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DON CATI
Colmedia puertorriqueña en tres actos
Instituto Alejandro Tapia y Rivera
San Juan de Puerto Rico
1926
DON CATI Y DOÑA DORO de RAFAEL
MARTÍNEZ ÁLVAREZ
El texto de Don Cati (conocida también como Don Cati y Doña Doro) del dramaturgo y abogado Rafael Martínez Álvarez, es una adaptación teatral realizada por él de su novela de costumbres Don Cati publicada bajo el seudónimo de Martín Alva, en San Juan en 19241 .
La obra teatral, estrenada con éxito rotundo en el Teatro Municipal de San Juan en mayo del año 1926, se desarrolla el un contexto social burgués de principios del siglo XX2 . El texto está repleto de críticas y sátiras hacia las costumbres de la época. La historia transcurre en el hogar de Don Cati y Doña Doro, un matrimonio que representa dos mundos diferentes: la tradición y la modernidad. La trama gira en torno a reuniones sociales, conversaciones triviales, conflictos generacionales y las tensiones entre valores tradicionales y modernos.
Doña Doro, con una actitud superficial y adaptada a las nuevas costumbres, organiza juegos de bridge y se muestra entusiasmada con la moda y la vida social, mientras que Don Cati se presenta como un hombre aferrado a las tradiciones y crítico de las frivolidades modernas. Los diálogos entre los personajes revelan las dinámicas sociales y familiares, destacando los conflictos entre padres e hijos, las
1 Brioso, José Gómez. “Una expresiva carta…a propósito de la novela Don Cati”, El Mundo, San Juan, PR, 26 de febrero de 1924. Ver: Batista, José P. “Don Cati, novela puertorriqueña”. El Mundo, San Juan, PR, 28 de diciembre de 1923
2 s.a. “Doña Doro y Don Cati será representada en el Teatro Municipal.”, El Mundo, San Juan, PR, 6 de mayo de 1926.
desigualdades de género y las contradicciones de la sociedad de la época.
La obra mezcla humor, crítica social y elementos costumbristas, mostrando un choque de culturas y valores dentro del ámbito familiar y social.
Entre los actores de su estreno, compuesto mayormente por estudiantes de Leyes de la Universidad de Puerto Rico, Departamento donde Martínez Álvarez era Decano, se encontraba el que será uno de los más importantes jurisconsultos y a dramaturgos del país, Don Emilio S. Belaval, junto al dramaturgo Alfredo Arnaldo y el periodista Jacobo Córdova Chirino3 .
El original a máquina de 77 páginas de este texto carece de ficha de estreno y de páginas introductorias.
R. Ramos-Perea
3 s.a. “Fue un triunfo la comedia de Rafael Martínez Álvarez”, El Mundo, San Juan, PR, 25 de mayo de 1926.
DON CATI
ACTO PRIMERO
Sala de familia acomodada con una mesita en el centro. A la derecha, dos puertas que conducen a las habitaciones interiores de la casa. A la izquierda en primer término, puerta de escape que conduce al jardín. En segundo término, ventana. Al fondo una ventana de dos términos por la que se pueden ver las personas en la calle. En un lado de la sala, una mesita destinada para el juego de “Bridge”, con dos paquetes de barajas, cuatro fuentecitas con bonbones, cigarrillos y fósforos. En una silla, un periódico. A la entrada de una de las habitaciones interiores, un bulero de “punch” sobre otra mesita. Es por la tarde.
Doña Doro aparece, al levantarse el telón, dándole los últimos toques al “punch” y arreglando la sala para el juego de “bridge”. Doña Dora viste traje corto, algo exagerado y lleva pelo recortado a la nuca con exagerado colorete en el rostro. Es una mujer como de cuarenta y cinco años de edad.
DORO – Bueno. Ya está todo arreglado.
MRS. FIERO – (Entrando en la sala.) ¿Llegué a tiempo? ¿Qué hay, Doro?
DORO – Sí, Mrs. Fiero. Usted es la primera de las invitadas en llegar.
MRS. FIERO – ¡Cuánto me agrada, aunque dicen que los primeros serán los últimos!
DORO – Es un decir, Mrs. Fiero.
MRS. FIERO – ¿Y son muchas las invitadas, Doro?
DORO – Tengo solo una mesita de juego.
MRS. FIERO – ¡Ay, tanto que me alegro! Así se pasa el rato mejor, porque podemos charlar, mientras jugamos. En los juegos grandes, no se puede hablar porque todas las jugadoras no piensan en otra cosa que en ganar el primer premio.
DORO – Pero déme su sombrero, Mrs. Fiero.
MRS. FIERO – ¡Ay, sí porque tengo tanto calor! (Mrs. Fiero se quita el sombrero y se lo entrega a Doña Doro que lo coloca sobre el sofá.)
MRS. FIERO – ¿No sabes, Doro, la última noticia? Yo nunca hablo de lo que no sé.
DORO – Pues te aburrirías de lo lindo.
MRS. FIERO – ¿Por qué?
DORO – Porque nunca tendrás nada que decir. (Doña Doro, por la ventana de dos términos, que da a la calle, observará que se aproxima a la escena, Mrs Smith acompañada de Mrs. Martinó e interrumpiéndose ella misma, dirá:.)
DORO – ¡Oh, pero ahí vienen Mrs. Smith y Mrs. Martinó!
MRS. FIERO – (Observando a Mrs. Smith y Mrs. Martinó.) ¡Qué guapas vienen!
DORO – ¡Qué trajes más elegantes!
MRS. FIERO – Pero el traje de Mrs. Smith, es más bonito y debe ser más costoso.
DORO – ¿Verdad que es lindo?
MRS. FIERO – ¿Cómo será posible que Mrs. Smith se vista así cuando su marido tiene un sueldo tan pobre?
DORO – (Dirigiéndose a las señoras que entran.) ¡Oh, Mrs. Smith, Mrs. Martinó…! ¿Cómo están ustedes, queridas? Pasen, pasen.
MRS. SMITH – Oye Doro, antes de que las otras invitadas lleguen, ¿me podrías regalar un poco de colorete? Mi “vanity case” se me quedó en casa y con el calor, he sudado tanto.
DORO – Como no, Mrs. Smith. Voy a buscarlo.
MRS. FIERO – (Ofreciendo su “vanity case”.) Mira, Doro, yo tengo aquí la mía…Mrs. Smith, use esta.
(Mrs. Smith toma el “vanity case” de Mrs. Fiero y ambas se dirigen frente al espejo, ante el que, Mrs. Smith se pinta y da la impresión de que conversa con Mrs. Fiero.)
DORO – ¿Y usted, Mrs. Martinó, como está?
MRS. MARTINO – Así, Doro, como el tiempo. Oye, Doro ¿qué te parece lo que dicen de Mrs. Rampola?
DORO – ¿Qué dicen?
MRS. MARTINO – Todo el mundo está hablando de ella y muchas personas han visto a Mrs. Rampola salir con Rosaflor en automóvil, los dos solos!
DORO – Pero, ¿será verdad eso, Mrs. Martinó?
MRS. – Es lo que se murmura por ahí y cuando el río suena…
DORO – A mí se me hace duro creerlo.
(Doro notará que se aproxima a la escena Mrs. Rampola y haciendo un signo de silencio, agregará:.)
DORO – Cállate, que ahí viene Mrs. Rampola.
MRS. MARTINO – Por poco nos coge hablando de ella.
(Doña Doro se dirige a saludar Mrs. Rampola. Las otras señoras se entretendrán, quitándose los sombreros.)
DORO – ¿Qué tal Mrs. Rampola?
MRS. MARTINO – (Acercándose con las otras señoras, a la saludar a Mrs. Rampola.) Tanto gusto en verte, querida.
MRS. FIERO – ¿Qué dice mi buena amiga?
MRS. SMITH – ¿Cómo está Mrs Rampola?
DORO – Pase, pase, Mrs. Rampola.
MRS. FIERO – ¿Y tu marido y tu nene?
MRS. RAMPOLA – Mi marido vegetando, y mi nene, bien. ¿Me pueden creer que no veo a mi nene desde esta mañana? Alas nueve, salí de casa, di unas cuantas vueltas por las tiendas, y a las doce, almorcé en el hotel. Del hotel vine para acá.
MRS. MARTINO – ¿Y quién te cuida el nene durante tu ausencia?
MRS. RAMPOLA – Yo tengo una niñera, pero yo no confío mucho en las niñeras. Yo dejo al nene al cuido de mamá. Imagínense, si no fuera por mamá yo no podría dar cumplimiento a mis “engagements”.
MRS. SMITH – Y, ¿cómo te arreglas, hija, cuando tu mamá sale también?
MRS. RAMPOLA – Fácilmente: cuando mamá sale, yo le doy al nene una dosis de morfina. Con eso, no le hago daño alguno, el chiquitín se pasa todo el día dormidito sin molestar a nadie.
DORO – ¡No me digas, mujer!
MRS. FIERO – Y el nene, ¿no se te enferma con tanta morfina como le tendrás que dar?
MRS. RAMPOLA – Verán: Ayer me asusté un poco, porque el nene no quería despertar, pero entonces llamé al doctor y no ocurrió nada de particular. Chica si una madre, como yo, desea estar en sociedad, y aceptar todos los “engagements” sociales que mis amigas me hacen, necesariamente tengo que buscar un medio para quitarme de encima las inconveniencias de la crianza de los hijos. Tu sabes, que la vida de hoy, así lo exige.
MRS. SMITH – Claro que sí.
DORO – Déme su sombrero, Mrs. Rampola.
MRS. MARTINO – ¿Nos podemos sentar, Doro?
DORO – (Llevando el sombrero de Mrs. Rampola al sofá.) Seguro que sí. Escojan sus asientos.
(Todas las señoras se sientan alrededor de la mesita de juego, excepto doña Doro que procederá a la repartición de los “tallys”.)
MRS. FIERO – Vamos a ver, señoras, a quien les toca el “ideal”.
(Una de las señoras extiende las cartas sobre la mesa, y las demás señoras escogen una carta cada una de ellas.)
MRS. SMITH – Tengo el nueve de “diamond”.
MRS. FIERO – Y yo tengo los “jack” de “clubs”.
MRS. MARTINO – Y yo el as de espada.
MRS. RAMPOLA – Yo tengo el rey de corazones.
MRS. MARTINO – Entonces el ‘ideal’ es mío.
(El juego deberá comenzar, se va desarrollando el diálogo. Recuérdese que una de las jugadoras no juega, según se estila en los juegos de bridge: A doña Doro se le verá sentada, junto a una de las jugadoras.)
MRS. RAMPOLA – (jugando.) ¡Qué noche más deliciosa, en la casa de los Rosados!
MRS. MARTINO – Yo me divertí de la mar.
MRS. FIERO – Y qué chic.
MRS. MARTINO – ¿Cuándo tendrán los Rosados otra fiesta como la del miércoles, ustedes saben?
MRS. RAMPOLA. – Yo no, lo sé.
MRS. FIERO. – Ni yo.
MRS. SMITH. – Creo que celebrarán una fiesta a fin de la semana que viene.
DORO. – Me parece que será el sábado próximo y en la finca de los Rosados.
MRS. RAMPOLA. – ¡Oh, una especie de “weekend”! Yo no me la pierdo, aunque tenga que darle al nene una dosis más grande de morfina.
MRS. SMITH. – No lo vayas a matar, hija.
MRS. RAMPOLA. – Ni te preocupes.
(El primer juego termina.)
MRS. MARTINÓ. – ¡Qué cartas más buenas tenía!
MRS. SMITH. – ¡Qué bien convinimos el juego!
MRS. RAMPOLA. – Pues yo, nunca tengo cartas buenas.
MRS. MARTINÓ. – ¡Oh, eso es sabido! Como tu marido te quiere tanto, si tienes malas cartas, será que tu marido está pensando en ti.
(El juego de nuevo empieza y mientras se anotan los tantos, se verá a Mrs. Rampola coger un bombón de la fuente.)
MRS. RAMPOLA. – ¡Qué ricos están estos bombones catalanes, Doro!
DORO. – ¿Te gustan?
MRS. RAMPOLA. – Son deliciosos. ¿Dónde los compraste?
DORO. – Los conseguí en el almacén de Cati.
MRS. MARTINÓ. – Venden unos bombones en “La Mulita” que son también muy buenos.
MRS. SMITH. – Pero los bombones que venden en “La Mulita” vienen muy mezclados.
MRS. FIERO. – Tienes razón. A mí me parece que son los mejores bombones que vende Pablito Beltrán.
DORO. – Hija, yo creo que los bombones de mi marido son los mejores. Como ustedes comprenderán, si Cati tiene bombones, yo no debo usar los bombones de Pablito Beltrán ni comprar los bombones que venden en “La Mulita.”
MRS. MARTINÓ. – Claro, hija, claro está: a los tuyos sin razón o sin ella.
MRS. SMITH. – ¿Y ustedes no han probado los sandwiches que venden en el pasaje “Cintrón”?
MRS. RAMPOLA. – Sí, yo los he probado. Los hacen divinos.
MRS. SMITH. – Sobre todo los sandwiches hechos con queso parmesano y pimientos morrones.
MRS. FIERO. (Dirigiéndose a Mrs. Smith.) – ¿Dónde compraste esa tela?
MRS. SMITH. – En la tienda de los Duartes.
MRS. FIERO. – Allí tienen ahora un baratillo y venden las telas muy baratas.
MRS. SMITH. – Pero que conste que yo compré esta tela en la tienda de los Duartes, seis meses antes del baratillo.
(Se termina otro juego.)
(Nuevo juego.)
MRS. RAMPOLA. (Encendiendo un cigarrillo que le hará toser.)
MRS. MARTINÓ. – ¿Qué te pasa?
MRS. RAMPOLA. – Que por poco me ahogo con el humo de este cigarrillo. ¡Qué fuertes son, Doro!
DORO. – No estarás acostumbrada a fumar.
MRS. FIERO. – Yo, por eso no fumo.
MRS. RAMPOLA. – Pues yo, hija, fumo más de veinte cigarrillos al día, y como si tal cosa. Pero estos son muy fuertes. ¿Qué clase de cigarrillos son?
(Doña Doro se levantará, irá a la mesita del “Punch” para examinar una de las cajetillas de cigarrillos y, sosteniendo la cajetilla, dirá:.)
DORO. – Esos son de los cigarrillos que vende Mr. Estray. (Doña Doro se separa de la mesita y llama:.)
DORO. – ¡Clarita, Clarita, tráeme el “divinity fudge”!
(A doña Doro se le verá arreglando el “punch.”.)
DORO. (Dirigiéndose a las jugadoras.) – ¿Quieren un poquito de punch? No tengo nada más que “punch” y sandwiches. A la moderna.
MRS. RAMPOLA. – Cómo no, Doro.
MRS. MARTINÓ. – Y si tiene “kick”, tanto mejor.
(Doña Doro reparte las copitas de “punch.”.)
MRS. SMITH. (Saboreando el “punch”.) – Cargadito, cargadito.
MRS. FIERO. – Está, que se va seguido a la cabeza.
(Todas las señoras beben y siguen jugando.)
CLARITA. (Entrando en la escena.) – Mamá, aquí tienes el “Divinity fudge.”
(Clarita debe ser una muchachita de diecinueve años de edad, muy exagerada en el vestir, con mucho colorete, pelo recortado a la nuca y el pelo sumamente rubio.)
MRS. MARTINÓ. (Observando a Clarita.) – ¡Oh, Clarita! ¿Cómo estás?
CLARITA. – All right, Mrs. Martinó. Siempre gozando la vida, viviendo la vida.
MRS. RAMPOLA. – Y cantando la vida como un canario encerrado en la jaula.
CLARITA. – Eso sí que no, Mrs. Rampola: yo no he nacido para estar encerrada entre rejas.
MRS. FIERO. – Oye, Clarita, ¿leíste “El Eco de la mañana”?
CLARITA. – Sí, Mrs. Fierro. Lo leí. Por ahí viene mamá.
MRS. SMITH. – Estabas muy linda, Clarita.
(En ese momento el juego se acaba.)
DORO. – ¡Qué! ¿Acabaron el juego? (Se levantan.)
MRS. FIERO. – Sí, Doro.
MRS. MARTINÓ. – ¿Y qué dice “El Eco”?
MRS. RAMPOLA. – ¿No lo has leído, mujer?
MRS. MARTINÓ. – ¿Lo tienes por ahí? Mira a ver, Clarita.
DORO. – Creo, Clarita, que está en esa silla.
(Clarita busca el periódico que estará en la silla y se lo entrega a Mrs. Martinó.)
MRS. MARTINÓ. – Vamos a leer lo que dice de ti “El Eco.”
(Mrs. Martinó abrirá el periódico y se pondrá a leer en alta voz:.)
MRS. MARTINÓ. – Clarita Catalán, la vida de los nuevos capullos sociales, acaba de llegar de Nueva York. Vestía un elegante traje. Lo describiremos en inglés, ya que a Clarita tanto le gusta saborear la lengua de Shakespeare.
(Mrs. Martinó pronunciará “Shakespeare” con una marcada pronunciación castellana.)
MRS. RAMPOLA. – ¡Ah, Mrs. Martinó, qué pronunciación más mala tiene usted en inglés!
MRS. MARTINÓ. – Yo no sé hablar en inglés, hija, y como todo lo que sigue está en inglés, preferible es que tú lo leas.
MRS. RAMPOLA. – Si fuera en francés, no tendría inconveniente.
MRS. SMITH. – Pues entonces yo lo leo.
(Mrs. Smith tomará el periódico y seguirá leyendo en alta voz:.)
MRS. SMITH. – A wonderful gown of flesh-color crepe gorgett. An over-dress, of pale gray chiffon and entire tunic of silver lace. The gown was caught in at the waist, with a sash of pink and gray. She carried a gorgeous fan of silver gray.
CLARITA. – Is that prettily said?
MRS. MARTINÓ. – Tradúcemelo, Clarita, tradúcemelo.
CLARITA. (Sin poner atención a la petición de Mrs. Martinó.) –¿Les gustó el traje de Antoñita García, anoche en el baile?
MRS. FIERO. – A mí, no.
MRS. RAMPOLA. – Antoñita tiene un defecto; que todo lo que se pone no le cae bien, no le luce.
MRS. MARTINÓ. – Pero Coco sí que estaba bellísima.
CLARITA. – Coco es graciosa, pero…
MRS. FIERO. – ¿Y qué me dicen de las muchachas Ríos?
MRS. RAMPOLA. – Que el viejo debe estar arruinado, porque las Ríos son once muchachas.
DORO. – Es verdad, es que las muchachas Ríos están bien feas.
CLARITA. – Sobre todo Juanita, con aquel traje que parecía de la hermana mayor.
MRS. SMITH. – ¿Y doña Laura, eh, Clarita?
MRS. RAMPOLA. – Esa bendita mujer hace más de dos años que se viene poniendo el mismo traje.
MRS. MARTINÓ. – Cualquiera diría que es parte de su cuerpo.
MRS. FIERO. – Hija, si ya, hasta apesta. Si te acercas un poquito a doña Laura, le sale un tufito a sudor desagradable.
DORO. – Pero a mí, la que más graciosa me estuvo, fue Etelvina Pasaquieto.
MRS. SMITH. – Cierto, con aquellos zapatitos dorados tan viejos y gastados por los tacones.
CLARITA. – Y luego, aquellas medias coloradas con aquel traje azul…
DORO. – ¡Qué gusto!
CLARITA. – Y, ¿vieron ustedes los coloretes en la cara de Marianita Ruíz? Parecía un tomate.
MRS. MARTINÓ. – Tal vez Marianita no tenga espejos en su casa.
CLARITA. – Y, ¿qué le parecieron las beatitas de las marieras: Carmen, Eugenia, María Antonieta, Emilia, Amparo, Lucrecia y Raimunda? Siete hermanas como las Siete virtudes. Parecían que iban a entrar a cantar en el coro de la iglesia de Santa Irene.
DORO. – ¡Ave María, Clarita! Anda a buscar los regalitos de los premios que he dejado en el cuarto.
(Clarita abandona la escena.)
MRS. FIERO. – ¿Se han enterado ustedes del último escándalo?
TODAS. – ¡Noooooo!
MRS. FIERO. – Que el viejo licenciado Aranguren se ha fugado con una mujer casada.
MRS. SMITH. – ¡No me digas! ¡El licenciado Aranguren! ¡Tan viejo! ¿Y cuándo fue?
MRS. FIERO. – Anoche.
MRS. MARTINÓ. – Y, ¿qué habrá dicho el marido de esa mujer?
MRS. RAMPOLA. – Seguramente que se divorciará.
DORO. – ¿Y ella quién es? ¿Se puede saber?
MRS. FIERO. – Sí, hija, sí, eso corre por todas partes: Lucila Rivera.
DORO. – ¡Lucila Rivera, con tantos hijos como tiene!
MRS. FIERO. – Y lo malo del caso es que Lucila ya tiene dos hijas casaderas.
MRS. SMITH. – ¡Qué ejemplo para esas niñas!
DORO. – Así es.
MRS. RAMPOLA. – Pero si Lucila quería a Juanito Aranguren, ¿qué iba la pobre a hacer?
MRS. FIERO. – Hija, francamente: yo entiendo que una mujer deba ser absolutamente perfecta antes de casada y después de casada perfectamente absoluta.
MRS. RAMPOLA. – Pues yo no pienso así.
DORO. – Mujer, ¿y si tu esposo…?
MRS. SMITH. – ¿Si tu esposo lo sabe?
MRS. – Eso quiere decir…
MRS. SMITH. – Que a ti no te importa lo que haga tu esposo, ni a tu esposo le importa lo que tú hagas.
MRS. RAMPOLA. – En cuanto a lo que mi esposo pueda hacer, fuera del alcance de mis ojos… Ojos que no ven, corazón que no siente.
MRS. SMITH. – Pues yo, no, porque a mí no me gusta que digan: ¡si supiera lo que está haciendo el marido!
MRS. RAMPOLA. – A mi marido lo he domesticado ya. Y Rosaflor, ¡baila tan bien! Si bailaras con él, te lo voy a presentar en el próximo baile para que bailes un charleston con Rosaflor.
MRS. FIERO. – Muchacha, si yo hiciera eso, mi marido me comería.
MRS. RAMPOLA. – Qué atrasado es tu marido.
CLARITA. (Entrando en escena con los premios.) – Aquí tienes los regalitos, mamá.
DORO. (Cogiendo los regalitos.) – Aquí están los premios: un juego de perfumería para el primer premio y un florerito de cristal tallado para el “booby.”
CLARITA. – Y, ¿quién ganó?
MRS. RAMPOLA. (Cotejando el score acompañada de Mrs. Smith.) – Mrs. Fiero tiene el primer premio.
MRS. SMITH. – Y yo soy el “booby.”
MRS. MARTINÓ. – No se llama “booby,” se llama premio de consolación.
(Todas se ríen.)
*(Sobre la risa de las señoras, entra en escena don Cati, esposo de doña Doro. Don Cati será un hombre de alguna edad. Viste de pantalón negro, chaleco negro y chaqueta blanca. Lleva zapatos elásticos, medias blancas y crudas con las iniciales, sobre las medias, de C.C. en hilo rojo. Porta una enorme leontina de oro en el chaleco, tendida de bolsillo a bolsillo. Se le ve arrastrar una de las tirillas de los pantaloncillos y, por debajo de los puños de la camisa blanca, muy almidonada, deberá enseñar los puños largos y salientes de la camisa de lana. En uno de los bolsillos del chaleco llevará tabacos. En el bolsillo superior de la chaqueta llevará una pluma de fuente. Don Cati es bastante barrigón y entra a la escena, como si viniese del almacén.)
TODAS. (Al ver a don Cati entrar.) – ¿Qué tal, don Cati?
DORO. – ¡Hello, Cati!
CLARITA. – ¡Hello, Old dear dad! How is the world treating you, old man?
DON CATI. – Por Dios, hijita, ¿no me podrías hablar en cristiano? (Y dirigiéndose a las señoras.) – ¿Se han divertido mucho, señoras?
MRS. FIERO. – Sí, don Cati, hemos pasado un rato agradabilísimo.
MRS. FIERO. – Cuando jugamos una mesita de bridge, don Cati, el juego resulta divertidísimo.
MRS. RAMPOLA. – Y Doro nos ha tratado divinamente.
MRS. MARTINÓ. – Pero ya debe ser muy tarde. ¿Qué hora tiene, don Cati?
DON CATI. (Mirando el reloj de bolsillo.) – Las seis y media.
MRS. MARTINÓ. – ¡Qué barbaridad! ¡Cómo vuela el tiempo!
MRS. SMITH. – No creía que fuera ya casi de noche.
MRS. FIERO. – Pues vámonos, hija.
DON CATI. – No se marchen ustedes porque yo haya llegado.
MRS. MARTINÓ. – No, don Cati, ¡pero es que ya es tan tarde!
(Todas se levantan y Clarita y doña Doro reparten los sombreros, mientras don Cati se pone a observar las cartas de baraja. Mrs. Rampola en secreto dirá a doña Doro.)
MRS. RAMPOLA. – Lo que es mi marido, se queda sin comer esta tarde.
(Todas se ríen.)
MRS. FIERO. – Adiós, Doro.
MRS. MARTINÓ. – Adiós, Clarita.
MRS. SMITH. – Adiós, Doro, y gracias por tu bondad. El bridge ha quedado exquisito.
MRS. RAMPOLA. – Hasta la próxima, Doro. Adiós, Clarita. (Todas se despiden de don Cati y al dirigirse las señoras a la puerta de la salida, doña Doro se le oirá llamar.)
DORO. (Dirigiéndose a don Cati, que estará distraído observando las cartas.) – ¡Cati!
DON CATI. (Abandonando las cartas.) – Sí, Doro.
DORO. – ¿Me puedes prestar el automóvil para llevar a sus casas a estas señoras?
DON CATI. – No hay necesidad de que me pidas el automóvil, Doro.
(Llamando en alta voz al chauffeur.) – ¡Lucas, Lucas Gómez, saca el automóvil y lleva a estas señoras a sus respectivas casas!
CLARITA. – No, papá. Yo voy a manejar el automóvil y a llevar a estas señoras a sus casas.
DON CATI. – Bueno, hija, bueno, Clarita, pero ten cuidado con lo que vas a hacer.
CLARITA. – Don’t worry, pap.
MRS. RAMPOLA. (Desde el dintel.) – ¡Qué chofer más elegante vamos a tener!
(Todas salen riendo, quedándose doña Doro y don Cati.)
DON CATI. – Ahora me convenzo, Doro, de por qué Jesús, al resucitar, se presentó primero a las mujeres.
DORO. – ¿Por qué, Cati?
DON CATI. – Porque quería que la noticia corriera con la velocidad del rayo.
DORO. – ¡Ave María, Cati...! Pero oye, Cati, vamos a echar una manita de bridge, tú y yo. Te voy a enseñar.
DON CATI. – ¿Doro, estás loca? Si fuera el tute o la brisca. Además, ¿a quién se le ocurre jugar con esas barajas americanas que son tan incomprensibles? ¡Cuánto más simples son las barajas españolas! ¡Aquellas barajas! Oro, copas, espadas y bastos. ¡Sota, caballo y rey! ¿Tienen estas barajas americanas algo más bonito que el as de oro de las barajas españolas? ¿O el copón del as de copas? Mira, Doro, déjate de novedades. Caramba, que desde que vino Clarita de los Estados Unidos, estás que ni te conozco.
DORO. – Pero, Cati, ¡si son tan sencillas estas barajas americanas! El bridge es de lo más social que hoy tenemos, Cati. Siéntate, Cati, un segundo y verás qué fácil es jugar bridge.
DON CATI. (Sentándose, dando la impresión de que se somete al destino.) – Pero dame acá ese “Eco de la Mañana,” para enredármelo en las pantorrillas, acribillando las piernas. Mira, mira cómo tengo las medias llenas de sangre.
(Don Cati enseñará al público las medias crudas.)
DORO. (Observando las medias de don Cati.) – Cati, por Dios, esas dos manchas coloradas son las iniciales de tus dos letras.
DON CATI. – Bien, Doro, pero dame ese periódico.
(Don Cati envolverá sus dos pantorrillas en el periódico, a la manera de dos botas de montar a caballo y se pondrá a jugar.)
DORO. – Oye, Cati... (Doña Doro empezará a hablar mostrándole las cartas a don Cati.) – ¿Tú ves? Los primeros seis tricks ganados se llaman man book. Cada trick ganado en exceso de seis tricks se llama odd. Cada odd ganado con clubs por trumps vale seis puntos del game; con diamonds por trumps vale siete puntos; con espadas; con hearts vale ocho puntos; y sin trumps vale diez puntos. ¿Has entendido, Cati?
DON CATI. – Deja ver, Doro, deja ver si te entiendo: los primeros seis triquitraques ganados en exceso de seis se llaman oda. Cada oda, con triquitraque ganado con trompa... ¿Sabes, Doro? Estos son demasiados triquitraques, trompas y, sobre todo, odas... Desisto de aprender el “bridge,” Doro.
DORO. – Hombre, Cati. (Doña Doro se levanta y le hace a don Cati cosquillas por debajo de la barba.) – Pero ríete, Cati, ríete, nene.
DON CATI. – No seas niña, Doro. Todo esto me desagrada. Me desagradan estos juegos de bridge, la manera de ser de las mujeres de ahora, sus reuniones, sus libertades, sus trajes cortos, sus pelos cortados, los coloretes, el estar siempre fuera de la casa y, sobre todo, Doro, lo que me fastidia son esos deliciosos bunches o punches tuyos...
DORO. (Interrumpiéndole.) – Bunch, Cati, bunch. Nuestro bunch social.
DON CATI. – Eso es: bunches sociales de ustedes que ya me están indigestando. ¡Caramba, qué diferencia más grande existe entre aquella juventud de mis tiempos y esta juventud de mis hijos! Fíjate, mujer, en nuestra hija Clarita. Nuestra hija Clarita no tiene nada en el
cerebro. Para Clarita todo se reduce en la vida a bailar, pintarse la cara, arrancarse los pelos de las pestañas y de las cejas. En eso estriba toda la vida de nuestra hija. En cuanto a Ricardito, ¿qué tenemos en nuestro hijo Ricardito, Doro? Un borrachín empedernido de siete suelas. No sirve para nada.
DORO. – Modernízate, Cati.
DON CATI. – Sí, Doro, voy a hacerlo.
(Don Cati se irá quitando los periódicos de las pantorrillas.)
DORO. – Pues lo primero que debes hacer, Cati, es seguir mis consejos.
(Sobre estas palabras se presentará por la puerta de entrada el repartidor de mercancías de la tienda de Duarte con unos paquetes para doña Doro.)
JUAN. – Aquí le mandan de la tienda de los Duartes.
DORO. (Recibe el paquete, firma el recibo y con el paquete en la mano se dirige a don Cati, que habrá terminado de quitarse el periódico de las pantorrillas.) – ¿A que no sabes, Cati, lo que te he comprado?
DON CATI. – Una caja de tabacos.
DORO. – Ahora verás, Cati, esta mañana salí de tiendas con Clarita y te compramos un “union suit.” Ya verás, Cati, qué cómodos son los “union suits.”
(Doña Doro desenvuelve el paquete y muestra a don Cati un “union suit”.)
DORO. – Míralo, Cati: la camiseta sin mangas cosida a los pantaloncillos. Ya no tendrás esas mangas largas de las camisetas de lana saliéndote por debajo de los puños de la camisa. Fíjate, Cati, qué feas se ven.
(Doña Doro mostrará al público las muñecas de las manos de don Cati.)
DORO. – ¿Ves esas tirillas por el suelo? También desaparecerán. (Sacando un par de ligas.)
DORO. – Aquí tienes un par de ligas color de rosa, para sujetarte las medias. ¿No te gustan estas ligas color de rosa, Cati?
DON CATI. – Pero, Doro, doñita de mi alma, ¿no sería mejor que yo siguiera con mi vieja costumbre de mis camisetas de lana con mangas largas, que tantos puños ahorran porque evitan el sucio de las camisas blancas? ¿No sería mejor que yo siguiera usando mis tirillas para sostener las medias? Esas ligas, Doro, cortan la
circulación de la sangre y me parecen tan femeninas. Supongo que no te empeñarás en que yo me ponga cascabeles en las rodillas ni que me ate con esas ligas color rosa mis pantorrillas. Yo no tengo deseos, Doro, de enseñar mis piernas a nadie. Ya yo soy muy viejo para estas reformas, Doro. Déjame con mis antigüedades.
DORO. – Cati, ya nadie usa esos pantaloncillos ni esas camisetas. Todo cambia en la vida, Cati, y hasta los hombres van cambiando de adentro para afuera. Además, Clarita está empeñada en que su papá se vista a la moda, y yo creo que Clarita tiene razón, Cati, porque se ven tan feas esas tirillas de los pantaloncillos arrastradas por los suelos y esas mangas de las camisetas saliéndose por los puños de la camisa, sobre las muñecas. Yo no me había fijado en lo horripilantes que son estas cosas hasta que Clarita regresó de Nueva York y un día me llamó la atención. ¿Le vas a negar a Clarita el deseo de ver a su papá bien vestido? Al principio te molestaría un poco, Cati, pero te irás acostumbrando. Anda, Cati, compláceme y complace a tu hija Clarita.
DON CATI. – Sea todo por Dios y por Clarita... ¡Qué muchachita más innovadora me ha salido esa hija mía!
DORO. – También te he comprado unos cuellos postizos. Luego te compraré un frac.
DON CATI. – Oye, Doro, eso del frac está bueno para los mozos en los hoteles, pero no para Catalino Catalán y Comesura. Este prójimo no se pondrá jamás esos afeminados faldequines o esmoquines.
DORO. – Cati, por la Virgen, nunca digas faldequines. Eso que tú has llamado faldequines se llaman frac, y los esmoquines se llaman tuxedos.
DON CATI. – Doro, Doro...
DORO. – No te enfades, Cati, pero así es cómo, en el mundo social, se conocen esas prendas de vestir.
DON CATI. – ¿Y a mí qué?
DORO. – Pero suponte, Cati, que alguien te oyera llamar faldequín al frac y esmoquin al tuxedo. ¿Qué dirían de ti los que te escucharan? Sin ir más lejos, ¿qué diría de ti Rosita Beltrán si te oyera hablar de esa manera?
DON CATI. – Que diga misa. ¡Rosita Beltrán! ¿Quién es Rosita Beltrán? Su padre vino de Galicia en bergantín, como vine yo, pobre y a trabajar en América. Y ahora, porque Pablito Beltrán, después de pasarse año tras año tras el mostrador de una tiendita, se ha hecho
de una gran fortuna, ¿me presentas a Rosita, su hija, como el prototipo de nuestro mundo social? Vamos, Doro. Eso es el colmo.
DORO. – No seas maniático, Cati; siempre es en contra de Pablito Beltrán sin saber que cualquier día Pablito Beltrán te pueda servir de algo. Vale más tener amigos que enemigos. La verdad, Cati, es que pareces un niño.
DON CATI. – Quizás lo sea, Doro, pero déjame decirte que si yo soy un niño, desde que Clarita volvió de los Estados Unidos, tú, Dorotea Capablanca de Catalino Catalán y Comesura, te has vuelto muy superficial y muy frívola. Y ahora que te hablo así, Doro, ¿no te podrías quitar un poco de ese mejunje que llevas en las ojeras y de ese colorete que tienes en los labios y en las mejillas? Creo que has llegado al límite recortándote el pelo hasta la nuca, Doro.
(La parte final de la conversación la habrá oído Clarita, que ha entrado en la escena de regreso.)
CLARITA. – ¡Oh, papá, eso es almost imposible!
DON CATI. – Hijita, hijita de mi alma, ¿no me puedes hablar en cristiano?
CLARITA. – Oh, pap, no seas behind the times. Tú estás, pap, a little too slow.
DORO. – Los tiempos han cambiado, Cati, han cambiado: no son ni los tuyos ni los míos.
CLARITA. – That’s right, old man.
DON CATI. – Ya lo veo, Doro, ya lo veo, pero óyeme: que los tiempos cambien de esas puertas para afuera, pero yo, de esas puertas para adentro, que los tiempos sigan siendo los tiempos de antes. Mi hija es mi hija, mi mujer es mi mujer, y yo soy el único padre de mi hija y el único esposo de mi mujer. Nada de sociedades colectivas ni comanditas de familia.
(Pancha, una sirvienta de la casa, traerá una taza de café y unos periódicos para don Cati.)
PANCHA. – Aquí tiene su café, don Cati, y unos periódicos.
DON CATI. (Señalando a una mesita en la sala, cubierta con un paño.) – Pónmelo aquí, Pancha. Supongo, Doro, que hasta el café no habrá llegado con tus reformas ni las de Clarita.
(Don Cati se sienta junto a la mesa del café.)
CLARITA. – No, papá, por aquello de...
(Clarita dará la tonada de la vieja canción del país.)
CLARITA. – No hay mejor café que el de Puerto Rico, mi niño. ¡Qué lindo, eh! ¿No te suena mejor, mamá, esta otra canción: Titina, my Titina...?
DON CATI. (Don Cati vaciará el café sobre el platillo, lo soplará y después de tomarlo, se limpiará los labios con el paño de la mesa.) –Por poco te salen, Clarita, unas cuantas tinas de lavar en esa canción. Y no estaría del todo mal unas cuantas tinas de lavar de cuando en vez, por esta casa.
DORO. (Al ver a don Cati secarse los labios con el paño de mesa.) –Cati de mi alma, no uses como servilleta ese paño de mesa.
CLARITA. – Claro que no, papá.
(Don Cati toma un periódico.)
(Esta conversación, en su parte final, será oída por Ricardito, el hijo de doña Doro y don Cati, muchacho de dieciocho años de edad, que entra en escena, vestido de frac y sombrero de paja puesto, dando la impresión de que se ha pasado toda la noche anterior y todo el día en parranda. La característica de Ricardito es la irrespetuosidad y el cinismo.)
RICARDITO. – No te apures por eso, mamá, que el viejo tiene suficiente dinero para comprarte otro.
(Doña Doro arregla la mesa.)
DON CATI. – ¿De dónde vienes, Ricardito? Saliste anoche para el baile y ahora te presentas. ¿Esa es la vida de un joven decente?
RICARDITO. – All right, old man. (Ricardito, sin ponerle más atención a don Cati, se dirige a Clarita y le dice.) – Dime, Clarita, ¿te divertiste mucho en el baile?
CLARITA. – Bastante.
(Don Cati se sienta a leer y doña Doro sale y entra.)
RICARDITO. – ¡Bastante! Vamos, Clarita, si aquello parecía un velorio.
CLARITA. – A juzgar por tu cara, Ricardito, cualquiera hubiese creído lo contrario. Casi una hora te pasaste en la terraza central del casino con una muchacha.
RICARDITO. – Claro, si una muchacha me habla, no la voy a dejar con la palabra en la boca… Tú sabes cómo es Luisita...
CLARITA. – ¡Sí, tú sabes cómo es Luisita! Así son ustedes siempre: juegan con las muchachas y después hablan de ellas. ¿Tú has visto, mamá?
DORO. – Así es, hijita.
CLARITA. – ¡Ah, los hombres, los hombres! A mí, que no me vengan con esas boberías.
DON CATI. (Dejando de leer un instante.) – Pero ¿qué conversación más insulsa tienen las muchachas de hoy y los muchachos?
RICARDITO. – Oye, Clarita, hoy las muchachas buscan a los hombres en lugar de los hombres a las muchachas… Así están las mujeres.
CLARITA. – ¡Presuntuosos!
RICARDITO. – Presuntuosos o no, ustedes, las muchachas, se mueren por nosotros.
CLARITA. – ¿Y ustedes, qué hacen? Poco más o menos.
DON CATI. (Interrumpiendo la lectura.) – Lo que yo no veo, Clarita, es que las muchachas de hoy no son iguales a las de mi época, ¿verdad, Doro? Dime, Doro, si yo alguna vez estuve a solas contigo cuando te visitaba. Tu tía siempre tenía que hacer algo en la sala o venir a ella inesperadamente para buscar cualquier cosa.
(Don Cati sigue leyendo.)
CLARITA. – Pero, papá, por Dios, ¿cómo quieres que las muchachas de ahora puedan hacer lo que hicieron las de tu tiempo? No se parecen en nada, ni en las ideas, ni en el vestir, ni en las libertades. ¡Jesús, aquella manera de vivir se haría insoportable! ¿Verdad, mamá?
DORO. – Yo, hasta cierto punto, simpatizo con las libertades que tienen las mujeres.
DON CATI. – Doro, Dorito, no te resbales.
CLARITA. – Claro que sí. Cualquier mujer de cerebro piensa lo mismo que mamá. ¿Tú sabes, papá, lo que era aquella timidez, aquel vivir…?
DON CATI. (Suspendiendo la lectura.) – Muy bueno o muy decente que era. (Sigue leyendo.)
RICARDITO. (Dicho burlonamente.) – Y muy santo.
CLARITA. – Ricardito, tú eres un hipócrita, porque todos sabemos la buena pieza que tú eres.
RICARDITO. – Ahora resulta que yo…
CLARITA. – Lo cierto del caso es, Ricardito, que después de que terminaste de hablar con Luisita en la terraza del casino, no la perdiste ni pies ni pisada.
RICARDITO. – Para serte franco, Clarita, te he de decir que aquel escote tan bajo y aquella saya tan alta…
CLARITA. – Y expresaste tu repugnancia de moralista en capullo, bailando con ella todo el tiempo después de las doce de la noche. Y oye, mamá, como diez jóvenes vinieron a invitarnos para beber afuera, en el automóvil, porque don Agapito, el presidente, no permitía que se bebiera en el casino.
DORO. – Niña, ¿y ustedes bebieron?
(Don Cati comienza a disgustarse.)
CLARITA. – Yo no, otras muchachas lo hicieron. Yo vi a Ricardito saliendo del casino varias veces para ir a beber al automóvil. ¿A que no te atreves a negarlo, Ricardito?
RICARDITO. – ¿Y tú, Clarita, no hiciste lo mismo? ¿Y no estabas bailando con Rosaflor de una manera que dejaba poco que desear?
CLARITA. – Mientes. Si bailar a la moda es malo, entonces, lo mejor sería no asistir a los bailes.
RICARDITO. – Suponte, mamá, ¡Clarita se pegaba a la cara de Rosaflor como si lo estuviera besando…!
CLARITA. – Tú eres un mentiroso, Ricardito.
(Ricardito, al ver la cara algo seria de don Cati y el coraje que poco a poco irá subiendo en Clarita, disimuladamente se escapa de la escena, diciéndole por lo bajo a doña Doro.)
RICARDITO. – Aquí, vieja, se va a armar la follisca del siglo. Yo me voy a dormir.
(Ricardito abandona la escena.)
DON CATI. (Solicitando con coraje el periódico.) – ¿Me quieres decir, Clarita, qué hiciste anoche con eso en el baile?
CLARITA. – Papá, esa es la vida: gozar sin trabajar.
DON CATI. – No, la vida no es esa. Las muchachas de ahora trabajan y ganan dinero, obtienen algún beneficio por su educación, que bastante cara resulta. Mira a Isabel Caramales. Su padre tiene suficiente dinero, y ella está, sin embargo, trabajando como estenógrafa de la Packing Orange Company. Fíjate en Margarita Duarte, que trabaja en la Cruz Roja, o en Dolorita Rima, secretaria de la compañía de la carne de cerdo en lata. Todas esas muchachas son de tu edad. Eso es, Clarita, lo que yo llamo una muchacha moderna, y no esas chicuelas que se pintan y cortan el pelo y se dan besos con la intensidad con que se los dan las bolas de billar.
CLARITA. – Papá, eso es muy personal y me doy por ofendida.
DON CATI. – Pero si yo no te he ofendido, Clarita. No me entiendes, es que yo quiero que tú trabajes, Clarita, porque mientras tu padre tenga un centavo, tuyo será, Clarita. Te hablé así para ponerte unos cuantos ejemplos y nada más.
CLARITA. – Mamá, me voy a recostar un rato, tengo hasta dolor de cabeza.
DORO. – Adiós, hijita, que te mejores.
DON CATI. – Que te vaya bien, hijita.
(Clarita abandona la escena por la derecha.)
DORO. – Cati, has estado muy fuerte con la pobre Clarita. Hay que darle a la juventud lo que le pertenece a la juventud. Clarita es buena, Cati, es muy buena, y no la debemos tratar mal.
DON CATI. – Mira, Doro, ahora que estamos solos tú y yo: si yo no puedo hablar en mi casa como me dé la gana o llamarle la atención a mis hijos… ya me estoy cansando de estas cosas, de tantas frivolidades, majaderías y ridiculeces. Y ya que me obligas a ello, he de decirte que no estoy dispuesto a seguir así. Hemos terminado. ¿Dónde está Ricardito?
DORO. – Se marchó a su cuarto.
DON CATI. – Dile que venga inmediatamente. ¿Qué vas a sacar de ese muchacho con tus niñadas?
(Llamando con voz alta y cierto coraje.) – ¡Ricardo, Ricardito, Ricardo…!
DORO. – No grites tanto, Cati, que los vecinos van a creer…
DON CATI. – Que crean lo que les dé la gana, hombre. ¿Estamos? Yo estoy en mi casa y Dios en la de todos… (Gritando más fuertemente.) ¡Ricardooo… venga enseguida!
DORO. – Cati, ¡qué corajudo has regresado hoy! ¿Te ha ocurrido algo? Todo lo encuentras mal, a todo le vuelves las narices. Con todo el mundo en la casa has peleado… hijo, así no hay quien viva contigo… Quédate con Dios, hombre, quédate con Dios. (Doña Doro abandona la escena.)
DON CATI. – ¡Ricardo, Ricardito…!
RICARDITO. (Ricardito aparecerá en escena vestido en mangas de camisa e indiferentemente contestará.) – Aquí estoy. ¿Qué le pasa al viejo?
DON CATI. – ¿Por qué no viniste a dormir anoche a tu casa? ¿No te da vergüenza, Ricardito, presentarte aquí a esta hora?
RICARDITO. – ¿De qué te quejas, viejo? ¿No sabes que toda la noche y el día de hoy hemos estado bebiendo a tu salud?
DON CATI. – Es la tercera vez que haces esto.
RICARDITO. – No, papá, es la cuarta.
DON CATI. – ¿Y todavía te jactas de ello?
RICARDITO. – No, solo quiero restablecer la verdad de los hechos.
DON CATI. – Anoche, saliste, Ricardito, a las nueve para ir a un baile; te pasaste la noche fuera y el día también y acabas de llegar a tu casa. ¿Por qué hiciste eso?
RICARDITO. – Qué sé yo. Se me olvidaría el camino.
DON CATI. – Te veo como si estuvieras borracho. Lo que te pasa, Ricardito, es que te has vuelto un vagabundo insolente. ¿No crees, Ricardito, que ya es tiempo que te dediques a algo?
RICARDITO. – Si te soy gravoso…
DON CATI. (Más dulcemente.) – No es que me seas gravoso, hijo… Te lo digo por tu propio bien. El tiempo vuela, eres ya un hombre y aún no tienes ni la primera piedra de tu porvenir. Ponte a trabajar, hijo, a ganarte la vida.
RICARDITO. – ¿Y para qué? ¿Acaso tú no me vas a dejar un capital? Ya yo trabajé durante la guerra y bastante me gané como teniente del ejército. ¿Qué culpa tengo yo de que se acabara la guerra y me quedara sin ganarme una peseta?
DON CATI. – Vente a trabajar conmigo al almacén.
RICARDITO. – Papá, por Dios, tú no puedes esperar que un joven que ha pasado por la alta escuela, que ha sido teniente del ejército y que está en sociedad vaya a trabajar a un almacén oliente a jamón, bacalao y tocino.
DON CATI. – ¿Y no lo hace tu padre?
RICARDITO. – Por eso es que estás como estás: siempre de mal humor, trabajando siempre, guardando hasta la última peseta y sin haberte divertido. Tú tienes bastante dinero, ¿por qué trabajas más, si ya estás relleno de cuartos?
DON CATI. (Enfadándose.) – Ricardito, no me faltes el respeto.
RICARDITO. – Pero si lo que te he dicho es la pura verdad.
DON CATI. (Fuera de sí.) – Silencio, malcriado, vagabundo, borracho… si pudiera, si pudiera te estrangularía por insolente.
RICARDITO. – Esas son cosas de viejo.
DON CATI. – Maldita la hora en que naciste. Me voy por no… no sé lo que iba a decir. (Don Cati toma el sombrero y abandona precipitadamente la escena.)
RICARDITO. (Riéndose.) – Viejo atrasado… tacaño… miserable… Lárgate a tu almacén y mira a ver si te mueres pronto para manejarte los chavos, y entonces… entonces… Nueva York, Londres, París, Madrid, para Ricardito Catalán y Capablanca.
ACTO SEGUNDO
(La escena representará un almacén. Por una de las salidas se divisará el muelle. Por una de las ventanas, se divisará la bahía. En una mesita a la izquierda aparecerá el escritorio del corresponsal Leopoldo Pumarales. Al otro lado, un escritorio, a manera de un gran atril, y sobre una silla alta aparecerá sentado Luisito Pí, un hombre de avanzada edad, canoso y de un aspecto israelita que es el tenedor de los libros de la casa. Al fondo, un letrero que diga: "Catalino Catalán y Compañía." A un lado del escenario, el escritorio, revuelto de papeles, de don Catalino Catalán. Al levantarse el telón aparecerá Leopoldo Pumarales en su escritorio, hablando por teléfono. Luisito Pí se le verá hojeando el mayor, llevándose los dedos, a cada segundo, a la boca para ensalivar las puntas de los dedos y pasar las hojas del libro; cogerá plumas de distintas clases y las mojará con tintas de variados y multiformes colores, a la par que soltará una regla negra, redonda, y tomará otra chata y amarilla para trazar rayas sobre el mayor. Otras veces, dejará las plumas y usará lápices sobre pedazos de papel contiguos y, cuando las puntas de los lápices se agruesen, inconscientemente suavizará las puntas de los lápices sobre las suelas de los zapatos sucios. Luego aparecerá en escena don Cati. En el escritorio de don Cati hay otro teléfono.)
PUMARALES. (Hablando por teléfono.) – Se la podemos asegurar, siempre que nos enseñe los libros comerciales y pasemos el balance de las mercancías en la tienda, y de que Ud. nos asegure que no tiene materias explosivas… Sí, el precio es bajo, muy cómodo, muy barato… No, esa nunca. Nunca hemos dejado de pagar nuestras pólizas puntualmente… Iré a verle esta tarde… No se comprometa sin antes hablar con nosotros… Deme un “chance,” y le aseguro que quedará complacido.
DON CATI. (Entrando en escena y oyendo lo que por teléfono está diciendo Pumarales.) – ¿Qué es esto, Pumarales?
PUMARALES. – Un seguro contra incendio.
DON CATI. – ¿De quién?
PUMARALES. – De Sr. Marco & Compañía.
DON CATI. – Cuidado con las mechas de gas. ¿Qué hubo del incendio de Rogel & Compañía?
PUMARALES. – Le pedí todos los informes que usted indicara y me los han entregado, pero Rogel & Compañía no lleva “stock book,” ese libro de existencias de que usted me hablara.
DON CATI. – Ah, pues entonces, no le pague la póliza. Lleve siempre en mente, Pumarales, la teoría de las compañías aseguradoras. Hay que cobrar rigurosamente los premiums, pero si ocurriera un incendio, intencional o no, la compañía aseguradora no es responsable.
PUMARALES. – El fiscal me ha informado que ha practicado la investigación y que el fuego de Rogel & Compañía ha sido casual.
DON CATI. – ¿Pero no me has dicho que Rogel & Compañía no tiene el libro de existencias?
PUMARALES. – Yo así se lo hice saber al fiscal, pero el fiscal me informó que la ley no exige a los comerciantes llevar un libro de existencias y, como Rogel & Compañía tiene todos los libros que la ley exige, el fiscal sostiene que no hay causa suficiente para procesar a Rogel & Compañía.
DON CATI. (Dirigiéndose a su escritorio.) – ¡Qué fiscales, qué fiscalitos tenemos que sufrir en estos tiempos…! Todo incendio, para las compañías aseguradoras, es intencional. Oye, Pumarales, si puedes evitar el pago de esa póliza, te daré un cinco por ciento.
PUMARALES. – Haremos todo lo que se pueda, don Cati.
DON CATI. – ¿Me trajeron el correo de hoy?
PUMARALES. (Recogiendo varias cartas que estarán sobre su escritorio.) – Aquí lo tiene.
(Don Cati toma en sus manos la correspondencia y se dirige a su escritorio, junto al cual se sienta a leer.)
DON CATI. – Pumarales.
PUMARALES. – ¿Qué se le ofrece, don Cati?
DON CATI. – Venga acá.
(Pumarales se acerca al escritorio de don Cati.)
DON CATI. – Es usted uno de los vendedores más malos de la casa. Cubre usted una gran extensión de territorio, trae muchas
órdenes, pero no investiga las condiciones económicas de nuestros clientes.
PUMARALES. – Pero usted, don Cati, me dijo que no me fijara en las solvencias de las casas y que vendiera.
DON CATI. (Observando la correspondencia.) – Vea usted, Pumarales, casi todas las casas con las cuales hemos negociado en estos días están al borde de la quiebra.
PUMARALES. – Don Cati, si usted…
DON CATI. – Dígame y no me interrumpa. Llámeme por teléfono, ahora mismo, a la Asociación de Comerciantes Solventes.
(Pumarales se le verá usar el teléfono sobre su escritorio.)
DON CATI. – Oiga, Pí, ¿habló con el licenciado Aranguren como le ordené?
PÍ. (Hablando desde el asiento.) – Todavía no, don Cati.
DON CATI. – Pero, ¿qué clase de empleado es usted?
PÍ. – Don Cati, es que dicen que el licenciado Aranguren se fue anoche con una mujer casada.
DON CATI. – ¡¿Que el viejo Aranguren, nuestro abogado, se fugó anoche con una mujer casada?! ¡Pero si el viejo Aranguren ya está que se babea! En fin, que en estos tiempos, hasta los viejos se marean…
(Pí sigue trabajando y don Cati, desde su asiento, llama a Pumarales, que va hacia el escritorio de don Cati.)
DON CATI. – Pumarales, ¿terminó las facturas de arroz para Sandía & Compañía?
PUMARALES. – Sí, señor.
DON CATI. – ¿Llegó el vapor Pocahontas con el cargamento de mieles?
PUMARALES. – Llegó, sí, señor.
DON CATI. – Mire, Pumarales, véndale a Segura y Segura, sobre muelle, el cargamento de mieles recibido, a precio de compra. Vaya ahora mismo al cable y pídale a Saldepin de Chicago precio de mercado de arroz japonés y arroz valenciano.
(Se oye el timbre del teléfono.)
DON CATI. (Suena el teléfono y don Cati lo toma.) – ¿Quién es? ¿La Asociación de Comerciantes Solventes…? ¿Quién está en el aparato…? Maldita línea de teléfonos… ¡qué servicio más puerco…! Señorita, por Dios, por la Virgen madre, por los clavos de Cristo, hace una hora que estoy esperando contestación… Caramba, no corte,
mujer, por las siete mil vírgenes… que quiero hablar con la Asociación de Comerciantes Solventes… ¿Me oyó? Aso… cia… ción… ¿que busque el número en la lista…? ¡Diablo, deme entonces la información…! ¿Información? Oiga, niña, quiero hablar con la Asociación de Comerciantes Solventes… ¿5687?... gracias… 5578... No, no, hombre: Cin…cooooo... seis… ochooo... siete… ¿Quién habla? ¿Qué quién habla? ¡¿El boarding house de doña Pepota García?! No, hombre, quítese del medio, doña Pepota, que tengo prisa. Ha sido una equivocación… Central… Central… ¡que la parta un rayo!
SIMPLICIA. (Simplicia es una muchacha mecanógrafa en la oficina de don Cati.)
SIMPLICIA. (Entrando a escena con un cuaderno de taquigrafía y lápiz.) – ¿Llamaba usted, don Cati?
DON CATI. – Escríbale al Director de la Compañía esta carta: Señor: el servicio de su compañía es detestable, infumable, imbebible, incomible… Esta mañana me he pasado toda la santa mañana queriendo usar mi teléfono para hablar con el 5687 y parece que a la niña telefonista le gusta más empolvarse y ponerse coloretes que cumplir con su deber. Y punto en boca.
SIMPLICIA. – Ese es el colmo de la ortografía, don Cati: un punto sobre la boca.
(Suena el teléfono.)
DON CATI. – Oh, la Asociación… Mire, mándeme una lista de los comerciantes solventes.
(Don Cati cuelga el teléfono.)
DON CATI. – Oiga, Simplicia, escríbale al juez de quiebra… ¿cómo le llaman en inglés?... ah, creo que le llaman refresco… refrán… refregirador… no, así no lo llaman, y lo tengo en la punta de la lengua… Le llaman, re… re… re...
SIMPLICIA. – Ni que quisiera solfear, don Cati.
DON CATI. – Vaya, Simplicia, fuera las gracias y dígale a Pí que le dé ese nombre en inglés.
(Simplicia se levanta y al verla don Cati la llama.)
DON CATI. – Espere, Simplicia, que creo que la llaman tru… tru… tru…
SIMPLICIA. – Sí, don Cati, los trus, trus se usan mucho ahora. Casi todas las muchachas lo usamos, trus, trus, don Cati.
DON CATI. – No, Simplicia, quiero decir trustee o referee en bankaruee… Pues escríbale al referee o al trustee, como sea, que me
mande estas notificaciones en lengua cristiana y no en inglés porque yo no las entiendo. Y oiga, Simplicia, leyendo mi correspondencia he visto que el Comisionado de Instrucción de un pueblo del centro escribe "viaje" con B larga. ¿Con qué letra se escribe "viaje," Simplicia, con B larga o con V corta?
(Simplicia se levanta.)
SIMPLICIA. – Si el viaje es corto, don Cati, "viaje" se escribe con V corta, y si el viaje es largo, con la B larga.
DON CATI. – Vamos, Simplicia, que alegre está usted hoy. (Simplicia sale.)
DON CATI. – ¿Dígame, Pí, arregló el asunto de la denuncia presentada ante la corte por tener a los empleados trabajando durante el domingo?
PÍ. (Abandonando el escritorio.) – No, don Cati, todavía me ha sido imposible.
DON CATI. – ¿Usted no piensa en el trabajo que le encargo, Pí?
PÍ. – Sí, señor, pienso en ello, don Cati; lo que ahora me falta solamente es hacerlo.
DON CATI. – ¿Y ese policía denunciante, no es el mismo a quien le hemos regalado habichuelas, fideos y alguno que otro palito de vez en cuando?
PÍ. – No, don Cati, ese policía lo trasladaron, y el policía denunciante es nuevo.
DON CATI. – Llámate a ese policía denunciante y regálale dos latitas de peras en almíbar, y ofrézcale ayudarle si retira la denuncia. Baje al muelle y véndale a Morin & Compañía, sobre muelle, la partida de harina.
PÍ. – La estiba, don Cati, de la izquierda está llena de gorgojos.
DON CATI. – Pues mezcla esa partida con la partida de la derecha y cóbrale enseguida. Vende esa partida de harina como si fuera buena, ya lo sabes. Deje que Morin & Compañía examine la harina buena, pero busque la manera de meterle la mayor parte de sacos con harina mala. Le enseña los sacos de harina buena, y después… No garantizo la harina una vez sacada del muelle… ¿Subieron ya los sacos de maíz?
PÍ. – Los están estibando, don Cati.
DON CATI. – ¿Marcó el peso en cada saco?
PÍ. – Sí, señor, hemos pintado el peso sobre cada uno de los sacos.
DON CATI. – Sánchez & Compañía vendrá dentro de un segundo a comprarme el maíz y quiero que hagas con el maíz lo que te he dicho que hagas con la harina… ¿Me entiendes? Nada de rodeos, y al grano. Si le puedes meter a los sacos de maíz algunas piedras, pues ya sabes, en el negocio todo es permitido. Póngale piedras y saque el maíz sobrante.
PÍ. – Está bien, don Cati.
DON CATI. – ¿Te quedan algunas cebollas por vender?
PÍ. – Nos queda por ahí un lote de cebollas, pero la sanidad anda detrás de nosotros porque están algo podridas.
DON CATI. – No importa, hombre. Saldremos de esas cebollas ahora mismo.
PÍ. – Es que ya están muy averiadas, don Cati.
DON CATI. – ¿Y eso qué importa? Mientras la mercancía esté en mi poder siempre está buena.
PÍ. – Es que la sanidad nos ha prohibido…
DON CATI. – No importa. Ya yo arreglaré eso con la sanidad. No se preocupe y baje al muelle para que haga lo que le he mandado.
(Sale Pí.)
DON CATI. (Mostrando mucha satisfacción.) – Este año, con los azúcares que tengo almacenados, voy a hacerme una millonada. ¡Qué comerciante más malo ha sido Pablito Beltrán, vendiendo sus azúcares cuando todavía el mercado subía y subía! Si hubiera seguido los consejos de Sancho, a estas horas hubiera perdido un pingüe negocio… Pablito Beltrán no sabe negociar, y mi socio, Sancho, es un idealista… ¡Cómo reiré de ambos cuando venda mis azúcares a cincuenta dólares! Entonces será la mía… Este año me vuelvo millonario.
(Pausa.)
DON SANCHO. (Entrando a escena muy nervioso.) – Don Cati, don Cati, ¿sabe usted la última noticia?
(Don Sancho lleva un cable en la mano.)
DON CATI. – ¿Qué ha ocurrido, Sancho?
DON SANCHO. – Que se ha presentado un bill en el Congreso sobre el azúcar.
DON CATI. (Nerviosamente.) – ¡Un bill…! (A don Cati se le caerá el tabaco de la boca.) ¡Un bill…! ¡En el Congreso…! ¡Sobre el azúcar…! ¡No lo creo, Sancho! ¡Imposible!
DON SANCHO. – Mire el cable, don Cati.
DON CATI. – ¿Pero es posible que me diga la verdad, Sancho?
DON SANCHO. (Mostrándole el cable.) – Aquí está la prueba, don Cati.
(Don Cati toma el cable y lo lee, piensa un instante y dice:.)
DON CATI. – Eso es nuestra ruina, Sancho, nuestra ruina.
DON SANCHO. – Y el bill se discutirá la semana que viene. Van a prisa.
DON CATI. – ¿Has dicho la semana que viene?
DON SANCHO. – Así lo dice el cable, don Cati.
(Don Cati vuelve a leerlo.)
DON CATI. – Oye, Sancho, oye. Como tu viaje a Nueva York para hacer las compras será la semana que viene, ¿por qué no te embarcas hoy…? Son las diez. El vapor no sale hasta las doce. Si salieras hoy, llegarías con una semana de antelación a Nueva York y a tiempo para llegarte a Washington a trabajar en contra del bill.
DON SANCHO. – La idea me parece aceptable y a mí no me causa extorsión alguna embarcarme hoy en lugar de la próxima semana.
DON CATI. – Pues embárcate hoy, Sancho, embárcate hoy, y de esa manera, podrás estar en Washington para la discusión del bill… No se puede perjudicar así a las fuerzas vivas del país.
DON SANCHO. – Pues resuelto, don Cati.
DON CATI. – Creo que eso es lo mejor… sin duda alguna… y oye, Sancho. En ese vapor que sale hoy también se embarca mi hijo Ricardito. Lo mando a Nueva York, porque ya no lo puedo aguantar más aquí. No quiero saber más de Ricardito, ni quiero volverlo a ver. Por ahí debe venir la Camilia para despedirlo. Ahora bien, Sancho, cualquier cosa que Ricardito necesite, dásela, pero no le digas que yo te he suplicado hacer nada por él. Consíguele, si puedes, alguna colocación para que trabaje. Quizás así se reforme; mientras tanto, Sancho, puedes decirle a Ricardito que, para él, su padre ha muerto.
DON SANCHO. – Bueno, don Cati. Adiós, vamos a ver lo que podemos hacer. Aunque tengo muy pocas esperanzas.
DON CATI. – Adiós, Sancho, y que Dios te ilumine.
(Sale Sancho.)
DON CATI. (Solo.) – ¡Santo Dios, si ese bill pasara en el Congreso, nos arruinaríamos! ¡Y nosotros que pudimos vender todos nuestros azúcares a veinte y nueve! ¡Que tenemos todos nuestros azúcares almacenados, esperando la subida para especular…! ¡Santo Dios! Y yo creí que el azúcar se mantendría siempre al precio de guerra y
que, en lugar de bajar, iba a subir más. ¡Si ese bill pasara…! No quiero ni pensarlo. ¡Ayer millonarios y hoy, arruinados!
(Don Cati permanecerá en la escena nerviosamente pensando.)
(En estos instantes, por la puerta de entrada penetran tres señoritas con flores en las manos.)
JACINTA. (Una de las señoritas.) – Buenos días, don Cati.
DON CATI. (Secamente.) – Buenos días. ¿Qué se les ofrece, señoritas?
JACINTA. – Venderle una flor por el dinero que usted nos quiera dar, claro está, que tratándose del almacén de Catalino Catalán & Compañía…
DON CATI. – Miren, señoritas, ya yo estoy fastidiado con tantos saqueos: saqueos para la Cruz Roja, para los Niños Desamparados y para las Niñas que no lo están, para los locos, para los tuberculosos. No doy un centavo. La caridad comienza por casa.
JACINTA. – Pero, don Cati, aunque sean cinco centavos.
DON CATI. – No puedo, señorita. Perdónenme, pero no puedo complacerlas ahora.
JACINTA. – Está bien, señor. Perdone la molestia. Usted dispense. (Aparte.) – Pero qué tacaños son algunos gallegos.
DON CATI. – Adiós, señoritas, adiós. (Salen.)
DON CATI. (Solo.) – La ruina me viene, ¿qué será de mí, a mis años? La pobre Doro, la pobre Clarita… arruinado y sin tener un amigo que me ayude… Si Pablito Beltrán lo quisiera, me podría salvar. ¡Qué buen comerciante ha sido Pablito Beltrán! Vendió todos los azúcares y hoy tiene en el banco, cerca de un millón de dollars. ¿Iré a hablar con Pablito Beltrán…? (Dudando.) Pero… no. Pablito ha sido mi contrincante en el negocio y no debo humillarme ante Pablito… Sin embargo, ¿existirán estas boberías en la vida comercial? ¡Ah, recordaré que su padre y el mío fueron los mejores amigos allá en España y que yo fui el mejor amigo que en la infancia tuvo Pablito Beltrán; que fui su compañero de viaje; que los dos trabajamos en la misma tienda por quince años, sin salir un día de la tienda, durmiendo los dos en la trastienda de la pulpería… ¡Si Pablito no se acordara de lo ingrato que con él he sido…!
(Al terminar de hablar don Cati, entra en escena el licenciado Aranguren hijo.)
ARANGUREN. (Entrando.) – Buenos días, don Cati.
DON CATI. (Respondiéndole.) – ¿Qué dice el joven licenciado Aranguren, hijo?
ARANGUREN. – Don Cati, ¿ha sabido usted lo que hizo mi papá?
DON CATI. – Que se fue con una mujer casada.
ARANGUREN. – Desgraciadamente, es verdad, don Cati. Pero lo peor ha sido que papá se ha llevado consigo todo el dinero que tenía en el banco y nos ha dejado sin un centavo.
DON CATI. – Vaya con la gracia de tu viejo padre.
ARANGUREN. – Y yo vengo, don Cati, a que usted me sirva de fiador en un préstamo que quiero hacer en el banco.
DON CATI. – En el banco no te darán ese préstamo.
ARANGUREN. – ¿Por qué, don Cati, con su firma y la de don Sancho?
DON CATI. – Esa es la madre del cordero. Sostienen los directores de los bancos que los abogados son los deudores más malos que existen, porque no pagan lo que deben.
ARANGUREN. – Pero eso tiene remedio, don Cati.
DON CATI. – ¿Cuál?
ARANGUREN. – Los tribunales de justicia.
DON CATI. – Ríete de eso, chico, ríete de eso. Todavía tú no tienes experiencia, pero cuando un abogado debe y no quiere pagar no hay otro abogado que entable una demanda en contra del compañero, porque dicen que a ello se opone la ética profesional.
ARANGUREN. – ¿Y qué podría yo hacer, don Cati?
DON CATI. – Lo que ha hecho Juanito López.
ARANGUREN. – ¿Qué hizo Juanito?
DON CATI. – Hace tres días que Juanito López no tenía un dólar y hoy posee más de cien mil.
ARANGUREN. – ¿Y cómo los ha ganado?
DON CATI. – Contestando solo una pregunta. Juanito López fue ayer a la iglesia y un cura le preguntó: ¿quiere usted por esposa a Luisita Pérez, hija del banquero Pérez? Juanito López le dijo al cura que sí, y se realizó el milagro… Así me podría usted pagar los doscientos dólares que le presté hace un mes. No pagármelos es faltar a la honradez.
ARANGUREN. – Pero, don Cati, no me lo pida así: recuerde que yo se los pedí con mucha amabilidad y en voz baja.
DON CATI. – Está bien, Aranguren, pero necesito esos doscientos dólares.
ARANGUREN. – Estoy desesperado, don Cati. Anoche vi en sueño a todos mis acreedores y a los de mi padre.
DON CATI. – ¡¿Que vio usted a todos sus acreedores y los acreedores de su padre en una noche?! ¡Imposible! Una noche no es tiempo suficiente para verlos a todos.
ARANGUREN. – Don Cati, sálveme usted.
DON CATI. – Cásese con Rosita Beltrán. Rosita es un ángel.
ARANGUREN. – Sí, pero Rosita se pinta mucho.
DON CATI. – ¿Y cuándo diablo has visto tú un ángel como no sea pintado? Yo estoy también muy mal.
ARANGUREN. – Me conformaría con lo que usted tiene, don Cati.
DON CATI. – Hombre, eso sería gracioso. Me dejaría usted en la miseria. Adiós, Aranguren, que tengo mucho que hacer.
ARANGUREN. (Abandonando la escena.) – Siempre el pez grande se come al chiquito.
DON CATI. – Claro, hombre, claro que sí. Pues no faltaba más. Ha resuelto usted la cuadratura del círculo. El pez chiquito no puede comerse al grande. Esa es cuestión de tamaños, del sistema métrico decimal, de pesas y medidas.
(Don Cati solo en la escena.)
CON CATI. (Solo.) – Se necesita tener bemoles para venirme a pedir la firma en los actuales momentos. Para dar fianzas estoy yo, cuando no encuentro a nadie que me quiera servir de fiador.
(Mientras don Cati habla, se ve entrar en escena a un pordiosero con espejuelos negros y un palo en la mano. Al entrar, hace ruido con el palo sobre un escritorio.)
LIMOSNERO. – Una limosnita, señor, para este pobre mudo y ciego.
DON CATI. – Ah, sinvergüenza, ¿con que eres mudo y hablas? Te debería denunciar para que el juez te regalara treinta días de cárcel o un dólar por cada día…
LIMOSNERO. – Pues me quedaría con los treinta dollars, señor.
DON CATI. – ¡Lárguese de aquí!
LIMOSNERO. – Señor, tenga lástima de un pobre ciego cargado de hijos.
DON CATI. – ¿Y cuántos hijos tiene usted?
LIMOSNERO. – No lo sé, señor, ¡como no veo!
DON CATI. – ¡Bandido! Salga del almacén o llamaré a la policía.
(Sobre estas palabras entra en la escena un poeta que acaba de editar una antología. Trae unos libros en las manos. Mientras el poeta habla con don Cati, el limosnero robará varios artículos del almacén y cautelosamente abandonará la escena.)
RAIMUNDO. (Entrando.) – ¿Se le puede ver, don Cati, por un minuto?
DON CATI. – ¿Qué se le ofrece?
RAIMUNDO. (Dándole la mano a don Cati.) – ¿Cómo está, don Cati? ¿Y la señora, está bien? ¿Los pequeños, todos en salud? ¡Cuánto me alegro…! ¡Qué calor, eh! ¿Decía…? Yo, bien. Siempre en la lucha.
DON CATI. – Bueno, ¿qué se le ofrecía?
RAIMUNDO. – ¡Pero qué calor, eh! Este año hace más calor que el año pasado para esta fecha… Tengo un libro de poesía que acabo de publicar y le traigo uno que se lo voy a dedicar.
DON CATI. – No, no se moleste, no me dedique el libro de poesía.
RAIMUNDO. – ¿No me compra uno, don Cati?
DON CATI. – Le he dicho que no. Puede marcharse.
RAIMUNDO. – Es una hermosa antología de los mejores poetas de nuestra lengua… Todas son muy bellas poesías, don Cati. ¡Oh, don Cati! Las bellas letras, los soñadores, las divinas columnas de corintio, las sencillas columnas dóricas; el idealismo hecho ritmo sonoro, suave como el murmullo de las fuentes, tibio como los rayos de una noche de luna, tierno como el jugar de la brisa entre los encajes de las olas, entre los fruncidos de los bambús y el saludo aristocrático de los juncales del río… pancalismo… noísmo… y todo lo que acaba en ismo…
DON CATI. – Sí, como el ismo de Panamá. No quiero saber de poesía ni de poetas, y menos ahora que me siento triste.
RAIMUNDO. – ¿Triste, usted, don Cati, triste usted? ¿Puede haber tristeza para un hombre dueño de una colosal fortuna? ¿Por ventura el dinero no es la adquisición de la felicidad en la vida? No diga usted que está triste, don Cati, ¡con tanto dinero como tiene!
DON CATI. – Pues, aunque usted se empeñe en decir lo contrario, triste me encuentro.
RAIMUNDO. (Recitando ridículamente.)
Sonatina.
Si don Cati está triste… ¿qué tendrá el buen don Cati? Sus suspiros se escapan como los pasos de fugaz bailarina, ¿no le
alumbra ya el sol?
Don Cati está pálido en su silla de oro. Está mudo el teclado del almacén sonoro. Y en la estiba olvidada se desmaya una col.
DON CATI. – No siga, por Dios. Basta de inspiración y de poesía, que estoy más triste que un cementerio.
RAIMUNDO. – ¿Que un cementerio? ¡Oh, don Cati! Escuche, escuche esta poesía alentadora de las tristezas de cementerio.
Me gusta un cementerio de muertos bien relleno de sangre y cieno que impida el respirar y allí un sepulturero de tétrica mirada con mano despiadada los cráneos machacar.
DON CATI. (Nerviosamente.) – Me hará usted el favor de marcharse.
RAIMUNDO. – ¿No me compra un libro?
DON CATI. – Le he dicho que no. Puede marcharse. ¡Márchese!
RAIMUNDO. (Váse recitando.) – Tantas idas y venidas. Tantas vueltas y revueltas. Quiero, amigo, que me diga, ¿son de alguna utilidad?
DON CATI. – Márchese sin más idas y sin más vueltas… a este almacén.
(Solo y emocionado.) – ¡Un cementerio y de muertos bien relleno! ¿Será una pesadilla? ¿Alguna gata negra se habrá metido a mi almacén…? Esto es la ruina, la ruina… (Más tranquilo.) Pero, ¿habráse visto alguna vez cosa igual? Si se cuenta, no se cree, porque dirían que es una exageración. Sin embargo, es la pura verdad.
(Doro llega a la escena.)
DORO. – Oye, Cati, ya está Ricardito en el muelle. ¿No vienes a decirle adiós?
DON CATI. (En tono decisivo.) – No, Doro.
DORO. – ¿No le vas a decir adiós a Ricardito? Olvida, Cati, lo que Ricardito te ha hecho. Esas son cosas de la juventud.
DON CATI. – No quiero saber de Ricardito. Que se vaya sin verme.
DORO. (Suplicante.) – ¡Cati!
DON CATI. (Con decisión.) – Lo dicho, Doro, dicho está.
DORO. – ¿De manera, Cati, que no vienes a decirle adiós a Ricardito?
DON CATI. – No, te he dicho que no, Doro, no insistas. Te he dicho que no.
CLARITA. (Entrando alegremente a la escena.) – ¡Hello, papi! How is the world treating you?
DON CATI. – Hija, ¿no me podrías hablar en castellano?
CLARITA. – Oh, Papi, don’t be foolish. Come on to the boat. Hurry, ma.
(Sirena.)
DORO. – Vámonos, Clarita, vámonos. Ya el vapor está llamando. (Dirigiéndose a don Cati.) – ¿De veras que no vienes, Cati?
DON CATI. – Te he dicho que no.
(Doña Doro y Clarita abandonan la escena en el momento en que se oye la segunda sirena del vapor. Don Cati mostrará en la escena una gran ansiedad. Se acercará a la puerta que da al muelle, irá después a la ventana y frente a la hendidura de la puerta se detendrá como si estuviese viendo a Ricardito. Al morir los rumores de la última sirena, don Cati sacará el pañuelo y, desde su almacén, le dirá adiós a Ricardito, moviendo en los aires el pañuelo.)
DON CATI. – ¡Ricardito! ¡Ricardito!
(Cae el telón.)
ACTO TERCERO
(Entra Clarita y Rosita en escena.)
CLARITA. — Pero la gente de su pueblo seguramente dirá que Pepita es una gran muchacha, que sabe cocinar, bordar, coser, zurcir, tocar el piano y ser una buena dueña de casa.
ROSITA. La pobre Pepita es digna de compasión.
CLARITA. — Déjamela a mi cuenta. Si Pepita se queda tres días en mi casa, la cambio, vaya que si la cambio. Ya verás. (Entra Pepita en escena. Pepita es una muchachita de como diez y siete años de edad, de pelo negro y viene vestida con un trajecito blanco y sencillo, con una banda color de rosa en la cintura, cayéndole las puntas del lazo sobre la espalda. Lleva una tren za negra larga atada también con un lazo. En su rostro se distinguirá una marcada palidez. Pepita es una muchacha de campo muy ingenua y sencilla.)
PEPITA. — (Entrando.) ¿Qué hay, Clarita? ¿Cómo estás, Rosita? (todas alegres.)
CLARITA. — ¡Qué traje, Pepita!
ROSITA. — ¡Dios mío! Pareces una máscara.
CLARITA. — Y qué trenza más fea.
PEPITA. — ¡Qué manera más dulce de recibir tienen ustedes!
CLARITA. — (Dirigiéndose a Pepita, la que traerá un libro en la mano.) ¿Qué es ese libro? Apostaría que es un devocionario.
PEPITA. — Pues mira, te equivocaste, porque no es un devocionario.
CLARITA. Déjalo ver.
ROSITA. ¿Cómo se llama? (Clarita toma el libro en sus manos y lee el nombre del libro.)
CLARITA. ¡Las flappers! (Clarita se ríe.)
ROSITA. — ¡María santísima! Léete algo, Clarita. (Clarita abre el libro y se pone a leer en alta voz.)
CLARITA. — (Leyendo.) Flappers es una palabra inglesa, que traducida al castellano significa batidor.
ROSITA. — (Interrumpiendo a Clarita.) ¿Y qué diablo batirán las flappers? Vaya con lo que significa flapper en castellano. Entonces yo no soy una flapper, porque yo no bato nada.
(Clarita continúa leyendo.)
La flapper, la experta sacudidora de pies, la muchacha que se da cuenta exacta cuando un “pavito” le hace la rueda, y conoce, a las mil maravillas, lo que son los mimos, las caricias, los chiqueos, los abrazos, los serpenteos de cuello.
ROSITA. — No sigas leyendo, Clarita. ¡Que un hombre gaste su tiempo escribiendo sobre estas cosas!
PEPITA. — ¿No les gusta?
CLARITA. Te aseguro que este libro lo ha escrito algún ratón de sacristía.
(Clarita abandona el libro.)
PEPITA. — Oye, Clarita, yo creo que hay un término entre ser badulaque y ser vivaracha. La muchacha de hoy, entiendo, que puede retener la eficiencia y la franqueza de que goza, y al mismo tiempo, puede construir alrededor de ella un algo de aquel encanto, de aquella atracción que poseían nuestras madres.
CLARITA. — Supongo que tu mayor deseo, Pepita, sería que la mujer volviese a la ignorancia en que vivía antes, a no aprender otra cosa que a leer mal, bordar y coser.
ROSITA. — Y cocinar… Y tocar piano.
ROSITA. — Despierta, muchacha, despierta.
CLARITA. — Las muchachas de hoy, Pepita, no quieren ser reliquias del pasado.
ROSITA. — Desengáñate, chica, hay que modernizarse.
PEPITA. — Sí, hay que dejar de ser muchacha y convertirse en el compañero del hombre, en su confederado, en su co-delincuente; hay que beber y fumar y divertirse como los hombres… Para mí, todas ustedes no son otra cosa que unas cabezas de pájaro, unas especies de cotorras, verdes como la esperanza, pero que, si alguien las desplumara, no hallaría otra cosa que la amargura que tienen los bombones rancios, esos bombones que a veces se encuentran envueltos en papeles de estaño verde.
CLARITA. — ¿Acabaste tu sermón, Pepita? Te oigo y me das la impresión de que escucho a la superiora de un convento… Oye, Pepita, antes de que venga mamá, ¿querrías hacerme un favor?
PEPITA. — Tú dirás.
CLARITA. — Déjame darle una sorpresa a mamá.
PEPITA. — ¿Cómo?
CLARITA. — Oye, Pepita, yo he logrado que mamá no ande en bata por la casa, que se cortara el pelo, que se pusiera coloretes en la cara, que se afilara las cejas, que lleve la falda corta a las rodillas, que juegue bridge y que sepa sacarle jugo a la vida. Mamá es hoy otra mujer, ¿no es verdad, Rosita?
ROSITA. — Así es.
PEPITA. (Asombrada.) ¿De veras?
CLARITA. — Ya verás lo que ha cambiado a los cuarenta años.
PEPITA. ¡Qué, tía Doro, a los cuarenta años, se ha cortado el pelo, pintado la cara, afilado las cejas, lleva el traje corto a la rodilla y juega bridge!
CLARITA. — Como lo oyes, Pepita. Pero lo más asombroso no es eso. Lo asombroso es que también he logrado modernizar a papá.
PEPITA. — ¡A tío don Cati!
CLARITA. Sí, a tío don Cati. Ya papá no arrastra las tirillas de los pantalones por el suelo; no usa camisetas de lana con las mangas largas saliéndose por las muñecas debajo de los puños de la camisa; no usa aquellos botines desoldados, y hasta se pone cuello postizo… Está que no lo conoces.
ROSITA. — Verdad. Don Cati se ve guapo ahora.
CLARITA. — La mañana que papá se puso por vez primera el “union suit”, resultó lo más divertido. Papá no sabía cómo ponerse el “union suit”, ni cómo meterse en él. Dice mamá que papá se jorobó, se encogió, se dobló, y después de cinco minutos de ejercicios físicos, se metió en el traje, y le dice a mamá: “¿Qué tal, Doro, me encuentras elegante? Anda, Doro, llama al público y avísale que van a empezar los trabajos y las maromas en el trapecio…”
ROSITA. ¡Cosas de don Cati…!
CLARITA. Cuando papá se puso por vez primera los cuellos postizos, fue el disloque.
PEPITA. ¡No digas…!
CLARITA. Estuvo luchando por ponerse el cuello como cinco minutos. Por fin, mamá intervino, y cuando más afanada se hallaba buscando la manera de meter el botón de la camisa en el ojal del cuello, papá pega un grito de mil demonios y dice: “Canario, Doro, no me aprietes la garganta, mira que me estás haciendo tragar la manzana.”
ROSITA. — Lo cual nada tendría de particular, porque desde Adán hasta nosotras, todas las mujeres no han hecho otra cosa en la vida
que hacerle tragar la manzana a los hombres. ¿Verdad, señora superiora? (Rosita termina la frase dirigiéndose a Pepita.)
CLARITA. — Excuso decirles que papá renegó de los cuellos postizos, y sobre todo, cuando papá supo que los cuellos postizos los había inventado una mujer de Troy, lanzó rayos y centellas en contra de las mujeres por meterse en las cosas de los hombres.
PEPITA. ¿Y todo eso, Clarita, has logrado que hiciera tío Cati?
CLARITA. — Todo, todo eso. Lo he vuelto un “collegian.”
ROSITA. Un verdadero “dandy.”
PEPITA. — ¡Qué poco respetuosa tú eres, Clarita, con tío don Cati!
CLARITA. Muchacha, ni te preocupes. Ahora vamos a ver, ¿me dejas darle una sorpresa a los viejos míos?
ROSITA. Hombre, sí, Pepita.
PEPITA. — Creo que no, Clarita.
CLARITA. ¿Por qué?
ROSITA. — ¿Por qué no, Pepita? Anda, sé complaciente. No tardaremos diez minutos.
PEPITA. — Yo no soy como ustedes.
CLARITA. — ¿Y eso qué importa?
ROSITA. — Pero si casualmente eso es lo que deseamos hacer: volverte como somos nosotras.
PEPITA. — Bien, si tía Doro lo ha hecho y tío don Cati también, creo que yo no haré nada malo complaciéndolas.
CLARITA. — Ahora empiezas a hablar como muchacha de esta época. Convéncete, Pepita, que no es lo mismo educarse aquí que haberse educado en Nueva York… Nueva York… ¿qué te parece, Rosita? Nueva York, con solo pensar en Nueva York, se me hace la boca agua. Nueva York… El sueño de mi vida… Aquellas tiendas, clubs, salones, cabarets, automóviles, paseos, casinos, teatros, bailes, jazz-band, cócteles, comidas, “parties”, cenas… los “follies”…
ROSITA. Sí, Nueva York, Pepita, es como una droga, como una droga que, aunque uno no quiere tomarla, hay algo dentro de uno que obliga a tomar la droga.
CLARITA. — Nueva York, Pepita, es como la morfina o el opio o la cocaína…
ROSITA. — Ya verás, Pepita, ¡qué contenta te vas a poner!
CLARITA. — Otra cosa que te voy a decir, Pepita: cuando bailes no pongas la cara tan distante de tu parejo, ni metas el codo. No hagas eso, aunque te lo haya aconsejado tía Belén.
ROSITA. — Tienes que acabar con todas esas boberías.
PEPITA. — Yo creí que se bailaba por bailar y nada más.
CLARITA. — Bailar hoy es muy distinto, muy distinto a la forma en que nuestras madres bailaban.
PEPITA. — Pero, ¿es que para yo bailar me tengo que acostar encima del hombre?
CLARITA. No tanto. Debes recostar tu cara sobre la de tu parejo y tumba ese codo, Pepita, tumba ese codo.
ROSITA. Eso sí que es verdad. Tienes que tumbar el codo.
ROSITA. — Nada, Pepita, vamos.
PEPITA. Veremos a ver qué sale de mí.
CLARITA. — Lo primero que te vamos a hacer es cortarte ese pelo.
PEPITA. — ¿Creen ustedes que no se reirán de mí?
ROSITA. ¿Pero se ríen de nosotras?
(Clarita y Rosita procederán a cortarle el pelo a Pepita.)
CLARITA. — Vente y siéntate aquí, que eso no dura un segundo. (Acabado de cortarle el pelo a Pepita, Clarita dirá:.)
CLARITA. — (Dirigiéndose a Rosita.) ¿Tienes, Rosita, en tu “vanity case” unas tenacitas?
PEPITA. — ¿Y para qué deseas esas tenacitas, Clarita?
CLARITA. — Para afilarte un poco las cejas.
PEPITA. — Ay, pero eso debe producir un intenso dolor.
CLARITA. — Algunas muchachas suelen afeitar parte de las cejas, pero eso no resulta, Pepita, porque al día siguiente se ve una sombrita alrededor de las cejas que daña la vista, es ofensivo al gusto y muy desagradable.
ROSITA. (Entregándole a Clarita las tenacitas.) Sí, Pepita, lo mejor es arrancar algunos pelitos con las tenacitas. Nunca te las afeites.
CLARITA. No te impacientes. Es cuestión de un minuto. Te voy a arrancar solo unos pelitos para que se te quede una rayita casi imperceptible.
(Clarita empezará a arrancarle a Pepita algunos de los pelillos de las cejas, y Pepita deberá mostrar dolor. Rosita observará la operación.)
ROSITA. — (Dirigiéndose a Clarita.) Quítale esa cejita cortita que se ve muy fea y no forma una línea bonita.
(Al terminar la operación, Clarita y Rosita se pondrán a contemplar a Pepita.)
CLARITA. — Ahora, un lunarcito negro en la mejilla izquierda. Así… (le pone un lunarcito en la mejilla.)
ROSITA. — Lo que deberíamos hacer ahora es pintarte el pelo.
PEPITA. — (Asustada.) Ay, eso sí que no.
ROSITA. Es que tu pelo es tan negro y no tiene rizos.
CLARITA. — Se te verá muy feo cayendo sin rizos sobre la nuca. Vamos a pintarte el pelo.
PEPITA. — ¡Qué le vamos a hacer! Bueno, como ustedes quieran.
CLARITA. Vámonos, ya verás.
(Clarita trata de ayudar a Pepita para que se levante y Pepita, una vez de pie, dirá:.)
PEPITA. — Pero déjame ver en el espejo, Clarita. (Las tres muchachas se dirigen al espejo.)
PEPITA. — (Mirándose al espejo.) ¡Jesús, María y José! ¿Qué dirán mi madre y mi abuelita?
CLARITA. — No te van a decir nada. Anda, vente. (Clarita tomará a Pepita, mientras Rosita se quedará mirándose en el espejo.)
ROSITA. — Mírate en el espejo, Rosita… ¡qué mona eres, chiquilla!… ¡date un besito, capullito de rosa…!
(Rosita se dará un beso en el espejo y se unirá a Clarita y Pepita. Todas abandonan la escena. Al salir las muchachas, entra en escena don Cati acompañado por don Sancho.)
DON CATI. — ¿Con qué nada sacaste en Washington?
DON SANCHO. — Nada. Es preciso, don Cati, que me deje actuar libremente en este asunto.
DON CATI. Lo que desees, Sancho. Yo soy un hombre al agua. A veces me dan ganas de suicidarme… Si no fuera por mi mujer y mis hijos…
DON SANCHO. No es preciso llegar a tal extremo, don Cati. Todo se arreglará. Lo que Ud. necesita es una concepción más amplia de los negocios. La contratación requiere en estos días un espíritu más liberal y una administración más hábil y escrupulosa. Las teorías suyas, don Cati, esas que usted utilizaba en su tiendita, ese raquitismo visual, esas negociaciones míseras de que usted tanto alardeaba, corresponden a otra época, don Cati.
DON CATI. — Tú sabes bien, Sancho, que el lucro…
DON SANCHO. — El sentimiento predominante, don Cati, es que la ganancia material no es el único motivo determinante de los negocios.
DON CATI. — Yo entendía que la mayor satisfacción del comerciante consistía en la prueba de su astucia y en el sutil instinto para el negocio lucrativo.
DON SANCHO. Pero se ha convencido usted de lo contrario, ¿no es así?
DON CATI. El negocio es todavía un juego de azar.
DON SANCHO. — Tal vez, pero si usted no conoce el juego de azar, sus triquiñuelas, sus detalles, sus reglas y sus rudimentos fundamentales, difícilmente se expone usted a jugarlo, porque sabe que va a perder. Además, técnicamente hablando, el negocio ya no es un juego de azar, don Cati.
DON CATI. Bueno, bien conoces que yo me inicié en el comercio por la vía ordinaria del negocio, con poca o ninguna base, sin conocimientos en que apoyar mis esperanzas y, como me fue bien, pues seguí trabajando en esa forma. ¿Quién iba a suponer que el azúcar iba a bajar? Además, mi vida está supeditada al negocio.
DON SANCHO. — Ese fue su error, don Cati. El comerciante debe trabajar, afanarse en su negocio, pero de esto a que el negocio absorba toda la vida del comerciante, hay una gran diferencia.
DON CATI. — Entiendo que lo de uno debe administrarlo uno mismo.
DON SANCHO. — Cierto, pero hay que alimentar al espíritu de vez en cuando por aquello de que no solo de pan se alimenta el hombre.
DON CATI. — Bueno, Sancho, todas esas teorías serán muy importantes, pero no resuelven el problema.
DON SANCHO. De eso me ocuparé yo. Quiero hablarle de estas cosas para que en lo futuro no las eche al olvido. La vida, don Cati, no se reduce solamente a hacer dinero. Hagamos dinero, que sin dinero no se puede vivir, pero recordemos que tenemos espíritu, que no nos pertenecemos, que debemos educarnos en beneficio nuestro, de nuestros hijos y de la humanidad…
DON CATI. — Bueno, bueno, ¿pero qué vas tú a hacer?
DON SANCHO. — Solo un hombre nos puede salvar de la bancarrota. Y ese hombre, don Cati, ¿sabe usted quién es? ¡Pablito Beltrán…!
DON CATI. — Pablito… Pero, Pablito se negará…
DON SANCHO. — Pablito es un comerciante moderno, un hombre de conciencia, que lo aprecia a usted, don Cati, aunque usted no lo crea así.
DON CATI. — Es que yo me he portado muy mal con Pablito Beltrán.
DON SANCHO. — A pesar de su manera de ser con Pablito Beltrán, Pablito lo aprecia, don Cati.
DON CATI. — Conmigo no cuentes para ir a ver a Pablito.
DON SANCHO. Yo sé ya que usted no me acompañará a ver a Pablito, pero yo iré a verlo y hasta le aseguro que Pablito vendría a verle a usted.
DON CATI. — Tiene que ser pronto, porque los bancos casi han regalado nuestros azúcares y han sacrificado las acciones de la central “Don Cati”.
DON SANCHO. Veremos a ver lo que resulta de mi entrevista con Pablito. Adiós, don Cati.
DON CATI. — Hasta luego, Sancho.
(Don Sancho abandona la escena, quedándose en ella don Cati. Don Cati, al despedirse de don Sancho, se dirigirá a una de las entradas a las habitaciones interiores. En esos momentos, salen de la misma habitación Pepita, Clarita y Rosita. Pepita aparecerá modernizada, con el pelo oxigenado, y toda la cara exageradamente pintada. Vestirá un traje de mangas cortas y saya hasta más arriba de las rodillas.)
DON CATI. — (Tropezándose con Pepita, quien será la primera en salir. Debe mostrar un gran asombro.) ¿Qué es esto?
CLARITA. — (Sin notar a don Cati.) Ahora sí que eres una verdadera muchacha de esta época, Pepita.
ROSITA. (Saliendo también.) ¡Linda! ¡Está encantadora!
DON CATI. (Medio dudoso al notar el cambio operado en Pepita.) Pero, Clarita, pero Clarita, ¿qué le has hecho a Pepita?
CLARITA. Modernizarla, papá. Hacer una muchacha de ahora de una jibarita.
DON CATI. — Pero, Pepita…
PEPITA. — ¿Y qué quiere usted, tío don Cati, si Clarita y Rosita se empeñaron…?
DON CATI. — Y tú, las complaciste…
PEPITA. — ¡Qué remedio me quedaba…!
DON CATI. — Sorpresa la que van a recibir tu madre y tu abuelita cuando te vean, Pepita. Prepárate esas costillitas.
CLARITA. — No la intimides, papá.
ROSITA. — Adiós, don Cati, ¿esas tenemos? ¿Acaso usted es el mismo hombre de antes? Usted también, don Cati, se ha modernizado poniéndose zapatos rebajados, medias de seda, cuellos postizos y hasta “Union Suit”.
DON CATI. — Oye, oye, Rosita, ¿quién te ha metido en las interioridades mías?
(Clarita y Rosita se ríen y se preparan todas para salir.)
CLARITA. Hasta luego, papá, vamos a ver a Madeline Turner en el cine, subiendo montes, corriendo a caballo, manejando automóviles, jugando foot-ball, basket-ball y…
DON CATI. — Sabes, Clarita, que esa Magdalena me resulta un tanto marimacha.
CLARITA. — ¡Marimacha! Eso es lo que les duele a los hombres, porque la mujer moderna no los necesita para nada. Ella maneja su automóvil, nada, corre a caballo y hace todo lo que el hombre puede hacer. Para que lo sepas. Ahora, vete a Ohio, que yo soy de Missouri.
DON CATI. — (Preguntándole a Pepita.) ¿Entiendes, Pepita?
PEPITA. — Ni una jota, tío Cati. (Clarita y Rosita se echarán a reír.)
DON CATI. — ¡Hombre, Clarita! Ahora que tú hablas de OJAIO, dime, hija, ¿en qué parte del mapa de los Estados Unidos se encuentra ese OJAIO? Lo he buscado por todas partes y no lo he encontrado, y eso que me he fijado bien: O JA I O, ¿no es así?
CLARITA. — Papá, ese estado se escribe O H I O, Ohio, pero se pronuncia OJAIO.
DON CATI. Pues, francamente, Clarita, me suena más apropiado al oído, es más claro, más comprensivo.
CLARITA. Pues, adiós, papá. Good-by.
ROSITA. Adiós, don Cati.
PEPITA. — Adiós, tío don Cati.
DON CATI. — Gude bais, hijas, gude bais. (Las tres muchachas abandonan la escena.)
DON CATI. — (Llamando a la sirviente.) ¡Pancha, Pancha!
PANCHA. ¿Llamaba usted, don Cati?
DON CATI. — ¿Está doña Doro en la casa?
PANCHA. No, don Cati. Hace tiempo que salió.
DON CATI. — ¡Cómo ha cambiado esta doñita mía! ¡No se queda en la casa ni un minuto! ¡Ay, Doro, Dorito mío! (Dirigiéndose a la sirviente.) ¿Tienes el baño listo?
PANCHA. — Sí, señor, el baño ya está listo, pero debe darse un poco de prisa, don Cati, no sea que se vaya el agua.
DON CATI. — Tienes razón, Pancha, tienes razón. ¿Cuándo se resolverá esta cuestión del agua?
(Don Cati abandona la escena.)
(Por la puerta de entrada, aparecen don Sancho acompañado por Pablito Beltrán.)
DON SANCHO. (Preguntándole a la sirviente.) ¿Está don Cati aquí?
PANCHA. Sí, señor, don Cati está en la casa.
DON SANCHO. — Llámelo.
PANCHA. Señor, don Cati se ha ido a bañar como hoy es sábado…
DON SANCHO. — ¿Me quiere usted decir que don Cati solo se baña los sábados…?
PANCHA. — No, señor, no quise decir eso. Es que los sábados son los únicos días en que no cortan el agua del acueducto y don Cati se baña más tarde.
DON SANCHO. — Ah, vamos, es distinto. Sentémonos, entonces, Pablito.
(Pancha sale.)
PABLITO. — (Sentándose.) ¿Con que la situación de Cati…?
DON SANCHO. — Mal, muy mal: arruinado. Si en esta semana no arreglamos los negocios de la central, esta se irá a las manos de la sindicatura y usted bien sabe, Pablito, lo que tal cosa significa. El almacén se nos va detrás de la central.
PABLITO. ¿Pero, Cati, no pensaba en la baja del azúcar?
DON SANCHO. Don Cati siempre pensó que los azúcares subirían cada día más.
PABLITO. — ¡Qué desgracia! Yo, Sancho, en cuanto vi que el azúcar se vendía tan cara, a un precio exorbitante, jamás visto, vendí toda mi molienda.
DON SANCHO. — Así se lo aconsejé yo a don Cati, pero usted sabe cómo es don Cati.
PABLITO. — Bien, vamos, vamos a ver qué podemos hacer para salvarle. No lo merece, Sancho, no lo merece. Cati no merece que yo
me prive de un segundo de mi tranquilidad, pero no puedo olvidarme que su viejo y el mío…
DON SANCHO. — Yo sé, Pablito, que usted nos aprecia. El pobre don Cati no tiene amigos cuando está como ahora ¡vencido! Para don Cati, todos los comerciantes eran unos pillos y ninguno está dispuesto a ayudarle en estos instantes.
PABLITO. ¡Qué fatalidad, Sancho, qué fatalidad! ¿Y ha visto, Sancho, a lo que hemos llegado en este país?
DON SANCHO. Así es, Pablito, desgraciadamente.
PABLITO. — ¡Qué bancarrota! Todo en esta tierra es efectista, ¿lo has notado? La parte efectista sobrepuja a la mental y lo demuestra ese gesticular, ese gritar, ese charlar siempre en alta voz, esas riñas, esas batallas que sostenemos cuando hablamos. Nosotros, Sancho, no conversamos nunca. ¿No has notado alguna vez cualquier corrillo que se forma en un café o en una esquina? Cada palabra que decimos va unida a un gesto, a un movimiento de manos y de todo el cuerpo. Si por casualidad caminas con un amigo y entablas con él una conversación, tu amigo no puede seguir andando mientras conversa, porque si tiene algo importante que decirte, lo hace con tal énfasis que te tira la solapa del chaqué, detiene sus pasos y te hace detener los tuyos y, enfrentándose contigo, adopta una actitud que, desde lejos, parece que te va a manotear la cara. Además, no hablemos de otras cosas que de política, de hipódromo y de mujeres…
DON SANCHO. — (Riéndose.) En que con la baja del azúcar le han salido hasta canas en la barba, don Cati.
DON CATI. — Me fui a bañar y después de enjabonarme…
DON SANCHO. No se apure por eso, don Cati, que le tengo una agradable noticia.
DON CATI. Tú dirás, Sancho, tú dirás.
DON SANCHO. Que Pablito Beltrán reorganizará la central y ya me ha autorizado para que hable con nuestro abogado, de manera que preparemos la documentación necesaria…
DON CATI. — Eso lo sabía yo. Tenía que ser así… Pues no faltaba más… Lo que no me gusta es eso de llamar a nuestro abogado, a ese viejo verde de Aranguren. No, Sancho, llámate a…
(Doña Doro acompañada de Mrs. Rampolla, Mrs. Martino y Mrs. Smith entran en escena.)
DORO. ¿Qué tal, don Sancho? Pero… ¿Qué te ha pasado, Cati?
DON CATI. — (Nervioso.) Nada, Doro, nada… Perdónenme ustedes la facha, señoras… Me iré a vestir.
MRS. RAMPOLLA. Oh, no, don Cati. Así, vestido, está usted a la moda.
MRS. MARTINO. — Además, está usted en su casa, don Cati.
MRS. SMITH. Don Cati, está usted a lo “Collegian”.
DORO. ¿Te enfadarías si jugáramos una mesita de bridge, Cati?
DON CATI. — Doro, no deseo otra cosa que complacerte. Por ti sería poeta, músico, pintor, lo que quieras, Doro, lo que tú quieras… Pero… Pero… Me siento avergonzado ante ustedes, señoras… Me parezco a uno de esos bañistas del parque paseando su capa de baño por las calles de Santurce.
DON SANCHO. ¡Qué cosas tiene don Cati!
(Todas ríen.)
DON SANCHO. Hoy es día de jugar bridge, don Cati.
DON CATI. — Es verdad, Sancho. Hoy es día de triquitraques y de trompas y de buques… Vamos, adentro, Sancho, que me voy a vestir.
DON SANCHO. — Jueguen al bridge, señoras.
(Todas se sientan alrededor de la mesita de jugar. Don Sancho arreglará las sillas.)
DON CATI. — Sí, juguemos al bridge, señoras, que la vida, después de todo, es un continuo juego de bridge. Los jugadores, que somos nosotros, jugamos sobre la mesa del mundo con cartas que la suerte une, baraja y desune al azar y por un puente nuestra vida se escapa, sin saber a dónde va.
TELÓN