“Sala de espera” Llevo casi dos horas esperando. Veo a mi alrededor, y no puedo considerar que mi caso sea de urgencia, aunque me siento pésimo. Cierro los ojos, quisiera poder dormir (morir sería más adecuado). Un imposible. Miro hacia atrás, lejos del televisor. Hay un pasillo largo, con más filas de asientos, más gente, en el mismo lugar, similar condición, aunque igualmente ajenos. Poderoso déja vu. Repentinamente los recuerdos me invaden. Recuerdo aquella vez, cuando acompañé a mamá, que llevaba a mi hermano mayor enfermo al policlínico comunal. ¿Tendría yo unos siete? Entramos a una sala de espera llena, igual a la de hoy. No se ven sonrisas, el aire es escaso y denso. Como un funeral, pero sin muerto. La televisión en un altar central, frente al público cautivo. Esperamos de pie, hasta que mamá logró coger un asiento al borde de una fila. Sentó a mi hermano en su pierna. Yo me apoyo en su hombro contrario. Tengo un poco de frío y sueño. La situación se me hace eterna y aburrida. Me escabullo y empiezo a dar vueltas por el lugar, caminando por pasadizos llenos de personas con cara de cautiverio. Entre esas caras, me llama la atención un extraño espécimen. En una camilla, bajo frazadas de colores grises, se distingue el rostro arrugado de un hombre, que tiene la espalda apoyada en una pila de almohadas. Su semblante exhibe gran dignidad, que parece resiliente al caos que lo rodea. Es evidente, dibuja con notable afición. No puedo negar la atracción que ese misterio ejerce en mí: debo saber qué hace. Entonces, me acerco como quien quiere robar una buena porción de intimidad. La curiosidad me empuja despacio. Pero mientras me acerco, él mira hacia mí. Logro esconderme tras un hombre que estornuda. Observo por un costado, y ahí está él, aun dibujando. No me ha visto. La