con diez números. Pagas diez francos y apuntas tu apellido. Si el número de
las millas que recorra el barco coincide con el tuyo, cobras 100 francos de esta apuesta marina. Mi desconocimiento del idioma y mi silencio se han interpretado como silencio diplomático, y uno de los comerciantes, al toparse conmigo, por alguna razón siempre gritaba —para mantener contacto con un pasajero de alto nivel—: «Jorosh Plevna», dos palabras que había aprendido de una chica judía de la tercera cubierta. La víspera de la llegada a La Habana el vapor se animó. Montaron una tómbola, una fiesta benéfica en alta mar a favor de los hijos de los marineros difuntos. La primera clase hizo una rifa y bebió champán. Todos hablaron del comerciante Maxton, que había donado dos mil francos. Ese nombre aparecía en el tablón de anuncios, y su pecho fue decorado, en medio del aplauso general, con una cinta tricolor sobre la que aparecía su propio apellido estampado en oro. La tercera también montó una fiesta. Pero las monedas de cobre que la primera y la segunda depositaban en los sombreros, ésta las recaudaba para sí misma. La atracción principal fue el boxeo. Por lo visto, estaba pensada para los ingleses y los estadounidenses, a los que les gusta ese deporte. Nadie sabía boxear. Es asqueroso que te den en la jeta en medio del calor. Uno de los luchadores de la primera pareja fue el cocinero del barco, un francés desnudo, flaco y peludo con unos calcetines rotos sobre las piernas sin pantalones al que machacaron durante un buen rato. Aguantó unos cinco minutos por su habilidad, y unos 20 minutos más por su amor propio, y después pidió clemencia, bajó los brazos y se marchó escupiendo sangre y dientes. En la segunda pareja peleaban un búlgaro tonto que abría el pecho con
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fanfarronería y un agente secreto estadounidense. El agente, un boxeador profesional, se partía de risa. Alzó la mano para descerrajar un golpe, pero se reía tanto que no acertó, sino que se fracturó el brazo, que ya tenía mal curado de la guerra. Por la tarde, el árbitro se paseó por el barco recogiendo dinero para el malherido agente. A todos les explicaba con mucho secretismo que el agente viajaba a México en misión especial, pero que tendría que quedarse en un hospital de La Habana, y nadie iba a ayudar a un manco: ¿para qué lo iba a querer así la policía estadounidense? Eso lo entendí bien, porque el árbitro estadounidense con casco de paja resultó ser un zapatero judío de Odesa. Y un judío de Odesa se mete en todo. Hasta intercede por un agente secreto desconocido bajo el trópico de Capricornio.
El calor era sofocante. Bebíamos agua en vano: al instante se vaporizaba con el sudor. Cientos de ventiladores giraban sobre sus ejes, agitaban y meneaban las cabezas rítmicamente, abanicando a la primera clase. Ahora la tercera clase odiaba a la primera también por el hecho de que ésta se encontraba a un grado menos de temperatura.
Por la mañana, fritos, asados y hervidos, nos acercamos a La Habana, blanca por sus edificios y sus rocas. Nos vinieron a recibir un barquito aduanero y, después, decenas de barcas y botecitos con patatas habaneras: piñas. La tercera clase tiraba dinero, y luego pescaba piñas con una cuerda.
y lo necesitamos para poder viajar seis días: la ida y la vuelta por el golfo de México. A los pasajeros de primera les entregaron sin demora pases para poder bajar a tierra, llevándoselos a los camarotes. Los comerciantes, en trajes de tusor blanco, bajaron corriendo, excitados, con docenas de maletines: llevaban muestras de tirantes, cuellos, gramófonos, fijadores y corbatas rojas para los negros. Regresaron de noche, borrachos y presumiendo de los puros de dos dólares que les habían regalado. De la segunda clase bajaron solo aquellos seleccionados. Dejaron partir a tierra a los que le caían bien al capitán. Casi todas eran mujeres. De la tercera clase no dejaron bajar a nadie: se quedaron plantados sobre la cubierta, en medio de los chirridos y el estrépito de las bombas de carbón, del polvo negro mezclado con el sudor pegajoso, subiendo piñas con las cuerdecillas. En el momento de bajar a tierra empezó a llover, cayó un aguacero tropical como jamás había visto. ¿Qué es una lluvia? El aire entremezclado con unos chorros de agua. La lluvia tropical es agua pura entremezclada con unos chorros de aire. Soy de la primera clase. Estoy en la costa. Me refugio de la lluvia en un enorme almacén de dos plantas. Está repleto de whisky, desde el suelo hasta el techo. Las enigmáticas etiquetas King George, Black and White, White Horse se dibujan como manchas negras en las cajas del alcohol de contrabando que fluye desde aquí hacia los Estados Unidos ebrios, tan cercanos. Detrás del almacén se encuentra la inmunda zona portuaria, llena de tabernas, burdeles y frutas podridas.
Dos habaneros, que competían desde sus barcas para vender su mercancía discutían en ruso puro: “¡La madre que te parió! ¿Adónde vas con tu piña de mierda?”.
Más allá del puerto, una ciudad limpia, la
La Habana
más rica del mundo. Hay una zona muy exótica.
Estuvimos parados un día entero. Cargamos el carbón. En Veracruz no hay,
126 Vladimir Maiakovski/El crucero
Sobre el fondo verde del mar, un negro de color azabache con un pantalón
blanco vende pescado carmesí levantándolo por la cola por encima de su propia cabeza. La otra zona la forman sociedades limitadas mundiales de tabaco y azúcar, con decenas de miles de negros, hispanos y obreros rusos. Y en medio de las riquezas, el club estadounidense, Ford, Clay y Bock, de diez plantas: las primeras señales visibles del dominio de los Estados Unidos sobre las tres américas: la del Norte, la del Sur y la central. Les pertenece casi todo el Kuznetski Most de La Habana: el Paseo del Prado, largo, recto, lleno de cafeterías, anuncios publicitarios y farolas. En el Vedado, delante de sus mansiones adornadas con colarios rosa hay flamencos del color del alba que montan guardia sobre un pie. Los policías, apostados en unos taburetes bajo parasoles, se dedican a proteger a los estadounidenses. Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable. Por ejemplo, un bello cementerio con los innumerables Gómez y López, con sus paseos, negros incluso de día, llenos de árboles tropicales barbudos y enredados.
Todo lo relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien organizado. Por la noche pasé casi una hora bajo las ventanas de los telégrafos de La Habana. La gente se abochorna
con el calor habanero, y escribe casi sin moverse. Bajo el techo, colgados de una cinta interminable con unas pinzas metálicas, vuelan recibos, formularios y telegramas. Una máquina inteligente le coge con cortesía un telegrama a una señorita, se lo pasa al telegrafista y regresa con las últimas cotizaciones de divisas mundiales. Y en total contacto con ella, alimentados por los mismos motores, están los ventiladores que giran y mueven sus cabezas.
Apenas pude encontrar el camino de vuelta. Memoricé la calle por una placa esmaltada que decía: “Tráfico”. Parece evidente que debería ser el nombre de la calle. Solo al cabo de un mes supe que los letreros de “Tráfico” colocados en miles de calles simplemente indican la dirección en la que deben circular los automóviles. Poco antes de la partida del vapor me fugué a comprar revistas. Un hombre
andrajoso me paró en la plaza. Tardé mucho en entender que pedía ayuda. El harapiento se quedó sorprendido:
—Do you speak English? Parlata espagnola? Parlez-vous français? Yo callaba, y solo al final dije a duras penas, para que me dejara en paz:
am Russia!”.
“I
Era lo peor que podía haber hecho. El hombre se agarró a mí con ambas manos y se puso a chillar: —¡Hip! ¡Bolchevique! ¡I am bolchevique! ¡Hip! ¡Hip! Escapé bajo las miradas perplejas y recelosas de los transeúntes. Zarpamos ya con el himno de los mexicanos. Cuánto embellece a la gente un himno: incluso los comerciantes se pusieron serios, saltaron de sus asientos, inspirados, y gritaron algo así como: “Mexicanos, estad listos / a montar al caballo…”. Para cenar nos dieron alimentos que no conocía: un coco verde con el corazón untuoso como mantequilla y una fruta llamada mango, una parodia del plátano, con un hueso grande y peludo. Por la noche escudriñaba con envidia la lejana línea punteada de farolas que se extendía a la derecha: eran las luces del ferrocarril de Florida. Una mecanógrafa emigrante de Odesa y yo nos sentamos en unos cilindros de hierro a los que se atan las amarras, en la cubierta de la tercera clase. La muchacha decía con un deje de lágrimas:
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—DO YOU SPEAK ENGLISH? PARLATA ESPAGNOLA? PARLEZ-VOUS FRANÇAIS
128 Vladimir Maiakovski/El crucero
—Nos echaron del trabajo. Yo pasaba hambre. Mi hermana pasaba hambre. Nuestro tío segundo nos invitó a venir a los Estados Unidos. Lo dejamos todo, y llevamos ya un año navegando de una costa a otra, de una ciudad a otra. Mi hermana tiene amigdalitis y un absceso. Llamé al médico de la primera clase. No vino, sino que nos llamó a su camarote. Va y dice: “Ah, habéis venido, quitaos la ropa”. Y él mismo está ahí sentado con alguien, y se ríe. Queríamos bajar en La Habana sin permiso: nos empujaron. Justo en el pecho. Eso duele. Lo mismo que sucedió en Constantinopla y en Alejandría. Somos de la tercera clase. Esto es peor de lo que nos pasaba en Odesa. Tenemos que esperar dos años hasta que nos dejen entrar en los Estados Unidos desde México… ¡Qué suerte que tiene! Dentro de medio año volverá a ver Rusia.
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HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021
cosas que escuc en la habana
130 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
uchÉ
Juan Villoro Radio Bemba “Tengo la trompa llena de noticias”, solía decir Alejo Carpentier cuando volvía a La Habana después de una larga ausencia. Me gustaría abrir esta crónica con el mismo énfasis, pero advierto, de entrada, que regresé de Cuba con la trompa llena de interrogantes. Los cubanos ofrecen ejemplos y contraejemplos como si los cultivaran en invernaderos. Su gusto por la estadística y los récords los lleva a enterarte, aunque no venga al caso, de que Sotomayor conserva la marca de salto de altura de 2,45 y que el Che fumaba Montecristo del número
4. Por incierta que parezca una información, las cifras le otorgan la corteza de lo incontrovertible. Al mismo tiempo, hay una sólida cultura de la desconfianza. La gente baja la voz en sus casas cuando se refiere a “este señor” (que solo puede ser uno) y los diálogos telefónicos son tan herméticos como los oráculos de la santería. Los cubanos carecen de acceso generalizado a Internet; la mayoría de los usuarios dispone de correo Intranet, sin la posibilidad de chatear en línea ni de navegar por la red y con la certeza de que sus mensajes pueden ser leídos. En la
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desordenada merienda cubana se mezclan la comunicación y la sospecha; se habla mucho y se calla mucho. El viajero está obligado a sacar un promedio entre las explicaciones, las antiexplicaciones y los silencios que recibe. ¿Cómo saber lo que es cierto, cómo distinguir el dato de la leyenda, cómo reconocer lo que aún no se comprueba pero será verdad?
Durante una semana, escuché los mensajes de Radio Bemba, lo que pasa de boca en boca con la indeleble eficacia del rumor. A diferencia del corresponsal
Cerca del Capitolio, un arco con techo de pagoda recuerda la amistad del pueblo chino por Cuba. “Lo iban a poner en el barrio chino, pero las calles son muy estrechas y solo cupo aquí”, me dijo mi amigo, mientras ahuyentaba a un vendedor de puros clandestinos de la cercana fábrica de Partagás. Durante mi estancia, escuché varios chistes en los que una mujer engaña a su marido con un chino. Le hablé al respecto a un ingeniero que me llevó a un bar temático, consagrado al deporte, donde los atletas pagan la mitad. “Me dijeron que no lo dijera, pero ya te dije”, comentó el ingeniero. Su expresividad caribe me pareció ideal para hablar de chinos.
extranjero, que entiende o trata de entender lo que sucede, el cronista de viajes escribe desde la perplejidad, con la mirada forzosamente distinta del desinformado: en la sombra, mira lo que sale a la luz. He cambiado nombres de personas y lugares, pero he tratado de ser fiel a lo que oí. En el caso de Cuba, esto significa que si la vida no parece contradictoria es porque ya se puso de veras complicada.
peor humillación posible es que tu mu-
Misterios
te servían para un dedo”. Ahora hay tres
chinos
“Tampoco nosotros entendemos este enredo del carajo”, me dijo un amigo para apaciguar mi sed de claridad mientras comíamos en el barrio chino. Estábamos en un sitio que rinde tributo a los usos sincréticos habaneros, ante una foto donde el joven Fidel se apresta a beber una Coca-Cola y sostiene con destreza unos palitos chinos. Las mesas de al lado eran ocupadas por cubanos, en su mayoría negros. Aunque ahí se paga en dólares, yo era el único extranjero. Al fondo, el patrón leía un periódico chino que se imprime una vez a la semana. De lejos llegaba el rumor de la calle de los Dragones. La comunidad china de Cuba llegó a ser una de las más importantes del continente y dejó en la isla un apreciado regalo genético: la mulata china, de piel color arena húmeda, que a partir de los 50 parece 20 años más joven.
132 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
Respecto a los chistes, comentó: “La
jer te los ponga con un chino. ¿Sabes de qué tamaño la tienen?”. A continuación me explicó que los condones de Cuba vienen de China; al principio hubo un problema: todos venían en talla china. “Apenas tamaños: grande, mediano y chino. “Si no aclaras, como las encargadas son optimistas, te dan grande”, mi acompañante tomó un trago de cerveza Cristal. Cuando le pregunté dónde comprar ron, me dio otra sorpresa oriental: “con el heroico pueblo vietnamita”. Fuimos a una casa en el elegante barrio de Miramar. “No digas nada, porque tu acento los pone nerviosos”, señaló a unos vietnamitas que jugaban con fichas desconocidas para mí en una terraza. Un adolescente salió a preguntar si queríamos rubia o morena. Se nos ofrecían tres morenas. El muchacho trajo tres botellas, nueve dólares por todo. Detrás de nosotros venía una señora que saludó de beso al encargado y le pidió unas latas de atún. En la banqueta, una muchacha con una camiseta que decía Sex nos preguntó si podíamos
“La jinetera te hace creer que se enamora de ti; su fantasía no es que le pagues, sino que te cases con ella y la saques de la isla”. 133
cambiarle un billete de 50. “Nos gastamos todo”, dijo el ingeniero. Ya en el coche, comentó: “traía un billete falso”. “¿Cómo sabes?”, le pregunté. “¿No viste su camiseta, ministro? Decía Sex en las tetas. Solo el diablo es tan redundante”.
La
isla de las paradojas
En aquel tiempo, se viajaba a Cuba en delegaciones de solidaridad o por asuntos de trabajo. El turismo estaba prácticamente descartado. El
antiguo Hilton, donde el fugitivo Batista pidió que le alinearan 18 maletas de cuero de canguro con 12 millones de dólares, fue convertido en el emblemático Habana
La Cuba diaria se resiste al dibujo reduc-
Libre. Ahí se hospedó la comandancia du-
tor. Hay, al menos, dos tipos de economía:
rante el triunfo de la Revolución; ahí se
los pesos que sirven para pagar malos
hospedaban los jurados del premio Casa de
servicios a precios irrisorios y el mer-
las Américas, que permanecían dos meses
cado paralelo en dólares. Si usas
en La Habana. Ahora, el rascacielos es
aire acondicionado toda la noche, la cuenta asciende a cinco dólares al mes, una fortuna, si se piensa que el cine cuesta 15 centavos de dólar y el salario mínimo anda por los tres dólares mensuales; o una bicoca para quien recibe dinero del extranjero o de manos de un turista. En la ficción económica cubana, una propina es siempre mayor que un sueldo. No es raro que los médicos traten de triplicar su salario en funciones nocturnas de taxistas. Es muy exiguo lo que el visitante puede pagar en pesos. Cambié 10 dólares y me gasté cinco en una semana. Mucha gente continúa en sus puestos por vocación o simplemente para salir de sus casas. Otros prefieren no asistir a los trabajos progresivamente ilusorios que podrían desempeñar. A cualquier hora, las calles están llenas. La gente mira pasar las horas como un desfile. Estuve por primera vez en Cuba en 1990, en los albores del “período especial”, cuando la caída del Muro de Berlín presagiaba el aislamiento al que se sometería la isla. “Nos hemos quedado solos”, me dijo entonces, en su casa del Vedado, Eliseo Diego. Con su respiración asmática, el poeta hablaba del destino próximo como de una temporada en que todos los cubanos tendrían el gorrión, la inexplicable melancolía de los trópicos.
134 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
sobrevolado por pájaros negros con indudable aspecto de aves carroñeras. Por alguna razón, los demás hoteles no atraen a esa especie. ¿Qué cadáver exquisito esperan en el Habana Libre? Aunque una empresa española lo anuncia como instalación de cinco estrellas, el hotel muestra las huellas de la época: los porteros piden 50 dólares por permitir que los cuerpos de alquiler suban a los cuartos; el piso 11 y el 12 están sumidos en tinieblas que crean una alarmante franja de sombra al interior del edificio, y los parroquianos ya no son amigos de la Revolución, sino ávidos consumidores que llegan al bufé como si vinieran de un sitio más precario que Cuba y se sirven cuatro huevos con seis salchichas. Todo viajero contrasta lo que ve con su sitio de procedencia. Los meseros cubanos carecen de la obsecuencia de sus colegas mexicanos (“¿un coñac doble con su café, mi jefe?; si no hay se lo consigo”) y de la mirada de rencilla que acompaña tal sometimiento. Apáticos, muchas veces altivos, los cubanos se dedican a tareas muy inferiores a las que merecerían por la educación que recibieron. Cualquiera de ellos luce más sano que un mexicano promedio. A pesar de que la libreta de alimentación garantiza ocho huevos al mes en las ciudades y a veces solo uno en el campo, no encuentras a las no-personas que deambulan por las
calles mexicanas como los prisioneros que perdían el sentido en los campos de concentración y los judíos llamaban musulmanes. La pobreza cubana no llega a la degradación del mexicano sin zapatos, con uñas como garras: nuestro musulmán. Supongo que para el sueco o el holandés, no existe esta mirada compensatoria de las carencias de Cuba. De cualquier forma, aun atemperadas por las injusticias que uno puede ver en México, las noticias cubanas rara vez son alentadoras. Fui al Cementerio Colón en Día de Muertos. Con la pasión vernácula por romper marcas, me explicaron que era el más grande de América y el tercero del mundo. Ahí se entierra a 78% de los cubanos. “Esto es una necrópolis, no un simple cementerio”, me dijo el guía. Me aparté de él hacia otro barrio de la ciudad de los muertos para hablar con un sepulturero de unos 80 años.
Me dijo que su mayor satisfacción era que ahora enterraba a muy poca gente joven. Esto tiene que ver con el notable progreso en la salud que trajo la Revolución, pero también admite otra lectura: los jóvenes se van de la isla, los viejos se quedan. La composición demográfica ha cambiado en los últimos tiempos. A la salida de una escuela, hablé con dos madres que aguardaban a sus hijas. Me dijeron que estaban preocupadas porque a partir de los 14 años todos los estudiantes deben irse “becados”, es decir, de internos. Antes existía la opción de seguir viviendo con los padres, pero ya no hay maestros para atender esas escuelas. Cada asombro habanero conlleva una refutación posible. Un generoso entusiasta de la Revolución me contó que Cuba había operado de los ojos a miles de venezolanos pobres: “Cuando recuperan la vista los llevan a un sitio especial para que lo primero que vean sean el cielo y los árboles. Hay gente que por primera vez ve a sus
hijos. Debería haber más propaganda sobre algo tan conmovedor”. Hablé con pacientes del Hospital de la Ceguera y escuché la habitual historia de sombra a la épica solar recién oída. Cuba intercambia con Venezuela médicos por petróleo; se ha ayudado a gente sin recursos, pero al costo de descuidar a los cubanos. Una mujer me dijo que llevaba seis meses esperando que la atendieran de glaucoma. “Y eso que tengo contactos en el Ministerio, o tal vez por eso”, sonrió con ironía.
Isla de las paradojas, Cuba se mantiene en buena medida de lo que quiso rehuir en un principio: las remesas del extranjero y los turistas que no van precisamente en busca del primer territorio libre de América Latina. La opción “patria o muerte” resulta extravagante cuando nada vale tanto como el dólar. A partir del 8 de noviembre, hay pesos convertibles. Vi a Fidel en la mesa redonda que se transmitió por televisión a propósito de ese tema. Con la tranquilidad de lo obvio, dijo que Cuba tendría una moneda como las de todos los países. Verdad absoluta, pero, ¿había que esperar tanto para disponer de moneda convertible? En los años noventa, con la libre circulación del dólar, aparecieron las jineteras, conocida variante local de la prostitución. De las muchas opiniones que oí al respecto, rescato ésta: “La jinetera te hace creer que se enamora de ti; su fantasía no es que le pagues, sino que te cases con ella y la saques de la isla”. Para ilustrar el folclor sentimental al que se refería, mi informante me contó de un señor de Jalisco, de 76 años, que pasó sus días habaneros en brazos de una mulata. El último día de su estancia, no pudo tener relaciones sexuales y la jinetera lloró sobre su pecho, sumiéndolo a él en un desconsuelo más allá del mariachi. “La especialidad de la jinetera es la irrealidad amorosa”. El sexo
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como posibilidad de sobrevivencia y fuga. Otra persona me comentó que en el antiguo barrio judío, donde aún oficia una sinagoga, las principales alumnas de yiddish son jineteras que planean emigrar a Nueva York.
La combinación del Viagra y la crisis cubana han creado el sexoturismo de la tercera edad. En los restoranes privados llamados “paladares” vi a abuelos suizos acompañados de jóvenes con aspecto de interpretar La adolescencia de Ricky Martin y a italianos que habían dedicado seis décadas a creer que la pasta no engorda, acompañados de chicas vestidas para un casting de Lolita en el trópico. La libido se deja influir por la geopolítica, según me reveló un conocido que frecuenta un prostíbulo de Barcelona donde 150 euros se cambian por una polaca de 19 años: “¿Es mi culpa que haya caído el Muro de Berlín?”. En España, la prostitución se anuncia en los periódicos (“chica guarra depilada hace tríos viciosos”), se concerta por mail y ocurre en lugares que operan con clínica reserva y responden al no muy discreto nombre de “puticlubes” (el neologismo se usa tanto que el poeta y académico Ángel González se ha propuesto ingresarlo al diccionario). El decano de los oficios prospera con diversa etiqueta pero con brío incontenible en el planeta entero. En Cuba es más visible, porque el contacto se hace en la calle. “Nada sirve tanto para levantar viejas como un buen carro: es un imán chingón”, me dijo un sexoturista mexicano. Pero lo que en verdad distingue a la prostitución cubana es que surgió de la más pasmosa necesidad, durante el “período especial”, cuando los “bistecs” eran cáscaras de toronja fritas en grasa de cerdo.
Los años de 1993 a 1996 trajeron la cocina sin ingredientes o la cocina “como si”. La curiosa obsesión insular por 136 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
la comida continental (el pescado sabroso es el que sabe a carne) llevó a disfrazar de carne hasta los enseres domésticos. Cuentan que en los muelles de La Habana desapareció un container que llevaba trapos de cocina. Una mente ingeniosa, en rigor no muy alejada de la cocina de investigación de Ferran Adrià, sumergió las jergas en jugo de limón hasta que perdieron su consistencia original; luego las empanizó con dedos de pianista y las vendió como sándwiches de “milanesa”.
Las
manos del médico “Este juego lo inventó un mudo”, mi compañero de dominó no quería que yo interrumpiera con mis preguntas. Desvié la vista al laurel que nos daba sombra y con el crepúsculo se transformó en una mancha que parecía flotar sobre nosotros. A lo lejos, parpadeaba una bombilla. Uno de los jugadores era Octavio, médico cirujano. Había mencionado, sin darle mayor importancia, los robos en su hospital: “Se han llevado hasta los pomos de las puertas”. Yo quería que me hablara de su trabajo, pero estábamos en un juego que inventó un mudo y debía esperar hasta la siguiente ronda en que alguien dijera “dale agua” que en cubano significa lo que en mexicano “hacer la sopa”. No podía concentrarme y ahorqué la mula de cuatros de mi compañero. Las fichas quedaron sobre la mesa. Se hizo un silencio; parecían concederme una tregua para que yo hiciera preguntas. Octavio fumaba un cigarro. Sin que yo interviniera, contó que su padre le enseñó a engrasar manoplas de béisbol con aceite para mantenerlas en buen estado. De él había heredado la pasión por los Industriales de La Habana, equipo que en las últimas temporadas producía más taquicardias que satisfacciones. En sus peores momentos le venían a la mente las tardes en que pichaba con su padre en un lote baldío cercano a su casa
y la suave textura de la manopla recién aceitada. Había sido médico en Angola, en donde soñó interminables partidos de béisbol. En una ocasión en que no tenía cómo desinfectar unos clavos para cirugía, recordó que Daniel Defoe había visto, durante el año de la peste, que las monedas se desinfectaban con vinagre y puso en práctica el remedio. “Aceite y vinagre”, habló con aire de cocinero. En la penumbra, el humo que expulsaba por la nariz adquiría un tono azuloso. Luego agregó que desde la crisis de los transportes iba al hospital en bicicleta. El trayecto duraba 45 minutos. Tenía que operar a las seis de la mañana y llegaba con las manos engarrotadas por el manubrio. “¿Qué tú crees que hago?”, sonrió: “El béisbol sirve para muchas cosas”. Su primera actividad en el hospital era untarse aceite como lo había hecho con las manoplas de su infancia. Las manos, estragadas por el camino, recuperaban la movilidad. “Los que inventaron la ensalada eran expertos en primeros auxilios”, comentó. Antes de que yo pudiera pensar en el heroísmo de la precariedad, mencionó el más simple de los condimentos: “agua, mi socio”. Había que mover las fichas. Sus manos se activaron con rara pericia, como si salvaran algo en nuestra mesa.
Ladrones
del fuego I Cuando a Jean Cocteau le preguntaron qué pieza salvaría del incendio del Louvre, respondió: “el fuego”. Los poetas se han dedicado a hurtar llamaradas para dar las noticias que requieren luz excepcional. Ante las carencias de Cuba, Cintio Vitier escribió, el 8 de octubre de 1967, fecha en que la ilusión todavía era útil:
A veces se diría que no puedes llegar hasta mañana, y de pronto uno pregunta y sí,
hay cine, apagones, lámparas que resucitan, calle mojada por la maravilla, ojo del alba, Juan y cielo de regreso. Hay cielo hacia adelante. Todo va saliendo más o menos bien o mal, o peor, pero se llena el hueco, se salta, sigues, estás haciendo un esfuerzo conmovedor en tu pobreza, pueblo mío, y hasta horribles carnavales, y hasta feas vidrieras, y hasta luna. Repiten los programas, no hay perfumes (adoro esa repetición, ese perfume): no hay, no hay, pero resulta que hay. Estás, quiero decir, estamos.
La
isla sin luz Cuando era niña, mi abuela materna iba por las tardes a la heladería de su familia en Progreso, Yucatán. Al anochecer se acercaba al malecón a contemplar el único espectáculo de aquellos años: el resplandor de La Habana.
Hoy la capital que encandiló la infancia de mi abuela, y que a principios del siglo XX se ufanaba de ser la segunda “ciudad luz”, vive sumida en la oscuridad. “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”, dijo Martí, que ahora no distinguiría una de la otra. El incombustible buen humor de los cubanos continúa a oscuras. Risas y canciones salen de las casas
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mientras el viajero recorre con pasos precavidos la espesa penumbra de una calle. Alguien toca con ritmo caribe el cajón, alguien conversa a gritos con un vecino en la azotea de enfrente (su camiseta blanca de basquetbolista flota en lo alto como una prenda sin cuerpo). Aunque las casas tengan luz, la gente trata de usar pocas bombillas. A la intemperie, el alumbrado público es una nostalgia y no hay más destello que el ocasional cerillo que enciende un puro o el faro solitario de una moto como un bajel a la deriva. De pronto, rodeado de carrocerías oxidadas, aparece un busto blanco de Martí, como un espectro que se asoma en el tiempo equivocado. La noche ya no es una condición buscada. La luz parece haber huido en una balsa.
138 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
Aunque no hay cortes eléctricos como los del “período especial”, que duraban ocho y hasta doce horas, los distintos “repartos” de La Habana se someten a apagones programados tres veces a la semana, de cuatro horas cada uno, tiempo suficiente para que se descomponga la leche (de por sí de calidad endeble), se pierdan las dos películas del sábado en la televisión o se padezca el más contrarrevolucionario de los ataques: el zumbido de los mosquitos. Cuba depende de tres grandes centrales eléctricas expuestas al embate de los ciclones, al desgaste producido por el petróleo cubano (con alto contenido de azufre) y a la falta de
“conseguí lámparas de apagón; duran hasta cuatro horas”
mantenimiento y recambio de tecnología. Aunque la isla está bañada por el sol y el viento, no hay fuentes alternas de energía. El sol que saca brillo a las pieles de las mulatas y deslumbra a los peloteros que buscan impedir un parabólico home run, cae al mar sin dejar otro saldo que el recuerdo de los portentos alumbrados. El ingenio individual para vivir a diario contrasta con la obsesión estatal por lo uniforme, cuyo caso emblemático fue el monocultivo de azúcar, la zafra como gesta sin fin. La gente habla de la falta de luz en todos los tonos posibles. Es el tema límite de la Revolución cubana. En las escalinatas de la Universidad, un joven me interceptó con esta frase: “sus barbas son de profesor”. Pertenezco a la generación que se
dejó la barba por el Che. En cierta forma, me he vuelto rehén de ella. Si me rasuro, no me reconocen. El hombre que hizo por la barba lo que los Beatles por el pelo, se ha convertido en un icono más allá de las ideologías. Una tienda de La
Habana anuncia: “Camisetas, Discos, Novela Negra, Che”. Como Zapata, Sandino y Malcolm X, Ernesto Guevara murió a los 39 años, con un rostro donde la épica era una forma de la estética. Entre estos mártires fotogénicos sólo Zapata rivaliza en gloria visual con el Che. Sí, me dejé la barba por su causa, pero parezco profesor. Hay barbas de teoría y barbas de acción, según me explicó el estudiante de biología de la Universidad. Fuimos a un parque cercano y añadió: “En los años del
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derroche, cuando teníamos petróleo soviético, yo era niño y venía aquí a ver exposiciones de perros”. Me contó que el lugar empezaba a revivir con conciertos de hip-hop y trova de protesta. “Hay grupos que cantan cosas tremendas”. Tarareó algunas letras que tenían que ver con los apagones y la llegada de lo oscuro. “La gente ya no soporta que se vaya la luz; tira piedras por las ventas y ya quemaron un shopping”, me dijo. Otra persona me contó que hubo arrestos después de que se apedrearon almacenes: “Tomaron huellas en las piedras y en el siguiente apagón se apedreó con hielo, que no deja huellas y es más simbólico, porque se hace con electricidad”. Llegué a La Habana el 26 de octubre de 2004, cuando el suministro de electricidad se había recuperado, luego de pasar por severos cortes. De cualquier forma, se preveían suspensiones programadas para los próximos días. La gente leía Granma en busca de una noticia elemental: saber hasta qué horas le duraría la comida en el refrigerador. El 20 de octubre Fidel se fracturó la rodilla en ocho partes. Grave presagio, según la religión de Oyá en la santería, pues ese es el día de Nuestra Señora del Cementerio. Para algunos, la fragilidad política que trajo la fractura de Fidel precipitó la solución del problema eléctrico (con la posible intervención de ejército, última reserva de la eficacia en el socialismo precariamente existente). Otros me dijeron que todo se había solucionado antes, y por una hábil estrategia sólo se habló del tema cuando ya estaba a punto de ser zanjado. Lo cierto es que la gente no dejaba de mencionar el asunto. En la penumbra del cine, dos señoras se sentaron atrás de mí. Lo primero que dijo una de ellas fue: “conseguí lámparas de apagón; duran hasta cuatro horas”.
140 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
Las ventanas y los escaparates de La Habana están atravesados en equis por cintas de masking tape para protegerlos de los vientos. Temporada de ciclones. Cuando Iván devastó buena parte del Caribe, Cuba se preparó para la embestida. La gente que vivía en el litoral y en los departamentos elevados fue evacuada. Se esperaban olas de siete metros y una furia de nivel 5, que en el carácter de los mares significa “Krakatoa”. Ante la inminencia de la catástrofe, los supersticiosos se dirigieron al malecón a lanzar talismanes para aplacar la cólera de los elementos. Algunos sacrificaron sus últimas velas. Nada más valioso que pagarle al mar con luz. Al oír este relato recordé el final de la novela Adiós, Hemingway, de Leonardo Padura, donde el protagonista mete en una botella el objeto más preciado de su pesquisa (el calzón negro de Ava Gardner) y lo abandona a los trabajos del océano como un mensaje cifrado de las cosas que pueden salir de Cuba. Pasé mis días habaneros en normalidad eléctrica, lo cual significa que caminé entre sombras. De cualquier forma, no sentí otra amenaza que los accidentes del asfalto. En Nueva York el metro es una degradación urbana que aterra incluso si está iluminado; cuando se va la luz, revela que el espanto es algo que se respira. Las calles a oscuras devuelven a La Habana a la era casi arqueológica en que Fidel no gobernaba. En 1958, último
año de Batista en el poder, Graham Greene
Nuestro hombre en La Habana. En las primeras págiescribió su divertimento
nas el protagonista se pregunta: “¿Para qué sirve una aspiradora si cortan la corriente?”. Ya entonces la ciudad comenzaba su incertidumbre eléctrica. El socialismo prometió una aurora tripulada por cosmonautas y hombres nuevos. Sin embargo, cuando la
URSS puso en órbita al cubano Tamayo, primer cosmonauta negro, los focos se apagaban en La Habana. Pero a pasar de los apagones Cuba jamás se sumió en el tedio del socialismo búlgaro. Hasta la fecha, los uniformes de la isla confirman que el marxismo leninismo puede coexistir con la minifalda, un acto público solo existe si desemboca en pachanga y el ingenio habanero garantiza que la estatua de Agustín Lara tenga un agitador de coctel en la mano. Sin embargo, el tropicalismo rebelde que incluyó el jolgorio y se propuso no dar un paso atrás ni para tomar impulso, no pudo llegar a las tomas de corriente. En una iglesia, le escuché decir a un joven sacerdote: “¿Qué es más importante: el turismo para extranjeros o la luz de los nacionales que ven los hoteles como raros oasis en medio del desierto?”. La gente que llenaba la nave y escuchaba con atención un mensaje de tranquila discrepancia me recordó las misas de la iglesia evangélica en Berlín Oriental antes de la caída del Muro.
Lenin prometió que el comunismo sería una mezcla de socialismo, ferrocarriles y electricidad. Esta utopía de juguetero no llegó a la isla que ahora prefiere ampararse en otras potestades. La virgen de Loreto, la de la Caridad del Cobre y el popular san Lázaro (al que se le rinde un culto sincrético, mezcla de cristianismo y de la veneración a Babalú Ayé) reciben solicitudes relacionadas con la luz. Un carpintero que estudia computación me dijo que pidió que no hubiera apagones durante las clases. La tecnología depende de enchufes celestes. San Lázaro supo cumplir (¡no se fue la luz ni cuando estaba programado!) y el próximo 17 de diciembre, día del santo, el carpintero le llevará en ofrenda una computadora de madera de balsa.
Al modo de un tablero de ajedrez, las ciudades de Cuba tienen casillas blancas y negras donde regresa y se va la luz. Azarosos barrios de sombra. El poema “Vidas paralelas (La Habana, 1993)”, de Antonio José Ponte, resume esta situación: Se apaga un municipio para que exista otro. Ya mi vida está hecha de materia prestada. Cumplo con luz la vida de un desconocido. Digo a oscuras: otro vive la que me falta.
Cuarto 1428, Habana Libre Soñé que los Beatles no se separaban. John era el Che y moría asesinado. Paul era Fidel y continuaba al frente del grupo. Durante medio siglo ocupaban el primer lugar del hit-parade con una misma canción que invitaba a que los niños del mundo se llamaran Ringo (pero a todos les decían Raúl). George se apedillaba Cienfuegos y se limitaba a decir: “Aquí nos tocó, Qué le vamos a hacer”. Hacia el final del sueño, la esposa mexicana de George, que no reconocía la cita de Carlos Fuentes, intrigaba en mi contra. Me señalaba con un dedo adornado por un anillo de plata de Taxco y le decía a su marido: “no sueña nada para ti, te hace el feo”. Desperté sintiéndome un traidor a la Revolución.
La
interpretación de los sueños Durante tres años en Barcelona padecí los embates neurológicos de la televisión española. En ese ámbito del morbo y de la histeria, el “cubano típico” es representado como alguien dispuesto a casarse con una viuda de 80 años, copular hasta con un melón y cantar sin recato ni variación “Toda la noche haciendo el amor”. La melancolía y la discreción, tan frecuentes en la isla, no compiten con la leyenda televisiva de que los
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cubanos solo existen en sus versiones estruendosas y calientes. El turista es detectado aunque tenga aspecto caribeño y vista con ropa hecha en Shanghái por un dólar. “Además, te falta el bamboleo al caminar”, me comentó un amigo. La ausencia de bamboleo basta para que la gente se acerque en busca de dinero. Sin embargo, no todos los contactos que se establecen con desconocidos tienen que ver con la lubricidad que las leyendas mediáticas les atribuyen. Un estudiante de psicología me abordó para conocer la “composición social de México”. Después de oír mis vaguedades, pasó a lo que en verdad le interesaba, que naturalmente tenía que ver con dinero y presentó con este original pretexto: “Necesito cincuenta dólares para comprar un libro. Ya lo tengo apartado: La interpretación de los sueños”. Le di el billete como un impuesto por mi sueño de los Beatles castristas.
Fidel: Mi vida sin mí El “castrómetro” sirve para medir la aparición de la palabra “Fidel” en las conversaciones. En un país de pasiones estadísticas, incluso los adversarios hablan con respeto de las marcas rotas por el comandante. Recorría el Jardín Botánico cuando varios jóvenes se acercaron a hablar conmigo. Cinco minutos después me contaban de un movimiento pacífico de oposición: “La gente de su edad tuvo ilusión y tal vez se sienten traicionados; nosotros solo conocimos las crisis”. Hablamos caminando entre ceibas y laureles. A cada tanto, los comentarios sobre la resistencia y la necesidad de cambio eran interrumpidos por una referencia al comandante en jefe: “ahí estuvo preso Fidel” o “ahí estudió el hijo de Fidel”. Después de criticar al jerarca, hablaron con reverencia de la presteza con que pidió una silla y un micrófono después de fracturarse y la presencia de ánimo
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con que ofreció un mensaje de Estado sobre su rodilla. Un hombre nos escuchaba, sentado en el piso. Tenía barbas y piel de náufrago. “Es un gran escultor”, me dijo en voz baja un estudiante. Al oír la palabra “Fidel”, se acercó a preguntarme: “¿Qué tú sabes de Capablanca?”. Para no ser menos en la isla de los récords, dije que había sido el mejor ajedrecista del mundo. “Ahí está la clave”, comentó con voz de oráculo: “en los finales de peones y rey, el rey se defiende al centro del tablero; si Fidel cae, caerá en el centro”. El comandante aparece en las conversaciones incluso cuando lo que se menciona es su casi inimaginable ausencia. Una mujer me preguntó de modo insistente cuánto tiempo podía conservar una botella de champaña: “La tengo en lo oscuro, envuelta en un paño”. Se la había mandado una amiga de Santo Domingo. Después de dos mojitos, me dijo que esperaba para descorcharla cuando Él cayera de verdad. Para conocer un país hay que saber de qué se ríe. Entre los muchos chistes sobre Fidel que escuché en la isla, rescato este: El comandante ha muerto y se le rinde un homenaje de cuerpo presente en la Plaza de la Revolución. De pronto resucita y al verse rodeado por la multitud pregunta qué sucede. “El pueblo que viene a despedirse”, le comentan. “Y a dónde se va”, el jefe máximo no concibe su propia desaparición.
¿Hay pueblo más adiestrado en la paciencia que el cubano? La frenética nación del mambo se doctora en aguantar. La longevidad de Fidel dilata el tiempo, y la arquitectura de La Habana lo detiene. El paisaje urbano sugiere que la Revolución se sobrevivió a sí misma. Las limitaciones económicas impidieron la desaforada edificación cúbica de otros procesos socialistas y los edificios que se rescatan pertenecen a la época que
se quiso superar y ahora vuelve con nostalgia. El reloj regresa a 1959. La huella arquitectónica de Fidel, su gran final urbanístico, podría titularse Mi vida sin mí. “Un hombre puede ser derrotado pero no vencido”, escribió Hemingway a propósito del viejo pescador al que puso a luchar en los mares de Cuba. La Habana parece dominada por el mismo impulso de dignidad en la derrota que viene de antes de la Revolución. De acuerdo con Alejo Carpentier, la tradición urbanística de Cuba hace que aquí nada se conserve tan bien como el deterioro. En 1940, luego de una década en el extranjero, escribió: “La Habana es una ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico… [Los automóviles] se acostumbran a esquivar amorosamente ciertos baches, como si quisieran preservarlos de toda lastimadura… Es una ciudad atendida por coleccionistas… Una obra terminada destruye el placer de aquellos que reúnen, a capricho, edificios, calles y avenidas… Por lo tanto, mucho me temo que La Habana permanezca ciudad inconclusa por mucho tiempo”. La tendencia a lo inacabado fue proseguida por la Revolución. Patri-
Arango escribió el cuento “Lista de espera”, donde la salida de un autobús se pospone el tiempo suficiente para que se tejan redes de solidaridad, intriga y amor. Acaso este afortunado relato, que Juan Carlos Tabío llevó a la pantalla, inaugure el género del socialismo mágico. “Buena Vista Social Club intentó recrear el sonido de una orquesta cubana de los años sesenta que nunca había existido”, escribe Antonio José Ponte. “Practicante de una nostalgia aún más poderosa, el gobierno cubano ha conseguido convertir a La Habana en el sitio de un ataque esperado en los años sesenta que nunca tuvo lugar”. En una ciudad que se preserva como valiosa ruina, ¿qué opción de futuro puede generar la retórica oficial? A partir del caso Elián, Fidel puso en marcha una de sus más raras intuiciones: la Batalla de Ideas. Se trata, en lo fundamental, de renovar el entusiasmo en la Revolución a través de las palabras, proyecto un tanto esotérico después de 45 años de realidades. Corre el rumor de que se creará un Ministerio de la Batalla de Ideas, que quizá sería más correcto llamar Ministerio de Autohipnosis.
monio de la humanidad, La Habana
Ladrones
Vieja se recupera poco a poco al modo de un museo, espectacular de día y cerrado de noche. El resto de la capital sufre un desplome en cámara lenta. Resulta imposible saber de qué color fueron las fachadas; los vientos las han dotado de texturas que sin ser incoloras se resisten a clasificación alguna. Los baches permanecen abiertos el tiempo suficiente para que una planta germine ahí. En las esquinas, la gente aguarda en largas colas los camellos que sustituyeron a las guaguas: vagones jorobados que pueden llevar hasta 300 personas bien aplastadas y no parecen un medio de transporte sino de deportación. Moverse en Cuba es un acto de fe. Sobre este aciago asunto, Arturo
del fuego II Hostigado por la Revolución y muy leído en la Cuba actual, Virgilio Piñera reveló las pasiones contradictorias de quien, por amar y criticar la isla, es condenado a ser una isla:
Se me ha anunciado que mañana, a las siete y seis minutos de la tarde, me convertiré en una isla, isla como suelen ser las islas. Mis piernas se irán haciendo tierra y mar, y poco a poco, igual que un andante chopiniano, empezarán a salirme árboles de los brazos, rosas en los ajos y arena en el pecho.
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En la boca las palabras morirán para que el viento a su deseo pueda ulular. Después, tendido como suelen hacer las islas, miraré fijamente el horizonte, veré salir el sol, la luna, y lejos ya de la inquietud, diré muy bajito: ¿así que era verdad?
El
país de las últimas cosas
En Cuba la vida diaria es una epopeya y los objetos cotidianos se convierten en aras de la supervivencia o el escape. Hace unos años, un hombre trató de huir en un Chevrolet transformado en lancha, vehículo que merecería por igual ingresar a un museo náutico o a uno de arte contemporáneo. Las penurias han desatado el ingenio del pueblo que descubrió que la alteridad es divertida y los marcianos llegarían bailando ricachá. Entre 1992 y 1996, durante los años duros del “período especial”, se toleró la producción y la venta de enseres de emergencia. Entre otros prodigios, vi una cuerda para tender ropa hecha con envolturas de caramelo, un bolso de mujer tejido con bolsas de basura, una lámpara cuyo soporte era el tubo de una pasta de dientes, un ventilador con aspas de LP y base de teléfono, un gatito chillón de hule convertido en timbre de bicicleta, cochecitos de juguete que antes fueron envases, una pantalla de lámpara que provenía de unas varillas de inseminación artificial que se derritieron en una fábrica. ¡Bienvenidos al territorio donde nada se deshace sin convertirse en otra cosa! Es obvio que un pueblo capaz de crear una cuerda con etiquetas de caramelo tiene una invencible capacidad de resistencia. “No es una cultura de reciclaje”, me dijo Ernesto Oroza, artista que ha recolectado inventos de la pobreza en toda la isla. “Al reciclaje se llega por exceso y la nuestra
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En Cuba la vida diaria es una epopeya y los objetos cotidianos
es una cultura del defecto; no depende de lo desechable sino de las carencias. El cubano tiene una empatía con el invento, como todos los pueblos nuevos, y el bloqueo nos ha obligado a atesorar técnicas de todo tipo. Los objetos informales tienen un acabado lo más estético posible como una forma de ocultar la pobreza. Aquí nadie los ve como productos artísticos, para eso está la mirada europea. A nosotros nos da vergüenza tener cosas tan pobres; están hechas de la mejor manera para superar esa vergüenza”. Cada motor cubano es una enciclopedia de lo real, el resultado de técnicas que se combinan como lejanas mitologías. ¿Quién pensaría que un Chevrolet duraría más de 45 años, admitiría refacciones de tuberías y aspiradoras y se transformaría en lancha? La inventiva desafía al sentido común. Pocos sitios están tan incomunicados, y sin embargo, una mujer logró enviarse a sí misma por DHL, fundando el houdinismo por paquetería. En cambio, los productos oficiales pueden ser desastrosos hasta adquirir una apariencia abstracta. En una casa me mostraron algo que semejaba un pastel milhojas con moho fosilizado. Se trataba de un jabón, de los que se compran en pesos. La imaginativa producción casera solo se explica por una arraigada estrategia de almacenamiento. Los cubanos guardan fierros, envases y trozos de juguetes con un coleccionismo del “por si acaso”. Cinco o diez años después se convierten en inesperadas refacciones para prolongar el milagro de tener aparatos domésticos.
se convierten en aras de la supervivencia o el escape
La Revolución ha producido un país
automóviles que parecen sacados de una película sobre la vida de Elvis Presley. Todo se cuida al máximo, pero una vez roto el modelo original, cada pieza puede asociarse con parientes muy remotos. “Hice una moto con motor de agua”, me dijo un chofer. Pensé que se refería a un motor de lancha.
de anticuarios. Hay concursos de
Nada de eso: ¡había usado una bomba
coches de los años cincuenta que gana el que conserva más originales, y en la Plaza de volución los turistas pueden
de agua! Otras motocicletas funcio-
en los piezas la Rerentar
nan con bombas de fumigación. A estos vehículos inverosímiles les dicen “riquimbilis”. Circulan sin papeles
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hasta que son decomisados por su alta peligrosidad. En la Cuba de hoy, los Diarios de motocicleta debería escribirse a bordo de un “riquimbili”.
La
jubilación del sindicalista En el vestíbulo del hotel se me acercó un hombre de 75 años que había conocido a Hemingway: “Ernesto bebía demasiado: cuatro mojitos, tres daiquirís, todos sin azúcar, y luego una botella de whisky. Yo me iba antes del whisky porque se ponía muy agresivo”. La historia sonaba creíble, sobre todo comparada con la del taxista que me llevó a la Finca Vigía, donde el león escribió El viejo y el mar, y me dijo que Hemingway había hundido submarinos en la guerra y se metió en un problema gordo que hizo que lo matara “la mafia de la ONU”. El hombre en el vestíbulo me contó que durante dos décadas había sido jefe de protocolo de la central de sindicatos cubanos. Su voz educada y sus ademanes suaves lo acreditaban para ese puesto. Había conocido a Fidel Velázquez. Los dedos le sirvieron para contar diez representantes menores del sindicalismo mexicano que había paseado por La Habana. Ahora estaba sin empleo. Se pasó la mano por un pelo pulposo, blanquísimo, y me habló de sus tres matrimonios. “A la tercera la quise muchísimo, duramos 40 años, se me fue hace poco”, los ojos se le humedecieron. No conocía México pero no perdía la esperanza de viajar ahí, o a Barcelona, para agradecerle a los catalanes lo bien que trataron a los atletas cubanos en el 92. Con voz pausada y cuidados adjetivos fue llegando a lo que le interesaba: en una mesa cercana se encontraba el quinto mejor caricaturista del mundo. De nuevo me topaba con el gusto cubano por las estadísticas locas. Le pregunté cómo se establecía el ranking mundial de caricaturistas. “Por los premios”, respondió, “¡están
146 Juan Villoro/Cosas que escuché en La Habana
en Internet!”. Explicó que en los hoteles más lujosos cobraban veinte dólares por una caricatura, pero a mí, por ser un mexicano tan simpático, me cobrarían la mitad. “Hemos hecho a Madonna y a Ricky Martin”, comentó como si los astros hubieran posado para él. ¿Había forma de negarle algo a aquel hombre de temple tan digno en la necesidad? “Para que salga sonriendo le voy a contar tres chistes infalibles”, comentó. Mientras el quinto caricaturista del mundo luchaba con mis facciones, el antiguo jefe de protocolo narró un enredo erótico en el que intervenían demasiados bomberos. Salí retratado con la cara de quien trata de sonreír en un incendio. El chiste era pésimo, pero aunque hubiera sido genial costaba trabajo reír ante el anciano que elevaba la cortesía a una forma de la resistencia, resignado a servir de enganchador de un dibujante veloz. En la mesa de al lado, un mexicano con suficientes tatuajes para ser hooligan de dos equipos rivales, decía: “Me abrieron las putas maletas en el aeropuerto. Les dije que solo traigo pinches condones porque venía a coger un chiiiiiiiiingo”, soltó una de esas carcajadas que en México no acalla ni el paso de un Ruta 100. Por contraste, el sindicalista parecía hablar un español de Lope de Vega. Cuando abordó al turista narcosexual, soportó con rostro impertérrito las palabras: “ándale, pinche ruco cotorro”, y recogió el dinero de la mesa con aplomo de jefe de protocolo.
El Bucanero
y la
Milagrosa
La crisis ideológica cubana ha despertado el interés en numerosos sistemas de creencias. Hay más de 200 logias de la masonería, los sermones noticiosos de la iglesia católica se discuten en las calles y la santería es uno de los más buscados remedios para la realidad,
según muestran las ofrendas (o “asistencias”) que se colocan en todas las ceibas de La Habana. Varias personas me dijeron que si me interesaban esos asuntos tenía que hablar con el Bucanero, un hombre de pelo ensortijado que debe su apodo a su imparable capacidad de rollo (le atribuyen haber redactado la exuberante etiqueta de la cerveza Bucanero, que “brinda el misterio y la pasión de Cuba en una cerveza dorada, de sabor robusto y vigoroso. Su antiguo y secreto proceso de elaboración combina la más fina selección de lúpulo, agua y cebada malteada”). Según los rumores, el Bucanero había sostenido comunicación parasensorial con el Che Guevara. Convencido de que las gallinas responden al trabajo de los astros, cada mañana revisaba los huevos a contraluz en busca de proféticas manchas opacas. Nos reunimos en una cafetería. Tal vez para desmarcarse de su fama, pidió una cerveza Cristal. Luego me habló con vigor de los caracoles adivinatorios en la santería bantú; los libros de santeros que representan archivos del azar; las ofrendas en el trono de Changó, árbol sagrado al que le gusta recibir un gallo con el pico lleno de pimienta; la santería conga, que exige severos rituales (marcarse el cuerpo con cicatrices, usar sangre y huesos humanos en la ceremonia); los dioses orishas que cumplen los muy diversos fines de una teología de alta especialización. Sí, el Bucanero tenía capacidad de rollo. Le pregunté si creía en fuerzas trascendentes y guardó silencio. Al anochecer subimos a su coche, un Aleko ruso. Pasó un trapo por el volante en el que había amarrado cuatro listones de la suerte. Fuimos al Cementerio Cristóbal Colón, que ya estaba cerrado. Quería mostrarme los reflectores a través de la reja de la entrada: iluminaban el camposanto
como un estadio nocturno. Un coche de policía vigilaba la entrada. “Montan guardia para impedir que la secta de Palo Monte saque huesos para sus rituales”, dijo el Bucanero. Volvimos al coche. Una hermosa rubia, con un bebé en brazos, nos pidió “la botella”, como se le dice en Cuba al aventón. El Bucanero se negó. “Da mala suerte”, me dijo. Le pregunté qué otras cosas le daban mala suerte. El piloto veía su coche como un intrincado sistema de azares. Llevar un costal de yuca en la cajuela, a una mujer embarazada en el asiento trasero, una revista abierta, un sombrero de cualquier tipo o un animal doméstico eran signos de mal agüero. Las mujeres jóvenes con bebés le traían la peor suerte. Cenamos en casa de los amigos que me recomendaron que hablara con él. Se contaron anécdotas del Bucanero: había aprovechado sus contactos parasensoriales con el Che para encontrar objetos perdidos y ganarle un juego de póker a unos apostadores de Corea del Norte. Él escuchaba como si hablaran de un desconocido o como si su mente repasara los orishas con los que había tenido trato. Al salir, llevó en su Aleko a varios amigos. “Esta puerta es mía”, dijo uno de ellos. Hacía ya bastantes años, la empresa estatal en la que trabajaron juntos había recibido diez Alekos. Los coches envejecieron mal. Era difícil conseguir refacciones y todos padecieron infortunios, como si fueran tan baratos porque atraían accidentes. Poco a poco, los otros coches habían ido a dar en partes al último sobreviviente de aquel lote. “Medio motor es mío”, comentó otro amigo. Al día siguiente entendí las muchas supersticiones del Bucanero. Fuimos a la tumba de la Milagrosa en el cementerio Colón. Una larga fila de mujeres se acercaba a la lápida, que tenía tres argollas. Las fieles
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las agitaban como si llamaran a una puerta; luego se dirigían a la estatua de Amelia Goyki Adots con su niño en brazos, y acariciaban las nalgas del niño, más blancas que el resto de la escultura. Amelia había sostenido una apasionada relación amorosa con su primo, en contra del resto de la familia. Finalmente lograron casarse y ella murió de parto, junto con su hijo recién nacido. Tenía 24 años. Su viudo la visitó a diario. En 1914, cuando sintió próxima su propia muerte, quiso ver el cadáver de su amada. Los cuerpos fueron exhumados para satisfacer esta crematística pasión. El amante póstumo vio los cadáveres como una prueba de su voluntad: se habían preservado de manera misteriosa, y el niño, que había sido colocado a los pies de la madre, estaba sobre su pecho. A partir de ese momento, se supo que ella tenía poderes, y las mujeres pidieron su protección para dar a luz. La Milagrosa fue tan eficaz que recibió peticiones progresivamente variadas. Hasta la fecha no ha dejado de socorrer desde su intacto más allá. Las tumbas vecinas están cubiertas de plaquitas de mármol que dan gracias por milagros recibidos. Aunque la iglesia no reconoce los poderes de Amelia, el fervor de la gente la convierte en una santa. El Bucanero dejó de hablar. Caminamos por la larga calzada que conducía a la salida, ante las imponentes criptas familiares de quienes en otro tiempo fueron dueños de cervecerías, tabacaleras, fábricas de ron. Afuera nos esperaba su Aleko. “Soy un hijo de puta”, dijo de golpe. “Necesito hablar, tú no eres de aquí”, añadió, como si mi extranjería me concediera un sacramento. Contó que durante años había sacrificado gallos a la santería, rezado en la tumba de la Milagrosa, hablado a deshoras con el Che, siempre con el mismo fin. Sus amigos
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perdieron sus coches por averías, accidentes, falta de refacciones. Solo él conservaba el suyo, reparado con las piezas que la gracia le quitaba a sus amigos. “Ahora ya lo sabes”, dijo con seriedad, como si yo hubiera ido a Cuba a enterarme de eso. Su apodo cobró nuevo sentido. Un atracador de navíos. “No te puedo llevar a tu hotel. Da mala suerte subir a los que saben secretos”, el Bucanero sonrió. Luego encendió ese coche que como tantas cosas en La Habana, funcionaba a base de supersticiones.
El
tabaco clandestino En un sitio que refuta al tiempo, nada más lógico que los relojes cumplan otros usos. Es difícil dar un paso en las calles habaneras sin que un desconocido se acerque a preguntar la hora. Así comienza un protocolo que lleva a ofrecer algo a cambio de dólares. Aunque Cuba es lo contrario a una sociedad de consumo, la avidez de dólares crea un persecutorio ambiente de compraventa. Harto de que me pidieran la hora, contesté que mi reloj no funcionaba. “Entonces bótalo”, me dijo un desconocido. Me sentí como un cucú al que le han dado demasiada cuerda y me abalancé sobre el hombre con furia irracional. Por suerte, nos separó el chofer de un coco-taxi. A dos cuadras de distancia un negro se acercó a decirme que venía de Santa Clara del Cobre a traer a su hija al hospital porque se le habían caído el pelo y las uñas. Le di cinco dólares. La siguiente persona que me pidió la hora fue un joven de unos 19 años. Avergonzado como estaba de mi arrebato neurótico, dejé que hablara de sus estudios de matemáticas hasta que llegó al núcleo argumental: cerca de ahí vivía don Alejandro, legendario torcedor de puros de Partagás. ¿Quería comprar unos? Entramos a un edificio con aspecto de submarino. Largas filas de
puertas enrejadas. Desde mi llagada a La Habana, me había impresionado que todas las puertas tuvieran rejas. “No hay muchos robos”, comentó el estudiante, “pero la gente tiene odio, envidia y desconfianza; vivir aquí es imposible”, mientras decía esto saludaba con bromas a sus vecinos, poniendo en práctica el juego de recelos y cordialidad que predomina en la capital cubana. “Esta es la reja que puede salvarme”, me diría después otra persona. No se refería a las inseguridades del presente sino a los riesgos de la transición: “Son rejas para el futuro. Cuando el ejército, la gente de Miami o una fracción del partido se queden con el poder, todos vamos a saber para qué sirven”. Después de recorrer un largo pasillo, el estudiante abrió su reja. Dentro estaba otro joven, “Alejandro chico”. Me ofrecieron agua, me presentaron a un perro y sacaron cajas de tabaco. La confianza con que el estudiante se movía ahí me hizo pensar que en realidad se trataba de su casa y que el otro muchacho, mulato como él, era su hermano. “Don Alejando logra torcer hasta 150 tabacos diarios; los jóvenes no pueden con él”. Luego pasamos a los precios: 25 puros por 35 dólares, en vez de los 100 dólares de las tiendas oficiales. Al despedirnos, insistieron en que era una lástima que yo no hubiera conocido personalmente a don Alejandro, toda una leyenda, un tesoro viviente. Pregunté la edad del veterano torcedor. “¡Ya tiene 48!”, exclamó el estudiante de matemáticas. El Néstor de los torcedores, añoso patriarca de la tabaquería, tenía mi edad.
La
viuda de
Hemingway
ble caminar por esas calles sin sentir que ese deterioro es el tuyo. Cuando Marta Gellhorn volvió a la casa en la que vivió con Hemingway en la isla, comentó: “Cuba me hace entender que estoy vieja”. La ilusión de lo que fuimos y las cosas en las que creímos encarnan en un presente desgastado. En ese entorno, es un acto
de justicia poética que las novedades se publiquen en Granma, abreviatura de “la abuela”. Incluso los portentos naturales remiten al paso de los años. En la Finca Vigía, Gellhorn se sintió sobrepasada por las frondas del jardín: “La casa me deprimió, me apresuré a recorrerla, ansiosa de regresar a los árboles. ¿Cómo pude dar por sentada esa exuberancia? Entonces me di cuenta: era el tiempo, los años de mi vida al fin materializados. Los árboles habían crecido con esplendor durante cuarenta y un años, todos los inmensos mangos y flamboyanes y palmas y jacarandas y aguacates estaban aquí antes, pero jóvenes como yo”. La tecnología de La Habana se detuvo mientras nacía mi generación y las plantas crecieron para contar los años. En ningún otro sitio somos tan antiguos.
Ladrones
del fuego III Los viajes terminan pero no las historias. ¿Qué rumbos tomará el tiempo en Cuba? En el poema “Testamento”, Eliseo Diego encerró el enigma del porvenir entre sus versos:
no poseyendo más, entre cielo y tierra que mi memoria, que este tiempo;
po detenido aún más radical para quienes
decido hacer mi testamento. Es éste: les dejo
nacimos con la Revolución cubana. Imposi-
el tiempo, todo el tiempo.
La Habana produce una sensación de tiem-
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HYPERMEDIA/Review NO.2 / 2021 No fue hasta el primero de junio de 2019 que tuve la autorización para hablar de la dichosa reunión. Casi seis meses después de que ocurriera. No sé si tiene sentido contar la historia si no puedo mencionar el nombre de los directores, fotógrafos y guionistas cubanos que participaron. Pero bueno, sí me dejaron mencionar a los cineastas y a las estrellas extranjeras.
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Carlos Lechuga
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A fin de cuentas, nadie me va a creer. Igual no es tan importante. Cada año, en diciembre, en el marco del Festival de Cine de La Habana, transcurren varias actividades o reuniones colaterales. Los egresados de la Escuela Internacional de Cine se reúnen. Los estudiantes de la Escuela Nacional de Cine hacen un motivito. Hay fiestas. Comidas. Homenajes. El 2018 yo estaba concursando en guion inédito y tenía mi credencial, invitaciones; tenía de todo. Entonces, en los últimos días de noviembre, tocan al apartamento que comparto con mi bella madre y le abro la puerta a un muchacho joven, asistente de producción, al que conocía por haber compartido un par de rodajes con él. Rodajes ajenos. No sé por qué nunca trabajé con él; ni en Melaza ni en Santa y Andrés. El muchacho es de esa gente que uno ve en todas partes: en las fiestas, en la calle, y lo saludas con buena onda, pero al final no te sabes ni su nombre. Una persona que puede ser confundida con otra. Que me perdone.
i ina s
de
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cin
En fin, el asistente de pro-
ducción traía una invitación para mí, para una reunión que iba a ocurrir una sola vez en la vida, una reunión de la que no se podía hablar, y que iba a tener lugar el día 8 de diciembre, a las 9 p.m., en el apartamento 11 del #458 de la calle J, entre 21 y 23. ¿Quién me invita? ¿Es una broma esto? Parece El club de la lucha. El muchacho sonrió, como si supiera algo de mí, algo oscuro. Onda:
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“Carlos, no te hagas”. Y me pasó la invitación, que era una tarjeta pequeña, color carne, completamente impresa con la foto de una axila femenina a medio afeitar. “Por supuesto, es personal e intransferible”, me dijo antes de perderse por el pasillo. Con el paso de los días, sin poder hablar mucho del tema, investigué un poco acerca del muchacho. Pregunté a amigos productores y siempre respondían cosas que no eran ni importantes ni llamativas. Una tarde pasé por delante del # 458 de la calle J y no vi nada del otro mundo. Le quité el pensamiento a aquello y en los primeros días del Festival me reuní con amigos que vinieron a Cuba, tuve un par de reuniones de trabajo, un par de fiestas, y poco más. Por el patio del Hotel Nacional rondaban estrellas como Benicio del
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Toro, Julia Stiles, Tara Reid, Harvey Keitel, Laura Walldon, Jacques de Bont, Danny Trejo, Samuel de Trot, Brett Rattner... También estaban grandes cineastas latinoamericanos como Miguel Littín, Jorge Bolado, Luis Llosa, Natalia Smirnoff, Braulio Marino... Y un amigo fotógrafo me contó que había visto a un grupo de gente famosa, que andaban en un viaje privado, no por el Festival, entre las que estaban Marion Cotillard, Lea Séydoux y Laura Rodríguez-Pérez. El día 7 cogí una borrachera tremenda con un tequila que trajo un amigo de Monterrey, y todo el día 8 me lo pasé en cama bastante pachucho, tirando a mal. Pero algo, una fuerza externa, me arrastró. Como susurrándome al oído: hay que saltar del lecho. Me bañé, me perfumé, me vestí y salí, con la invitación en la mano, rumbo a la misteriosa reunión. La calle estaba muy oscura, y un poco más allá habían puesto una parada nueva en donde había par de personas esperando la guagua. Subí por J y 21 rumbo a 23. Vi el 454, el 456 y ahí estaba el 458: un edificio oscuro que tenía una escalera iluminada con un bombillito amarillo. Miré la invitación, me cercioré (por gusto, ya que estaba seguro que iba a ser ahí) y entré. En la planta baja estaban los apartamentos 1 y 2. Me encaminé hacia la escalera y comencé a subir lentamente. Primer piso. Segundo piso. Poco a poco empecé a escuchar una música suave, oscura, envolvente. ¿Michael Kiwanuka? No sé. Llegué al piso tercero y escuché, tras una puerta, a unos niños llorando. Seguí subiendo y la música se iba haciendo más presente. En el quinto piso no me quedaba duda: era “Love and Hate” de Michael Kiwanuka. Me llené de valor y llegué al sexto piso, donde solo había una puerta: el apartamento 11. ¿Y qué pasó con el
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12? No existía. ¿Aquello era un penthouse? Ni idea. Llegué a la puerta y, antes de tocar, una guionista cubana, muy conocida, amiga de años (no puedo decir su nombre, qué bobería, pero bueno) abre y me mira sonriendo: “sabía que no podías faltar”. Yo le pregunto: “X, ¿qué cojones es esto?” La guionista se echó a reír y levantó los dos brazos enseñándome las axilas. Miré sus axilas y miré la invitación, que era una axila también. “Pasa, pasa”, me dice. Cuando entré al apartamento, me di cuenta que era un penthouse decorado al estilo de los años 50, con una luz tenue, amarilla, y esa música suave y rica. Al primero que vi en la terraza fue al asistente de producción que me llevó la invitación. Chocamos miradas por dos segundos y luego empecé a panear el lugar. Y sí, de pinga queridos amiguitos: allí estaba la crema y nata de la gente que más admiro en el mundo del cine y de las artes: Hervé de Luze, editor de Polanski; Marion Cotillard, Bruno Saffadi, Juan Salgado, en fin. Una mezcla de gente. Léa Seydoux no estaba. Todos conversaban relajados, con copas o vasos en las manos, dispersos, a pierna suelta... Cerca de la cocina, esperando las bandejas de picaditos, estaba el grupo de cubanos cuyos nombres no puedo mencionar. No me dejan. Podría hacerlo, pero el pecado al final de esa noche no fue tan grave como para ganarme la molestia de gente a la que admiro y con la que trabajaré en el futuro. Me reúno con el grupo. Me miran con cara de “Tú también”. Y uno de ellos, llamémosle Y, me dice: “Así que tú también”. Y a mí me sale una sonrisa nerviosa. Pregunto: “Caballero, ¿esto qué cosa es? ¿Quién lo organiza?” Llega una bandeja y nadie me hace caso. Todos se van a comer.
A lo lejos veo a Matthew Libatique con una Leica, tirándole fotos a una chica que parece modelo y que levanta los brazos. El fotógrafo se acerca a sus axilas y tira fotos. La guionista cubana me mira y me dice:
“Ya sabes de qué va la cosa, ¿no? Todos los que estamos acá somos amantes de las axilas femeninas. Todos somos fetichistas. Algunos somos amantes de las axilas afeitadas; otros, como Pedro, de las a medio afeitar, y la mayoría de las peludas”. Sonreí, en una mezcla de pena y placer. Y aquí voy a hacer un paréntesis.
Desde que tengo uso de razón, desde muy pequeño, no sé por qué, empecé a desarrollar una atracción por las axilas de las mujeres. Primero me pareció muy normal, como si todos en el mundo tuvieran el mismo gusto. Luego me di cuenta de que podía ser algo raro. Mis primeras novias me dejaron claro que yo era el primero de sus novios que tenía ese gusto excéntrico. Y me avergoncé. Eso de ir caminando por cualquier lugar o estar en un ómnibus y ver a una mujer levantar los brazos y sentir un calor, un cosquilleo... me daba vergüenza.
Con los años lo fui asumiendo, y salí del clóset de los amantes de axilas. Investigué. Descubrí que había un sitio porno brasileño que se especializaba en axilas. Las chicas se comían las axilas unas a las otras. Pero de ahí a asistir a una reunión donde todos tenían el mismo fetiche... Ya más o menos me imaginaba como iba a terminar aquello. ¿Cómo era posible que alguien, o todos, supieran que a mí me gustaba eso? Alguna chica con la que estuve me habrá chivateado... No sé. De repente, de una de las habitaciones salió Ethan Hawke hablando con un productor de cine cubano, que me saludó sin mucho interés, o haciéndose el importante. Y tras ellos apareció el tipo, el duro de verdad, el que más mea: Léos Carax. Y tras él, otro que bien canta: don Harmony Korine… Léos llevaba un inmenso álbum de papel entre las manos. Lo seguí con mi mirada en cámara lenta hasta que se sentó en un sofá entre Vincent Gallo y Christina Ricci. Léos abrió el álbum y la música paró. ¿Por arte de magia? No, la música la había apagado Chloë. Chloë Sevigny. Yo, sin tomar nada, ya estaba en una borrachera que en mi interior decía “Chloë”. Como si fuera socia mía. Coño, y que no tengo un DVD o una USB acá con mis películas... Qué comemierda, me dije, esta gente no va a ver tus películas. Agarré una copa de un camarero que pasaba y bebí. Me voy a relajar. Entonces todo el mundo, everybody, se fue acercando al sofá. Yo también me acerqué. El álbum de Léos Carax estaba lleno de fotos de axilas. Fotos de las axilas de las actrices más bellas del mundo, las actrices con las que todos soñamos, con las que todos lloramos… Y no era nada sexual: era sensual. Pero ni siquiera eso: era como cuando un niño cubano te enseñaba su libro de
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papelitos de caramelos en medio del Período Especial. Era una imagen triste. Aquel hombre, adulto, genial, con su álbum de fotos de axilas. Y todos callados, como en una misa, mirábamos. Cuando Léos llegó a la página de las axilas de una joven Catherine Deneuve, la guionista cubana empezó a llorar. Luego llegó la página en blanco y negro de Juliette Binoche con veinte años y las axilas sin depilar; en ese momento Augusto Sinay se cubrió el rostro: era demasiada belleza para sus ojos. Entonces Léos levantó la vista, nos miró a todos y cerró de sopetón su preciado secreto. Todos comenzaron a aplaudir. La luz de un proyector nos cortó la cabeza, nos volteamos y, en una pared, Libatique empezó a mostrar fotos de axilas de Requiem for a Dream. Y ahí estaba ella: pelo negro, ojos claros, Jennifer Connelly. Recordé aquella tarde en el hotel Reina Cristina de San Sebastián, a punto de estrenar Santa y Andrés, cuando Claudia, Lola, Eduardo y yo, coincidimos con ella. Y en serio, modestia aparte: Jennifer Connelly murió de amor por mí. Muerta en la carretera. Aunque esa tarde no le vi las axilas, y yo estaba casado. Pero Claudia, Lola y Eduardo son testigos. En fin. Así transcurrió la noche. Aquellas vacas sagradas empezaron a mostrar sus colecciones de axilas. Fotos e imágenes en movimiento, con la autorización de las dueñas de las axilas. Se empezaron a intercambiar e incluso a comprar
Regresé a casa y no pude masturbarme. Aquello que había visto era la Capilla Sixtina de las axilas, de los grajitos, de los sobacos… Y no podía profanar esas imágenes
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algunas de ellas. Pero algunas no tenían precio, y no podían ser entregadas a terceros… Me consta que un director de cine cubano abrió su laptop y tenía 8 gigas de axilas de cubanas. Y todos los yumas se volvieron locos con los tonos, los cortes, los músculos, las formas… El director tenía buen gusto para las axilas, pero ninguno para el cine. Esa noche, el muy desgraciado, se fue de la fiesta con 2000 dólares. Qué falta de tacto. Qué falta de sensibilidad. A las 12 en punto sacaron una olla de caldosa y empezamos a recuperar las formas. El grupo se fue dispersando. Yo me quedé solo. Un poco excitado, un poco decepcionado. Regresé a casa y no pude masturbarme. Aquello que había visto era la Capilla Sixtina de las axilas, de los grajitos, de los sobacos… Y no podía profanar esas imágenes. No. Traté de dormirme. No pude. Abrí mi laptop y me puse a ver Gran Torino. Clint Eastwood con su cara de hombre duro. ¿A Clint le gustarán las axilas? Qué dura es la vida. Tanta gente talentosa, tanto dinero, y nadie interesado en el cine cubano. Todos con un hobby, un fetiche que me encantaba, es cierto, pero yo necesitaba dinero para mi película. El día 9 me levanté temprano y me fui al Hotel Nacional. Félix Beatón me invitó a un café y a una charla que estaba dando Renecito de La Cruz. El día 10 tuve que llevar a la pura al médico y me perdí el Festival. Los días 11, 12 y 14, ni me acuerdo a qué fiestas fui o qué películas vi.
Rojo, esa la recuerdo; esa me gustó. Y Zama. ¿O era de otro Festival? A punto de acabarse el Festival de Cine me encontraba un poco abatido, no sé por qué, y al salir del Hotel Nacional, en vez de coger para mi casa, agarré en la dirección contraria y terminé caminando por el Malecón. El sol se estaba poniendo, el mar estaba un poco cortado y el viento creaba una especie de neblina con el salitre. Una neblina naranja. Miré a Yemayá y le pedí para mis adentros: “Bella, sálvame”. Entonces la vi venir. ¿Era ella? No. No puede ser. Sí. Era ella. La misma Léa Seydoux, con una camiseta blanca sin mangas y un short rosa. ¿Iba en chancletas? No lo sé. No podía mirar para abajo. No podía perderme el momento. Entonces, antes de pasar por mi lado, Léa levantó los brazos para arreglarse el pelo, que estaba intranquilo por el viento. En ese momento Léa me mostró sus axilas. Debajo de sus brazos, el color era blanco como la porcelana. Léa me miró, se dio cuenta, sonrió apenada y bajó los brazos. Yo no pude sentirme mal, pero le mentí y logré decir: “Sorry, desolé”. Esa imagen, nadie me la puede quitar. Me la llevo a la tumba. Y cuando tiren sobre mi ataúd las tres paletadas de tierra, allí estaré yo, pensando en la francesa esa.
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El Comité y la caza de brujas*
Henri Cartier-Bresson 156 Michael H. Miranda/el nervio yuma
otras estampas de san cristÓbal
Hay un punto que me preocupó de verdad: el Comité para la Defensa de la Revolución. Es evidente que hacen un trabajo social, e incluso mucho bien. Distribuyen ropa, vacunas, combaten la delincuencia juvenil. Pero el Comité sabe exactamente lo que pasa en cada familia y en cada edificio. Y esa invasión de la vida privada puede desembocar en una verdadera caza de brujas.
* Tomado de
Life, 1963.
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Néstor Díaz de Villegas
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a p s i a s e ” l í r á u b b q m a a O “ c e r a d cia n r a a t g h a u es s ¿Una nueva explosión en la catedral? ¿Dinamitar el barroco, la soberbia chatarra a la que hemos rendido culto durante siglos? Ahí arranca el problema: Fulgencio Batista, el primer modernista, ordenó arrasar La Habana antigua y construirle encima expressweyes y rascacielos. Inevitablemente, GAESA retoma el Plan Piloto batistiano con seis décadas de retraso. Levantar una torre de cristal y acero a la que la catedral sirva de lobby. Vaciar el templo y transportarlo al Vedado, directo a El Hueco. A todo lo largo y alto de la fachada, la fotografía de una pareja de ancianos: Fidel y Dalia, por el grafitero JR.
Néstor Díaz H. Miranda de Villegas /el/“Obras nervio yuma para hacer más agradable su estancia aquí” 158 Michael
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Que Raúl Castro recite Pensamientos en La Habana por altoparlantes de reverberación coral instalados en las cuatro esquinas de la Rampa: “My sssoul is notttt a ffffucking ashtttray…”.
La bonita imagen de Korda, la del guajiro trepado al farol del alumbrado público, recurre ahora, pero con artistas colgando de todos los viejos tarecos, de todos los
objects d’art. ¿De dónde han sa-
lido tantos? Son una casta de intocables, el Tercer Estado que se fue por las ramas. La torre es su excedente y su máxima extravagancia: Land Art que habla por boca del MINFAR. En las reuniones de la Biblioteca Nacional, en 1961, el Máximo Líder expresó su temor de que aquello fuera a “convertirse en una cámara húngara”: la algarabía semiótica, el cacareo conceptual, la barahúnda de las vanidades. El temor del Líder, contrapartida del pequeño miedo del autor de Cuentos fríos, tal vez se haya cumplido. El temor al arte como cámara húngara; el hongo de lo artístico que angustió a un Fidel consciente de que bien podía ser ese el desenlace fatal de su Revolución política. En el acto de inauguración de una Escuela de Suelos, Fertilizantes y Ganado, en 1964, el Líder hace un aparte para advertir: “En realidad —como todo lo que empieza— había cosas que no estaban bien coordinadas. El compañero que anunciaba el programa se equivocaba a veces; dijo que venía la antorcha y lo que venía era el acto cultural. Han hecho discursos de todas clases; en cada número del programa un discurso. Yo les decía a los compañeros que estos muchachos iban a aprender a ser buenos agitadores, no a producir carne y leche”.
Una escuela de agitadores se vislumbraba en el futuro de la nación; pero ¿de qué tipo? Y, ¿cómo podía suceder, en la Cuba socialista, algo tan inconcebible? El joven dictador tenía la respuesta: “Pero bien: todo ha sido muy simpático. Pueden continuar haciendo sus obras, mejorándolas, que con ello llegarán a hacer más agradable su estancia aquí. Cuando vayan a hacer otros programas no hagan tantos discursos, ¿o es que nos están adoctrinando a nosotros?” (sic).
Que los adoctrinados terminarían adoctrinando venía mezclado en el subtexto. Hoy Cuba cuenta con más artistas, performeros y conceptualistas que ninguna otra nación del planeta. Es el estallido en la catedral —en cámara lenta, en cámara húngara. Los trepadores de faroles suben a las torres de wifi, se asientan en lo digital, otean los escombros, se garabatean los cuerpos, encienden fogatas de okupas. Donde antes bastaba con una sola Antonia Eiriz, ahora necesitamos doscientos nihilistas profesionales que desglosen y deconstruyan. Desde la explosión de los ochenta, con sus múltiples secuelas y ramificaciones, el arte cubano se dedicó a reciclar la producción artística de los países donde el hecho económico es el legítimo sostén de la superestructura. El arte cubano como mímesis y caricatura, reproducción mecánica a la que siempre faltó el aura del capitalismo. Lo cubano como deseo pueril de regreso a una época dorada de erotismo oral que el “miedo de Castro” había anticipado como la inconsecuencia última de la praxis revolucionaria. Los temores castristas se han cumplido, mientras que el “miedo” de Virgilio, por ser teatral, se quedó
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en fanfarronada: era el infundio de que “el Gobierno iba a dirigir la cultura” cuando más bien lo contrario fue cierto. El Poder necesitó de lo artístico, habló en newspeak, en nouvelle vague y también en zeitgeist posmoderno: los adoctrinados terminaron adoctrinando, un bucle dialéctico que no ha sido rizado debidamente. La estética traicionó a la Revolución, penetró sus filas. Hoy los interiores neocastristas son de la Casa Capó; sus bifocales, de la Óptica López, con armaduras Cazal y Butterfly en oro y plástico. Las gorras de camionero de los Comandantes, con malla de poliéster y visera de pala, llevarán la insignia de las FAR, pero el estilo es puro Valsán. Allí donde vayan
los artistas, el castrismo sigue. Por haber sido el fidelismo una organización parasitaria, sus locaciones fueron inevitablemente batistianas. El fidelismo nunca gobernó el
arte, sino que, por el contrario, el arte debió hacerse cargo de él y mantenerlo: el artista devino
souteneur del Poder.
La realidad no imitó a Virgilio, como se cree; fue Virgilio quien inventó el castrismo. Tras un breve período de reajuste, el arte degenerado de Servando Cabrera tomó por asalto los despachos del G2. Servando y Raúl Martínez, dos locas de carroza, fueron las decoradoras oficiales del despotismo. Mucho más tarde llegarían Fabelo, Kcho, Zaida y Tomás Sánchez. Los actuales administradores de la cultura cubana son malas imitaciones de aquellos primeros intelectuales corrompidos que dinamitaron los cimientos de la República. Hay poca diferencia entre el consejero áulico Abel Prieto y el Cabrera Infante original, colaboracionista y censor, el camarada que transformó Carteles en Revolución. Comparado con Carlos Franqui, destructor de monumentos y detractor de la prensa
independiente, Fernando Rojas resulta un tipo anodino. De manera que el diletante — como temía Fidel— terminó por reemplazar al comisario, al vaquero y al científico: traía con él su confusión semiótica y era dado a embrollar lo que había sido expuesto sin ambages: “Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada”. Ese es el nudo gordiano de la doctrina: ¿cómo situarse, simultáneamente, dentro y fuera de un formalismo concebido para expresar una idea fija? No salirse del tiesto constituye, aún hoy, el mayor reto para el intelectual con pretensiones posnacionales. Pongamos por caso a Tania Bruguera, a un tiempo antitrumpista y anticomunista, una superestrella que al demarcar su filiación ideológica en América debe andarse con pie de plomo, especialmente en el campo minado de la política woke. Su éxito depende de una complicadísima maniobra de decepción: Bruguera carga el carnet del Partido (sin el que ya no es posible salir de casa) y se mueve como pez en las aguas revueltas de un totalitarismo que no se atreve a decir su nombre y de un internacionalismo que aún carece de sóviet —dos sistemas que brindan la misma disyuntiva de pactar o perecer. Dentro de la Revolución todo ha terminado, y fuera de ella aún nada existe. Los nuevos doctrinarios, como los antiguos saboteadores del refresco Ironbeer y el jabón Candado, organizan actos de repudio contra una lata de frijoles Goya, pero sin ofrecer sucedáneos con los que resarcirnos. El arte languidece en cámara lenta, y requiere un puntapié final. ¿Dónde está Fidel Castro cuando lo necesitamos? Fidel y el Che decretaron unas descabelladas escuelas de arte en los terrenos del Country Club, y enseguida se arrepintieron. Lamentablemente, la retractación llegó
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tarde: a la primera oportunidad, fue rescindida por doctrinarios que pretendían restaurar lo que los héroes habían mandado a borrar. Dos décadas después, aparece en San Antonio de los Baños una flamante escuela de cine. Nada relevante había salido de Cubanacán, y nada excepcional emergería tampoco de San Antonio. ¿Dónde están una Rita Longa, un
Juan José Sicre, una Esther Borja o un Tres Patines? ¿Dónde el Harold Gramatges, el Titón, el Hubert de Blanck, los Govantes y Cavarrocas de nuestra era? ¿Dónde un Wifredo Lam? Las escuelas de arte deberán ser devueltas a la jungla, demolidas lo más pronto posible, o cedidas a los hoteleros de GAESA y a sus diseñadores de campos de golf. ¿Cuál es la lección que se desprende del proyecto fallido? Que las condiciones socioeconómicas determinan, realmente, el valor de la producción artística. ¡Vaya descubrimiento! Incluso el auge de un Tarkovsky y un Bondarchuk en la antigua Unión Soviética responde, en cierta medida, a una estructura económica exitosa, así como la economía libidinal de la Primavera Checa hace plausibles a Milos Forman y a Vera Chytilová: ambas naciones contaban con infraestructuras establecidas, mientras que Cuba, recién salida del subdesarrollo, decidía abortar, a troche y moche, el despegue económico batistiano y su excedente artístico.
La Revolución destruyó las clases productivas que favorecían las artes. El error del castrismo es haber creado una ciudadanía sin nada concreto que defender. Consecuentemente, la Cuba socialista solo pudo crear un arte povera y un cine paupérrimo. Cuando se levanten los
malls, cuando aparezcan IKEA y Walmart,
y se restablezcan el libre mercado y el derecho sindical, la población que hoy
permanece ociosa será la sepulturera del arte. El castrismo tardío se ha desentendido de la actividad productiva para dedicarse por completo a la construcción de los monumentos fúnebres y zigurats habitables de un nuevo orden, al que Iván de la Nuez ha dado el nombre de “iconocracia”. La iconocracia crea doctrina, crea ensayo —y, siempre a la zaga, el Poder concibe su obra reciente en clave ensayística. Todo ensayo es, de por sí, redundante. Hace cuarenta años Reinaldo Arenas leía en alta voz el periódico Granma durante sus apariciones ante la Academia: hoy, el artista Hamlet Lavastida se dedica a transcribir edictos oficiales, pasándoles por encima con esténcil y lápices. En lo profundo de un gueto afectado por el dengue y la demagogia, Tania Bruguera recita el grueso tomo de Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt. También la tropa de choque que viene a acallarla se dedica al ensayo: crea una pieza de música concreta para martillos neumáticos digna de Ligeti y John Cage. Ambas lecturas dicen lo mismo. Lo mismo con lo mismo. En patente contraste con un arte agotado que reincide en la antigualla, y con una crítica que recicla los tópicos del “milagro revolucionario”, aparece la obra viva del tardofidelismo, un nuevo paradigma que se desentiende olímpicamente de los artistas. Decidida a relanzar el Plan Piloto y acometer megaproyectos que proclamen y expandan sus prerrogativas, la dictadura le da la espalda a los estetas. “¡No los queremos, no los necesitamos!”, debería ser el lema inscrito en el frontispicio de la Torre López-Callejas, un refrigerador abierto en medio de una aldea que arde en fosforescentes barbacoas. En el extremo oriental de la isla, la Gran Piedra es un fragmento meteórico de alguna pieza de Maurizio Cattelan. A
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lo largo del último tramo pavimentado de la Avenida de los Presidentes, se devela, sin mucha fanfarria, un discreto homenaje a Carl Andre. Son las intentonas de la principiante que desea deslindarse de sus maestros. Los monumentos anuncian, inequívocamente, la intención de GAESA de asociarse con una iconocracia in-
ternacionalista a la que le importa un bledo la problemática del proletariado local. Mientras la humanidad renueva su compromiso de llenar a capacidad cuanto hábitat construya la dictadura, Hamlet Lavastida y Acco Hotels le pasan por encima al mismo lapsus linguae: “Obras para hacer más agradable su estancia aquí”.
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TRAFFIC
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Era el año 2006. Unos meses atrás, justamente, Germán Sierra y yo habíamos cruzado unos mails. En España se hablaba de generación mutante, de narrativa mutante. Era el tema de moda en el mundillo literario. Se repetía mucho esa palabra: mutante. Sierra era uno de esos narradores mutantes. Tal vez lo siga siendo, no estoy seguro. El caso es que, en uno de esos mails, se había ofrecido a enviarme algunos de sus libros por correo postal. Yo le di mi dirección.
Pasó el tiempo. No recibí nada. No me pareció extraño, sino más bien natural, lógico. Me puse en el lugar del escritor español (siempre hay que ponerse en el lugar del escritor español): yo tampoco me hubiera tomado la molestia de enviar libros míos hacia Cuba. Además, ¿para quién? Cuando encontré Efectos secundarios en La Habana Vieja, ya me había olvidado del asunto. Estaba claro que su autor no había echado ningún paquete al correo. Aunque exhibido como de uso, el libro estaba como nuevo. Costaba 100 pesos. Lo compré sin pensarlo mucho y me fui. Minutos más tarde, en el Paseo del Prado, me senté a hojearlo. Sorpresa: el libro tenía una dedicatoria. Leí: “Para Jorge Enrique Lage, muy agradecido por su interés. Germán Sierra”. Cerré el libro. Volví a abrirlo. La dedicatoria todavía estaba ahí. *** Lo primero que uno hace, por supuesto, es contarle a alguien. Enseñarle el libro y la dedicatoria a alguien.
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—Pinga... —dijo mi amigo Orlando Luis Pardo Lazo, también escritor—. Pinga... —repitió. La verdad es que no había muchas palabras. Ni para mí ni para él ni para nadie. Al día siguiente, sin ningún motivo concreto, Orlando se fue a explorar la librería por su cuenta. Después me llamó por teléfono: —Encontré otro libro de Germán Sierra. El día anterior, solo estaba Efectos secundarios. —Al parecer lo sacaron hoy. Y está nuevo. —... —Alto voltaje —me dijo Orlando—. Cuentos. Mondadori, 2004. Treinta pesos. ¿Te leo la dedicatoria? —... —“A Jorge Enrique Lage, estoy deseando poder leer los suyos. Un abrazo. Germán Sierra”. Las averiguaciones de Orlando fueron inútiles. En el Ateneo Cervantes, dos mujeres le refirieron el mecanismo conocido. La gente traía libros para vender. La librería compraba libros usados. La reventa estatal. Orlando (que por aquellos tiempos, ¡qué tiempos!, podía andar La Habana impunemente, haciendo preguntas) preguntó si era posible saber quién había traído unos libros en particular. Si se llevaba alguna clase de registro. No. ¿Para qué un registro? Los libros se compraban y ya. —¿Por casualidad se acordarán de la persona que les vendió este libro? —Orlando les enseñó a las dependientes Alto voltaje. Ni idea. Si alguien podía acordarse, era la tasadora. Una empleada
que se ocupaba de recepcionar los libros que suministraba la gente, y ponerles precio. —¿Pudiera hablar con ella? — preguntó Orlando. No estaba ahí. No trabajaba en la librería. Iba una vez por semana a tasar. —¿Es posible que haya más libros de este autor? No. Los libros de un mismo autor se ponían siempre juntos. —Pero es que ayer este libro no estaba a la venta, sin embargo había otro del mismo autor —explicó Orlando a unas dependientes cada vez menos interesadas en responder—. ¿Puede ser que los hayan traído por separado? Podía ser, cómo no. Cualquier cosa podía ser. De todos modos, era muy raro que no se hubieran puesto juntos. ¿Seguro se trataba del mismo autor? —Podemos ir la semana que viene a hablar con la tasadora —me propuso Orlando luego. —¿Y después con quién se habla? —le pregunté—. ¿La policía? —No, claro que no —admitió. —De todas formas ya tengo los libros. Bueno, en caso de que no haya más ninguno por ahí. —Te recuerdo que tienes uno solo. Este estará dedicado a ti y todo, pero el que lo compró fui yo. Es mío. Chequeamos el Ateneo unos días más. No aparecieron más libros de Germán Sierra entre los libros de uso. *** “¡Lo que me cuentas es absolutamente genial!”, me comentó el escritor español en un mail, tras yo contarle lo que había pasado con el envío. (Pero, ¿qué había pasado con el envío?). Y
sin duda, la experiencia era absolutamente algo, pero “genial” no era la palabra. ¿Cuál, entonces?
“El mutante no eres tú, Germán”, tenía que haberle dicho. “El mutante soy yo”. Era el año 2006. Los libros impresos, físicos, los libros en tanto objetos palpables (ah, ¡los libros nuevos!, ¡las fajillas promocionales!), todavía tenían importancia en mi vida. Y no dejaba de ser agradable la confirmación de que los libros se abrían camino hasta mí, incluso cuando ese camino incluyera un rodeo, un paso adicional. Llamémosle el paso del fucking. Lo visualizo hoy como una suerte de orgía. Entre especies muy diferentes. Hoy, quince años después, mi material de lectura es 99 % digital: libros en formato epub y pdf. Libros para leer en un tablet que se volvió libro-dispositivo único: el que contiene muchos otros libros. Libros robados, por supuesto. Libros descargados de páginas web que no están precisamente por la labor del consentimiento; páginas piratas, webs que practican la violación sistemática del copyright. Al ladrón, lo que le corresponde al ladrón. Si pudiera vender esos libros digitales, impermeables al uso, por supuesto que los vendería. Pero no puedo. Solo puedo buscar, descargar, y leer. ¿Cuántas cosas sigo sin poder
o sin saber hacer yo en La Habana? Lo único claro es que sigo leyendo. Soy, cada vez más, un lector de libros robados.
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Espejo
negro
Esta historia arranca con varios jóvenes invadiendo una casa habanera. Una de esas edificaciones que recibieron a los años sesenta como el non plus ultra de la modernidad cubana, así en el diseño como en la riqueza. Esta historia empieza bajo una normalidad aparente, mientras algo raro va salpicando su atmósfera. La extrañeza se acentúa cuando los protagonistas, además de ocupar
Iván de la Nuez
El arte cubano encuen el edificio, visten con la ropa de esos primeros años de la Revolución, deambulan entre sus muebles, manosean los objetos de aquellos tiempos, reproducen la ingenuidad, la belleza y el erotismo de entonces. La situación es todavía más desconcertante cuando constatamos que no son personajes de ficción, sino artistas reconocibles dentro del mundillo de la cultura contemporánea cubana. Y se vuelve sobrecogedora cuando percibimos que no actúan “como si fueran” de otra época, sino que se han metido de cabeza en ella. Abducidos por la estética de sus padres y abuelos, que habían sido jóvenes en 1959, acaban invadiendo su tiempo y su espacio mientras irradian el desasosiego de esas felicidades que no acaban bien. La narración apenas se alarga unos seis minutos. El tiempo exacto que dura una vieja canción de Beatriz Már-
quez, famosa intérprete de la llamada música melódica, ajena a cualquier cosa parecida al vanguardismo. El estribillo de la canción martilla una y otra vez sobre la crisis de una pareja que, pese a todos los intentos, no puede resucitar su relación, porque “la llama del amor no enciende pólvora mojada”. Da igual cuántas piruetas dediquemos a revivir el pasado. Disparar con la pólvora húmeda no deja de ser teatro, puro teatro —que diría La Lupe—; apuntarse a un tiroteo con un arsenal de balas salvas. El video, dirigido por Carlos Lechuga, es una obra de Marcos Castillo que tiene un título seco e inapelable: Generación. Durante la Bienal de La Habana de 2018, esta pieza fue el colofón de La casa del decorador, segunda exposición individual de este exintegrante de Los Carpinteros. El corto es un ejercicio hipnótico e inclusivo que sigue el ascenso de los protagonistas hasta la
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que un revival, una reencarnación. Su trama recoge el eterno retorno de la versión cubana de la guillotina: la Máquina de Moler Carne.
¿Quién no ha escuchado alguna vez en cualquier casa cubana que “esto es una máquina de moler carne”? ¿Y quién no lo ha repetido, fuera cual fuera su filiación política? A casi nadie, incluso siendo fiel al “proceso”, el picadillo le ha sido ajeno. Visto así, el video anticipa una disciplina sociológica
entr a su BLACK MIRROR azotea de la casa, donde la historia alcanza su clímax. Camino a la cima, beben, cantan, se besan. Atraviesan el pop vernáculo de Raúl Martínez y el diseño interior de aquella “vía cubana” al socialismo que pretendía situarse tan lejos de Estados Unidos como de la Unión Soviética. Un modelo sin mercado, pero también sin estalinismo; sin opulencia, pero con elegancia. Un proyecto llamado a demostrar, como lo vio Boris Groys en la vanguardia rusa, que el socialismo no solo tenía que ser justo, sino también bello. Y que no solo estaba llamado a cambiar el mundo, sino también el entorno inmediato de una sociedad en la que, bajo los uniformes, seguiría brillando la imaginación de cada individuo.
II. Molienda de carne comparada Generación nos
Más que una estética,
hace compartir una experiencia. Más
—la “molienda de carne comparada”—, que algún día habrá de estudiarse en todas las universidades de la Isla (y sus alrededores). En todo caso, Generación no es una excepción dentro del arte cubano. Más bien, se integra orgánicamente a una arqueología colectiva que no ha dejado de excavar en la distancia entre los discursos originales de la Revolución y los resultados con los que lidian sus descendientes. Generación es el Black Mirror coral de una cultura que se ha sentado, por fin, a su banquete de consecuencias. Repasemos el menú. En Reencarnación, Lázaro Saavedra conecta el estigma del reguetón con P.M., documental de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante que ha sido considerado como la primera obra censurada por el régimen socialista en 1961. José Ángel Toirac va directo a Fidel Castro. En El susurro
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de Tatlin,
Tania Bruguera replica un cuadro neo-expresionista de Antonia Eiriz para llenarlo con las voces que la tribuna política mantiene al margen. Alejandro Campins regresa a paisajes donde tuvieron lugar gestas de la guerrilla y hoy no son más que ruinas. Leandro Feal cruza la herencia del Korda con las teorías de Rafael Rojas sobre las reformas. Celia & Yunior comparan los nuevos oficios aprobados para el trabajo por cuenta propia con aquellos que fueron eliminados o nacionalizados en la década del sesenta. Reynier Leyva Novo recrea formas críticas de propaganda que hacen tambalear las viejas celebraciones. Hamlet Lavastida recupera indicios de la vida profiláctica en cuya cara B se implementaban campos de trabajo como las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)… Esas y otras recuperaciones del pasado no responden a un ejercicio intelectual inocente, sino a la tensión entre el presente y las formas originales de un proyecto trunco. De ahí que activen la iconofagia como una de las bellas artes, a base de fagocitar la simbología de una Revolución que lo apostó todo a su excepcionalidad como sus herederos lo apuestan todo a una estandarización que les facilite el encaje en esta era global que combina, cada vez más, mercado con autoritarismo y en la que el socialismo cubano experimenta su versión del modelo chino como en otra época puso en práctica su versión del modelo soviético.
En el arte cubano de estos tiempos es perceptible, asimismo, un desplazamiento de la épica mayúscula del pasado, tan propia del discurso oficial, a esa lucha cotidiana que va en paralelo a la erosión del monopolio del Estado sobre la vida de la gente. Una circunstancia en la que tiene lugar una acumulación rudimentaria del dinero y en la que el capitalismo ha dejado de ser un sistema que se encuentra afuera y antes.
Ahora, también, empieza a conjugarse en presente y al interior de la isla, marcando —como el reguetón— el ritmo económico del porvenir del país.
III. Hechos
para institucio-
nales
Como en el momento seminal de la Revolución, hoy en Cuba conviven dos mundos, aunque con la proporción invertida. Ahora el capitalismo es incipiente, y tiene lugar como capítulo de la política de un Estado que, también en materia cultural, ha perdido algo de supremacía. Por el camino, se recrudecen las fricciones intrínsecas a un país que transita de la predemocracia (en términos liberales) a un mundo donde ya se asienta la posdemocracia (en términos neoliberales). Un mundo que, como el estribillo de la canción, intenta mantener su llama evolutiva con la pólvora cada vez más mojada. Un mundo que, obsesionado con evitar el regreso de la revolución, ha optado por empezar a despedir la democracia. Ese es el espacio en que se emplaza un arte al cual nada cubano le es ajeno: recuperación de figuras del exilio y revisión de las polémicas previas al derribo del Muro de Berlín, consecuencias de la emigración y resarcimiento del archivo visual de la literatura censurada, vidas de presos o mendigos y trauma posterior a las guerras de África, ruinas de la Ciudad Nuclear (donde se intentó una utopía atómica caribeña) e impacto de los nuevos ricos en el imaginario de la sociedad. Si no paranormal, casi todos los artistas despliegan su trabajo dentro de un tinglado “parainstitucional”. Y esto implica desde las formas de hacerse con materiales y estudios hasta la emergencia de espacios privados que distribuyen prestigio y dinero. No hay que olvidar, en cualquier caso, el viaje requerido por la vereda oficial, que se resiste a
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estos cambios. Tampoco el enfrentamiento antinstitucional que, en algún caso, como el de Luis Manuel Otero Alcántara, ha implicado la cárcel y también una solidaridad gremial fuera de lo común. Tal vez en el arte contemporáneo cubano podamos trazar una línea zigzagueante en la que los años ochenta se configuraron a partir del experimento insólito de una cultura occidental sin mercado, mientras que los años noventa quedaron marcados por la combinación entre la asimilación del dinero y una diáspora extrema de la comunidad artística. Los artistas surgidos en este siglo XXI han crecido, en alguna medida, entre la nostalgia por la crítica de los primeros y el pragmatismo de los segundos. Pero han tenido la ventaja de la ubicuidad; saltando con descaro de instituciones oficiales a espacios privados con los mismos malabares con los que saltan entre Cuba y cualquier otro país sin que esto les suponga un problema de identidad o el perjuicio ideológico de antaño. Para esta primera generación cubana, psicológicamente posterior a la Guerra Fría, el futuro es esto que van quemando mientras las autoridades, sus opositores y sus respectivos intelectuales orgánicos se dedican a planificarlo. En esa cuerda, quizá valga la pena detenerse en las respuestas de dos músicos a los encontronazos entre el presente artístico y su repertorio de manipulaciones. La primera es de Kiko Faxas, que toma documentos fundadores de la Revolución —como La historia me absolverá o Palabras a los intelectuales, ambos de Fidel Castro— y mediante una aplicación los convierte en notas musicales. En la letanía delirante de un ruido ambiente que ya no nos dice nada. La segunda es de Roberto Carcassés, pianista y director. Preguntando por cómo definiría el experimento
musical que representa su grupo Interactivo, con el que ha revolucionado la escena musical cubana, Carcassés lo definió, lacónicamente, como una “democracia”. Esta diversidad sonora parece retumbar en un movimiento artístico que ha aprendido a vivir la democracia en una escala tangible, y por cuenta propia, sin esperar por un decreto de Estado que la conceda. Un movimiento entrenado, desde la cuna, para captar el mensaje condensado en los seis minutos que dura el video Generación. Esa alerta que nos previene de que toda ascensión a lo más alto viene acompañada por el vértigo. Y que ese vértigo siempre vendrá acompañado de un museo negro que nos arrastre a formar parte de su aterradora colección.
Para esta primera generación cubana, psicológicamente posterior a la Guerra Fría, el futuro es esto que van quemando mientras las autoridades, sus opositores y sus respectivos intelectuales orgánicos se dedican a planificarlo. * El único capítulo que la serie Black Mirror dedica a un museo es “Black Museum”, una mezcla de terror, esperpento y tecnología de vanguardia (8 de julio de 2020).
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Aduana y "literatura" cubana*
Juan Pablo Villalobos 172 Michael H. Miranda/el nervio yuma
otras estampas de san cristÓbal
El avión aterrizó en La Habana alrededor de las quince horas del lunes 24 de septiembre. Después de realizar el trámite de inmigración y antes de recoger las maletas, me sale al paso una muy sonriente y amable policía. Imagino lo que imagina la uniformada: que soy joven, que vengo solo —en realidad mis compañeros José Luis, el fotógrafo, y Camilo, el camarógrafo, vienen detrás—; debo tener pinta de turista sexual. —¿De dónde viene? —De México. —¿Cuál es el motivo del viaje? —Tengo amigos aquí, vengo a visitarlos. —¿A qué se dedica? —Soy escritor. —¿Qué escribe? —Novelas. —¿Qué tipo de novelas? Si esta fuera una conversación con un periodista o un crítico cubano, le diría que como todo escritor nacido en los setenta mis primeras influencias
fueron los autores del boom y que en la adolescencia aprecié especialmente a Alejo Carpentier. Que leer el Paradiso de Lezama Lima es una experiencia de la que nadie vuelve y que si formáramos una selección de béisbol yo pediría estar en el equipo de Virgilio Piñera (y no por mis preferencias sexuales, sino literarias: ¿cuántas veces habrá que decir que Virgilio era un genio?). Eso diría incluso en el hipotético caso de que la Revolución cubana hubiera creado profesiones vanguardistas, como policías-críticos-de-literatura o policías-historiadores, pero no lo hago porque en realidad no estamos hablando de literatura. En Cuba cuando hablas de literatura en realidad no solo estás hablando de literatura, también estás hablando de “literatura”. —Ficciones —le respondo a la muy sonriente y amable policía: la palabra más alejada de la realidad que se me ocurre en ese momento. —Pase, bienvenido a Cuba.
* Tomado de “La isla en texto. Un viaje literario a La Habana”, en
Gatopardo.
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Lezama y la eyaculación precoz Gilberto Padilla Cárdenas
174 Gilberto Padilla Cárdenas/Lezama y la eyaculación precoz
n
Hay una película de los hermanos Marx en la que viajan de polizones en un barco. Es un transatlántico de lujo. De repente, el capitán advierte que hay pasajeros de más y ordena encontrarlos. Comienza una persecución llena de disparates hasta que Groucho, por azar, termina escondido en la habitación donde se cambian los camareros. Decide entonces disfrazarse hasta que, obviamente, el capitán se percata. Hay un corte, y la toma siguiente muestra a los camareros formados de frente a la cámara. Es un lento paneo de izquierda a derecha en el que aparecen uno a uno: altos, esbeltos, elegantes. Hasta que la cámara llega al último: es Groucho, fumando un puro, mal peinado, con una bandeja que apenas puede sostener en la mano, completamente fuera de lugar. Cuando terminé la carrera de Letras en la Universidad de La Habana me sentí como Groucho Marx en Pistoleros de agua dulce. Recuerdo la ceremonia de fin de curso, y la terrible sensación compartida de que nos habíamos equivocado, de que habíamos cursado estudios inoperantes, sin contacto alguno con la realidad. Quienes pudieron casarse con alguna extranjera lo hicieron. Otros se marcharon del país becados por la Fundación Carolina o por alguna universidad. Y también hubo quien tuvo “suerte” y pudo mezclar música en una disco o ser ghostwriter o azafata.
Yo decidí prolongar el sinsentido de mi vida con una Maestría. La mía fue sobre los diarios —más que diarios son, en verdad, anotaciones fechadas— de José Lezama Lima, unos textos tan fastidiosos de leer como inútiles de estudiar. Durante los dos años siguientes al final de la carrera me sepulté en la Biblioteca Nacional y en la Casa-Museo de Trocadero 162. La mitología literaria considera las casas de los escritores como un espacio suspensivo y aurático: no
está demasiado claro qué puede ir a encontrar uno a esos lugares, pero muchas veces son preservados como si algo del espíritu que los habitó se hubiera adherido a las paredes y a los vidrios de las ventanas. La casa de Lezama no es la excepción. “En las paredes, en todas”, escribió César Aira después de su visita, “descomunales manchas de humedad han hecho saltar la pintura y hasta el revoque: ‘La humedad es invencible — me dijo la guía—, hagamos lo que hagamos vuelve siempre, como el espíritu mismo del Maestro’. No se diría que hacen mucho, pero la idea es poética. Si quisiera ser ingenioso, podría decir: ‘¿Qué es lo que más me gustó de la casa de Lezama? La humedad’”. A lo que voy. Pasaba más tiempo en Trocadero 162 y en la Biblioteca Nacional José Martí que en mi casa. Llegaba temprano. Pedía cuanto bodrio involucrara la palabra “Orígenes” o la palabra “Lezama” y durante ocho horas diarias copiaba en un cuadernito notas que luego pasaba a limpio en casa. Aquella fue una época caótica en la Biblioteca Nacional. Los bibliotecarios, digo yo, no parecían personal especializado, sino funcionarios de otras administraciones que habían sido destinados allí. Nadie controlaba nada. Yo pedía más ejemplares de los permitidos, me movía a mis anchas por todos los departamentos y me permitían sacar algunos libros, en calidad de préstamo, como a cualquier empleado del recinto. Hice fotocopias de los documentos que quise, y una vez me colé con la ayuda de Malú en los depósitos donde están los manuscritos valiosos. Malú era la chica que todas las mañanas me sacaba los libros de los fondos de la Colección Cubana. Tenía dos años menos que yo y estaba condenada a su servicio social en la biblioteca. Aquel verano lo pasamos juntos en la Sala. Llegábamos los dos
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a primera hora, ella se ponía a servir peticiones y yo a copiar referencias en mi cuaderno. Comíamos juntos y después volvíamos a la faena. Jugábamos a ser los únicos habitantes de la tierra, y en cierto modo así era, porque La Habana se quedó vacía aquellos meses. Todos nuestros amigos se habían ido de vacaciones menos nosotros, que íbamos adquiriendo a medida que pasaba el verano un tono de piel entre cerúleo y verdoso. Un día, poco antes de cerrar, Malú me preguntó si me apetecía ver algo de la papelería de Lezama. Su estado era tan penoso que habían restringido el acceso a la cámara donde se encontraba. Ella, sin embargo, podía pasar. Cuando la biblioteca cerró al público, subimos a un elevador de servicio, recorrimos unos pasillos formados por estanterías repletas de libros y pliegos atados, y llegamos a la cámara. Dentro una caja contenía Paradiso. Muy cerca vi el legajo de los diarios. Se trataba de dos cuadernos manuscritos: una carpeta con el rótulo “Diario de J. L. L”, y una agenda de 1956 con anotaciones esporádicas referidas a ese año y a los de 1957 y 1958. Opté por la agenda. El 13 de agosto de 1965, como un río que simplemente se mueve, que no desemboca en ningún sitio, allí se lee: “Faltan tres días para que nos paguen la quincena. No sé si pedir anticipo, o pasarme tres días sin dinero”. Pero ya que tenía la oportunidad de revisarlos, lo más racional era respetar el orden cronológico de los diarios. Abrí entonces la carpeta con apuntes fechados entre el 18 de octubre de 1939 y el 31 de octubre de 1949: “Conviene hacer de cuando en cuando alguna locura”, reza una frase de Goethe anotada por Lezama en 1943, “para poder vivir tranquilo algún tiempo”. Uno piensa que estas cosas van a afectarle, pero la verdad es que no me estremecí al rozar con la yema de los dedos unas hojas que parecían
garabateadas. Lezama había tocado esas mismas páginas medio siglo atrás, a la edad ridícula de 33 años. Pensaba en todo esto cuando Malú se acercó por la espalda y me besó en el cuello. Si aquello hubiera sido una novela de Bram Stoker, sería allí donde clavaría los colmillos. Y volvió a besarme y me besó de nuevo, esta vez en los labios, porque la intención de Malú
nunca fue mostrarme la papelería de Lezama, sino violarme en las entrañas de la Biblioteca Nacional.
176 Gilberto Padilla Cárdenas/Lezama y la eyaculación precoz
Yo entonces era bastante competitivo (por esos días, un amigo había tenido relaciones sexuales sobre el buró de Miguel Barnet en la UNEAC) y el corazón se me desbocó ante la posibilidad de tener sexo allí. ¿Qué podría superar eso? Intenté no pensar que Eliades Acosta Matos —entonces director de la biblioteca— podía entrar en cualquier momento. Intenté recordar si me había duchado aquella mañana y si llevaba condones (además del viejo condón de la billetera, con más de diez años de dataje). Pero a Malú no parecía importarle ni lo uno ni lo otro a juzgar por el entusiasmo con que se enfrentó al sexo oral. Yo seguía hojeando el diario como si tal cosa. Por un lado trataba de aparentar indiferencia y por otro intentaba concentrarme en Lezama para no terminar demasiado rápido. “Lento es el paso del mulo en el abismo”. Entre eso y entre que el sitio era incomodísimo, el resultado fue desastroso. No sé qué hicimos, no sé cómo nos pusimos, pero el caso es que sin querer y por la cosa de eyacular en sus senos, una parte cayó sobre el manuscrito. Sí, sobre el manuscrito del diario, concretamente en las páginas dedicadas —terrible ironía— al “Gráfico de una concepción del mundo”: un complejo esquema donde Lezama intenta explicar algo totalmente inexplicable —como
es habitual en Lezama— y escribe cosas como estas: “El griego solo concebía al ente como opuesto al no ente”. La chispa de esperma cayó sobre un apunte marginal, una acotación en el borde inferior izquierdo que decía: “fluir de lo heterogéneo”. Malú se asustó, sacó a toda prisa un kleenex e intentó limpiarlo, pero en su afán no hizo sino empeorar las cosas. El semen debió hacer una reacción con el metilbenceno, no sé, la tinta se ablandó y el pañuelito de papel casi se llevó por delante lo que parecía una oración crucial. Recuerdo la irritación de Malú mientras cerraba a toda prisa la puerta y me sacaba de allí a empujones. Fue un poco humillante para mí, la verdad; como aquella cinta, Ilsa, la loba de las SS, de 1975, sobre la comandante de campo Ilsa, que todas las noches elige a un preso y lo viola; lo único es que, debido a su libido
insaciable, se enfurece cuando su víctima eyacula y lo castra de inmediato. Malú era una especie de Ilsa centrohabanera, y la simpatía que sentía por ella se hizo tan borrosa como las palabras en el diario de Lezama. Aunque seguimos viéndonos en la biblioteca lo que restaba del verano, la relación entre nosotros se estropeó para siempre.
Años después, cuando me enteré de que Ciro Bianchi Ross había publicado un volumen con los dos diarios inéditos
José Lezama Lima. Diarios 1939-1949 / 1956-1958 (Ediciones Unión, hasta entonces:
2001), corrí a comprarlo, y comprobé que aunque mis textos se olvidarán para siempre, yo ya he cumplido el sueño de todo escritor: dejar una huella, modificar la literatura o por lo menos una pequeña parte de ella: manchar eso que llaman literatura nacional.
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El hombre con la s José Hugo Fernández
178 José Hugo Fernández/El hombre con la sombra de humo*
Belakís
desapareció en Hungría teniendo unos 40
Debemos suponer que no fuera su verdadero nombre. Jamás supe de alguien que se llamase Belakís, descontando a un cierto aterrador vampiro húngaro con nombre que suena parecido (Bela Kisz), y de cuya existencia tampoco poseíamos indicios hasta hace un corto tiempo. Aunque, después de haber tenido la oportunidad de meterme a fondo en lo que podríamos llamar su historia, pienso muy firmemente —a riesgo de que continúen acusándome de chiflado— que le llamaban Belakís justo por el vampiro húngaro y que por más que no hayamos podido averiguar quién le puso este nombre, parece indudable que tenía constancia o al menos sospechas de algún tipo de parentesco entre los dos.
años, con la de otro que apareció en La Habana con la misma edad, pero ocho décadas más tarde. Ocurre, sin embargo, que
Los testimonios más antiguos que he logrado acopiar sobre el paso de Belakís por La Habana, datan de 1996, o sea, ochenta años después de que en el pueblecito húngaro de Czinkota, donde vivió su presunto congénere, se empezara a rumorar, primero, que este había muerto en la guerra; y luego, que desapareció dejando apenas muy pálidas pistas, indicadoras de
cuando yo tuve acceso por vez primera a los datos relacionados con Belakís, conocía ya algunas de sus posteriores andanzas por nuestra Isla. Quiero decir que mi averiguación era en retrospectiva, de modo que estaba avisado acerca de con quién me las veía y, por avisado, también estaba curado de asombros. No obstante, más por satisfacer a mis jefes que por otra cosa, actué según las convenciones, intentando despejar la remota posibilidad de que Belakís fuera un descendiente sanguíneo de Bela Kisz, digamos un bisnieto o algo así. Pero ello solamente nos condujo a un nuevo misterio: Belakís no poseía en Cuba el más mínimo lazo familiar. Nunca lo tuvo. Rastreamos todos los registros civiles del archipiélago, pero nada, ni un primo lejano o un pariente muerto siquiera. Menos encontramos constancia de su arribo a la Isla desde el exterior, no ya con el inviable nombre de Belakís, tampoco con ningún otro de los nombres adoptados
a sombra de humo* una posible fuga hacia el continente americano. Aquellos comentarios coincidían en tiempo y lugar con el hallazgo de unos treinta cadáveres de mujeres que habían sido desangradas mediante mordidas en las carótidas y rematadas por estrangulamiento. Digamos un aporte del bondadoso vecino Bela Kisz para que su pueblo pasara a la notoriedad convertido en referencia que eriza los pelos y revuelve las tripas.
por él en diferentes circunstancias. Sobra agregar que el detalle prendió el foco rojo en nuestros mandos superiores. Este sujeto —conclu-
yeron— tiene que ser un agente que nos ha infiltrado la CIA. Y ni que decir tengo que a mí no me quedó otro remedio que seguirles la corriente, pero por supuesto que no compartía el corolario.
Claro que en principio también yo hubiese asumido como una locura esto de vincular la identidad de un hombre que
Aunque eso no era lo más pesado. Si no coincidía con el criterio de mis jefes era porque tenía mis propios criterios. Y no solamente los tenía, sino que por muy convincentes que a mí me parecieran, no podía compartirlos
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con mis jefes sin arriesgarme a que resolvieran apartarme del caso, por impericia quizás, o por parcialidad sugestiva. Fue esa precisamente la razón por la que tuve que ocultarles algunos de los datos que averiguaba. No me veía bien parado delante de mis jefes para informar, por ejemplo, que Belakís era un hombre sin huellas, peculiaridad que había comprobado yo mismo en distintas ocasiones; o que su sombra no era oscura y moldeada como la de una persona común, sino que cuando exponía el cuerpo a la luz, Belakís, en vez de sombra, proyectaba una línea de humo, muy fina, apenas perceptible, pero estirada y quemante como la cola de un trueno. De cualquier manera ya anoté que realizábamos nuestras pesquisas en retrospectiva. Así nos lo impuso Belakís desde el inicio, pues nunca resultó factible seguirle el rastro en tiempo real. Entonces consideré que siempre iba a quedarme la probabilidad de sacar a mis jefes de su error, aun cuando no pudiese evitar que cambiaran una conclusión equivocada por otra. Es algo que iremos viendo. Cada revelación que nos llegara en torno a las actividades de Belakís, sería motivo de nuevas y desencaminadas conjeturas de los de arriba. Pero al final iba a convenirme que así fuera.
La
señal Fue corto el tiempo transcurrido entre el amanecer en que —luego de cavilar durante toda la noche— resolví entrarle de lleno, con mis propios medios, a aquel enigma, y la tarde en que me llegó una nueva señal de Belakís. Sucedió a principios del mes de agosto, un domingo de plomo, sofocante y lloviznoso. De pronto, contra mi costumbre, empecé a sentir que me faltaba oxígeno dentro de la casa. No por culpa del aburrimiento, ya que no suelo aburrirme fácilmente. Ni por la soledad, pues nunca respiro mejor que cuando estoy solo, sobre
180 José Hugo Fernández/El hombre con la sombra de humo*
todo después de que mi última mujer tuvo el buen juicio de abandonarme. El hecho es que sentí una especie de incontrolable asfixia que me lanzó a la calle, no obstante la llovizna. Y a lo primero que atiné fue a ir al cine Chaplin, del Vedado, aun cuando no es el que más cercano me queda. Pudo ser porque había leído en el periódico que en el Chaplin estaban pasando un ciclo de clásicos del horror, y precisamente aquel domingo exhibían M, el vampiro de Düsseldorf, una película que recordé haber visto cuando era muy joven, en el cine Rialto, de la calle Neptuno (calculo que sería allá por los finales de la década de los años setenta), pero cuyo argumento había olvidado por completo. De lo único que guardaba memoria es de lo mucho que me había impresionado la película, tanto quizá como volvería a impresionarme aquella tarde de domingo, a pesar de que ahora estuvo basculando a mi favor el lastre de más de veinticinco años repletos por lo general de experiencias impresionantes. Terminada la función, salía yo del cine caminando despacio entre la gente. Supongo iría pensando que mi impresión de esa tarde, al volver a ver el filme, si bien no era menor, estaba lejos de igualarse a la que experimenté cuando era joven. La primera vez debí sentir miedo, simple, puro y duro miedo, o una especie de anonadación ocasionada por el miedo, lo que vendría a ser lo mismo. Ahora, la película, además de acaparar mi interés debido a su carácter clásico —en particular por el hecho de que aunque fue rodada en el año 1931, parece ser más moderna que las actuales de su género—, me impresionó por la historia que cuenta. O por determinado aspecto de la historia. Y no solo. También me puso a pensar. Eso de que ante la impotencia de la policía para seguirle el rastro al terrible asesino de niñas, la gente de los bajos
fondos de la ciudad de Düsseldorf se organice espontáneamente para capturarlo, estimulada no por el deseo de hacer justicia, sino porque el asesino en cuestión está violentando el curso de su cotidianidad y perturbando sus mecanismos de ingreso económico, eso, digo, asusta tanto como las propias salvajadas del asesino. Bueno, en realidad no es el asesino quien ha estado poniendo el barrio patas arriba. Es la policía mediante sus constantes e inútiles redadas en busca del asesino. El caso es que aquella gente del barrio, que vive mayormente de ilegalidades, necesita alejar a la policía de sus predios y sabe que solo podrá conseguirlo si encuentra y elimina al criminal por medios propios. Podrían convivir sin mayores preocupaciones con el criminal, pero no con la policía. Digo que esto me puso a pensar porque es un proceder con el que suelo tropezarme hoy en mi entorno habanero. Quizá no sea igual en el detalle, pero sí en la esencia. Hace algún tiempo, pongamos varias décadas atrás, era inútil para la policía descender a los barrios pobres de La Habana en busca de información sobre cualquier persona o sobre acciones delictivas. Nadie sabía nada, nadie conocía a nadie, nadie estaba allí cuando ocurrió la infracción ni había escuchado una sola palabra al respecto. Pero eso fue cambiando. Y tal vez más de lo prudente. De un extremo al otro. Incluso debe haber cambiado tanto que llegamos al colmo en que el ciudadano demuestra una propensión diría yo que morbosa hacia la denuncia. Si quieres seguirle las huellas a un atracador, a un contrabandista, a un vendedor de drogas, a un criminal, a un negociante ilícito o a una prostituta, ningún camino es más expedito que requerir la ayuda de otros que incurren en las mismas
ningún conducto es más rápido y efectivo que las delaciones de alguno de los malhechores antes mencionados, o de todos, ya que en tal caso suelen confabularse como en Düsseldorf. Le han cogido el gusto y la utilidad al oficio de denunciantes. Unos por un motivo y otros por el otro, fueron convenciéndose de que les convenía colaborar con las autoridades: por evitar sospechas y represalias contra sí mismos, por recibir menudas compensaciones, por utilizar la denuncia para saldar cuentas con adversarios personales y rivales profesionales, o sencillamente por dar cauce a extraños resentimientos contra el prójimo, mal que padecemos los seres humanos en proporción mayor de la que comúnmente se espera y mucho más lesiva de lo que debiera ser. Del resto nos encargamos nosotros, quiero decir la policía, cultivando esa costumbre, conscientes de que la costumbre hace el hábito, pero no de que hay hábitos tan desasosegantes que transgreden los límites del comportamiento haciendo mella en la integridad moral de la ciudadanía. Para el remate, esa costumbre ha llegado a convertirse aquí en premisa de toda investigación policial. Se trata de un problema (o de una peculiaridad, ya que mis jefes no lo ven como un problema, todo lo contrario) que no me cansaba de plantear críticamente en las reuniones de trabajo, pero sin que consiguiera nada más que distraer a los concurrentes, dándoles tema para el choteo y las risas. Como también nosotros nos hemos acostumbrado a la costumbre. Para mal, digo yo, pues poco a poco, sin que nos diéramos cuenta, el hábito de aplicar la denuncia pública como base para los procesos investigativos nos condujo a la postergación del uso de otras técnicas, incluidas las que aporta el avance científico. Eso por no decir que hemos
contravenciones de la ley. Si quieres apre-
descuidado el cultivo de nuestro
sar a un enemigo político del gobierno,
intelecto como investigadores.
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Cero deducción, cero análisis, cero profundizaciones en el examen psicológico del malhechor. Sherlock Holmes naufragó en las polutas aguas de Chencha, la soplona del barrio. Total, ¿para qué investigar?, si de todos modos la solución nos la dará la gente, denunciando lo que vio o lo que le dijeron o lo que se le ocurra inventar. Pero nos habíamos quedado en la tarde de domingo en que estaba yo saliendo del cine impresionado por los crímenes del vampiro de Düsseldorf, y aún más por un par de curiosas concurrencias, llamémosle así, entre el comportamiento de la sociedad alemana en los umbrales del Tercer Reich, o sea, a principios de los años treinta, en el siglo XX, y el de nuestra sociedad en estos días, casi un siglo después. Al llegar a la acera me detuve, quizá con el propósito de sacudir aquellos pensamientos para dar vía a otras ocupaciones más urgentes, pongamos la de sopesar la factibilidad de pedir el último en la cola para la pizzería Cinecitta, de 23 y 12. Y en esas andaba cuando de improviso sentí un golpe sobre mis espaldas, acompañado de una carga muy fría, como si me hubiese caído arriba un saco lleno de hielo. Todo se produjo en fracciones de minutos, supongo. Pero para mi sorpresa, tuve tiempo de percatarme de algunos pormenores del incidente. Alguien, o eso me pareció, había perdido el equilibrio cuando caminaba detrás de mí, entonces me vino encima, apoyándose con sus dos manos sobre mis hombros mediante una especie de abrazo muy efímero, aunque no lo suficientemente para impedir que calibrara la solidez de su peso, el cual iba a provocarme una fuerte sacudida en la columna vertebral, una sacudida eléctrica que me atravesó en recorrido de ida y vuelta, desde la coronilla hasta la planta de los pies. Cuando conseguí reponerme
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en lo imprescindible para verificar que el saco de hielo tenía figura humana, ya se me había adelantado unos quince o veinte pasos y estaba a punto de doblar la esquina de 23 y 12 con rumbo al cementerio de Colón. Y tan pronto dobló, lo perdí de vista, por más que corriese hasta la esquina con la intención de darle alcance. Fue como si se evaporara mediante un efecto mágico, por así decirlo. Tan repentinamente que llegué a barajar la posibilidad de haber sufrido una alucinación, estando, como estaba, bajo el impacto de la película, y siendo, como soy, impresionable por naturaleza. Desde luego que no se trató más que de una sugestión pasajera que el testimonio de mis propios ojos pudo anular al instante. Y más que el testimonio de mis ojos, las aserciones de mi sangre, mi carne, mis músculos, mis huesos… trémulos todavía por el contacto con aquel saco de hielo que les había transmitido un sobrecogimiento tal vez parecido al que experimentan ciertas personas que han sido víctimas de algún tipo de violación carnal. Tarde en la noche de ese mismo domingo, luego de gastar horas exprimiéndome los sesos en el intento de ubicar rasgos afines entre el ánima en pena que me pasó por arriba a la salida del cine y las descripciones de Belakís que manejo, quedé enteramente persuadido. Era él. En ningún otro mortal hubiesen coexistido aquella piel que de tan pálida parecía estar a punto de transparentarse y aquella cabezota repelada, lustrosa, dolicocéfala, como un huevo de Monoclonio. Tal inferencia me condujo casi mecánicamente a otras que iban a impedirme pegar los ojos durante el resto de la noche, y en las noches siguientes. Si el cuerpo que me cayó arriba en la calle 23 era en realidad el de Belakís, entonces no pudo ser casual aquel tropiezo. Si vino a mi encuentro de modo exprofeso, debía tener un motivo más
allá de la simple y vana provocación. En el supuesto, insólito, de que hubiese resuelto contactarme, no es lógico que lo hiciera tan arbitrariamente. Pero si en efecto me buscó, estaba demostrando ser más hábil que yo, que lo había buscado a él sin éxito. Además, ¿por qué endemoniada razón andaría buscándome? Por lo pronto, disponía de una certeza: si yo no estaba equivocado al menos en uno de esos cálculos, Belakís conocía ya mi especial interés por capturarlo. Y si así fuese, resultaba incomprensible —y tal vez grave— que estuviera aproximándose a mí, en vez de huir.
Leidy Drácula En los días y semanas siguientes a nuestro tropiezo en 23 y 12, me empeñé en perseguir a Belakís con una voluntad que rayaba lo enfermizo. Anduve husmeando por toda la zona del Cementerio de Colón y sus barrios colindantes, cuadra por cuadra, edificio por edificio, teniendo que soportar en cada parada la cháchara de los denunciantes, interesados en hablarme de todo y de todos, menos de quien yo requería información. Pero el sacrificio no me resultaría inútil, ya que, gracias a tales pesquisas, pude descubrir el drama de aquella infeliz muchacha con un sobrenombre tan pintoresco: Leidy Drácula. Una tarde, cansado de recorrer las barriadas durante horas, hice un alto en el portal de la cafetería La Pelota, de 23 y 12, para sacar cuentas a ver cuál era el mejor modo de emplear los únicos diez pesos que tenía en el bolsillo, si comprando una pizza, con la cual solucionaba la comida caliente del día, o bebiéndome una gaseosa para calmar la sed. La pizza costaba siete pesos, mientras que en la gaseosa tendría que emplear todo mi capital. Así que finalmente me dispuse a cruzar la calle 12, resuelto por la pizza. Y fue justo el
momento en que volví a ver a Belakís. Estaba recostado a una columna en la misma esquina de Zapata y 12, o sea, frente con frente al cementerio, y a unos 100 metros, aproximadamente, del sitio en que me encontraba yo. En una de sus manos sostenía un cucurucho de maní tostado. Fue en lo primero que reparé al verlo. Mientras él, por su lado, al comprobar que yo lo había visto, lo primero que hizo fue ponerse en movimiento por la calle Zapata hacia arriba, con rumbo a Paseo. Tuve que desprenderme a correr para no perderlo de vista. Pero esta vez sí me acompañó la suerte. Al llegar a Zapata, Belakís caminaba de espaldas a mí, sin apuro, sin mirar para atrás, como quien se pasea manteniendo más o menos la distancia que nos separaba al inicio. De pronto pensé que quizá lo había confundido con un transeúnte cualquiera, obsesionado como estaba por hallarlo. Pero esta duda me duró muy poco, solo el muy escaso intervalo que él demoraría en voltear la cabeza para mirarme, segundos antes de que terminara de atravesar la calle Diez para introducirse en el pasillo lateral de un edificio de apartamentos. Corrí otra vez. Con menos suerte que la anterior, ya que ahora no volvería a verlo, pero no sin suerte del todo, porque junto a la puerta del segundo apartamento en el pasillo distinguí enseguida un cucurucho vacío de maní, y al recogerlo, noté que aún conservaba la tibieza del grano, o de la mano que lo sostuvo, en el dudoso caso de que fuera tibia la mano de Belakís. Sin pensarlo dos veces toqué a la puerta, que en el acto se abrió sola, bajo el leve empuje de mis nudillos. Tenía que ser una invitación para que entrara. O así lo entendí yo. Igual creí advertir quién era el que invitaba. En la sala, oscura, apestosa, mugrienta, había una mujer, o es posible que una adolescente, pensé,
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nador del Premio de Narrativa Editorial Hypermedia 2020.
aunque bien poco debía faltar. Nunca había visto a una persona viva que lo disimulara al punto de parecer tan convincente cadáver. Juraría que no le quedaba ni pizca de sangre en las venas. Al tomarla en brazos para llevarla al hospital, observé en su cuello una lesión muy fresca, pequeña y circular, justo sobre una de las carótidas. Me recorrió un escalofrío. Pero no había tiempo para especulaciones peliculeras. La muchacha se estaba muriendo.
*Selección del libro El hombre con la sombra de humo, de José Hugo Fernández, ga-
medio desnuda y desmadejada sobre una butaca. Quizás estaba muerta. En un principio no me detuve junto a ella. Buscaba a Belakís. Y buscándolo registré en minutos el pequeño apartamento. Pero nada, ni la menor huella, ni su sombra de humo siquiera. Entonces regresé a fijarme mejor en el cuerpo inerme de la sala. No podría decirse que fuera una mujer hecha y derecha, aunque tampoco era una adolescente. Calculé que tendría unos 20 o 22 años. Y no estaba muerta,
“¡Ustedes están escapados!’, gritó Mick Jagger, que se encargó de averiguar las palabras de los veinteañeros en un país gobernado por abuelos” [Patricio Fernández]. “Es grotes-
co que gobierne el Partido” [Claudio Magris]. “Así muestra el ruido la desolación de lo incompleto, de lo que se quedó a medio camino, renqueante y maldito. Ya que en la ciudad lo que se hace más visible y subrayable es la frustración” [José Lezama Lima]. “Kafka en Cuba, Praga en La Habana” [Guillermo Cabrera Infante]. “Las
salidas de ventilación eran los sitios escogidos para empotrar los micrófonos” [Jorge Edwards].“Los cubanos han pagado el precio de estar atrapados en los sueños de otro” [Slavoj Žižek]. “Todo está tan concurrido que no queda espacio para la soledad” [Reina María Rodríguez]. “Se oían a intervalos los gritos salvajes de los vendedores” [Stephen Crane].
MEJOR SER CABEZA
MALDITO
COLOR LOCAL
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ISSN 2637-6318
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