ROBERTO RAMOS-PEREA
Presentación del libro: La institución del Teatro Nacional en Puerto Rico, 1938-1958, escrito por el doctor Reinaldo Josué Santana Bruno.
Centro de Bellas Artes de Santurce, Puerto Rico 27 de octubre de 2022
Instituto Alejandro Tapia y Rivera
San Juan de Puerto Rico 2024
Presentación del libro
LA INSTITUCIÓN DEL TEATRO NACIONAL
EN PUERTO RICO, 1938-1958, escrito por Reinaldo Josué Santana Bruno.
por ROBERTO RAMOS-PEREA
Del Instituto Alejandro Tapia y Rivera 27 de octubre de 2024.
Me encomienda el amigo y colega Reinaldo Santana la presentación de la publicación de su tesis doctoral titulada La institución del Teatro Nacional en Puerto Rico de 1938 a 1958. Es un honor que, aunque mío, comparte y agradece el Instituto Alejandro Tapia y Rivera que presido y a nombre de quien hablaré hoy, pues porque este Instituto tiene como función primaria la defensa, discusión, análisis y producción de la dramaturgia puertorriqueña. Así que mi voz es la de este Instituto y viceversa.
Advierto de entrada que me unen lazos de amistad y admiración por el trabajo del colega, quien tiene a su haber una larga trayectoria de logros y triunfos en esta difícil trinchera que llamamos teatro puertorriqueño.
Tanto su faceta como actor, historiador del deporte e historiador de su pueblo, Vega Alta, así como las múltiples intervenciones que ha hecho en las diversas facetas de la creatividad artística, certifican su sólido compromiso y su entrega
incondicional a la causa de la puertorriqueñidad, indistintamente de las ideologías, compromisos políticos, sociales o espirituales que pueda ostentar. Distinto a mí, que por mi propia naturaleza dramática siempre busco lo nacional como motivo de lucha, defensa y entrega.
Establezco esto porque NO me dispongo simplemente a señalar los magníficos y extraordinarios atributos y aportaciones de su tesis doctoral, o llanamente describirlas —ahí está el libro para quien necesite esos detalles sino a utilizarla como una provocación a un cuestionamiento vital, a un cuestionamiento sustancial que en este momento nos resulta imperioso ante el auge inusitado que el teatro puertorriqueño ha tenido en los últimos diez años.
Advierto que fui director de tesis sobre temas teatrales en la Universidad de Ricardo Alegría -el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe- durante varios años y siempre establecí ante mis estudiantes que una tesis doctoral tiene dos finalidades: promover su confirmación o provocar su rechazo. No pretendo jamás poner en tela de juicio los criterios que tuvieron mis colegas encargados de su supervisión para aprobarla, pero tampoco puedo allanarme a una simple aprobación sin el debido cuestionamiento de esos criterios utilizados para concederle el grado doctoral que se ganó Santana en muy buena lid. Ahora su tesis es pública y estoy seguro de que mi amigo, ahora como todo un doctor en teatro, está preparado para la batalla.
El propósito de esta tesis es demostrar que a partir del año 1938 comienza la forja de una institucionalización de lo que se da a llamar el “Teatro Nacional” y mostrar aquellos
obstáculos, disensos y tropiezos de los forjadores de esa idea frente al gobierno dictatorial de Luis Muñoz Marín que rigió los destinos de Puerto Rico desde 1948 a 1965. Esto, en esencia, es el propósito de este trabajo, que concluye celebrando con entusiasmo celebración que compartimos la creación del Festival Puertorriqueño del Instituto de Cultura Puertorriqueña a manos de nuestro querido viejo, el Maestro Francisco Arriví y de alguna forma, la ratificación de un sentido nacional manifiesto a través, tanto de su producción como de su ideología, en eso que habremos de llamar y que todavía llamamos, teatro puertorriqueño. Pero esto tiene sus peros…
La tesis de Santana posee grandes atributos, extraordinarios muchos de ellos, y en vista de la poca investigación que se realiza sobre la historia de nuestro teatro en nuestras academias —entiéndase la Universidad de Puerto Rico, la Universidad del Sagrado Corazón y la Universidad Interamericana—, esta labor se reduce a instituciones sin fines de lucro como lo es hoy el Instituto Alejandro Tapia y Rivera y como lo fue en su momento el Ateneo Puertorriqueño. Santana hace una contribución medular a un período histórico carente de estudios especializados, señalando precisas fuentes de investigación, citando piezas significativas de fuentes primarias y estudiando con detenimiento algunos de los procesos históricos que sostienen su postulado. Su tesis resalta la figura de René Marqués, Leopoldo Santiago Lavandero, Francisco Arriví bastante menos de lo que merecía y don Emilio Belaval, entre otros muchos.
Advierto, además, que mi acercamiento a sus planteamientos es sociológico, no historiográfico, por lo que me interesan más las relaciones diacrónicas en la medida en que éstas se explican en procesos de evolución como causa y efecto.
Recordemos que la historiografía diacrónica ofrece profundidad al observar la evolución de un mismo fenómeno a través del tiempo.
Una vez celebrados los inmensos méritos de esta publicación, creo que es necesario puntualizar aquellas diferencias con las que me topo después de dos lecturas de este importante libro que Santana publicó no solo para ocupar un espacio privilegiado —que bien ganado lo tiene— dentro de la historiografía teatral puertorriqueña, sino para provocar discusiones profundas y, por qué no, algunas audaces sobre aquellas cosas que él haya pasado por alto, voluntaria o involuntariamente, en el estudio de este proceso.
Como primera provocación comienzo por decir que resiento el acercamiento sincrónico de Santana con respecto a los sucesos que analiza sobre la institucionalización del Teatro Nacional. La historiografía sincrónica proporciona profundidad comparativa de procesos diversos, en un mismo marco temporal.
Mis criterios me señalan que la única manera de entender el estado actual de nuestra evolución en términos de producción dramática es la de explorar las luchas entre intereses encontrados frente a las actitudes del poder que son repetibles, predecibles e invariables. Así que en muchos casos no es tan necesario ver cómo han cambiado las cosas, sino el ver cómo se han quedado igual y explorar las razones de ello.
Dada nuestra condición colonial, estos intereses encontrados se reducen a dos: en primer lugar, los intereses del poder de mantener el control y supervisión sobre todo lo que representa una manifestación de carácter popular, y, en segundo
lugar, las manifestaciones intelectuales privativas, personales e ideológicas de aquellos productores de cultura; en otras palabras, los que permiten… contra aquellos a quienes se les prohíbe.
Y esta oposición no ha cambiado ni una pulgada desde la aparición de nuestra posible primera obra dramática de 1806 hasta la convocatoria al Festival de Teatro Puertorriqueño del año pasado. Darle vueltas a todo el proceso de represión, censura y buscar sus causas o sus culpables, si bien es un proceso historiográfico de altísimo interés, siempre nos llevará a las mismas conclusiones: en una colonia es el poder quien determina lo que es la “cultura”, y la cultura que intenta serlo rebelándose contra esa determinación, es, más que cultura, subversión y debe ser marginada, y esa determinación del poder —orden fascista disfrazada de condescendencia que se dio en todo el proceso muñocista— se manifiesta de diferentes formas y la más reprochable de todas ellas es la compra de los artistas mediante el dinero que les urge para su subsistencia. Es decir, el Gobierno da trabajo a aquellos artistas que han sido perseguidos, que han sido señalados como opositores, como comunistas, socialistas, nacionalistas, guerrilleros —lo que usted quiera , y de esta manera, los calla.
Contra las normas de categorización, los formularios de aplicación, la solicitud de los subsidios y muchas otras relaciones obstaculizantes y primitivas del poder colonial que teóricos como Mignolo, Spivak, Said, y hasta Fanon y Memmi, describen tan poderosamente en sus manifiestos, se ha producido una cultura puertorriqueña profundamente contradictoria, no solo por su carácter colonial con aspiraciones metropolitanas, lo que es obvio en cualquier colonia-, sino en su expresión dramática, que es lo que nos interesa hoy. En esta diacronía de
eventos hay muchas manifestaciones de negociaciones o de compraventa de ideales versus manifestaciones radicales, atrevidas, que fueron censuradas, incluso atentando contra la vida de sus creadores. Pienso que sobre este punto es sobre lo que debemos apoyar una definición de lo nacional. Recordemos que cuando algo se prohíbe, es cuando más se manifiesta. La nación se define en y por sus luchas para prevalecer.
Y para no extenderme demasiado hay que comenzar por el capítulo del libro sobre el siglo XIX porque es sobre ese fundamento que Santana sostiene todo lo que habrá de decir, acertada o equivocadamente, sobre lo que es “nacional”, cuándo empezó y cuándo se manifiesta.
Santana utiliza a varios historiadores que lamentablemente no pudieron afirmar una definición de “Nación” en torno al teatro puertorriqueño. Los intelectuales de la década del 30, con sus limitaciones de autoestima, siempre soltó grandes lagrimones por la herencia hispánica para victimizarse por la agresiva disolución de nuestro país a los Estados Unidos. Aun teniendo más que clara una herencia de afirmación de la nacionalidad en la política con Betances, Baldorioty y Vizcarrondo, y en la cultura con Campeche, Gutiérrez, Tapia, Oller y Gautier, no se tomó, ni aún se toma en cuenta que esa nación que se reclamó en los años 30, YA ESTABA RECLAMADA y afirmada, incluso desde el frontispicio de la primera obra literaria de un escritor puertorriqueño publicada en Puerto Rico EN EL AÑO 1833, y que fue UNA OBRA DE TEATRO firmada por un dramaturgo joven nacido en San Juan, de nombre Celedonio Luis Nebot de Padilla y cuyo tema era precisamente la afirmación de lo nacional ante un invasor militar.
No podemos utilizar el desconocimiento o la vagancia investigativa— de una generación como la del 30, para justificar la carencia de identidad nacional en TODA la historia de la Nación. Es un error muy evidente que no debe cometerse a la hora de historiar.
El hecho de que Antonia Sáez, Emilio Pasarell, ni Arriví, ni Belaval, desconocieran los procesos de lucha por la afirmación de una cultura nacional del siglo XIX, no les autoriza a reclamarla o a exigir reconocimiento por haberla descubierto en su momento como algo nuevo. No mucho menos a reducirla a meros intentos de imitación del teatro español, como proclamaba Sáez desconsideradamente. Estos colegas descubrieron la rueda después de haberse construido los Expresos. Y los historiadores no debemos caer en ese craso error.
El mejor ejemplo de ello es la continua repetición de que fue con la Compañía Areyto que se constituyó la primera “Compañía de Teatro Nacional” en 1940 y que dos años antes, el Ateneo proclamó “el nacimiento del teatro puertorriqueño" con el Certamen de 1938. Lamento decir que no fue así y sé que
esto contradice un importante fundamento de la tesis de Santana .
se constituyó la primera compa-
españoles, que incluso llegaron a importar sus comedias y dramas fuera del país. A esta compañía se unieron después los actores de la familia Montilla y más tarde, algunos de estos miembros se unieron a los hijos del Gobernador Méndez Vigo para crear la Compañía Méndez Vigo en 1841, primera compañía subvencionada en su totalidad por el Gobierno.
Poco tiempo después, la creación por Tapia de La Filarmónica en 1846 y las luchas políticas para poder montar su obra Roberto D’Evreux, que terminaron en su censura, su duelo a pistolas, su exilio y la amenaza de su asesinato. Todos estos eventos deben considerarse esenciales de una Compañía Nacional de Teatro.
¿Que casi todas las obras montadas por estos grupos eran españolas o europeas? Sí. En ese momento sí. Pero ningún teórico ha determinado que para ser una “Compañía Nacional” ésta debe tener exclusividad con la dramaturgia puertorriqueña. Eso -como muy bien evidencia Santana- se solicitó en los proyectos de Ricardo Alegría y Arriví en los años 50, pero no se pudo lograr hasta la creación de la Productora Nacional de Teatro fundada por Xavier Cifre en 1985. El excelente trabajo de esta Compañía Nacional de Teatro durante casi 15 años fue castrado por los ataques de Victoria Espinosa como representante del Gobierno a través del ICPR y esta desconsiderada acción injustificada dejó sin empleo a más de 300 actores, técnicos, diseñadores y
empleomanía directa e indirecta. Veinticinco años después fue que pudo volverse a retomar, de forma privada, la creación de la Compañía Nacional de Teatro del Instituto Alejandro Tapia y Rivera.
Entonces, di entramos en una discusión de a qué llamamos “nacional”, tenemos que usar la sociología para ello. Tenemos que acudir a Jean Duvignaud en su monumental libro Sociología del Teatro, quien establece claramente que lo que determina lo que es Nacional, son los mecanismos de producción, a quién va dirigida la puesta en escena y la ideología que propone. NO estamos hablando de un teatro nacional folklórico que redujeron “lo nacional” a obras sobre la vida del jíbaro en la década del 30 y 40. En nuestro teatro el jíbaro está hablando de lo nacional desde la década del 1870, y el negro esclavizado, —que también es parte de eso que llamamos nacional—, desde 1854.
Así que, para no extenderme, asevero que colocar la definición de lo nacional sobre el conocido manifiesto de Emilio S. Belaval de 1938 que comienza diciendo "algún día tendremos un teatro puertorriqueño”, me parece que no es preciso.
Ese “algún día” siempre lo tuvimos, solo que Belaval no estaba enterado. Belaval, en cambio, parte de un sistema que busca un acomodo pasivo ante el continuo ataque y escaramuza entre un nacionalismo que no profesa y un occidentalismo que apoya.
Sin embargo, la contribución de Belaval es monumental en el espacio de una solicitud directa al Gobierno para crear los organismos necesarios para la difusión de un Teatro Nacional,
y en ese sentido, merece un estudio detallado que muy bien Santana incita.
Así las cosas, doy por excelentes los capítulos de la formación de lo nacional en lo que al Teatro Universitario y la figura de Leopoldo Santiago Lavandero se refiere y los intentos de Nilda González y Francisco Arriví de crear una conciencia de ello con el estreno de Bolero y Plena en 1956.
Para ir terminando, entremos en la médula de su tesis, que es lo que Santana debió titular como “la negociación” de lo nacional.
En este punto su aportación es fundamental, su documentación sorprende —que, aunque la conocíamos, su exposición y su análisis son excelentes y reveladores. Y por cierto muy provocadores.
El caso de René Marqués es particularmente interesante porque en él se manifiesta una contradictoria negociación que Santana sugiere sin entrar en detalles por los límites de extensión que se ha impuesto.
Marqués, en sus primeros trabajos, está dispuesto a negociar, a venderse, a claudicar a sus naturales instintos nacionalistas, que ya había manifestado en muchísimos de sus
escritos y entrevistas (y los que él mismo puso en duda luego en su ensayo El Puertorriqueño dócil). René había expresado su pasión por las prédicas de don Pedro, y de momento, lo vemos en una carta -que cita el mismo Santana- diciendo que él se compromete a seguir las directrices de Muñoz Marín si se le proporcionan los recursos para poder ir a estudiar a España.
Esta negociación, si bien puede ser reprochable, también podría ser considerada como una estrategia donde se utilizan las mismas armas del poder para atacar al poder. Sin embargo, en el caso de René Marqués, sus negociaciones demuestran su proclividad al acomodo de su beneficio personal y por ende a no quedar mal parado ante Muñoz.
Pero en su suma contradictoria, la “amistad” y los señalamientos de Marqués hacia el dictador Muñoz Marín, van a tronar ante la censura directa de éste ante la proposición de montaje de la obra La muerte no entrará en palacio en el Primer Festival de Teatro del ICPR, porque como todos sabemos y quien no lo sepa, lo sabe ahora , dicha obra que coloca la figura de Muñoz como una figura dictatorial y abusiva frente a la figura redentora del Maestro Pedro Albizu Campos, fue llevada ante el dictador ANTES de ser sometida a discusión de la Comisión de Artes Teatrales de 1959. No está de más decir que Muñoz Marín vomitó de rabia al leer el personaje que lo representaba como un perfecto imbécil.
Recordamos perfectamente los nombres de las personas que estaban en esa comisión asesora; sabemos quién llevó el libreto al escritorio del dictador y sabemos quiénes le dijeron al propio René Marqués que si seguía insistiendo en someter esa obra, no habría Festival de Teatro, y a Marqués no le quedó más remedio que someterse a la censura y presentar en su
lugar una obra muchísimo más burguesa, pasiva y acomodada a los intereses del “nacionalismo supervisado” que proponía el ICPR y que Marqués manifestó a lo largo de sus escritos, y esa obra fue Los soles truncos. Una obra llena de problemas ideológicos y de asertos políticos bastante nebulosos como los que René Marqués manifestaba. El Maestro José Luis González me dijo en una ocasión que el ensayo de El Puertorriqueño dócil de Marqués manifestaba únicamente la docilidad del autor. Creo que tuvo razón.
Si esta historia que sabemos y que Santana apunta sin grandes detalles, se utiliza para apoyar su tesis de lucha por la definición del teatro nacional, tendemos que concluir que esa definición no es la que Arriví vociferaba en sus manifiestos de defensa del Festival de Teatro Puertorriqueño. Muñoz Marín decidió lo que era “cultura nacional” para su dictadura desde un espacio prácticamente fascista. Y lamentablemente los artistas y dramaturgos tuvieron que aceptarla a cambio de un salario. No estamos en posición de cuestionar eso. Solo lo describimos y señalamos, sin ninguna aprehensión, que esa situación
SIGUE OCURRIENDO HOY.
Tampoco pretendemos exigir que René haya sido un propagandista del nacionalismo albizuista, porque de eso no se trata el teatro; sin embargo, sí se le exige a René Marqués una consistencia que él no supo dar a través de su obra. Aunque su obra tiene inmensos méritos, sus temáticas son siempre profundamente derrotistas, evidentemente burguesas, producto de una crianza católica férrea y de una vida acomodada que disfrutó desde su infancia. De eso no se puede culpar a nadie, pero sí podemos oponerlo a la obra de Francisco Arriví y a la obra de Méndez Ballester, quienes, aún siendo partidarios y dramaturgos muñocistas, elaboraron a través de su trabajo
unas propuestas claras y contundentes sobre lo que significaban los dos aspectos más importantes de la vida cultural puertorriqueña develadas a través de la dramaturgia: la opresión del capital americano en la industria sacarosa en el caso de Méndez Ballester y, en el caso de Arriví, la opresión causada por los prejuicios raciales y cómo esos prejuicios constituían la base sobre la cual se decidía el progreso económico de la nación.
Esta negociación continua entre el verdadero nacionalismo y la propaganda también es una lucha interna que vive “lo nacional”, y lo que es el acomodo a las definiciones del nacionalismo cultural que estaba ofreciendo el Gobierno de Muñoz Marín. Esto resulta revelador y, de alguna manera, hubiese dado a la tesis de Santana un ángulo más audaz que la descripción sucinta de los intereses de institucionalización cultural. Entendemos sus limitaciones en este punto.
Sépase esto. Tras sus manifestaciones sobre la Masacre de Ponce de 1937, Muñoz Marín vende sus lealtades socialistas y nacionales a los intereses capitalistas del Presidente Roosevelt, y comienza la utilización de dramaturgos puertorriqueños para adelantar los idearios de su Partido Popular Democrático en sus campañas de 1938, 1944, 1948, 1952 y 1956. Las obras de Eusebio Prats, Raúl Gándara, las de Gustavo Jiménez Sicardo, y las obras iniciales de Luis Rechani Agrait, Arturo Cadilla, Julio Machuca y Gonzalo Arocho del Toro y muchos otros, fueron obras llenas de contradicciones entre el socialismo puro y liberal y el populismo muñocista; y abrieron camino a grandes cuestionamientos sobre lo que debía ser “nacional” en oposición a la violencia desatada por el gobierno de los Estados Unidos contra el Partido Nacionalista y el Maestro
Albizu Campos que encuentra su más agresivo momento en la Revolución Nacionalista del 30 de octubre de1950.
Hay registradas cerca de 200 obras teatrales puertorriqueñas publicadas y estrenadas entre 1938 y 1958, diez estrenos puertorriqueños por año, y muchas de ellas combaten fieramente la operación Manos a la Obra y la Operación Serenidad, pero son desconocidas y seguirán siendo desconocidas si solo nos apegamos al canon de Marqués, de Méndez Ballester, de Arriví y los demás conocidos.
Pero entre todas ellas, conocidas y desconocidas, hay dos dramaturgos opuestos a políticas de institucionalización cultural o de supervisión cultural de las cuales ambos estaban muy conscientes, y aun siendo partícipes de ellas, dentro de ellas las denunciaron aún a costa de sus prestigios y sus salarios. Y eso lo veremos más que claramente en las luchas de Arriví, a quien con justicia llamamos el Padre del
Teatro Puertorriqueño contemporáneo. Este lugar donde nos encontramos -el Centro de Bellas Artes de Santurce, Puerto Ricose logró por una confrontación a sangre y fuego contra las dictaduras de Muñoz y de Luis Ferré. Este edificio en el que estamos no debería llevar el nombre de quien fue un obstáculo en la manifestación de lo nacional a través de la cultura. Dicen que Ferré habrá sido un buen pianista, pero le importaba un carajo
el teatro puertorriqueño. Y el hecho de que este Centro de Bellas Artes creado para las artes escénicas, lleve su nombre es uno de los grandes contrasentidos coloniales que nuestra comunidad teatral deberá corregir prontamente.
La tesis de Santana, sin proponérselo, sugiere el verdadero conflicto dramático manifiesto entre lo que es esa nación pura, indisoluble, incomparable, no negociable, manifiesta en la dramaturgia de Arriví y la de Méndez Ballester versus la nación negociable en el teatro afrancesado de Belaval o el teatro “independentista” aburguesado de René Marqués y por ahí podemos seguir elucubrando sobre el primer teatro de Myrna Casas, el de Luis Rafael Sánchez, el teatro atrevido de Gerard Paul Marín y el de todos los demás dramaturgos de los inicios de los festivales de teatro puertorriqueño. Todos ellos confrontaron esa institucionalización de un supervisado nacionalismo que, como falso y acomodaticio, utilizó el gobierno creando programas de difusión cultural como la DIVEDCO, hasta la creación por el Maestro Alegría del Instituto de Cultura Puertorriqueña.
¿Que esta “negociación” produjo frutos encomiables? Sí. Ya hemos dicho y Santana lo sugiere, que la dictadura de Muñoz Marín dejó abiertos algunos espacios de piedad donde se manifestara la creatividad nacional y se entreviera alguna que otra denuncia aguada de los males coloniales. Pero aún estos espacios los controlaba, los censuraba; si bien toleró algunos pataleos nacionalistas que no le hacían gran daño, no descansó su agresiva vigilia y se revolcó plácidamente en el fango de sus leyes de mordaza. El Instituto de Cultura Puertorriqueña es la presencia continua, la presencia del chantaje ideológico, la institución victimizada por la izquierda, la que rechaza el nacionalismo porque no es “democrático”, la que pone condiciones para que los artistas puedan disfrutar de subsidios. Y repito,
esto CONTINUA. Durante casi 40 años la Oficina de Teatro del ICPR ha padecido la dictadura de los vocingleros culturales del Partido Nuevo Progresista y del Partido Popular, que desde sus juntas asesoras han declarado abiertamente que no fomentarán “dramaturgos socialistas ni comunistas”. De esto da fe la propia censura sufrida por mi y las declaraciones directas de sus directores, quienes sin ninguna gota de vergüenza me lo manifestaron en mi cara.
Estas atrocidades varían con cada gobernador que nos ha tocado soportar. Hay censura, a veces no se nota, pero la hay, pero es la misma inconsistencia de hace 200 años. La pregunta es: ¿podemos depositar nuestra esperanza en la manifestación de lo nacional sobre esas contradicciones? ¿Sobre esos olvidos? ¿Acordarnos de lo nacional solo cuando no hay censores a la vista? O, por otro lado, acomodar lo nacional, el TEATRO NACIONAL, a lo que el poder determina como tal? ¿Son los subsidios de producción el pago por callarnos esa urgente manifestación?
Todas estas preguntas las provoca la tesis que acaba de publicar el colega Santana en su faceta de historiador del teatro puertorriqueño. Es una pena que solo sea una tesis con todas las limitaciones que a ellas se les impone. Porque lo que promete y lo que incita es ciertamente monumental y urgente ante la discusión de lo que somos como creadores del teatro al día de hoy.
Ya me ocupo yo de ampliar estas declaraciones en un futuro trabajo del que ando más o menos a la mitad, titulado Historia social del teatro puertorriqueño y cuyos primeros capítulos ya han sido publicados.
celente libro, que forma ya parte de la historiografía autorizada de nuestro teatro.