Chemical Underwear

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ChemicalUnderwear


Chemical Underwear es el proyecto artístico en el que trabajé entre los años 1998 y 2008. Si bien el eje inicial giraba sobre la fotografía, algunos elementos literarios fueron ganando espacio a medida que el proyecto fue avanzando, por lo que el formato final terminó siendo una interacción heterogénea de imágenes, palabras y escenarios emocionales: por momentos las imágenes llevaron a las palabras, y por momentos las palabras y sensaciones llevaron a las imágenes. El material fotográfico recopila trabajos realizados tanto en película 35mm como en formato digital, y las técnicas de trabajo abarcan desde sesiones meticulosamente planificadas hasta situaciones improvisadas, collages y manipulaciones de imágenes. El concepto de trabajo que siempre se mantuvo, incluso priorizado por sobre del resultado estilístico, fue el de la búsqueda. En un principio, el formato del proyecto fue una página web; luego, con el tiempo -y las mutaciones tecnológicas-, el formato Edición Digital acabó siendo un soporte más amplio, transmitible y duradero. A lo largo de ese proceso de años, y especialmente en la conformación del espacio web, algunas colaboraciones fueron determinantes: Omar Miranda, Hernán Pons, Tofu Giandinoto y Axel Kacelnik hicieron que aquello funcionara. La página web presentaba el contenido de la obra con un texto introductorio que, quizás un poco crípticamente, resumía el eje común sobre el que se había ido tejiendo el trabajo. Ahora, años después, podría resumir ese eje conceptual de manera más sencilla diciendo que se trata de una búsqueda artística personal elaborada sobre el objetivo de trazar una línea conectora uniendo los elementos comunes en los que todos resonamos de alguna u otra forma: la desnudez, las emociones, los deseos, los miedos... la química misma de todo aquello que nos Hace.

Chemical Underwear es la desnudez, la química en común, el punto de intersección esencial en el que todos nos reconocemos llamativamente similares: la emoción, la pulsión, el deseo, los miedos, el instinto. La química constitutiva. Lo que decimos cuando no decimos. Lo que esperamos cuando esperamos. No siempre hay coherencia y no siempre hay un objetivo alcanzado. Es allí, justamente, donde reside su coherencia: en la impulsiva y continua búsqueda aparentemente desarticulada.

Ignacio Tomé


Desnudos: “Todos los cuerpos, el cuerpo” Los Unos [2002-2006] Moblatoria Descenso Mercurial Confieso Inconversa La fragmento En trama Desformas [Des]espera Dionaea Merodea Aproximante Hiperpausa Inmármol Sicaria Faraday Aguas Dice que

Los Otros [2006-2008] Projecta Encapsular Vórax Bacantes Intra Ninguna fuga Playroom Machina Ipsamenta Laberintha Medium coeli Monochordea Nunca llegó Lenta lente Verbo Pausa tuya Quiromantes Burundi Lo Demás

Subterráneas [1998] Sub T I Sub T II Sub T III

Cromatogramática [2005-2006] 2000 K 5000 K 20000 K Sintagmas [2007-2008] Sueños duros Sueños blandos Texturas Maquinarias Geometría variable Casi humanos De ciertos cielos Tus colores imposibles Tus lugares imposibles Limbo Mültiples [2008] Textos

Suite de bellos desencuentros [2003] Paisaje en cristales de plata [2002] Venecia incierta [2001] Verde cromo [2001] Un Kijote [2000] El juego de los mercurios [1998] En efecto [1998] Enmuseo [1998]


Desn


nudos Todos los cuerpos, el cuerpo



Los Unos [2002 - 2006]


Moblatoria


Era en los rincones más impensados que encontrábamos los antiguos secretos que preferíamos esconder.


Alguien pidi贸 al Cielo


Descenso

que deje de lanzarle flores al Infierno.


Cuando condensábamos un unísono conjunto solíamos descubrirnos sorprendidos y de otro color.

Mercurial



Señal de ajuste, la suave interferencia: son muchas las imágenes, muchas las ideas, muchas las posibles escenas que esperan una digna detonación.


Confieso


Vagaba errante por los claustros mascullando las fórmulas antiguas que algún día, decía, la convertirían en una magnífica deidad de piedra.


Inconversa


Un cuadro que hace a los cuadros que hacen a un cuadro que hace a un todo que hacen a una parte que hace a un fragmento que hace a una pieza-engranaje que sostiene heroica a la Ăşnica duda de Dios.

La fragmento



En trama

Aquellos eran otros tiempos.


Aquellos eran los mismos deseos.


Des

El lugar, el punto,el recoveco inexpugnable, la el acceso al feroz


formas

secuencia secreta,la clave, la suave pulsi贸n... calambre en blanco.


AsĂ­ respira cuando pide, cuando desea, cuando exige lo extremadamente necesario para condenar el rumbo hacia el desvĂ­o.


[Des]espera


“...las espinas de los bordes impiden el escape.�


Dionaea


Merodea


Desde ayer no dejo de pensar en hoy porque ma単ana me va a morder un enorme anteayer de futuros recuerdos nuevos. Soy a destiempo.



Aproximante

¿Y por qué no pensar que es la víctima la que reconoce al asesino y se acerca a él y no al revés?


Hiperpausa


Los fragmentos que dicen cosas, las partes que hablan del Todo, el orden del no-orden, la bĂşsqueda de lo no perdido. No soy yo, no: el porno te cita textual, la lluvia hace ecos de tu cama inquieta y movediza... y al final termino descubriĂŠndome a mĂ­ mismo en la plena irreverencia de desearte el mal.


Como si supi茅semos a la perfecci贸n c贸mo ser铆a amanecer de repente en un borrador de luz sin salidas.


Inmรกrmol


Sicaria


Despertaste asegurando que aquel era un buen día para salir a cazar. Entonces no comprendí del todo bien qué habías querido decir.


Faraday

Hablaba de destellos; hablaba de descomunales tormentas elĂŠctricas en lo mĂĄs profundo del techo marino.



...porque cuando el enredo es lĂ­quido, es la piel la que queda atrapada en su propia maraĂąa tergiversada.


Aguas


Dice que


Ni puntos ni comas, ni sujetos ni predicados, ni pasados ni presentes: una única e inequívoca afirmación unimembre custodiada por tu mudísimo código de texturas.



Los Otros [2006 - 2008]


Alcanzan los contornos, alcanzan los ensayos, alcanzan las pruebas, alcanzan los juegos y alcanzan las manos a ciegas carentes de la certeza de la impermeabilidad del tiempo. Te escuché decir que lo harías, te escuché decir que saltarías; te escuché tejiendo una historia suave de salivas mixtas.


Projecta


Encapsular


Su sueño eléctrico de entrar en la cápsula en la que los extremos más distantes son el equilibrio apoltronado en el mismísimo centro. Que me cuente cómo se siente el destello.


V贸rax El juego subterr谩neo. O lo que no se ve. O el laberinto desmesurado en el que las presas descubren que el perderse desemboca en una irrevocable voracidad por la piel. O la silenciosa conversi贸n de los muchos.



«...horas, días... semanas enteras pasaban sin que ninguno osara romper la atmósfera espesa con la que la intrincada casa inducía a soltar amarras de aquello a lo que otros reconocían como Real.»


Bacantes


驴Ad贸nde conducen tus ojos entrecerrados?


Intra

驴Ad贸nde llevan tus momentos de laxa nada?


Ninguna fuga Lo dicho, dicho estรก. Es por eso que ya sabemos que ninguna fuga nos garantizarรก la ilusiรณn del escape... y que ninguna tortuga nos garantizarรก la amistad del elefante.



Playroom


Que cuidara sus juguetes. Que los ordenara. Que no los Rompiera. Que los prestara. Que se portara bien. Pero no, no habĂ­a caso.


Machina Ex Deus


Machina


Ipsamenta


No se siente cuando muerden. Se siente cuando dejan de morder.


Detenidos y suspendidos en el tiempo impr los tronos digieren a las esclavas co


reciso que dictan los limbos subterrรกneos, on toda la pausa del saberse impunes.

Laberintha


Medium coeli


Nuestros mediodĂ­as. Nuestras asĂ­ntotas. Y pantalla solar.


Una sĂ­laba almacenada. Monocorde. Monocroma.


Monochordea


Nunca lleg贸


Cuando vimos que el último paracaídas descendía sano y salvo pero vacío, intuimos que ella había decidido extender indefinidamente su estadía en Ninguna Parte.


Lenta


lente

Daba igual: abriera o cerrara los ojos, la escena permanecĂ­a indemne. Como si los pĂĄrpados se hubiesen vuelto transparentes; como si la escena prescindiese de la vista para subsistir.



Verbo

«Someterás a tu prójimo como a ti mismo»


Pausa tuya


Quizás nunca lleguemos a saber quién desató esta tormenta. Quizás el tiempo sea todo lo impune que se nos advirtió.



Todo habla de Todo.

Quiromantes


Burundi


Lo que se prohíbe, será.


Lo


demรกs



Subterrรกneas [1998]


Se quedó dormida recostada sobre una mullida ilusión geométrica. Días después despertó convertida en una enorme ciudad.


SubT1


SubT2


Ellos, los de abajo, los de lo profundo, tambiĂŠn tienen un Cielo.


Llevan varias existencias completas esperando bajo tierra el momento apropiado para resurgir. Demasiado tiempo en sombras, demasiada espera como para seguir conservando los buenos modales.

SubT3




Cromatogramรกtica [2005 - 2006]



2000K

El estómago cálido de lo que jamás soñaste.


5000K


El olvido irreversible de lo que siempre so単aste.


20000K

El estómago helado de lo que quizás soñaste.




Sintagmas [2007 - 2008]



Sueños duros Aquello que no blandamente se deja espiar a través de la espalda de alguna línea recta.

Es la misma silueta que nos da órdenes inapelables sin que siquiera lo sepamos.


Sueños blandos

Era tan mullido lo que decía que su propia lengua cayó en una irreversible crisis de extrema hipercomodidad. No la pudieron regresar; no la pudieron salvar de sí misma.




Texturas

La nube. El aire amnésico. Su cara. La de ella. La de él. Lo que ya no es. Lo que quizás. Lo que tal vez. Lo que oscila más allá de los infinitos recipientes repletos de tanta nada adjetivada.


Maquinarias


C贸digo = Impulso


Cuando creĂ­mos haber llegado, habĂ­amos llegado, pero a pesar de la evidencia de lo obvio, siempre supusimos que en realidad estĂĄbamos equivocados.


GeometrĂ­a variable


Casi humanos


Las mascotas del tiempo poco a poco van aprendiendo a pedir perd贸n por todas aquellas atrocidades que nunca cometieron. As铆 se obtienen los dulces.


De ciertos


cielos

Llegaron. Aterrizaron sobre tu terraza un enorme pájaro inflable. Preguntan por el Gerente. Uno sonríe, otro mira fijo, otro no para de hablar, otro parece furioso y el quinto parece extrañar un cielo que no es el nuestro. ¿Los invito a pasar?



Tus colores imposibles

Se trataba de cambiar la conjugaci贸n, no las palabras. Vuelvo a cerrar los ojos. Hoy voy a intentar no pensar.


Tus lugares imposibles


Quizรกs no estemos donde suponemos estar. O quizรกs sos el blanco.



Limbo

[2008]


Todo esto ya ha ocurrido alguna vez.

[Y seguirรก ocurriendo]


M端ltiples




Textos



Este texto obtuvo en 2004 el Primer Premio en el VII Certamen literario organizado por el Ayuntamiento de Lepe (Huelva, España).

Suite de bellos desencuentros

Te bastó un instante para hacerme saber que era prescindible. Confusión más confusión es igual a vos, a mí, a nos. Sos la hermética coraza que vive, respira, que se mueve y avanza con los ojos cargados de un deseo codificado. Ignoro tu clave. Ignoro tu especie. Te miro, dudo, te observo, dudo, te lanzo un conjuro, sonreís, callás, y yo me enredo con los hilos de este gran teatro negro sin guión ni dirección. No era imaginable: soñarte era una posibilidad graciosamente lejana, la hipótesis menos posible por ser simplemente imposible, pero ahora despierto y sé secretamente que estuviste ahí, invadiendo sin permiso el guión nocturno en el que nunca creí encontrarte. Estás. Avanzás. Escenas y borradores dibujados con la tinta de lo irracional. Basta detenerse apenas para entender que somos un glosario de momentos imposibles ensayados con la complicidad que jamás pactamos. La enumeración puede ser tan breve o tan interminable como se desee: Uno: El deseo. Me es muy simple dejarme confundir, dejarme estar en la agitada observación de los juegos que accidentalmente jugamos (o al menos me dejo engañar por las difusas apariencias). Como cuando dicto las fronteras por las que deberías dejar tirada tu ropa agotada. Como cuando surgís imbatible con la tela pegada a tus formas y las marcas del deseo en la piel, escondidas, evidentes, tatuadas, perfectas: la delación más cercana al núcleo y centro del deseo. Como cuando tengo la certeza indefinida de que nada de esto es realmente posible pero aun así cada minuto es una sucesión de reflejos tuyos, reales o imaginarios; duda de lenguas, transpirás, respirás, la sal, un mar en cada comisura, la vastedad inexpugnable de tus impulsos sellados bajo llaves de silencios esquivos y diálogos elusivos. Precaución: calle sin salida. Dos: La derrota anticipada. Hoy me temo que sé que en realidad nunca estás donde parecés estar, que nunca te dejás vencer de verdad, que nunca cedés un mínimo descuido de piel sensible, que sólo simulás lo justo para construir el túnel por donde escapar hacia tus mundos paralelos. Las reglas se escriben sobre aguas movedizas, y es por eso que aun pudiendo leerlas prefiero ignorar las ecuaciones de nuestra física asimétrica. Las fugas se esconden tras sonrisas, siempre en equilibrio, siempre la fricción reducida al mínimo, siempre el roce evitado, siempre el beso que nunca será beso. Supongo que lo sabrás. Supongo que lo esquivás. Supongo (y no por propia voluntad) que sabré aprender a no mirarte más con estos ojos impiadosos a los que poco les importa más que un cuello desprotegido y la humedad rítmica de dos respiraciones goteando hasta el punto de un amanecer acabadamente coincidente. Tres: El descaro. Estoy perdidamente... perdidamente... perdido en vos. Seguramente ni lo imaginás (aunque sé que sí), probablemente nunca llegues a enterarte (si logro impedirte bucear demasiado hondo en mi mirada), la única certeza es mi silencio y mis ojos hablándote sin exigir respuesta alguna. Códigos. Contraseñas. Un mar de diccionarios no alcanzaría para dar orden comprensible a esta coreografía de encuentros, desencuentros, choques, huidas, complicidades y contraataques. Intento comprender. Intento hurgar entre las sonrisas y los hombros desnudos que hablan más allá de las palabras que elegimos para decirnos mucho de nada y todo de aquello que no nos animamos. Intento descifrar el código de esos silencios como distraídos, pero... pero... Sería bueno que supieras que... que... Cuatro: La luna aparece enorme sobre un techo y me dicta un silencio. Me sabés muy bien; simulás mejor. Sabrás hacer de esta desbordada confesión un paréntesis que cerrarás con nada más que nadas: silencios lunares. Lunares silenciosos. Desierto blanco. Una grieta gotea un instante futuro: imágenes proyectadas sobre una pantalla inconsciente mientras los músculos se contraen en una sucesión de espasmos reflejos alejándose de todo control. La grieta vuelve a cerrarse y quedamos nuevamente en presente. Pareciera como que nada te importa, y sin embargo pareciera como que somos una ficción fuera de control. De nada sirve dibujar con tiza los límites ficticios que ninguno precisa justo ahora, justo acá; de nada sirve entretejer murallas. Un labio mordido. La mancha en la hoja blanca. Por mi sangre, tu sangre, confieso un deseo inexplicable y voraz. [2003]


Paisaje Nº22 Paisaje en cristales de plata

Ella mira algo. Piensa. Observa. Está queda en un punto fijo, perdida. Quizás algo la sume en la concentración más dulce. O quizás está simplemente ausente, a la deriva en cuerpo y alma. Y así es: bella hasta en la ausencia. Sus dos mares transparentes de cielo y aguas verdes se pierden en una mirada tobogán que fuga hacia un punto de suavísima invisibilidad. Y ahí está, escapada y tan exacta, delicadamente invencible, lo felino agazapado detrás de la piel, la bestia sedienta disfrazada de inocencia. Parpadea una, dos, tres veces. Pareciera insinuar una sonrisa contenida. Pareciera que guarda y esconde calculadamente la explosión más brillante de todas, esa que enciende su piel completa en un fuego de risa irreverente, esa que libera con el desorden más armónico el caos de la emoción pura e inflamable. Los ojos riendo tan fuerte como toda ella. Puede que estalle ahora mismo para romper con la paz sensual del instante. Pero no, aún no. Ahora sólo mira fijamente hacia ese sitio inexacto que no se encontrará jamás en ninguna enciclopedia: aquél al que mira cuando se sabe observada. Y se sabe deslumbrante. Se conoce bella hasta el extremo. Despliega sin disimulo el filo dulce de esa mirada que golpea, encandila y escapa: ese haz arrollador de mirada y precipicio. Ella esfumada. Inabarcable. Mitad niña, mitad mujer. Mitad caos, mitad universo. Mitad cielo, mitad infierno. Puro impulso y alud. Pura trampa de deseos. Bastará intentar contenerla entre las manos para que, como agua y esencia jazmín, se filtre risueña entre los dedos del iluso cazador de ángeles. Ella no escapa. Ella fluye como sus besos: sin orden, sin destino, sin dirección. Ella es la complicidad secreta con el dueño de los instantes perfectos. Ella es un instante en el tiempo. Ella es un instante interminable y recurrente. Al laberinto deseado, ese cielo interior que apenas muestra, se accede únicamente a través de los ojos, los translúcidos imanes voraces. Perderse es apenas cuestión de un mínimo descuido con tímida sonrisa. Permanecer es la debilidad más atrapante. Ella mira ausente. Algún punto, algún recuerdo... algún beso pasado o futuro con nombre propio. [2002]


Venecia incierta (Paisaje Nº21: El paisaje que nos merecemos)

Uno de los amantes recortado en forma de silueta oscura contra la ventana que deja pasar el deslumbrante resplandor de un relámpago que súbitamente es trueno. Un sillón. La silueta apoyada contra el gran ventanal, separada del agua por el cristal que permite el paso a un nuevo parpadeo eléctrico; y otro trueno mezclado entre las infinitas gotas del techo rugiente. Un cuerpo contiene al otro, la penumbra contiene a los dos, la tormenta contiene a la penumbra, la tormenta está en los besos, la saliva... y el agua, el agua en todos lados. El momento inmoralmente inmortal clavado en la eternidad: ella en la ventana. Ella está en la lluvia, ella es una sombra que en las manos del amante se humedece viva, ella está en el rayo repetido, ella lo absorbe a él en un bocado de violencia deliciosa, él es la noche goteando y reptando entre los pliegues de ella, ella es cada gota, ella está en el agua que todo lo devora, ella es el estruendo que acaba con un hombre entre los brazos. Ella en un sillón, ella en la ventana; ella en esa noche es tormenta en forma humana. En el mayor de los silencios sólo queda respirar y dejarse respirar humedecidos. Ese es el lenguaje, esos son los tiempos que dicta una tempestad desde el otro lado del ventanal. Dos amantes en estado puro, el rugido y nada más. Y el agua... el agua en todos lados. Enceguecidos, raptados por la propia inercia de los cuerpos colapsados entre sí quizás no sepan que bajo la magna sábana de diluvio y temporal están escribiendo con tinta de aliento acelerado la historia que los arrastrará hacia... Pero puede sonar un teléfono inesperado, pueden quedar asustados en un rincón, los dos desnudos, temiendo un ojo delator que quiebre la delicada burbuja, pueden abrazarse en el silencio de una calma repentina en la tormenta; y pueden deleitarse mutuamente con la fuga de la luz, con el apagón que todo lo oscurece, una ciudad súbitamente sumida en la tiniebla más profunda. Una habitación con ventana que deja ver hacia afuera lo mismo que ocurre adentro: oscuridad, humedad, y la tormenta más bella de la Historia. Y el agua, la que cae, la que corre elástica y juguetea entre las grietas, ella, en todos lados. Hablar de tiempos sería irrealidad. Ella pudo deslumbrarse con los ojos de él desde el sillón mientras hablaban de nada sin palabras, él pudo mutar en ángel dormido mientras ella le escribía sus máximas dulzuras en una carta sin papel; él pudo haber guardado cada frase en un bolsillo invisible para leerlas bajo otra lluvia que vendría, ella pudo haberlo llamado príncipe y haberlo calzado sobre un caballo blanco sólo para maravillarse; ella pudo haberlo deseado más seguido de lo que él soñó, él pudo haber estado más pendiente de ese rostro de lo que ella descubrió; ella pudo haberle dicho un secreto al viento que el viento tal vez confesó, él pudo haberla vestido de nube mientras rezaba por lluvia, y ella haber muerto y renacido tantas veces como él la besó; ella pudo haber tenido magia en las retinas, él quizás pudo haberle ofrecido un vuelo en gorrión, ella tal vez aceptó, y pudieron haberse perdido en una playa infinita de amores, jurando no volver hasta contar las estrellas todas sobre ellos; él pudo haberla convertido en golondrina para confesar lo que nunca confesó, ella haber puesto en palabras del artista lo que él no comprendió, comida china, primera cita, un sueño y despertó frente a la boca más dulce del cielo bajo sábanas de mediodía; ella pudo haberle preguntado si tenía mucho de ella, él pudo sólo haberse desnudado; él pudo haberla ruborizado con confesiones de tormenta, y ella pudo haber rezado por más; él pudo haberse extasiado con ella desplegada sobre un escritorio color madera, ella pudo haber estallado en un abrazo de piel; ella, que bueno que siempre estás, él, que bueno que siempre estás: una imagen y su espejo son la misma subjetividad; ella pudo haber dicho a todos quién es él, él pudo haberse esmerado por marearla en un cuarto con sillón y soledad; él pudo haberle enumerado un diccionario de suspiros, ella pudo haberse deslumbrado, tanto como él... tanto como ella. Hablar de tiempos sería mentir: todo sucedió en forma de relámpago que ya es recuerdo, o todo sucede como el llanto del trueno en presente, o todo es un futuro que espera ser liberado desde la misma nube que guarda el próximo destello que iluminará al sillón y a los que sobre él se pierden. Y el agua, la que no cesa, la que trepa silenciosa... en todos lados. Una y otra vez se repite el ritual del rayo sobre la piel de ella, vulnerable, de espaldas. Una y otra vez él la besa desde el cuello, una y mil veces él entra y sale de una


nube interminable de noches y tormentas desatadas. Él no sabe, ella tampoco; ignoran que la tempestad que tejen entre dedos entre piernas entre manos entre labios entre brazos entre torsos entre besos de los dos ocurrirá por siempre y para siempre. La habitación reservada, el sillón, la ventana y las gotas replicadas ocurren en un tiempo fuera del tiempo, más allá de ellos, más allá de la perversión de los relojes y la Historia. Los dos están ahí desde siempre y para siempre, los dos se aman en un segundo inabarcable que sólo comprenden sin pensar. Y el agua, la que se desliza desde el cielo hermético, crece, se entromete, aísla a los amantes en su primer piso sobre el nivel de la tempestad acumulada. El agua inunda, el agua avanza. ¿Qué hacer? Ella habla de zambullirse. Él la observa minucioso. Y el agua... el agua en todos lados. Digno de un sueño, digno de la más excelsa irrealidad: el suelo ya no es más tierra sino un vasto océano precipitado; ella, en su lujoso traje de despojada naturalidad, juega a ser agua como el agua juega a ser ella. Y vanos serán los intentos por aplacar los deseos de perecer ahogado en alguna sinuosidad cómplice de la anatomía de ella: la perdición traducida en piernas que proyectan en muslos que proyectan en un pequeño laberinto venusino que proyecta en terso abdomen que deviene en las curvas dulces de la maternidad latente que a su vez proyectan hacia los hombros, puertas del gran valle de la espalda y su frontera apeteciblemente tierna, más allá, pero tan cerca. Ella es la gran ola que el mar nunca tuvo por más intentos que halla agotado. Ella juega inmersa en el fluido de la gran Venecia incierta con la dulzura que sólo él sabe comprender. El agua crece, pero no habrá que temer, es tan sólo el mundo de dos amantes que flota sobre un caprichoso mar de deseo embravecido. La tormenta persiste, y el agua... el agua en todos lados. [2001]


Verde cromo

Cuando me preguntan si ya antes había tratado de matarlo, no sé qué contestar. Podría creer que sí, que realmente lo intenté alguna vez. O podría jurar que no, que jamás emprendí semejante empresa. Lo mismo da de todas formas: llevar encarnado el deseo de eliminarlo en el presente despliega un manto de duda sobre el pasado. Lo haya intentado o no, ahora lo haría. Y cuando me preguntan, lo hacen con un aire como de que todo el asunto irradia una simplicidad maravillosa. Como si fuese tan sencillo querer eliminarlo. Suponen que con la mera idea arraigada en la voluntad, el resto es una sucesión obvia de pasos elementales desprovistos de complejidad. Tal vez así sea para muchos. Para mí no lo es. No importa cómo me llamo, tampoco importa quién soy. Lo relevante para el caso es lo que deseo, porque puede ser el silenciado deseo de otros, como yo o diferentes, lo mismo da. El cómo llegué hasta este punto es algo de cuestionable interés, ni siquiera sé si es elogiable o reprochable; estoy, para bien o para mal. Lo que verdaderamente debe importar es el acto, la acción, la voluntad inflamada que poseo de concretar efectivamente el paso crucial. ¿Por qué? Porque cuando la última línea de frontera se desgarra y pasa a sumarse a las interminables listas del pasado vejado, la puerta de escape se licúa en la nada para siempre. La opción resultante es obligada: sólo hay escape sobrepasando el límite de lo posible, forzando más allá de lo alguna vez imaginado: entrar en el incendio, fundirse y ser parte del fuego para entonces, y sólo entonces, someterlo. La transmutación de un instinto como escalera de emergencia. Cuestión de supervivencia. Entonces, hay que matarlo. Es crucial llegar a esa certeza para proseguir sin el lastre de la duda. Corte a: Estaba en la cama con la chica. A punto de. Ella desnuda, o casi como que algo así. Una chica de ocasión. Una chica de la vida y del momento indicado y yo, en esa cama y habitación en las que nunca me había posado antes. Boca arriba los pechos no eran tan tridimensionalmente voluptuosos como en situación erguida. ¿A alguien le importa? ¿A mí me importaba? Definitivamente, no. Menos que menos que mucho menos cuando nada más que unas lívidas sábanas desprolijas (y un poco sucias) jugueteaban una caricia sobre los dos promontorios de la maternidad. El resto, piel y luz verde para los hechos naturales de una situación tradicionalmente normal. Ella ya estaba entregada. Lo había estado desde más temprano pero el desgano retuvo mi proposición hasta que finalmente fuimos para donde ella más quiso. Buena idea. Así llegamos a la cama con chica desnuda y chico igualmente Adán a punto de tocar el concierto del instinto; lo suficientemente vulgar como para disfrutarlo, lo suficientemente inconsistente como para soñarlo y recordarlo en el futuro a solas. “Cuando quieras...”, ella no lo dijo, pero lo escuché clarísimo con los otros oídos, los que no se ven porque no existen. Estas cosas son así, empiezan sin que nadie dispare una bengala al cielo y uno simplemente se despierta súbitamente rodeado de carne y olores adecuados; el lugar indicado. Pero antes... Al lado de la cama de las sábanas que ya no estaban posadas sobre los formidables pechos había una mesita dedicada a dar sostén a una lánguida lámpara y a un teléfono. Me interesó el teléfono. Ella no comprendió la abrupta interrupción que improvisé, la pausa en el nudo de cuerpos, y creo que dijo algo al respecto. Pero la atención mía, que en ese instante era una sola, estaba puesta en la sucesión de números sobre el teclado del aparato. Ocho dígitos correctamente combinados y del otro lado puede aparecer una persona. —¿Hola? —dijo la voz de esos números antes de que un reflejo indeterminado me obligara a lanzar el receptor de regreso a su cuna plástica. La desnuda, maja al fin, preguntó llena de femenina curiosidad por el destino de la inoportuna llamada que no fue, pero un beso ahogó las últimas sílabas innecesarias. ¿Para qué hablar? ¿Para qué saber? ¿Para qué dialogar cuando semejante despliegue de piel inunda una cama? De besos a más que besos, de más que besos a aquello, de aquello a lo otro... y


entonces la inmersión más submarina entre algas, olas y algunos brazos enredados peleando entre cardúmenes de ganas y el teléfono... Sobre la mesita, iluminado casi con pena por la lámpara, el aparato perfectamente mudo se ofrecía mucho más regalado que la chica en la cama. Ella pareció no entender el porqué de mi repentino salto y del sentarme otra vez en el borde del colchón mirando con duda la mesita con teléfono. Dijo algo, como antes, que resbaló más allá de mi comprensión y las paredes del cuarto colador de ideas. Creo ni haberla escuchado. Y sí, yo ya estaba repitiendo la misma combinación numérica con mi dedo en el teclado. El teléfono era de un verde casi como de pino, cosa que no influye para nada en la naturaleza de las comunicaciones que por él pasan, pero al marcar la séptima y octava cifra me detuve un poco en el color del aparato. —¿Hola? —dijo la misma voz del otro lado. Mismo final. Entonces sí, a pesar de los refunfuñados reclamos de la desnudada y casi frustrada amante que se había sentido un tanto desairada con tanto protagonismo telefónico, volvimos a ser un poco nudo de carne y un poco fondo marino revuelto con superficie tormentosa. Volvimos a lo que más nos interesaba en ese momento. Y así transcurrió la noche entera, al lado del calladísimo teléfono verde pino. Corte a: El punto más complejo radica en la identificación. Podría asegurar que el noventa por ciento de la empresa se condensa en el correcto reconocimiento del objetivo. Y con esta observación de aficionado no pretendo otorgarle al sujeto gran crédito por su astucia o sus capacidades disuasivas. Si bien las tiene, no merecen elogio alguno. El problema más bien recae sobre el perseguidor, sobre el interesado en borrarlo del planeta (yo, tú, él, ella, nosotras, nosotros, vosotros, vosotras, ellas, ellos), porque es él quien no debe perder la objetividad absoluta y necesaria para no ser engañado. Es él (perseguidor por propia voluntad) quien debe vencer los mudos obstáculos internos a la hora de la persecución. No es otro más que él (perseguidor autodeclarado) quien buscará confundirse a sí mismo cuanto más cerca esté de la víctima. Es él (obsesivo perseguidor) quien buscará desesperadamente resucitar la culpa para que sea ella quien lo obligue a retroceder humillado. Es él, sólo y único, quien hará lo imposible por frustrar la propia y asesina iniciativa. El cazador, entonces, debe temer más a sí mismo que a la presa en fuga agazapada. Corte a: Lo pensé o lo soñé. Tal vez lo hice desde una confusión amnésica. No era ni fantasía ni prueba transgresora ni curiosidad ni travesura inconducente, tampoco excéntrica pavada: Otra noche, tiempo después, encaramado a las espaldas de la mujer. Otra noche demasiado cerca del influjo venenoso del teléfono verde pino. Lo agradable de esta vez era que, estando resguardado en el anonimato otorgado por la generosa espalda de ella, no necesitaba simular caras específicas de situación. O sea, podía pensar y perderme en cualquier laguna obsesiva sin peligro de ser descubierto apasionadamente ausente. Apenas si necesitaba cumplir con la coreografía básica del instinto para que no se le ocurriera algún cambio de postura que expusiera mis ojos y, en consecuencia, desnudara mi revoltosa conciencia disipada. En honor a la verdad, debería admitir la exageración: no se trataba de que no estuviese presente. Se trataba de que una fracción de mí se había dado a la fuga y no comunicaba intenciones de un pronto regreso, y no me parecía correcto dejar expuesta frente a la dedicada dama semejante ausencia indecorosa. De hecho, estaba, sí, es claro que estaba envuelto y era parte de ese arco de energías epidérmicas. Alguien que no era yo lo pensó desde la parte más trasera y más oscura del cuarto verde de mi mente. Alguien lo susurró por sobre los andantes jadeos entrecortados de los dos. Fue una sugerencia confusa. Tampoco me detuve a meditarlo; la idea reclamaba una acción y el acto se hubiera desvanecido si una demora hubiese dilatado la decisión. Como pude, rodeando al otro cuerpo con la estrategia adecuada como combinar la nointerrupción del apasionado momento con el no-ser-visto, estiré un brazo hasta llegar al mudísimo teléfono. El margen de meticulosidad que me beneficiaba era mínimo porque el tiempo que quedaba por delante era egoístamente escaso. Los ocho dígitos se sucedieron a los saltos, casi erráticos pero acertados, convirtiendo al resultante tono de llamada en un armónico eco del calambre que comenzaba a nacer desde la fracción ausente de esa alma mía. Tres tonos casi como espasmos y entonces —¿Hola? —la voz retrasó por un instante el cataclismo— ¿...hola? —volvió a buscar respuesta entre lo que parecían ser respiraciones más allá del cable y la magia telefónica. Fue la alineación perfecta de estrellas, las variables salvajemente combinadas, la configuración única para que el silencio subsiguiente fuese más sublime aún que el rugido del tiempo detenido en el estómago; un destello incandescente enhebrando con simultaneidad brutal la conciencia y el alma de tres cuerpos estallados. Un ínfimo blanco total. Para cuando ella giró la cara y el cuerpo hacia mí, el teléfono ya descansaba bajo la protección de la lámpara y un beso oportuno. Corte a:


¿Cómo saber, llegado el caso, que efectivamente murió? Lo ignoro. Aunque lo hubiese intentado alguna vez en el pasado, al día de hoy no lo he logrado; por lo tanto, jamás le he visto el fondo de la mirada. Tampoco me interesa esta sola respuesta pura y destilada. No. Todas las respuestas, como células de un gran esclarecimiento aglutinador, esperan por un dueño en el segundo siguiente a la concreción del acto. Sospecho que será un día cualquiera, cuando la ocasión se presente fría y sin aviso, que podré clavarle como nunca mis intenciones en sus ojos. Entonces, y sólo entonces, finalmente reconociéndolo sin dudas, nos enfrentaremos el uno con el otro en el último duelo de silencio. Hasta entonces, todo lo que resta es perseguir, de espaldas y en soledad, la sombra del más grande de los temores. Corte a: —¿Hola...?

(Y todo el tiempo, un fondo saturado de verde cromo) [2001]


Un Kijote

Sancho ensancha, mira la piedra y grita “¡Tieeeeeerraaaaaa!...”. Quijote, azorado, busca un bigote para cortar y gruñe un taranzo de tres por cuatro entre el suelo y un zanjón verdín. “¡Oh, declive que me has de voltear mareado sobre el sembradal soleado de Soldán! Dime si me mereces verde, dime si verde mereces el mí, dime, sólo dime y me di”. Y encapotado el cielo escupe arrogante la húmeda contención y los valores cargan el trozo de sol a cuestas tras la cuesta de Fermín, que empina la pendiente bajo el agua hiriente que supo caer del gris balcón encapotado. “¡Cierra la canilla, cabrón! ¡Corta el chorro de una santa vez!”. Y las aguas carcajan la carca ajada rebotada sobre el barro chaparrón. “Entonces, pues”, dijo el noble maratón, “jabones al viento y a bañar al cimarrón”. [2000]


Este texto obtuvo en 1998 una Mención en el Certamen internacional de poesía y cuento libre “Fin de Milenio” organizado por el Ateneo de las letras, y en 1999 una Mención en el certamen organizado por la Editorial Baobab (ambos en Buenos Aires, Argentina).

El juego de los mercurios

El techo es una gran pantalla que se cierne sobre él. En la diminuta cueva que se hace llamar departamento de un ambiente el calor ocupa mucho más espacio del que se le podría asignar. El decrépito ventiladorcito se desvive por repartir revoltijos de aire de un rincón a otro, un esfuerzo meritorio pero ciertamente insuficiente. Aun así, cuando la lamida de aire pasa y acaricia la transpiración, se forma un espejismo de frescura que dura lo que tarda la pequeña hélice en proseguir su recorrido de vaivén. No hay caso, hasta el colchón pareciera emanar aire húmedo y calor. La única alternativa sería desarrollar el indeterminado arte de la levitación y entonces, qué placer, navegar al capricho de las aspas del recalentado miniventilador, humilde émulo de Eolo. Pero el colchón y su radiación de tela espesa se esparcen en un gran abrazo de noche eterna. Federico boca arriba, el techo boca abajo, fuego espeso entre los dos, y noche, la noche estirándose como un hilo de baba seca. Y la vieja empieza a caminar. Otra vez, desde el más allá del techo boca abajo, en un espacio invisible, un golpe sordo, otro golpe sordo, paciente goteo en la oscuridad. La señora camina, la señora camina; alternando su peso en una pierna, en la otra pierna, pisando el techo de Federico. Si el calor no estuviera tan enardecido, seguramente el cielorraso no aparentaría estirarse hacia abajo con cada paso en el exacto punto en el que el pie de la caminante deposita su avejentada carga. Seguramente no habría margen para ese temor agazapado en Federico de encontrarse con una señora desgarrando un techo semiderretido y cayendo a su lado, sobre el colchón, sobre el piso, fuera del perímetro acolchonado o sobre el propio Federico temeroso; según los grados de suerte y puntería todo eso sería posible. La otra alternativa es dormir, la elección del escapista. Federico no reniega de ella por darse ínfulas de heroico mártir, todo lo contrario: ¡cuánto daría por simplemente poder desvanecerse y olvidar toda la situación! Obviamente, con eso no se reducirían los riesgos de caída antes enumerados, pero sí se suprimirían la mortificante pausa entre cada paso, la lentitud, el esperar, el tener suficiente tiempo para imaginar todos los desenlaces posibles antes de que llegue el próximo golpe sobre el techo y ¡pum! Reiniciar el proceso hasta el próximo siguiente. Demasiado calor. La baba noche se sigue estirando. La vieja sigue caminando. La distancia que pudo haber recorrido hasta el momento es mucho mayor que toda la habitación desenrollada en una sola línea. ¿A dónde va la vieja? Un atisbo de solución puede ser el recorrido en círculos. Tal vez sea por eso que la querida señora se pasa la noche entera caminando, y vaya a saber ella misma si llega a algún lugar o si simplemente cubre la distancia que separa a un día del otro; por cierto, distancia eternamente variable. ¿Otro atisbo de solución? No, basta, el techo oscurecido irradia demasiado calor como para conservar la calma de la razón. Seguir revolviendo en el cajón de las respuestas pareciera aguzar la percepción de la temperatura. Nada se resuelve, fuga de conclusiones. Federico clava sus ojos perpendiculares al piso; la vieja camina sobre el techo de Federico; el calor repta encaramado a la noche misma, a la noche de la vieja y Federico. A mayor cantidad de veces que intente descifrar los antídotos posibles para destrabar el rompecabezas insomne, mayor número de callejones sin salida saldrán de donde jamás los pudo haber. Las reglas de la noche celda se tejen y resguardan a sí mismas: la señora caminará y rotará sobre su propio eje la cantidad de veces imposibles para que un Federico encadenado a un colchón de sudor se desviva y desvele bajo el techo intentando destejer la trama oscura. Y si por algún azar incalculable Federico lograra acercarse infinitamente al cero de la solución, las reglas jugarían sobre sí mismas como bolitas de mercurio para formar caprichosas un nuevo orden, una nueva solución, otra vez tan lejana como antes. El juego de los mercurios, los pasos equidistantes, el techo rebotando, el aire en huelga de movimiento, una hornalla debajo y el fuego moderado cociéndolo todo. La sequedad de boca entra en escena al promediar la noche, casi siempre. Federico usa la sensación y la distracción que le produce la repentina sed para ausentarse momentáneamente. Al menos en pensamiento. Nunca toma agua. Eso sería simplificarle demasiado la huida a la tan deseada distracción, la nueva amiga que viene a hablarle de otras cosas que nada tienen que ver con


techos y con pasos. Pero ella es breve. Siempre se va antes de tiempo; ha de ser la única sed que emprende la partida sin haber logrado su misión. Es que los pasos son más. Ningún pensamiento, ningún olvido, ninguna sensación perdura más allá de la decena de pasos. El único que se mantiene, fósil y embalsamado, es Federico, equilibrista sobre su propio cable de noche y verano. Y recién en el borde de lo tolerable, el alba. Esa mancha de tizne luz que se va expandiendo como una humedad de pared en el cielo. Y la vieja se detiene. Federico ha llegado a pensar alguna vez que la vieja se aturde con el sonido de los engranajes del sol; la relojería diurna es demasiado estridente para algunos. Él mismo cree haber escuchado, sólo un par de veces, el rezongo de la maquinaria de luz, el murmullo metálico del día que arranca. Pero es tan breve el instante, tan escalofrío sexual, que pensar en pensar sobre ello es suficiente para que sea tarde. La vieja se detiene, el techo se alisa en silencio. De vez en cuando corre aire, pero no siempre. Entonces los sonidos del día despiertan su sinfonía. Y día a día, muy temprano, un rato después de los engranajes y de la vieja dejando al techo en paz, Marisol, la del tercero, sube a colgar la ropa. Federico lo sabe porque escucha los pasos en la escalera. Pasos que no molestan. Pasos que terminan apenas después de la puerta de Federico, en la puerta que se abre a la terraza. Porque ahí vive Federico, en un cuarto, en una terraza. [1998]


Este texto obtuvo en 1998 una Mención en el Certamen internacional de poesía y cuento libre “Fin de Milenio” organizado por el Ateneo de las letras (Buenos Aires, Argentina).

En efecto

El tipo entró en la guardia del sanatorio saltando como un enloquecido. Los ojos absolutamente desorbitados, un sudor frío chorreaba como espeso desde cada poro dilatado hasta el extremo, la mirada... Esa mirada extraviada en una nube de pánico sólo buscaba salidas, huecos por donde huir desesperadamente. Todo su cuerpo era pánico materializado; hasta se podría decir que... pero no importa, la cuestión es que el tipo se abalanzó sobre el primer médico que creyó ver. Intentó vanamente fijar sus ojos en los ojos del joven con guardapolvo que no atinaba a nada, como de costumbre. Lo tomó de los hombros y empezó a gritarle pidiendo ayuda. Un cuadro dantesco. No habrían pasado diez segundos cuando varios guardapolvos socorrieron a su compañero; lograron sentar (por la fuerza) al enajenado que no paraba de jadear y revolear los ojos carentes de coherencia. —¡¡¡Pulgas!!! —trastabilló un balbuceo en medio de un vómito de aire. Los médicos se miraron completamente absortos mientras se esforzaban por contener los temblores convulsivos del visitante ilustre. —¿Tiene pulgas? —preguntó uno, intentando blandir una sabiduría y contención psicológica ridículamente inexistentes. Por un instante logró fijar la vista en los ojos que lo escrutaban y sentenció desde su terror desbocado: —Ya vienen... muchas... muchas... por todas partes... están muy cerca... no vamos a poder... El balbuceo se llenó de lágrimas y se convirtió en llanto. Casi entregado, casi rendido ante su enemigo imaginario. Los hombres vestidos de ciencia esbozaron su satisfacción de gurúes absolutos: habían logrado coincidir en sus diagnósticos y todo volvería a la normalidad luego de algunas ayudas químicas por vía oral. Nada más fácil. Una paranoia esquizoide extrema. Algunas pastillas y todo de vuelta a la normalidad. El hombre estaba tendido sobre un sillón, patético, llorando, envuelto en su ceguera de pánico y transpiración. Extenuado, rendido. Aceptó las pastillas, bebió el agua. Nada más. Sólo lloraba. La guardia del sanatorio retomó su paz de mediodía. Un rato. Sólo unos minutos. Porque no había tormenta en los pronósticos. El sol debía seguir derritiendo asfalto y quebrando baldosas como todo sol de enero librado de nubes. No había tormenta a la vista; tampoco eclipse. Pero en determinado momento el sol dejó de llenar la ventana. Fue un oscurecimiento veloz, como una gran mano que en cámara lenta tapa el foco del cielo. ¿Una nube solitaria? Algunos se sorprendieron. Tal vez por eso algunos, y sólo algunos, decidieron acercarse hasta la ventana más próxima y dilucidar el breve misterio de mediodía. ¿Una nube? No. Era más grande. Una tormenta sorpresiva tal vez. Pero... ¿y eso? ¿Qué tipo de tormenta era ésta que se movía tan aprisa? ¿Y por qué tan erráticamente? Pero... ¿qué es lo que arrastra? ¿Polvo negro? Era como una gran muralla negra que ya había superado con su oscuridad al sol. Se movía. Una pared absolutamente gigante cayendo como una ola en la rompiente. Pero la espuma era negra, la espuma eran diminutas partículas negras que caían y volvían a subir en un salto repleto de ellas. Como una ola, como la espuma de una ola absoluta, tragando a cada edificio en su camino. Todo se volvía negro. Todo fue negro. ...fue lo que alcanzaron a ver los hombres con guardapolvo. [1998]


Enmuseo

Sentar a varios en una habitación, hacerles escuchar durante horas acerca de un determinado tema, hacerles llenar hojas y hojas con extractos de lo escuchado, hacerles fijar con moco pegajoso lo memorizado de esos extractos de eso escuchado, hacerles garabatear los mocos de los extractos de lo escuchado, hacerles creer que de esa forma están demostrando sapiencia, traducir esa pila de mocos a un número entre uno y diez y devolvérselos en la inmaculez de un tubo de ensayo con la idea de que esa es la estimación de cuánto moco procesaron de tanto extracto y de tanto escuchado: alguno creyó alguna vez que esa es la forma de formar seres pensantes. Moco de garabato. Punto. El gran bostezo en el que se convertía esa materia, esos días, a la misma hora, una y otra y otra vez por mes, dejaba un espacio demasiado grande como para ocuparlo por completo con borradores mentales hijos de la abulia, pero se hacía el intento: los compromisos a cumplir durante el resto del día, los planes para el siguiente, varios planes para algún fin de semana futuro e indeterminado, el cine del miércoles (y había que ver la cartelera en el diario), los recuerdos de alguna anécdota imprecisa, diversas estimaciones acerca de la visión del mundo según la raza canina (¿cómo sería ver la comida en blanco y negro?), el detallado inventario de los ángulos del aula, los interesantes asomos de la pintura original por debajo de alguna cicatriz descascarada de la modernizadora y embellecedora pintura actual, el certero cuestionamiento acerca del origen de la silla como adminículo sentable contemporáneo, un trazo de ardor en los ojos que seguro era de sueño (y por qué será que con lo monótono viene el sueño), alguna fantasía sexual que siempre se escapa, la cara de piedra de aquella, en la otra punta, que seguramente estaría escapando por algún túnel imaginario igual al mío, el reloj que mejor ni mirarlo, las películas que estarían en cartel (tema repetido, pero ahora con un acercamiento un poco más detallado y enumerador), la etiqueta despeluchada que siempre sobresale del cuello de la que se sienta adelante, el análisis hipnótico del color y naturaleza de la luz generada por los tubos de neón, los dibujitos anárquicos que suelen nacer en el margen de la hoja, las grietas del piso de madera que, al parecer, podían conducir a unas catacumbas olvidadas bajo los cimientos del edificio centenario, las incógnitas acerca del destino de aquél amigo emigrado a Europa, la deformidad de una imagen involuntaria, el murmullo ronroneante de esa voz que repartía conceptos sobre... ¿sobre? Por supuesto, la clase seguía, y pretender abordar semejante tren en plena marcha resultaba imposible; había que dejarlo seguir. Una mirada circular alrededor del aula, por la situación dentro de los otros cerebros que también simulaban estar sobre el tren que no estaban, arrojaba un resultado tan desolador como cómico: rostros transparentes en los que casi podía verse el cartelito colgando: Regreso enseguida. Todos tan iguales, todos tan “nada” que resultaba imposible imaginar las causas que llevaban a la que seguía hablando desde el frente a continuar con su ruido monocorde. Aunque una razón parecía querer aclarar las cosas: ¿Cómo ver y escuchar cuando las propias palabras se agolpan en las puertas de los propios sentidos hasta el punto de endulzar ese ego tan propio del que se escucha, feliz de escucharse, inundando de sí mismo un recinto casi propio? Punto para la razón. Y variante más, variante menos, los hechos no solían ser más que la repetición refleja del mencionado panorama. Pero desde el otro lado de la puerta vidriada que conectaba con el exterior liberador se asomó una señora, muy señora ella, con sus anteojos y unos ojitos interesados en encontrar algo del otro lado, de este lado, del nuestro. Primero, mirando al rebaño de educandos, transparentes ellos, todos, nosotros, y enseguida llevó su búsqueda al techo de la habitación. Muy interesada ella en el techo de la habitación. Algunos, los percatados de la observadora exterior, no hicimos otra cosa más que, siguiendo la recta guía desde los ojos aseñorados, apuntar nuestras cámaras hacia el techo, el mismo techo de siempre. En ese techo siempre había permanecido muda la misma pintura: una escena opaca, con angelitos tocadores de liras, doncellas virginales, nubes algodonosas y todo el circo reglamentario de las pinturas con angelitos y doncellas; una obra que, a fuerza de aportar su presencia recurrente día tras día, hizo de la expresión plástica un techo más. Ahora resultaba ser que una señora, desde el otro lado del vidrio, destinaba quince segundos de su vida a contemplar nuestro cielo,


cosa que no hacía ninguno de los de este lado desde el comienzo de clases. Y se fue. Algunos quedamos enredados en las hebras de la curiosidad pretendiendo encontrar alguna maravilla oculta sobre nuestras cabezas, pero la que proseguía con su clase requería de nuestras caras transparentes mirándola atentamente, así que la pintura volvió a ser techo por un rato. O el techo volvió a ser tan techo como siempre. Por un rato. No habrían pasado cinco minutos (aunque el cálculo de tiempos estimados en estas situaciones se hace casi utópico) cuando del otro lado del vidrio volvió a aparecer la señora de anteojitos, muy señora ella. La que explayaba su clase-monólogo, ni percatada, ni siquiera ante el hecho de que ahora la señora había regresado con dos acompañantes, las tres muy señoras ellas, mirando y comentando nuestra pintura-techo que ahora también empezaba a ser centro de nuestras atenciones. Era evidente que ahí había algo invisible a nuestros ojos, a la luz de nuestra sumatoria de ignorancias, algo que habría de ser digno de ser admirado, o al menos mirado, y que estaba en franco desperdicio. Las tres señoras se fueron. Y los que ahora hurgábamos el techo éramos más, ya dejando en el olvido a la responsable de los murmullos del conocimiento. Pero nada, no había nada que se destacara, nada que mereciera torcer cuellos por más de un minuto, a lo sumo dos. Los angelitos no se movían, las doncellas no parecían dispuestas a perder su virginidad, de las nubes no caería agua, y lo único que se podía sumar como apreciación novedosa era la evidencia de la ausencia de viento dentro del cuadro: las nubes seguían en el mismo lugar que antes y no parecían mostrar indicios de movimiento alguno. Qué novedad. La clase ya no era la misma que al comenzar. El techo no era más un techo, y nadie puede sacarle los ojos de encima a un techo que en el lapso de diez minutos pierde su condición de techo para convertirse en. ¿En? En nada que fuera de público conocimiento; eso era lo realmente perturbador de aquella situación. Los testigos lamentábamos no poder intercambiar opiniones, la clase seguía y, si bien nadie estaba sobre ese tren, tampoco era factible detenerlo. Pero no hubo tiempo para pensarlo demasiado. A los pocos minutos, la señora estaba de regreso, esta vez acompañada por un señor, muy señor él, muy trajeado él, los dos con los ojos en el techo y comentando lo que no escuchábamos. La tentación de cortarle el chorro a la que seguía hablando y hablando de este lado para salir y preguntarle a los del otro lado cuál era el motivo de tanta observación llegó a un límite dramático, pero antes de dudarlo dos veces, ya se habían ido otra vez. Gran pena. Las miradas entre compañeros y compañeras no sumaban más respuestas como preguntas desconcertadas. La clase, propiamente dicha, se había convertido en una mera anécdota y la responsable principal no estaba enterada. Tal vez si alguien hubiera tenido la gentileza de ponerla al tanto de lo que ocurría... La señora de anteojitos, muy señora ella, golpeó suavemente el vidrio y abrió la puerta. La habladora detuvo su tren. —Disculpe, profesora, le voy a pedir, si no es molestia, que le pida a sus alumnos que dejen libre el aula, llegó el primer contingente y tenemos que hacerlos pasar. No fue necesaria la aprobación de la profesora para que todos abandonáramos el aula en un tiempo tan exiguo como acelerado. Mientras salíamos del edificio, un grupo de unas veinte personas ingresaba, todos muy turistas ellos, reteniendo con los ojos cada detalle de lo que se les mostraba. No hubo tiempo de detenerse con preguntas porque cada cual prefirió huir de la académica monologuista, que a esa altura nos perseguía pretendiendo continuar lo que quedaba de clase en otra aula. Todo quedaría claro al día siguiente con un par de preguntas concretas a las personas correctas. Al día siguiente, temprano, bastó mi intento de ingreso al edificio para que el amable custodio de la puerta me aclarase los precios de visita, muy didáctico él. ¿Universidad? No, no, joven: eso era un museo, y el precio de la entrada era el que me acababa de mencionar (incluidos descuentos para estudiantes). Resultaron infructuosos mis intentos de querer hacer una universidad de lo que, evidentemente, era un museo. Durante los minutos que me quedé ahí, sentado en la puerta, digiriendo mi perplejidad, pude ver varios grupos de turistas entrando y saliendo, todos muy interesados ellos, todos muy turistas ellos. El museo, al parecer, tenía la concurrencia asegurada. Miré mi reloj, si me apuraba, llegaba a la primera función del cine; al museo podría volver cualquier otro día. [1998]


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