El Ăşltimo viaje de Robert Frank Kelly MartĂnez-Grandal Incubadora ediciones
Los héroes culturales son héroes cuyas hazañas no solo se recuerdan en las leyendas, sino que además se conservan en la sociedad en forma de desafío continuo a los que les suceden. Ernst Gombrich
Qué pasaba con Robert Frank antes de que ganara la Beca Guggenheim en 1955 y se marchara a Estados Unidos a realizar Los
americanos es un poco un misterio. Hablar de su obra es, en primera instancia, remitirse a este libro que, como muchos fotógrafos afirman, dividió la historia de la fotografía en un antes y un después. Culpa de Walker Evans, su mentor, que fue quien le dio la idea. Producto de un largo viaje, Los americanos no gustó a los estadounidenses. Tal vez porque se vieron retratados en su desnudez; sin afeites, coronas ni oropeles. Tampoco gustó a la Fundación Guggenheim que, horrorizados frente a los 28.000 negativos que Frank presentó, decidieron no publicar nada. El trabajo, dijeron, era irrespetuoso con la nación y la fotografía. Editado por Robert Delpire, la primera publicación vio la luz en 1958, en París, bajo el título de Les Americains (en 1961 saldría Los italianos, de Bruno Barbey y, en 1963, Los alemanes, de René Burri). Un año más tarde, Grove Press lo lanzaría en Estados Unidos con prólogo de Jack Kerouac, a quien Frank había mostrado las fotos una noche en Nueva York, en 1957. Cautivado por imágenes que tanto tenían que ver con su propia obra, había prometido escribir sobre ellas. Todo aparece allí. Una época completa, con sus sabores y sinsabores, con sus pequeños mundos, se erige en las imágenes de un fotógrafo suizo que supo ver lo que el país no quería ver de sí mismo.
Fotógrafo extranjero, miró y reconstruyó desde la otredad; amorosa reflexión visual que fundó escuela dentro la fotografía, que propuso un antes y un después. Lo hizo, entre otras muchas razones, porque fue capaz de dialogar con la tradición de la fotografía. De Walker Evans y la fotografía norteamericana, heredó la austeridad. De Cartier Bresson y la fotografía europea, heredó la preocupación por las buenas composiciones; el intentar hallar, para decirlo con Sontag, la estructura del mundo. Solo que la estructura de Frank no fue un episodio grandilocuente; nada de instantes decisivos, ninguna obsesión por el placer puro de las formas. Todo merecía ser registrado, incluso lo que existe sin importancia. Híbrido, Los americanos sintetizó lo mejor de dos tradiciones con un sello propio: la dignidad de lo prosaico que defendieron los fotógrafos de la Nueva Objetividad, Steichen y Strand, se aplicaba ahora a la fotografía de calle. Tal vez porque el fotógrafo era, para Frank, alguien que
simplemente ve como por los ojos de un hombre de la calle (aunque no todos los hombres de la calle levanten la cámara). Con esta democratización de la imagen, el aura mística de los fotógrafos quedaba un poco rota: no más el artista genio, no más aquel que era capaz de ver lo que nadie podía ver. Fue también por ello que, al principio, las ventas del libro fueron escasas. La Popular Photography, una de las publicaciones críticas más importantes de la época, se quejó de la falta de rigor formal en las 83 fotografías que lo componían. Habló de fotografías descentradas, tal y como se acusó a la Generación Beat de usar un lenguaje descompuesto. Sin embargo, eso no impidió que, dos años más tarde, su obra fuese expuesta en el Art Institute de Chicago y en el MOMA. Vino a quedarse y lo hizo. Es importante considerar que, para el momento de aparición de Los
americanos, el espíritu de la fotografía estaba comenzando a tomar un nuevo rumbo. El libro New York, de William Klein (1956) también rompió tabúes fotográficos en cuanto a composición, enfoques y usos de la luz. Pero ni en Klein ni en Frank había pretensiones vanguardistas. Esa era, simplemente, su manera de hacer fotografías. Por supuesto, nadie escapa realmente a su tiempo. Como Ginsberg, muchos hablaron con la “musa” como quien habla con los amigos. Como Pollock, muchos abogaron por la espontaneidad del gesto; un afán por salvar las barreras entre el arte y la vida. Así también, de la misma forma en que Rauschenberg y Johns usaron las imágenes de la cultura popular para revisar y reconstruir una identidad, muchos se volcaron a la idea de una nueva nación que, tras el fin de la Segunda Guerra, necesitaba dejar de ponerle parches a sus agujeros. Por supuesto, habría que poner entre comillas eso de que Los
americanos no fue bien recibido por el público. Es cierto que al main stream institucional no le gustó, pero caló hondamente en las nuevas generaciones de intelectuales y artistas. Para nosotros, sus imágenes son ya clásicas, pero habría que intentar mirar desde el asombro que produjeron su movilidad y su crudeza. No se trataba solamente de la propuesta formal, sino del sentido crítico del libro: un llamado de atención sobre una sociedad afanada por la pureza que, en consecuencia, segregaba todo aquello que consideraba una mancha: afroamericanos, homosexuales, campesinos. Fueron esas “impurezas” las que Frank mostró, dignificó, sin silencios ni omisiones. La que fuera la imagen de portada para la primera edición norteamericana, nos muestra un autobús en donde afroamericanos y blancos se sientan separados. En el medio, punto focal, dos niños; la generación intermedia entre una realidad y otra. Así también, en otra de sus
fotografías icónicas, el contraste de colores entre las pieles de una niñera y un bebé nos seduce: niños blancos alimentados por sangre negra. A veces, literalmente; otras, a través de una herencia cultural y simbólica que se transmiten en la crianza. Al fin y al cabo, un año antes de su llegada al país, la costurera y activista Rosa Parks se había negado a cederle su asiento en el autobús a un hombre blanco y, al año siguiente (el mismo en el que comenzó la guerra a Vietnam) Autherine Lucy fue la primera afroamericana en inscribirse en la universidad (aunque la chusma ululante la arrojara del campus el primer día de clases). Algo estaba cambiando y sus fotografías lo recogieron y evidenciaron, evidenciaron la conciencia de una nación profundamente perturbada por lo que Gunnar Myrdal llamó “el dilema norteamericano”: el del compromiso tanto con la igualdad como con la superioridad blanca. Los vaqueros, en Los americanos, no se parecen a John Wayne. Tras las bellas casas de los suburbios se esconden grupos de escandalosos motorizados; un pequeño niño negro gatea en una vieja casa de madera mientras sólo Dios sabe qué suena en la vieja rockola. Están allí la desolación, la vastedad de paisaje. Está la muchacha del café o ese viejo pastor, una fugaz visión a la orilla de la carretera. Está ese atardecer de campo. Nosotros, espectadores, también estamos allí y la cámara de Frank extrae, como diría su amigo Kerouac, tristes poemas de América. Libro de viaje, en su centro, un anuncio: la desolada carretera 256, camino a Nuevo México, abandonada a la noche. Al final, la fotografía del carro propio. Dentro, la mujer y los hijos duermen, duerme Ítaca. Tras muchos años retirado, el hombre cuya profunda, abierta y franca visión marcó un camino para la fotografía, ha muerto a sus 94 años.
A ti, Robert Frank, te digo lo mismo que ya te dijo Kerouac: tienes ojos. Buen viaje, maestro; buen último gran viaje. Gracias por la compañía en el camino.
Miami, 10 de septiembre del 2019