20151231 abel arcos 9550 pdf

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Abel Arcos 9550: Una posible interpretaci贸n del azul

Ediciones inCUBAdora

Colecci贸n Samsa


Abel Arcos 9550: Una posible interpretaci贸n del azul Premio Franz Kafka de Novelas de Gavetas 2014

Ediciones inCUBAdora

Colecci贸n Samsa


Abel Arcos 9550: Una posible interpretación del azul Premio Franz Kafka de Novelas de Gavetas 2014 © Primera Edición Papel: Ediciones FRA, Praga 2014 © Primera Edición Ebook: inCUBAdora Ediciones / Libri Prohibiti 2015 © Abel Arcos © Portada: Cortesía Museo Valentina Tereshkova © Foto del Autor: Libia Pérez, 2014 © inCUBAdora Ediciones 2015 ISBN: 978-80-87656-14-3


Indice Fin y principio  7 Stiopa  10 Diario de un roedor  11 Nota de interés  12 Descripción de un nido  14 De piernas abiertas al apagón  20 Figuras para contemplar acostados en verano   22 Micha  24 Los presos también tienen derecho a la medicina gratuita  27 El cañón   34 Carta al nuevo Jefe de Reeducación del Penal, Capitán Chapeta  37 Fin de semana  41 Visita familiar  46 Irina  48 OTI  50 Tanya  52 Una charla cálida y vivificante  54 Valentina Tereshkova conquista el espacio  56 Exhortación al vuelo  60 ATLAS  61 Feliz cumpleaños  63 Una cosita especial  66   Posible interpretación del azul  69 Pequeño satélite que lleva un sueño  73 El góming, instrucciones de uso  79 Estudio de un paisaje con playa  83 Bicicletas como caballos hermosos  87 La Sal después de una lluvia  94 Rubias para Kid   98 Caracol  107 Sputnik  109 La última afeitada   113


Respuestas de los niños de la URSS a las preguntas lanzadas por Serguei Mikjailov   122 Barlovento   125 Notas para una odontología del Hombre Nuevo  129 Inventario  132 Anas discors o el isótopo radioactivo  134 Necrología de un músico  137


Todos, casi todos, somos peque単os hechos. Elaboramos presente menudo y, en consecuencia, pasado aborrecible. Antonio Di Benedetto, Zama


Fin y principio

Una descripción acertada de La Víbora, podría comprender desde la Calzada de Palatino a la Avenida de Agua Dulce (Vía Blanca), que la separa de El Cerro al norte, continuando por la Avenida General Lacret, límite con Santo Suárez, a la Calzada de 10 de Octubre (antes Calzada de Jesús del Monte), por la Avenida San Miguel (Avenida Andrés) hasta Mayía Rodríguez y por la Avenida de Santa Catalina hasta la Calzada de Palatino. De acuerdo a este esquema, el área que abarca Villa Marista (terreno de beisbol incluido) es parte de La Víbora. Aunque hay quienes aseguran que en realidad pertenece a la barriada de El Sevillano, con el fin de evitar debates superfluos es preferible ceñirse a los trazados oficiales. Ya un poco hacia el Suroeste se encuentra el reparto Aldabó, nombre procedente de una fábrica de licores ya desaparecida y que aquí no tiene nada que ver. Su configuración, larga y estrecha, colinda con tantos municipios que parece que lo harán saltar del mapa de tanta presión. Su población estimada para 1992 era de 29000 habitantes, si bien después del 16 de enero pasó a ser de 28999, cifra de una exactitud chirriante y que merece ser redondeada en cualquier censo que se respete. El ausente responde al nombre de Severo, odontólogo de profesión, sesenta años de edad, caucásico, seis pies dos pulgadas de estatura, ojos claros (su esposa preferiría decir color cielo), hijos, nietos, cabeza de familia en definitiva. Entre La Víbora y Aldabó median aproximadamente seis kilómetros, el camino más rápido para llegar es tomando la calzada de Vento, como quién 7


se va al aeropuerto y después al cielo. Si se quiere un trayecto fluido y sin esperas incómodas, sin llamar la atención en fin, es aconsejable salir a altas horas de la noche. De madrugada por ejemplo, dicho viaje se puede cumplir, segundos más segundos menos y debido al mal estado de las calles, en diez minutos. Es dable asumir que se trata de un Lada, simples probabilidades: en ese tiempo uno de cada cuatro autos en La Habana es un Lada e incluso en la flota de la Seguridad del Estado puede decirse que uno de cada dos autos es un Lada en sus distintos modelos. Pongamos de paso que es blanco, o en su defecto verde y que es conducido por un jovencito muy serio, especie de adolescente precoz como suelen ser los choferes de la flota de Ladas blancos y verdes. A su lado el correspondiente oficial pensativo, jefe de la operación, y atrás van los musculosos con caras de brutos, los de verdad. Pero cuatro seres no bastan, un solo Lada sería insignificante, dos, tres, cinco Ladas ya enmudecen las casas a su paso. Por lo que, en efecto, prácticamente tenemos una caravana que atraviesa la noche, verdiblanca al ser alcanzada por alguna luz y muy negra en las callejones oscuros. Después de ellos apenas resta el amanecer, un nuevo día y el olvido, ellos entierran las noches como monstruos benditos. Naturalmente, siempre encuentran documentos, evidencias, papeles, alguna que otra paloma trazada a lápiz. Podría decirse que el maletero de los Ladas verdes y blancos fue diseñado para transportar el peso vano de hojas sueltas. A la mañana siguiente, recordemos que es enero, creo en un clima bastante frío, al menos las estadísticas meteorológicas de la isla así lo indican. Pero Severo, perdido en ecos de encierro como está, seguramente siente que se quema. 8


Es acusado formalmente de rebelión y por extensión es numerado, lo que se traduce en que a partir de ahora será un expediente, no más un individuo. Asignan al Teniente Andrés S. Chapeta como Instructor del caso. Chapeta, en el sentido estricto de la palabra, significa «marca encarnada en la mejilla». Sin embargo el instructor Andy (que así le debe llamar su mamá) es conocido bajo el mote de Stiopa.

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Stiopa

Tío Stiopa fue un poema antes de ser muñequito. Alguien escribió «mil cosas os contaré, de la guerra y los combates, de “Marat” mi acorazado y de cómo terminé herido, defendiendo Leningrado». Es la voz de Stiopa, un miliciano que alcanzaba fácilmente los doce pies de altura, que tanto en su versión escrita como en la animada inculca en los niñitos soviéticos y por extensión en los cubanos lindos valores cívicos. Stiopa va por las calles resolviendo diversos asuntos: rescatar el oso de peluche de una niña, liberar a un pajarito atrapado dentro de las luces del semáforo, arrestar a un ciudadano que explota globos con su cigarro en una juguetería. Muchas racionalidades no volvieron a ser las mismas después del Tío Stiopa. Los mismos muñequitos rusos no fueron igual después de que Stiopa desapareció de la televisión. En Cuba esto ocurrió a principios de los ochenta, de ahí que pueda sostenerse que después de Stiopa vino la Perestroika. Hoy Stiopa ha quedado reducido a un chiste generacional entre aquellos que fueron niños antes de la Perestroika, todo el que sea largo y flaco (los valores cívicos se han perdido con el tiempo) recibe el cariñoso sobrenombre de Stiopa.

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Diario de un roedor

Los días en Villa Marista son una sucesión fatal de domingos por la tarde. Los días en Villa Marista no se dividen en mañana, tarde y noche, sino, en luz encendida y luz apagada. Los días en Villa Marista son dormir desnudo con los brazos abiertos y no recibir ningún abrazo. Los días en Villa Marista huelen a muchas raticas diseccionadas puestas en fila india a lo largo de toda la Autopista Nacional. Los días en Villa Marista no son peor que un dolor de muelas porque los dolores definitivos se sienten cuando ya es demasiado tarde. Los días en Villa Marista impiden que corra el aire, pero no los gritos. Los días en Villa Marista son moscas inconmovibles que sólo se espantan en sueños. Los días en Villa Marista no serían nada si uno fuera una ratica.

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Nota de interés

Severo, a saber, el personaje principal, es mi tío, algo lejano pero tío al fin toda vez que es hermano de mi abuelo. Anoto que nunca lo traté personalmente, en mi familia nunca bastó llevar la misma sangre para conocernos. El asunto siempre estuvo filtrado por viejas picazones en las que podrían encontrarse, si las hubiera, mis mil razones para acercarme a él. Sin embargo prefiero omitir el apellido, no por Severo, ya que ninguna referencia lo afecta por encontrarse muerto hace años, sino por el bien del resto de la familia. Resulta más higiénico velarnos tras nombres artísticos o en algunos casos, y aquí entro yo, permanecer definitivamente innominados. La idea que tenía y que quisiera seguir teniendo de Villa Marista es la de una escuela especial para adultos, eso entendí cuando mi padre contaba que allí se iba a cantar. La idea que tuve del rostro del tío Seve cambió drásticamente cuando vi una fotografía suya durante su estancia en Villa Marista. Me han dicho que hay dibujos hablados que le hacen más justicia, no sé, yo me quedo con un retrato juvenil traspapelado en el librero de mi abuelo: sus ojos de un azul hondísimo miran a cámara plenos de claridades. La condena del tío Seve, de casi tres años, coincide con parte de mi infancia, él un convicto y yo un pionerito a principios de los noventa, su sombra achicándose contra los muros y la mía alargándose en la escuela. En la cárcel, dicen, los años se dilatan hasta formar una repetición viscosa de días que en lugar de acercarse a la hora definitiva, parecen alejarse. La 12


niñez, bien lo recuerdo, también está dominada por un ansia terca de algo que a falta de otro nombre llamaremos libertad. Y aunque esta asociación caprichosa no justifique mi obsesión, quiero creer que estuvimos próximos, empecé a creerlo cuando leí en su obituario que habíamos nacido el mismo día de mayo.

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Descripción de un nido

Hay quien sostiene que Severo mereció un trato más cálido por parte de las autoridades penitenciarias, una celda privada y la prensa diariamente como mínimo. Hay incluso quién se atrevió a pedirlo en voz alta y a continuación le hicieron admitir su error. Aislarlo, concluyeron, sería concederle un valor inmerecido. ¿Qué pedirían los cientos de reclusos aislados por toda la isla de enterarse que cualquiera tenía derecho a la soledad? Una celda colectiva es como una fosa común, sin flores a título personal, una mezcolanza de brazos y piernas, un racimo de ojos. En su vientre nada entra si no se aprieta, las literas recuerdan algún campamento infantil pero las paredes de una hechura rugosa advierten que se trata de una pesadilla. Un tragaluz a poco del techo por donde no se puede ver el cielo, pero sí se escuchan los pajaritos y la lluvia, y en ciertos amaneceres, si un recluso se monta a caballito sobre otro y mete la nariz, logra sentir un frescor de lo más parecido al rocío. Entre los dibujitos obscenos de las paredes, hay dos que llaman la atención de Severo: Una isla:

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Y una pinga:

Severo asume que la pared vacía alrededor de la isla (que por lo demás pudiera ser un delfín) es un mar y la que rodea la pinga (que es sólo pinga) es un cuerpo. Puede que él sea abuelo, pero su cuerpo tiene poco que envidiar a los que nadan para empezar el día, cualquiera puede sentirse si no feliz al menos satisfecho de ver su rostro al despertar. A su alrededor, posados en sus literas como crudos sucesos, yacen ahora las figuras amarillentas de su nueva familia. En su carácter ilusorio y eterno ese mar que los rodea es de una utilidad primaria: los reclusos se rascan la espalda restregándose contra su superficie. Cada cual con su aire de ahogado, olvidados del nombre que les dio su madre ¿Qué alegoría esconde hacer de una celda el mar, un cuerpo? ¿Habrán convocado un casting en todas las cárceles del país antes de elegirlos? ¿Acaso no es posible que hayan formado un comando de chivatones con el fin de sacarle información como se sacan dientes? Sus motes son resultado de una estudiosa observación, digamos que al que llaman Mojamé tiene pinta de gato mojado. A ese de ahí, que responde al atractivo sobrenombre de El Tigre, se le pueden contar las costillas a pares rayando su torso. La 15


Sandinista, se entiende que es un nombre artístico, lleva los cardenales de una golpiza nocturna como si le hubiera brotado una amapola en el rostro. Se pasea por los cuatro metros cuadrados de la celda deteniéndose en cada litera, allí le sonríe a quien sea y te dice «no se permiten hacer fotos con flash», y de un saltico ya está con el siguiente. Mojamé a veces la besa, el Tigre le gruñe y Severo siempre le saca una risita involuntaria. Cuando termina su ronda se echa a los pies de Furrumalla, que le acaricia la nuca desde su litera mientras pasea la vista por sus dominios. A Furrumalla le faltan todas las piezas frontales de su dentadura, pero sonríe a cada segundo mostrando orgulloso sus encías vacías. Severo tomó la siguiente nota mental: «no se confía en quién no necesita de sus dientes para sobrevivir». Hay otro que permanece en el silencio y del que Severo quizá deba cuidarse pues no se avergüenza de no tener nombre, lo que también es bastante peligroso. ¿Quién sería cuando dejara de ser Severo? ¿Podría, lucha cuerpo a cuerpo con Furrumalla mediante, ganarse el derecho a nombrarse a sí mismo? Desconcierta un poco que sepan tanto de él y no saber nada de ellos, tal parece que han repartido copias de su expediente justo antes de su llegada. Entonces todos conocen su profesión, presuntos delitos y sentencia, entonces no les interesa llamarlo «arrancamuelas» o «matasanos», sino los nombres que podrían sacarle y canjear por una rebaja de algunos añitos según la jerarquía de la información. Sin esforzarse mucho, a Severo le vienen a la mente uno que otro que sumados valdrían una cadena perpetua. No está aquí para hacer amigos, aquí hay que ser como hay que ser. El único punto ciego de la celda es el baño, por razones que se le escapan pero agradece se 16


respeta la tranquilidad de quien caga. Así que a riesgo de ser bautizado como «La Fontanera», Severo pasa largos ratos acuclillado en la letrina. Y aguarda, desde que se lo llevaron de casa su intestino se ha negado a evacuar. De joven en la facultad le enseñaron que a veces, cuando un órgano se encuentra mal, por solidaridad los que lo rodean comienzan a deteriorarse también. ¿Era su incapacidad de cagar la raíz o apenas un síntoma de algo más grave? Enumerando en voz alta todo aquello que limita con el intestino, tras un gran esfuerzo, pudo defecar un poquito. Por curiosidad médica inspeccionó sus heces y creyó que gritaba, pero nadie lo escuchó. Le hubiera gustado encontrar una noche estrellada y fresca al acostarse, un cielo bueno para reflexionar, no el techo que por algún truco visual se le venía encima a razón de tres palmos por minuto. Cerró los ojos y pongamos que quiso escuchar el mar, pongamos incluso que una ola rompió a sus pies en una orilla de su infancia. Un olor acaramelado devolvió su playa adonde pertenece allá a cincuenta años de distancia. La Sandinista de piernas cruzadas en el borde de la cama, idéntico a una madre que despierta a su niño acariciándole la cabeza, una sonrisa afable. Antes de que Severo pudiera reaccionar, La Sandinista lo inmovilizó y como si le contara un secreto, le dijo al oído que no se preocupara por la sangre en su mierda, que a él le sucedía a diario, pero si no quería ser nombrado «La Sanguinolenta», debía ayudarlo. Trepados en sus literas, muchos pares de ojos asistían a la escena como desde las ramas de un gran árbol. Severo asintió tímidamente y el codo hundido en su cuello lo dejó respirar. Entonces La Sandinista abrió la boca y Severo se asomó a su 17


interior, a grandes rasgos entrevió una carie del tamaño de una casa en el Primer Molar Superior Derecho, restos de comida atrapada entre el Segundo y Tercer Molar Superior Izquierdo, y lo más alarmante: una fístula sobre el Canino Superior Derecho. Para un mejor reconocimiento, Severo introdujo dos dedos y acarició la encía dañada, luego introdujo un tercer dedo y cayendo con todo el peso sobre La Sandinista, su puño cerrado entró hasta la base de la muñeca. Cuando vio que su paciente se atragantaba algo se relajó en él, La Sandinista se arrastró tosiendo y gimiendo a los pies de Furrumalla. ¿Podría explicar que había sido una confusión momentánea, que se trataba sólo de un deseo largamente reprimido y siempre latente en todo el que se las ve a diario con bocas abiertas? La sonrisa que le dedicó Furrumalla, una boca que recordaba una caverna, le dio la impresión de cierta forma de refugio. Furrumalla saltó de la cama y estiró sus músculos, vino hasta Severo y le puso una mano en el hombro que fue como una palabra persuasiva. Sin que nadie se lo pidiera, Severo se colocó solito frente a la pared, ok, lucía medio hipnotizado, pero nadie lo forzó. El recluso sin nombre se puso a cuatro patas y sirvió de escalón para Furrumalla, que trepó sobre los hombros de Severo y metió la cabeza en el tragaluz de modo que desde el punto de vista de los otros, expectantes, Severo sostenía en perfecto equilibrio a un hombre decapitado. Furrumalla le dio unos golpecitos cariñosos en la cabeza y gritó que podía ver la luna, hubo quien aplaudió. No había sido tan grave, de niño recibió castigos peores sin llorar, una vez su maestra le obligó a escribir cuarenta repeticiones en la pizarra de «debo 18


atender a clases» por mirar lo que parecía una gaviota cruzando por la ventana. De alguna manera él también había divisado la luna, ese fue su último pensamiento antes de acurrucarse listo para volver a aquella playa. La luz se apaga invariablemente a las 22:00 pm, para una descripción más fiel de la noche se necesita una cámara con flash.

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De piernas abiertas al apagón

Secretamente me fascina que los años tengan nombres, o quizá sólo disfruto escribir los encabezados de página: lugar, fecha completa, y a renglón seguido una larga consigna entre comillas que por razones geométricas le da cuerpo a la parte superior de la hoja en blanco. Hay quienes lo apuntan todo, sobre todo las niñas parecen querer atrapar en palabras hasta las pausas y las muecas de la maestra, y los estornudos, que escriben así: sniff sniff. Quisiera saber dibujar, pero mi talento se limita a trazar la O según las instrucciones de la maestra «una pelota con un lacito», a reescribir hasta la perfección los encabezados y ya por inercia, ya menos simétrico, a continuar con numeritos en el caso de las Matemáticas y más consignas cuando es Historia. Los que saben dibujar, niños dispersos que no necesitan comprender nada y se sientan en posiciones incorrectas, casi siempre terminan castigados a la tarde. Después de almuerzo uno puede verlos a través de las persianas, aburridos en eso que llaman «remedial», pero uno no les hace caso porque los observa desde el área de juegos, porque uno no sabe dibujar y por eso lo anota todo. Y aunque mis inclinaciones artísticas fueran nulas, puedo asegurar no sin cierto orgullo que era muy talentoso jugando a los yaquis, aún hoy si lo intentara podría ganarle a cualquier niña. En la escuela, sin embargo, reprimo mi impulso de unirme a ellas y salgo corriendo a jugar de manos y a ensuciar el uniforme con los otros machitos. Con mamá en cambio no tengo que esconderme. De hecho, no hacemos otra cosa durante los largos apagones nocturnos. Una vela al centro de la 20


sala y los dos de piernas abiertas en el suelo, en estas escenas jamás recuerdo a ninguno de sus maridos y está bien que así sea. La pelota es blanca y los yaquis plateados de modo que la oscuridad no puede detenernos. Mamá es mejor que yo, pero en cuanto reconoce esa expresión medio egoísta y medio frustrada de los niños, que nunca saben perder, enseguida sus manos se entorpecen y la pelota se pierde rodando bajo el sofá. Entonces enciende un cigarro y fuma mientras me ve jugar, o fuma sin verme, pensando quizá en el marido de turno que seguramente fuma acostado en el cuarto. Todos fumando y pensando. Los apagones no fueron tan malos como se recuerdan, apenas afectaron los pulmones y la cabeza. A mí, aficionado a las consignas como he dicho, ya no me vienen bajo el nombre de su año en particular, ya no hay rencor; de esa noche larga salí con ganas de pensar, de fumar.

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Figuras para contemplar acostados en verano

Por física elemental, cuando hay calor la superficie más fresca es el suelo, desde el mediodía y hasta las cuatro de la tarde es costumbre encontrar a todos los reclusos derribados con los ojos fijos en el cielo raso. El calor no hace distinciones, presos comunes y políticos asumen esa quietud suprema que les permite a los animales del desierto sobrevivir las horas de más alta temperatura. El techo crea figuras que se deshacen unas sobre otras y a veces son rostros, paisajes, muslos y manos tibias de mujer, cada cual contempla su propia película que se funde invariablemente en el sueño. Según los expertos del sueño, la duración ideal para una siesta oscila entre los quince y treinta minutos, más allá se corre el riesgo de caer en ensueños profundos y por consiguiente de despertar muy atontados para reaccionar ante imprevistos. Los reflejos lentos no son cosa de la cárcel, de ahí que algunos prefieran adoptar posiciones incómodas para no dormirse del todo y otros adopten esa manía infantil de acostarse agarrados fuertemente a sus pertenencias, como en un naufragio. Por otra parte es sabido que el sueño nocturno, que conviene sea largo, muy profundo, alivia los recuerdos traumáticos, pero si es interrumpido a diario puede afectar la memoria. En lenta progresión las noches en vela forzada van suprimiendo silenciosa e inconscientemente fragmentos del pasado, lo que tiende a acortar esas películas íntimas que cada quién descubre en el techo por las tardes. Cada amanecer el tío Seve se parece más a una 22


criatura reci茅n ca铆da que no sabe d贸nde termina su piel y d贸nde comienza el aire.

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Micha

Micha está «cruzao», madre rusa de Kemerovo (pueblo perdido en la Siberia) con padre mulato originario de Alamar (reparto habanero donde hacen hombrecitos a los niñitos «cruzaos» como Micha). Micha por supuesto no se llama Micha, pero lo es, lo fue desde que tuvo edad suficiente para salir a la calle a burlarse de todo lo que anda y tiene ojos, a gritarle al mundo que lleva nieve en su sangre. Le gusta contar que para llegar a su pueblo allá en lo blanco hay que tomar el transiberiano, un tren que al igual que un barco está equipado para pasar días y semanas sin salir de su vientre, un tren que recorre la Siberia como si atravesara el océano. «Me fascina tu cabeza», fue lo primero que me dijo, «una cabeza muy cósmica», fue lo segundo. Recién se había aprendido esas palabras y todo, caprichosamente, era fascinante y cósmico. «¿Escondes alguna habilidad especial en tanto espacio?» Me golpeó dos veces en la cabeza y dijo «toc-toc». Yo lo miro, me pone nervioso, tenemos diez años y estamos en el matutino, alineados y en silencio a mitad de una fila de pioneritos. Esta fue mi respuesta, un susurro: Soy increíble jugando yaquis. Luego hay un canto, el izar de una tela; lo ideal es que la bandera alcance la cima del asta justo al entonar la última frase del himno. Micha siempre canta en ruso, aunque su voz se pierde en el gran coro infantil yo sé que lo hace en ruso, que ni siquiera se lo sabe en español. Después se fuga aprovechando la marea de hormigas rojas, 24


blancas y azules que inunda las aulas. No va muy lejos, no hace falta, ahí mismo detrás de la escuela hay una arboleda que rocía la tierra de hojas secas, de esas que al pisarlas crujen como algo que se pudiera comer. Acostarse bajo esos árboles procura una irresistible sensación de otoño y Micha piensa en bosques de abedules. Según Micha los abedules son blancos, de lejos parecen de plastilina y de cerca dan ganas de masticarlos. Nótese que Micha jamás ha visto un abedul, pero los lleva adentro y enseguida los reconoce y grita «¡Un abedul!» cuando aparecen en la televisión. A veces me traduce alguna que otra palabra de las que salen al final de los muñequitos rusos, y si no las sabe inventa y entonces la misma palabra cambia de significado día de por medio, depende de su humor, de su mitad rusa. A Micha no le importa tener esa cara de esquimal sacado a la fuerza de su hábitat natural, esquimal esclavo. Él se pone la pañoleta en la cabeza como un pirata y salta de mesa en mesa mientras le grita improperios a la maestra en su lengua materna, en su ruso «cruzao». Entre semana me echa a jugar yaquis contra las niñas del aula y apuesta besitos de piquito. Los sábados, como premio, me lleva con él a Tarará, donde viven los rusitos quemados de Chernobil. A jugar futbol, a sentirnos mejor porque su cara de esquimal y mi cabeza de globo-terráqueo no son nada comparadas con esos niños medio calvos, medio deformados, medio tristes, medio rotos. Aquellos sábados en los que Irina, una rubia del tamaño de una palma a la que nunca he visto sin un cigarro en la boca, pronuncia Tarará pero con más erres, recorriendo la palabra suavemente y dejando erres y humo detrás, así: «Tarrarrrá» y humo, así: «¿niños quieren venirse con mamá a Tarrarrrá?» y humo. Irina es la mamá de Micha, que es como si 25


fuera mi mamá pero mejor porque no lo es realmente. Y nosotros que enseguida saltamos como un par de conejos al asiento trasero de su Lada, que fuma y acelera y se mira al espejo y nos pone una música tristísima, rusísima, que Micha me va traduciendo durante el viaje. Ella fuma viéndonos jugar, una palma echada al sol que grita el nombre de sus niños para animarnos aunque lo único que hacemos es correr como subnormales detrás de la pelota, detrás de esos superniños a los que la explosión nuclear parece haberlos sacado de la tierra y llevado a vivir dentro de un cómic. A la hora de irnos Micha se queda intercambiando experiencias con sus paisanos. Yo me tiro a descansar en los pies de Irina, que sonríe y echa humo y me dice: «niño parrreces una marrraca detrás de una pelota, parrrece que llevas la pelota encima de los hombros». Y también me río, me río pensando que el humo del cigarro después de entrar a su cuerpo sale más azul, con un renovado olor a alguna hierba suave que hace que el aire sea cosa insana.

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Los presos también tienen derecho a la medicina gratuita

Fue una grata sorpresa, todo un detalle, viajar en una ambulancia en lugar de uno de esos camiones para reos que parecen transportar ganado. Pasemos por alto que Severo, acostado y tieso, ve los rostros chatos de dos guardias y no las sonrisas estereotipadas de enfermeras de piel tibia. Los cristales tapiados no le impiden, tan sensible a los ruidos, disfrutar del paseo, reconocer que pasan junto a una escuela, Un mercado. Un ferrocarril. Un puente que salva un río. Los sonidos siempre serán los mismos, incluso si muriera antes de llegar al hospital continuarían zumbando. Los guardias no hablan, ni siquiera entre sí. Tampoco miran a Severo, que va con los ojos cerrados para soportar mejor el dolor o escuchar con más precisión. La sirena de la ambulancia les abre paso en lo que suponen un tranque en la vía, después vuelve a apagarse. Por la velocidad moderada a la que avanzan, la gente en la calle pensará que ahí dentro nadie se está muriendo, y hacen bien: se trata simplemente de un traslado. Duele pero no mata, desea creer Severo, lo que empieza siendo un malestar intestinal rara vez termina en muerte. Demasiado exacta y táctil esa afección para ocultar un desenlace fatal. Anestesiado por esa certeza (pues nada le inyectaron) percibe que la ambulancia ha vuelto a detener27


se. ¿O fue él quien se detuvo y a su alrededor todo sigue rodando? No, ese olor que los cristales tapiados no pueden rechazar revela a gritos que está en un hospital. Escucha ahora palabras de rigor, saludos militares y ¿una risa? antes de quedar ciego de luz al abrirse las puertas traseras. Mientras lo deslizan por el largo pasillo Severo nota, extrañado, una cantidad exagerada de extintores de incendios a lo largo de las paredes, rojos y bien alineados, como si buscaran más una simetría decorativa que su función de estar a mano. La sala, custodiada por guardias, es amplia y blanca, rejas en las ventanas abiertas a la cabecera de las camas. Es un pabellón (reconoce Severo) de locos peligrosos para el exterior, no entre sí mismos. Hay dos pacientes, uno dormido y el otro riendo, no hay sábana en el colchón donde lo acuestan como se tiende a un herido de gravedad en una camilla. Muy delicados los enfermeros, nada que ver con la torpeza de los guardias que se han quedado parados a mitad del pabellón. No se les permite presentarse formalmente, las órdenes se limitan a que intercambien sus crímenes y se llamen por estos. Así, para establecer algún principio de identificación, de ahora en adelante el que descansa en la cama uno será Fratricida y en la dos Pirómano. La sala consta además de siete camas vacías, por las que (según Fratricida) lo más interesante que ha pasado fue un célebre violador que presentaba todos los síntomas de haber sido violado a su vez al menos por diez hombres, no precisa si llegó a sobrevivir. Un violador es simple: odia a las mujeres porque odiaba a su madre u odia a las mujeres porque amó demasiado a su madre. Un fratricida es más complicado, a este por ejemplo no le quedan dedos, por cada vez que lo han mandado de 28


vuelta a la cárcel se ha cortado un dedo de las manos y juzgando su estado actual, el tío Seve calcula que lo han llevado y traído seis veces, pues apenas conserva los índices y los pulgares. Para sostener cosas pequeñísimas, y también para exprimirse un acné tardío que ocupa todo su rostro. La primera impresión del Tío Seve es que donde quiera que se meta estará estorbando, que romperá la estructura de los días. Algo en el aire o posado en las paredes advierte que las mañanas pertenecen exclusivamente a Fratricida, que abarca mucho espacio y muerde el del otro, pero en cuanto declina la luz se apaga en forma de ovillo abrazado a su almohada. Su función, resulta obvio, es la de provocar, quebrar a ese intruso que a falta de delito común deben llamar por su número, justo igual que los guardias. ¿Hace falta decir por qué está un pirómano en un hospital? Al parecer, los pirómanos son también seres noctámbulos, amantes de los juegos visuales que provoca el rojo en el cielo oscuro. Lo anterior es de fácil deducción ante esa inquietud, mitad sexual mitad infantil, que domina el cuerpo de Pirómano. Digamos que la noche actúa como un llamado y durante aquellas de luna llena en particular se precisan hasta cuatro guardias para mantenerlo en posición horizontal. Y no es que grite ni voltee sospechosamente los ojos, no, no es locura, unos buenos electro­ shocks apenas servirían para que ansiara el fuego a partir de la electricidad en lugar de métodos más corrientes. Él simplemente brota en las noches. En sus monólogos lunares se adjudica, entre otros, famosos incendios como el de la tienda Fin de Siglo. El cine Infanta. La Época. 29


Aunque por edad y porque esos atentados y todos los demás, incluidos los que no aparecen en los libros de texto, fueron orquestados por el imperialismo, es poco probable que sean obra de ese cuerpo que a simple vista sólo tiene el poder de incendiarse a sí mismo. Cuando a los guardias, al propio Fratricida o porqué no, al tío Seve, los quema ese mareo que provocan las palabras en círculo, enseguida le recuerdan la mano negra del imperio detrás de esas hazañas, como se empeña en llamarlas. Pero él sonríe y muy sereno responde que nosotros (o sea ellos) y más aun todavía, todas las cosas que componen la isla, están orquestadas por el imperio. «Curioso hallazgo éste –se dice el tío Seve muerto de risa–, un pirómano aficionado a la historia, un pirómano con carácter». A su entender, todos los sucesos históricos dignos de ser recordados han ocurrido de noche por la sencilla razón de que todo caos (y los sucesos históricos lo son) conduce inevitablemente al fuego. Ya después vienen las antorchas, las llamas fatuas que únicamente pertenecen a las conmemoraciones, aniversarios y otros amagues de hacer reversible al tiempo. En esos breves parpadeos en que su lógica incierta toma cuerpo, el tío Seve, que escucha mientras se obliga a dormir para rodearse de kilómetros de silencio, se pregunta si Pirómano no será en realidad un espía muy necio o un actor venido a menos. Cuando, insomne, intenta leer, Pirómano lo interrumpe asegurando que además de la clarísima evidencia de que sus días están contados y por consiguiente no podrá terminar ningún libro, debe confesarle, por experiencia propia, que los libros son peligrosos cuando se está en cautiverio. Para ello ilustra su caso: hace años, no importa cuántos, 30


hastiado de hablar solo o de hablar con presos comunes que viene a ser lo mismo, decidió ponerse a leer, lo que fuera, una larga novela, malos poemas, algún bodrio religioso, la idea principal era percibir ese engaño ficticio que opera la lectura sobre el correr inexorable del tiempo, como si pasara y no pasara a la vez ¿no es así? Sin embargo, empezó a confundirse y ya no sabía si daba el culo para leer o leía para dar el culo, imposible reconocer el orden correcto, ya que tanto la lectura como el sexo son un medio y también un fin. De hecho, a raíz de esto, él, un simple pirómano, había llegado a la muy bien enfocada conclusión de que los escritores únicamente escribían para aliviar su adicción al sexo y a la lectura. Sólo los escritores, entre todos los seres solitarios y encerrados del universo, tenían el poder de sustraerse por breves momentos a la orgía insana de páginas infinitas, de multitudes. Las siguientes preguntas acosaron al tío Seve antes de dormirse: ¿Habrá otra manera de obtener buenos libros en la cárcel que no sea dar el culo? ¿Si mañana liberaban a Pirómano (buena conducta mediante) no quemaría la constitución? ¿Pueden los dedos de Fratricida sostener un lápiz y escribir? Y sueña. Una escena recurrente desde que enfermó en la que primero hay figuras humanoides, medio vueltos bestias, sí, sacudiendo sus orejas peludas de alegría ante un ruido pacificador. Poco a poco la atmósfera se va aclarando y puede reconocer con absoluto rigor el rostro y la sonrisa de muchos jóvenes de su generación. Están encerrados, es un hecho, y el ruido amigable nace de un altoparlante que escupe una voz que simula las maneras rígidas de un cura 31


viejísimo. Y se ve, al igual que el resto, haciendo grandes gestos muy sincronizados, especie de rezo que no contesta ni reclama nada, sino que apenas repite; un inmenso coro de cotorras. Entonces circula entre las filas una hoja en blanco donde cada cual, en lugar de escribir su nombre como corresponde a un pase de lista, coloca su dedo manchado en tinta de modo que las huellas digitales se suceden renglón tras renglón en una escritura sin sustantivos. Y uno es todos y no uno. Bien sabe Seve que es capaz de escribir quién es en trazos enteramente suyos, de levantar la mano y preguntar: «¿Podemos cantar?» Pero comunicarse con un altoparlante se antoja un largo combate en tierras de la inutilidad. En aquel encierro compartido para ser, hay que leer, lo siente con una pasmosa seguridad, leer a secas o con un poco de suerte leer y después escribir, después soñar. Como si el sueño fuera el negativo de la realidad, todo cuanto escuchó despierto ahora es exactamente lo opuesto. Aquello sobre el peligro atroz de leer en la cárcel significa lo contrario, significa: lee o estarás acabado de antemano, lee y sabrás por fin por qué ellos no leen. Pero Severo no tiene conciencia de estar muriendo, él sólo no puede defecar bien y por eso lo han traído al médico, para destupirlo. Siendo un adolescente (y aquí ya no sabemos si sueña o recuerda) padeció una infección en los oídos que lo mantuvo escuchando como dentro de un túnel por varios días. Su madre le dejaba caer unas goticas cada ocho horas que iban regulando el sonido; mientras estuvo en aquel túnel transcurrieron sus primeras lecturas. Más tarde, cuando ya libre y cercano a la muerte reflexione sobre su imprevista fortaleza para sobrevivir, pensará en este recuerdo preciso, en los sue32


Ăąos en que abrĂ­a un libro y las paredes a su alrededor se venĂ­an abajo.

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El cañón

En los jardines muy verdes del Hotel Nacional, hay un gran cañón colonial que apunta al mar, al Norte, donde cada año, en ocasión de los aniversarios del Abuelo, puede verse a la familia, yo incluido, tomarse foticos de cumpleaños. Los retoños del Abuelo se componen de cinco hijos y nueve nietos, súmense además las respectivas nueras y yernos, fijos o de turno, extraños que aparecen como sombras intercambiables en las fotografías anuales. Siempre da un discurso de despedida en el cual nos recuerda su último deseo, muy simple, que consiste en que permanezcamos juntos cuando él ya no esté. En la familia corre la voz de que el Abuelo, por las mañanas, se para frente al espejo y se dice: «sólo me queda una afeitada». Para animar un poco la sesión de fotos, que por lo general dura hasta la tarde, el Abuelo crea subgrupos: sólo mujeres, sólo hombres o sólo niños. Finalmente sólo quedamos todos, que vueltos objetos le sonreímos desde su álbum personal. Que se sepa, ninguno de sus hijos, nietos y menos aún yernos y nueras guarda con tanto celo y estricto orden cronológico esas repeticiones de nosotros mismos. El Abuelo atiende su álbum como si fuera una planta o un bebé, después de afeitarse se sienta a la mesa y va sacando las fotos una por una, las acerca a su boca y las aviva con su aliento igual que hiciera con un espejito empañado. Una vez satisfecho con nuestro porte y aspecto, lo cierra y devuelve a su espacio en el librero, donde a simple vista fue del ancho de un diario, luego de una novela, 34


hace poco de una biblia y ahora tiene el grosor de una enciclopedia. Me he visto madurar en las manos del Abuelo, tomé conciencia de haber crecido el día que al pasar una de sus páginas me vi de pronto no en la primera fila como corresponde a los niños, sino en la segunda con los adolescentes, y después al fondo de cuadro con la gente grande. Ya no soy una sonrisa con todos sus dientes, mis ojos atónitos como ante un mal augurio quieren decirte: «somos ramas menores de un tronco de rancia estirpe». Cuando era de las futuras generaciones (se me puede ver en la esquina inferior derecha de la primera fila) quería ser médico, hoy con cada sesión de fotos aparece en mi piel un rash eritematoso que por su recurrencia y a falta de cuadro clínico, me han diagnosticado como especie de alergia a los grupos compuestos por más de dos personas. Mi timidez, creo, se debe en gran parte a que fui un niño muy enfermizo, muy débil, de esas criaturas que le hacen sitio a todo lo que pueda traer el aire de malo, niños muy inteligentes y muy delgados prematuramente inclinados hacia actividades en reposo. Tampoco es que sea inofensivo, la timidez, a medida que se crece, puede incluso llegar a ser atractiva. Tengo cara de ser alguien que sabe escuchar, me han dicho, si bien casi nunca logro responder lo que esperan de mí. En efecto, la mayoría pasa invariablemente de la fascinación a la desilusión. De poco sirve advertirles de antemano: «hey, no soy lo que ves». Se acercan convencidos de que tras un ser enfermizo habita otro misterioso, tan lejos del cuerpo. He notado que la cifra del problema es que siempre sano, y la gente desea encontrar la expresión distante de la última fila del retrato, desean encontrar un espejo de mano. Y yo emerjo 35


de esa breve convalecencia con un extraño impulso de hacer no sé muy bien qué, aunque en ningún caso se trata de algo heroico. Hasta ayer mismo mi mayor atrevimiento seguía siendo haber asomado la cabeza a la boca del cañón. La oscuridad absorbe, yo quería ser médico pero la oscuridad absorbe.

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Carta al nuevo Jefe de Reeducación del Penal, Capitán Chapeta

(Gracias a la amabilidad infinita de la viuda del Capitán Chapeta, que con una gran sonrisa facilitó este y otros documentos personales de su difunto)

¿Debo llamarle Reeducador o sencillamente Stiopa? ¿Acaso es usted una especie de maestro? ¿Tiene hijos o nos considera a todos nosotros como tales? Con su permiso lo llamaré entonces Padre del Penal. Espero que no se ofenda, espero también que sí tenga hijos propios, nadie sabe en qué momento le pueden sacar los ojos estas criaturas que conserva en sus jaulas. Aunque reconozco que gracias a su encierro educativo pude arribar a la sana resignación de saber que no hay escapatoria posible, que incluso allá afuera todo es desesperanza. Algo muy difícil de comprender mientras se vive al aire libre, donde la falsa impresión de libertad –hueca palabra–, nos conduce a gritar, a creer. ¿No deberían enseñar esto todos los padres a sus hijos? ¿No es esto la dicha? Si no lo es, se le parece. Hace unos días mi esposa me preguntó muy seriamente si esto aquí adentro era el infierno. Curioso ¿verdad? Yo soy el que está encerrado y es ella la que enloquece, le llamo equilibrio. ¿Compartes las cosas así con tu mujer? Quiero decir si antes de dormir, ambos en pijamas y mirando al techo, sientes debilidad por librarte del peso oscurísimo de tus días contándole chismes del trabajo. Y por favor, no me vengas con la cancioncilla de que sólo manejas secretos de estado. Tú, si de veras manejas algo, es a un montón de pobres diablos como yo, hombres desdentados y vencidos. Al final todo se resume a lo que se 37


habla después del sexo, eso diferencia a un matrimonio de un amorío. Entonces, Stiopa, dime qué le cuentas a tu mujer de mí; entre paréntesis: yo a la mía le hablo sin parar de ti. Las piernas más largas que han sostenido a hombre alguno –le digo–, y unos brazos para alcanzar el cielo con la puntica de los dedos. ¿Y ríe mucho?, me pregunta ella. El verdadero tío Stiopa siempre tenía una sonrisa afable en los muñequitos. ¿Recuerdas al verdadero Stiopa, mi amor? Y yo le sonrío, porque noto enseguida que es lo que anda buscando mi mujer de rostro transido cuando me visita. En el fondo sólo quiere entretenerse, Stiopa, convertirse en una amante y abandonar ese rango inmutable de esposa. El ser cada día se le hace más difícil, con gusto la libraría de lo que me he convertido sin contar con ella, pero sería egoísta de mi parte darle alas a una piltrafa. En otras palabras es demasiado tarde para nosotros, únicamente yo recuerdo su belleza sosegada: mirada y gestos de pájaro asustado la primera noche de desnudez perdidos por siempre en arrugas y venitas azules a flor de piel. Aunque tras ese encanto espontáneo se ocultaba una indiferencia atroz que la mantuvo fresca hasta que mis ideas díscolas me hicieron un cargo de conciencia. Ahora la vejez, antes controlada por el sano aburrimiento de los días en paz, emergió como una erupción para enloquecerla. ¿Qué busco al escribirte? Poca cosa, ni siquiera es un deseo infantil de llamar la atención, sino simple curiosidad, poca cosa. Admita que estoy en desventaja, usted conoce absolutamente todo de mí, o eso cree, y en cambio yo apenas conozco su oficina. Mañana mismo pudiera cruzármelo en la calle –perdón por conservar esperanzas de ver calles de nuevo– y lo tomaría por un desconocido más, otro cero a la izquierda. Pero comprendo su necesidad de ser una sombra, imagino que debe serle imposible atender a tantas criaturas por igual. Sin embargo, ¿no le 38


parece injusto que precisamente el Padre del Penal sea un fantasma? Claro, eso vendría a explicar lo malcriados que somos aquí abajo. Lo de abajo es mera suposición, sentido común quizá, pues debe recordar que nos ha sido vedado el placer de conocer si estamos bajo tierra o en una nave espacial. Hermosa manera de que nos mordamos unos a otros. ¿Qué esconden esos archivos en sus gavetas de metal? Puedes contarme, te creeré si me dices que al abrirlos todas sus hojas mecanografiadas –evidencias como cuentos de hadas– salen despedidas igual que insectos de colores, te creeré incluso si me dices que en un incendio se escucharían gritos de niños y no el crujir del papel. Me he fijado que no hay detectores de humo por estos pasillos, soy muy observador, cuando voy escoltado por tus subordinados me detengo en las cucarachas que reptan por las paredes. Las cucarachas, estoy convencido, sobrevivirían al incendio, no así tus subordinados: estatuas bien moldeadas a las que no se les otorgó el poder de la palabra. ¿Por qué no me has invitado más a tu oficina? La extraño, lo confieso, y hasta donde sé nunca dije lo que esperabas escuchar de mí. Entonces, querido, a qué se debe tu repentino rechazo, quizá a un nuevo inquilino de mayor jerarquía que yo: un simple odontólogo perturbador del orden público, una minucia. ¿Quién puede imaginarse algo más triste? Las cucarachas –vendrás a decirme–, que salen ilesas del fuego, todas sus paticas y antenas intactas para guiarse entre los escombros y el humo. Podrías visitarnos una vez al mes y sentarse entre nosotros, en esta celda nuestra que también es tuya, y tener una charla cálida y vivificante, simplemente humana. ¿O es que no le agradan los intercambios de ideas? Sirva esta humilde misiva como una invitación, se le espera 39


con ansias. Y recuerde siempre que puede contar con mis manos, y mis ojos, si por azar es torturado por un dolor de muelas y la pereza o el exceso de trabajo le impiden acudir a una clínica dental. Ya que mis manos y mis ojos no me sirven de nada, están a su disposición, ya que sin un espejo y sin instrumentos bien pudiera morirme –de ser posible– de un flemón; el conocimiento a secas nunca basta. Cordialmente

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Fin de semana

Mi padre es El Hombre de la Cámara, cuando iba a buscarme a la escuela todos los pioneritos se paraban en las ventanas y lo veían acercarse a pedal limpio, lento, y gritaban «ahí viene el hombre de la cámara»; entonces yo sabía que venía papá. No decían «ahí viene el hombre de la bicicleta» pues cuando yo era pionerito había más hombres en bicicleta que hombres a secas. Su rasgo distintivo siempre fue una Zenit colgante que se balanceaba al compás de los pedales como una medalla. La parrilla de su bicicleta lleva un cojín para no dejarse el culo por el camino y que se escurre hacia los lados con los baches. Cada dos o tres kilómetros se detiene para que yo reacomode el cojín, para él tomar un respiro y si se da el caso, la luz, el ánimo, para tomar alguna fotico. Y hay paisajes tan tristes por aquí que muchos dan ganas de rajarse en llanto, pero me contengo por él, El Hombre de la Cámara, que todos los viernes atraviesa estos paisajes olvidados a pedal limpio, lento, para pasar el fin de semana conmigo. Aunque después pienso ¿por qué no llorar? al final todo lo que nos rodea es culpa suya, ya que si no hubiera preñado a mamá me habría ahorrado estos safaris ciclísticos. Tan sólo campos de tiro y entrenamiento, bases militares medio abandonadas con el mar de fondo a las que el salitre y los años han vuelto remotos campos de batalla. Allá lejos se divisan, como espectros, los blancos: figuras de metal que simulan ser el enemigo o por qué no, que lo son. A veces nos cruzamos con pelotones de soldaditos corriendo, marchando hacia ninguna parte que es adonde van los soldados en tiempos de paz. 41


Entonces papá me dice «ahí van a practicar, a dispararle al mar» y sigue pedaleando sin abrir la boca: en bicicleta (qué padre no lo sabe) se avanza más y mejor en silencio. Y yo pensando todo el rato ahí atrás, en la soledad incómoda del que apenas ve la espalda muy sudada del que pedalea y lucha contra el viento. Pensando, digamos, que quizá esta escena en la que un hombre con el peso de su hijo a cuestas atraviesa estepas asoladas por ensayos de guerra, encierra en sí misma la historia de mi familia. Hay una rampa metálica para subir al ciclobús, donde los ciclistas descansan de pie mientras se cruza el túnel de la bahía. Me siento grande cuando me veo en las fotos que mi padre hace en la oscuridad intermitente y movida del túnel. Rostros que evocan reses cansadas aguantando la respiración y que luego se iluminan trágicamente con la cercanía de esa luz ciega que señala la boca o el culo del túnel, según se mire. Y ya estamos en La Habana de verdad y de verdad parece que es otro día, que viajar en el tiempo o al menos saltar del viernes al sábado consiste en no respirar y cerrar los ojos, en dejarse llevar por el vientre de un gusano mientras el flash de una cámara estalla con ese resplandor artificial que no ayuda a nadie, que no salva. Comúnmente las fiestas de quince se celebran los sábados por la noche, aunque desde muy temprano puede verse al fotógrafo mariposeando entre muchachas desaliñadas, nerviosas, que se encorsetan vestidos aparatosos mientras repasan mentalmente los pasos del vals. Los grandes fotógrafos de quinces están de acuerdo en que de esas horas previas, de cabos sueltos, nacen las imágenes más francas y cercanas, aquellas que provocan una risa nostálgica cuando el tiempo vuelve grotescas las de la fiesta. La tarifa de los grandes fotógrafos de quinces incluye 42


comida y bebida, por lo que no es raro que se aparezcan con sus hijos, que tocan y mordisquean todo y caen dormidos en sitios inapropiados. Las fiestas de quince suelen durar hasta la madrugada del domingo, pero por cuestión de respeto y amor propio los grandes fotógrafos se van después de comer, beber y cobrar, justo antes del exceso de alcohol y baile: muecas simiescas que sólo engendran imágenes amateurs. La luz de los domingos entra a lascas por las persianas, rociada de motas de polvo que rotan, parpadean, que casi puedo rozar cuando abro los ojos y todavía parece que estoy soñando. La casa de papá huele a ese cuero negro, durísimo, que se usa para guardar y proteger las cámaras fotográficas. Un amanecer sin ruidos, a papá le encanta leer en el portal hasta bien entrada la mañana para alargar el silencio y yo me sirvo café y me siento a su lado a manosear su vieja colección de revistas soviéticas. ¡Es tan rico el café cuando uno no se ha lavado la boca y hojea una Sputnik de la Perestroika! ¡Qué silencio más rico, papá! Ya sabes, inapresable, de qué serviría tomarnos una foto así, contigo en el sillón y conmigo a tus pies, ¿de qué? Si los domingos nunca terminan como empiezan, si aún debemos amoldar los rostros a esa máscara que el abuelo juzga familiar y que nos permite asentir sin vomitar, si el fin del domingo no es el lunes sino la voz del abuelo que nos espera. ¿Será que durante la semana hice algo malo que no recuerdo o que hice mientras dormía y por eso soy castigado? ¿Será que las tardes de domingo son una angustia para todos los nietos de Cuba o apenas para mí? Mejor callo, porque la voz del abuelo ya anda reclamando su espacio, tanto que nos deja sin aire a papá y a mí. 43


9550 es, primero, la distancia en kilómetros de La Habana a Moscú, después es un programa de participación de la televisión cubana. Aunque quizá sea a la inversa, quizá no sea exagerado asumir que nadie en La Habana sabía ese dato hasta que salió al aire 9550. Entonces 9550 es primero un programa y después la distancia de aquí a la nieve. El abuelo, que quizá no mienta al jurar que conocía de memoria dicha cifra (en millas y kilómetros) mucho antes de verla en televisión, enseguida se postuló para concursar. Así que el abuelo es, primero, un concursante de 9550 y después mi abuelo. El premio para el ganador de cada ciclo es un viaje a Moscú, cada ciclo versa sobre un tema específico, el abuelo ganó respondiendo cada pregunta acerca de la Segunda Guerra Mundial. Cuenta papá que existen rotundas diferencias entre el abuelo anterior a 9550 y el de ahora, como si al volver de la nieve hubiera regresado de una guerra, un viaje en el tiempo que lo transportó en una pirueta hasta 1945. De las guerras se regresa un poco enloquecido, un poco con el mundo patas al aire, un poco de vuelta de todo, y de los viajes en el tiempo no se sabe cómo se regresa pues no se sabe cómo se va. Exagerando, puede encontrarse en mi abuelo un claro ejemplo de cómo la televisión, en una isla, atenaza la mente de un hombre y la deja en un ir y venir perpetuo del sol a la nieve, de la nieve al sol. Sin embargo esas tardes de domingo tras la mediación de la fotografía, dan hoy la impresión de pequeñas semblanzas domésticas. El abuelo, que siempre aparece en mitad de un gesto, de una frase al aire, no muestra síntomas de estar perdido en el 9550, y papá y yo parecemos seres plenos que escuchan y aprenden con los ojos cerrados, parecemos 44


querer soñar. Viéndonos, ya tan lejos de aquel 9550, es fácil el autoengaño, el creernos que en realidad los domingos abuelo contaba fábulas inocentes de su infancia allá en La Sal, allá por 1945.

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Visita familiar

Si fuera sincero, el tío Seve diría que le molesta esa nueva manía de su mujer (sin dudas condicionada por su reciente estatus) de llamarle «cielo» y no Seve como antes, como siempre. Pero prefiere no mencionarlo, por lástima o amor, es lógico que en su soledad de mujer abandonada, allá en las noches frías del reparto Aldabó, lo encuentre en estrellas que han estado sobre su cabeza desde que nació y que sólo ahora sabe reconocer. Ella hace lo que puede, hasta se embute en vestidos olvidados de su juventud en un último esfuerzo por transportar a su marido a tiempos mejores. Sin embargo a Severo, que ha perdido el gusto, el vestido le parece hecho de papel higiénico y su mujer un tamal. Quizá no estaría mal empezar a llamarla «mi sol» a partir de la próxima visita. Podría decirle: «Mi sol, ese vestido te lo compré en la zafra del setenta y ese año, si los hubiera, es para olvidar». Ella se molestaría, pero terminaría por comprender. ¿Qué clase de mujer no perdonaría a su hombre injustamente preso? ¿Acaso no lo ve como un héroe? Es una mujer sabia, treinta años ininterrumpidos de matrimonio conducen por naturaleza a la sabiduría. Supo por ejemplo enseñarlo a cocinar, sin imposiciones ni reglas, como si ese deseo naciera de él y luego, por esa misteriosa ley de los largos matrimonios en los que la mujer termina llevando los pantalones, el tío Seve, sin darse cuenta y sin remedio, fue nombrado cocinero oficial del hogar. ¿Quién cocinaría en su ausencia? ¿Su hijo? ¿Su hija, que cada vez que lo visita pregunta por sus compañeros de celda y le causan gracia los nombretes de cada uno? Y los 46


nietos ¿quién puede saber realmente lo que entienden por héroe los niños? Tal vez porque no permiten niños en las visitas, Severo ha ido olvidando gradualmente a sus nietos, como si se alejaran y fueran a ubicarse allá junto a recuerdos de su propia infancia y fueran, en definitiva, hermanos que no ha vuelto a ver. Haciendo un esfuerzo, repite sus nombres hasta el cansancio y apenas logra identificarlos por colores: la hembra es el azul y el varón el rojo. Esta asociación lo desconcertó al principio, sin embargo una mañana en la que los reclusos de su celda hablaban de lo que hacían al despertar en libertad, el acertijo se resolvió, abreviado, en el aire. ¡Claro! El rojo y el azul eran las pañoletas de sus uniformes escolares, pañoletas que él mismo anudaba a sus cuellos como pajaritas antes de besarlos en la frente a modo de despedida cada mañana. El encierro actuaba así, convertía a su mujer en un tamal y a sus nietos en pañoletas. ¿Y él, Severo, hacia qué forma mutaba? Los abuelos no se mueren nunca (le contó una noche a los niños, rojo y azul, para dormirlos), sino que retoñan: árboles del ancho de todos sus nietos cogidos de las manos y abrazados a él. Quizá su cuerpo y su sombra se expandirían como una planta trepadora por los recovecos de la prisión, buscando luz. ¿Pero quién creería algo de esto? Sus nietos ya ni siquiera usan pañoletas, ahora lucen otros uniformes, veneran héroes y colores distintos; «han estirado», le contó su mujer. Deberías escribirles, «mi cielo», recordarles que el abuelo no está muerto. Pero a Severo escribir ya solo le parece natural rayando en las paredes, su imagen inclinada sobre la hoja en blanco: metáfora forzada. Mejor aplazar ese instante tan semejante a redactar un testamento, todavía el abuelo está vivo. 47


Irina

Micha, que es muy intuitivo, me contó que Irina en ruso significa paz, aunque más que intuición lo suyo es experiencia: todos sus amigos tarde o temprano acaban enamorándose de su madre. El asunto no le molestaría si no fuera porque tarde o temprano los amigos comienzan a sentir miedo de Irina y entonces se alejan. «¿Y tú cabezón, tienes miedo de Irina?» Qué va, Micha, yo estoy enamorado de Irina, así sin miedo. «¿Y ahora que sabes que su nombre significa paz?» Lo juro. Porque todo el mundo sale corriendo cuando se entera qué significa Irina, parecen adivinar que una rubia de ese tamaño y que no para de fumar debe ser, por naturaleza, exactamente lo contrario a la paz. Micha, ¿y por qué Irina no se busca un marido ruso? «Buena pregunta cabezón, pero no tiene solución. Una vez leí una carta que escribió Irina para tío Igor donde decía que los hombres rusos son una porquería, lo que viene a salvar esa raza apestosa que no es ni asiática ni europea son sus mujeres, criaturas superiores, náufragas capaces de sobrevivir hasta en una isla en la que adonde quiera que uno mire se acaba. Ese exceso de mar termina por enloquecer al macho ruso, tan habituado a perder la vista en tierras infinitas». ¿Y qué le respondió tu tío? «El tío Igor nunca responde a las cartas, lo suyo es confundirse con los abedules allá en la Siberia». 48


Pobre Irina. Cuando escribe esas cartas a la nieve, a ninguna parte, Irina cae en huecos de verdad oscuros, sometida por una nube de cuervos que impiden conciliar el sueño. Micha y yo, que aún sabemos bien poco de animales peligrosos, hacemos lo posible porque le afecten menos los graznidos nocturnos. Para ello nos situamos en el extremo opuesto de su cama y le masajeamos los pies mientras ella fuma y aguarda por ese desmayo que la paralice de una vez y hasta mañana. Su pose de sueño es mejor que su pose despierta, es una lástima que no pueda fumar dormida. Murmura cosas en ruso aunque dice Micha que no son palabras, sino un siseo de placer o nostalgia no sé de cuál paisaje siberiano. Cuando está a punto de despertar, pasa entonces a murmurar en español; junto al sueño, supongo, se alejan también la nieve y los bosques profundos. Primura: palabra preferida de Irina; sabe quién a qué se refiere al pronunciarla justo antes de abrir los ojos. Prrimurra y nos sonríe al encontrarnos al alcance de su mano, acurrucados uno a cada lado como cachorros hambrientos: a lo mejor precisamente nosotros éramos sus primores, a esa hora cualquier cosa era posible. Entonces prende un cigarro, sí, el resto es humo.

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OTI

Cerca de las seis y media de la tarde, un rato después de la comida, La Sandinista comenzó a darse cabezazos contra la pared. Al principio, en el breve intervalo entre golpe y golpe, gritaba que se moría por ver a Tanya, pero a esta hora (siete de la noche y contando) de su boca no sale más que un débil murmullo en el que rara vez se entienden las palabras muerte y Tanya. Nadie en la celda ha intervenido, nadie en la celda sabe quién es esa Tanya de quien La Sandinista jura ser alma gemela, sólo que con su lado oscuro más pronunciado. Algo parece seguro: Tanya es cantante. Algo han dicho los guardias: esa noche pasan por televisión la OTI, un concurso donde presumiblemente cantará Tanya. Cuando una cabeza golpea una pared produce un ruido sordo, como si se originara en la mente del que escucha. De ahí que golpes continuos de una cabeza contra una pared terminan componiendo esa especie de zumbido que causan los estados febriles. Es apenas una sensación engañosa, pero el tío Seve quisiera estar delirando, quisiera que su cabeza fuera la que se golpea contra la pared. Furrumalla en cambio piensa y no sin razón que La Sandinista está haciendo el ridículo, ya que el concurso empieza sobre las nueve de la noche y al paso que va le explotará la cabeza mucho antes, así que ni siquiera podrá saber si su alma gemela ganó. Por su parte Mojamé se imagina que Tanya no es otra que Rebeca, la rubia del programa de aeróbicos, por lo que espera que la pared acabe pronto con la cabeza de

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La Sandinista para que todos se duerman y él pueda masturbarse en paz. A las once y media de la noche, justo después de que acabara la OTI, dos guardias pasaron a recoger el cuerpo inerte del recluso Daniel Ortega, alias La Sandinista. Nadie en la celda preguntó si Tanya ganó. Nadie tampoco preguntó si La Sandinista sería transferida al pabellón psiquiátrico del penal, donde según cuentan los que se han golpeado la cabeza alguna vez, la comida es cualitativa y cuantitativamente superior a la de las celdas comunes.

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Tanya

Esa noche lo mejor es bañarnos temprano: agua hirviendo, no mucha, mi cuerpo es pequeño, sin pelos y muy liso como el de un delfín. Me siento a comer, no mucho, esquino en los bordes del plato ajíes diminutos, verdes y rojos, que me parecen tiras de scotchtape. Mientras mastico rezo porque no se vaya la luz, no por los muñequitos, que ya pasaron y siempre son los mismos, sino por mi mamá. Ella sale del baño envuelta en su toalla y al punto me alcanza ese cruce de olores compuesto por el humo de cigarro, el vapor del agua y su cuerpo lavado que hasta hoy excluye cualquier otro recuerdo de mi olfato. Tararea una canción que conozco de sobra mientras se peina frente al espejo, un pelo larguísimo y rubio, como el de Tanya, la canción también es de Tanya, pero estoy seguro que ella huele mejor que Tanya. Hace dos años lloró tanto cuando Tanya perdió en la OTI que esa noche soñé que se suicidaba y luego que Tanya venía a conocerme y terminaba adoptándome. Pero esta es otra OTI, otra oportunidad, aunque definitivamente el noventa y uno y el noventa y tres parecen el mismo año. ¿Por qué no veo en la escena a ninguno de sus maridos? ¿Ante quién volvió a perder Tanya? Una imagen sin embargo no se ha ido, y es la de nosotros encogidos en el sofá, como si tuviéramos frío o estuviésemos muy nerviosos. En el televisor la boca abierta de Tanya, un grito que en lugar de dejarnos sordos parece tener el poder de tragarnos. Probablemente veíamos aquel concurso frívolo sólo porque soñábamos con el viaje del ganador, tal vez en eso pensaba el país entero y es seguro que todos los participantes, Tan52


ya incluida. Se trata pues de una nación imaginando viajes, sentados alrededor de un televisor como un mapa en el que una lucecita marca la ciudad de Valencia, donde Paloma San Basilio y Joaquín Prat esperan a los ganadores de Latinoamérica toda, desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Y Cuba que nunca ganaba nada, que sólo ganaba en los deportes y en las votaciones contra el bloqueo. Mi madre encajó la nueva derrota de Tanya serenamente, había aprendido, las madres en general aprendieron mucho en esa época. De pie en la sala, regia en su bata de casa de vuelitos, apagó el televisor y dijo que el noventa y cuatro ya sería otro año; puede que también haya deseado que el avión Habana-Valencia se cayera en medio del Océano, pero eso no lo recuerdo. Prefiero quedarme con su esperanza, aunque ambos sabíamos –igual que sabíamos las canciones de Tanya–, que el tiempo seguiría pasando sin pasar. Ahora Tanya vive y canta en Miami desde hace años, no sé qué canta ni cómo vive, de hecho lo digo porque todos lo dicen, por ser una manera de decir. Por fin la dejaron salir (¡y sin tener que ganar ningún concurso frívolo!), gira asiática por Vietnam, Laos, China, ¿Corea del Norte? De Pyongyang a Miami se va por la cara oculta de los mapas, un vuelo directo por el reverso, de lo contrario se precisa atravesar todos los colorcitos en una vuelta al mundo en ochenta escalas. Adiós Tanya. Espero que en algún rincón de mi casa sobreviva un casete de Monte de Espuma para que mi madre lo escuche cuando quiera llorar.

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Una charla cálida y vivificante

A veces Stiopa, cuando está muy aburrido, ordena traer a cualquiera de sus reclusos preferidos. El tío Seve debe llamarlo oficial y Stiopa llama a mi tío 2492, número, no es necesario señalarlo, que indica que antes de él, en el año noventa y dos procesaron veintitrés casos más. ¿No sería justo, como grados de vejez para un preso digo, que la primera cifra fuera un continuum en lugar de dividirse por años? Siguiendo esa idea entonces, a medida que pase el tiempo y por consiguiente aumenten los casos, el tío Seve llevaría orgulloso en su espalda algo semejante a 234578…93 y subiendo, cifra que le daría la vuelta, que lo envolvería como un abrigo. En el calor afilado de los cuartos de interrogatorios ellos hablan como dos antiguos enemigos a muerte que el tiempo, la historia, ha vuelto cercanos a la fuerza. El tío Seve y Stiopa pasan largas horas debatiendo sobre los temas más diversos. Abiertamente, como sólo pueden hablar el derrotado y el vencido después de comprender que ganar, al igual que perder, te deja en un vacío calmo preguntándote «¿qué pasaría si estuviera en el lugar del otro?» Aunque rara vez hablan directamente del conflicto que los une, hay momentos de debilidad en los que insertan, como navajas, rápidos comentarios condicionados por sus respectivos puntos de vista. El tío Seve le asegura que es ahora, encerrado, cuando puede considerarse culpable, antes era un pobre inocente, todos los que tienen la suerte o la desgracia de recibir aventones de la flota de ladas (verdes y blancos) en sus terribles rondas nocturnas, son pobres inocentes, de lo contrario sus cuerpos 54


no cabrían en el espacio minúsculo que dejan dos cuerpos fuertes y brutos en el asiento trasero. Si bien se sabe de casos, todo hay que decirlo, que al no caber son amoldados con tal fin amén de correr el riesgo de que al llegar a Villa Marista sus cuerpos y en especial sus rostros no se entiendan. A esto Stiopa responde primero que a todos los efectos poco importa dónde y cuándo se sea inocente o culpable mientras él cumpla la orden que le han asignado de arriba (al decir esto mira literalmente al techo), y segundo y último, que él, Severo, puede considerarse un hombre con suerte, ya que peor hubiera sido ser transportado en un jeep, destinado a prisioneros militares o en un camión común, adonde son tirados los cuerpos, unos sobre otros, en las manifestaciones, conciertos, tumultos sospechosos y demás derivados. Hum, así no vamos a ninguna parte. En este punto se rompen las conversaciones y el tío Seve llama a Stiopa comemierda, esbirro, comunista asesino o comunista a secas. Stiopa riposta llamando al tío Seve reaccionario, terrorista, gusano, contrarrevolucionario, gusano de nuevo. Se llevan al tío Seve a rastras de vuelta a su celda y Stiopa pide que lo dejen a solas hasta la próxima sesión, a solas con el siguiente pensamiento: la bombilla que cuelga del techo se balancea cada vez que abren la puerta.

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Valentina Tereshkova conquista el espacio

A veces ocurre que Micha se aparece con algunos kopecs y me invita a tomar durofrío después de clases, que es cuando las niñas de sexto año (tan grandes) también van a congelarse las boquitas con sabor a naranja y tamarindo y guayaba y coco y nos sonríen de color naranja y tamarindo y guayaba y coco. Micha se desquicia y se lo gasta todo invitándolas con la única condición de que se los tomen «con nosotros por favor», para nosotros. Y ellas se siguen burlando de la cara de Micha, que parece sacada de un muñequito ruso y de mi cabeza, que parece el globo terráqueo del aula de geografía. Sin embargo lejos de acomplejarse Micha les pregunta si ya saben que dentro de poco van a manchar sus blumitos de sangre y si saben que cuando las preñen esas téticas erizadas serán globos más grandes que mi cabeza. En el acto las niñas dejan de reírse y nos tiran sus durofríos de naranja y tamarindo y guayaba y coco y yo digo «ñó, Micha, qué bofe eres» mientras nos alejamos con los uniformes bien empegostados. Irina nos abre la puerta envuelta en ese humo azul que anestesia, metida en unos short diminutos que aprietan sus muslos muy blancos, muy anchos. Nos estampa un beso en la boca y nos quita los uniformes para lavarlos. Y así en calzoncillos nos sentamos a ver los muñequitos, a que Micha me traduzca palabritas de letras cómicas y pronunciación musical hasta que aparezca Конец, que anuncia la hora del baño. Entonces Irina, en cuclillas junto a la bañera, toda azul y suave, nos baña a los dos de una, tarareando algo tristísimo mientras nos enjabona y me 56


dice «no te preocupes, marrraca hermosa, que yo le aviso a tu mami que te quedas con nosotros esta noche» y tararea y se le moja el cigarro y dice «mierrrrda» y enciende otro y nos seca como a un par de gorriones con su toalla del tamaño de una alfombra, sin dejar de tararear, ñóo, qué triste esa melodía, qué triste. Ya en la mesa se sienta con las piernas (tan blancas) cruzadas en una pose infantil que junto al cigarro le dan un aspecto de niña curiosa, sólo a vernos comer, porque su boca no es para tragar sino para el humo, porque ella mantiene la línea. Por último, y aquí reside su más grande talento maternal, se echa en la cama y con su voz rasgada de nicotina, de película de los cincuenta, nos cuenta la historia de Valentina Tereshkova, la primera mujer cosmonauta. El cosmos según Irina: «El espacio es como el fondo del océano, solo que sin ballenas, y Valentina siente que levita en un vientre, porque el fondo del océano es adonde pertenecen las mujeres, contrario a los hombres que son cuerpos para la tierra. Valentina viaja a solas, no lo olviden, una mujer sin machos y rodeada de estrellas es un árbol en medio del desierto. Pero el cosmos es como el fondo del océano, nunca un desierto, el macho convierte al cosmos en un desierto al pensar las estrellas, no así una mujer, que al sentirlas es como si comprendiera el lenguaje de las ballenas. Por eso, porque las anotaciones de Valentina parecían versos y no cifras, por aquello de no tropezar dos veces con la misma piedra, la segunda mujer que lanzan (Svetlana) va custodiada por los oficiales Popov y Serebrov: dos zánganos mariposeando por la nave. Pobre Sveta, que debe recluirse en su capa protectora de algún material semejante al plástico mientras ellos se caen a tortazos, rusos al fin, por 57


ver quién le mete la lengua hasta la garganta. Y todos aquí abajo ansiando un espectáculo tan apasionante como un documental de búfalos: pruebas irrefutables de las cien mil posiciones sexuales en gravedad cero. Pero Sveta se limita a escuchar, allá arriba donde no habitan sonidos y nada parece nacer ni morir, en esa vasta melancolía que expresan los versos de Valentina. En efecto, Sveta ya no cree que exista un centro inmóvil en ella, hasta cierto grado bien puede ser la continuación de Valentina: todo en aquel vientre oscuro es polución. Valentina y Sveta en realidad no regresaron, que se casaran o tuvieran hijos o fueran amas de casa es sólo un torpe final de cuento de hadas». Dudo que entendiéramos que cuando Irina nos contaba de una mujer en el cosmos, en verdad describía la fragilidad de cualquier lazo ante el instinto fatal de completarnos en el aislamiento, nos preparaba para el amor. A nosotros simplemente nos inducía a un sueño sin borrones, como si nos estuviese haciendo un trémulo adiós con la mano. Pero en una ocasión los ronquidos de Micha me despertaron a medianoche. Un zumbido, una luz que venía de la sala me hizo salir del cuarto y asistir a la siguiente escena: Irina fuma echada en el sofá frente a la televisión, aspira y exhala sin afán empañando el aire de azul con toda su paciencia siberiana. Cuando se acaba la programación y la pantalla se escarcha en llovizna gris, ella enciende otro cigarro y su boca continúa irradiando ese humo que se desenreda en la llovizna y es como si yo la estuviera observando desde algún recinto entre la realidad y la muerte. Sin mirarme me invita a acercarme dando golpecitos en el sofá. Luego de un instante de duda abandono la sombra y voy a su lado, casi podemos tocarnos. 58


«¿Sabes qué dijo Valentina cuándo le preguntaron qué llevaría consigo al cosmos si pudiera ir de nuevo?» No lo supe. «Una ramita de su árbol preferido».

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Exhortación al vuelo

Antes ni siquiera le habían permitido salir por mar, con todos sus peligros y sombras, y resulta que ahora, cuando siendo optimista se estima a lo sumo un par de soplos más de vida, vienen a pedirle que vuele. Cada fibra de su cuerpo grita que se está muriendo, pero el diagnóstico de los médicos de la prisión ha sido siempre cínicamente benigno. Quizá sea verdad que la culpable de sus síntomas sea una tenia que le plantaron en su estómago y hoy, ya madura, alcanza el tamaño de una anaconda. No les ha contado casi nada, tan habituado a la espera, porque los que esperan tienen muy pocas cosas que contar: los años, sus juegos; o en la simplicidad de las palabras de Stiopa: los tiempos cambian. «No te puedes quejar, hasta la familia también se iría, qué más pedir Severo, qué más pedir. Un avión Habana-Miami, cuarenta y cinco minutos sobre el mar Caribe y caer de un chapuzón en el fulgor de la libertad. ¿No son esas luces la libertad? Dime tú, Severo, a mí que te encerré hace ¿tres, cuatro años?, imagina lo que serían tus días sin mí, sin Stiopa. Cree en tu mujer, que está cansada, vieja, cuando te dice que si no son esas luces ¿qué es la libertad entonces?» Algo no para de crujir en su interior, muy pronto su cuerpo se quebrará como un tallo. Merece un final distinto, un último paisaje que no sean las paredes y el cielo raso. Pero qué pasaría si después, cegado por tantas luces, se revelara aquello que viene sospechando en estos ¿tres? cuatro años, aquella idea infantil de que toda libertad posible reside aquí adentro, atrás de los ojos. 60


ATLAS

¿Rosado? ¿Malva? ¿Rojo sucio? Madreselva, el mapa de la URSS en los atlas escolares era Madreselva, que viene siendo un tono o un desteñimiento, nunca un color. A los mapas yo los interrogaba con cuidado, excavaba en ellos, y al seguir con el dedo sus líneas fronterizas se me confundían con los grandes ríos. No buscaba países justos ni las dos o tres ciudades que más lucecitas amontonan de noche, yo sombreaba formas que recordaban a un animal, un objeto o por ejemplo, una pestaña. ¿A quién se le ocurrió que Cuba parece un caimán? Cuba es una pestaña. La U.R.S.S tenía forma de charco de agua que se va expandiendo y U.S.A parece una nave espacial cuya cabina es la Florida, o mejor, es una nube con forma de nave espacial cuya cabina parece ser la Florida. Cuando en clases preguntaban ¿qué es un atlas? se contestaba a coro: «un libro compuesto por un conjunto de mapas». Sin embargo yo hubiera preferido responder que era un álbum de radiografías, para mí cada mapa siempre fue un rompecabezas. Como quien suelta algo que pudiera volar, una tarde lo dejé caer por una ventana de la escuela y cayó abierto en el mapa político dos pisos más abajo. A esa altura Cuba no se podía ver y la URSS era una manchita rosa en el pasto. Quise creer que así se contempla el mundo desde el cosmos, y aún lo creo; Valentina Tereshkova sólo veía pasto rodeado de azul. Efectuó cuarenta y ocho órbitas alrededor de la Tierra disfrazada de partícula antes de venir a posarse idéntica a una mosca setenta y dos horas después. En sus notas apuntó 61


que allá donde nada es, se vio sacudida por incomprensibles pensamientos ligados a la casa de su infancia al margen de un bosque de abedules, y precisó: «se trata del Abedul Pubescente, cuyas hojas, caedizas y pelosas por el envés, se resquebrajan en tiras horizontales».

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Feliz cumpleaños

Cumpleaños, otro, en posición horizontal, no semejante a un herido, sino acostado simplemente en su celda. Mirar al techo ya no provoca mareos, ha pasado aquel deseo latente de morirse, de que todo acabara en cerrar y no volver a abrir los ojos. Se siente muy lejos de sí mismo, arribando a una edad como un mar quedo. La rutina, que se propaga en los cuerpos y confunde la mente. ¿O debería decir libera? Confusión y libertad no son contrarios cuando para el alivio basta un rincón fresco donde acurrucarse en silencio. Es ahora, tan tarde, que le viene como un pálpito la idea de que en realidad el tiempo nunca ha avanzado, que no puede hacerlo por obligación de métodos ya que sería demasiado cruel que cada uno de sus cumpleaños anteriores hayan sido escalones para conducirlo hasta aquí. ¿Y toda la locura de esa certeza no lo convierte acaso en un ser infinito? Prueba reveladora de ello sería que el tío Seve ha dejado de pensar en su libertad como un final verosímil. Sólo quisiera que lo trasladaran definitivamente a una celda con más privacidad, y que de ser posible le dejaran conservar la mayor cantidad de libros. Entonces (y sonríe al imaginarlo) se dedicaría exclusivamente a leer, como Gramsci, que en lugar de hundirse creció en el encierro, sí, el lector más grande que haya leído nunca, alguien al que apenas lograron reducirle el espacio. ¿Quién dijo que necesita permiso para regresar a casa? Si sus piernas aún lo sostienen y aún le obedecen, si sus ojos aunque medio nublados todavía alcanzan para avistar horizontes. Es por eso que hoy, con firme determinación (nunca mejor 63


elegido pues no todos los días se cumplen sesenta y tres años) decide emprender por su cuenta la vuelta al hogar. Veamos, se trata de un viaje de trescientos kilómetros, contando con que la celda mide 4x5 metros que se convierten en 3x4 al restar el espacio de las literas, tendría (así en un cálculo rápido) que atravesarla diagonalmente unas 42600 veces para cumplir su recorrido. Trazándose un plan de cien vueltas diarias, porque tampoco es que esté apurado y los excesos no son buenos a su edad, digamos que estará tocando a la puerta de su casa en catorce meses. Nada mal, nada mal. ¿Y no sería a la vez como una forma superior de protesta? Sin dudas mejor que la fuga diaria que representa el escribir tantas cartas acusatorias que no llegan a ningún destinatario. Sería hasta más efectivo que una huelga de hambre. Nada mal, nada mal. Además caminar es sanísimo, casi igual de divertido y sedante que montar bicicleta o empinar papalote y probablemente su tos insistente, resaca de un pasado de fumador, desaparezca por arte y gracia de esa acción primaria que consiste en plantar un pie después del otro. Ganaría en calidad de vida y rompería esquemas: por costumbre quien cumple años en la celda se hunde en un silencio melancólico que suele devenir en llanto. Hace poco Furrumalla les contó a todos, sin que nadie se lo pidiera, que de niño su padre lo «sonaba» y después se ponía a llorar. La Sandinista (antes de perder la cabeza) juraba no recordar el día de su nacimiento, y aunque Mojamé se ha negado a revelar ese dato, es fácil de saber pues una vez al año, a mediados de febrero, pasa veinticuatro horas sin masturbarse. Incluso se comenta que Stiopa festeja sus cumpleaños encerrado en el cuarto de interrogatorios, días en los que así sin razón suprime el almuerzo y la comida de los 64


reclusos. No, ellos no entenderían sus matemáticas. Bien podría trazar en la pared un mapa en el que una cruz marque el lugar aproximado de la prisión y un círculo exactamente donde lo espera su casa, explicar después que cada centímetro entre uno y otro equivale a un pequeño escalón. Pero mejor llevar la cuenta en la mente, sí, mientras no lo vean contando con los dedos no sabrán alcanzarlo. Y Severo se levanta de su cama, y descalzo, da el primer paso.

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Una cosita especial

Hace días que Micha viene hablándome con tremendo misterio de su lugar secreto, era una sorpresa por mi cumpleaños, pero no pudo aguantarse y empezó diciendo a modo de adivinanza que se trata de un hueco, un hueco en el tiempo que nos traga niños y nos devuelve hombrecitos. Luego agregó que para llegar allí hay que subir al cielo, y por último que el cielo pasa por la escuela. Una cosita especial, una cosita especial. Cumplo doce años ¿no?, lo merezco, a esa edad los niños de la Siberia cortan abedules a la par de los hombres. ¿En serio, Micha? Qué sabrá él, pero suena natural, tiene un regusto a deseo cumplido: qué mejor regalo para un niño de la Siberia que un abedul maduro. ¿Micha, en serio hay abedules en la Siberia? A lo mejor ni siquiera hay niños y deben crear muñecos de nieve bonsáis para hacerse una idea de la infancia porque nacieron ya hombrecitos. Imagina lo rico que sería no tener que pasar por la escuela para cortar un árbol, imagina lo que es perder la mirada en abedules recortados contra la nieve, en ese blanco pleno. Digo una tierra prolongada hasta el horizonte, sin interferencias del mar, donde uno pueda hacerse viejo en una larga caminata, una larga sucesión de nuevas formas. Dicho sea francamente unos niños no serían capaces de tales palabras, sin embargo, oírme hablarnos así me sirve para ubicar una amistad que no sé dónde reencontrar. Micha, los hombres cubanos no se dan cuenta de nada. Sin más rodeos, la sorpresa de Micha es esta: Subimos a la azotea, una escalera oxidada que deja manchas indisolubles en los uniformes. 66


Nos arrastramos, nos llenamos de ñáñaras, nos dirigimos a una escaramuza. No olvidar: los baños del último piso pertenecen exclusivamente a las niñas de sexto, son casi baños de mujeres para nosotros, no olvidar. Micha, que va a la cabeza, se detiene y señala hacia el suelo con un dedo como si quisiera mostrarme algún insecto de rasgos divertidos. Pero es un hueco en el techo con vista a los baños, un hueco a través del cual las niñitas que hacen pipi pueden ver el cielo. Esperamos, hemos tendido nuestra tela de araña y ahora sólo resta estarnos quietos, todo ojos. Por fin entra una, cualquiera, con prisa, asustada, con las piernas bien junticas y va, como si la guiáramos con la mirada, directamente hasta nuestro secreto punto de observación y placer. Se baja el blumito y lo encuentra tinto en sangre, enchumbadito, no sabe qué hacer y la vemos llorar y sangrar a solas, en silencio, extasiados, hambrientos. Una cosita especial. Una imagen cándidamente atroz que se enquista en el cerebro para no abandonarnos jamás, como un amuleto. Y nuestras cabezas desaparecen del hueco y nos echamos boca arriba ahí en la azotea, donde se suceden las nubes alojándose unas dentro de otras. «Ahora sólo falta que nos crezca barba», comenta Micha en un alivio cómico que enseguida se torna relativamente melancólico, similar a una lenta y creciente impresión de pérdida. ¿Qué queda? Apenas eso: manosearnos la barbilla al sol, a la espera que asome esa brizna oscura y áspera que nos cubra el rostro hasta volvernos irreconocibles cuando emerja la luna.

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Posible interpretación del azul

El único inconveniente durante el nacimiento de Severo fue la prisa, casi antes de que su madre pudiera abrir adecuadamente las piernas, la criatura salió disparada como una bola de sangre y pelos color café que fue fildeada por su padre. Cuarto de siete hermanos, con el tiempo vino a romper la igualdad genérica, pues después de él sólo vinieron hembras y antes sólo había machitos. Hay quienes aseguran que precisamente por eso, por tener de aquí y de allá, fue siempre el más atrayente de todos. Si bien en las fotos familiares (por ser en blanco y negro) no llama especialmente la atención, es porque aquello que turbaba en Severo era el color de sus ojos. Nadie nunca pudo ponerse de acuerdo en cuanto al tono exacto de su mirada, aunque todos aceptaban que se trataba de una variación del azul. Kid, el hermano mayor, decía que eran de esa mezcla entre azul y gris de la mierda de los pájaros. Su novia y después esposa y viuda, murió asegurando que eran color cielo. Su madre convino en que eran del plácido azul del mar en verano, y esta definición complacía a su padre, que hablaba poco y por eso tenía siempre la última palabra. Fueran como fueran, sus ojos, con ese aire somnoliento, parecían estar todo el tiempo mirando a lo lejos. De pequeño Severo jugaba solo, desde los cuatro a los seis años estuvo convencido de que era una ola, y aunque sus hermanos lo molestaban él no reparaba en ellos y con toda lógica. ¿Qué pueden significar unos niños para una ola? La escuela vino a devolverlo a su forma humana, la escuela suele 69


afectar así a los seres precoces, los arrastra ya para siempre a un tiempo ordinario y de una seriedad impura. Su deseo de mar permaneció oculto pero muy vivo durante la adolescencia, tarde o temprano, sentía, cruzaría el océano. Ya se le pasaría, la mayoría de edad era internarse en una región poblada de miradas, donde uno debía aparentar que todo era simple y concluyente. Escoger un oficio, por ejemplo, le fue muy natural a sus hermanos, todos parecían haber nacido predestinados para alguna ocupación. Incluso Kid, el mayor, incapaz de leer dos líneas seguidas sin vacilar, compensaba su tosquedad con una vocación admirable por los trabajos físicos, inmediatos, esos que harán de un joven un hombre útil. Entonces Severo quiso ser algo intermedio entre la fuerza instintiva de su hermano mayor y su contraparte, la fragilidad penetrante de Esther, la menor de todos, que terminó siendo monja. Un odontólogo está a medio camino entre un médico y un veterinario, ser odontólogo, creyó, era poder ser cualquier otra cosa. Se graduó como uno del montón, ninguno de sus profesores se acordaría de él. Sin embargo a Severo le importaba poco o nada, su cabeza andaba en otra parte. Mientras sacaba muelas en la clínica pensaba en lugares estratégicos para colocar bombas contra el gobierno. Sus hermanos y la inmensa mayoría de los jóvenes de esa época ocupaban su tiempo ideando y colocando bombas. Hay dos finales posibles para una generación así de incendiaria: queman todo aquello que esté más allá de su piel o terminan quemándose ellos mismos. Por suerte para Severo el primer final prevaleció, y arrastrado por la euforia que provoca el haber jugado con fuego y salir ileso para contarlo, se casó 70


y tuvo hijos y una casa; días en los que fue feliz. Para sus ratos perdidos mandó a hacer un escritorio de caoba en el que, por las noches, anotaría sus impresiones diarias. Sentía que otra vez era una ola como una montaña azul, muy pronto ascendería hasta confundirse con las nubes. Pero la realidad es esta: Severo es enviado al frente de una fábrica donde, sentado tras un escritorio raso, haría su mejor papel de burócrata. Nuevamente, al igual que en la escuela, sentía el peso de los días y la necesidad de enterrar la cabeza en la tierra. Es la ausencia de los sueños, anotaba en su escritorio de cartón-tabla, la única diferencia entre trabajar en una boca abierta y en una hoja en blanco es la sangre. Cuando su hermano Gastón cae en desgracia con el nuevo gobierno y según fuentes cercanas sumado también a una gran depresión personal, Severo se desvincula de toda obligación política y se dedica exclusivamente a la odontología. En la cual se cuenta alcanzó cierta notoriedad más en las relaciones personales que en la práctica misma. Todavía a día de hoy, es difícil encontrar alguna vieja odontóloga que no sonría con cierta malicia al escuchar el nombre de Severo. Después hay miedos que lo recorren como un cosquilleo, sentirse visto sin poder ver le provoca una risita histérica que no sabe explicar. Está verticalmente en contra del gobierno así que es comprensible ser vigilado y también el deseo insensato de perderse tras una ola. Empujado por una oscura nostalgia regresa a su pueblo natal por unos pocos días de los que nada se sabe, aunque esto sí es una certeza: al regreso fue encarcelado. Los tres ¿cuatro? años en prisión fueron un espacio indeciso y brumoso por donde ya no cabía el 71


tiempo, que corría año tras año pero se sentía día tras día. Cuando es liberado carga en su interior el siguiente recuerdo: un cáncer en el colon del diámetro de una mandarina. Su hijo, al recibirlo en Miami, comprendió enseguida que Severo venía a morir: de su mirada había desaparecido todo atisbo de azul. Ahora bien, dicho esto vayamos a lo esencial: una vida no comienza con el nacimiento ni termina en la muerte puesto que una vida es como un río. Los ríos no nacen a simple vista sino que vienen reptando bajo tierra desde mucho antes, y tampoco van a morir al mar, lo correcto es que los ríos se van a fluir en el mar. Así pues, toda vida es un pretexto, lo que realmente busco es ir trazando un mapa.

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Pequeño satélite que lleva un sueño

Mierda, Micha, pero si vas para esa base de mierda donde no queda en pie ni un cartel en ruso ¿entonces por qué tomar esta carretera que bordea el mar y se confunde y se hunde en la noche? Supongo que en parte para alargar el viaje ¿no?, el tiempo, hoy es sábado y mañana será domingo y no puede permitirse llegar un domingo, mierda, los domingos no se llega a ningún lugar. Luego en parte también para atravesar por última vez esta carretera postnuclear, puras rocas donde se revuelcan las olas y esos artefactos que suben y bajan eternamente chupando petróleo, mierda, una roca infinita que solo debiera existir para verla de paso, siempre en movimiento, flotando en un barco o a cien km/h en un Lada 2600. Y claro está, en parte también por mí, supongo, para que sienta ese viento fresco que huele a algas marinas podridas al sol y a explosión de tuberías de gas. «Mierda, así se verá el mundo cuando se acabe el mundo (me grita Micha con la cabeza fuera de la ventanilla), así se veía Chernóbil después del ¡BOOM!» Y suelta el timón para repetir, ¡BOOM!, con el pelo al aire como si estuviera bajo el agua y sus labios gritaran un ¡BOOM! repleto de burbujas. Y yo me río y le digo mierda, Micha, despelúcate si te da la gana pero asere no sueltes el timón, mierda, que te arranquen la cabeza si quieres, pero deja las manos aquí conmigo. Entonces él se tranquiliza un poco y me explica que saca la cabeza para que se le despeinen los sueños, para que lo dejen en paz. «Aquí soñamos mucho, hacemos las cosas soñando con hacer otras mejores y así no terminamos nada de nada». Y mierda, Micha, después de una frase 73


tan llena de mierda es lógico que se pose entre nosotros el silencio, ¿y qué es el silencio sin un cigarro, sin el humo? Por eso, porque sabemos de silencios, enciendo dos a la vez y le coloco uno en la boca a Micha, que ya está poniendo música. Mierda, la misma canción triste, rusísima, la única que sirve para escuchar en un Lada 2600 mientras se cruza una carretera junto al mar, a las rocas, a esos robots pasados de moda que no han parado de chupar frente al oleaje en cincuenta años. ¿Y lo más cómico del asunto? Esta isla, mierda, esta roca no da petróleo sino chapapote: 90% azufre, 6% agua salada y 4% de otras piedritas licuadas. «Un día, créeme, esas rocas se van a cansar de que le saquen su sangre negra y pegajosa, mierda, y van a gritar y salpicar la isla enterita de chapapote, y ahí sí que todos vamos a ser iguales, pura mierda. Porque así se procese ¿verdad?, si te piden más de lo que puedes dar entonces estallas y bañas todo aquello que te rodea de esa natilla oscura que es la rabia». Qué cosas dices, Micha, mierda, cómo te voy a extrañar, un océano y un continente de por medio, ¿en serio irás a Chernobil? promételo, mierda, júrame que vas a mandar foticos con la ciudad del ¡BOOM! de fondo. Vete tranquilo, vete durmiendo si quieres, que yo aquí arrullo a tu madre y velo porque nunca le falten cigarros, y los sábados me la llevo a Tarará para que tome el sol echada en la hierba mientras le masajeo los pies. ¿Cartas? También, lo que sea, te escribo «aquí seguimos esperando bajo el sol por un ¡BOOM!» y dejo que ella rocíe de humo azul el papel antes de doblarlo infinitas veces, para que lo reconozcas, para que lo entierres como una semilla en la nieve. ¡Mira, Micha! Mira cómo saltan al vacío amarrados por los pies, mierda, una cuerda para suicidarse y vivir para contarlo. Las leyes del tránsito 74


prohíben detenerse en los puentes, pero no dicen nada acerca de tirarse de ellos. Bacunayagua, mierda, qué nombrecito, imagina a una rusa del tamaño de una palma que nunca deja de fumar pronunciando Ba/cu/na/ya/gua, y humo. Mierda, Micha, estamos obstruyendo el tránsito, pero está bien, fumemos en paz, a alturas así o se vuela o se fuma. Míralos, qué edad tienen esos fiñes, a qué generación pertenecen, si nos acercáramos no hablaríamos el mismo idioma, nos sacaríamos chispa, mierda, la juventud está perdida, Micha. Ni siquiera saben lo que hacen, en sus cabezas no están saltando al vacío sino haciendo góming, ¿ves la diferencia?, para nosotros es casi una declaración de principios y para ellos apenas un hobby. ¿Cuántos de los que alzaron el puente de Bacunayagua no resistieron la tentación de lanzarse? Sin cuerdas, al pelo, sin más hobby que el de convertirse en maleza allá abajo en el bosque. Mierda, Micha, di que no, mejor vámonos, no la montes con nosotros, con esa cara y esa ropa seguro vendría a criticar nuestra música durante el viaje, seguro está escapada de su casa, niña malcriada. Acelera, déjales una estela de humo por toda respuesta, que es lo que hacen los adultos con la generación de sus hijos. Acelera. Mierda, ya sé a qué suena esa canción rusísima, suena a autopista al atardecer, Micha, qué tristes son las autopistas a esta hora. ¿Sabes cómo se llama ese vapor que irradia el asfalto cuando refresca? No, Micha, en ruso no, mierda, en Rusia las carreteras no acumulan ni conocen el calor. Calima, Micha, eso que ves es la calima, recuérdalo tan bien como el nombre de tu madre, así: «Irina en la calima esperando está». Escribe en los cristales empañados allá en el frío: «átse odnarepse amilac al ne anirI» para que en el exterior nevado osos, lobos y abedules sepan. Mier75


da, dicen que de noche en la Siberia el cielo está tan ahí mismo que hay que andar encorvado, no es por el frío como nos hacen creer, sino por las estrellas, Micha. ¿Recuerdas a Valentina Tereshkova? De cuando Irina nos contaba su historia para dormirnos, como buena cosmonauta terminó en la política. Aunque contraria a sus colegas (los políticos, no los cosmonautas) misteriosamente continuó siendo comunista después del ¡BOOM! Mierda, Micha, a lo mejor allá arriba, adonde tampoco llegan las ballenas, se encuentra la explicación y el sentido último del comunismo. Quizá por eso Irina jamás nos contó el final real y nos dormía con ese cuento en el que Valentina no volvía a tierra. Para protegernos, Micha, porque ¿para qué regresar? Mierda, si tensamos la cuerda un poco más quizá hasta eso significó el viaje de Arnaldo Tamayo, un negrito de Baracoa que subió (y perdón la jerga espacial) a cultivar los primeros monocristales orgánicos en microgravedad utilizando azúcar cubano y al que resulta lógico imaginar ensimismado en la nave mientras observa su isla buscada, minúscula, que contrario a lo que nos contaron de niños sí se puede tapar con un dedo. A lo mejor hasta esa base ultrasecreta de radales (por poco no digo militar) a la que te diriges, en lugar de espiar a los yanquis recibía señales del espacio exterior, sonidos indescifrables y dañinos para el oído y los nervios, cantos de sirenas. Resonancias que cuando la base dejó de ser ultrasecreta para ser desmantelada quedaron errando en el aire, ecos que zumban en son de burla porque al igual que hoy nos parecen ridículos aquellos que hace siglos creían ciegamente que la Tierra era plana, dentro de poco otros se divertirán con nosotros porque intentamos hallar en el espacio lo que deberíamos buscar en el fondo del océano, allá donde sólo lle76


gan las ballenas. No Micha, mierda, no te me duermas, ya sé que la autopista de noche y esa canción son una invitación constante al vacío, pero todavía estoy contigo. Mierda, dame el timón y déjame llevarte, ¿no es verdad que con imaginación y locura este Lada, una luz atravesando la noche, podría pasar por un pequeño satélite extraviado? Tengo para mí que es durante los largos viajes cuando asoman las grandes ideas, uno dice: «voy al rincón del mundo en el que se sitúa mi origen y después ya veré». Entonces uno cae allí, La Sal en mi caso y La Siberia en el tuyo, y enseguida advierte que con suerte encontrará sombras que resulten familiares. ¿Y para qué el viaje dices? Pues para la vuelta, para no ser más el que se era. Mierda, digo que maduramos, Micha, de qué otro modo justificar esta búsqueda, porque si quisiéramos respuestas iríamos al encuentro de nuestros padres, tan simple que asquea. En el fondo nosotros sólo queremos «dudar», que es un deseo de otro orden, de ahí tu esperanza gratuita de hallar a tu tío Igor en la nieve y también mi obstinación en rescatar los fragmentos de lo que fue Severo. Igor y Severo: una banalidad provocadora. Aunque suene espantoso, somos la generación de los sobrinos, Micha, fuimos consecuentemente cagados en la cabeza por nuestros padres y por eso tuvimos que improvisar. ¿Una fractura genealógica dices? Puede ser, curiosa expresión para nombrar el rechazo a lo heredado, la incertidumbre. Si nos leyeran el futuro no verían hijos, ni un amor, tampoco eso que las líneas de la mano señalan como «éxito» a corto, mediano o largo plazo. Lo que dejan entrever las manos de Micha: una tenue pero todavía viva luz que se adentra en la oscuridad y en su parpadeo agónico orbita en torno al

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aliento de la noche, que es sólo visible cuando se cierran los ojos. Disminuye la velocidad de las cosas, la inercia nos conduce al silencio de la orilla de las carreteras. Es el cese de una presencia, mierda, es sentir una comezón seguida de una presión en la garganta, como un cólico que no terminará en vómito, ni en desmayo, ni siquiera en dolor. Algo de mí abre la puerta y hala al resto de mi cuerpo hacia afuera, al frío, me asomo por la ventanilla y distingo el perfil de Micha, el timón sosteniendo sus manos, los ojos fijos en el parabrisas. –Mierda ¿y qué se dice ahora, Micha? –¿Te casarías con Irina si fuera más joven?» Sonrío. –Mierda, Micha, me casaría con ella ahora mismo. El Lada corcovea, humo, chillan las gomas y esa canción rusísisima, siempre la misma, vuelve a empezar y se pierde mientras se aleja, deja de ser audible finalmente.

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El góming, instrucciones de uso

El góming es un deporte extremo que consiste en hacer un salto al vacío desde una considerable altura, desde puentes generalmente, con una conexión de los tobillos a una cuerda elástica, que permite, primero, caer acelerando, luego amortigua la caída y provoca rebotes, rebotes y más rebotes. Se trata de una experiencia emocionantísima, su caída libre y acelerada provoca una sensación muy especial, más aún la ingravidez y la confusión (pérdida de referencias) que se siente durante los rebotes. Podría pensarse que las sensaciones en paracaidismo, al ser la caída libre mucho mayor, son más intensas. Pero la cercanía del góming a tierra y sus consecuentes referencias próximas lo convierten en una actividad mucho más cargada de adrenalina. Eso lo sabe bien quien ha probado ambas actividades. Además, cuando se hace góming saltando hacia atrás, la experiencia resulta aún más fuerte, pues la sensación de caída libre no viendo hacia dónde vamos acrecienta el miedo, y eso se suele notar en la expresión del rostro. Generalmente no es una postura permitida para el primer salto, pues aumenta la tentación de saltar de pie. Y eso no es sano. Saltar de pie es tan radical que la impresión de vacío en las entrañas al momento de comenzar la caída es como si las vísceras subieran hasta la boca. El inconveniente es que saltando de pie, al tensarse la goma, ésta nos golpea, por lo que no es aconsejable dicha postura excepto en el góming pendular o pénduling y en algunos puentes que ofrecen la anchura adecuada (ni deficiente ni excesiva) para poder rebotar de pie con toda seguridad. 79


El góming, instalado y realizado debidamente, es una actividad de bajo riesgo (lo afirman y reconocen las aseguradoras que le dan cobertura) pero la creencia generalizada es la contraria: que es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer. Y claro que hay riesgos. El siguiente es un orden decreciente de siniestralidad: 1. Saltar mal. Es el mayor riesgo, pues para la mayoría de las personas suele ser su primer salto, y el nerviosismo lleva a actuar mal. Soltarse mal de la barandilla o de la estructura de la plataforma de salto, es una de ellas. Pero caer de pie es la más común. En esas circunstancias quien salta cae de pie hasta tensarse la goma, y el cambio de postura resulta muy brusco, pues la conexión va a los pies. Se ha llegado a medir ocho gramos de desaceleración en casos así, y eso no es nada agradable: casi multiplicamos por ocho nuestro peso, como si nos hubieran introducido siete cuerpos de nuestro mismo peso. Eso suele ser muy grave. 2. Rozarse o ahorcarse con la goma. En el góming se salta del mismo lado del puente del que cuelga la goma. Así, cabe la posibilidad de rozarse con la cuerda elástica durante la caída (riesgo que se puede evitar apartando el elástico en el momento del salto con un gesto rápido y despreocupado) o durante los rebotes (se puede evitar haciendo un salto largo o protegiéndose mientras se rebota, especialmente en el primer rebote). Ha habido varios casos (a nivel mundial) de ahorcamientos al enrollarse la goma alrededor del cuello de quien salta. Este riesgo se evita por completo en el góming pendular. Precisamente para eso se desarrolló dicha modalidad. 3. Que la goma estire excesivamente. Esto suele ocurrir por dos motivos: 1) por no emplear el elástico adecuado al peso de quien salta sino al de gente más 80


ligera; o 2) por hacer la instalación indebidamente, de una manera para la que no se diseñó la goma, especialmente por suspender la goma más abajo de lo debido, colgando de una cuerda demasiado larga. Las consecuencias de estos dos errores también son dos: 1) que el saltador toque suelo con la cabeza, o 2) que el saltador toque suelo con los pies. Ambas hacen mucho daño. 4. Que la goma estire demasiado poco. Consiste en saltar con una goma dimensionada para gente más pesada. Eso conlleva una brusca desaceleración y el consiguiente tirón para el saltador. Las consecuencias se acercan a desprendimientos de retina, rotura de capilares oculares, dolores en tobillos, problemas de osamenta y otros traumas poco aconsejables. 5. Rotura de goma. Es muy difícil de presenciar, pues una vez rota la goma el saltador sale disparado en un rebote fatal describiendo un arco en el aire que termina invariablemente con sus huesos en la tierra. Ni siquiera gritan, aunque se conocen casos que han logrado aullar (pues en eso se convierten los gritos en caída libre) antes de silenciarse para siempre en un golpe seco que según la altura, la aceleración y el viento puede escucharse en varios kilómetros a la redonda. 6. Caída de objetos. Quien salta no debe llevar nada que se le pueda escapar (bolsillos vacíos; calzado bien amarrado; sin gafas, gorras, monedas, joyas y objetos de valor). Es especialmente importante que pueda haber gente abajo. Y toda la gente que pueda estar en el puente o plataforma de salto ha de conocer y cumplir esa norma. Cuidado especial con los objetos rodantes (botellas, latas, etc.) que puedan caer del puente o rodar a la calzada y ser pisadas por el tráfico (con accidente de moto o bicicleta…) Hay otros riesgos (terremotos, rachas repentinas de 81


viento, colisiones con aparatos voladores, aves, perdigones perdidos) que no están en manos de quien gobierna el salto, pero que debe prever y paliar en lo posible. 7. Saltar sin recibir permiso. Saltar al vacío, ya sea con cuerda o sin ella, nunca ha sido del gusto de las autoridades. Y como obtener un permiso legal demora aproximadamente varios días, es de común acuerdo entre los saltadores con experiencia obviar tal burocratismo y saltar cuando les viene en gana. Sin embargo, también es sabido que una vez que aparece la policía, todos se sienten en pleno derecho de salir corriendo sin remordimiento alguno. De modo que el saltador en turno queda rebotando a solas en el vacío para después ser conducido pacíficamente a la cárcel más cercana. El tiempo a permanecer en cautiverio depende en gran medida de las leyes respectivas de cada país, aunque de ninguna manera excederá las setenta y dos horas, de lo contrario se estará cometiendo una injusticia con el saltador en cuestión.

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Estudio de un paisaje con playa

UN PUEBLO

Nada sucede frente a mí, como si este decorado modelo de pueblo colonial estuviera a punto de caerse por la mitad; este paisaje, su necesidad, cierta pérdida que nos toca y nos descubre en paz hoy por ayer. Aquí huele a pasado, debido al estado general de ruina uno parece haber retrocedido cincuenta años con la agilidad de un gesto. Entre el asco y la extrañeza, es fácil percibir el desespero largamente contenido. Sin embargo y por suerte este paisaje asfixiado respira en el mar, que todo lo suaviza y recompone, que en las noches nos mece con su rumor de triste canción llevándose la locura para devolver al amanecer, por qué no, algo de esperanza. Aquí se mantiene intacta aquella tradición de que por el mar y sólo por el mar se va a otro mundo. Los pocos héroes que ha dado La Sal descansan con sus ojos llenos de peces sombreando el oleaje. Para encontrar el caserón de la familia apenas se requiere levantar la mirada desde cualquier rincón. Y para conocer la historia de los que fundaron esto que queda apenas se requiere bajar la mirada. Los pueblos en decadencia se alimentan del olvido y de una sana resignación: por aquí hace rato que nadie alza su voz. KID

Me siento frente a él, una osamenta que aún conserva cierta respiración y creo que me ve, que sonríe, creo que está ahí. Presiento que en su organismo 83


cualquier mueca puede convertirse en ruido y luego quebrarse como un tallo. No habla, las palabras se forman entre los dientes y la lengua, partes que él, como quien dice, ya no tiene. Sus sonidos quedan atrapados en algún resquicio del cuello, y sólo vibran, uno sabe que habla porque su cuello tiembla como si ocultara una criatura medio viva. Por las mañanas lo abandonan al portal en lo que de una forma medio perversa califican cariñosamente de «sacarlo a tomar el sol». Para que no estorbe, para que nadie tropiece con él. Inmóvil y babeante en su silla de ruedas, además de adorno, hace función de espantapájaros pues todo aquel que pasa por allí gira la cabeza hacia otro lado y apura el paso. Sin embargo los niños no, ellos son amigos de Kid y le pegan mocos en el pelo y le orinan los pies y le meten lagartijas vivas por dentro de la camisa que le hacen cosquillas en la panza. Quise alejar a los niños, pero en el rostro de Kid se dibujaba lo que parecía una sonrisa cuando ellos estaban cerca y lo que parecía tristeza cuando se iban. Sus nietos, de los que ha olvidado sus nombres, le han hecho creer que si duerme con un caracol en la oreja soñará que respira bajo el agua. A veces Kid no logra dormirse ni siquiera con el caracol y ellos dos le cantan, entonces Kid primero es seda y después es pez. Sus nietos son más o menos de mi edad, adultos podría agregar, pero no lo haré. LOS GEMELOS

Ellos nunca han llamado a Kid «abuelo», para ellos Kid es Kid. Y en lo que mucho tiene de buen gusto, para ellos mismos no son Yunieska y Yunieski, ella más bien responde al movimiento, a lo que la gente dice sin decir, y él sólo responde a la onomatopeya Gu-gú. Gu-gú pertenece a los retrasados mentales 84


que no dan lástima, a veces provoca gracia, a veces duda, a veces miedo. Hay algo pecaminoso atrapado en su mirada, como si pudiera hipnotizarte. Rápidamente tomo nota mental del asunto para evitar encontrarme con sus ojos. Les digo «estoy aquí recolectando pistas sobre el tío Severo», les dije la verdad. Y ella me asegura que además de Kid el único resto de aquel tiempo es el Niño Elías, y a continuación pregunta «¿cuál es tu juego preferido?» Después de pensarlo un rato, contesto que hace años, de niño, era bueno con los yaquis. Mostrando no ser sordo, Gu-gú se para de un salto y desaparece corriendo en el interior de la casa. Uno, dos, tres, cuatro segundos en los que la prima Yunieska no para de sonreírme como si yo fuera víctima de algo que no alcanzo a entender. Vuelve Gu-gú y esparce los yaquis a nuestros pies, se saca la pelotica de goma de la boca y juega sin perder una, dos, tres, cuatro partidas seguidas. Luego se traga la pelota de vuelta, recoge los yaquis de un pase de mano y sale al portal. En su ausencia, un plácido silencio se posa entre nosotros, parece que estuviéramos escuchando el mar. Hasta que nos inunda de una bofetada un olor como a caca de bebé. Salimos y lo encontramos cambiándole el pañal a un Kid que sueña dulcemente; Gu-gú también podía oler, aún debía mostrarme que no era mudo. LA PLAYA

El papel de los habitantes de La Sal consiste en transitar por la orilla como huéspedes invisibles, en sus rostros se puede leer: «Las dunas de arena mueren si caminas sobre ellas». El mar de esta playa es de un vaivén pesado, cuentan que incluso ante frentes atmosféricos sólo reac85


ciona con un leve zarandeo. Tan claro y liso, nadar hasta lo hondo y quedarse allí con los ojos cerrados, flotando, no se diferencia en nada a cavar una tumba durante el día para echarse a pasar la noche. Es necesario ser arrancado violentamente de ese mimetismo con el azul, en caso contrario es como si olvidaras respirar y flop, te hundes. Y ahí abajo todo es arena, lo he comprobado, desierto ingrávido que olvidó a peces y náufragos. Un arrecife poblado de criaturas inocentes crece como una muralla varias millas mar adentro, en boca de los pescadores conserva vivos ciertos colores que el tiempo no ha podido diluir. ¿Qué significa esto? ¿Qué sucede allá? Dicen que si uno aguanta la respiración y se sumerge, pululando entre los corales vuelve a creer en el aspecto de las cosas.

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Bicicletas como caballos hermosos

(Lo que sigue, parte de una grabación hecha al Niño Elías poco antes de que perdiera el habla debido a una isquemia)

Cuando yo tenía quince años La Sal era lo mismo que hoy, pero un poco mejor, era, por así decir, un amague de ciudad o al menos la gente se comportaba como tal, como si faltaran apenas unos añitos para que el desarrollo terminara de llegar. No quiero malas interpretaciones, estoy orgulloso de este medio siglo que en buena medida parece no haber pasado por aquí, no te equivoques, yo soy lo que soy. Sin embargo, sería imposible obviar que ahora no hay más que silencio en este pueblo, y locura, un mar aún más virgen que aquel de mi adolescencia, pues antes cualquier hora era buena para ver aparecer un barco en el horizonte y hoy si uno se esfuerza, con suerte avista algún solitario bote de pescador. Hace poco mi nieto, sin dudas más listo de lo que fui a su edad y sospecho que más listo de lo que soy de viejo, me dijo que en La Sal hace rato que habían dejado de pasar los años y en su lugar el tiempo había tomado la forma de huracanes que arrasaban con todo lo que existe. ¿Entiendes abuelo? –dijo con esa mezcla de lástima y ternura con que nos hablan los nietos– estamos yendo hacia atrás, cada vez más cerca de los primeros días, cuando esto por aquí era pura ciénaga y mar (…) A veces siento pena por él, y por los hijos que tenga, le enseñé a amar tanto este rincón del mundo que lo veo incapaz de vivir en otro lugar. A su padre en cambio no pude educarlo mucho, demasiado ocupado en adoctrinar a otros. Suele pasar, sin rencores por su parte, creo, él sabe quién fui. Yo sostengo que los hombres deberían criar sólo a sus nietos, los hijos pertenecen exclusivamen87


te a las madres, aunque tampoco ando diciéndolo por ahí, ya que hoy, incluso en este fin del mundo lo acusan a uno de machista hasta por hablar alto. Antes sí, en el tiempo en que conocí a tu tío Severo todos nosotros hablábamos altísimo y lo peor o quizá lo mejor, quién sabe, es que siempre hubo muchos con voces más fuertes que las nuestras. ¿Me sigues? Una gran generación la mía ¿de acuerdo?, lo que pasó es que tantos gritones solo podían terminar chocando entre sí. Mi relación con Severo o con el tío Seve como te empeñas en llamarlo, que además de hablar alto lo hacía igual que en las novelas de radio, siempre fue en desventaja. Siempre que nuestros caminos se cruzaron él fue mi jefe y yo lo que sigo siendo: el Niño Elías, o Niño a secas, como le gustaba llamarme. Me decía Niño no te me despegues y las cosas van a salir bien cuando salíamos a poner un petardo en alguna esquina o a pintar algún cartel contra la tiranía. Ese tipo de cositas, que a cincuenta años de distancia causan risa, era lo que hacíamos, ni más ni menos, para sentirnos grandes. Ninguno de los dos y estoy seguro que ningún otro bajo su mando había disparado un arma jamás, por supuesto todos estábamos locos por irnos a la Sierra, donde había que andar con la cabeza gacha para que no te la volaran. Pero tu tío no, Severo me decía Niño, estudia primero y después dispara, que es el orden correcto, si te quieres divertir yo te llevo a poner unos petardos en un parquecito cerca de la policía y te quitas la picazón. Sin embargo, yo, tan cabezón a esa edad, no estudié y tampoco me alcé, para mí la revolución triunfó demasiado rápido (…) Para evitar incomodidades prefiero no hablar del resto de sus hermanos, con los que traté poco y mal. De sobra debes saber que tu familia es como mi generación en versión doméstica: una sarta de gritones. Con haber tenido a uno cerca basta y sobra. Me imagino que debes estar pensando: coño qué clase de muela me está metien88


do el Niño Elías. Pero tú aguanta ahí, que ya viene lo que esperas. Mira, en el cincuenta y nueve le perdí la pista por un rato a Severo, eso sí, me enteré que se había casado, a saber: una rubia finísima, de raza ¿me sigues? Después, cuando pasó la euforia colectiva de esos meses, tanta bulla distrae, figúrate que lo mandaron de vuelta como administrador en una fábrica de bicicletas, única en su tipo en el país. Enseguida me pidió que fuera con él y como yo estaba en el aire porque no había estudiado, porque no me había alzado, acepté de una. Para decirlo por arribita y sin que duela, aquello era una fábrica de globos, jamás cumplimos ningún plan si es que existió alguno. Severo andaba hecho un no sé qué, con esa cara que ponen los niños cuando levantan castillos de arena y al otro día descubren que es como si no hubieran hecho nada, que la marea es una de las formas del tiempo. –¿Niño, no te parece raro o como mínimo cómico que a nosotros, que llenamos el pueblo entero de carteles y petardos, ahora nos manden a llenarlo de bicicletas? –Es el futuro –le decía yo para animarlo–, el futuro. Una bicicleta, dos bicicletas, tres bicicletas, cuatro bicicletas, cinco bicicletas, seis y siete bicicletas, nueve, diez (…) A eso de fines de mes –no había un día fijo– aparecía de la nada un camión que cargaba todo y luego se perdía en una nube de polvo, y vuelta a empezar. Fue ahí mismo que Severo empezó a fumar más que Peter Lore. ¿Y yo? Chico, la verdad no me quejaba, las bicicletas son un invento hermoso, yo sentía que ensamblábamos caballos salvajes, que dábamos vida. Así de útil me creía, o así de ordinario como me llamaba Severo, que al verme pinchando con tremenda contentura me decía Niño, tú sí que eres una criatura ordinaria, tú sí tendrás un futuro feliz en este país. Obvio ¿no te parece?, si el futuro en este país eran las bicicletas. A veces tu tío decía ob89


viedades de ese tipo como queriendo decir otra cosa, a veces se le escapaban esos gritos que llevaba atragantados aquí dentro (…) Las guerras en la televisión parecen guerras del pasado, armas de juguete y cuerpos que simulan muertes aparatosas. De más está decir que yo me enteré que Vietnam era un país gracias a la televisión y a la guerra, en ese orden. Un vietnamita promedio es del tamaño de un adolescente, y un vietnamita mutilado prácticamente cabe en un cochecito para bebés. Fabricar un cochecito es a grandes rasgos igual o más simple que fabricar una bicicletica, pero muchos cochecitos, eso ya es otra cosa. A consecuencia de la capacidad de abstracción de esos que se explayan en ocurrencias humanitarias, nos asignaron el curioso objetivo de fabricar diez mil carros para inválidos. Plazo: Un año. Destino: Vietnam. Motivo: ¡La guerra! A uno lo juzgan demasiado generosamente y lo peor es que uno se lo cree, en el fondo a uno no le interesan los muertos de una guerra que sucede en la televisión, pero uno quiere interesarse para que los demás lo quieran a uno. Eso me lo enseñó Severo. –¿Niño, no te parece un abuso de confianza que nos manden a fabricar carritos de inválidos para otro país? –Es el futuro, Severo, las exportaciones son el futuro. La primera medida que tomó Severo fue la de prohibir a los obreros que se refirieran a los vietnamitas como chinitos, costumbre muy arraigada por estos lados, donde todo aquel con ojos medio rasgados es chino automáticamente. Y los obreros obedecieron sin chistar, ¿quién no iba a seguir aquella voz? Las mujeres, claro, secretarias que cometían las torpezas más infantiles con tal de que «el doctor Severo» les hablara de nuevo. Una voz, unos ojos que se iban opacando día por día, un cuerpo que 90


pronto sería del tamaño de un vietnamita y cabría cómodamente en su cochecito. Hasta yo, que nunca he sido un gran soñador, tenía pesadillas todas las noches con chinitos lisiados –perdón vietnamitas– que venían a reclamarnos a tu tío y a mí por no haber cumplido el plan del año. Y a veces soñaba peor (…) La diferencia entre ayudar a 10000 inválidos y ayudar a 7500 es de 2500 cochecitos, ni más ni menos, y la única diferencia entre un inválido en cochecito y otro a secas, es que uno rueda y otro se arrastra, ni más ni menos. Sin embargo las ocurrencias se resuelven con reuniones, y las reuniones con castigos. Hay reuniones diarias, reuniones de fin de semana y de fin de mes, reuniones secretas, reuniones femeninas, infantiles, reuniones para prever otras reuniones, reuniones extraordinarias. Cuestiones complejas: ¿qué cambia el hecho de saber por anticipado lo que sucederá en una reunión? ¿Dolerá menos, igual, más aún? ¿Son predecibles precisamente para que el culpable, Severo en este caso, ni siquiera se tome la molestia de protestar? ¿Y protestar, además de altas cantidades de saliva, nos libera de algún otro peso? Mejor limitarse a la acepción oficial: «una reunión se efectúa para analizar algo que ha salido mal, y de ser posible, solucionarlo». Se palpa, Severo se reencuentra al salir por la doble puerta verde del salón de reuniones, tiene un aire de quien ha caído a un claro en mitad de la selva e instintivamente se registra buscando huesos rotos, sangre. Severo se palpa, enciende un cigarro y deja actuar al humo, su cuerpo lo digiere y se va relajando como ante un masaje. –Severo ¿qué haces aquí si tú eres dentista? ¿Por qué no pediste que te mandaran a una clínica o un hospital? Y tu tío se me queda mirando con esos ojos tan azules que uno sentía vergüenza por tenerlos de otro color y

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sonríe, sonríe por primera vez desde que nos pusieran al frente de aquella fábrica. –Pensé que iban a pedir que me hiciera cargo de algo más importante, mucho más grande. Con el tiempo, a medida que iba perdiendo todos mis dientes, siempre pensaba en tu tío, que era dentista y no quería serlo, que podía ayudar a mucha gente adolorida como yo y prefería pensar en esas cosas mucho más grandes. Severo aún vagó en pobres tardes por La Sal, vegetando, perplejo de seguir vivo, como queriendo completarse en su intimidad, en su mujer, en el silencio. Pero quien ha creído una vez ya no podrá sentirse a gusto en esa dicha doméstica de los seres llanos. Según escuché por ahí, su hermano Gastón –que hablaba alto de verdad y sí sabía usar armas–, lo envolvió en esa nube oscura suya que ya no se alejó más de su cabeza. Por ahí también hay quién dice que en realidad Gastón le abrió los ojos a Severo, qué sé yo ¿quién soy yo para meterme entre hermanos? La última vez que nos cruzamos, él ya desvinculado de todo y yo con tantos deberes que había olvidado el rostro de mi hijo, me contó algo que sigue dando vueltas en mi cabeza y que tal vez a ti te abra alguna puerta. Me dijo, Niño, ¿tú ves los muñequitos? Y sin esperar respuesta me soltó que unos días atrás había visto en la televisión Tío Stiopa, un animado ruso sobre un policía muy alto que salvaba a gaticos y niñitos de los peligros de la vida, un auténtico héroe si los hubiera. ¿Comprendes Niño? Es el hombre nuevo, o lo que es más exacto, la idea del hombre nuevo fue creada a imagen y semejanza del Tío Stiopa, sus pequeñas hazañas debieron ser nuestro único fin. ¿Qué haces aquí Severo? –le dije como si le hablara desde un sueño o desde el pasado, que son el mismitico lugar–, ¿por qué no vas a sacarle dientes a la gente? Tu tío me miró, y como ya usaba 92


gafas el azul de sus ojos no te dejaba helado como antes, y muy triste, decepcionado diría yo, susurró: ¿Niño, por qué no ves muñequitos? Mírame, Severo –le pedí–, ¿en serio estás viendo a un niño? Y su mirada dejó de ser azul y se fue nublando y no me vio ni me escuchó más, pero aún le seguí hablando, hablando con las nubes. Le conté que había estado en Moscú y que no había visto a ese tal Stiopa, pero había conocido la nieve. ¿Estás hablando de la nieve, Severo? ¿Todo esto que me contaste tiene que ver con la nieve? Su rostro se volvió una mueca ligera, burlona, de asco, y eso fue todo. Después nos alejamos y un mar de gentes y años y palabras se fue amontonando entre nosotros y yo me dije qué suerte que hay mares que no se pueden cruzar a nado, porque de volvernos a ver seguramente no íbamos a reconocernos.

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La Sal después de una lluvia

Después de una larga ascensión, el descanso, esto es la cima del punto más alto de La Sal: un respiro. Calles trazadas siglos atrás a medio borrar, casitas de juguete bajo el mismo tono pardo de sus tejados. Y detrás de los tejados. El mar. Aguas intranquilas pidiendo a gritos una tormenta. La blusa de la prima Yunieska también pide mojarse, yo (lo admito) pido que llueva más por la blusa de mi prima que por el mar. Por último está el rostro de Gu-gú, que paralizado en su mueca eterna de idiotez, no pide lluvia ni sol. ¿De quién fue la idea? De nadie, es simplemente razonable que bajemos al mar, nos hemos quedado sin recursos allá arriba. Y otra vez me siento hijo de mi padre, a gusto con el lugar que ocupo mientras se aproximan el mar y la lluvia. Pero no lo menciono porque suena cursi, porque la lluvia y el mar en este pueblo suspendido en un tiempo que se fue y fue mejor, vuelven ridículo cualquier pensamiento. Incluso el mar parece existir únicamente para ser observado y escuchado, nombrarlo o bañarse en él sería una transgresión, otra violación humana. Sólo esperar es posible, mirando al cielo, aguardando ya no la lluvia sino algún sacrificio. Y llueve. Nos dejamos llevar por una calle ancha que desciende con nosotros a la playa y que va quedando desierta a nuestro paso, todos se ocultan del aguacero, todos han corrido. 94


Y la lluvia se orienta hacia el mar y no por el viento, es que va a donde pertenece, sí, las nubes negras ansían el mar abierto y sin prisa allá se deslizan. Con lentitud, la tarde de verano recobra el cielo, ha sido apenas una llovizna, para lo que nos rodea debió ser como la irrigación fugaz que humedece los ojos en un parpadeo. Así de imperceptible pueden ser las tormentas aquí, es una certidumbre. En la arena húmeda se entierran mejor los pies, las huellas duran más. Pesadamente, el letargo de las playas vacías al atardecer se aloja entre nosotros, uno diría que estamos listos para echarnos a dormir. –¿Sabes que si pudieras bostezar por más de siete segundos tendrías un orgasmo? –Algo de eso he oído. –Acepta que sería como mínimo divertido, ya que es casi imposible no bostezar cuando vemos a otro hacerlo ¿verdad? Entonces los orgasmos serían un acto reflejo, serían públicos y por tanto seríamos mejores personas». –Pudiera ser, pero también pudiera no ser. –¿Qué pinga significa eso? –No sé, que los orgasmos están sobrevalorados o que los bostezos, como un placer a pequeña escala, tampoco están mal. –¿Estás seguro que somos familia? Me mira, yo miro a otra parte, Gu-gú abre la boca en un sonoro y espléndido bostezo que se nos pega, que alargamos hasta que nos duele la mandíbula y que a falta de un orgasmo nos humedece los ojos, apenas. –¿Tienes novio? Abre, estira y cruza las piernas con un desparpajo en parte infantil en parte marimacho. –Al Kid le gustaba decir que el problema de las mujeres de esta familia siempre fue esa manía de 95


hablar y responder y protestar, demasiado boconas para el amor. –¿Y los hombres? –Kid odiaba tanto a la mitad de sus hermanos y amaba tanto a la otra mitad que amor y odio se le confundían en la cabeza. Gu-gú recuesta la cabeza al hombro de su hermana y cierra los ojos como un bebé, ella le acaricia la barbilla sin dejar de hablarme, como sin darse cuenta. –Él es un poco como una planta, ¿sabes?, hay que hablarle y sacarlo al sol, enseñárselo a la gente y sentir orgullo por él. –¿Lo llevas contigo por las noches? –Lo llevo conmigo siempre, aunque no dejo que beba, el alcohol lo pone loco y eso es feo, no se puede ser tonto y loco, muy feo. Que se conforme con fumar, cualquier colilla que recoja de la calle, bien pisoteada, o bien mojadita, todo aquello que eche humo es cigarro. –¿Quieres fumar? –Yo no fumo, pero él se babea por un cigarro, míralo. Enciendo un cigarro y se lo paso a Gu-gú, verlo fumar con su alegría simiesca hace que «humo» y «mar» no quepan en una misma oración. Quizá tenerlo cerca sea saludable para uno. Ahora paseamos por la orilla buscando caracoles grandes para Kid, que no puede dormirse sin escuchar el mar pegado a la oreja como una radio portátil, como esperando algún aullido familiar en ese rumor artificial y monótono. –¿Lo has intentado? –Muchas veces, pero nunca escucho nada. –¿En serio nunca te ha hablado el mar?» –Todos los caracoles me parecen de plástico. 96


–¿Nunca Nunca? –Nunca. Sonríe, la prima sonríe y con ello se expone sin saberlo a que la toque, quizá hasta que la apriete y le duela. –Incluso mi hermano se lleva bien con los caracoles, a su manera claro, pero que sea él quién le susurre imitando el oleaje no quita que entienda del mar. Al final, si un caracol emite ruidos de olas, entonces también debe saber escucharlas. –Nunca nunca. Avistamos a su hermano, que se ha quedado atrás, medio enterrado en la orilla da la impresión de que será barrido por una ola que ya viene creciendo allá en lo hondo. Volvemos sobre nuestros pasos, en silencio y sin apuro, lo sabemos en esa función terrible de abstraerse y abandonar el momento presente, no escapará. La prima se deja caer a su lado con agotadora suavidad, si llevara un vestido y el cabello largo conformaría junto a su hermano una imagen maternal, pero tiene unos short de mezclilla y el pelo corto, pinta de adolescente insensible. Gu-gú agarra uno de esos caracoles diminutos y lisos como un caramelo y se lo lleva a la boca, sonríe. Ella abre la mano bajo su barbilla y él escupe lo que chupa y se pone a trazar líneas sin sentido en la arena que lo vuelven a hacer reír. Ella deja caer el caracol en una ola que viene y se va. –¿Lo ves? Él sabe distraerse, yo me aburro tanto aquí que hay días en que me da por gritar. Veo esto: el caracol diminuto y liso que devuelve la marea hasta mis pies, quiero agarrarlo, olerlo, descubrir qué significado tiene dentro de esta escena. Porque sin dudas debe tenerlo, si creo en lo que estoy viendo, un caracol entonces no es sólo un caracol. 97


Rubias para Kid

Ser viejo es amanecer panza arriba en una cama que ya apesta a paz. Aceptar con agrado y sin trabas esos contactos paralíticos: efecto generalmente imbécil que produce en algunos hombres solos la vejez, aquellos a los que las carnes flácidas vuelven hombres buenos hacia el ocaso. Un viejo bueno es alguien que no para de arrepentirse, vencido por una necesidad urgente como la sed de pedir perdón. ¿Pero a quién? El que se queda siempre se lleva la peor parte, pues no le está reservado el olvido, ni el sueño, mucho menos el perdón. Kid, digámoslo, es un viejo solo que nunca salió del pueblo donde nació, cuestión de principios o complejos su falta total de curiosidad por lo que estaba más allá de la punta de su nariz. Bien te veo, Kid, bien te veo, ya era hora del asco, ese deseo forzado que sube del estómago, atraviesa la garganta y se queda en la punta de la lengua: ansias de hijos, nietos y mascotas, una esposa aunque sea muerta, ansias de una ridícula foto familiar para engañar a la muerte, engañarse a uno mismo y poder decir «algo he dejado» a modo de despedida. Kid nunca supo con precisión a cuantas mujeres preñó por ahí, nunca miraba atrás, sus piernas iban demasiado rápido para esos detalles. Prefería las rubias pechugonas, que escasean, que parecían palomas doradas en fotos de revistas. Kid usaba camisas ajustadas para que sus bíceps hablaran por él, entraba a los bares, marcaba a la rubia menos teñida y se sentaba en silencio a su lado, a fumar, a mirarla así como si ya estuviera desnuda. A veces Kid debía 98


espantar algunos buitres que se le posaban a las rubias menos teñidas, nada serio, a veces bastaba con que Kid llegara a un bar para que las rubias menos teñidas quedaran servidas. Kid ni siquiera había sido boxeador, pero nadie recordaba su nombre real, nadie lo miraba a la cara, sino a los bíceps. Sus padres lo apodaron así para animarlo, ellos fueron los primeros en comprender que su hijo mayor sólo tendría futuro tumbando cosas. Era un sueño que le pagaran por adormecer cuerpos, su sueño, el de Kid y no el de ninguno de sus hermanos, todos tan inteligentes, tan parecidos a sus padres. Sin embargo las rubias eran la realidad, frágiles y doradas ¿quién con dos dedos de frente querría soñar con uno de esos cuerpos en la cama? Con las rubias hay que estar despiertos (le contaba Kid a todo el que quisiera escuchar a sus bíceps), de lo contrario se nos destiñen entre las manos. Cuando Kid decía «destiñen» se refería a «marchitan», no porque las rubias fueran flores y sí porque sentía que todo lo esencial de este mundo ocurría cuando él (Kid) cerraba los ojos. Sentía al despertar que se había perdido aquello que buscaba, y lo que se pierde se marchita ¿o no? Exacto, la vida era una melena mal teñida de rubio, peluca barata. Y mientras sus hermanos se iban a La Habana, a Moscú, al Norte, al cielo, Kid se hundía en pelos de sol para ahogar la nostalgia en un sueño sin sueños que invariablemente lo conducía hacia allá: la ausencia. Convengamos en que a Kid se satisface con poca cosa, a estas alturas se conforma con un arrullo, la cercanía de un cuerpo que no pueda tocar y por consiguiente marchitar, la aparición, se desprende, de algo como una hija, como una esperanza para que esto pase a llamarse: «La redención de Kid». Qué reconfortante esa aspiración instintiva de los 99


hombres a parecer abuelos indefensos antes de la muerte ¿verdad Kid? El paso de los viejos buenos es lento, un andar cansado, en marcha atrás, todos les pasan por al lado y siguen de largo, todos con un destino real, todos de un punto A hacia un posible punto B. Nunca Kid, que camina en círculos alrededor de A, B o un imposible punto C. Es terrible pensar que avanzar ya no es ir dejando rostros atrás, que ya no hay espacio para nuevos recuerdos. Reducido a esa inesencia, realiza Kid su acostumbrado paseo matinal que termina a la orilla del mar, un breve respiro de brisa salada, y a casa. No es que el mar sea su destino, recordemos que Kid no lo tiene, el mar es sólo el destino de cada calle en La Sal. Sin embargo hoy, y «hoy» es todo lo que tiene Kid, una palpitación tensa, una desarmonía que no es el fin pero que aletea parecido en su interior, lo obliga a parar en seco y voltearse. ¿Qué buscas Kid? Algo que amó con temblor y delicia, una cabeza rubia y perfecta en función de su altura. Quién diría que hay rubias para criar y no para tocar, rubias que lo persiguen a uno sin intenciones malsanas. ¿Acaso no te resulta familiar, Kid? Su madre fue la rubia más deslumbrante de La Sal por lo que presumiblemente es hija tuya. Frente a frente con el mar de fondo ¿qué puede preguntarse o prometerse? ¿Soy tu hija? ¿Soy Kid? ¿Acaso todo esto no es un poco inverosímil? Sí, todo es terriblemente novelesco. La felicidad aparente no es desconcertante, ni sospechosa, especie de espejismo, y quién quita que los espejismos sean la única manera conocida de felicidad. Si se puede pensar en un sueño nada ambicioso, Kid vive en ese sueño: un cuerpo cercano, una voz y la palabra «papá». Es esa la rubia resultante y definitiva, a la que puede llamar «niña» y tocar 100


sólo sin maldad. «Tiempo al tiempo», han dicho quienes han visto caer a Kid, «esa hija supuesta será como sacar la cabeza apenas un instante para volver a sumergirse», han dicho. La felicidad es esto: lo que no basta. Aunque Kid hubiera querido que tuviera mejores pechos para hacerle frente a la vida, para compensar le enseña a andar de paso, sin quedarse a ver en qué se convierte el amor, que tampoco basta. Pero mientras los hombres se reservan el derecho de huida, las mujeres mutan, y crecen: latidos que enraízan. ¿Una rubia embarazada sigue siendo rubia? Al menos es menos rubia. ¿Cómo ser un auténtico viejo bueno sin ser abuelo? Estás listo, Kid, mentalmente apto para un fin cualquiera, que tu cuerpo se acostumbre a la idea es cuestión de una corta espera, «tiempo al tiempo» han dicho. En definitiva tu familia y por añadidura tu generación está signada por la dispersión. ¿Adónde han ido a parar tus hermanos? Muy lejos, muy cerca, espectros de carne y hueso que queman la mirada como única evidencia de vida. Un vagabundeo inmotivado entre el olvido y la memoria: vejez saludable. Si las hubiera, el dar a luz sería una buena razón para los reencuentros, tocados por un nacimiento se suaviza la desilusión. Digamos que el desorden perceptivo que acompaña a tales momentos se alivia en la contemplación de lo que sólo conoce su deseo impostergable de ser amamantado. ¿No es hora ya de los nombres? Ella dijo: escoge tú, Kid, dale papá, un nombre al azar que puedas gritar cuando tu nieto se pierda. La responsabilidad, ese escándalo de los adultos que no saben estar solos. Kid tiene tres hermanos y tres hermanas con sus respectivas parejas, hijos y nietos suficientes para fundar un partido político o al menos para jugar un partido de béisbol. Hoy que puede, que es todo lo que tiene Kid, hoy 101


está en su derecho natural de aullar pidiendo auxilio, y no por cobarde sino por viejo, subrayo, «viejo bueno». Lo real, la sangre y la infancia en común lo permiten. Digan lo que digan es un ruego tibio, es la familia. Quede sobreentendido que la presencia de Severo a partir de hoy no responde al llamado de Kid, es un pretexto ¿pero qué acción, gesto, caricia no lo es? No, nada que ver con el tema, Severo «está» mientras ningún otro «apareció» por La Sal. Por supuesto, se trata del Severo actual y no del que recuerda Kid, pero es Severo letra por letra, una grata excepción familiar y las excepciones no se discuten. Kid opina sobre la mujer de Severo: una rubia absolutamente modélica, en la que pareciera que los años se supieran amontonar sin estorbarse, una rubia a la que le asienta la desolación. Amarga impresión de los ojos de Severo: mirada de corte perdido, con la bruma como único punto de referencia, también una pizca de inquietud. A los hermanos largamente separados les resulta difícil delimitar con precisión el paso de la nostalgia a la mera tristeza en el rostro del otro. Los años en la piel importan. Aunque hubo un día en que hasta tú fuiste feliz, y te sentiste, se describe así: «bajo cierto efecto soleado». Y si Kid tuvo cierta luz, qué decir de Severo, que se fue a La Habana, una ciudad, dicen, donde La Sal es apenas algo comestible: la sal. Kid se confiesa: «Pensé que no vería de nuevo los rostros de mi infancia». Severo sonríe, aún recuerda el modo de hacerlo, si bien hablamos de una risa mecánica, no de alegría, y como quien explica a un niño que incluso las estrellas tienen un fin, le cuenta su versión de la muerte: 102


«¿No lo ves Kid? tú nos vas a sobrevivir a todos, tú que te quedaste, que no creíste, tú que eres el mismo Kid de hace cincuenta años y que lo seguirás siendo al llegar, como sin darte cuenta, a los cien. Entonces vendrán a verte desde muchas partes, muchas foticos, Kid. Saldrás sonriendo primero en la revista Bohemia y después en Sputnik, junto a Med­ zhid Agáev, de 142 años, el humano más longevo de la URSS y quizá del mundo, un hombre que al morir será un árbol. Y Agáev te presentará a su joven esposa Sanán Guséinova, de 93 años, seguramente una antigua rubia de aquellas. Y cuando te pregunten por tu secreto, responderás que sobrevivir consiste más o menos en dejar pasar los días sin salir nunca del lugar donde comenzaron. Los demás no saben dónde van a morir ¿no es así camarada Agáev? Eso, Kid, aquí mi joven esposa y yo jamás hemos visto otra cosa que las montañas de Lerik, una región donde los verdaderos hombres sienten vergüenza de andar por los hospitales antes de los cien años». ¿Aparece Lerik en los mapas? ¿Será, como imagina Kid, una sucursal del cielo de las rubias? ¿Y La Sal, Kid, adónde van los que abandonan La Sal? Pueblo que retorna a sí mismo, hacia afuera: L/A/ S/A/L, y de vuelta: L/A/S/A/L ¿ves? Los nombres capicúas suenan a números, Kid, a una cifra que no tiene salida y que se lleva aquí en la frente adonde quiera que uno vaya. A lo mejor, quién sabe, el tiempo se dispersa, se pierde cuando uno se va y se concentra para los que permanecen. Kid, a lo mejor mientras más se espera más tarda en llegar el fin y por eso tú, con esa paciencia que crece en los seres inmóviles, arribarás sanamente a una edad provecta. Los reencuentros afectan, hacen sentir que habrían tenido una gran suerte si no hubieran nacido; 103


afinando: lo que afecta es lo familiar. Pobre Kid, que todavía cree que la infancia debe ser salvada, que sólo atina a pedirle a Severo que nombre a su nieto. Pero «ya todo está dicho hermano, nada queda por nombrar». Han dicho que fueron dos en lugar de uno, los que han visto caer a Kid han dicho que son gemelos, y uno de ellos retrasado mental, «una niña y un mongólico», eso han dicho. A falta de Kid su madre los ha nombrado a la moda, nombres inmundos de esta generación, Yunieski y Yunieska han dicho, nombres que son «un decir» y no capicúas, vean: ikseinuY y akseinuY. ¿Pero qué pretenden decir cuando aseguran que el subnormal guarda un extraño parecido con Kid? ¿La hembra acaso heredó los ojos de Severo? Severo, que ya «no está». Estaban sentados en la sala, la televisión pasaba muñequitos rusos de los que Kid reía a ratos, cuando les informan que ha llegado la hora, que deben ir al hospital, no por viejos sino porque deben nombrar la infancia. Severo mira a Kid, Kid mira a otra parte, Severo sonríe como si Kid no fuera otra cosa que un muñequito, Kid apaga el televisor. Sin llantos y reproches frívolos en la despedida, un abrazo y adiós, cosa de viejos conocidos. Kid se dirige al hospital rumiando nombres, pasos lentos de quien lleva la prisa dentro y conoce que apurarse no siempre acorta el camino. Debió ser el olor: sal y arena traídas por esa brisa que se escarcha en la piel, lo que hizo a Kid percibir que se encontraba en la playa de pronto. Entonces piensa que no está mal del todo salir para un nacimiento y arribar sin querer al mar, como tampoco estaría mal del todo salir a un entierro y terminar mojándose los pies en la orilla. ¿Es antes el nacimiento y después el entierro, o es primero el entierro y después el 104


nacer? ¿Será que Kid acaba de revelar, con horror, la pregunta que viene susurrándonos el mar desde siempre? Nótese que es pregunta y no respuesta. Pero «ya todo está dicho, hermano, nada queda por nombrar». Hasta los botes allí, alineados y amarrados como mascotas muertas, responden a una palabra que es la posibilidad de no desembarcar en ninguna parte: una salida acorde al «hermano» que jamás fue más allá de eso que en la ciudad, dicen, llaman «la sal». El reflejo de un bote en el agua quieta, casi fijo, pintado se abre paso a la tarde, a un horizonte que se aproxima yéndose, haciendo trampa. A medida que oscurece el reflejo del bote se va achicando, regresando a su origen. La noche está bien, porque noche significa abandonarse a ese reposo secretamente íntimo, cálido como un vientre, en el que la piel se recupera de sus mutilaciones. El mar de noche, saber escuchar sus murmullos: ¿es esto navegar o simplemente flotar a la deriva? Es aquí donde los cuerpos valen poco y al mojarse se disuelven entre las manos como el cartón. Pero sin ilusiones, por favor, Kid en su obtusa transparencia no es lo que merece ser llamado héroe, ni se ahogará ni será recordado. Él quiere y espera estar en otra parte, ni irse ni quedarse, prefiere una permanente tercera posición: su deseo pasa por ser un tronco flotante que los tiburones no puedan morder y que el sol no logre marchitar. Ansía lo indeterminado, como un ajustarse a la corriente. El amanecer siempre sorprende en mar abierto, sin avisar con leves gradaciones de luz: de un golpe de vista lo que fue negro regresa al azul total que asombra como debe asombrar el desierto. Porque también hay sed, que sube por los aires al cerebro y causa las mismas alucinaciones que las dunas de 105


arena. ¿O es que no es verdad que hay desiertos que alguna vez fueron mares? Es la ausencia de asideros el primer indicio de que nos hemos alejado de todo, y aunque Kid sería incapaz de pronunciar «asidero», intuye que estar rodeado de azul quiere decir que lo ha logrado. ¿Es posible entonces? irse de La Sal y no llegar a ningún otro lugar, ¿es esto escapar? Sin embargo el oleaje, como la arena, suele ser caprichoso, y Kid, que aún le cuesta creer en tanto azul, entrecierra los ojos para ver mejor y se cubre del sol con una mano como visera. Una sombra se va improvisando en el horizonte, poco a poco se va endureciendo hasta volverse casi palpable, un litoral. Y Kid puede ir reconociendo los botes como insectos junto a la orilla, los tejados de las casas en miniatura: la playa de La Sal en definitiva.

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Caracol

Un curioso síntoma desde que llegué a La Sal: he dejado de soñar, dormir aquí es el cese absoluto de las imágenes. Es probable que se deba a que dormir cerca de Gu-gú implica una serie de ruidos y aspavientos extraños que vienen, por así decir, a sustituir los sueños. Paso, sin más, a enumerar algunos que me parecen significativos, aunque debo haberme perdido muchos otros episodios durante mis breves intervalos de sueño: En mi primera noche por ejemplo, intentó subirse al televisor encendido y no fue hasta que apagué el aparato que volvió, manso y sonámbulo, a la cama. Se me antoja creer que en sueños vio una luz blanca en medio de la oscuridad y no pudo evitar seguirla, preferí no preguntarle. Después, y en esta ocasión logró asustarme, me despertó zarandeándome por el cuello al tiempo que preguntaba obcecado: «quién eres, quién eres, quién eres, quién eres…», sin darme espacio para responder. Soy yo, logré articular finalmente, soy yo, y fue suficiente para aquietarlo. ¿Por qué no dije simplemente mi nombre? ¿Quién soy yo para este subnormal que comparte mi sangre? Otra noche escucho de nuevo su voz a mi espalda, un siseo semejante a un insecto muy grande que flota exclusivamente a mi oído. Al voltearme lo encuentro ovillado y temblando, pienso que habla con el estómago y no con los labios, que se ha tragado la lengua. Y me acerco sin tocarlo, es mi sombra la que lo cubre pero no le haré daño. Un rato de atención y logro desenredar su monólogo, cuatro palabras que se repiten mordiéndose la última con la 107


primera letra: «losprimosseexprimenlosprimosseexprimenlosprimosseexprimen» y que bien dichas o bien escuchadas quedan reducidas a una frase vulgar: Los/primos/se/exprimen. Quizá durante estos episodios yo no estaba despierto, porque definitivamente hay algo adormecido en ellos. De acuerdo, no son sueño, pero lo que ahora digo no es ficción, ¿está injustificado o peor definido? Veamos: Parece que nada se ha movido aunque avanzo como si corriera con el agua a la cintura y las distancias tardaran más en salvarse. Repito, no es un sueño lo que encuentro: La prima Yunieska con el caracol ensangrentado en una mano y Gu-gú que intenta abrazarla; justo detrás, como un busto caído, la cabeza de Kid cuelga rojaoscura del espaldar del sillón. Todo muy sucio, todo muy mal. Un detalle: tanto a la Prima como a Gu-gú, que están semidesnudos, se les ha salpicado la piel de costras amarillas, pequeñas ampollas reventadas semejantes al impétigo. Ella intenta zafarse del abrazo de oso al que es sometida como quién se asfixia y debe buscar el aire aunque hunda y ahogue a quien intenta salvarla. La insensatez con que Gu-gú la oprime en el aire es de no querer que vuelva a pisar el suelo. ¿Intervengo? Al verla llorar, olvido: hay sacrificios que limpian y acrecientan lo que permanece intacto. Aquello que se haya movido lo hizo en mi interior y nada más. Adiós a lo que fue parte de mí, regreso adonde Irina me arrulla en los días felices, que siempre los habrá, adonde le sobo los pies en los días tristes, que también los habrá.

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Sputnik

Las luces corren alargadas por el cristal y luego regresan a su lugar de origen: postes a los costados de la calzada. Sin contarnos a mi padre y a mí, en la guagua van dos hombres dormidos con aspecto de borrachos y una pareja de adolescentes que juegan a sacar sus cabezas por la ventana, se besan al viento. Afuera amanece por capas, hay trozos ya muy claros a ras de tierra, tonos medio rojizos si alzo la vista y también hay nubes pesadas que llegan tarde al aguacero de anoche. Tantos cielos solo podrían confluir en una postal, por eso mi padre se entretiene tirando foticos en movimiento. Tiene su cámara lista incluso para cuando debo saltar un charco a la hora de bajarme; me atrapó en el aire. En total fue poco más de media hora en silencio, mi padre y yo estamos de acuerdo en que los viajes cortos y callados levantan el ánimo. Como nos habían contado, la calle va a morir justo a los pies de la mansión, aunque también nos contaron que la mansión era como un palacio y es mentira, hoy la mansión es como un barco hundido. Nada muy malo puede pasar si cruzamos el muro e invadimos esas ruinas, después de todo somos herederos directos. La maleza ha ocupado el jardín con tal fuerza que un niño podría perderse de vista, a nosotros nos llega a la cintura y en vez de tragarnos sólo nos salpica de rocío y guizazos los bajos del pantalón. Mi padre hace una fotografía desde el portal, de ser a colores saldría una imagen partida al medio: verde hacia abajo y azul arriba. Pero será en blanco y negro para que el pasado respi109


re, hace tiempo me enseñó que a color se pierde la nostalgia. Su interior huele a lo que deben oler los bosques al amanecer, por el techo pronto reptarán raíces y no quedan puertas ni ventanas, hay espacios vacíos en los que todo es luz. Unos gorriones salen disparados hacia cualquier parte, algo del tamaño de un ratón se esfuma sin ruido, hasta la línea infinita de hormigas parece huir de este par de extraños. Aquí, sólo nos conocen ciertos fantasmas. Pero aún cuando a cada paso encontramos heces y condones usados, es posible abrigar la ilusión de que bajo estas ruinas se fue feliz. Las celosías del baño así lo indican: el sol, al traspasarlas, va a dar exactamente sobre unas marcas en la pared que registran el crecimiento de algún niño. Guiados por un murmullo líquido, vamos a dar a lo que fue el sótano, aunque las manchas de grasa indican que podría ser el garaje. Es agua estancada, lo que nos desconcierta pues si no corre entonces por qué murmura ¿a quién llama? Quizá sean las cosas, mil trastos olvidados, las que emiten ruidos que el agua torna ecos, quizá esta casa todavía conserva su voz. Siguiendo unas hojas flotantes, movemos entre los dos un escritorio de madera que libera un montón de papeles sueltos mal apilados. Mi padre guillotina con su flash incansablemente, como si se tratara de una escena del crimen que después fuera a contemplar durante largas noches seguidas en busca de alguna anomalía. Periódicos, cuadernos escolares, revistas, libros, ¿tenemos esa Sputnik? Me siento sobre el escritorio a hojear con calma la Sputnik, mi padre no deja de fotografiarme. Debe parecerle, y con razón, que la madera, cuando está largamente en agua, se hincha al igual que los cuerpos. 110


La Sputnik está dedicada al cincuenta aniversario de la publicación de Tío Stiopa, para celebrarlo el autor del poema ha lanzado las siguientes preguntas a los niños de la Unión Soviética: 1. ¿Qué piensas ser en el año 2001? 2. ¿Cómo será la vida en la Tierra? 3. ¿Qué deseas llevar contigo al futuro? Además, hacia las últimas páginas, en un curioso contrapunto se cuenta la historia de Medzhid Agáev, quién a sus ciento cuarenta y dos años es el humano más longevo de la URSS y quizá del planeta. En la contraportada, dando una pincelada de totalidad sedante, aparece una ensaladera desbordada de caviar con el siguiente slogan en letras sobrias y rojas: RECUERDE QUE LO MEJOR PARA ADORNAR CUALQUIER MESA DE FIESTA ES EL CAVIAR RUSO

El resto de las páginas, hojeadas de un tirón, lucen como un cuaderno de recortes en su alternancia de foticos sobre la naturaleza y sobre innovaciones tecnológicas, pero considero lo anterior suficiente para llevarla conmigo. Subiendo las escaleras se revela a medias el dibujo que un día formaron las lozas del piso, a mi entender representaban una ola al momento de romper en la orilla, pero mi padre asegura que a través de la cámara se ve como un río crecido. La segunda planta se compone de tres cuartos y una terraza sin fin. En la habitación principal el único rastro humano que encontramos es la mancha, levemente más oscura que la pared, de lo que suponemos era un espejo de cuerpo entero. En ese espejo se reflejó una cama, el rostro de una mujer maquillándose y por encima 111


de su cabeza el humo de un hombre que fuma acostado. Seguramente el sol rebotaba en ese espejo por las mañanas y despertaba al hombre y a la mujer. Incluso reflejó fielmente el abandono, polvo donde hubo zapatos e insectos donde hubo personas, como si se tratara de una pintura viva. Por su tamaño, quien se lo haya llevado tuvo que sacarlo por la terraza, a simple vista es imposible que por las escaleras no se hiciera pedazos, cada fragmento un año brillante de mala suerte. En la terraza se escucha una sola cosa: hierba estremecida por la brisa. Tiene aire de retiro para desayunar en familia, de haber estado rodeada de árboles. Pero ahora no hay sombra y su calma es una calma muerta. Desde arriba, la calle por donde vinimos no luce como cualquier otra, a los que fueron felices aquí jamás se les confundirá con las demás calles en sus cabezas. Por respeto, mi padre guarda su cámara: sí, muchos ratos agradables fueron retratados en esta terraza. De cómo un padre y su hijo abandonan las ruinas de Severo, eso no lo contaré. Baste decir que esa noche, en el cuarto oscuro, emerge una foto mía en la que no tengo ojos.

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La última afeitada

La vida del Abuelo estuvo dominada por una forma pura de la experiencia hasta bien entrados los setenta años, sus lecturas venían a completar entonces un sentido muy práctico de lo que significa acontecer. Pero la vejez es el cese abrupto del movimiento y la euforia, y esa esencia ya perdida de lo inmediato quedó confinada a la soledad de la lectura. Libros que no serán más un medio, sino un fin, y que junto a la insolencia de los seres cercanos a la muerte, puede conducir perfectamente a una inquietud por la escritura. Quizá que haya alcanzado tal longevidad con un deseo intacto de reinventarse se deba precisamente a que siguió con extremo celo un modelo leído en su juventud. Asumiendo consecuencia como virtud, aquí radica su virtud menos discutible: es un hombre consecuente. Aunque lo que antes era expansión el tiempo lo ha sustituido por un dejarse estar, logró salvar cierta continuidad cuando en lugar de leer porque vive, ahora vive porque lee. Sea por la certeza muy cuestionable de que hay algo en él que debe ser preservado o por el resultado de la suma del ocio y los libros, un buen día el abuelo simplemente se sentó a escribir. Principiante al fin, teclea mucho pero escribe poco, las palabras no le obedecen como dentro de su cabeza, donde todo parece un reloj abierto. Viejo zorro y orgulloso de lo que ha sido, cree sin embargo que es sólo modestia lo que lo separa de un buen escritor. Por consiguiente accede a ocultarse tras una figura, un pretexto que le sirva para hablar de sí mismo y que en su caso es aquel rostro que no abandona sus sueños de viejo, que 113


lo persigue como si tuviera algo muy íntimo que revelar. A pesar de haber estado junto al Che Guevara durante los años que el Che estuvo en Cuba, mi abuelo nunca logra recordarlo bajo otra forma que no sea la fotografía de Korda, una imagen ¿cómo decirlo? políticamente correcta, libre de toda ambigüedad. Extrañamente no olvida cosas en apariencia insignificantes como el olor de su oficina y el largo de los pasillos del Ministerio, tampoco ninguno de los sitios a los que fueron juntos. No olvida, en resumen, los espacios. Salvedad hecha de un detalle que eligió como primera oración de su libro: «Muralla, el perro del Che, se sonaba unos pedos tremendos». Y así el abuelo despierta siempre antes del amanecer, medio asustado, medio nostálgico de aquellos años que se desdoblan como un acordeón a la hora de narrarlos, que en tiempo literario representan más que toda su vida. Entonces resulta llano y natural escribir, igual que andar descalzo o contárselo a sus hijos, a sus nietos, a mí. De esto trata ser escritor (se dice mientras acumula cien, doscientas, infinitas páginas), de sentarse a teclear bien temprano en la mañana para retornar adonde nos sentíamos mejor. Y he aquí que el tiempo se apiadó del abuelo y, rejuvenecido con su manuscrito bajo el brazo, atraviesa la ciudad a la caza de un editor. En Cuba, el Che Guevara es fácilmente editable, el autor, cualquiera, tiene garantizada la publicación de cuantas obras sea capaz de engendrar mientras se mantenga fiel a su personaje. Secuelas, sagas – piensa el abuelo–, de eso se trata publicar, leves variaciones sobre una misma idea. Sus pies lo guían espontáneamente en la dirección correcta, su nombre ya se encargará de abrir las puertas necesarias para saltar niveles de burocracia. La entrevista, con 114


un antiguo conocido, es un ponerse al día: hay café, tabaco, risas y un impasse cuando es sincero y dice a qué vino en realidad. Entre burócratas, es común y de muy buen gusto que la verdad venga seguida de un silencio incómodo. Muy fino, casi una niña, su viejo amigo intenta explicarle que no podrán publicar su libro, toda vez que la política editorial del año en curso debe priorizar a Lezama Lima, recientemente víctima de un homenaje post-morten. Algo violento se mueve en los ojos del abuelo al escuchar una invitación para volver el próximo año, siempre y cuando no surjan homenajes imprevistos a otros autores malditos, caso en el que deberá esperar otro año más y así sucesivamente dada la alta demanda de autores maldecidos. Entendámonos, si esto ocurre en la era dorada del abuelo, ninguna fuerza habría impedido que su viejo amigo perdiera los dientes y la visión parcial de uno de sus ojos. Sin embargo, ya lo hemos notado, el abuelo al que aquí se hace referencia es un lobo cansado que esboza una sonrisa desencantada antes de ponerse de pie y partir con su manuscrito en la mano como un arma dañada. Sí, el abuelo ha aprendido a reírse de sí mismo, ha perdido su inocencia y por extensión (lo diré) se nos está haciendo un verdadero escritor entre las manos. Prueba incontestable de ello es que en lugar de preguntarse: ¿quién coño es Lezama Lima comparado con el Che Guevara?, como cabría suponer, su duda se resume a esto: ¿Quién es Lezama Lima, y cuántos viejitos cubanos además de él podrían morir mañana sin haberlo leído? Atravesado por algo como un extravío le viene a la mente aquel chiste tan popular entre los soviéticos acerca de las cinco leyes básicas del comunismo: 115


1. No pienses. 2. Si piensas, no hables. 3. Si piensas y hablas, no escribas. 4. Si piensas, hablas y escribes, no firmes. 5. Si piensas, hablas, escribes y firmas, no te sorprendas. La primera vez que se lo contaron no le causó mucha gracia el chistecito y resulta que ahora es incapaz de parar de reírse. ¿Pensarán simplemente que es un loco (otro más) al verlo muerto de risa por las calles de La Habana, o pensarán peor? Dejemos por una vez que la gente piense lo que quiera (piensa el abuelo), que a estas alturas apenas piensa cómo y a dónde está yendo. Siente, eso sí, que su manuscrito es una extensión de su mano, como si esas palabras que costaron tantas noches se hubieran marchado allá adonde pertenezcan. Y con un secreto y extraño terror comprende que es ese, el de las hojas en blanco, el único peso que su cuerpo podrá cargar. Ahora sólo resta el encierro, la soledad del que desea saber. Después será la confesión, después llama por teléfono a mi padre (pedir que lo haga en persona sería mucho pedirle) y sin que medie saludo alguno se desahoga así: «llevo dos meses encerrado leyendo a Lezama, al parecer ese gordo no era ningún comemierda». Y cuelga, dejando a mi padre imaginando qué habría sido su juventud si el abuelo se hubiera encerrado unos meses hace treinta años. ¿Habrá llegado su hora? Qué va, si de horas se trata la única que espera el Abuelo es la de sacar los dientes frente al espejo para suplantar de una vez aquella imagen terriblemente correcta del Che Guevara. Pero qué raro, qué cosa extraña la memoria que 116


en lugar de devolverlo a su juventud, tan llena de paisajes diáfanos, lo lanza de un tirón a una escena muy posterior en su vida como para ser inicio de autobiografía alguna. ¿Qué edad tiene? Qué importa, si el sol moderado por el parabrisas le calienta unas manos vigorosas que sostienen un timón, y la brisa de la carretera le despeina constantemente un pelo negro y abundante. El motor del Lada late al compás de su pecho o a la inversa y su mirada está velada tras unas gafas oscuras, se sabe en paz con su tiempo. Tiene un propósito, no anda simplemente paseando ni tampoco se va de viaje aunque por el retrovisor huyan deprisa las vallas que anuncian: Aeropuerto José Martí. 5 km No, el Abuelo no se va de vacaciones, va hacia un desvío en la ruta de los aviones. El Reparto Aldabó con sus dos o tres mansiones congeladas en 1959 salpicadas de compactos multifamiliares erigidos hace dos o tres puestas de sol. Deslizándose entre ellos el Abuelo recuerda que allí, bajo un cielo sin nubes, realizó su primer trabajo voluntario junto al Che. Una agradable nostalgia pasa de su cuerpo al motor y el Lada vuela bajito y suave hasta el caserón al final de una calle sin salida. Ok, el muro parece baleado, las paredes como si se derritieran y los techos garabateados de humedad, pero el caserón en general conserva cierta arrogancia humilde. El jardín, por ejemplo, es de un verde vivo y está poblado de flores y allí hay una mariposa. Lo han hecho esperar ante la puerta abierta, y escucha: una risa infantil, pies descalzos que corren tras esa risa, una melodía como salida de una radio del pasado. Los que han visto a su hermano cuentan que Severo es un mal retrato de lo que fue, desolado, aseguran que su sombra se quiebra al 117


respirar. Sin embargo el Abuelo lo encuentra casi idéntico a cuando, muy jóvenes, se tumbaban en el amplio portal de La Sal a fumar mecidos por el aburrimiento tibio de las tardes cerca del mar. También es cierto que sus ojos de un azul febril se han transparentado, y su voz que se esparcía en ecos ha dado lugar a una expresividad sumamente parca. Digámoslo claro, el tío Seve no ha pronunciado una sílaba desde que vio al Abuelo. Un dedo en los labios como toda réplica y un gesto cordial que lo invita a salir fuera. ¿A mirar las nubes echados en el jardín? ¿Al interior del Lada con sus puertas y ventanas bien cerradas en lento suicidio? A un paseo. Una tarde que se parece al otoño va tomando la avenida, en el parabrisas emerge la ciudad nítida como después de una lluvia que nunca cayó. El silencio impuesto por el tío Seve hace pensar que se dirigen a confirmar una mala noticia. En repetidas ocasiones el Abuelo ha querido articular lo que vino a informar, pero su hermano, inmutable, se tapa los oídos. Hay una rara armonía en sus rostros tan parecidos y tan distantes mirando fijamente hacia adelante, tienen cara de quien intenta adivinar el futuro. En un semáforo en rojo, el Abuelo se voltea y le asegura que no lleva micrófonos encima, que dentro de su Lada uno puede expresarse libremente. El tío Seve sonríe como si le diera gracia su propio reflejo en las gafas del Abuelo. Y silencio. El Lada deambula por la ciudad tímidamente, parando en cada esquina, tomando la derecha queriendo la izquierda, a veces acelera y a veces se abandona a la inercia hasta que, como impulsado por un resorte, enfila hacia el Hotel Nacional. Y no es una trampa, ha sido sin querer. Además al tío Seve le 118


gusta la idea y enciende un cigarro para demostrarlo. El Abuelo acepta uno, aunque no es fumador se siente interesante fumando mientras desciende, cierra de un portazo y da la espalda a su Lada. Quizá fuera temporada baja pues los pasillos del Hotel Nacional eran de un vacío al que un carrito de la limpieza estacionado frente al ascensor daba una nota inquietante. En el momento en que salen a los jardines, un niño muy pálido juega a hacer pompas de jabón junto a la fuente. Al pasar por su lado el Abuelo y el Tío Seve lo vieron soplar una burbuja que hizo flop justo delante de ellos. Pero siguieron de largo, recto, como si no fueran a detenerse ni siquiera ante las rocas, ante el mar de un azul tranquilo. Parados al borde de ese ensayo de risco y con el gran cañón apuntándoles a la nuca, cualquiera pudiera dudar de que comparten una misma unidad de lugar. Ambos, sin decírselo, supieron que algo yacía muerto bien cerca, o el olor provenía del mar y la brisa traía a ráfagas su presencia, pero la muerte rondaba por ahí, era indudable. Para romper el hielo al Abuelo se le ocurrió mostrarle una de sus fotos de aniversario con el gran cañón de fondo. El tío Seve la observó detenidamente y pensó que así, frontales, las fotos familiares tienen mucho de radiografía dental. Se la devolvió sin comentarios y el Abuelo la guardó con sumo cuidado, luego se quitó las gafas y la tarde lo encandiló un segundo. –Me mandan a informarte que no intentes salir del país, si lo haces te van a cazar. –¿Cómo te fue en Moscú, mi hermano? No lo llamaba así desde que eran muchachos, adolescentes que conocían poco más allá de los límites de La Sal ¿Dónde residía la trampa de la pregunta, en la palabra «hermano» o en «Moscú»? 119


¿Ambas? ¿Qué le diría si Severo, su hermano, preguntaba ahora por la nieve? ¿Cómo explicar la nieve? –Si te vas –repitió el Abuelo–, te estarán esperando. –Te vi en la televisión, te vi responder cada pregunta, te vi. –¿Quién?, todos, ¿dónde?, en todas partes, hombres ranas sumergidos, supuestas parejas haciendo el amor en la orilla, falsos pescadores, árboles que no serán árboles, luces lejanas que no serán estrellas; todos agentes aguardando la orden de cazarte cuando te metas mar adentro para abandonar el territorio nacional. –Una cosa seria esa distancia, ¿verdad?, 9550 kilómetros, perfecto nombre para un programa de televisión. Al Abuelo no le avergüenza la situación ya que todos sus amigos tienen uno o más hermanos en desgracia por ahí, la vergüenza es que su hermano no quiera entenderlo. –No puedes irte, Severo, y no es un consejo. –¿Crees que alguien escriba de nosotros? No de ti y de mí, hablo de «nosotros». Sin darse mucha cuenta de lo que hace el Abuelo posa la mirada en la boca del gran cañón y ahí se le queda, sin respuestas. Avivada por una racha húmeda la peste a bicho muerto lo sacudió y se descubrió a solas, una colilla humeante en el pasto como único rastro de Severo. Allá el niño de las pompas de jabón, probando no ser ilusión, va manso del brazo de su padre apareciendo y desapareciendo tras las columnas que bordean el jardín. La fuente brota constantemente a pesar de que nadie le presta atención, por cosa de minutos el Abuelo esperó a que se iluminara, no 120


ocurrió. Casi sin querer, avanza hasta donde la hierba caía en rocas. Debido a la variedad arbitraria de tonos y a una extraña perfección en ese caos, el cielo se le hizo inestable. La brisa cesó bruscamente y el sol, que andaba por la mitad, era cruzado por pájaros vagamente emparentados con las cigüeñas. Un mareo, una sensación en cascada al distinguir el cuero de lo que fue un perro amarillo y blanco pegoteado a las rocas como un huevo frito. Entonces al Abuelo se le nubló la vista y de un resbalón se vio de culo junto a la cosa muerta, la cabeza sin ojos del perro se despegó del risco y con aquel acento entre pausado y seco del Che le habló así: «Hay veces que no vale la pena emborronar cuartillas». Acto seguido la cabeza volvió a ser grama en la piedra. Sin gritos, sin miedo, una manchita de sangre en la mano y la llamada monótona del mar que de pronto suprimió el habla, de pronto el Abuelo estaba sorprendido de ser él mismo.

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Respuestas de los niños de la URSS a las preguntas lanzadas por Serguei Mikjailov

Me imagino que el primer año del siglo XXI no será el de prendas supermodernas o de robots; ¡el año 2001 estará dedicado a los niños de todo el planeta! No importa el lugar donde vivan, irán a la escuela, entablarán amistad, se escribirán cartas, y practicarán muchos deportes. En el año 2001 me bastará tan solo viajar unos minutos en el metro para llegar a Checoslovaquia y ver a mi amiga Judita Bendadorova. Natasha Lisenko, 13 años (poblado Medvédovka, provincia de Chernígov) Pienso que el año 2001 será así: yo trabajo como constructor del metro en el tendido de un nuevo túnel del ramal Moscú-Leningrado. Nuestra excavadora de reacción avanza velozmente, destruyendo a su paso las rocas más duras. En mi muñeca tengo un televisor diminuto. Pasan el noticiero. Me entero de que se ha comenzado a construir un ferrocarril intercontinental. Sobre los océanos montarán un monocarril colgante, en las zonas donde son frecuentes los huracanes deberán hacer túneles submarinos. ¡Y en ese caso necesitarán de nuestra ayuda!!! Serguéi Nozhin, 12 años (Leningrado) En el año 2001, todos los países del mundo estarán de acuerdo en fundir todos sus armamentos y, con el metal obtenido, construir en una magnifica isla del Caribe un palacio para los niños de todos los continentes. Vádim Shikin, 12 años (Moscú) Para ese tiempo, yo ya seré un verdadero escritor para 122


niños. Sueño cómo salto de la cama por la mañanita, corro al baño, me lavo la cara y luego me siento a escribir. Considero que no existirá una gran diferencia entre el presente y el futuro, tan sólo cambiarán significativamente la ciencia y la técnica. Algo que no me importa nada, pues yo tengo un objetivo en mi vida: hacer célebre mi apellido, ya que si yo no lo hago, es posible que ningún otro lo logre. Además quiero demostrar a la humanidad algo con mi propio trabajo. Vladímir Rudnij, 12 años (Lisva, provincia de Perm) En esos tiempos seré guardabosques y espero que los animales me obedezcan. Quiero tener un helicóptero para extinguir rápidamente los incendios. La gente jamás ofenderá a los animales, pues encontrarán con ellos un lenguaje común. Serguéi Skarga, 10 años (poblado Vatútino, provincia de Járkov) Quisiera llevar del presente al futuro mi juventud, listeza, inteligencia y alegría. Yevgueni Orlov, 11 años (Simferópol) En nuestra ciudad, los edificios se parecerán a las espigas del trigo; no les temerán a los vientos ni a los huracanes ni a los terremotos; tan solo se balancearán un poco como la yerba. Detrás de la escuela en la que yo trabaje habrá un bosquecillo de abedules. La primera lección en todas las aulas será de historia natural. Así los niños aprenderán a ver y escuchar la naturaleza. La maestra abrirá la ventana y dirá: ¿Oyen? Es un viejo álamo que gime y cruje. ¿Oyen? Son las hojas del abedul que murmuran. Aprender a escuchar y responder significa ser amigo –dirá la maestra. 123


Galina Petrushkova, 13 años (Jabárovsk)

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Barlovento

¿A dónde fueron a parar los ojos de Severo? Tal cuestión sólo interesa a su esposa, su hijo sabe muy bien adónde irá papá, los ojos apenas se han adelantado un poquito. Sin embargo lleva esa curvatura en la espalda como un generoso peso y una mañana soltó un mechón de pelos y sonrió al espejo, tampoco le apena que únicamente los calzoncillos de patas largas le sienten bien. Son sus manos que se van tornando de piedra ajustándose a su futuro inmediato las que a veces le inquietan. El diagnóstico fue «Síndrome del túnel metacarpiano» y aseguraron que era una dolencia independiente al cáncer de colon. Su cáncer era un bicho con la forma y tamaño aproximados de un feto de entre seis y ocho semanas. El síndrome del túnel metacarpiano se puede tratar con cirugía, el cáncer que se confunde con un feto de más de tres semanas es una sentencia. Por las historias que le contaba de niño, su padre tenía una visión bastante heroica de cómo debía ser el fin de los hombres buenos. Pero tal vez le quiso contar otra versión cuando por las tardes se mecía en el sillón aguardando plácidamente a que la muerte entrara por el balcón. En ese estar medio ausente había una vaga impresión de algo más, se percibía una mirada nueva quiero decir. Había adquirido en la cárcel la expresión de quien, desamarrando en silencio las horas, observa y sabe. Para ilustrarlo, veamos un detalle que no es nada y lo es todo: su esposa podía jurar que el azul se había cuajado en un gris nublado, pero en realidad sus ojos eran de un gris ratón. Además el bulto en su lomo le daba a su pose cierta predisposición para 125


cavar, y a su paso iba apagando todas las luces de casa. Inicialmente su hijo supuso que era una vieja manía ahorrativa o algún truco de zorro viejo, después sintió como una picadura que Severo se movía de una sombra en otra. Él no tenía ojos con los cuales seguir a hombres como su padre, al espejo siempre fue una copia perfecta en la que han obviado a propósito la pincelada más importante. Sumido en confusos bosques de árboles genealógicos, comprobó con alivio que hasta donde se conocía en la familia nunca se repitió el azul de Severo, cada quién cargó sus ojos oscuros y corrientes en su respectiva época. Su padre era una anomalía y medio que se le volteaba el estómago al ver que al igual que uno del montón, se escurría abarcando por noche menos espacio en el sillón. Conservaba una pizca de desdén: a veces todavía leía, y una tarde escribió treinta repeticiones de la palabra «brevedad» en la última página de un libro que olvidó bajo la lluvia. En la boda de su hijo, en lugar de un fajo de billetes en sobre cerrado, le deslizó en el bolsillo un retrato en marchitos tonos sepias en el que su bisabuelo posaba a su arribo a la isla un siglo atrás. La cabeza era un borrón en el que algo parecía barba, algo un sombrero, y el marco era irregular y de caoba, como si le hubiera regalado un trozo de árbol mohoso. Al dorso estaba escrito en trazos rectos, de piedra: Este hombre fue un asesino, Mató a un infeliz en un duelo Y sin sacudirse la pólvora Se embarcó rumbo al Mundo nuevo Le fue imposible precisar si el espectro en la foto tenía los ojos claros, pero sí que el nombre del barco era Barlovento. Severo parecía encontrar sosiego en esta imagen pues mientras se le estrechaba la 126


vida la reprodujo hasta que le fue posible y siempre mojando ligeramente de saliva la punta del lápiz. Su hijo pudo observar que la silueta del hombre en primer plano, a todos los efectos el bisabuelo, se alargaba en la vertical con cada nueva copia. De ahí que el Barlovento, un buque en la foto originaria, pasara a un bote de poca eslora, luego a una barcaza de pescadores y hacia las últimas reproducciones tuviera el aspecto de un garabato que se iba en el mar. Pero el hombre seguía creciendo y aunque no había puntos de comparación además del barco, se puede estimar que llevado a una escala natural para el último dibujo alcanzaba los doce pies de atura. Y lo que era un sombrero se fue achicando en una gorra y la sombra sepia que actuaba de barba fue desapareciendo y de la quinta repetición en adelante emergió una estampilla en su pecho que cada día era más como una estrellita. Que la estrellita simbolizara el corazón fue descartado, era literalmente una estrella en el pecho de aquel hombre que de figura en figura se iba pareciendo menos al bisabuelo. ¿Se trataba de un autorretrato? Resultaba obvio que conforme se repetía más se acercaba a las líneas torpes con que un chiquillo imita lo que no podrá tocar. Su esposa concluyó que se trataba de un retorno a la infancia. Para su hijo, que no quería ver fantasmas, la abstracción de Severo se debía a la rigidez progresiva de sus manos y paren de hablar. El problema, otra vez, fue el azul. Habían robado el delineador de cejas preferido de su mujer y así se lo informó a su hijo, ambos fueron directamente al sillón de Severo y le abrieron la boca, en efecto, su lengua era añil. Repasemos: hay una silueta humana y azul que lleva una estrella en su pecho y presumiblemente una gorra en la cabeza. Y como el barco se ha 127


desvanecido y con él toda noción de mar, lo que queda es un policía que toca el cielo de la hoja en blanco. Por aquello de que a los moribundos se les debe complacer en casi todo, su mujer dio por perdido su delineador y su hijo dio por perdido a su padre. Como le costaba mucho empuñar y mojar el lápiz Severo se entretenía en mirarse la punta de la lengua, entreveía el azul por encima de su nariz y sonreía. Había dejado caer al policía del cielo y en tierra firme era esto: una plasta azul. Su hijo, que por orden expresa de su madre iba recolectando los dibujos en una carpeta, advirtió que ese charco azul, bisabuelo y después policía, en su indeterminación ya solo podía asociarse con la forma de un cáncer en metástasis. Por extensión la hoja en blanco no era mar, era su colon, su estómago, su hígado, sus pulmones, su páncreas y sus riñones, porque el mar es la impresión más nítida de lo vivo ¿Y el azul era el de sus ojos que la muerte en su lenta invasión había traspasado a las manos, a la puntica de su lengua? Y la estrellita, ¿a dónde se fue la estrellita? Cuando ni siquiera fue capaz de sacarse la lengua a sí mismo, indolora, llegó la quietud. Respetando la última voluntad de su esposa, los garabatos de Severo no se muestran aquí, así como tampoco la agonía larguísima de un cáncer terminal. Su hijo queda tranquilo, en general los ojos claros se heredan en segunda generación, es probable que algún resto de aquel azul regrese en la mirada de sus nietos. Será un buen padre y antes de que empiecen a sentirse diferentes, les contará que ojos así tienden a empañarse de basuritas con el tiempo.

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Notas para una odontología del Hombre Nuevo

(Fragmentos de un texto escrito por Severo en la revista cubana de estomatología hacia 1980) A veinte años de distancia, puede afirmarse que se ha manchado de melancolía la sonrisa del Hombre Nuevo, se ha vuelto como plomiza. La sonrisa del Hombre Nuevo debe sugerir una franqueza ingenua, de lo contrario o es cínica o es una mueca. La razón de que su boca hoy tenga la forma y el color aproximativos de un pescado no es sólo la baja calidad de la pasta dental. Es que cuando reflexiona sobre las personas y las cosas se le dibuja una sonrisita distante, semicerrada, como la de alguien que siempre habla en susurros y para no alterar la cadencia de sus palabras sonríe sin mostrar los dientes. La razón es la falta de aire. Mostrarnos los dientes unos a otros es un claro gesto de sinceridad, en lo que es ahora el papel de los odontólogos –o el compromiso, para emplear un término afín– parece ser que el principal atributo de nuestros clientes sea una dentadura abiertamente blanca para comunicarse sin sombras. Nótese aquí que blancura y sinceridad van enlazadas (…) En las reuniones del sindicato nos han hecho creer que como parte de su innegable evolución, al Hombre Nuevo no le salen las muelas del juicio y tampoco ese vestigio del mono comúnmente llamado huesito de la alegría. Yo sostengo que esos son delirios de ancianos que se doblan de miedo ante una silla de ortodoncia. Al Hombre Nuevo las muelas del juicio deberían salirle derechitas y sin 129


dolor. Y aunque de un tiempo hacia acá algunos colegas me han contado que cada vez presencian con mayor frecuencia tal suceso, en lo que a mí respecta sólo he visto cordales perfectamente formados en varios retrasados mentales que traen a la clínica a fin de mes (…) Los dientes son un milagro que no sorprende lo debido: rugosos, afilados, muy separados entre sí y otros retorcidos como caracoles, dientes arracimados en un mismo espacio y dientes mellados producto del choque involuntario de las mandíbulas durante el sueño. En el reino animal, los seres sin dientes suelen ser venenosos, de ahí que para el Hombre Nuevo su dentadura será un objeto de culto. Según mi experiencia, las dentaduras que más se acercan al ideal del Hombre Nuevo pertenecen a bocas infantiles. Niños nunca mayores de diez años ni menores de cinco que por un corto período de tiempo conservan en su totalidad las piezas de leche. Así, pues, mi conclusión es esta: el Hombre Nuevo muere justo al entrar en la adolescencia. Meditando un poco la cosa, quizá la boca del Hombre Nuevo maduro sólo pueda ser postiza o no ser. La extracción total de las piezas y posterior implantación de otras de fantasía, rutilantes e inmunes, se vislumbra como único camino. El procedimiento, en palabras llanas, se efectúa bajo la siguiente cronología y apunten: 1. Se extirpan al aspirante a Hombre Nuevo incluso los dientes que le queden sanos, y se le abandona un tiempo prudente para que la encía sane. 2. Se abren agujeros a lo largo de toda la encía y en cada uno se introduce un clavo, y allí se dejan, para comprobar si el cuerpo los acepta. (En efecto, hay cuerpos no aptos para tareas de grandes). 3. Finalmente se procede a enroscar los molares en su clavo correspondiente y a continuación, mediante una sonrisa abierta, tenemos al Hombre Nuevo. Quienes se oponen a dicha táctica argumentan que de 130


noche la boca les brilla como una señal de tráfico, además el injerto o esa forma de prótesis trastorna la relación con uno mismo. ¿Y sin una supuesta homogeneidad del yo sería posible el Hombre Nuevo? Les asusta la idea de que los dientes pasen a ser objetos que ya no los necesiten, quisieran que al sembrar un Canino Superior Izquierdo floreciera algo con la facultad de morder. Lo nuevo a veces no es novedoso, dicen para sepultar a los defensores de bocas postizas. Mi posición es la de quien siempre aspira al beneficio de la duda: el Hombre Nuevo de carne y hueso porta un secreto mucho más grande que él y al que a su vez no tiene acceso, como una identidad silenciosa. Se le escapa su risita llena de caries fantaseando con el día en que pueda transformarse en mármol. Las dentaduras soñadas quedaron confinadas a las estatuas, ese pudiera ser su secreto. Lo que debió ser es sólo parte de la infancia, sólo de la muerte. (…) No me decepcionan las bocas moteadas por el paso sostenido del tabaco, respeto la estática milagrosa de cada una de sus piezas pues en ellas logro predecir el tiempo. El humo nutre, hace reflexionar, que pueble de sombras es su justo precio. Una boquita a la que los caramelos han empezado a macular, eso sí me produce cierto vértigo, cierto no saber. Temor a que mi deber resida en corregir con aparatos de hierro lo que aún está aprendiendo a masticar.

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Inventario1

Causas de muerte más comunes en los hombres de la familia: 1. Cáncer de próstata. 2. Cáncer de colon. 3. Desde muy niños son propensos a las hernias, primero en los huevitos, luego abdominales y ya más entrados en años acostumbran a aparecer las temidas hernias discales. 4. Suelen tener mala dentadura, es raro encontrar un macho en la familia que alcance los treinta años con todas sus piezas. Puntos fuertes: 1. Los ojos. A excepción de aquellos intelectuales, la mayoría es capaz de leer hasta sus últimos días sin necesidad de gafas. 2. Pulmones. Aunque la media histórica de fumadores en la familia es relativamente alta, no es incorrecto afirmar que somos una familia libre de problemas respiratorios. 3. Huesos. La mayoría muere sin conocer palabras como fractura, esguince, torcedura y luxación. Observaciones que también merecen su recuento: A) El Impétigo es una bacteria que se presenta con mayor frecuencia en la niñez, pero aqueja igualmente a los adultos y preciso: los síntomas principales de esta afección comprenden dos períodos. En el primero aparece una ampolla con la apariencia de una quemadura de cigarro, 1 Esta relación de padecimientos fue facilitada por mi padre y autorizada por mi abuelo.

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que se rompe rápidamente porque es superficial, y da lugar a la salida de un líquido purulento. En el segundo se origina una costra de color amarillo, similar a la miel de abeja. Si el paciente se rasca estas costras se hacen hemorrágicas y se tornan de color rojo. Las bacterias que originan el impétigo normalmente se encuentran en la piel como «flora transitoria». Para que la enfermedad se manifieste es necesario que se rompa el equilibrio entre el huésped y el parásito, como resultado, por ejemplo, de pequeñas heridas que favorecen la penetración de la bacteria. B) El Síndrome del túnel metacarpiano es una neuropatía periférica que ocurre cuando el nervio mediano, que abarca desde el antebrazo hasta la mano, queda atrapado dentro del túnel carpiano. El túnel carpiano es un pasadizo estrecho y rígido en la base de la mano, contiene los tendones y el nervio mediano y permite que se muevan los dedos y el pulgar. El resultado de esta dolencia puede ser dolor, debilidad o entumecimiento en la muñeca, un calambre irradiándose por todo el brazo. Se conoce como la enfermedad de los odontólogos, pues producto de trabajar con los dedos en forma de pinzas son más propensos a que sus muñecas se llenen de agujas imaginarias.

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Anas discors o el isótopo radioactivo

Hace muchos muchos años, cuando el mundo aún estaba partido en dos y Cuba era un escupitajo de tierra en la latitud equivocada, sus habitantes surcaban los cielos a diario y allá en el Este se hacían víctimas del invierno. Un agente cubano (llamémosle El Biólogo) viaja de regreso a su islita proveniente de Moscú sintiendo todo el rato que la cabeza le pesa de un modo extraño. Durante el trayecto había soñado con lejanos copos de nieve, con una muerte blanca. Quizá esa migraña incisiva era sólo una respuesta de su mente, quizá (y aquí medio que se heló de miedo) era otra pregunta. Un cambio importante se había operado en él, al partir era insultantemente joven, al volver ha olvidado qué es la conciencia y para qué sirve. Su especialidad siempre fueron las aves migratorias, aunque más que un mero ornitólogo él se consideraba un científico con un elevado sentido del deber. Hizo experimentos con ácaros poco dañinos en la Cerceta aliazul, si el transporte se tornaba eficaz, muy pronto estos patos transportarían virus letales de La Habana a La Florida. Le parecía una respuesta educada, pues si ellos (y por «ellos» entendemos al Imperio) enviaban plagas hacia acá, entonces él (y por «él» entendemos a su equipo de ornitólogos) contestaba con una bandada de patos aliazules que en formación en V sobrevuelan el estrecho cargados de gérmenes de todos los colores para esparcir en primavera. La «Operación Anas discors», llamada así en alusión al nombre científico de esta especie, fue interrumpida debido a su alto 134


costo y baja mortalidad. Su departamento fue redistribuido y de nada le sirvió que en su expediente se leyera que tenía un marcado perfil hacia las aves y no hacia los humanos. Su nueva ubicación en el centro ultrasecreto de genética y biotecnología actuó de trampolín hacia Moscú. Cumplió su misión exitosamente, fue adiestrado para inducir cáncer en adversarios a los que se debía eliminar por procedimientos no sospechosos. El asunto opera de la siguiente manera: Se coloca un isótopo radioactivo en la cama del «objetivo», en su ropa habitual o en varios puntos estratégicos de su celda si se trata de un recluso y meses después algo que permanecía a la sombra dentro de él, relampaguea, y le hace claros y cercanos los rasgos de aquello en lo que es mejor no pensar. Un isótopo radiactivo no es un elemento tan insólito. Casi todos los grandes hospitales los utilizan, paradójicamente, para combatir ciertas formas de cáncer, y son unos pequeños filamentos metálicos prácticamente imperceptibles al ojo humano. Si bien lo primero que aprendió nuestro Biólogo en sus clases fue a no decir «isótopo radioactivo», sino a referirse al procedimiento como «El tratamiento búlgaro». Y aquí residía la única queja del Biólogo, está bien que hubiera sido ideado por la policía política de Zhikov, pero al resto del ornitólogo que respiraba en él se le hacía mucho más enigmático y de ahí eficiente llamarle Tratamiento Gyps fulvus, en honor al Buitre leonado de los bosques búlgaros. También, y esto incluso lo subrayó en su cuaderno de adiestramiento, en lugar de inducir cáncer al mediastino, lo que se buscaba era convertir a seres incómodos en breves acontecimientos disueltos en el discurso oficial. 135


Una voz enlatada ordena amablemente que ponga su asiento en posición vertical y se abroche el cinturón, nuestro Biólogo bosteza y obedece, después de 9550 kilómetros al aire, su Ilyushin Il-62 se posará de un momento a otro en La Habana. El cielo está despejado y el sol que inunda la cabina hace pensar en una playa desierta, sin embargo allá abajo un manchón prieto y árido interrumpe la monotonía sedante de aguas cálidas y detrás el llanto de un bebé al que el descenso ha tapado los oídos es como si astillara vidrios en su cráneo. El Biólogo cerró los ojos y quiso que fuera la tarde en que liberó a su bandada de patos, en cada aleteo azul un mensaje escrito con malos bichitos. Entonces rebotó contra el pavimento y como si halaran por el culo al avión se fue deteniendo, sus patos se perdieron de vista para siempre en la caída del horizonte. Tal vez pensando en el pobre Buitre leonado que estaba en peligro de extinción, no se movió hasta sentirse a solas. Con un poco de imaginación el silencio de los asientos vacíos significaba que los pasajeros habían sido abducidos por el Imperio. Para engañar las punzadas en la sien no pensaría más en la nieve, unos días en familia y su cabeza dejaría de palpitar, ya después pondría en práctica lo aprendido.

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Necrología de un músico

A las tres con catorce minutos de esta madrugada, falleció en una clínica de Moscú el dramaturgo ruso Serguei Mijalkov a la edad de 96 años, según ha informado la Unión de Escritores de Rusia a través de la agencia RIA Novosti. El presidente ruso, Dmitri Medvedev, ha enviado un telegrama expresando sus más sinceras condolencias a los familiares y a todos los admiradores del poeta con las siguientes palabras: «Hoy toda Rusia llora» Nacido en Moscú el 13 de marzo de 1913, Mijalkov se embarcó en el mundo de las letras a finales de la década de 1920. A lo largo de su carrera escribió numerosas fábulas, encabezó numerosas asociaciones sindicales y recibió numerosas condecoraciones estatales. En 1935 publicó El Tío Stiopa, uno de los poemas más famosos que se escribieron en ruso para los niños. Stiopa, el más conocido de todos sus personajes, es un miliciano grande, alto y bueno que salvó a un niño que se cayó a un río. Pero Mijalkov pasará a la historia también por haber sido el autor de la letra de los himnos soviético y ruso. En 1944 gana un concurso para escribir el nuevo himno del país, por su trabajo, donde se alaba al líder comunista, fue galardonado con la Orden de Stalin. Desde 1953, año de la muerte de Stalin y de la condena a su culto a la personalidad, hasta 1977, el himno se interpretaba sin letra. Ese año se encarga a Mijalkov la nueva versión del himno, pero esta vez omite cualquier referencia al líder 137


desaparecido. Por el contrario, el nuevo himno elogia la figura de Lenin, antecesor de Stalin y fundador del estado soviético. En el año 2000 se decide recuperar el himno que se perdió tras la desintegración de la URSS en 1991 y se le encarga otra vez a Mijalkov. Por su larga vida y por su cercanía al poder, leyendo su biografía se puede aprender la historia de este país. Nació en la época zarista, descendiente de la nobleza, entre sus antepasados y en la familia que formó con Natalia Konchalovskaya, hay pintores, escritores y representantes del séptimo arte. Actualmente los más conocidos son sus dos hijos, el cineasta Andrei Konchalovski y el oscarizado actor y director Nikita Mijalkov. Serguei Mijalkov fue durante décadas como el tío bueno de todos los niños soviéticos, primero, y rusos después. Su enorme figura aparecía en la televisión cuando leía sus fábulas a un grupo de niños que, sentados en corro, miraban sorprendidos a ese Dyadya (tío, en ruso) que sujetaba con unas manos grandotas el cuento que les estaba leyendo. En un reciente homenaje explicó cómo se las había arreglado para no caer en desgracia frente a tantos gobernantes y durante tanto tiempo: «Todos ellos tenían niños».

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Más que prosas o relatos, 9550: Una posible interpretación del azul, mueve afectos, intensidades relacionadas a la infancia, de ahí el juego con Stiopa, aquel Hombre Nuevo soviético ideado por Serguei Mijalkov que se proyectaba en la isla en forma de dibujos animados, y con la historia de una familia que nunca llegará a ocupar el centro de nada. Es decir, ni de la novela, ni de sus propias vidas, tal y como funciona ahora mismo (y desde las primeras migraciones políticas pos-59) el concepto familia en Cuba. Concepto que se ha ido deslavazando hasta convertirse en una mancha en el rostro de todos los nacidos en el país. Una mancha policial, histérica, obtusa, afectiva. La misma que Abel Arcos despliega en esta novela hasta transformarla, más que en asunto ideológico, en «coso» autobiográfico y privado. La autobiografía de ese largo Stiopa en que intentaron convertir, convertirnos, a todos. Carlos A. Aguilera


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