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Colección Cultural de Centro América Serie Pablo Antonio Cuadra No. 5 2004
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Cuadra, Pablo Antonio Narrativa y teatro / Pablo Antonio Cuadra; comp. Pedro Xavier Solís. —1a. ed.— Managua : Fundación Vida, 2004 294 p. — (Colección Cultural de Centro América. Serie Pablo Antonio Cuadra No. 5) ISBN: 99924-53-22-2 1. CUADRA, PABLO ANTONIO –COLECCIONES DE ESCRITOS 2. LITERATURA–ENSAYOS 3. TEATRO NICARAGÜENSE 4. LITERATURA NICARAGÜENSE–SIGLO XX
©2004 Colección Cultural de Centro América Hecho el Depósito Legal No 0078 en Managua, 2004 COORDINACIÓN DE EDICIÓN
Marcela Sevilla Sacasa Pedro Xavier Solís DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
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Johnny Villares IMAGEN DE PORTADA
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Róger Pérez de la Rocha IMPRESIÓN
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Colección Cultural de Centro América
El Fondo de Promoción Cultural del Banco de América editó en calidad y en cantidad la mejor colección de obras arqueológicas e históricas, literarias y artísticas que se haya publicado en Nicaragua. Quedó interrumpida la colección cuando el gobierno nacionalizó los bancos. Al instaurarse de nuevo la democracia y la economía de mercado, Grupo Uno, contando con miembros del anterior Consejo Asesor del Fondo de Promoción Cultural y con nuevos elementos de gran valor se propone no sólo reanudar la colección interrumpida, sino centroamericanizar su proyecto, haciendo accesibles al lector de las repúblicas del istmo, aquellos libros que definen, sustentan y fortalecen nuestra identidad. Esta labor editorial que facilitará la enseñanza y la difusión de nuestra cultura en escuelas, institutos, centros culturales y universidades, producirá simultánea y necesariamente una mayor unidad en la cultura del istmo; unidad cultural que es el mejor y más poderoso cimiento del Mercomún y de cualquier otra vinculación política o socioeconómica de la familia de repúblicas centroamericanas. Este es un momento histórico único del acontecer del Continente: todas las fuerzas tienden a la formación de bloques regionales, pero la base y motor de esas comunidades de naciones es la religión, la lengua y las culturas compartidas. Grupo Uno quiere ser factor activo en esa corriente con la publicación de la Colección Cultural de Centro América.
Pablo Antonio Cuadra
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Colección Cultural de Centro América Consejo Asesor La Colección Cultural de Centro América, para desempeñar sus funciones, está formada por un Consejo Asesor que se dedicará a establecer y vigilar el cumplimiento de las políticas directivas y operativas del Fondo. MIEMBROS
Dr. Francisco X. Aguirre Sacasa Dr. Emilio Álvarez Montalván Ing. Adolfo Argüello Lacayo Dr. Alejandro Bolaños Geyer Dr. Arturo Cruz S. Don Pablo Antonio Cuadra Q.E.P.D. Dr. Ernesto Fernández-Holmann Dr. Jaime Incer Barquero Dr. Francisco J. Laínez Ing. René Morales Carazo Lic. Ramiro Ortiz M. Dr. Gilberto Perezalonso Ing. Ricardo Poma Lic. Sergio Raskosky Holmann Lic. Marcela Sevilla Sacasa Lic. Pedro Xavier Solís Arq. José Francisco Terán MIEMBROS HONORARIOS
Lic. Jorge Canahuati Rev. Manuel Ignacio Pérez Alonso
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Serie Pablo Antonio Cuadra
La admiración que siento por Pablo Antonio es profunda. Su vida fue un ejemplo de consecuencia y la obra que nos legó es notable por su dimensión y seriedad. Pablo Antonio es, indudablemente, una de nuestras inspiraciones. Su poesía tocó la fibra más íntima de nuestra Nación y sus ensayos sobre nuestra historia y sociología le ofrecieron sustento conceptual a su aliento poético. Y, cuando la política nicaragüense quedó reducida a los gritos, su voz serena simbolizó la rectitud ciudadana. Para nosotros, los de la Colección Cultural de Centro América, la publicación de la Serie Pablo Antonio Cuadra es una obligación gustosa. Lo hacemos por uno de los fundadores de esta Colección Cultural y por nuestras nuevas generaciones, las que deben estar expuestas a la voz de este maravilloso nicaragüense, cuyo vasto legado intelectual recogemos parcialmente en las páginas de esta Serie.
Ernesto Fernández-Holmann PRESIDENTE COLECCIÓN CULTURAL DE CENTRO AMÉRICA
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El Maestro de Tarca Prólogo
Al fundar la literatura nicaragüense, Rubén Darío creó en la poesía y en la prosa dos vertientes de pareja dimensión, aunque nos reconozcamos más en su herencia poética, y aunque no diera paso a una escuela de narradores capaz de reproducirse generación tras generación, como en la poesía. La modernidad que representaba el modernismo como fenómeno universal de la lengua castellana, ruptura de viejos moldes, aventura verbal, y la entrada en territorios antes proscritos, como la escandalosa intimidad con otras lenguas y formas idiomáticas, fue capaz de abrirle inmediato camino a Salomón de la Selva, que en alas del modernismo podía volar hacia los campos de la poesía norteamericana de avant-garde, como Darío había volado antes hacia los del simbolismo francés, para desde allí dar continuidad, el primero en una inmensa carrera de relevo, a ese permanente estar al día de nuestra poesía, en la que seguirá luego, siempre con sentido de aventura, José Coronel Urtecho. Ya sabemos que no ocurrió lo mismo con la prosa. Con Darío fuimos contemporáneos de Baudelaire, de Verlaine, de Rimbaud. Con Salomón de la Selva fuimos contemporáneos de Edna St. Vincent Millay y Archibald Macleish, y de toda la generación fundacional de la revista Poetry de Chicago. Y con Coronel Urtecho, gracias a sus traducciones, nos hicimos contemporáneos
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de los padres de la moderna poesía norteamericana, T.S. Elliot y de Ezra Pound. Pero en la prosa nunca fuimos contemporáneos de Hermann Melville ni de Flaubert en tiempos de Darío, ni de Henry James y Theodor Dreiser en tiempos de Salomón de la Selva, ni de Scott Fitzgerald y William Faulkner en tiempos de Coronel Urtecho. Este fenómeno de desajuste tiene una especificidad que llama la atención porque Darío imprimió a su país natal una marca literaria desproporcionada a su atmósfera cultural, convirtiéndolo en una “tierra de poetas,” especie de marca de fábrica con denominación de origen. Pero no lo convirtió en una tierra de narradores, en un país de novelistas ya no digamos modernos; novelistas de cualquier clase, aunque fuera vernáculos, o costumbristas. Un desajuste que, por supuesto, tendrá variadas explicaciones, y tampoco podría alegarse que la ausencia de una narrativa vigorosa en Nicaragua desde los comienzos del siglo xx sea un fenómeno particular. No hubo ninguna narrativa moderna en América Latina para entonces, salvo en el caso de Machado de Assis con su muy extraordinaria novela de 1881 Memorias póstumas de Blas Cubas, donde el protagonista escribe desde la tumba y todo se trastoca en el orden narrativo, según las enseñanzas que Sterne, el viejo clérigo británico revoltoso del siglo xviii, da en Tristam Shandy. Y no sería sino al llegar a la mitad del siglo xx que la escritura en forma de monólogos interiores y desvaríos de la conciencia, de planos alternos y retornos al pasado ótodo lo que la ciencia del psicoanálisis de Freud, el cubismo de Picasso y el cine de Eisenstein y de Fritz Lang habían trasegado a Ulises de James Joyce, a Las Olas de Virginia Woolf, y a El ruido y la furia de Faulkner entraría en las aguas de la narrativa latinoamericana, en las obras de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, primero, que supieron encontrar en el surrealismo francés un lenguaje apropiado al mundo que querían describir, y luego en las de Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y Leopoldo Marechal; un fenómeno que habría de
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hacerse más pleno a partir de la generación del boom en los años sesenta. Un buen alegato en contrario podría ser que esa modernidad que estoy describiendo era bastante ajena a nuestra realidad latinoamericana y a nuestra propia tradición narrativa, que logró sus propios formas de expresión en mixturas tales como el relato vernáculo, el costumbrismo, y el regionalismo, y luego en la novela de la selva, y en la narrativa de denuncia social que tomaba como punto de referencia los enclaves bananeros, por ejemplo, según usó, y abusó, Miguel Ángel Asturias. No olvidemos, sin embargo, que con alegatos parecidos se trató de detener la fuerza renovadora del modernismo, y que una de las más socorridas acusaciones contra Darío era la de “extranjerizante.” Y tampoco que el costumbrismo y el regionalismo, y luego la novela de denuncia, no fueron sino adaptaciones pobres, y siempre bastante ingenuas, de las dos grandes escuelas sucesivas de la narrativa europea de la segunda mitad del siglo xix, el realismo y el naturalismo, y que arrastraron aún restos del viejo romanticismo, para ofrecer una mezcla anacrónica, y a la vez sincrética. Pero, insisto, en poesía estuvimos siempre al día. Ésta no es, por supuesto, una herencia de generación espontánea, ni debida a un don misterioso, que por tanto pueda crecer silvestre, o peor que eso, dilapidarse sin responsabilidad. Y si quisiéramos razones, intentaría afirmar que la poesía puede cultivarse en una atmósfera cultural de pocos y selectos lectores, lectores a su vez poetas, o de un solo lector, allá arriba, como la poesía mística de Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Es un género literario que no necesita un amplio mercado. Me atrevería a más al decir que para la generalidad del público un poeta, antes ser leído, necesita que alguien entendido en la materia certifique su excelencia y calidad, y de ello depende su reconocimiento. ¿Cómo se hace el prestigio popular de un poeta? Cuando Darío regresa en triunfo a Nicaragua a finales del año de 1906, la población del país era de apenas 500,000 habitantes; más de la
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mitad vivía en las áreas rurales, y sólo el 20% sabía leer. Era, pues, un país de analfabetas. Había un sólo periódico de circulación diaria, El Comercio, con una circulación de 2,000 ejemplares. No se había impreso un solo libro de Darío, y no existía ninguna industria editorial. ¿Cómo, entonces, sus poesías habían llegado al escaso público que sabía leer? ¿Y cuál era la manera en que percibían su genio quienes no sabían leer? Estas son interrogantes dramáticas, si tomamos en cuenta que apenas pitaba el tren que llevó a Darío a Chinandega, a León, a Managua, a Masaya, y a los pueblos de la meseta de Carazo, anunciando su llegada, la gente de todas las condiciones se desbordaba a recibirlo, y era seguido por las calles en festivas romerías. No estoy hablando de los honores oficiales, sino de los honores populares. Pero el Darío popular entre la gente iletrada, el Darío de los cocheros, los carretoneros, las verduleras y los mozos de cordel, fue siempre el Darío poeta, para quien había siempre un asiento de honor vacío en las mesas de los estancos, un genio popular en verso, coronado de pámpanos como Dioniso, y nunca el Darío prosista, o narrador, que no lo fue tampoco para los letrados, a pesar de que su obra en prosa es tan revolucionaria como su obra en verso, y los elementos de modernidad que despierta en sus crónicas periodísticas, en sus cuentos, en sus retratos, sacudieron con igual fuerza los usos literarios de la época, y los transformaron. Y los cuentos suyos que se recuerdan, aún de memoria, son sus cuentos en verso, no sus cuentos en prosa, desde El negro Alí y La cabeza del Rawí a La sonatina y Margarita, quizás porque como dice Stendhal, la memoria necesita de la rima. Cuando un grupo de adolescentes, entre los que se halla Pablo Antonio Cuadra, sigue el magisterio juvenil de Coronel Urtecho para fundar el grupo de Vanguardia en 1927, la pequeña ciudad provinciana de Granada tiene 17,000 habitantes, y el periódico El Correo en el que los vanguardistas publican la hoja dominical Vanguardia, imprime quizás 500 ejemplares en una de esas prensas de torno que todavía podemos ver en uno de los grabados que
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ilustran las viejas ediciones de Papá Goriot de Balzac. Cuando en 1960 Fernando Gordillo y yo empezamos a publicar la revista Ventana, 500 ejemplares también, en la Tipografía Antorcha de León, los textos se componían a mano, y me maravillaba de cómo los cajistas, desnudos de la cintura para arriba en aquel calor de fragua, iban escogiendo a gran velocidad los tipos en los chibaletes, leyéndolos al revés. Los linotipos, hoy desaparecidos, que fundían las matrices en plomo, habían sido inventados en el siglo xix por Mergenthaler, pero no llegaron a Nicaragua sino a mitad del siglo xx. Y lo mismo la prensa rotativa, que fue inventada en 1820. Ninguno de estos atrasos en la modernidad de la industria gráfica es gratuito, sin embargo. El linotipo y la rotativa respondían a la necesidad de imprimir ejemplares de periódicos, revistas y libros de manera veloz, porque se trataba de grandes tiradas para satisfacer a un público masivo en países de alto desarrollo urbano, que habían atravesado el umbral de la revolución industrial. Nicaragua, en cambio, seguía siendo un país de cultura rural y en lo que se refiere a sus poblaciones, o ciudades, un país de cultura provinciana. Y quizás esto pueda ayudarnos a explicar que cuando Darío abre el camino para una literatura nacional, que hasta entonces no existía, la escogencia natural para nuestros escritores sea a partir de entonces la poesía, y no la narrativa. Porque la narrativa necesita un público lector y se nutre de él. Las novelas requieren de un mercado comercial. Y mientras nos hicimos siempre modernos en la poesía, nos quedamos rezagados en la narrativa. Cosmapa, de José Román —la primera novela nicaragüense que merece ser recordada— se publicó apenas en 1944; y la novela que funda verdaderamente el género en nuestro país, Trágame tierra, de Lizandro Chávez Alfaro, apareció en 1969. La fuerza que la poesía ha tenido en nuestra literatura a partir de la obra fundadora de Darío, y su modernidad constante en términos de renovación, ha creado también otro fenómeno que puede parecernos sorprendente: y es que nuestros grandes poetas
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han sido, a la vez, grandes narradores. O puesto en términos mucho más radicales, donde no existían narradores, los poetas cumplieron al mismo tiempo este oficio. En ninguna antología del cuento nicaragüense podrán faltar ni Rubén Darío, por supuesto, ni José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Manolo Cuadra, Ernesto Cardenal, Ernesto Mejía Sánchez. Y quizás el único caso en contrario sea el de Fernando Silva, que además de nuestro mejor cuentista nicaragüense, es un poeta. O el de otros poetas de alta marca que también son novelistas, como Julio Valle Castillo y Gioconda Belli. Pero hay también un elemento sustancial que no puede ser puesto de lado en este examen, y es el de la poesía narrativa. Con esto quiero decir que en el desarrollo de nuestra literatura, y otra vez desde Darío, hemos tenido una narración en prosa y otra narración en verso. No sólo los cuentos en versos rimados de temas orientales de los primeros tiempos de Darío, encandilado por sus lecturas de las Mil y una noches, que figura entre los primeros libros que devoró “…un Quijote, las Mil y una noches, las obras de Moratín, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame de Staël, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo qué autor, La caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño…” sino también, entre varios, su estupenda Epístola a Juana Lugones donde la prosa y la poesía se funden y confunden por completo, un asombroso poema narrativo, escrito en alejandrinos pareados, que es también una crónica periodística, con notas de pie rimadas. Y desde allí, las historias de la mitología griega vueltas a contar por Salomón de la Selva, en prosa poética, en su Ilustre Familia, o en poesía narrativa, como en La Dionisíada; la Pequeña biografía de mi mujer de Coronel Urtecho; o Esos rostros que asoman en la multitud de Pablo Antonio Cuadra, escritos, para mejor prueba, una parte en prosa, y la otra en verso; El Estrecho Dudoso o la Hora Cero de Ernesto Cardenal, y esa síntesis del prosema, suma de prosa y poema, tan cara a Mejía Sánchez, que me parece muy
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exclusiva de nuestra literatura, y que alcanza su esplendor en Una llama en el bosque de Chapultepec de Carlos Martínez Rivas. Una narrativa en la poesía. La poesía que narra. La prosa que siempre tiene ecos de poesía, una cadencia, un ritmo, una melodía, al ir contando. Éste podrá ser uno de los puntos de partida para entrar en el universo narrativo de Pablo Antonio Cuadra, que viene a ser una extensión, o complemento de su obra poética; o para decirlo mejor, la poesía extiende sus alas sobre su obra en verso y su obra en prosa, como si al regresar a los orígenes del arte de escribir y describir, no necesitáramos de ese división entre prosa y poesía, y todo sigue siendo poesía, el arte primigenio que representa de manera pura y desnuda a la belleza en la palabra, poesía que no es otra cosa que componer, hacer, formar, conformar, crear con las palabras, el soplo que despierta a las criaturas que duermen en la nada. Y como él mismo lo dice en Ars poética: Volver es necesario a la fuente del canto: encontrar la poesía en las cosas corrientes, cantar para cualquiera con el tono ordinario que se usa en el amor... Nada mejor que citar como ejemplo Esos rostros que asoman en la multitud, un título que empareja tanto narraciones en verso como narraciones en prosa. En esta doble secuencia se trata de retratar personajes que llegan a la página en blanco traídos por su singularidad, que es la manera en que un narrador puebla su universo. El mérito propio de un personaje es representar al arquetipo, y por tanto, siendo como los demás, no ser como los demás. En Doña Andreíta y otros retratos, en el anverso del verso, abre la galería la figura de don Diego de Nicaragua y Ñurinda, en El legajo de Don Diego, patriarca de tan abundante promiscuidad que al llegar la hora de su muerte, el cura de la villa de Tola, don Manuel
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de los Reyes Soto, se vio obligado a despoblarla para que no se cruzaran entre sí sus numerosos descendientes, un rescoldo colonial en el que duerme ya la figura de Pedro Páramo; y en el anverso de la prosa, escrito en el mismo lenguaje de los legajos judiciales, llega a la página en blanco la figura del oficial de pluma de la corona don Ignacio de la Quadra —Mi pobre tío Ignacio— perseguido por su esposa doña María Francisca Ruis de Ocaña en insistentes oficios dirigidos al presidente de la gobernación de Guatemala, demanda que el ausente le pagara su manutención y la de sus hijos, cuando hace tiempos había ya muerto en pobreza de solemnidad. En el anverso del verso hallaremos sobre todo personajes femeninos, que corresponden a esa atmósfera entre rural y provinciana propia del universo de Pablo Antonio, la patria ganadera, cariátides de su casa familiar, tía Trinidad, tía Isidora, figuras para el recuerdo, figuras para la historia; y cariátides que soportan también el edificio de la sociedad patriarcal bajo sus hombros femeninos, ligadas al hogar como domésticas, o como aplanchadoras, un vínculo que el hidalgo que hay en el narrador convierte en nudo —la amistad del pobre es la honra de mi casa— doña Justa, doña Andreíta, Juana Fonseca, figuras amasadas en el barro popular pero no por eso menos firmes como columnas de la evocación, y bajo cuyos ojos vigilantes desfilan las historias de sus poblados, de sus barrios, y las tormentosas historias de sus propias familias, como debe ser en toda narración que nos cuenta sucesos a partir de la figura de los personajes, tal ese personaje inolvidable que es Juan Fonseca. Y en el reverso de la prosa hallaremos los retratos de personajes masculinos, Eleuterio Real, el campesino en guerra contra los marinos, Bartolo ciego, que cuenta la historia de sus desventuras de pordiosero, Paco Monejí, el niño jorobado, Pedro Onofre, maderero, tumbador, chinguero, marinero, estibador, que conspira contra la dictadura, Don Medardo el viudo, o las historias picarescas de Rayuelo. Y entre ambos, verso y prosa, bien podría quedar
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el retrato del sirviente de Darío, escrito en verso, pero que se recuerda como prosa, una frontera difusa que acerca el territorio de lo lírico al territorio de la narración. Y, otra vez, el universo de Cifar el marinero da para la poesía narrativa, en Cantos de Cifar, y para la prosa narrativa, en Prosas de Cifar. Pablo Antonio sabe siempre que nos está relatando historias, describiendo personajes, enlazando esas historias con los personajes, y dándole a cada personaje su propia historia, que es el oficio del narrador, y sólo se trata del procedimiento que debe elegir en cada momento, para que la narración fluya por el cauce que mejor convenga. Sabe, y es parte de su oficio saberlo, que al contar las historias de Cifar nos está recordando a Ulises, el Odiseo aventurero, curioso y enamorado, en viaje siempre por las islas de un mar cerrado y a la vez desconocido, y que para contar, o cantar sus aventuras, Homero escogió hacerlo en metros porque el canto era la estela que el ciego errante dejaría tras de sí en los atrios de los palacios, en las plazas de los mercados y en las cocinas de los puertos, cantos que eran historias. En prosa y en verso, Cifar el navegante es el mejor personaje de Pablo Antonio, y el Gran Lago su mejor escenario. Es cuando más consigue acercarnos al mito, como encarnación de las ansiedades humanas, y como revelación del eterno misterio de las cosas, el misterio telúrico que envuelve la aventura, el riesgo, el desafío, porque el mito, que es un misterio en sí mismo, también revela y se nos revela a través de la escritura. El Gran Lago se convierte en nuestro espejo, un espejo que refleja barcos, remos, velas, rastros, riberas, islas, y rostros. Sobre todo rostros, y cuerpos, siempre en movimiento. Cifar navega, avanza, pregunta, mientras tanto el maestro de Tarca reposa y responde. Creeríamos que el maestro de Tarca es ciego, como Homero, leyendo el destino con una sabiduría sin ojos. Hay sin duda una propuesta filosófica en la literatura telúrica de Pablo Antonio. Su visión del mundo campesino es patriarcal, pero de ninguna manera exenta de humanismo, de apego no sólo
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a la tierra, sino también, y sobre todo, a quienes la habitan, los campesinos, personajes desvalidos de toda fortuna, y expuestos siempre a la contaminación. Campesinos de agua dulce, campesinos de ribera, campesinos de tierra firme, y de los llanos. Esta visión tiene un riesgo, y es el de que, al sublimarse el mundo campesino tal como es, y conjurar toda intromisión en su contra, se arriesga dejarlo por siempre tal como está. Pero si nos situamos en el tiempo en que estas ideas de preservación de la inocencia rural nacen en la mente de Pablo Antonio, y en las de los demás miembros del grupo de Vanguardia, son los campesinos quienes sirven de carne de cañón en las constantes guerras civiles, y cuando se irrumpe en su mundo es para ser sacados a la fuerza; y desde esa filosofía de rechazo, se condena por igual a liberales y conservadores, divisa verde y divisa roja, responsables de las montoneras endémicas. Los campesinos se hallan en indefensión frente a las ferocidades de la modernidad cocinada en el ámbito urbano, que no es más que la provincia, donde los mismos dueños de la tierra cocinan sus argucias bélicas por ambiciones de poder, y vienen a ser así la peor especie depredadora de la inocencia. En esta composición vernácula, el campesino pertenece al paisaje indefenso, sometido a los vaivenes incesantes de la disputa política, y en riesgo de desaparecer, por lo que es digno desde ya de compasión y de nostalgia anticipada. Señor de este estado natural, en el que su pobreza es más bien un motivo de orgullo, más que de aflicción, ¿qué le pueden enseñar al campesino en la escuela? El campesino representa a la naturaleza, es su encarnación, y fuera de su ámbito rural, sólo puede hallar peligros, seducciones indebidas. En el magistral cuento Agosto del año 1961, uno de los mejores de nuestra literatura, Nicanor Villagra, “hijo y nieto de campistos, Villagra hijo de Villagras” le explica al narrador que lo acompaña en su cabalgata por “la última llanería antes del gran misterio,” pues detrás se inicia la selva, la razón por la que se hastió del Instituto de Granada
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y volvió a los llanos: “¡Historia patria!, dice burlón. Y repite de corrido párrafos escolares de memoria para concluir: Mi abuelo y mi tata anduvieron la historia rifle al hombro...! Para esos cuentos me querían arrancar del caballo!” Y desde el otro lado, en la voz del escritor, resuenan los ecos de la patria ganadera, cuando habla de sus cariátides: ‘ganadería es historia,’ decían mis abuelos —ganaderos ellos y nuestros padres— Nicanor Villagra, el campisto, es dueño de su libertad solamente en el llano. Esa libertad no va a encontrarla en la selva, donde no puede penetrar a lomo del caballo, ni en la ciudad, donde nunca se sentirá a gusto en el pupitre. El llano es su libertad, pero si nos apartamos de la visión solidaria del narrador, que nunca deja de darle en todo la razón, y lo quiere en un estado primigenio, incontaminado, el llano infinito es también su cárcel. El narrador, que se identifica de manera autobiográfica “yo nací cuando la revolución contra Zelaya, vos cuando la guerra de Mena” le dice Nicanor, para establecer que entre los dos hay diez años de diferencia en edad, llega al llano no para reformarlo, como quiere Santos Luzardo en Doña Bárbara, sino para identificarse con la tierra ganadera y con quienes la habitan. Tampoco llega al llano como Arturo Cova en La Vorágine, para pasar desde allí a la selva, levantar la cortina, internarse en ella, y ser por fin tragado para siempre. Y el toro es la encarnación, a su vez, del campesino, custodio de la manada, del orden, de la tradición, protector de las hembras, vigilante de los peligros que acechan desde la selva poblada de tigres malvados, que irrumpe en el orden establecido para destrozarlo con sus uñas, comerse a los terneros, abrir el vientre de las madres a tarascadas. El tigre es el gamonal, es la guerra, es la violencia que brota del nutrido desorden de la selva: “Detrás quedaba la selva. La espalda de la república. El sombrío origen de las
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tribus reemplazado, de tiempo en tiempo, por el avance de las revoluciones, por la llegada de las tropas que surgían de la manigua devorando los ganados.” El tigre “es la fiera investida por sus crueles signos, el poder y el colmillo y la luz argentina sobre su manchada túnica de sangre y tiranía,” es el caudillo de las montoneras, el general improvisado que manda a su ejército de peones, de vaqueros, de campistos. En Agosto, el personaje que cuenta la historia del enfrentamiento del tigre y el toro es sólo un testigo pasivo, asombrado, del drama que ve revelarse ante sus ojos. Es el autor, o su alter ego, que se cubre con cierto pudor bajo el plural “nosotros” al hablar en nombre suyo y de Nicanor el campisto. No puede ser protagonista, intervenir en el drama para alterar su curso, porque es sólo ese testigo, a pesar de que siempre estará reclamando su condición de “campesino,” hijo adoptivo de la patria rural que dibuja en su escritura: En Managua, capital de los temblores por pura casualidad nací. se equivocaron los ángeles pastores y un niño campesino pusieron en vez de mí... nos dice en El otro, su poema juvenil de 1930. Y en la introducción a El Nicaragüense, en 1967, muchos años después insiste en su condición perdida: “Desde que me obligado a dejar mi vida campesina y a trabajar como periodista, se estableció dentro de mí una lucha que acabó dividiendo mi labor de escritor en dos formas de escribir como dos ríos de distinta precipitación.” El drama entre tigre y toro, agresión del poder y arcadia rural, tiene su complemento moral en Por los caminos van los campesinos, la más conocida y trascendente de sus piezas de teatro, como lectura de la historia de Nicaragua, y del propio mundo rural, siempre visto como una arcadia en riesgo de ser pervertida, o violada. Se trata de una pieza costumbrista, en la que el rancho, “que es como una persona muda, que vive en todos,” figura a la cabeza
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del reparto de personajes, un papel que Pablo Antonio volverá no sólo a darle, sino también a explicar, en El Nicaragüense. Y el escenario, a partir del rancho, no es menos bucólico: “Una huerta nicaragüense. Al fondo, lomas y serranías verdes y azules. Un árbol alto. Quizás pájaros. Al pie del árbol, como debajo de un ángel verde, está el rancho de Sebastiano. Su presencia, según las horas y su luz, es como la presencia de la pobreza: humilde a veces, peinado por la paz y sus brisas; dolorosa otras. Rasgado por cóleras encendidas: cárdeno. A veces cenizo macilento, como el templo de la miseria bajo la luna. El rancho es un personaje que se alegra o llora, que encierra el odio o deja escapar la queja como un viejo animal famélico.” El ánimo dramático va sin embargo más allá, en la medida en que las vidas de los campesinos resultan trastocadas, otra vez, por el poder. Aparecen entonces otros personajes que igual que el rancho también viven en todos: la guerra civil de 1925, y la intervención extranjera de 1927. El espectro del reclutamiento forzoso irrumpe a plena luz del día en sus negras vestiduras en el rancho de Sebastiano, y convierte en tragedia la felicidad bucólica de una mañana de mayo, una mañana de bromas y canciones a pulso de guitarra. La leva forzosa se lleva entre sus garras a uno de los dos hijos de Sebastiano y Juana, Margarito, mientras Pancho, el menor, logra huir de la patrulla de soldados conservadores, que defienden al gobierno, sólo para ser reclutado luego por los alzados liberales. Esta es la guerra civil que se desata poco antes de la aparición del grupo de Vanguardia en Granada, cuando el gobierno constitucional de don Carlos Solórzano, resultante de una coalición libero-conservadora, es derrocado por el Lomazo de Emiliano Chamorro, lo que da lugar a la rebelión liberal encabezada por el general José María Moncada, bajo la demanda de instalar en la presidencia al doctor Juan Bautista Sacasa, sucesor legítimo de Solórzano como su vicepresidente. Llega una vez más la intervención militar norteamericana, y Moncada rendirá sus armas
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delante de Henry Stimson en Tipitapa, en mayo de 1927, ya con su ejército en las puertas de Managua tras un fatigoso avance desde la Costa Atlántica, y de allí resultará la lucha de Sandino en contra de aquella intervención; lucha que los vanguardistas respaldarán, dentro de su perspectiva nacionalista global. Hay en la obra dos personajes que resultan de esta situación: el doctor Fausto Montes, “abogadito del pueblo que se hace personaje con malas artes. Es el poder —el Poder— de la malicia contra la inocencia”; y el Teniente Comfort usmc, “oficial de la Marina de la intervención.” El doctor Montes es la representación del poder venal, que quiere despojar de su poca tierra a Sebastiano, y el Teniente Comfort la representación del poder extraño, que lo despoja de su honra, porque viola a Soledad, su hija menor; y los dos, como encarnación del mal contra el bien, resultan alegóricos, y como en todas las historias morales, deben recibir su castigo: Montes muere al filo del machete de Sebastiano, y Comfort al filo del machete de Pedro Rojas, el enamorado de Soledad. Otra vez el noble toro campesino, y he aquí la otra alegoría, ha destruido al tigre alevoso que viene de la oscuridad de la selva, la oscuridad del poder malvado y de la intervención extranjera, que representan el despojo y la violación. Cuando parece que toda la tragedia ha sido ya consumada, en el epílogo va a trenzarse un nuevo nudo, mientras el rancho es otra vez el gran testigo silencioso. Sebastiano, prófugo, canta entonces, sin acompañarse con la guitarra, ociosa en su mano, “una canción que se ha secado”: El rancho abandonado... la milpa sola...el frijolar quemado... el pájaro volando sobre la espiga muda, y el corazón llorando su lágrima desnuda...
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Soledad confiesa a Sebastiano que lleva en su vientre a un hijo de su violador, el invasor, y al oír la confesión, a pesar de sentirse dichoso porque ya no va a perecer su descendencia, rechaza a la hija para que se aleje de él, y de los riesgos que corre a su lado. La rechaza a pesar de sí mismo: “¡Llevátelo aunque me parta el alma!… ¡que no conozca su historia, que no sepa nada, Soledad! Ya demasiado hemos peleado por odio. Hemos matado por hombres, por tierras, por hambre. ¡Hasta por sueños hemos matado!… tal vez un niño nos salve… ¡un niño!¡un niño!” Pero Soledad no entiende de razones y se niega a dejar al padre acosado y perseguido como se halla: “¡Si yo se lo vi en la cara: me corre porque le traigo un hijo del yanqui!… ¡No lo quiere!” Ella al fin se va, y Sebastiano exclama entonces: “!Dios mío!… ¡por fin pude! ¡Ahora sí va a nacer un hombre nuevo… ahora sí!” Este es el nudo que no se desata, y que abre múltiples interrogantes hacia el futuro. Una lectura grosera de este final dejaría la exclamación de Sebastiano en la conclusión de que el hombre nuevo que espera es el fruto de un nuevo mestizaje entre la sangre nicaragüense y la del invasor extranjero, el mismo mestizaje, producto también de la violación, entre mujer indígena y conquistador español. No he encontrado referencias a que alguien haya hecho alguna vez a Pablo Antonio esta pregunta, ni que él se haya referido al tema, pero creo saber cómo habría respondido. Lo que la pieza proclama, en su fundamento ético, de dimensión cristiana, es que sólo la inocencia de un niño puede redimirnos del pasado de injusticia y de maldad, una injusticia y maldad que Sebastiano acepta en su desesperado parlamento cargar sobre sus hombros inocentes, cuando ya sabemos que provienen del poder. Es el hombre nuevo el que va a nacer en el pesebre del rancho, no importa que haya sido engendrado a la fuerza, y que sea fruto de la violencia y la imposición. Ya el violador recibió su castigo. Ahora hay que salvar al niño de la espada de Herodes Antipas y del poder de Roma que lo respalda. Lo que el país necesita es una epifanía.
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¿Quién nos describe estas historias del mundo rural, al fin y al cabo, insertas en la historia del país? Un letrado compasivo. En esto, Pablo Antonio no se aparta de la tradición de la gran literatura latinoamericana que comienza a ocuparse desde finales del siglo xix del mundo campesino y del mundo indígena, tratando de penetrar en sus claves misteriosas, porque al fin y al cabo se trata de un territorio exótico. Pero a diferencia de quienes siempre descienden a ese mundo con guantes quirúrgicos, y entrecomillan las frases del habla popular para no contaminarse, Pablo Antonio lo hace con amor, porque la idea que tiene de ese mundo es protectora. Que nunca cambie, como un deseo de resguardarlo ante cualquier alteración de esa inocencia, de esa quietud, de esa tradición sin culpas. Todos los que viven en ese mundo, bajo la tradición roussoniana, son buenos por naturaleza, es el comercio con los demás, con los aviesos, con los que juegan con el poder, lo que los corrompe. Es un hidalgo, en el cabal sentido de la palabra, quien escribe sobre el mundo rural y sus habitantes. Un hidalgo letrado, de modesta hacienda, y por tanto, sin pretensiones de mando y dominio, y que puede así descubrirnos su sensibilidad humanista, su filosofía protectora, su compasión. Un cristiano de espinas coronado. Un hidalgo manchego “de este lado de La Mancha.” Pablo Antonio, que tanto insistió en la dualidad como esencial a la identidad del nicaragüense, ser uno y el otro, nunca termina de resolver esa dualidad entre intelectual urbano y campesino afectivo. El conocimiento que tiene de la esencia y del entorno del mundo rural, es el de literato, o letrado, que lleno de nostalgias se siente siempre de visita, poseído por una mezcla de asombro, respeto y admiración, de timidez, aunque conozca tan bien lo que quiere mostrar y describir a los ojos del lector. No es de ninguna manera un neófito, y hablará siempre con conocimiento de causa, pero desde la montura del caballo, recorriendo el llano, o desde lo alto de las ramas de un árbol de nancite, presenciado el duelo entre el tigre y el toro. Viene de otra dimensión, y al fin
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y al cabo, sólo puede contemplar, registrar, contar, en su condición de narrador que presencia, al lado del campesino, ese drama que es al mismo tiempo una alegoría del país rural, desgarrado entre la inocencia campesina y la alevosía de los gamonales. Un mundo que no debe cambiar para preservarse intacto en su edad de oro de la inocencia, parece ser la propuesta de Agosto, y de alguna manera también la propuesta de Por los caminos van los campesinos. Sigue siendo la vieja propuesta del grupo de Vanguardia, que al proclamar su filosofía estética encuentra en la patria campesina el depósito de la auténtica tradición cultural del país, donde habrá que ir a buscarla: el habla arcaica, los cuentos de camino, las consejas, los romances y corridos, la poesía popular, las pastorelas, las loas, los bailetes callejeros, desoyendo la advertencia de que las victrolas habían acabado con las guitarras. Y la cosecha del rescate fue, sin duda, fundamental para nuestra cultura. “La fórmula era clara,” nos dice en Los poetas en la torre: memorias del movimiento de Vanguardia, del año 1951, “lo original era lo originario. Y nos fuimos al pueblo interrogando su voz, su expresión, su lengua viva, sus formas, sus nombramientos… estudiamos el canto de las guitarras nativas, las rimas de las canciones de cuna, de los juegos infantiles, y comenzamos a verter en esas formas ingenuas nuestras balbuciente inspiración nicaragüense…” No deja de ser la misma eterna propuesta del romanticismo, que fue también la del modernismo, un partir recurrente hacia territorios desconocidos para buscar lo que es auténticamente bello, sea un viaje hacia países lejanos, sea un viaje hacia el pasado, o sea una exploración en los demás mundos internos, en las demás capas que subyacen en el propio país, en el propio territorio, como en este caso. Un descenso. Pero además de los verdaderos valores estéticos, porque el sentido de la belleza ha sido corrompida por el mal gusto provinciano de la burguesía, los peores entre ellos los comerciantes, según las proclamas vanguardistas, se busca también una identidad perdida, o en riesgo de ser abolida.
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Es patente entonces el hecho de la intervención norteamericana, y al iniciar su resistencia, Sandino será esencial al mecanismo de defensa de la identidad nacional. Es una lucha, además, que están librando los propios campesinos en su arcadia, desde entonces la alegoría del toro que se defiende contra el tigre. Así nos lo dirá en Los poetas en la torre: “La marea universal de la literatura nueva invadía las costas de nuestra patria en los precisos momentos en que otro movimiento interno, de igual o mayor fuerza expresiva, surgía con volcánica potencia de las entrañas mismas de Nicaragua. La bandera flameante de Sandino alzó vuelo entonces, como un quetzal mitológico, entre las verdes selvas del norte.” La vieja selva, impenetrable y enemiga del campesino, territorio del tigre alevoso y traicionero que en Agosto representa al poder ladino, ya desde antes de ha convertido en tumba para los invasores en el Poema del momento extranjero en la selva (a varias voces), que forma parte de Poemas Nicaragüenses, escritos entre 1930 y 1933: bajo el verde sórdido de las heliconias bajo el hirviente silencio de los manglares sus blancos huesos delicadamente pulidos por las hormigas. Ya se ve que las propuestas estéticas, que siempre son propuestas ideológicas, tampoco son estáticas en sí mismas, y obedecen a una constante dialéctica que las hace variar y no pocas veces dividirse y enfrentarse a sí mismas en la cabeza de quien las concibe. En Esos rostros que asoman en la multitud, de 1962, aquel mundo campesino arcaico, aparece ya trastocado por las urgencias de la lucha social, como antes aparece trastocado por las guerras de los gamonales en Por los caminos van los campesinos. Así lo oímos en el poema Catalino Flores:
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El Sindicato, con temor, redacta el telegrama: Hábeas Corpus para Catalino Flores jornalero de treinta años casado, cinco hijos, organizaba la Liga campesina, leía y enseñaba a leer bajo los árboles. Y Cifar, el marinero, un campesino del agua, ...espera la señal en las lejanas serranías. Antes del alba encenderán sus fogatas los rebeldes. Les lleva peces y armas. Es un mundo que se deshace ante los ojos del escritor, pese a su nostalgia por la visión arcádica y arcaica con que ha querido teñirlo desde siempre, como ocurre en El velador —ó cpf como se dice horriblemente—, un poema que pertenece también a Esos rostros que asoman en la multitud, el campesino despojado y desplazado de su tierra, cuando “la modernidad” termina por depredar aquel universo: Con la toalla envolviéndote la cabeza campesina en el relente de la madrugada Velador
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del Banco (“En esto acaban los pobres: vendiendo su sueño”) Pero la literatura es al fin y al cabo lenguaje, y Pablo Antonio nos enseña su mundo rural sirviéndose de la majestad de las palabras, y hace que lo veamos, cuidando de que de la precisión y la transparencia de la prosa resulten las imágenes que se acercan a nuestros ojos, tal como en la esplendente prosa de Agosto: “Un silencio de derrota amarga el cielo como la boca de un desilusionado. Trato de empujar mis ojos y perforar la equívoca vaguedad violenta del llano. ¡Nada se mueve! Ni la estatua negra, humillada, del toro. Ni el círculo, paralizado por el miedo, del rodeo. Ni el árbol. Ni el viento… Solamente allá, sobre su sangre tenue e inocente, leves convulsiones agitan el pequeñísimo despojo del ternero, reducido por la muerte y por el crepúsculo, como si invisibles hormigas lo alejaran lentamente hacia el oscuro vientre del mundo.” Son las palabras iluminadas de un poeta, que al ser maestro de la poesía lo es también de la prosa, como lo fue Darío, como lo fue Borges, y como lo fue Octavio Paz, que no pueden explicarse como poetas sino juntamos al hemisferio de su poesía el otro hemisferio de su prosa, para aceptarlos, por fin, bajo la denominación de poetas, que los cubre por completo. El plano que se cierra redondo. Dos vertientes de pareja dimensión. El jardín de senderos que se bifurcan. Sergio Ramírez Mercado
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NOTA
Agosto se publicó en 1961 en El Pez y la Serpiente # 1. Esos rostros que asoman en la multitud apareció publicado en 1976, reuniendo poemas y cuentos. En esta “Serie Pablo Antonio Cuadra,” los poemas aparecen en el tomo de Poesía II. Los cuatro cuentos reunidos bajo el título de Otros cuentos de Rayuelo —verdaderas obras maestras de la breve prosa— y Esbozo del viejo pastor no habían sido publicados en libro hasta la presente edición. Las dos zoosofías fueron escritas a fines de la década de los 70, y habían permanecido dispersas. El basilisco había sido anexado a la primera edición de 1980 de Siete árboles contra el atardecer. Las Prosas de Cifar, escritas en los años 50, fueron seleccionadas del borrador de una novela que el autor había titulado La Sirena, nombre de una embarcación. Los apuntes para la novela evolucionaron hacia el poemario Cantos de Cifar y del Mar Dulce, y estas prosas fueron anexadas al poemario en su cuarta edición en 2001. La noveleta ¡Vuelva, Güegüence, vuelva!, fue publicada por primera vez en 1970, en El Pez y la Serpiente # 11.
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Agosto a Pedro Xavier, el más pequeño y entusiasta lector de este cuento. “Palo Alto” o el “confín del abandono” como le llamaron los viejos, es la última llanería antes del gran misterio: detrás se inicia la selva, levanta su cortina de árboles gigantes y torpes, de verde húmedo tiniebla, apretados sobre el fango, solidarios contra el viento y contra el colérico sol que, día a día, ataca y se retira babeado por los sapos, hostigado por erizos gavilanes, impotente y cárdeno. Bordeamos el silencio. La tarde todavía juega sus últimos azules en la sabana y un pequeño cielo gris-claro se refleja en cada huella en el fango del caballo de Villagra. Por aquí hemos pasado muchas veces. No más lejos. Nunca al territorio prohibido de la serpiente, donde los madereros y los raicilleros, con sus capas de hule, recogen leyendas oscuras o gritan lejanos para nunca volver. “Un campisto aquí termina su oficio,” dice Villagra, señalando el final del llano. “El caballo es para cielo abierto.” Hemos venido conversando. Hijo y nieto de campistos, Villagra hijo de Villagras, Nicanor, se hastió del Instituto de Granada y volvió a los llanos. “Historia patria!” dice burlón. Y repite de corrido párrafos escolares de memoria, para concluir: “Mi abuelo y mi tata anduvieron la historia rifle al hombro…! Para esos cuentos me querían arrancar del caballo!” Me lleva diez años. “Yo nací cuando la revolución contra Zelaya, vos cuando la guerra de Mena.” Ataba sus memorias a sucesos como
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su caballo a los postes del cerco. Su madre llevaba la historia por embarazos. “Cuando la barriga de Concho fue la gran llena.” Y más dramática su abuela enterraba un hijo al pie de cada fecha histórica. “Cuando el 93 me mataron a Bernabé,” o bien, “fue cuando la guerra contra el yanqui que perdí a Genaro.” De pronto los ruidos de la selva se apagan. Miles de insectos, miles de alas, antenas y aguijones suspenden su infatigable labor: ¡Conozco ese silencio! —“¡Mira!” Nicanor Villagra baja del caballo. “¡Esta vez ni siquiera esperó la noche!” Inclinándose examina la huella. Atrás venía mi perro, cansado y lastimoso, esquivando los lugares hondos de fango y deteniéndose sobre las matas de zacate con la lengua sucia y babeante. Olfatea la huella y llora. “Se está meando,” digo. Villagra lo aparta. Es injusto con el perro. Le niega raza porque viene de la ciudad. Se inclina y mide la huella, la marca enemiga. —“¡Historia patria!” vuelve a decir. No es profunda, pero sí áspera; pesada y sin embargo liviana, ágil, tal como racimo de cólera apretado sobre la tierra: ¡la zarpa! Conozco ese leve temblor en las orejas de mi potro. ¡La zarpa! la firma del rey brutal ordenando su miedo y el de toda carne sujeta a su imperio nocturno. —“¡Esta es historia patria!” dice escupiendo el suelo. Señala con el cabo del rebenque el rumbo. Historia impresa sobre fango y sangre, como toda historia. —“Lleva siete años,” dice. Yo guardo silencio. ¡La zarpa! ¿De quién era la zarpa en esos largos siete años de obsesión? Dos veces fue llamado para una revolución y dos veces regresó por veredas porque el movimiento había fracasado. Entonces volvía al “confín del abandono” a repasar las páginas de la muerte: el ternero devorado, el potrillo perseguido y sacrificado casi frente a la puerta del rancho; la vaca herida a mansalva, en el atolladero, con el salvaje mordisco en la ubre henchida. Y siempre la huella, ancha, no profunda, pero sí ápera, pesada y sin embargo liviana, y siempre la misma denuncia deprimente del silencio.
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—“¡Que se calle ese perro!” Tengo que golpearlo. —“Aquí hay huellas de coyote,” digo. —“Va para Palo Alto,” insiste Villagra, sin oírme, hundiéndose con cólera hasta la ceja, el sombrero. Inclinados seguimos, en el llano fangoso, la marcha armoniosa y elástica, como leyendo los signos de una partitura. Aquí gira y escapa la huella loca —el casquito profundo y la carrera burguesa— del saíno. Aquí salta el venado: sus tensos delgados músculos de ballesta hundieron el fino miembro para la estampida. Todos abren paso, todos ceden al sigiloso poder, el llano; la felpuda alfombra al rampante monarca. Mi perro, atrás, vuelve a llorar. No es llanto de dolor, repetido y lastimero. Gime en bajo y el gemido se prolonga hacia lo alto, erizo, aullando miedo, como un sonido lineal y negro sobre la tarde. Lo callo. Asoma la luna sobre el fondo de la selva, humeando. Su lechosa claridad empalidece y hace profundo, anémico, el crepúsculo. —“Se está metiendo entre dos luces,” dice Villagra, deteniendo un instante su caballo. Es la primera vez que sonríe. Vuelve el rostro hacia la selva que ha quedado atrás entintando el horizonte entre el llano y la luna. Quiebra la escopeta, sopla el cañón con fuerza como quien insufla espirítu demoledor, mete dos cartuchos y cierra. —“¡Vamos!” Entonces vemos contra el camino del sol la silueta alargada de los campistos. Vienen gritando. Villagra se alza sobre los estribos: —“Hijos de su madre… ¡Todo lo hacen grito!” Aún no distingo la voz distante; pero veo el salto gallardo de los potros. Uno de los hombres agita el sombrero, avanza, hasta que su palabra crece, golpea, cincela el escudo de la luna pétrea con un nombre: “EL TIGRE” El grito se repite atrás, regresa, ¡el Tigre! llena el llano de un nombre feudal y agresivo. Villagra quiere callarlos, pero de nuevo avisan señalando al oeste: —“¡El tigre ataca al rodeo de Palo Alto!” Frena en seco el potro. En su rostro se dibuja un gesto doloroso.
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Me mira como quien cita un testigo. Es “Palo Alto.” El rodeo de su infancia, con su cielo sabanero sostenido por el árbol, el alto árbol, el guanacaste donde hacen alto las loras, las urracas, los güíses matinales y los pájaros emigrantes. El árbol de los balidos. De la vacada paridora, de la yeguada chúcara. Y la “Lirio” de blancos cuernos, la madre antigua, caída acaso. Y la “Enlutada,” negra y mugidora sacrificada tal vez por la ciega crueldad; las vacas de honor, las que dieron a la hacienda su orgullo y su precio, las del rodeo de “Palo Alto” custodiadas por el bronco “Clarín,” tu preferido, tu aguerrido toro tigrero: allí está ¡a prueba!. Lo leo en tus ojos, Villagra, y tú también lees en mi corazón el texto de una rebeldía. ¡Es la hora! —“Llévense ese perro y cuiden desde el breñal de los pijules,” grita a los sabaneros. Luego, con la mano que empuña el fusil, hace un gesto: —“¡Adentro!”— gesto de ataque, de rebelión, gesto de guerra contra ti, augusto, alevoso Poder. Galopamos. Manuelita, Virginia —en honor a mi abuela, “la santa señora” que decía el viejo Villagra— y Nicanor, eran los tres últimos de los doce hijos. Nicanor estaba destinado a alcanzar la ciudad, los números y las letras. Pero se dormía de aburrimiento, entre cuatro paredes, montado sobre el inmóvil pupitre. Hizo la primaria. Cumplió los diez y ocho años. Se fugó del Instituto a la primera revolución. Lo detuvieron a tiempo mis padres, arrastrando un largo rifle Mauser y echando rosquillas en el salbeque de balas mientras esperaba la partida del tren de guerra en la estación de Granada. Lo devolvieron a la hacienda. El viejo Villagra lo recibió con una vara de tamarindo y le cruzó las espaldas. —“Si no quisiste ser don, ahora vas a ser duro. Chontales pide hombres!” Manuelita y Virginia lloraron. Pero lo madrugaron con los tres sabaneros, a “Palo Alto,” el “confín del abandono” como le decían los viejos; allí donde pastaba el ganado viejo; la última sabana
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reservada sólo para la crianza; el fin de la historia donde lloraba Diciembre sobre los cueros, casi genealógicos, de las reses bisabuelas que caían en el año y nacía la raza chúcara entre la libertad y el fango. Se acabó el diminutivo, el muchachito, el “cumiche.” Pero eso quería. En eso soñaba sobre cada página de la gramática. Galopamos. En eso soñaba cuando tragaba, párrafo a párrafo, el áspero alcohol de la “Historia Patria.” Detrás quedaba la selva. La espalda de la República. El sombrío origen de las tribus, reemplazado, de tiempo en tiempo, por el avance de las revoluciones, por la llegada de las tropas que surgían de la manigua devorando los ganados. Por allí aparecían los generales. Por la línea alta, de verde húmedo tiniebla; hechos de lodo y oscuros como el canto del pájaro-león, envenenados por la toboba, silenciosos, desconocidos; pero sus nombres numerosamente pronunciados por la muerte. Allí, junto al gran misterio, aquella mañana, lanzó el potro sobre el coyote, a rienda suelta aventando sus gritos que recogían los loros y las lapas en la algarabía verdi-roja del amanecer. El coyote se disparó sobre el charrial de los pijules, azorado, deseoso de no correr, indeciso, mirando de reojo si la persecución merecía avanzar sobre el cansancio o bien utilizar una pequeña estratagema, ocultarse en el charrial o despedirse. Y entonces titubeó. Llegó algo a su olfato alerta y titubeó y Nicanor ya no tuvo tiempo de descargar su machete. Vio levantarse sobre las altas hierbas y espinos el brillante, manchado, poderoso tigre. No escuchó ruido. Fue un relámpago sólido, concretado en músculos tensos, silencioso, potente, surgido del suelo, que cruzó un segundo sobre las más altas hierbas y espinos y desapareció. Su piel brilló a la luz y pareció detenerse mucho tiempo en el aire, lustroso, como un tronco robusto y brillante arrojado a lo alto, pero arrojado en su propio impulso, convertido, solidificado en el puro impulso, sin que quedara una línea del cuerpo o una mancha ajena a aquel salto poderoso, limpio y solitario. Nicanor, frenó. Fue su mano la que tiró a fondo de las riendas, mientras el ojo se entregaba todo
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a retener el silencioso, eléctrico, muscular relámpago. Y el potro paró en seco y hundió los cascos al borde del charrial y quedó tembloroso, agitado pero inmóvil, posesionado, pidiendo a su complemento humano la orden que lo sacara de su perplejidad y su temor. Pero Nicanor le bajó el tapojo, amarró del jinetillo, tensas, las riendas, y saltó a tierra. Fue una operación de segundos. Detrás del salto había oído, un sonido opaco y mortal. Se abrió paso entre espinas, arrayanes y hierbas a machetazos. El coyote ya lejano, miró hacia él curioso, interrogante desde la llanura. Su corazón se lo había dicho y allí estaba: caída, abierto el pecho, asfixiándose en el hervidero de su propia sangre, sus grandes desorbitados ojos mirando a Nicanor, espiando su llegada con un dolor profundo y una ternura casi humana en la vidriosa pupila: la “Viuda,” la que ordeñaba de niño. Allí, en esas ubres pálidas de la vaca negra, había aprendido a presionar sus dedos suave y fuertemente para hacer brotar el fino chorro de leche. La vaca estaba caída de costado, agitándose, tratando de ponerse en pie pero queriendo abrir, loca, desesperadamente las extremidades. Al ver a Nicanor se resolvió una vez más, levantó la cabeza, pero un borbollón de sangre brotó del pecho desgarrado. Nicanor se echó sobre ella. Estaba alumbrando. Entre sus piernas traseras pujaba por llegar a la vida un pequeño y ciego animal. La madre trataba de lanzarlo a la tierra, pero a cada esfuerzo la vida se escapaba, caliente y sorda por el brutal mordisco. La zarpa había dejado también su huella, honda, posesiva sobre el lomo. Nicanor apretó las venas y arterias, para detener la muerte. Se abrazó a su pecho. —“Vamos, muchacha! Despacio, despacio!” Y ella aspiraba el aire, anhelante, movía la testa golpeando con el cuerno la tierra, aspiraba lo inasible, tragaba vida y la empujaba hacia sus entrañas. Pero la sangre volvía al cuello, con furia; saltaba sobre las manos de Nicanor, empapaba sus brazos y su pecho. —“¡Con calma, muchacha!” En los ojos de la madre agonizante y parturienta fue reclinándose una luz azul, pálida, desgarradora como un crepúsculo dolorosamente íntimo. Quiso pronunciar un
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balido y abrió la boca, pero su lengua áspera y seca quedó colgada sin fuerza. Su respiración comenzó a arrastrar un gemido ronco. —“¡VIUDA! ¡VIUDA!” le gritó al oído Nicanor. Ella abrió con un brillo nuevo y desesperado los ojos. Aspiró otra vez, con todas sus fuerzas, como un fuelle terrible, como un suspiro terrestre y abismal que robara a la naturaleza toda su última reserva y presionó sobre su vientre tensamente, brutalmente, empujándose ella misma hacia su fondo. Luego alzó la testa, miró, quiso mirar hacia la vida que brotaba de su vientre, pero una sombra helada penetró en sus ojos y de un golpe dejó caer, sin vida, la cabeza sobre la tierra. Nicanor corrió hacia el ternero medio hundido aún en el pozo oscuro del sexo. La sangre encharcaba la tierra. Tiró del asfixiado animalito, tiró con fuerza y sintió que se desprendía, que salía hacia fuera, fácil, aceitoso, elástico. Rasgó la bolsa. Rompió el ombligo. Le palmeó nerviosamente sobre el pulmón y luego le limpió paternalmente las narices con el borde de su cotona. Vio los ojos extrañados y tiernos, torpes todavía, deletreando la luz, y creyó oír un balido lejano, casi celeste, un balido que transportaran garzas y oropéndolas sobre las tenues serranías del Este. Galopamos. Casi Villagra llegó a ser el ternero: creado junto a las enaguas de Virginia, manso, casero y consentido. Nicanor lo cargaba día a día hasta que ya becerro dejó de hacerlo por miedo a una hernia. Al crecer en estatura, crecieron los desastres que ocasionaba y las protestas de Manuelita, pues entraba a la casa como un perro, mascaba o ensuciaba la ropa tendida, echaba al suelo muebles y quebraba trastes, inocente de su tamaño y de su fuerza. Una tarde, agradeciendo a la abuela un puñado de sal que lamió golosamente de su mano temblorosa, intentó un cariño exagerado y la empujó de espaldas produciéndole una caída mortal. La misma noche de la vela del viejo Villagra —con la aprobación de la familia, excepto de Nicanor y Virginia, que no se atrevieron a protestar— decretó su castigo: “Hay que castrar ese animal y echarlo al repasto.” Andrés Villagra, el mayor de los hermanos
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—llegado de Juigalpa por el duelo— agravó el fallo del viejo: —“Animal de campo criado casero, ni sirve para la casa, ni sirve para el potrero.”— Los campistos oyeron. Bajo la gran luna de verano bebían café negro y aguardiente y se burlaban de la suerte del torete. Se gozaban de verlo regresar sin privilegios al mundo de los humillados. Pero Nicanor salió de la casa y les habló con furia, en voz baja, contra el rostro: —“¡El que toque a ese animal se las ve conmigo!” Entonces baló el hijo de la “Viuda.” Estaba amarrado al bramadero y baló con fuerza de toro, baló abandonando su edad y saltando a la soledad y al poder del macho, a la jefatura altiva del rejego, rasgando la noche, abriendo sus negras tranqueras en el reclamo de una vacada y de una libertad que sentía suyas en el torrente nuevo de su sexo y de sus cuernos. Alguien dijo: —“Tiene la voz potente del padre.” Y desde esa noche Nicanor le dio nombre. Lo llamó “Clarín.” Desde los primeros ganados venía ese nombre, por línea de osadía, designando a los defensores de la frontera de la hacienda, a los padrotes que guardaban la marca contra el jaguar: ¡Eso quería decir Nicanor Villagra: toro tigrero, toro “Clarín”! Se lo llevó a Laguna Seca, al otro lado del río, cerca de “Palo Alto,” donde los patos salvajes cruzaban el aire solitario graznando asustados por la presencia del hombre. A veces la yeguada, en épocas de sequía, saltaba el barranco y se embolsaba en el silencioso pastizal. Era un lugar triste, pero el heredero estaba condenado al exilio y en el exilio debía educarse para conquistar el trono. Su preceptor le enseñó a embestir. Le enseñó a espumar de rabia contra el cuero del tigre. A defender su derecho y el territorio de su rodeo. Nicanor era casi un misterio para los sabaneros. Toda historia es misterio y él estaba en la edad intrépida: por la noche cruzaba la llanería de San José para verse, a escondidas, con Isaura Gadea —los Villagras y los Gadeas eran enemigos— y por las mañanas se perdía en la distancia con un cuero de tigre amarrado en el jinetillo. Cuando “Clarín” cumplió cuatro años, Nicanor lo llevó al rodeo de Palo Alto. La vacada, con ojos displi-
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centes y a ratos curiosos, lo vio avanzar, joven, poderoso, con los cuernos pintados de rojo, caminando como un perro detrás de Nicanor. Pero el viejo toro —el “Canta-claro” de Palo Alto— levantó la cabeza intranquilo. Retrocedió balando, hirsuto, y rascó la tierra aventando polvo sobre su lomo. —“Esta es tu hora,” le dijo Nicanor tocando a “Clarín” los testículos con la tahona. “O le cogés el patio o te castro.” Lanzó un grito, se montó en su caballo y sin volver el rostro se alejó hacia el rancho. Pasado el mediodía, el viejo Villagra y los sabaneros que curaban terneros en el corral vieron llegar a la carrera, atropellado y sangrante al “Canta-claro.” Todos miraron en silencio, desconcertados, al nervioso y pesado rejego que daba vueltas inútiles alrededor del corral. —“Debe ser el tigre,” dijo el mandador de campo. El viejo Villagra corrió a traer su escopeta. Los demás campistos soltaron a los terneros y corrieron a los caballos. —“¡Nicanor!” gritaron. Nicanor salió detrás de ellos, pálido pero feliz. Cuando llegaron a Palo Alto, tendidos en línea vieron de lejos a “Clarín” pastando, todavía excitado junto a su nuevo rodeo. Los sabaneros comenzaron a reír. —“¿Qué toro es ese?” preguntó el viejo Villagra; pero su pregunta la hizo por romper el silencio y dar algún cauce a su cólera; su ojo de viejo ganadero ya había reconocido al hijo de la “Viuda.” —“¿Qué toro es ese?” gritó mirando de soslayo a Nicanor. —“Allí lo tiene,” contestó; “si le cumplo la palabra por sentimiento, vea lo que hubiera perdido!” “Clarín” alzó la testa, miró hacia ellos altivo, rascó la tierra conquistada y entre una nube de polvo resonó su balido, penetrante, imperioso, que fue a levantar ecos lejanos en el borde negro de la selva, más allá del “confín del abandono.” —“Dejemos aquí los caballos,” dice Nicanor. Amarramos los dos potros a un pequeño jícaro, les bajamos los tapojos y nos despojamos de las espuelas. Nicanor, inclinado, observa las huellas del tigre. —“¡Le veníamos pisando los talones!” exclama. La hierba apenas comienza
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a desentumirse doblada por la áspera, opresora y sin embargo liviana, casi aérea, pisada del tigre. Oímos el balido del toro. Agachados, silenciosos como delicuentes abandonamos la ruta de la huella y nos desviamos para ganar un árbol de nancite de ramas bajas, rodeado de zarzas que espinan mis manos. La luz de la tarde se fuga más a prisa que nuestros pasos y va quedando el día en cenizas, gris, como si todos los colores de la llanura y del cielo hubieran pasado a manifestarse en mármol. Nicanor tira el lazo al gancho, me da la mano y ante mis ojos se abre la sabana en círculo, con su erguido guanacaste —Palo Alto— sosteniendo el toldo del cielo descolorido y viejo como una carpa. La vacada revuelta, en pánico, se apretuja y gira trazando órbitas de fango y hierba pisoteada. Trata torpemente de elaborar una forma de solidaridad, pero la rompe, vuelve a buscarla, salta una madre a empujar a su ternero, tropieza allá con otra, embiste a su compañera pero se arrepiente y se une a ella y gira de nuevo para crear el círculo mágico, apretado, solidario, del rodeo. El toro ordena, golpea a las remisas, corre colérico sobre las torpes, va formando a cornadas y balidos el círculo, la rueda sagrada, cuando de pronto se queda inmóvil, recortada su negra silueta contra el crepúsculo, alta la cabeza, tensas y atentas las orejas. Nos empinamos sobre la rama en silencio. Veo a Nicanor levantar lentamente, hasta la altura de mis ojos, la escopeta, y entonces salta del breñal una vaca melada. El toro ha balado de nuevo y la vaca corre a él moviendo nerviosa la cabeza. Tras de ella un ternero recién nacido, lleno de fango, da unos pasos rápidos pero tambaleantes, y cae. La vaca oye el balido del toro, ronco, perentorio, y el balido del ternero, débil, suplicante. Duda. Retorna nerviosa y ayuda al ternero empujándolo, alentándolo suavemente con el cuerno, pero la hierba se mueve atrás no por la brisa sino por una oscura, oculta amenaza, sin susurro, en entero silencio, en un temblor levemente inquietante y no natural que asusta a la vaca. Pasa un pájaro, revolotea alarmado y chilla. La vaca otra vez duda; interroga, sacude la cabeza como si tratara de desembarazarse de un tábano necio e insistente;
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da unos pasos para animar al ternero a seguirla, pero el ingenuo y torpe animalito se planta a balar. Entonces —“¡Nicanor!” exclamo, y él también ve: arrastrándose entre el pajonal, lento, creyéndose oculto todavía pero ya descubierto en parte su brillante y manchado lomo, avanzando rastrero por un movimiento casi natatorio de las manos, mientras sus patas traseras más bien parecen sólo ocupadas en calcular el ángulo exacto del músculo para el salto, tensas, y el elástico rabo moviéndose con golpes de cronómetro, marcando en oro y sombra el tiempo, el instante calculado y subitáneo. La “historia se repite,” la “historia se repite”: creo oír el murmullo de la voz de Nicanor y su mano apretada y colérica es también mía sobre el arma, apuntando, colocando el ojo y la mira sobre el rastrero asechante bulto que ahora se mueve de nuevo, se encoge, comba su poderosa fuerza elástica y va a saltar… —“Ahora, ahora Nicanor!” digo yo creyendo gritar, pero apenas he murmurado una trunca e inepta frase cuando vemos al toro arrancar vertiginoso, brutal; veo una súbita mancha de furia o cólera volcánica que arremete y oigo, estrepitosas sobre el fango, las pezuñas y el resoplido de su ira rasgar el aire, pero el tigre, simultáneo, sin ruido salta en arco, cae, aplasta al ternerito, óyese el crujir de los huesos y, sobre el golpe, cae fulminante el rayo de la zarpa y ¡arriba! instantáneo de nuevo salta, maullando, el enorme cuerpo abierto, brillante —como piel clavada sobre el cielo— y sus manos y patas erizadas de uñas arañando el viento, y gira, doblándose aéreo y lanzándose más allá sin tomar tierra, mientras el toro tira en falso, frena en el lodo, muge de indignación, vuelve y embiste con una carga de cornadas baldías la sombra que salta y que huye. Y salta. Y silencio… Nicanor baja el arma furioso. —“Perdimos!” digo. —“¡Pendejo!” grita. “¡¡Pendejo!!” Un silencio de derrota amarga el cielo como la boca de un desilusionado. Trato de empujar mis ojos y perforar la equívoca vaguedad violeta del llano. ¡Nada se mueve! Ni la estatua negra,
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humillada, del toro. Ni el círculo, paralizado por el miedo, del rodeo. Ni el árbol. Ni el viento… Solamente allá, sobre su sangre tenue e inocente, leves convulsiones agitan el pequeñísimo despojo del ternero, reducido por la muerte y por el crepúsculo, como si invisibles hormigas lo alejaran lentamente hacia el oscuro vientre del mundo. —“¡Vámonos!” me dice Villagra. Se le hace insoportable la derrota. Salta del árbol. Lo sigo. Oímos los gritos lejanos de los campistos. Gritos. Gritos lejanos. “Hijueputean” al tigre. Quizás huye. —“Debe haber saltado por el breñal,” pienso en voz alta. Busco en la penumbra al toro. “Clarín” retrocede lentamente sin volver la cabeza. De pronto su pezuña pisa la sangre del ternero y se detiene. Olfatea. Alza al aire la testa en un gesto casi humano de imprecación y muge. Es un balido fúnebre y salvaje que la vacada secunda en coro, agitándose, levantando ecos sombríos que rodean la noche. ¡Oh fogata negra! ¿Dónde escuchó mi corazón este coro mortal? Pienso en una noche antigua y en las cenicientas madres rodeando con plañidos los muros calcinados. —“¡Fíjate! ¡Fíjate!” me dice al oído Villagra con voz apresurada, montando el arma. Busco inquieto en las sombras. El toro quiebra su mugido, se mueve nervioso, embiste autoritario a su rebaño y gira ahora a su alrededor obligándolo a compactarse. La vacada obediente y medrosa reconstruye la rueda del rodeo, erizada de cuernos, resguardando en el centro, detrás de las ancas, los terneros que balan amiedados y tímidos. —“¿Dónde?” pregunto. La noche devora las formas y yo dilato inútilmente mis pupilas. —“¿Dónde?” Villagra me acerca su rostro y señala hacia el pajonal… ¡Sí! ¡Veo!… Una sombra ronda. ¡Vuelve!… Oh Dios, dame mis pupilas campesinas limpias de duda y claras de certeza, líbrame del ojo lector, imaginario y distraído. ¡El tigre está ahí! Saltamos de nuevo,
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apresuradamente, al árbol. Está allí. Acabamos de oírlo lejos, despertando el miedo y el grito tras el breñal, pero está ahí, no llegando, sino surgiendo de la noche, como si la selva viniera tras él, con su tiniebla torpe y húmeda robando llano; ya no oculto sino dominador, oculto en sí mismo pero manifiesto como el crimen; decidido, avanzando hacia la carne sangrante. “¡Cóbrale! ¡Cóbrale!” pienso yo, grito en mi pensamiento. ¡No! ¡No pienses! ¡Mira! Clarín ya no se fía de la furia ciega. Tan solamente arde como quien quema el oscuro soterrado carbón: avanza despacio, encendido pero cauteloso, la cabeza inclinada, doblado en arco el poderoso cuello y los cuernos bajos como si su empresa fuera arar la tierra. El tigre se detiene. Como las estrellas sobre la gasa gris de Agosto, los astros de sus ojos fríos deben mirar la nueva órbita, la fuerza negra y lenta que avanza al choque. Pero se detiene. Comprende que un extraño poder interpone su límite. ¡“Clarín”: oh furia nuestra, avanza! El tigre se agazapa. Un golpe de luna rebota en sus dientes, de brillo fatídico, que descubre amenazantes: es la fiera investida por sus crueles signos, el poder del colmillo y la luz argentina sobre su manchada túnica de sangre y tiranía. Se agazapa más, se apretuja sobre su sombra, se esconde en sí mismo; se arrastra, busca el ataque bajo, al cuello y oigo su bufido de saliva y odio. Pero el toro avanza. Avanza. ¡Y ahora…! ¡eso! ¡eso! ¡embiste! ¡lo coge! ¡ataca! ¡derriba! ¡atropella! Oímos el maullido. ¡Lo ha cogido! ¡Adentro! ¡Toda la llanería, la vieja hacienda toda te pone sus siglos en el asta!… ¡Ahora! ¡ahora! ¡Adentro, muchacho! ¡Adentro, toro “Clarín,” rejego, adentro! (¿soy yo? ¿quién? ¡me grita el alma y mugen por leguas los ganados, los ecos, el vocerío, tu grito Villagra, el mío!) ¡Acomete, acomete con tus diez generaciones de balidos! ¡Rempuja, muchacho, húndele al tope el cuerno, atropella, tumba, arrolla, embiste, mata!
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Pero salta. Lleva sangre. ¡Oh, luna! ¡Está herido! Cae, lo recoge. ¡No lo dejes, Clarín! Y el tigre cae, renguea, da el zarpazo frenético a la vaca, mata —¡mata el asesino!— otra vez mata y ¡oh estallido! oímos, sólo oímos el golpe, el resoplido de la cólera, sólo oímos el cuerpo otra vez defondado y el maullido y luego veo la testa que se sacia y aprieta, que levanta, que recoge al felino y lo arrolla y lo arrastra y lo sella contra el árbol y el ruido del cuerpo destripado y el maullido de dolor y otra vez contra el árbol que se sacude y otra vez el golpe y el ruido de las entrañas aplastadas y otra vez el golpe y ya sólo el aire que expele sangre y otra vez. ¡No! No acabará nunca la furia. Golpea, vuelve a golpear. Villagra aprieta con su mano mi brazo como una tenaza. Abajo, casi a nuestros pies la furia repite su golpe enloquecido, ciego, haciendo polvo al enemigo, polvo su memoria. Polvo arrastrándolo, embistiéndolo, mugiendo sobre él y de nuevo hundiendo, de nuevo, el insaciable cuerno. No acabará nunca. Se retira. Mira encendido y febril al Norte, al Sur, al Este, olfatea y vuelve y se clava sobre el destrozado, sanguinolento, monstruoso despojo. Cada golpe enumera un recuerdo de muerte: enumera el delito y su venganza: por “Azabache,” la flor de San Miguel, por el tierno “Úrsulo,” por ti “Golondrina,” por “Griselda” y la “Lirio,” la dulce “Lirio,” de blancos cuernos, por el célebre vástago de la “Luna,” por la “Rosa,” por la “Palangana,” por la devorada y fina “Reina del Soroncontil,” por ti, última, desconocida, anónima víctima. La vacada es una muralla de balidos. Gritamos a la altura de los astros. Nicanor me abraza loco y se tira del árbol: —“¡Muchacho huevón!” grita, arrojando el arma al suelo. —“¡Loco! ¡Villagra, no!” No me oye. Va hacia el toro temblando de gloria. – “¡Clarín, muchacho rejego!” —“¡Ese toro está rabioso, Villagra!” —“¡¡Villagra!!” Pero él no me oye.
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—“¡Clarín! ¡¡Clarín muchacho!!” Va despacio a él. Lo llama y dos ojos inyectados en sangre, fijos, lo miran. —“¡Villagra, loco! ¡Villagra!” El toro inclina la cabeza. Arroja el denso fango sangriento con la pezuña. Retrocede. —“¡Clarín!… ¡Clarín!… ¡Muchacho!” Y yo grito: –“No te acerques!” —“¡Villagra! ¡Cuidado!” Pero va. Su voz es un murmullo. Le habla. Se adelanta. —“¡Clarín: te portastes como todo un hombre! ¡Clarín!” —¡ESTA ES MI FIRMA!— me grita levantando el puño bajo la luna mientras el toro manso, agachando la cabeza con gesto de infancia, se deja besar la frente.
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Esbozo del viejo pastor —¡No hijo! ¡No! ¡No digas torpezas! El anciano campesino avanzó entre el gentío aferrándose al hombro de su nieto. Gritaban. Lloraban. Insultaban. Casi le arrancaron el sudado turbante pero metió el rostro y vio pasar al ajusticiado. —¡Allí va! ¡allí va! le gritó el nieto desde su pequeña estatura, emparedado por el bullicio. —¡Galileo! gritaron, escupiendo, los que estaban a su lado. —¡Galileo! pensó, ¡impostor, impostor!; y contagiado por el gentío escupió también. —¡Impostor!… el anunciado, el que yo adoré aquella noche, es de Belén! La multitud tiraba de él. Se aferró al nieto. Pero el nieto gritaba: —¡Allí va! ¡míralo! El niño tiró de su mano. Ahora estaba en primera fila, pero el ajusticiado ya había pasado custodiado por los soldados. Alguien dijo: “¡Esa es su madre!” y al volver los ojos se encontró con un rostro de mujer lleno de angustia, un rostro cansado, un rostro sereno pero infinitamente doloroso. Cruzó su mirada con la mirada de sus ojos enrojecidos y se sintió mal. Como si las piernas le cedieran o el suelo le faltara bajo los pies. Se apoyó en el nieto. ¡Era ella! No podía estar equivocado. ¡Ese rostro se lo había grabado para siempre desde aquella noche! ¡Tanto pensar y repensar día a día, año con año, en lo mismo! Y las noticias que llegaban a la
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montaña. Juan. Jesús. El Cristo. Los milagros. Y él, en su miseria, deseando bajar, año con año, a Jerusalén. Y el niño que había bajado con las cabras para volver con la desilusión: Jesús de Nazareth. —¡No hijo, no digas torpezas…! ¡qué de bueno puede salir de Nazareth! Pero los ciegos veían, los rencos andaban y saltaban, los muertos volvían a la vida. —Tengo derecho a saberlo, dijo. No moriré sin saberlo. Y ese año bajó al templo. Y lo arrastró la turba. Había que ajusticiar al impostor. Al de Nazareth. Al Galileo. Pero… ¡era ella! No podía estar equivocado. El gentío empujaba. El griterío, los codazos, la furia del pueblo en la estrecha calle. El niño gritaba defendiéndose. —¡Llévame tras ella! —¡No puedo, abuelo! —¡Llévame, llévame! Hubo un remanso. Los soldados detenían a un hombre de Cirene. El anciano se abrió paso. El niño apartaba a la gente a empellones. —¡Aquí, aquí, abuelo! Allí estaba ella. Lloraba. Se acercó más. Pero no tenía palabras. Vio que sus ojos le reconocían. Se sintió cohibido. No le salían palabras. Se le llenaba de llanto la voz cascada. Pero hizo un esfuerzo, se acercó más, y en voz ronca, temblorosa, le preguntó: —¿Es él? ¿es el… niño? Y ella, inclinando la cabeza tristemente, asintió. El anciano miró hacia el condenado a muerte. ¡No, no era posible! Recordó los ángeles del primer día. La cueva de Belén. La alegría. La esperanza. Sintió que el mundo entero se hacía añicos. Lejanamente, entre sombras, oyó los gritos del niño: —¡Abuelo! ¡abuelo!…
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Mi pobre tío Ignacio I
M.P.S.P. Don José Domás del Valle Presidente de la Gobernación de Guatemala Muy poderoso Señor: No puedo prescindir en esta ocasión de importunar los altos respetos de Vuestra S.M.I. con una quexa que ha justísima mas sensible causa por tocar el honor de mi marido D. Ignacio de la Quadra, oficial de pluma, un año y cinco meses ausentes quien fuese en busca de fortuna y estudio con promesa de llamarme y de contribuir con su trabajo a mi manutención y a la de nuestros hijos mientras lograba establecerse. Cumplió a satisfacción los meses que van de Marzo a Noviembre pero van corridos los restantes hasta esta fecha y no habiendo satisfecho más sus remisiones ni aún la contestación de mis cartas, no puedo menos que elevar mis súplicas a Vuestra S.M.I. a pretexto de las mayores fatalidades que padezco, para que se sirva mandar comparecer ante su grave presencia al citado don Ignacio y sin que conociese ser instancia mía le obligue a contribuir con la asistencia a esta su familia o mejor que se restituya a su domicilio. Espero de la justificación de V.S.M.I. atenderá mi súplica y en el ínterin quedo pidiendo a Dios Nuestro Señor guarde la importante vida de V.S.M.I. muchos años para bien de este Reino. Besa las manos de V.S.M.I. su más atenta servidora. (f) maría francisca ruis de ocaña (rúbrica) León, abril 23 de 1795
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M.P.S.P. Don José Domás del Valle Guatemala Muy Ilustre Señor: Venerado señor las miserias de esta servidora la hicieron ocurrir ante Vuestra S.M.I. con una súplica que a causa sin duda de los graves negocios no logró su atención, pero pasan los meses y mi marido don Ignacio de la Quadra sigue desatendido, y va en ello tiempo, de aquellas obligaciones a que se reduxo por el estado de matrimonio que conmigo contraxo, abandonándome con el grave peso de tres hijos, entre ellos dos mujeres cuya manutención, la mia y la de nuestros sirvientes se me ha hecho insoportable sin poder menos experimentar muchas necesidades hasta el estado de no poder salir a oir Misa si no es de madrugada, o dexarla de oir si no se logra esta proporción por no tener un vestido regularmente decente con que ponernos en la calle de dia. No omito poner en la superior comprehensión de V.S.M.I. para lo que pueda convenir que me recelo prudentemente que mi referido don Ignacio pretenda internarse a otros lugares agravando el abandono de esta su familia, pues tengo noticia por tercera pero verídica persona que a sus parientes de la ciudad de Granada pidió en dias pasados su fe de bautismo y le fue remitida. Por todas estas tristezas y necesidades no puedo menos que reiterar mi súplica anterior exitando al intento la notoria piedad y conmiseración de V.S.M.I. para que se compela al dicho mi marido a que contribuya con la correspondiente parte para subvenir a las precisas como indispensables necesidades de su familia, o mejor fuera, a que se restituya a su casa y familia. Dios Nuestro Señor guarde la vida de V.S.M.I. muchos años para felicidad de su Reino. (f) maría francisca ruis de ocaña (rúbrica) León, 9 de septiembre de 1795
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Guathemala. Real Palacio 3 de Diciembre de 1795. Informe el Escribano de este Superior Gobierno, M.I.S. Don Santiago de la Paz, con inteligencia del interesado, el goce y posibilidades de su oficial de pluma don Ignacio de la Quadra; y la parte que él debe y puede consignar a la manutención de su mujer y familia: señalando el medio y modo con que se asegurará mensualmente esta suministración: en cuio asunto ha de proceder entendido de que en defecto ha de ser obligado inmediatamente a reunir con ella, para evitar quejas iguales a ésta. (f) domás (rúbrica) El Gobernador
IV
(Sr. Gobernador) M.I.S. Mucho tiempo antes de que se proveyese el anterior decreto de V.S. no daba ya asistencia a mi oficina el joven escribiente don Ignacio Quadra por grave enfermedad de cuyo mal ha fallecido; que es lo que puedo informar a V.S. A su tiempo he pedido al I.S. Alcalde de Granada de Nicaragua, su lugar de origen, el nombre y señas de sus familiares para hacerles saber el infausto suceso, pero sin recibo de respuesta hasta hoy. Guathemala, Enero 2 de 1796 (f) santiago de la paz (rúbrica)
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Real Palacio, Guathemala, 10 de Marzo de 1796. ComunĂquese y archĂvese. (rubricado)
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Eleuterio Real ¿Cómo era el rostro de Eleuterio Real? Lo vi pasar muchas veces por aquí, por la puerta del cuartel, pero ahora todo indio que pasa me parece que tiene el rostro de Eleuterio Real. ¡Cabo Flores! ¿Usted se acuerda de Eleuterio Real? El Cabo Flores no me contesta. Estoy restricto y está prohibido pasarme palabra. El Teniente Starson (usmc ) es el Jefe de las fuerzas acantonadas aquí, en Matagalpa. Apenas recibió el Comando ordenó publicar un bando a tambor batiente: “Todos los campesinos que entren a la ciudad deben dejar sus alforjas y sus machetes en el cuartel.” Todos los días los campesinos que entran a la ciudad pasan por el cuartel, saludan quitándose el sombrero, dejan su machete y sus alforjas en el corredor y reciben un cartón con un número. ¡Cabo Flores! a usted lo metió preso el Teniente porque le preguntó para qué diablos jodía a los indios… y ahora que soy yo el preso no me habla! El Cabo Flores mira con recelo al interior. No me contesta. El Teniente Starson debe estar hecho una fiera. Hasta aquí oigo
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los gritos. Debe estar mentándome la madre en inglés. ¡Qué suerte la mía! Yo no sé quién le dijo al Teniente Starson que Eleuterio Real era baqueano de Paigua. Eleuterio llegaba todas las semanas. Bajaba de la cañada al mercado. Pasaba dejando su alforja y su machete por el cuartel. Yo le di el cartón con su número. —¡Eih! ¡Tú! gritó el Teniente. El indio no sabe de tú, o no oyó. Starson bajó de un salto a la calle. Le dio una bofetada. —¿Hablo o no hablo? Que Eleuterio Real era baqueano de Paigua (“No lo es cierto,” dijo el indio). Que los llevaría. Que tenía que guiar a la patrulla porque él conocía las trochas inverneras (“No lo es cierto,” repitió el indio). Pero fue. Obligado fue y se extravió y Starson dijo que era traición, que estaba vendido a los sandinistas y lo amarró a un árbol en la noche y le dijo: “o recuerda el camino o al amanecer…” y le enseñó el revólver. Pero al filo de la medianoche los guardias o los brujos lo desamarraron y Eleuterio Real se fue, se perdió, se hizo humo. Starson tardó tres días en salir de la montaña, pero antes de volver a Matagalpa pasó por la cañada, por el rancho de Eleuterio. —No. No es de regreso, dijo la mujer. —No. No señor. Ya contamos días de no verlo, dijo la abuela. Y registró el ranchito pateando los perros flacos que ladraban. No estaba Eleuterio Real. Entonces quemó la choza. Se alzaron los gritos. Corrían las mujeres a salvar sus cosas, sus hijos, el saquito de sal, la carguita de maíz, la yuquita, la criaturita. La abuela cayó en los tizones y casi arde. A los gritos y las llamas aparecieron los hombres: los dos muchachos de Eleuterio y el yerno salieron del chagüite donde se escondían. Venían con los machetes. Starson ordenó la descarga. Cayeron y él los remató. Uno a uno. A los pocos días se cortó la comunicación telefónica con Managua. Siempre pasa esto en invierno. Uno oye la voz de Sébaco,
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de Darío, de Las Maderas: “Cayó la línea.” “Cayó la línea.” Pero Starson ordenó a Brown y a Wiley —dos marines del Cuerpo de Comunicaciones— ir a reparar la línea y reconcentró las fuerzas en el cuartel. Brown y Wiley fueron avanzando y comunicando: “Aló, aló. Correcto. Correcto.” Sus voces se fueron alejando por el hilo. El daño era lejano. Ayer Starson amaneció intranquilo, vociferando. A las tres de la mañana mandó tocar la diana. Se reunió con sus oficiales y destacó tres patrullas en secreto. Todos sabíamos que algo pasaba pero no nos atrevíamos a preguntar. Starson se paseaba por la oficina atento al teléfono. Bastaba verlo para saber que estaba furioso. Andábamos en puntillas. Sólo interrumpía el silencio el saludo de los indios que pasaban dejando sus alforjas y sus machetes. De pronto el Teniente Starson arrugó la cara: —¡Podridos! —gritó— ¡Cerdos! ¡Cuándo tendrán higiene! Y recorrió los rincones siguiendo su olfato e insultándome a mí que estaba de guardia. De la esquina del corredor, donde los indios dejaban sus alforjas, se levantó una mancha negra y zumbante de moscas. —¡Indios asquerosos! gritó Starson. Y me ordenó que revisara las alforjas. De una de ellas, entre hojas de plátano, se levantó un olor pestilente. Me amarré un pañuelo sobre la nariz y la vacié en el suelo. Cayeron dos envoltorios. Las cabezas ensangrentadas de Brown y Wiley. Todos pensamos en Eleuterio Real. ¡Cabo Flores, contésteme! ¿Cómo era el rostro de Eleuterio Real?
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Bartolo ciego …Uno de esos juegos de muchacho. Cortábamos carrizos de papaya, les quemábamos las puntas para no sollamarnos la boca y hacíamos cerbatanas para matar pájaros. Mi primo Lencho, por puro juego, por irresponsable —¡zas!— me dio en el ojo. “¡Ay, mamita!” dije yo viendo chispas y argollitas de fuego. “¡Ya me jodiste, Lencho!” Y él corrió afligido y me sostuvo soplando. Se me fue pasando el ardor, pero me quedó un estorbito. Seguimos jugando. En la noche, con el sereno, otra vez la molestia y más ardor y ya no podía dormir. Yo no le quería decir a mi mama porque me iba a leñatear. Pero ella me oyó revolviéndome en la tijera. —“¿Qué te pasa? No tenés cabida en la tijera.” —“El ojo, mama. Me lo jinqué y me punza que no lo aguanto.” —“Pasate para acá.” Y me calentaba la palma de la mano con el aliento y me la ponía sobre el párpado. Sabroso lo sentía; pero al ratito otra vez el dolor. En la mañana ya me amaneció el ojo hinchado. Allí anduve todo el día arrinconado y lloroso. No soportaba la luz. Mi mama fue por miel de jicote y me echó unas gotas. Me ardió como un carajo pero me sentí mejor. Así estuve varios días, arrinconado, llorándome el ojo. Entonces llegó mi tata: —“¿Por qué está allí ese muchacho? ¿qué le pasa?” —“Tiene el ojo chollado,” dijo mi mama. —“A ver, acercate,” dijo él. Y me vio. —“¡Qué barbaridad! ¿Y como te pusiste así? ¡Ya te arruinaste!” Pero andaba con tragos y se fue.
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“Ya se va a componer,” decía mi mama. Y me echaba miel y la abuela dijo que me pusieran una compresitas de agua tibia de hoja de mango, y como usted sabe los muchachos todo aguantan. Con los días ya me fui acostumbrando, pero como me hería la luz me tapaba con un trapo. Entonces fue que me di cuenta que ya no veía con el ojo. —“Mama —le dije— ya no veo con el ojo malo.” —“Es la sangre, hijo, pero con los fomentos se te va a ir despejando.” Y nada. Me quedé tuerto; hasta a la escuela fui y como se me puso blanco el ojo me mal nombraban “ojo de sapo” o me gritaban: “tuerto, tuerto.” Me hacían sufrir los rejodidos. —“Mama —le dije— yo no voy a la escuela.” —“¡Qué dundera, por un apodo quedarse ignorante, hoy mismo te vas o te rajo!” Pero me iba al monte, a los mangales y allí me estaba escondido. Y todo era que me vieran los compañeros para que comenzaran a gritarme: “¡tuerto, tuerto baboso!” Así pasaría unos seis meses, qué, tal vez más, cuando una noche sentí un dolor horrible —ayúdeme a decir dolor— en el otro ojo. Toda la noche estuve que bramaba. “¿Pero qué te hiciste? ¡No me digás que te arruinaste el otro ojo!” me gritaba mi mama. Nada, nada me hice, le gritaba yo retorciéndome. Para qué le voy a decir: me pusieron todo, qué no me hicieron, hasta las vecinas se levantaron y yo rabiando toda la noche y todo el día hasta que me quedé dormido. Cuando me desperté, no le miento, sentí espanto. Ya no veía nada. “Mama, mamita linda,” le grité, “estoy ciego.” Todos corrieron. Yo me daba contra las paredes y mi madre gritando a grandes llantos: “¡Se me cegó mi hijo!” Yo oía al montón de gente dentrando en la casa y todos diciendo algo: que le ponga esto, que le ponga lo otro, hasta que mi tío me cogió de la mano y me llevó al hospital. Me pusieron unas inyecciones, unas gotas, pero no, no volví a ver. Créame doctor, nadie sabe lo que son esos primeros días de ceguera. Todavía me golpean. Estuve como
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loco. Le dije a mi mama que me iba a matar y allí andaba la pobre escondiendo los cuchillos. Me volví rinconero. No quería que me vieran. No salía. Cuando llegó mi tata de los cortes se puso a llorar. Eso sí me llegó al alma. Más desgraciado me sentía oyéndolo lamentarse. Un día volvió con una guitarra. “Si le hacés a la música tal vez podés ganarte la vida,” me dijo. Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a Golfito y que allí murió de un piquetazo de cascabel. Yo fui creciendo en la casa. Para nada servía. Recuerdo que mis hermanos dijeron que tal vez en la iglesia podía ayudar porque cantaba. No pasó de hablada. Otra noche una tal comadre Rosenda dijo que bien podía limosnear y no estar arrinconado sin hacer nada, y viera cómo se puso mi mama de fogosa. “¿Limosnear mi hijo? ¡Mientras tenga madre tendrá quien le lleve la comida a la boca!” Y le dijo a la comadre hasta lo que no quiso oír. Pero yo sabía que ese era mi destino, lo vivía pensando. Cuando se muera la viejita, ¿qué otro camino te queda? me decía entre mí nomás. Cuando ella murió mi cuñada me dijo: “Ve, Bartolo, vos no tenés cara para mendigar; te da vergüenza. ¿Por qué no te vas a Costa Rica? Yo te doy el pasaje; en tierra extraña es más fácil extender la mano.” —Pero es lo contrario, Bartolo. —No crea. Mi cuñada era medio fregada pero tenía sus cosas. Donde a uno lo conocen… no es lo mismo. Se lo digo yo. Mi cuñada era muy práctica. ¡Viera cómo ha levantado a mi hermano! Ya tienen una zapatería en San José. Ella fue la que me entotorotó con el viaje. Me fui con mi guitarra. Un año entero estuve en San José. —¿Te fue bien? —No le digo que mal, pero tampoco bien. Pasaba fríos, me perdía; una noche hasta me robaron. Por lo menos aprendí a valerme solo. —¿Y cómo empezaste? —Mi cuñada me buscó un muchacho. Él me llevaba. Era un águila
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el tiquito, pero me ordeñaba. Una noche que lo pelié porque se me cogió unos colones, me dejó abandonado. Lo hizo con toda la mala leche. Me anduvo dando vueltas y de repente se me fue. Tuve que ir hasta la policía. Entonces resolví volverme, y como mi cuñada se oponía, me vine escondido. Me trajo un camionero. Ese fue el que me dijo: “No volvás a Rivas, allí nada hacés. En Managua un ciego gana más que un taxista.” ¡Qué tapas de hombre… decirme eso! ¡Ya qué diera yo! Pero ¿cuándo he pasado de a medio? Tengo veinte años de limosnear, ¿por dónde no he andado? y apenas si logro juntar lo del día… ¡y menos cargando familia! —¿Cuántos hijos? —Sólo dos. ¿No sabía? ¡Victorino! ¡Salude al señor! Éste es el segundo. El otro le ayuda a la mama. —¿Y la señora? —Ahí, mercadeando. Aquí la conocí en el mercado. Buena mujer. Era amiga de la señora Josefa donde yo posaba y tratándola, tratándola, me le hice su hombre. —¿Ya se te quitó, entonces, el miedo a la gente? —¡Uuuhh! ¡La vida todo enseña! Pero, ¿sabe usté doctor? una cosa no se me ha quitado: el miedo a los muchachos. Viera qué jodidos son. Vea lo que le digo: si yo dentro al mercado ahorita no falta una mujer que me ofrezca comida… ¡y me sirven como rey! tienen un corazón de oro. Pero todo ese muchachero que anda por allí es temible; me meten el pie para que me caiga, me joden, me hacen diabluras, me gritan: “Bartolo loco.” Son una mierda los muchachos. Yo les doy garrotazos.
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Pedro Onofre “…quando el tiempo, haviendo sido favorable todo aquel día y los antecedentes, se volvió contrario.” —Documento sobre las chuetas de Mallorca (1688) Pedro Onofre estuvo conmigo en la montaña. Fue maderero tumbador chinguero marinero estibador La fuerzió como pudo ¡tanto niño sobre sus hombros anchos y sudados! Como una pluma llevaba a la tierna en la tardecita. Le gustaba cargar la inocencia. —¿Pedro Onofre? —Sí. Te garantizo: un hombrón sencillo, honrado, bueno de verdad. Lo que sucede es que decía lo que sentía. Si un robo era un robo lo decía. No. No era político, pero hablaba. Y era pobre. Pero esa vez fue tuerce. Baldomero estuvo hablando con él. Se encontraron en la esquina de los billares. Habían trabajado juntos en la “Santa Ana,” la lancha de Guadamuz. Después las mujeres dijeron que Pedro Onofre andaba sospechoso desde hacía tiempo. Que se desaparecía de la casa. Que platicaba con gente extraña. Que aquel letrero que apareció en la pared de los González él lo escribió en la noche. ¡El pobre Pedro
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Onofre! si no sabía escribir. La tuerce fue que se encontró con Baldomero. Y al día siguiente le dijeron: “Pedro Onofre, arrestaron a Baldomero, confesó que está metido en lo de las armas.” Se volvió del mercado, cogió por Santa Lucía dando la vuelta por donde no lo conocieran. Entró a su casa por detrás, por el solar. —¿Y de dónde te aparecés? le dijo la mujer asustada. —¡Recogé tus cosas! ¿Dónde están los muchachos? ¿Están todos? Hoy sale la “Reina del Agua,” va para la Isla. Y a la oscurecida bajó con todos al muelle. Pero como te digo, la tuerce del hombre. El lago estaba endemoniado. Pegaba un chubasco perro y las olas, enormes, hasta que hacían crujir el muelle. —¡Carvajal! —gritó Pedro Onofre— ¡echame la tabla para embarcar! —¡Estamos despegando! ¿No ves la marazón? —¡Echame entonces el bote! —gritó Pedro Onofre. —¡Lo quiebra el oleaje! ¡Esperá que pase! Estaban recogiendo el ancla y dándole cuerda a las amarras para separar las lanchas del muelle porque el viento bramaba y el oleaje podía quebrarlas. —Voy a buscar un bote, dijo Pedro Onofre a su mujer. Ya estaba oscuro. Cuando bajó a la playa vio que meterse en un bote era un disparate. Las olas no dejaban pasar pero ni pájaros. Se levantaban inmensas blanqueando de espuma. Pedro Onofre volvió al muelle bajo la lluvia. Las ráfagas del chubasco le golpeaban la cara. Los pobres muchachos estaban empapados, temblando de frío y llorando. —Tenemos que esperar, dijo Pero la lluvia sólo era el comienzo. Chasqueó un relámpago y tras el fogonazo se abrió la rayería. Estaban todos apretujados en el muelle y los muchachos lloraban a gritos, temblando. Parecía que se caía el cielo. “Entonces —dice el acta— reconocieron que no se podían dar a la vela esa noche. Y resolvieron volver a su casa, con la seguridad
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que tenían de que por haber salido con tanto secreto, podían volver a su casa sin que nadie se enterara.” “A lo mejor —le dijo la mujer— son temores tuyos. ¿Quién va a andar poniendo cuidado en una hablada tuya con Baldomero?” Los muchachos venían felices y corrían adelante. Ya era cerca de la media noche cuando regresaron. Pedro Onofre empujó la puerta. Adentro estaba la patrulla, esperándolo.
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Don Medardo Fue un día muy siniestro. Se lo digo con autorizada palabra. Mi compadre hecho un llanto no transigía con aquella contrariedad. Porque no fue muerte con vigilia. Ni anuncio ni sospecha. Fue como quien dice a traición. Golpe alevoso por la espalda de la alegría que es más peor. Usted de saber sabrá o habrá oído de la fiesta. ¿Por dónde no se regaron razones y recados del buen hombre, gente a pie, gente montada: que don Medardo le espera hoy para alegrarse porque hoy llega ya en salud doña Amelia? Eso aquí, eso allá, todos estaban pendientes de la llegada y llega. Ver para creer. Robusta, rosada, una muñecota saludable doña Amelia. Volvía del temperamento después de la operación. Rebosante. ¿Qué decirle? Joven, recuperada en años. Viera qué bien doña Amelia y se baja del caballo bajando apenas poniendo pie ¡ay! un grito, qué sé yo, ¡aire! ¡aire! corren, corre el primero Medardo y ya es finada. ¿Ha de creer? Que dicen que fue embolia, nombre de medicina o fallo del corazón ¿pero cómo? Todos dieron opinión y motivo, nombres dieron, murmurios. La cosa es que nadie sabe. Y Medardo dijo: ¿me la devuelven? Pues me sobran. Y ya no quiso oír. Toda la tarde lloró ardiente, enrojecidamente. Allí estuvo, sosegado, sin palabra hasta que llegó la caja. Todo el gentío que se preparaba para la fiesta lo ve ahora moverse, cambiando trapos, color por negro, a la vela. Así es la vida. Créame, amigo, ¡el futuro es cofre cerrado! —¿Ya la vela? preguntó Medardo.
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—¡Ya! dijeron las hijas. —Pues voy a hablarles, y las metió a la habitación. Pero ellas viéndose solas con él, ya sabe, mujeres tiernas, se echaron a su pecho en llantos y llantos. —No —dijo Medardo— llamen al compadre. Abrieron la puerta, alguien pasó la voz y uno y otro me buscaron. Yo estaba en el corredor, sorbiendo cafecito para iniciar la plática. Ya se me hacía la rueda en la atención de siempre porque saben mi don de palabra. —Lo llama don Medardo, me dice alguno. —¡Ah! ¡el compadre! digo yo y entro al cuarto. —Siéntese compadre —me dice—. A hablarles a ellas iba pero están en un mar de lágrimas. Pobres palomitas. Yo también lloré bastante. Ya despaché mis sollozos. Ahora vamos a lo práctico. Usté sabe cómo quería a la finada. Pero la vida es la vida compadre, y esta hacienda necesita mandadora. Pensé que ellas escogieran pero no tienen ojos para eso. Están muy dolidas ¡pobres! muy nubladas. Usté sí, compadre, su dolor es más lejano, más quieto. —Pero usted sabe compadre, mi aprecio por doña Amelia. —Sí compadre, y se lo agradezco, pero ojos son ojos. Usted puede sentir, pero el dolor le deja fresca la vista y puede escoger. —Pero no, tata, tan pronto —dijo en llanto Evangelina—; ¡tan pronto no! ¡tan pronto no! —Hija —dijo Medardo muy correcto— la vida es la vida. Yo no tengo tiempo para volver a lo de antes. Ya no estoy para galanteos ni menos para equivocarme. Y la ocasión es la ocasión. A la vela viene toda la comarca. Que mi compadre pele el ojo. Que tome nota de las virtudes de mi finada. Así la quiero. Igual no, claro. Igual no la repongo. Pero así, así, hacendosa, al menos hermosona, que empareje conmigo, que tenga autoridad para llevar las riendas. La hacienda necesita mandadora. Las niñas subieron el llanto abrazadas al padre. Él, cariñoso, muy protector, besándolas.
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—Y una condición— me dijo entonces. Que no se me haya atravesado en el camino. ¡Repasar sólo en la escuela! Y siguió llorando, abrazado a sus hijas, tierno padre. El dolor de Medardo era muy de fondo. Doy testimonio.
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Rayuelo Rayuelo era burlero, jodeón y mago. Vivía en enredos con todos los mandingas, texojes y sutiles del barrio aunque él decía: —Yo con los duendes y los chanecos ni los tiento. ¡Como si no existieran! Porque si se les mete joder, joden y uno ¿qué? Allí tienen a Julián y a la Estebana. Vivían en la casa de la finada Rosenda y todas las noches el cachudito chaneco va de volar piedras, pellizcar al amante, alborotar a los piantes y derramar la leche, hasta que la Estebana se obstinó: “Me voy de esta casa.” Y coge al taller de Julián y le dice al oído: “Hoy nos vamos y no se lo digás a nadie no sea que se entere el chaneco. ¡Otra vez me derramó el litro!” Y así fue. Muy al alba cogen callados sus trastes y los montan en el carretón. Pero cuando ya iban doblando la esquina, dice la Estebana: “¡Ay, se me olvidó la botella del niño!” Y oye Julián que le dicen desde el fondo de la alforja: “¡Aquí la llevo yo!” Tío Lalo se enfurecía con estos cuentos. Un día llegaron unas mujeres. Andaban preguntando por Heriberto que lo vieron con un muchachito y ya hace dos días que no aparece por su casa, que qué se ha hecho, que si no saben, y Rayuelo dijo que sí, que él estaba con Heriberto cuando el muchachito le dijo: “Te llevo” y le cogió la mano y el hombrón de Heriberto, que estaba medio sesereque, más bien se rió: “¡Apartate enano!” y ya le iba a dar un zurdazo cuando el muchachito le pegó un tirón de la mano y se lo trajo como si lo jalara una yunta y Heriberto tamaños ojos que abre y que quiere soltarse y va de resistirse y el chiquilín se lo traía como pluma y a media calle y el hombrón hasta que jadeaba:
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“¡Me lleva, me lleva!” gritando porque se lo llevaba y la gente muerta de risa y así lo atravesó por todo el barrio y Heriberto sudando al remolque: “¡Rayuelo, defendeme, esto es hechizo o qué, pero me lleva!” “Ya lo estoy viendo” le dice Rayuelo, ese “diablito es de los firmes.” Y las mujeres con los grandes ojos pelados, jesuseándose. Entonces tío Lalo reventó: “¡Qué muchachito ni qué mierda! ¡Inventos de este ideático!” Rayuelo ni parpadeaba. No más dijo: “Ojalá no le toque un sombrerudo a tío Lalo, entonces se va acordar de este servidor.” Para colmo, cuando apareció Heriberto tiznado con el calenturón y arañado sólo tartamiedaba del muchachito. Rayuelo dijo: Lo “pior es que es difícil distinguir un texoje de un muchachito. Sólo viéndolos cagar. Los texojes cagan pelotitas de cabro. Son cabroncitos que se empecinan con los borrachos.” A veces nos sentábamos, en la tarde, bajo el malinche del patio y Rayuelo sacaba de un cofre una flauta de hueso para fifirifear y me decía: “¡Onomeye el si-fa-do qué pajarelo!” y titiritaba sonidos de pajarito porque la flauta lleva sólo pájaros muertos —decía— desde zinzonte hasta pistilo. Y ponía la flauta y me explicaba: “Ciertas flores son pájaros y más las que tienen miel. En cambio, si la flauta se toca triste es peje.” Y me daba una palmada muy entusiasta: “Vea, compadre: toda música es lengua animal. Dígame si no. El violón es roncante, está lleno de sapos y de nocturnos. El tambor es de animales de vientre. Los clarines son de a caballo. Los de cuerda, aves. Pero hay aves de agua que dan el arpa. Esas sólo se oyen en la lluvia. Y así.” En esto estábamos cuando le llevaron un güis tristito, mortecino. Las vecinas decían que estaba muerto. Yo digo que casi muerto. Rayuelo lo acunó con las dos manos haciéndole nido, calentándolo suave. Soplándolo. Después lo llevó a la mesa y le puso un guacal encima y golpeaba despacito el guacal tas-tas-tas con el dedo. Y levantaba el guacal y ya el güis volvía, rizaba las plumas, abría el ojito. Entonces cogió la flauta y le habló música,
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finita, linda, al oído. ¡Cierto-güis! ¡Cierto-güis! ¡Cierto-güis! hasta que se fue irguiendo y alegrando y sacudiendo las alas y torciendo feliz la cabecita para oír la flauta. “¿Ves lo que te digo de la música,” me dijo Rayuelo. “Este güis es música. Todo su esqueletito es pura música.” Rayuelo no daba su calado. Taimaba su índole. Las veces que vi llegar, medio secretas, muchachonas de las de azahar o viejonas de las que han perdido poderes, dando rodeos para comprarle oraciones o sortilegios: para vengar celos, para amansar maridos o para ligarlos y Rayuelo las bastanteaba con la mirada, las cernía: “No mi muchachita, ni sombra. Si tuviera ya hubiera enderezado a la Tola,” les decía. Pero otras veces sacaba del cajón el legajo —la oración de Santa Elena, la de la Piedra Imán, la del Ánima Sola, la de la Piedra del Ara, la del Puro, la del Duende Rojo, la de Santa Marta, la Mágica del Justo Juez— y se hacía el dudoso: “No, ninguna de estas le llega a tu Rosendo.” —Ah! y cómo sabe? decía la mujer con risa de muina. —Vení otro día. Te voy a buscar la contundente. Yo creo que así les sacaba. O lo hacía por burlero, porque más que matutear brujerías le gustaba el cuento. Era ideático, como decía tío Lalo. Hacía ciencias hasta de una pata de hormiga, de un bledo, de un cardillo, de un cachivache, de un tenemeaquí. Si estábamos en la noche y la cruzaba una estrella fugaz, ya estaba Rayuelo diciendo: “Donde cae una de esas exhalaciones nace un niño sabio. ¡Vaina! ¡Después crecen y vienen a enredar el mundo!” Si ronroneaba en el aire una avispita, Rayuelo la seguía con el ojo en órbita hasta que todos estábamos pendientes del vuelo. “Esa avispita se llama Cunagüi,” decía; “si te pica en el brazo te da fuerza, pero si te carga el avispero ya no te movés más, te hacés roca, pura potencia,” y nos miraba a todos de reojo, socarrón. O si llegaba con un garrobo o con un pitero y le preguntaban ¿cómo agarró ese animal, Rayuelo? contestaba: “Por parentesco.” “Vea, compadre” me decía en secreto, “el animal hay que apropiárselo. Para el garrobo, garróbese. Para el venado, venadéese. Para el tigre,
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tigréese. Le aprende su voz, su baile, su meneadito, es cuestión de modito y siaca: lo imita y se le acerca. Entonces el animal se ve él, se bizquea y ya es suyo.” Rayuelo era pozo. Cientificaba inagotable. Si eran aguas, todas se las sabía y las daba: la de romero, la de mengua lunar, la revestida, la de machigüe, la tisteada, el agua de miel, el agua de quina, la de culantro, la de caraña, la de marango, la de orégano, la de soroncontil, la de sardinillo, la de tigüilote… ¿cuál no? Y si eran mantecas todas las recetaba, la manteca de lagarto para el malaire, la de mono pancho para el asma, la de cusuco para la pulmonía, la de gallina para las liras, la de garrobo para los quistes… Era zajurín. Se lo digo en serio. Cuando yo lo conocí, Rayuelo tenía una su mujer, alegrona, de las que bailaban el bullicuzcuz. Se llamaba la Tola. Tío Lalo decía que se la había levantado de una cantina. Era ancona, de las que despejaba la calle cuando pasaba. Un día llegó la hermana de Rayuelo furiosa: —¡Ve, Rayuelo, vas a desentejar el techo con la ramazón! ¡Tené vergüenza! —¡Esas son habladas! —dijo Rayuelo—¡Envidia que le tienen a la Tola! —¿Envidia por ese negro trompudo? —¿Qué negro? —¡El negro de la herrería! ¿que no tenés ojos? Cuando se fue la hermana, Rayuelo sacó la baraja y estuvo echando cartas. “Vea compadre” me dijo, “¡créale a las habladas!” Y me leyó: “Vea espadas: lealtad; vea corazones ¿qué le dicen?… ¡no marcan cuernos las cartas!” Pero el día del aluvión ya no le dio el naipe. ¿Recuerdan el aluvión? Tres días lo pronosticaron los sapos. De solar en solar mugicroaban roncos que hasta creo que eran sapos-bueyes. A los tres días rompió el temporal. ¡Qué llover más parejo! Fue un aguaje sin descanso, un solo palo de agua hasta que a la tercia noche rompió la correntada. Cuando vimos que se llevaba el puente nos montamos todos a los techos.
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Entonces fue que pasó la gran cama de cuero del negro Pompilio y arriba el trompudo con la Tola agarrados a los bolillos y berreando de miedo. —¡Ajá! le gritaban desde los techos. ¡Durmiendo con el negro Pompilio! —No, si sólo se la estaba arreglando, gritaba ella de paso dando tumbos. Y se los llevó la corriente. Aunque no apareció el cadáver todos la dieron por muerta. Al día siguiente, cuando ya pasó el desastre, fui donde Rayuelo. No estaba. Dijeron que andaba con el gentío del barrio buscando el cuerpo. El sábado otra vez me dije: “Voy donde el compadre; debe estar de pésame.” Pero ya viudo no paraba. No lo hallé. El domingo tuve que irme a mi recorrido por los pueblos. Le vendo productos a la Laber y Tonson. Como dos semanas estuve fuera. De regreso me acordé: “No le he dado el pésame a Rayuelo.” No más llegando me fui a buscarlo. Golpié la puerta y cuál es mi susto que me abre la Tola —¡ideay! ¿cómo es la cosa?— y casi me voy de espaldas, ¡venía a dar el pésame y me abre la difunta! —Ya volví, me dijo sonriendo. Pasá. Rayuelo está adentro. Cuando me vio el compadre no lo hallé decidor como otras veces. Estaba serio. Decía cosas de medio lado. Hasta que la Tola dijo: “Voy a ir a comprar los plátanos.” Todo fue que saliera y acercó el taburete: —Compadre, le debo una explicación. No farfulle que le leo en los ojos: quiere saber de la finada. Pues oiga: apenas pasaron los ocho días del rezo vengo yo merodeando con el hambre de siempre pero viudo. “¡Ah, Rayuelo! —me venía diciendo— ¡ahora vas a cocinar como todo un maricón!” Pero abro la puerta y allí estaba la mesa puesta con la comida calientita. “Esta debe ser alguna comadre corazón bueno que se condolió del viudo,” pensé para mis adentros. Pero me fui a preguntar por el barrio ¡y nada! Al día siguiente otra vez la comida servida: de rechupete. Entonces dije yo: aquí hay misterio. Porque hay veces que Yaol anda por las cocinas pero nunca había oído decir
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que para cocinar sino para derramar la sal o para quebrar las ollas. Yaol es de los adversos. No hace favores. “Mañana espío,” pensé. Me hice como que iba al trabajo pero me quedé en los billares el ojo en la puerta. Dando las doce entró una perra. “Alguna perra hambrienta,” dije yo, y me fui a la casa. Entrando yo y sale la perra zumbada. Allí estaba la mesa puesta con los platos vacíos. “Se me habrá volado la comida esta maldita perra,” dije yo. Entonces ya me hice mis planes. Los pensé bien. Al día siguiente muy despreocupado salí chiflando para el trabajo pero al llegar a la esquina de los Vados di vuelta y me volví por la otra calle, me salté la tapia, entré a mi casa y me escondí detrás del bufete. Ni mucho rato esperé. Oigo las uñitas de la perra y la veo entrar. No más llega a la cocina ¿y ha de creer, compadre? La perra se para en dos patas, se quita la piel y veo a la Tola. “¡Ah!” dije yo, “¡aquí te agarro!” Salto del escondrijo y agarro la piel. “¡Ah, Rayuelo, ya me desgraciaste!” me gritó la mujer. Pero cogí la piel y ¡chas! con el machete la pedacié. —¿Sabe lo que era todo? y me quedó viendo muy sutil. —No, le dije yo. —Brama. Legítima brama. Pero guárdeme el secreto.
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Michín Como el bote tenía un agujero sentaron al niño Michín sobre el agujero y fueron viajando. Allí está si que, en llegando, el niño salta al fango de la orilla y todos le ven cola de sapo. Y Michín ya se queda allí, desaparece, y va de buscarle y nada. —¿Y qué? dije yo. —Pues nada. Es peje ya Michín.
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El abuelo El abuelo compra palomas. Desdentado quiere carne suavita y cuece y cuece. En lo que se aparta del fogón salen las palomas y vuelan fuera. Se van. —Mala suerte, abuelo— le dice el perro. Te anda la mala porque nunca se vieron palomas que se vayan de la olla en vuelo. —De malas es que un perro hable— dijo el viejo y cogió el machete y ¡chas! le dio en la cabecita. Dijo entonces la olla con vocerrón: —De malas amaneció el güegüe: se le vuelan las palomas y le habla el perro. —De malas, peor que me vocee la olla —dijo bravo el abuelo, y con el palo le dio en lo redondo y cayó toda el agua en el fuego y apagó hasta las brasas. —Ahora sí que amaneció de malas— gorgoreó la tinaja. Ni fogón, ni olla, ni palomas, ni perro. —¡Ah? ¡También la disimulada me empeora?— gritó el abuelo y con el mismo palo quebró la tinaja. Ya al caer la tarde el abuelo se rajaba de hambre y de sed y miraba sospechoso aquí y allá. Pero ¡ni moscas! —Ahora sí creo que amanecí de malas— dijo. Y se echó en el tapesco. —¡Con que lo cree!— dijo el tapesco. Y se partió en dos y abajo se vino el viejito y allí quedó quebrado diciendo: —¡Así hay días!
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Camino-Solo En Camino-Solo es donde los muchachos esperaron a la Mocuana. Ya se las debía. Cuando pasaba en la nochecita le cayeron encima. Le metieron un saco en la cabeza y le dieron machetazos. —“¡Aquí se acabe esta bruja pendeja!” Y la dieron por muerta. Apenas salió la luna se levantó la Mocuana y se ve cubierta de heridas. —“¡Ah! ¡cómo estoy de heridas! ¡voy a quitármelas!” Y se despoja de ellas y las echa al camino. —¿Ahora quién pasa por Camino-Solo? —¡Nadie! Está intransitable.
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El rey Pijul La reina de las Pavas se casó con el rey Pijul que era verde y terrestre. Pero la una tenía su casa en el cielo y el otro en la cueva de los Comejenes. Dijo la reina Pava: —Que se ponga el rey este vestido de plumas que le regala la reina. Y el rey Pijul se vistió el vestido de plumas. —Ahora que vuele. —Tengo miedo— dijo el rey Pijul. Entonces la reina llamó a sus cuñados y subieron al rey Pijul al cerro, lo pusieron en el pretil y lo aventaron. La reina Pava volaba detrás por si las moscas. Y se abre el Pijul y comienza a dar vueltotas y vueltesotas de aire a aire y le va gustando la cosa. Y bate los brazos y más arriba y más arriba. Y la reina le grita: —“¡No tanto, Pijul, que te quemás!” Y él ni oía. Entonces los cuñados fueron a traer la escalera y suben y suben hasta que dan con el rey Pijul todo tiznado. Lo bajaron con miramientos, pero la reina Pava cuando lo vio le hizo mala cara. Daba lástima el rey Pijul. Y así se quedó, negrito como hijo de Zopilote, y medio tonteco, que ni sabe qué hacer con las alas.
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El conejo Purísimo miedo. Lo tomas en la mano y su asustadizo corazón se acelera. Mas lo toma la fábula y salta de vacilante a osado, de temeroso a audaz. Burla al coyote. Domina con su ingenio la fuerza del buey y del lagarto. Impone justicia en la violenta monarquía del tigre. (Ver: Cuentos de tío Coyote y tío Conejo. El conejo en esos cuentos, los más populares de Nicaragua, ha sido convertido en el héroe animal, vencedor con sus ardides de todos los otros animales, mayores en poder, saber y astucia: coyote, zorra, tigre, mono, etc.). Entre el animal y su fábula hemos perdido la lengua. El salto del conejo es el del mestizo: de una lengua por encima, a otra por debajo: de “conejo” (de Castilla) a tochtli (náhuatl): de la hortaliza a la mitología. (El mestizo es el ser que habita en una mitología en ruinas). Tochtli tenía su madriguera en el calendario náhuatl; pero perdimos el calendario. Ometochtli era la fecha (día 2 Conejo) y “decíase que cualquiera que nacía en este signo sería bebedor y disipado y bebería aun en ayunas y en amaneciendo y empeñaría sus mantas por adquirir su conejo, su diablura.” Tochtli estaba en el calendario que es tanto como en el cielo: diosecillo del pulque y de la chicha. Estrellero. Las hazañas del conejo las alimenta el alcohol. Por eso Centzontotochtin o los “400 conejos” era el nombre que los nahuas daban a la constelación de Las Pléyades (la constelación que mis abuelos campesinos llamaron las “Siete Cabritas”):
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un enjambre de estrellas pequeñas, nítidas y lejanísimas, tal como se mira desde mi ventana, en el lejano barrio, el grupo alegre de guitarras iluminado por la puerta de Hortensia. Invoco a la mulata en su cantina porque es allí donde Las Pléyades recuperan esta noche su titilante y nativa alegría: las 400 formas de romper la miseria; de abrir (decía el canto indio) “hacia la luna la casa de la tristeza.” Casi podemos oír al maestro (al Tlamatini) dictándole a Sahagún su catálogo. Y Sahagún escribe: las “400 [traduce: las diversas] maneras de borrachos”: Porque tienen muchas y muy diversas maneras de borracherías: Los que por razón del signo les es perjudicial y en bebiendo luego o caen dormidos o pónense cabizbajos, asentados y recogidos [los dormilones]. Los que luego comienzan a cantar y sólo reciben consolación en el cantar [los cantadores]. Los que luego comienzan a parlar [los habladores]. Los que álzanse y mueven la cabeza diciendo que son ricos [los invitadores]. Los que son como mudos y a todo asienten [los complacientes y sonrientes, los cabeceadores]. [Los suspicaces]: Y si alguno ríe piensan que se burlan de ellos, y si alguno habla, sospechan mal que lo critican. Los que aúllan y dan voces diciendo que son valientes [los valentones]. [Y los alborotadores] , que andan alborotando y en las calles impiden y estorban a los que pasan. Los que ahora te despiertan. (Los 400). Escúchalos. Estropean tu sueño. Tu hortaliza. Pero no dejes que su incomodidad despierte al puritano. Ellos están derribando la gruesa puerta de la noche: un azul luminoso pueden sus ojos atrapar. Ellos, arqueólogos de la alegría: allí la encuentran. Y Sahagún agrega: “Si algún borracho se despeñó o se mató decían: aconejóse.” Al morir el bebedor (es decir al despertar)
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el conejo perdía su fábula y su magia. Volvía en sí. Volvía a tierra. Volvía al miedo. Al temblor de la “goma,” de la cruda. (Según Chavero, tochtli representaba la Tierra, y por eso los nahuas creían ver un conejo reflejado en el espejo de la luna). Pero tochtli perdió su lengua. Al hundirse la palabra, el conejo “aconejóse.” Los cuentos nicaragüenses de “tío Conejo” son los escombros de un mito. Por eso también en el vino del mestizo queda viva la mona (la “mona alegre” y la “mona triste”), queda el chancho, queda el perro. No el conejo. A tochtli, el conejo, lo vemos ya bebido (el medroso ya héroe) en los cuentos. En su fábula: con el conejo comienza la ficción. La borrachera: ignorábamos que era un borracho “perdido.”
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El basilisco Los indios (los nicaraguas) dijeron a Bobadilla: “Con la mirada algunos hacen daño. Hay niños que mueren a consecuencia de una mirada.” (Y los vestían de rojo). Con el ojo comenzó la destrucción. Por el deseo. Texoxe o brujo —dice Molina— viene de xoxa, “que es tanto como aojar, o hechizar, o ojear a otro.” Pero Jaime Villa —el joven zoólogo— lo atrapó en la ribera pantanosa y lo metió en un saco y volvíamos con el basilisco en el automóvil cuando escuchamos sus uñas arañando debajo de los asientos y nos detuvimos. La mitología es incómoda en automóvil. El ojo —el ojo impúdico y fijo— enemigo de la velocidad: detiene! “A sus pies caen muertos los pájaros,” escribió Borges (Manual de Zoología Fantástica) y agrega: “Reside en el desierto; mejor dicho, crea el desierto (con su mirada).” Jaime Villa es científico; yo, virgiliano —hijo y nieto de gente bucólica—, y vi el ojo de sierpe ojeándome, hechizándome: millones de años en la mirada (desde el comienzo de la agresión y del deseo) y recordé la mirada oculta, detrás de lentes oscuros, del “investigador” y la capucha —dos ojos en la faz encubierta— del inquisidor. (Dos ojos: siempre son dos ojos los que se clavan antes del crimen. Preceden al puñal y al chuzo eléctrico). Ojo: espejo del alma. Lo único del animal que no se come el civilizado (Stevenson), pero comes con los ojos, comes a la mujer —ojos que ven, corazón que siente— y el animalito me ve, me trae entre ojos. Y Plinio: “Es temible serpiente, cuya mirada rompe las piedras y quema el pasto.”
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Y La Farsalia (libro ix): La sangre de Medusa produjo al Basilisco armado en lengua y ojos de insanable peste. Y el decir del pueblo: “es hijo de gallo y de serpiente.” Y Jaime (enseñándome a Cope): Basiliscus plumifrons, “Iguania,” ¡una simple iguana coronada!… ¡Pero le ha sido dado un nombre! ¡El pueblo sabe de ojos! aksi =penetrar. (ojo:advertencia). Lo deriva desde el sánscrito “Ojos malos, a quien los mira pegan su malatı́a.” Ojo de rey. Basileus es rey (el que devora la hacienda de los pobres); y Basilisco: pequeño rey (y los pequeños reyes son peores que los grandes). Y la mirada del pequeño rey, del príncipe, del tirano, es la que crea el desierto, el mal ojo (del Poder), el enojo (del Azar) y el gran ojo
(el obstinado e implacable ojo de Grandville que cita Bataille) en la noche, como un astro obstinado y siniestro, la pupila abierta en las tinieblas, o el Gran Hermano, de Orwell, omnipresente. Y ahí tienes al animalito de sangre fría, el gallo cuadrúpedo con su piel ofidia, verdes hasta un azul de fuego sus aletas dorsales, respirando ira, hinchándose, estirando sus largas y delgadas uñas, Basiliscus plumifrons, una simple iguana coronada por un nombre, mirándome, clavándome el ojo, su pequeño, fijo, hostil ojo de serpiente, ojo que reta al ojo (“ojo por ojo”) a morir o matar.
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El remero Un verde silencio lacustre, bordado de hojas que caen sin ruido, aves zancudas acechantes e inmóviles como estatuillas de un salón oscuro y deshabitado, pequeños insectos que producen leves círculos de cristal en el agua quieta, juegos de luz desfallecida, proclaman —en las salvajes ensenadas del sur de Zapatera— el final de la tarde. La canoa o bote avanza costeando. Mi remero, por largos ratos, sólo se diferencia de una perfecta máquina en acción por la mirada investigadora con que mira todas las cosas, una a una y de una sola vez, para reunirlas en su inteligencia —viva y primitiva— y levantar con ellas pensamientos que yo ignoro. Su cuerpo lleva un ritmo maquinal. Brazos, pulmones, sangre, nervios, piernas, todo ha sido disciplinado —por una larga práctica desde los primeros años de vida— para que este movimiento alcance su total perfección y su plenitud de eficiencia. El remo siempre cae cortante como una precisa cuchillada. Corta el agua y se hunde en un milagro de cálculo, sin provocar ni una gota de protesta en el agua herida. Luego el brazo hace palanca con fuerte suavidad, y el avance se siente en un sordo triunfo sobre el aire y sobre el líquido que en vez de aparecer como obstáculos, más bien apoyan el empuje y gozan del avance. Cumplido el golpe de fuerza, el remo sale, vuelve en el aire como una aleta de pez, y repite, sin quebrar el ritmo, ocultando casi su energía, el exacto ciclo motor. De aquella serie de movimientos concertados, que dibujan en el aire una extraña simetría —como todos los movimientos útiles
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del hombre— el agua sólo recoge lo que el espíritu pretende, y a tanta línea diversa del cuerpo y de sus instrumentos, ella sólo responde con una línea murmuradora, estela de recto cristal burbujeante que en su líquida geometría resume la ruta. —¡Atienda a la caña! ¡No la deje caer! La voz, apenas emitida del remero, parece sorprender a todo el paisaje, como si un grito interrumpiera el silencio de un templo. Un ave cazadora levanta su pico y los ojos alarmados, fijos y llenos de interrogante estupidez, parecen investigar un crimen secreto que nosotros ocultamos. Luego chilla y vuela. El remero, sin volver el rostro —aunque va de espaldas— mira en la estela mi distracción. He dejado caer el rumbo. Y aunque llevo la dirección con un canalete o paleta de remo, su estirpe de capitán marinero le obliga a la palabra “caña,” brazo del timón, instrumento donde ha vivido toda la aventura vital de su existencia. Procuro recobrar la línea directa de nuestra navegación. Una leve sonrisa del remero apoya mi fácil maniobra. ¿Qué producirá su sonrisa? ¿Una benevolencia a mi distracción? ¿Una paternal superioridad al ver que yo puedo ser infiel a algo tan claro como la línea de la ruta? Su sonrisa puedo aprovecharla para entrar al vestíbulo de su silencio. —¿La lancha Santa Lucía es tuya? —La hice hace años. Está medio vieja. —Pero es corredora. —Buena. Sí. —¿Sos viejo de andar en agua? Se ríe. Hace una señal inmensa. Toda una vida. —Desde chavalo. Soy de las islas. Corta el golpe de los remos. Cruza las paletas sobre sus piernas y enciende un pequeño puro negro. Su rostro comienza a arrugarse ultrajado por los años y los vientos. ¿Tendrá cuarenta años? Bien puede tener más. Bien puede tener menos. Porque a veces parece un joven a quien envejecieron un poco los golpes de la vida. Y a veces parece un viejo a quien los embates de la vida no
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lograron borrar su viva juventud. Rostro moreno quemado. Duro. Y unos ojos silenciosos, severamente custodiados por los pĂĄrpados y las cejas, pues si ĂŠstos se recogen, no queda mĂĄs que una mirada impasible en un rostro mudo. Parece que con un solo movimiento de las cejas y la frente este hombre deja de ser quien es para formar parte, como un elemento, del teatro y naturaleza de este gran Lago trĂĄgico y hermoso.
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El viento El playón, bajo un cielo de zinc, de luz difusa y cegadora, apenas movía la pequeña embarcación de diez varas. Íbamos siete apiñados, guardando grandes silencios y con las cejas fruncidas por el resplandor. Las calmuras de invierno, en los meses de agosto y septiembre, no son como en el tiempo de los sures, completamente desesperantes. De una hora a otra cambian y puede sobrevenir un airecito que comienza tenue y luego, con la salida de la luna, se hace fuerte, fresco y arreador. La luna no se ve. Pero se sabe que ha salido por el viento. —“Ya va a cambiar el tiempo,” dice el timonel, un indio con sangre negra diluida, hombre de pocas palabras y de ojos inteligentes. —“Hay que chiflar al viento,” dice otro, un indígena de la Isla de Ometepe. En diciéndolo silban con fuerza, con monotonía como arreando ganado. Luego le gritan. Y el viento llega. La vela lánguida y desmayada se infla y retoza a la primera caricia. Luego se encorva con gracia, hace una hinchada curva con su ala y cabecea como un alegre cabro alado que quiere retozar. Delante de la proa el agua herida adquiere un rumor burbujeante de invisibles peces. —“Ahora sí,” dice uno. Y entra cierta alegría, cierta locuacidad inmediata como un estallido de la paciencia.
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Apunte al amanecer El lucero madrugador subió sobre el Lago en un horizonte frío y transparente. El agua, todavía gris, murmuró una oración al nuevo día: sílabas de espuma, palabras en breve cadencia de olas. Y un reflejo del horizonte, traspasado por los primeros rayos, pintó el agua con ese color etéreo de las alas de los ángeles, que sólo es posible mirar por pocos segundos en el milagro cuotidiano del amanecer. Navegábamos desde el primer canto de los gallos. Ahora todas las aves ribereñas: las garzas rosadas, las blancas y las morenas, el martín-pescador, las cuacas, las gallinitas de playa, los tisgüices, todo el variado coro alado que canta la magnitud del Gran Lago, sonaba sus clamores destemplados, sacudiendo con sus plumas las últimas tinieblas. Bajo el agua los peces también cantaban en su inaudita escala. Veníamos de Altagracia, el viento crecía, refrescaba. Y de las costas del Menco como de las de Zapatera, los árboles parecían despertar moviendo sus copas y precisando sus siluetas a la luz novicia de los albores. Entramos por Boquerón buscando la Isla del Anono —frente al Bambú— donde se quedaría uno de los marineros que andaba cazando lagartos en las ensenadas del Volcán Madera. En el estrecho paso de Boquerón y luego en la cruzada hasta el Morro, el viento hace locas jugadas entrando del este y del sureste por las hondonadas y altibajos de la Isla de Las Zapatas. La vela se infla con fuerza, tira del bote con imprevisto empuje, para quedar después flácida y decaída. Si el viento es recio, uno de estos golpes imprevistos puede dar vuelta al barco, o al menos hacer virar la botavara con
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tal rapidez que el timonel cogido por el golpe cae al agua, casi siempre sin sentido. Dos veces la botavara golpeó en el hombro al timonel, quien se indignaba con ella como con una mujer necia. —¡Ah, jodido! ¿Te vas a estar quieta?
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OVELETA
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¡Vuelva, Güegüence, vuelva! I ( EL TELEGRAMA )
El telegrama pasó de mano en mano, leído, comentado, repetido, gritado de vecino a vecino, de casa a casa, de calle a calle, de solar a solar. El Güegüence lo recibió muy de mañana y tardó bastante en deletrearlo después de dar las gracias al mensajero y de cerrar la puerta para que nadie fuera testigo de sus esfuerzos. —“Qué dice aquí muchacho?” preguntó a Ambrosio, su entenado. (Ya lo había leído pero necesitaba comenzar a transmitir su gozo). Entonces la Golondra, su mujer, se lo arrebató, impaciente y leído por ella salió el papel al vecindario: lo vio el Alcalde, el Comandante, el Cura. Y comenzaron los curiosos a preguntar, los vecinos a llegar y los amigos —pues ya todos eran amigos— a festejar la noticia. Bajaron los del lado del Cementerio. Vieron la estrella del cohete. —“Qué se tendrán por la plaza?” dijeron. Y subieron también los del lado del Rastro. —“Vamos?” se preguntaron unos a otros, y unos a otros se dijeron: —“Vamos.” Otros cohetes y el rumor de la gente que subía entre las huertas y las calles animó también a los del Trillo. Unos venían emparejados y adelante los muchachos corriendo. Otros en grupos. Y cuando contaban del telegrama daban gritos o se decían: “Parabienes al Güegüence!” Y los Ñurindas compraron triquitraques en la esquina de la Chabela. Los Potosme trajeron su marimba. Eustaquio su guitarra.
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Iban todos llegando. Unos tímidos y dando rodeos para no descubrir desde la entrada su curiosidad; otros con la pregunta gritona y a boca de jarro, o quedándose a la puerta en platicaderas y risas, o saludando a voz en cuello: “Ideay, Güegüence! Hola Güegüence!” y bebiendo, y tomando “A la salud!” y escupiendo y borrando la escupida con el pie. Los más jóvenes escapaban al estanco por más aguardiente. Las mujeres se hablaron y acarrearon comida. Se arreglaron mesas. Se enjuagaron jícaras y vasos y fue llenándose de taburetes y de bancos la calle y de guitarras y de cantos y de perros que ladraban y corrían y de niños que hacían también su fiesta rodeando de gritos las conversaciones simultáneas de las mujeres y los diálogos de los viejos, mientras el Güegüence entraba y salía, saludaba, bebía a veces pero poco, o se hacía el sordo o no oía, o regañaba al hijo, a Forsico y más al entenado, al mentado Ambrosio —a quien tres veces encontró bebiendo un trago doble de aguardiente detrás de la puerta— o atendía, de preferencia, a las muchachas, aceptando todas las consecuencias del telegrama: honores, felicitaciones, abrazos. Y sentirse sobre el Alcalde, sobre el Comandante, sobre el Cura. Y oír que decían: la “fiesta del Güegüence,” la “suerte del Güegüence,” y que los borrachos gritaban “Viva el Güegüence.” Y poder hablar de él, hablar con tanta gente pendiente, creyente, correligionaria, colgada de sus labios. Contarles de él. De sus mazorcas que eran las más grandes del pueblo. De su arrozal que daba más arroz que el arrozal de don Camilo. De su macho —el famoso Macho-ratón— que no encontró par en las fiestas de Santa Ana. De su viaje a Veracruz. De su viaje a Verapaz. Y repetía sus historias. Y unos decían que ese cuento ya lo contaba su padre y otros —los más viejos— que también lo contaba su abuelo, porque el Güegüence era hijo y nieto de Güegüence, pero hacía suyo todo lo que estaba en su memoria o en su imaginación y los muchachos y muchachas lo rodeaban para oírle cuando venía por una calle derecha y columbró una niña que estaba sentada en una ventana de oro. Y ella que le dice: “Qué galán, el Güegüence!
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Qué bizarro, el Güegüence! Aquí tienes bodega, Güegüence! Entra, Güegüence! Siéntate Güegüence! Aquí hay dulce, aquí hay limón, Güegüence!” Pero Ambrosio, el entenado, interrumpe: “Qué mentiras las de mi tatita!” Y el Güegüence hubiera respondido al muchacho con sapos y culebras si no entra Forsico con el telegrama roto, sudado, gastado y manoseado y se arma el escándalo y los gritos: —“Quién lo puso así?” —“Ya arruinaron el papel! Ya le borraron las letras!” Y el Alcalde: —“Eso sí que no, Güegüence! Hay que ir al telégrafo.” Y el Comandante: “Este telegrama no se pierde!” Y salieron unos y se agregaron otros a golpear la puerta del telegrafista para que repitiera el telegrama: con la misma letra, con la misma tinta, mientras docenas de ojos vigilaban con la respiración contenida la pluma temblorosa y desusada carraspeando sobre el papel. Cuando volvieron con el telegrama renovado, comentándolo otra vez, dándole de nuevo su importancia y sacándole las conclusiones, el baile apisonaba la calle a la luz de las buenas tardes. Le gritaron entonces al Güegüence palabras alegres y la Golondra, su mujer, que repartía, junto con otras mujeres, pan dulce y rosquillas al gentío, se le acercó para recordarle que ella le había dado la idea de poner el telegrama al Compadre, que si no hubiera sido por ella ni pone el telegrama ni recibe la contestación y que tenía que seguir hablándole, porque como decía todo el pueblo, si no se aprovechaba ahora no tenía cuando. Y esto inquietó al Güegüence y se echó un trago doble de aguardiente buscando luego al Alcalde para hablar de otra cosa, aunque nadie hablaba más que del telegrama y unos a su modo y otros al suyo, entre baile y baile, entre canto y canto, entre trago y trago, le proponían o le recomendaban o le aconsejaban lo que ya sabía que le iba a decir la Golondra, su mujer, cosa que le gustaba y le disgustaba y que, por lo mismo, le producía desasosiego y angustia y por las dudas se echaba otro trago y otro y otro hasta que, pasada la media noche, Forsico y Ambrosio y tal vez el Alcalde y tal vez hasta el Cura y el Comandante lo llevaron a su tapesco, lo desvistieron,
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lo acostaron, hablaron, y él se dio vuelta y… allí estaba el Machoratón —¡vea qué cosa!— su amigo el Macho-ratón!… MACHO-RATÓN. —¡Qué juma, amigo Güegüence! GÜEGÜENCE.
—¡Déjeme, amigo Macho-ratón!
MACHO-RATÓN GÜEGÜENCE.
—Donde el conde que me monde.
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
. —¿Déjeme, dónde? —Lindo paraje.
—Hijo mío, Macho-ratón: ¡suspenda la ronda en el
paraje! MACHO-RATÓN. —¿Ronda, Güegüence? ¡La cabeza que te da vueltas!
. —¡Suspéndase música, bailes, cantos, danzas, sones, mudanzas, que habla el Güegüence en el Cabildo Real!…
GÜEGÜENCE
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—¡Ah, puta juma!
—¡Ah, qué congoja, amigo Macho-ratón!
MACHO-RATÓN.
—Cuando ven macho amarrado a todos se les
antoja viaje. GÜEGÜENCE.
—Dice el dicho.
MACHO-RATÓN.
—Pues, ¿por qué dar brincos estando el suelo parejo? ¡Al viaje, Güegüence!
GÜEGÜENCE.
—¡Nadie ha correteado más que yo! ¿Por dónde no, Macho-ratón? Por los Diriomos, por los Sutiavas, por esas tierras adentro, arreando mi recua, guiando a mis muchachos, comiendo y descargando y vuelta a cargar, pero siempre de paso.
MACHO-RATÓN.
—¡Si habrá vida aquí, amigo Güegüence! ¡Centaveando! ¡Jodiéndose! ¡A puro sudor cada bocado! ¡Y dígame a mí, con garrapatas en las patas, patacones en los cojones, mazates arriba, pulgas abajo!… ¡Pruebe fortuna, Güegüence!
GÜEGÜENCE.
—¿No te duele dejar?
MACHO-RATÓN. —¡No me duelen prendas, Güegüence! ¡Quien nada
tiene, nada pierde!
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GÜEGÜENCE. —¡Ah, qué sentimiento! ¡Dejar en su nidito la torcaz!
Dejar la gongolona, la poponé, la totonaca, la urraca, el zenzontle, el güís, el sisitote… ¿Quién es el Güegüence? ¡Lo que oye el Güegüence! MACHO-RATÓN.
—Lo que oye el Güegüence: regaños de la Golondra, pleitos del hijo, malacrianzas del entenado, cobros del Alcalde, impuestos del Comandante, consejos del Cura, regateos del compadre, gritos del vecino… ¡al meado y al bote, Güegüence!
GÜEGÜENCE.
—¡Ah, Macho ingrato! ¿Acaso digo sólo lo que oigo? Lo que oigo y veo me hacen! Si la laguna, lagunero. Si la sabana, sabanero. Si la montaña, montañero. Y por el ala del sombrero se conoce al iguanero. ¿Quién es el Güegüence? Lo que vive el Güegüence. El camino a la laguna. El adiós del compadre. La voz de la muchacha. El volido del gurrión. La leche de la luna. El coleo del perro. El madero del jicote. La sombra del guayacán. La seña del elequeme. El olor del nance. La flor del jilinjoche… ¡Ah, mi tierra! Mi guapinol, mi potrero, mi guayaba, mi limón, mi naranjo, mi pital…
MACHO-RATÓN. —¡Pues, alcen, muchachos! ¡Miren cuánta hermo-
sura! ¡Cajonería de oro, cajonería de plata, güipil de pecho, güipil de pluma, medias de seda, zapatos de oro, sombrero de castor, estriberos de plata! ¡Cantidad de hermosura! ¡Ofrézcame la estrella de la mañana que relumbra al otro lado del mar! GÜEGÜENCE.
—¡Pues bien está el pájaro en su nido!
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—Pues la ambición rompe el saco.
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—¿Pues adónde tela si no hay araña?
—Pues más vale pájaro en mano que cien volando.
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—¡Pues al pobre el sol se lo come!
—Pues por bien estar, poco es mucho andar.
—Pues quien mucho abarca, poco aprieta.
MACHO-RATÓN.
—Pues quien busca, encuentra.
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GÜEGÜENCE.
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—Pues cuando un pobre se haya un caite, es sin
coyunda. MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—Pues el que madrugó un taleguito se halló.
—Pues más madrugó el que lo perdió.
MACHO-RATÓN.
—Pues quien tiene plata platica, y por la plata baila el perro y la buena cena con plata se cocina y en sonando la moneda se llena la bodega. ¡Ah, Güegüence: no hay más tren que el que pita, ni más jabón que el que echa espuma! Tin la moneda, tin riqueza, tin hermosura, tin belleza, tin la muchacha, tin la putita, tin la mochonga, tin la petaca…
GÜEGÜENCE. —¡So! ¡Macho hambriento! ¡Macho chiclán! ¡Macho
tiñoso! ¡Moto! ¡Trotón! ¡Maneto! ¡Coyote! ¡Chapín! ¡Curcucho! ¡Lunanco! ¡Zonto! ¡Cabresto! ¡Pelado! ¡Pechuza! ¡Pinche! Cuando abrió los ojos —con una rueda de saliva sobre la almohada— ya los muchachos, Ambrosio y Forsico, rajaban leña en el patio y hablaban de él. —“Buena mona” decía el entenado mirándolo de reojo con su mala sonrisa. El Güegüence se sentó en el tapesco y los vio reírse y secretearse al pie del palo de mamón donde los zanates revoloteaban y chillaban a cada golpe de hacha, mientras sentía que la cabeza se le encendía como una bola de fuego. Estaba sirviéndose agua de la tinaja, cuando la Golondra, que soplaba las brasas de la cocina con un sombrero viejo, se le fue directa al asunto. GOLONDRA.
—¡No hubo uno del pueblo que no me hablara ayer
del viaje! GÜEGÜENCE.
—¡No me he ni enjuagado la boca y ya me venís con problemas!
Y allí se trenzó la discusión. La Golondra que sí. El Güegüence que no. Ella, que debía de hacerse el viaje. Él, que no debía de hacerse, que era locura. Y la Golondra: que hay que probar fortuna, que sin merced del grande el pobre no sube. Y el Güegüence:
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que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena, cuando ¡Tan! ¡Tan! sonó la puerta y el Güegüence malhumorado: —“¡Ya va!” —dijo desde dentro y se fue a abrir y al abrir ¡ay mamita! se le fue la sangre a los pies —“¡Qué ocurrencia!!!” (le habló bajito, soplando las sílabas como si estuvieran calientes) “¿cómo te aparecés aquí, Bululita?” Y la vocecita de ella: —“Le vengo a decir, Güegüence, que ya me sembró un hijo.” —“¡Shssssh!” (Volvió a ver de reojo, hacia el interior de la casa). “¡Callate, qué lugar y qué horas para venirme con eso!” Y ella retobada: —“Le digo lo que le digo.” —“Pues ya te oí. Ya lo supe. Ahora regresate que ahí te llego a ver. Todo se arregla, Bululita, todo!” —“Ya le he dicho que no me diga Bululita. Tula me llamo. No me apode.” La palmoteó. —“Sí, Tulita, sí, sí, todo se arregla, andate.” Miró hacia adentro otra vez, rápido, sonrió, cerró la puerta. —“¿Pues qué me decías?” preguntó obsequioso al volver. Y la Golondra que estaba en sus trece hablando a gritos con los hijos ni le vio la cara de zorro. —“Vení, muchacho!” le dice a Ambrosio, “decile a tu tata, decile lo que dice todo el pueblo, ya que no me cree.” —“Sí, tata, todos dicen que es tu hora.” —“¿Hora de qué, muchacho sonso?” El entenado rezongó malas palabras pero la Golondra no estaba dispuesta a perder la batalla. —“¡Si sos mal padre!” (y tirándolo de la camisa echó al ruedo a Forsico). “¿También a tu hijo le vas a cerrar las puertas?” —“¿Y yo por qué? ¿Qué puertas cierro?” —“¿Que no tenían amores Forsico y la Suchita?” (La Suche era la hija del Compadre). —“Sí, tata, bien me quería,” dijo el muchacho. —“¡Ajá, y con esa cara de mosca muerta!”
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Y la Golondra alzando los brazos: —“¿Y si ella vuelve a sus ayeres? ¡Un viejo amor con sólo soplarlo se enciende!” —“¡Amores!” —dijo el Güegüence, burlón. Pero ya iba cuesta abajo. II ( EL LABERINTO )
Ahora sí estaba afligido. Porque creyó que esa calle llevaba a la casa grande donde había visto un rótulo grande vote por y el retrato pero llevaba a otra esquina de puertas verdes que no había visto y todas las cuentas le salían mal o las señas estaban equivocadas y entonces mejor volverse para contar otra vez desde el principio o dar la vuelta a la manzana y dobló en la esquina y volvió a doblar en la otra esquina pero en vez de salir a la calle por donde venía salió a otra más larga y más ancha y allí sí que nada conocía pero ni dónde era el norte y se detuvo y buscó el sol y por la sombra le pareció que salía por la derecha pero él venía andando por el lado de la sombra y debía estar caminando al contrario y dio la vuelta “y sigo recto porque en una esquina o en otra tengo que ver a la derecha (y movió la mano derecha para asegurarse) la casa grande con el rótulo vote por y el retrato” pero pasó una esquina y pasó otra y dos más y todavía otra y la casa grande no se divisaba ni a la derecha ni a la izquierda (aunque a la izquierda no podía ser porque le dijeron a la derecha) y ahora la casa grande ya ni le parecía grande comparada con estas que estaba viendo y que no conocía y que no había visto nunca y lo que más le afligía es que el hombre aquel le había dicho que a las diez en punto y por su sombra que ya la venía pisando estaba más cerca del hambre que de las ganas de caminar y el pie derecho que le dolía por los zapatos nuevos “se lo dije a la Golondra estos zapatos me quedan estrechos” pero preguntando se llega a Roma y buscó una cara
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amable pero nadie le daba la cara y todos pasaban a su lado como perseguidos y nada de casa ni por asomo y entre más andaba menos conocía y si preguntaba qué podía preguntar cuando de puro torpe no había pedido nombres sino que se la dieron con números “tres cuadras al norte y cuatro al oriente” y las casas sin bautismo pero se acordó que era una oficina de puertas rojas frente a la casa grande y vote por y el retrato y detuvo al señor que pasaba con el cartapacio y buena catadura y se quitó el sombrero y le preguntó “perdone el atrevimiento” si conocía la oficina que quedaba enfrente de una casa grande con un rótulo grande vote por y el retrato “¿y cómo es la casa?” “pues así como de puertas rojas” “¿y en qué sitio?” “pues no puse mucho cuidado” “pues ya va a llegar” le dijo el otro con sorna y ahora sí estaba afligido porque antes estaba seguro que la casa era de puertas verdes y ahora había dicho que eran rojas y tal vez eran rojas porque no se puso a aprendérselas de memoria sino que estuvo conversando con la mujer que vendía frutas en la acera y la mujer le dijo que allí enseñara el telegrama y lo enseñó y lo saludaron y lo hicieron pasar donde otro señor que atendía a mucha gente “¡ah! ¡pero si esta esquina la conozco! aquí fue donde atrevesé para coger aquella calle y allá como que está vote por y el retrato” y atravesó la calle “¡oiga! ¡oiga!” le gritó el policía y vio que la andanada de automóviles se le venía encima y zas! saltó como en sus buenos tiempos “¡puta! ¡qué susto!” y oyó el patinazo de las ruedas y el chofer sacó la cabeza por la ventanilla y le mentó la madre —y la otra señora del otro automóvil “viejo loco”— “pero esta es la calle” dijo todavía asustado y esperó para atravesarla receloso mirando a todas partes “pase, pase, ahora es cuando” le gritó el policía y allí en la otra acera el muchacho malcriado “¡viejito, póngase anteojos!” pero tomó su derecha —a palabras necias oídos sordos— y miró si iba por buen camino y qué engaño el del ojo, ¿dónde estaba la casa? ¡qué casa ni qué niño muerto! ¡pero si le pareció que sí, pero no! “¡perdone!” le dijeron y dos hombres cargando un vidrio lo apartaron y se vio en el vidrio y no estaban
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mal los zapatos pero el dedo del pie seguía gimiendo y llorando y yo creo que si no lo tengo degollado poco le falta “pero fíjese” y tras la palabra el codazo de la señora gorda y la otra también la flaca agresiva y ya no podía ver ni poner atención en las casas porque unos a la derecha otros a la izquierda lo apartaban lo volaban y todos tenían prisa por lo visto pero las casas ni ésta ni la otra ni aquella ni con letrero grande ni con letrero pequeño y ya no alcanzaba en la acera porque unos venían con canastos, otros iban con compras unos con bolsas otros con mal humor “¡apártese!” “¡lugarcito!” y aquel empujaba y la mujer “¡lotería, lotería!” y el ciego “¡una lismona para el cieguito!” y la baraúnda de caras y gestos y palabras y gritos y sombreros y cabezas y pies que andaban y pies que tropezaban y pies que pisaban y adiós zapatos nuevos “¡ay, mi dedo!” y risas y putazos y verbos y gritos y silbidos y olores y malolores de alacena, de botica, de basura, de cloaca, de cocina, de hortaliza, de especies, de jarabes, de verduras, de plumas de pollo, de agua represa, de sudores, de cebolla y vocinas y ofertas y gritos y “¡cómpreme! ¡cómpreme! ¡cómpreme!” —“¡Compadrito!” El Güegüence se volvió pero no era con él. Se quitó el sombrero. Se limpió el sudor. —“¡Señora!” dijo a la vendedora. —“¿Los quiere al peso o por docena?” —“¿Qué mercado es éste?” Se le acercó un hombrecito sucio. —“¿Trae quesos, marchante?” —“¡Señora!” repitió. Pero hablaban varios preguntando precios, pidiendo rebaja. —“¡Déme de aquellos! ¡No, de los otros! ¿Y éstos a cuánto?” Y lo apartaban. —“¡Señora!” pero ni le oía. Si estos son mis lenguajes asonesepa negualigua. Pero estaba un carretonero sentado en su carretón, comiendo carne frita en una hoja de plátano. Terminó de tragar el bocado, espantó una mosca, se rascó la cabeza.
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— “¿Qué es lo que busca, señor? ¡Esas mujeres son malcriadas y no favorecen a alma nacida!” Y el Güegüence lo miró: “¡Unas señas!” dijo mientras lo calaba. Y el otro: “¿No gusta compartir?” y le extendió la hoja con carne. “Viera que no, gracias. Ando prisa.” y le explicó su enredo. El carretonero volvió a rascarse la cabeza. “¿Quiere ver el telegrama?” Se encogió de hombros. “Por verlo,” se rió, “no le dentro a la letra.” “Pero eso debe ser en…” Volvió a rascarse. “¿Cómo era el hombre?” El Güegüence abrió las manos. “Grueso. De anteojos. Un señor respetable.” “¡Ah, pues sí!” “¡Es en el Distrito! Coja aquí, recto, recto hasta un parque, lo cruza y frente, como quien va al poniente, va a ver el edificio.” “¿El qué?” “¡La casa grande, vaya! No se entuma. Entre. Allí tiene que ser. Enseñe el papel. Ese telegrama es una llave de oro.” Dio las gracias, atravesó la calle. En la esquina, ante la mirada del carretonero, preguntó de nuevo a gritos, “¿recto, recto?” —“¡Recto, recto!” —“¡Ojalá!” dijo apurando el paso. Otra vez el gentío. Pero recto, Güegüence. Y otra vez andar y el pie que le daba gritos y un tropezón aquí y un codazo allá, pero aprisa Güegüence! Abajate! Subite! Seguí el hilo. A lo mejor llegás a tiempo antes que te cierren la puerta. Porque ya tenía ocho días de andar de Herodes a Pilatos queriendo ver al Compadre y unos le decían: “Claro que sí” y otros “Mañana es seguro” hasta que su amigo Chiricano (el marido de la Brígida) le presentó a la Golondra un Abogado y la Golondra que tiene labia se palabreó con el Abogado y quedó en un quedar: que llegara el Güegüence con el telegrama, que todo estaba hecho. Y allá va el Güegüence con el telegrama y le dice: “Esto se arregla ya, Güegüence” y le da una carta para el Ministro. Y allá va el Güegüence para donde el Ministro, pero el Ministro está ocupado y que “vuelva mañana” y vuelve mañana y otra vez ocupado y que vuelva y vuelvo y nada y le pregunto cuándo y la Golondra a cada atraso una gritadera: “Que sos inútil, que no servís para nada, con esta clase de hom-
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bres no se llega a ninguna parte” y vuelta la audiencia y espera que te espera hasta que el Secretario del Ministro le da un papel y ahora “¡jodido! ¡pero qué pie para dolerme!” ahora sí, allí está el parque, ¿pero dónde la casa? Al poniente dijo. “¡Ay Dios mío! ¡Al buen día ábrele la puerta porque el malo solo se dentra! ¡Esa no es la casa ni cosa parecida! ¡Ahora sí que me llevó la mierda! Este es el puro castigo. Ni pensarlo quería. Purito castigo de Dios. ¡Que te pase por tunante, Güegüence! Dañar a la muchacha y allí dejarla con el siembrito, como gatito moto. ¡Buena hora para ternuras! ¡Como si todos no lo hacen! ¡Todos lo hacen! Pero vos, viejo, con una muchacha tan doncella. Pero si se me puso al hilo! ¡Sí, cómo no! ¡al hilo! ¡tiempo tenías de venirla asediando! ¡Por eso ahora todo te sale torcido!” Resopló angustiado. Ahora sí estaba afligido. Ahora quería comunicarse. Hablar, gritar. “¡Oiga, amigo! ¡A la puta! ¿Cómo salgo de este enredo?” Pero con la primera tenía. En boca cerrada no entran moscas. ¡Aquellos muchachos tan gentiles que parecían, la que le hicieron el primer día! Que por favor le cambie el billete, que cuéntelo bien, que esto y lo otro y que la calle es ésta y que por aquí y cuando se dio cuenta se le habían robado cincuenta pesos. Y el policía se lo dijo “Debe tener malicia. De lejos se le ve que es fuerano.” Pero si se quedaba allí se iba a hacer piedra. Ya no le importaba dar con la casa, ni con el Ministro, ni con el Compadre “¡que se los lleve Judas a todos!” “¡ah, chocho! ¡cómo me duele el pie!” sino volver a la casa, dar con la casa de la Brígida donde posaba. Le pareció que tomando esa calle, al oriente, llegaría. Iba renqueando. Atravesó la plaza con el sol a plomo. Cerró los párpados y vio verde. Ya me imagino a la Golondra cuando vuelva. La gritadera de la Golondra: ¿dónde están tus pantalones? ¿para qué tus tres dedos de frente? (como ella no es la que se mete en estos berenjenales) y la Brígida, la paisana Brígida, metiendo las narices en todo. Cuando llegaron y le enseñaron el telegrama allí fueron los abrazos y las memorias “¡Cómo voy a olvidarme de mis paisanos! ¡Mi casa es su casa, mi mesa su mesa, mi cama su cama!” Y los llevó a su apo-
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sento y abrazos y zalamerías y “sus cosas en mi ropero y su ropa en mis baúles” ¡y hágale con la casa! día y noche era un hormiguero en tiempo de lluvia llena de mujeres atareadas, de policías, de criaditas y de presos porque la Brígida tenía el negocio (la exclusiva, decía ella) de vender a la Penitenciaría la comida de los presos y en el negocio tenía su parte el Alcaide y toda la casa era cocina y donde no era cocina era despensa y donde no era despensa era pulpería y junto a la cama se apilaban los sacos de arroz y de frijoles y latas por aquí y cajones y botellas por allá y en las paredes colgaban las ristras de cebollas o las canastas de chiltomas y las pailas y las porras y corrían los ratones y las cucarachas y para acostarse había que apartar los peroles y sartenes y comales y donde no se cocinaba allí habían mujeres haciendo atole o moliendo maíz o nezquisando y la que no estaba comiendo, pellizcaba y donde no entraba el humo entraban los olores a comida que hasta estragaban el estómago y donde uno se sentaba allí estorbaba “por favorcito, déjeme sacar una botella de manteca” “Don-como-se-llama hágase un tantito allá para abrir este saco” y si estaba durmiendo, debajo de la cama estaba el perol que necesitaban y si se iba al solar a cumplir con las necesarias, allí llegaba la criadita y se reía en su cara cuando lo veía con los pantalones bajos “perdone señor, porque se está cagando sobre la leña” pero como los días pasaban ya la Brígida no estaba con la sonrisa de antes enseñando el diente de oro sino que salía con impertinencias y comenzaban las indirectas: que la vida estaba cara, que los víveres por las nubes, y él entonces: “¡Cóbrenos, paisana, cóbrenos¡ Al Güegüence no le duelen prendas.” y la Golondra le retorció los ojos y por la noche contra la oreja le ronroneó furiosa que la tal paisana Brígida era una sinvergüenza, que quería hacer negocio con ellos y que ya le había hecho cuentas flojas con el dinero que le dio a guardar en el ropero y que en el tal negocio de la comida mantenía a los presos a ración de hambre y los pobres ni quejarse podían porque la Brígida no era socia sino querida del Alcaide y el tal Chiricano, su marido, un cabrón bien hecho
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y sólo soportaba seguir allí porque no había más remedio pero el Güegüence era el culpable porque nada hacía y era un jugado de cegua y un dejado que no hacía valer su telegrama que era una llave de oro… “¡Llave de oro!” dijo el Güegüence pensando en el carretonero, “¡En buena jaula me encierren por creer en llave de oro! Bien está la puerta en su quicio y el hombre en su oficio.” Y otra vez la cara de la Bululita. Ah, qué remordimiento! Y ella: “Supe que se va.” Y él: “Pero no es cierto Tulita, son decires.” Y ella: “Lo supe, Güegüence, no me engañe.” “Ese es mi castigo, viejo sin entrañas!” Y el pie que le echaba chispas. Y el sol hasta que centelleaba como un diablo amarillo. Y ni un alero. —“¡Qué solazo!” resopló. Y se acordó de su animal. Porque también su pobre macho se estaba escurriendo día a día, botando pelo, sobándose de los hijares, legañoso y afligido. Si pasaban más días un cacaste iba a ser el regalo para su Compadre! Ciudad desalmada: ni alero para el viandante, ni agua para el sediento, ni hierba para el jumento! “¡Válgame San Miguel que venció al dragón, no se me enciendan los sesos con este fuego!” Y esa es otra en la cuenta: el pobre Macho-ratón también de la seca a la meca. ¡Con las aflicciones que pasaron cuando vinieron a la ciudad, ellos por tren y Ambrosio en el macho! Tres días y Ambrosio que no llegaba y la Golondra comiéndose las uñas: “¡a lo mejor han asaltado al muchacho en el camino!” Y él: “¡Eso nunca, lo digo y lo sostengo, a ese macho nadie le levanta la mano! Una vez que yo iba por el camino de Rivas, bajando a Toco, un mi enemigo saltó del breñal y quiso afianzar al macho de la cabezada… ¡Ah, qué macho! ¡Zas! ¡Saltó más diestro que un venado! ¡Pero con gente torpe como Ambrosio no hay nobleza! ¡Cómo lo trajo el muy desalmado! ¡Trasijado, embarrado, chagüiteado, casi muerto! ¡Cómo le metió las espuelas! ¡Se me atravesó un torozón en la garganta; mi pobre animal, tanto tiempo amigos, tanto camino andado! Y apenas lo estaba bañando, amarrado al poste, el policía con su malacrianza hablando de multa. Y lo meto al patio
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de la Brígida y la mujer que se enciende: ‘¿Cómo vamos a tener ese animal allí, incomodando a la clientela, cagándose en la comida? ¿Para qué quiere ese macho viejo su compadre?’ Y yo —mejor que me toquen a la mujer— ¿cómo que para qué? ¿No sabré yo lo que aprecia mi compadre este animal? No sabe que mi compadre siempre me decía: ‘Si algún día lo vende, es mío, Güegüence.’ ¿Que no ve la línea? No sabe que es una seda? Porque ella nunca me vio entrar en las ferias pasitrotero, recogido y galano, traca-traca-traca-traca. ¿Cómo le va yendo, Güegüence? ¡Qué bestia se gasta! ¡Qué hermoso animal! ¡Con ese macho llega a la luna y regresa silbando como jilguero! ¡Véndalo, Güegüence, pida lo que quiera, Güegüence! ¿Pero qué sabe de gustos la tortillera? Y allá te va el Güegüence a buscarle posada al animal. Y lo meto al solar de Pito López (a peso el día) y al rato cae la Sanidad que quiere también multarlo; que no es zona, que no es establo, que no es lugar para animales. ¿Y dónde es lugar para animales? Fuera del barrio. Y va de pleito. ¡Puta ciudad, todo es problema! —“Oiga, señor” y se volvió para encontrarse con un extraño que se le emparejaba, sonriente, y le ofrecía algo en la mano. Ya iba a detenerse curioso pero, gato escaldado, apresuró el paso —“¡Vea, señor! ¡Estoy en un apuro!” —No fumo puros, dijo el Güegüence. —“Estoy en un apuro” repitió el otro, “y vendo esta alhaja a precio de huate mojado porque tengo un hijito enfermo y necesito comprarle unas medicinas.” Miró de reojo, al paso, y el otro, a la rebeata, alargando la mano y hablándole que “vea señor, que le conviene” y él más aprisa, ya era más carrera que andadura y el hombre abriendo el pañuelo donde aparecía un anillo deslumbrante con su piedra de rubí que hasta titilaba al sol, “véala, que con verla no hay compromiso” y lo quería detener pero si hablo más fuerano me delato y ya ni sentía el pie apurando el paso, pero el otro: “véala, que no se va a arrepentir, es una ocasión que le cae del cielo” y el anillo brillando sobre el pañuelo, hermoso, pesado, puro oro, buena piedra, ¿no seré yo comerciante y entendido en alhajas? ¿no he vendido trucherías en los pueblos
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y visto lo que he visto? ¡Buena alhaja! ¡Al ojo se le nota! Pero ni lo demuestres, Güegüence, que te joden, te lo digo que te joden. “Todo un señor anillo” dijo el otro, “que casi lo regalo porque así es la necesidad y más si se trata de un hijo, ¿qué no hace uno por un hijo, verdad, señor?” Pero el Güegüence al paso y en boca cerrada no entran moscas. Sólo el ojo, oblicuo, mirando como que no quiere y andando, andando, y el hombre insistiendo: “vea, señor, la propuesta que le voy a hacer, tal vez así comprenda mi necesidad, déme veinte pesos y le doy el anillo, después me paga los cuarenta restantes, el anillo vale el triple, pero si no tiene veinte deme quince, vea qué trato de confianza.” —“¡Pero si usted no me conoce!” —exclamó el Güegüence ya sin poderse contener. —“No me importa.” contestó tranquilamente el otro, “usted tiene cara de hombre honrado, hombre respetable, usted me da sus señas y yo llego a cobrarle el resto cuando usted me diga.” Ya iba más despacio, ya metía la mano en la bolsa, disimulando, ya se tocaba en el fondo el fajo de billetes. Mejor no. Cara de beato, uñas de gato. ¡Ni te metas, Güegüence! Pero el otro al flanco, midiéndolo y otra vez la voz llorosa: “que vea, amigo que comprenda la desesperación de un padre, esta ciudad sin entrañas, el muchachito enfermito y es mi única criatura, usted se queda con algo bueno y hace una caridad” y el Güegüence más despacio, medio sacando el fajo de billetes buscando rápido como jugador de naipes un billete de a diez —le ofrezco diez, sólo diez pensó queriendo sacar un billete, sólo un billete con cautela cuando sintió el manotazo y tras el golpe el empujón y la calle dando vueltas y el costalazo contra el suelo y la mano vacía y como un relámpago el puñetazo sobre los ojos y la carrera y ¡ladrón! quiso gritar porque ya doblaba la esquina y él queriendo levantarse y correr, y corre y corre ¡pero qué puede correr un viejo enclenque! ¡Ya me rejodió el hombre, ya me dejó en la desgracia! ¡LADROOÓN! gritó. ¡Ladrón! pero nadie. ¡Puertas cerradas y la tapia blanca y el sol! Y corrió ¡Ladrón! Ladrón! renqueando hasta la esquina. ¡Nada! ¡Ni mierda! ¡Ahora si me llevó el diablo! Ahora
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rebuzna, ahora gruñe, berrea, cabeza de ladrillo, topo, atolondrado, ¡que te pase por bruto, Güegüence! Por creer que vuela el buey, por avorazado, por noticioso, por aprovechado, por delirante, fatuo, metete-en-todo, perico-curioso, mono-de-milpa. ¡Ah! me la dieron, ¡me la dieron en la mitad del culo! Miró por todas partes —allá lejos una muchacha con una canasta allá lejos… (creyó ver) ¡no! ¡ni señas! ¡qué va a ser! ¡ese hombre ya se perdió! ¡se hizo humo! ¿para qué estar de baboso ojeando? Se quitó el sombrero. Se limpió el sudor. ¡Te jodieron, Güegüence! ¿Dónde están tus astucias? ¿Dónde está el venado de piedra? No decían en tu pueblo: ¿quién engaña al Güegüence? ¿quién se tira al urdemales? ¡En esto pararon tus mañas! Bien estabas en tu nido, pájaro pinto… ¡pero la mujer desgraciada debía salirse con la suya! ¡Hacerme venir! “Allá es la fortuna, allá te bañás en aguas rosadas” y uno que se las cree! Y ella: “Tantos que suben y vos atolondrado!” Y yo: “¿Qué quieren? ¿que les baje el lucero?” Y ella: “Pues eso, ¿no te creías el gallo del pueblo?” Y yo: “¡Mi lugar en mi lugar!” Y el entenado, el malcriado de Ambrosio: “¡Sólo boca es el viejo! Allá en el pueblo sacaba pecho porque en tierra de ciegos, el tuerto es Rey. ¿Pero qué nos daba? ¡Siembras de príncipe y cosechas de esclavo! ¿No andaba por el pueblo diciendo: ¡Vean qué cosecha! ¡25 fanegas la manzana!? Y llenaba de piedras los sacos y allá te va Ambrosio cargando piedras para que el Cura se quitara el bonete: Buenos días, Güegüence. Y el Comandante: Adiós, Güegüence. Y el Alcalde: ¡Buenas tardes, Güegüence!… la casa pintada pero el comején en la solera” y eso es lo que me arde, el bocatero, el desagradecido de Ambrosio sacándome los trapos al sol y la Brígida riéndose con su diente de oro y el Chiricano (el marido de la Brígida) “¡no se deje, Güegüence, que estas putas mujeres si se descuida lo despellejan!” Y me hace señas y me habla aparte: “Ni tenga en un dedo a la gritona de su mujer; cuando usted anda en sus andares, sudando la gota gorda buscando ver al Compadre, se le sale la vieja con el abogado, toda empericuetada. ¡Ah, Güegüence! y le viera los aires; yo que la he visto con estos
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ojos, se lo digo.” —¡Ahora verá, dije yo, en cuanto la tenga sola! Y en la noche la agarro del pelo y la zarandeo y le doy por aquí y le doy por allá con la escoba, con la sartén, con lo que podía, ¡vieja relinchona que andás parejeando con el abogado como si no tenés hombre! —“¿Y quién te ha dicho semejante cosa?” —“Pues y quién ¡el Chiricano que te vio con sus ojos!” —“¡Ese borracho hablador! Dejámelo mañana y le voy a decir lo que ni su mujer le ha dicho porque esa sí que se las pega hasta con el sol en alto.” —Pues esa es la que te enreda: ¡en el valle de Santa Justa una puta a otra busca! ¡Esa era tu angina para el viaje! Pero le di sus cuatro golpes y al día siguiente ni la reconocía de tan palomita llevándome el tiste y las rosquillas y Güegüence aquí, y Güegüence allá, y coma mi viejo, porque hoy tiene que ir donde el hombre, ahora es la cita con el Ministro y ¡qué cita de mis tormentos! ¡Venir a parar en esto! ¡Te jodieron, Güegüence! Te jodieron. ¡¡Te jodieron!! Y echó a andar sofocateado, ni sabía para dónde. La cabeza dándole vueltas. Ahora sí que estaba afligido. ¡Hijo de la gran puta! ¡ladrón, reladrón! Y el desalmado hablándome del hijito enfermo: ¡si tiene hijo que se le reviente, si tiene mujer que se la atraviesen y que te caiga la maldición del duende sarnoso y las siete chonelas de Egipto! Y comenzó a bolsearse. ¿Y el telegrama? ¡Ay,Virgencita! Y se registró y se palpó de nuevo. ¡Ay, mamita linda! ¡Ni pirinola! ¡Ahora sí que me quedé en las latas! Y otra vez la Bululita: “Sí, Güegüence, yo sé que se va. No me engaña. ¡Vuelva, Güegüence, vuelva!” Vio un parquecito solitario. Le dolía el pie. Le dolía el alma. Se sentó en la banca todavía caliente del solazo. Me lo decía mi madre, la Ñurinda: “¡No seas comunicativo, Güegüence!” Se quitó el zapato y dio un suspiro de alivio. Entonces pitó el tren y oyó acercarse el resoplido de la locomotora. Pasó trepidando y vio la gente en las ventanillas. Los árboles se movieron. Digo yo, Güegüence. Pensándolo, Güegüence, en la torre cae la centella y no en la cueva. Se te llenó de pájaros la cabeza. ¿Que no te vi orondo y pavoneando? ¿Que no te vi ese día zapatos que brillaban, vestido
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de primera, sombrero de pita, más arrogante que el rey moro? Y vamos para la estación. Y tiran los cohetes y los morteros. Allí estaban los amigos rodeándome y hablando. Allí estaban las amigas, sentadas con la Golondra en la banca del andén. Llegaban los correligionarios en grupos, en parlamentos, y el vocerío creciendo. El Güegüence se levantaba. Abrazaba a unos. Daba la mano a otros. Oía recomendaciones. Y las vendedoras gritaban. ¡El pan! las panaderas. ¡Las rosquillas! las rosquilleras. ¡Los quesillos! las quesilleras. Y a cada rato los muchachos gritando ¡Ya viene! Y las mujeres levantándose. Y los hombres moviéndo la cabeza: “¡Dejénse de cosas!” Y los amigos de Forsico el oído sobre los rieles: “Ya se oye.” y volvían todos a mirar la vía recta, cerrándose vacía en el horizonte; hasta que sonó el pitazo y se vio la trenza de humo y luego la máquina haciéndose grande, cada vez más grande. Entonces todos se movieron. Y las mujeres gritaron a los muchachos y se arremolinó la gente y volvieron las voces y los gritos y los vivas —“¡Viva el Güegüence!” “¡Viva la esperanza del pueblo!” “¡Déjeme llevarle la valija!” “Yo le ayudo con la canasta.” “¡Suba, Güegüence!” “¡Suba, Golondra!” “¡Siéntese, Güegüence!” — y le sacuden el asiento. Y se sienta. Y hay un gentío en el carro y un gentío en el andén y se apretujan en la ventanilla. —“No se olvide de pedirle la luz al Hombre.” —“¡Se acuerda de mi asuntito!” —“¡Y lo del camino!” —“¡Y de la escuela!” Y allí está el Alcalde, al oído: “Si tenés ocasión arreglame lo del crédito.” Y el cura: “Hay que enladrillar la nave del Sacramento, Güegüence!” —“¡Claro, tata Cura, claro!” Y suena la campana. —“¡Bueno, bueno!” palmadas, abrazos. —“¡Buen viaje! ¡Buen viaje!” y se bajaban los de arriba y se apretaban más los de las ventanillas “¡Se acuerda del pueblo, Güegüence!” “¡Ahora es cuando, Güegüence!” Y los del andén: “¡Viva el Güegüence!” Y más adioses y más recomendaciones y todos gritando. Y risas y pañuelos y manos y vamos andando. Y el muchacho con cara de alegría viendo cosas nuevas. Asomándose; y yo llevándole el hilo, alegre:
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—¿Te conocerá la Suchita? —¡Ah, pues no! —¿Te daba amores? —¡Ah, pues no! —¡Qué muchacho! — Y la Golondra riéndose: “¡Si yo lo veía! ¡Si se la empurraba!” —¿Y qué vas a hacer ahora? —Pues arrimármele. ¡Ah! Y entonces sí le dolió el corazón. Siempre que lo pensaba se lo quitaba como mal pensamiento pero volvía. Volvía y se lo quitaba. El pobre muchacho, mi pobre Forsico, ¡tan ilusionado que venía! Qué golpe le habrá sido, digo yo, porque se perdió tres días y la Golondra angustiada y yo buscándolo. ¡Qué vueltas no dimos! De amigo en amigo. ¿Y si fue accidente? Y vamos a los hospitales. Pero tampoco. Y vamos con la Brígida a la policía. “Que sí, que lo buscaremos. Que ahorita no tenemos números. Que mañana.” Pero ni se movían. Mas bien se secreteaban. Mas bien se reían. Y la Golondra hablando hasta con las paredes: “¡Es que ustedes no aflojan la mosca!” dijo la Brígida. “¿Qué mosca?” gritó la Golondra. “¿Hay que pagar también a estos haraganes?” Y el Chiricano callándola: “Te van a echar al bote, Golondra. Hágame caso, Güegüence, búsquelo en las cantinas.” —Pero si el muchacho no bebe. —Algún día se empieza. —¡Si será de tu sangre! —gritaba la Golondra. —¡Lo cree una joya ! —gritaba la Brígida. —Vea, Güegüence, hágame caso, véngase conmigo. Y allá te va el Güegüence de cantina en cantina, de burdel en burdel. Hasta que entramos donde la Cigua Mostega: —¿Un muchacho envaselinado, medio poblano, medio entumido? —Ah, pues no es, dije yo. —Ah, pues ése es, dijo Chiricano. —¡Macrina! —gritó la vieja— ¡Macrina! —Y nadie llegaba.
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—No viene —dijo la vieja— está con él, tiene dos días de estar con él. ¡Dentren! —y entramos a la putería. Y allí estaba el muchacho, ojiazul, inflamado, trasijado, con la putita sentada en el borde del catre. —¿Ideay? —dije yo. —No lo regañe —me dice la putita— está muy sentido. Y era ñatita, julunquita la Macrina y le pasaba las manitas regordetas por la frente. —¿Qué te pasó, pues? —Nada, tata, ¡mejor váyase! —¿Cómo que váyase? Allí está en la casa tu mama bajando todos los santos del cielo y comiéndose las uñas de afligida. —Decíselo, Forsico. Que lo sepa el viejo. —Me le arrimé a la Suche. —¿Y eso, qué? —Le dije como le decía siempre, le dije Suchita. —¿Y ella? Ya no pudo hablar el muchacho. —Yo se lo voy a contar —dijo la putita. —Yo estaba en la acera. Yo vi. —¿Para qué hablar babosadas? —Yo vi cuando entró. —Dejala hablar. —Pues entró la engolillada, la princesa en bicicleta, la niña Xotchitl, taconeando. —¿Engolillada la Suchita? ¿No llegaba donde mí, humilde y descalzita: “Buenos días padrino”? —Engolillada y tufosa, ¡pura alcurnia! Y éste que la saluda… —¡¡¡Jodido!!! — gritó Forsico. —¡Qué boca de malcriado! ¿Voy a enterarme o no voy a enterarme? —Ha estado bebiendo el pobre y está algo alterado —dijo la putita. —Pues sí, le dije: “Suchita” y me volteó la cara. ¿Eso quiere saber? Y volteando ella la cara le cae un teniente al muchacho
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“¡Respete a la señorita!” y le deja ir una trompada entre las luces. Y ni se había enderezado cuando entran unos civiles de la Seguridad, y los desalmados lo aporrean a golpes y patadas. ¡Va preso! —¿Pero qué hizo? —¿Y qué va a hacer? ¡Hablarle a la Reina! ¡Tocar el cielo con la mano! —¡Viera cómo lo llevaban! Se me partía el alma! —¿Te echaron preso también? —¿Y de dónde cree que lo traje? Allí estuve llorándoles “¡Dénme al muchacho! Si nada hizo. Si es fuerano que ni sabe de estas malicias.” Y un Polis que es cliente de aquí me dijo: “Tiene un clavo.” —“¿Qué clavo” le digo yo, “si nada hizo?” —“Irrespeto a la autoridad.” —“¿Y cuánto le cae?” —“¡Pues cuarenta de multa!” Y me vengo donde la Cigua y me la empeño. Pero la Mostega es buena. Me dio la plata y lo saqué. —¿Y tu Suche supo esto? —¡¡A la mierda Suche!! —gritó el muchacho. Le brillaban los ojos. Duele un hijo (pensó el Güegüence). Digo yo. Pensándolo, Güegüence: te pasa por bolinero, por sacafiestas sin vigilias, por piloto de altura. ¡Ahora sí que ya le llegó la sombra al lirio! Allí estás: solo y perdido. —¡Mejor, Güegüence! digo yo. ¡Mejor estar perdido en la cola del mundo! Mejor solo. Mejor ni pensar. Recostó la cabeza en la banca. Ya andaba la tarde llevándose los pájaros. Cerró los ojos al vientecito. Cuando vio que allí estaba el Macho-ratón. ¡Vea que cosa! Su amigo el Macho-ratón! GÜEGÜENCE.
—¡Ah, mi amigo Macho-ratón! ¡Sea mi consuelo! ¡Sea mi paño de lágrimas!
MACHO-RATÓN.
—¿Llorando, Güegüence?
GÜEGÜENCE.
—¡Suspenda música, bailes, cantos, danzas, sones, mudanzas…!
MACHO-RATÓN.
—El que nació para triste tras de la música llora.
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GÜEGÜENCE.
—Así es, Macho-ratón. El que nació para tamal del cielo le llueven las hojas.
MACHO-RATÓN. —¿Pues, qué tripa se le ha roto, amigo Güegüence?
¿A quién llora? GÜEGÜENCE.
—Lloro el tiempo.
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—¿Se murió, Güegüence?
—Murió de paso.
MACHO-RATÓN.
—¡Pues a cada tiempo, su tiento, Güegüence!
GÜEGÜENCE.
—Dice el dicho. Pero en una orilla el día y en la otra la noche. Allá en mi pueblo era de mi tiempo, aquí soy pasado.
MACHO-RATÓN.
—¡Ah, Güegüence, yo conozco al Tío Patiño, que por huir de la muerte, se hizo niño!
GÜEGÜENCE.
—¡Ah, Macho-ratón! ¡Yo conozco al Tío Chamarra, que parece que se cae, pero se agarra!
MACHO-RATÓN.
—¿Y cómo, Güegüence?
GÜEGÜENCE.
—Pues volviendo, Macho-ratón. A tu casa garza aunque sea en una pata.
MACHO-RATÓN.
—Pues el tiempo no es mula, y no recula.
GÜEGÜENCE.
—¿No me llevas, Macho-ratón? Ah, mal amigo, mala casta! ¡Cría cuervos y te sacaran los ojos!
MACHO-RATÓN.
—Salir montado para volver arrastrado? Ah, qué cabeza, Güegüence! Ya oigo al Cura: “¡Pobre Güegüence!” Ya oigo al Alcalde: “¡Inútil, Güegüence!” Ya oigo al Comandante: “¡Mentiroso el Güegüence!” Salió con cohetes, lo recibirán con palos. ¡Vuelva, Güegüence, vuelva!… ¡Donde las dan las toman!
GÜEGÜENCE.
—¿Llueve, Macho-ratón?
MACHO-RATÓN.
—Llueve sobre mojado.
GÜEGÜENCE. —¡Pues el mismo aguacero moja a la mula y al mulero!
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MACHO-RATÓN.
—Dígamelo a mí, que me llueven piedras. Estoy como el chancho de la Tía Lacha, amarrado y sin qué comer. Ni siquiera una mulita rabicana para regocijo. ¡A esto me trajo!
GÜEGÜENCE.
—¡Ah, macho boca floja, mal consejero! ¿Y quién me decía: pruebe fortuna, Güegüence?
MACHO-RATÓN.
—Las ganas, Güegüence; el cebo es el que engaña, no el pescador ni la caña.
GÜEGÜENCE.
—¡Ah, qué disputa! ¡Perro es el tiempo y ladra a los
de caite! MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—Pues a mal tiempo, buena cara.
—Pues el tiempo quiebra, sin canto ni piedra.
MACHO-RATÓN.
—¡Déjese de remilgos, amigo Güegüence! ¡El toro a los cuernos!
GÜEGÜENCE.
—¿Remilgos, Macho-ratón?
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—¿Melindres, Macho-ratón?
MACHO-RATÓN. GÜEGÜENCE.
—¡Melindres, Güegüence! —¡Papeles, Güegüence!
—¿Papeles, Macho-ratón?
“Sus papeles,” oyó que le decían. Abrió los ojos, asustado. —“¿Sus, qué?” —“¡Sus papeles!” Se enderezó en la banca. Había entrado la noche y en lo oscuro perdió el hilo. Ya no supo ni el qué ni el cómo. —“¿Que no me oye?” El policía rajaba el silencio del parque. “¡¡Enséñeme sus papeles!!” El Güegüence se acordó que era el Güegüence. El perdido. El robado. Le subió el miedo. Miró al policía tembelequeándole la solera. Pero debajo de la sombra del casco la cara del hablante se le hizo conocida. —¿No sos vos Chico Zapote? ¿Ya no conocés al Güegüence? Y allí fue la risa del Policía:
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—¡Vea que viejo jodido! ¿Y de dónde aparece? ¿Y qué anda haciendo? —¡Ah, si te contara! —dijo el Güegüence. —Pero sentate, aquí sentate! Y se sentó en la banca y comienza a recordar al pueblo, a los de arriba y a los de abajo, a los del Cementerio y a los de la Plaza, a los del centro y a los del Trillo y a hablar hasta por los codos y a ponerlo al tanto, desde el principio, desde el telegrama, desde que salió en tren con la Golondra y Forsico su hijo; desde que mandó por el camino real al Macho con el tal Ambrosio, su entenado, un grandísimo malcriado que por poco mata al animal, tan fino, tan noble, tan agradecido, su Macho-ratón; hasta la desventura del ladrón y su tuerce y aquí me tiene, por el petate, todo desgraciado, perdido, robado, hecho mierda. ¡Vea qué suerte más negra, amigo Chico Zapote! Y allí cogió fuego el rancho. Mentarle ladrón a Chico Zapote era darle un sombrerazo a una lora: Juró que lo agarraba. —“¡Por esta cruz que lo agarro. Se lo agarro y lo cachimbeo. Se lo agarro y no le queda anillo, ni piedra rubí, ni hueso sano, ni ganas de joder para toda su vida!” Y le dio lástima el viejo. ¡Robarle a su paisano! ¡Al amigo del Hombre! —“Va a ver Güegüence, lo que soy yo; pero usted Güegüence, déjese de andar por las ramas. Yo lo llevo donde su Compadre. Yo lo pongo en la misma puerta. Tengo allí un amigo. Yo lo llevo. Hoy no, ni mañana, pero pasado sí. Pero se echa un trago doble para que le hable al Hombre. Al Hombre le gusta que le hablen como hombre. Si se entume le pasa la rueda.” —¡Ah, Chico Zapote! ¿Será tonto el Güegüence? ¿No tendrá suelta la lengua de tanto trato y contrato por los caminos? “Si estos son mis lenguajes asonesepa negualigua, seno libro de romance,” decía el viejo! Se rió Chico Zapote. ¡Qué risa le dio recordar los tiempones! ¡Ah, qué tiempos aquellos! Y ya cobró ánimo el Güegüence y hasta ganas tenía de echarse un trago, de echarse un socoroco con su amigo el Policía, pero Chico Zapote estaba pegado al yugo, cuidando la noche y pensó el Güegüence en la vuelta.
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—¿Y ahora, cómo me desenredo, amigo Chico Zapote? ¿Si me perdía en las claras, cuándo me abro paso en las oscuras? Pero el policía le dio señas —¡Ponga cuidado, Güegüence, si se fija no se enreda! —y otra vez le repite, y el Güegüence queriéndose poner el zapato y sólo quejidos era: —¡Ay mamita, este pie ya se me hizo sapo! —Y dale pujando, y dale gimiendo y el zapato ya no le entraba ni con una yunta de bueyes hasta que resolvió quitárselo y avanzar descalzo con los zapatos colgados al hombro. Y otra vez se hizo repetir las señas y un rato con miedo y otro rato con temor se fue por esas calles de Dios, renqueando, un paso cabizbajo, otro paso cabialto, pensando que todo es así en la vida, que una es de cal y otra de arena, porque quién le iba a decir después de todo? Encontrarse con Chico Zapote, su conocido, su paisano, ¡buen muchacho el hijo de la Candelaria! —De la edad de Ambrosio, sería. Digo yo. Porque hasta me acuerdo cuando pasaba vendiendo tabaco y cargaba el macho mohino: —Güegüence, álceme el fardo. —¿Calentar el jarro? —¡Alzar el fardo! —¡Ah! El fardo! ¿Dónde está el fardo? —¡Aquí está, Güegüence! —¡Ah, mi tiempo, cuando fui muchacho! El tiempo del hilo azul, cuando me veía en aquellos campos de los Diriomos alzando aquellos fardos de guayabas. ¡Esos sí eran fardos! —¡Date prisa, Güegüence! III ( EL UMBRAL )
Afuera el que demanda. Adentro el que manda. Afuera el Güegüence demanda al portero entrada. Es menester licencia. Adentro el “Hombre” en su escritorio. Allí está: mandado.
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Dice sí y sube la bandera y salen órdenes y ordenanzas, hombres y mujeres, camiones, ferrocarriles, tropas, gente y más gente haciendo lo que dice. Y dice no y baja la bandera y se paran los trenes y se disuelven las manifestaciones y se cierran las puertas y tocan la queda los clarines, y las bocas callan y dan vuelta las llaves en los candados. Allí estaba el Hombre firmando. Salían del despacho los ayudantes, y entraban. Se abría la puerta y se cerraba: —“¿Menester licencia? ¡Válgame Dios, señor portero! Cuando yo anduve por esas tierras adentro…” Se cerraba la puerta y se abría. —“Por Veracruz, por Verapaz, comerciando y vendiendo por plazas y mercados, en ferias y cabildos, ¿quién me pedía licencia?” Levantó la cabeza. Puso oído. Firmaba: Que se haga. Que se diga. Que se vaya. Que te quito. Que te pongo. Esa fue su vida desde que apuntaron los rifles; mandando y ordenando. De Cabo. De Sargento. De Coronel. De General. Mando que te mando hasta que dio el cuartelazo para seguir mandando. —“Viniendo yo por una calle derecha me columbró una niña que estaba sentada en una ventana de oro, y me dice: ¡Qué galán el Güegüence, qué bizarro el Güegüence. ¡Aquí tienes bodega, Güegüence! Entra, Güegüence, siéntate, Güegüence; aquí hay dulce, Güegüence, aquí hay limón…” Levantó la cabeza; puso oído. Estaba entrando el pasado. —“¡Y así una niña me dio licencia!” “Pues una niña no debe dar licencia,” pensó sonriendo. ¡Bien que se acuerda! Bien que le llega el tiempo. Bien que conoce la voz. Válgame Dios, se estaba riendo. El Gobernante riendo. El Señor Presidente riendo. Y el ordenanza riendo. Y el ayudante riendo. Y el Coronel. Y el Sargento. Y riendo el portero. Iba la risa saliendo. Entrando y saliendo. —“¡Ah! ¡Válgame Dios! No seremos guanacos, no seremos amigos, desde aquellos tiempos, no será el Compadre, mi Compadre. ¿Y es menester licencia?”
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Puso oído. Estaba entrando el pasado. Cosas que ya no contaba. Cosas con tierra encima. Tiempos de caite y cotona: las mañanas tras la yunta. Las tardes de carretero. Frunce el ceño. —¡Pues es menester licencia! —“¡Válgame Dios, señor portero! ¿Qué es lo que vale entonces? Pues no anduvimos juntos mi Compadre y yo, por aquellos caminos, arriando la recua, y ¡opa, Güegüence! tropezamos con una cususera y se baja el Compadre de su mula y ¡sírvase un trago! le dice al mesonero, y nos echamos el trago y vamos bebiendo y vamos andando y si el Compadre no tiene, lo paga el Güegüence, y el que paga, paga ¡y no es menester licencia!” Frunce el ceño. De reojo mira a sus hombres. Mulero. Arriero de recuas el Gobernante supremo. Bebedor de cususa el Reformador de las Leyes. Se ensucia la página blanca. Se mancha la Historia Patria. El Presidente está serio. Sale serio el ayudante. Lo mira serio el Sargento. Responde serio el portero. En silencio entran y salen. Salen y entran. —“¿Somos o no somos?” grita el Güegüence afuera. —“¿No éramos vecinos, tapia de por medio? ¿No llevé a la pila a la Suchita? ¿No llegaba por el rey, mañanita con el sol, mañanita con lluvia, descalzita y mocosa a darme los buenos días?” Levantó la cabeza. —“¡¡Cierre esa puerta!!” grita. —¡Oh, válgame Dios! De coraje golpea la mesa. De coraje rompe el papel. De coraje rompe la pluma. Rompe la soga por lo más delgado. Managua, 1956–1969
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NOTA
Pasada de Tío Tigre, Tío Coyote y Tío Conejo, data de 1928 y permaneció inédita hasta el año 2000, en que salió publicada en El Pez y la Serpiente # 38. Goza del fresco divertimiento de la iniciación vanguardista. Pastorela–paso de Navidad en verso fue estrenada en Granada en 1941. Por los caminos van los campesinos, estrenada en 1937, fue escrita con la intención de hacerse representar como “teatro callejero,” para llevar al pueblo un mensaje de rebeldía contra la rutina política que imponía, en ciclos devastadores, revoluciones y gobiernos, gobiernos y revoluciones, sin otra consecuencia humana y nacional que el cambio de personas arriba, y la matanza, la miseria y la destrucción, abajo. El autor fue corrigiendo su obra a medida que se representaba hasta lograr esta versión definitiva publicada por primera vez en 1957. La Cegua está basada en una obra dramática desaparecida, original de Pablo Antonio Cuadra. Esta adaptación para guión cinematográfico la hizo Cuadra con la colaboración de Ernesto Cardenal, en México, y ganó un premio iberoamericano en 1950. Fue publicada por primera vez en 2001 en El Pez y la Serpiente # 40. Death, Johana Mostega y Un muerto pregunta por Julia, aparecieron reunidas en el libro El Coro y la Máscara (1991). Death es la instantánea escénica del hondo drama padecido por Nicaragua en la Guerra Nacional contra el filibustero William Walker; Johana Mostega–La Ciudad y el Río es un poema coral sobre la fundación y destrucción míticas de una ciudad nicaragüense, símbolo de la lucha entre utopía y realidad de América; Un muerto pregunta por Julia es la trágica metáfora del rechazo de la historia a las ideologías anacrónicas.
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Pasada escénica de Tío Tigre, Tío Coyote y Tío Conejo FÁBULA LUNAR
Pozo. Camino largo. Llanura al fondo. Luna llena. Un cercado. TÍO TIGRE:
Jala agua y bebe. Apagaré esta sed que se ensaña en mis entrañas desde que vengo rondando las montañas a la luz, sin fortuna, de la luna. Bebe otra vez, hablando consigo mismo. ¡Hambriento carnicero que vagaste buscando tu sustento por el llano tan plano como la palma de la mano: en vano tu ojo certero de felino acechó en los senderos del camino! Ni animal racional, ni venado que corriera por el prado, ni pisote, ni armado, ni vieja comadreja, ¡ni siquiera una víbora rastrera!… En vano vigila tu pupila y en vano, Tío Tigre, tus pezuñas afilan sus uñas en el hambriento afán de tu tormento.
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TÍO COYOTE: TÍO TIGRE: TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE:
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De pronto mira lejos y se torna acechante. ¡Ah! Pero ¿quién viene allá por el sendero que conduce al aguadero? Fijándose más. Reconociéndolo. ¡No! ¡Qué digo! ¡Es mi amigo Tío Coyote que se acerca con su trote tan cansino por la cerca del camino! Pensativo. ¿Qué merienda buscará Tío Coyote en esta senda? Entra Tío Coyote. Hola Tío Tigre, ¿qué tal? Salú Tío Coyote ¿Qué animal acechas en la quietú de esta noche campesina? Tengo un hambre canina y en balde la luna me ilumina pues anduve sin fortuna camina que camina entre el salvaje follaje. Pues yo vengo del horizonte del monte entristecido buscando por el prado mi quesito ahumado que escondido me robara en un descuido un ladrón animal del matorral.
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TÍO TIGRE: TÍO COYOTE: TÍO TIGRE:
TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE:
TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE:
¿Quesito ahumado? Que tenía guardado con candado. Me causa extrañeza cómo puedes conseguir queso ahumado tú que vives oculto en la maleza. ¡Ah! Es una historia que llena de ternura mi memoria: una vaca parida que vivía perdida en un potrero tuvo un lindo ternero. La cuidé con esmero la curé con cuidado y la traje hasta el prado donde queda escondida mi guarida. Pagó mi bondad con su amistad, mi lealtad con su dulzura y es mi vida feliz en la llanura. Que al oír “vaca” ha parado las orejas, dice para sí: Una vaca… un ternero… ¿Qué más quiero?… pero… ¿cómo saber su paradero? Pausa. A Tío Coyote. ¿Dónde queda escondida tu guarida, Tío Coyote? Señalando. ¿Miras allá lejano tras el llano aquel árbol de zapote? ¡No digas más! ¡Ya sé quién fue! Saboreando su triunfo, dice aparte. ¡Una vaca, un ternero! ¡Oh destino feliz de felino carnicero!
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TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE:
TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE: TÍO COYOTE: TÍO TIGRE: TÍO COYOTE: TÍO TIGRE:
TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE: TÍO COYOTE:
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Acercándosele, como que no oye. ¿Decías qué? Por salir del paso. Que fue Tío Conejo. Indignado. ¡Cómo? ¿Ese pendejo animalejo, burgués traidor roedor dañino, de nuevo en mi camino? Y yo que sospechaba del olfato malicioso del Tío Gato y hasta del ojo avizor del Tío Pizote No, Tío Coyote. Fue tu viejo enemigo Tío Conejo… ¡Ah, malvado ladrón del despoblado! …venía paso a paso con tu queso ladino y silencioso en el camino. ¿Lo viste tú, acaso? Sí. Yo venía de regreso caminando cansado en la ronda del cercado y vi que lo ocultaba cuidadoso en el fondo de este pozo. Con gran sorpresa. ¿En el hondo fondo de este pozo ruinoso está guardado? Asómate y verás. Asomándose. ¡Ahí está! ¡Ya lo veo! ¡Lo veo y no lo creo!
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TÍO TIGRE:
TÍO COYOTE:
TÍO TIGRE:
TÍO COYOTE:
Admirativo. ¡Oh pozo profundo, ombligo del mundo: quién podrá sacar de la hondura de tu mar en miniatura mi sustento animal, mi ventura segura mi queso preso en tu brocal! ¡Ah Coyote baboso! ¿Está en balde a tu lado colgado este balde? Coge el balde y lo baja al fondo del pozo. ¡Jala el agua del pozo y hallarás tu queso, Coyote sin seso! Cogiendo el balde que le da Tío Tigre, hace lo mismo. ¡Comprendo al cabo que tu ciencia es más larga que tu rabo! Que se ha ido separando poco a poco de Tío Coyote. Esta es la hora tentadora de correr al potrero en busca de la vaca y del ternero. ¡Oh bocado soñado! ¡Oh destino feliz de felino carnicero! Que, mientras tanto, jala y jala agua del pozo, entusiasmado. Mira a Tío Tigre señalando el fondo del pozo. ¡Su blancura brilla más en la hondura! Pausa de comprensión. … ¿Ya te vas?
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Deteniéndose de pronto. Sí, me iré. TÍO COYOTE: ¿Volverás? TÍO TIGRE: Sí, volveré. Se va. TÍO COYOTE:
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TÍO COYOTE:
Mirando hacia el cielo. ¡Qué luna de abril tan extremada! Mirando al pozo. …Y qué bien mi queso la remeda; cualquier ave enreda su vuelo por el cielo creyéndola ahogada! Entra Tío Conejo. Tío Coyote salta furioso. ¿Tú aquí? Sí ¿Tienes aún la desvergüenza de presentarte ante mí? ¿Qué ofensa, qué resabio de agravio excita tu rencor? ¡Ah, Conejo traidor, hipócrita animal, viejo ladrón del matorral! … ¿Qué mal me has hecho? ¡Si no hay trecho de mi vida, ni aventura corrida ni paso que diera o que pensara en que tu amistad traicionera me ayudara! ¡Fuiste mi continua desventura
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y en la amargura del pasado mi diente quebrado, mi culo quemado, la muerte de mi suerte! ¿Es que ahora rememoras? No. Bien sabes traidor mi dolor, quisiste arruinar mi festín y ocultar el botín en el hondo fondo de este pozo sin fin. Pero soy Coyote sabanero y conozco tus mañas de matrero. ¿Qué secreto inquieto oculta el despecho de tu pecho? Irritado. ¡Ya me falta la paciencia animal desleal y sin conciencia! Fuiste bobo en tu robo y tratas de despistar con tu inocencia. Esperabas encontrar a tu regreso mi queso, comer sin ser notado lo robado, pero nunca esperaste que el Coyote —que el Coyote del zapote y del azador— burlara, avizor, el empeño de tu sueño y la esperanza de tu panza. Sin entender. ¿Cómo es eso del queso? Ante la realidad de la verdad no negarás.
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Le acerca y le señala el fondo. ¡Asómate y verás! Asomándose al pozo. ¡La luna! ¡Qué luna! ¡El queso! ¿Eso? ¿Me equivoco? Pero, ¿estás loco…? ¡Si es la luna reflejada en el agua plateada! Pensativo. Lentamente ¿La luna?… ¿Otra vez importuna la luna mi fortuna? Meditando. Me aterra tu locura, el serio misterio que encierra tu amargura. ¿Qué daño, qué aventura, qué corrido desengaño revela el tormento de tu acento? Fui por él engañado.
¿Por quién? TÍO COYOTE: Por Tío Tigre. TÍO CONEJO: ¿Por Tío Tigre, burlado? TÍO COYOTE: ¿Te dejo perplejo? …¡Ah, más malo que el hombre aunque te asombre, es el Tigre malvado!
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¿El Tío Tigre? ¿El traicionero compañero de todas las pasadas olvidadas? ¿El bandido escondido en todos los caminos de los cuentos de camino? ¿Tú con él, con el animal del mal, con el desleal burlador, más traidor que el animal racional? Disculpándose. El abrió la esperanza a mi pesar, a mi pesar de haber perdido la única comida que tenía escondida en mi guarida. ¿Pero qué pretendía al engañar? Burlar. ¿Burlar?… ¿Comer tu queso?… Eso. ¡Queso, queso! Moviendo la cabeza. Por un queso Tío Tigre no te engaña, hay más maña en animal de su calaña, y algo más se propuso cuando puso tanto arte en engañarte. ¡Ay de mí que perdí mi queso por la luna! ¿Tu boca loca qué palabra inoportuna dejó escapar al hablar? Pensando, tratando de recordar. Hablé de buena fe.
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Conté mi vida adolorida mi paciencia perdida al perder mi comida. Preguntó interesado el origen ignorado de mi quesito sabanero. Alarmado. ¡Ah, destino traicionero! Le dije que mi vaca y mi ternero… ¡Calla! ¡Oh desatino! ¡Caíste en la trampa del felino! Sale corriendo. Solo. ¿Cómo? ¿Qué pensamiento labra su palabra? ¿No basta para mi daño la amarga carga del engaño? Pausa. ¿Qué presentimiento siento suspenderse en mi camino? Lleno de temor. Viento. El infinito grito del viento sobre el cielo me llena de recelo. Silencio profundo. En el pozo hay un eco de sollozo y mi rabo se enreda entre mis patas temeroso. ¡Oh triste y encubierta desventura!
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TÍO CONEJO:
TÍO COYOTE:
TÍO CONEJO: TÍO COYOTE: TÍO CONEJO:
TÍO COYOTE:
TÍO CONEJO:
TÍO COYOTE: TÍO CONEJO: TÍO COYOTE: TÍO
Mirando al cielo, desconsolado. ¡Fue la luna mi amargura! ¡El engaño lunar mi desatino, y siempre en mi camino su luz perturbadora ha dado muerte a mi suerte y mi destino! Entra Tío Conejo jadeante, corriendo y lleno de miedo. ¡Ah Coyote desdichado! ¡Animal de mal agüero! ¡El felino ha devorado tu vaca y tu ternero! Casi sin voz. ¿Mi vaca? Ella ¡La que fue maternidad en mi amistad! Muerta! Muerta en la yerta soledad, en el deshabitado aliento del viento, bajo el paréntesis eterno de sus cuernos. ¿Ella? ¿La que fue miel de clavel, la que fue rosa sin huella, cedro y laurel? En su pupila lila una blanca llanura de amargura abría la daga de la luna. ¡Oh luna importuna, azote del Coyote! Espejo del Conejo
Botón del horizonte CONEJO: Sombrero del monte
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TÍO COYOTE: TÍO CONEJO: TÍO COYOTE:
TÍO CONEJO:
TÍO COYOTE:
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Camanance del cielo Moneda que no rueda Bostezo de hielo, fanal de mi camino que incendió con su lumbre mi destino! ¡Pobre Tío Coyote, quijote desdichado: sin tu queso ahumado y sin tu vaca parida! ¿Adónde encontrarás la moraleja, la moraleja perdida, de la fábula eterna de tu vida? De vieja murió mi moraleja Y así, vagaré por la llanura aullando mi amargura a la luz sin fortuna de la luna!
TELÓN
1928
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Pastorela CUADRO ÚNICO
Escenario vacío; aparecen unos ángeles colocando los elementos del decorado: una choza, un árbol, una estrella, etc. Cuando terminan, a un lado y otro del escenario —pero ocultos— dos actores se palmotean con las manos las piernas y luego imitan el canto del gallo así: ¡Ca-ca-ra-cá! ¡Cristo nació! ACTOR 2 ¡Co-co-ro-có! ¡Dónde nació! ACTOR 1 ¡Ca-ca-ra-cá! ¡En Belén de Judá! ACTOR 2 ¡Que-que-re-qué! ¡Quién te lo dijo! ACTOR 1 ¡Yo que lo seeeé! Inmediatamente suena música suave y oculta, y voces femeninas. ACTOR 1
ÁNGELES
Cantan este villancico. San José y la Virgen se fueron al río, la Virgen lavaba San José tendía y el Niño lloraba del frío que hacía.
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Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño? OTRA VOZ Por una manzana que se le ha perdido. CORO Vamos a la huerta, cortaremos dos, una para el Niño y otra para vos. Al comenzar la segunda estrofa del canto, se ilumina más el escenario y aparecen dos ángeles que inclinándose hacia el público desenrollan un letrero que dice “Ya comienza la pastorela.” Entonces, mientras termina el canto, hacen su entrada despaciosamente San José y la Virgen, que lleva al Niño en brazos. UNA VOZ
SAN JOSÉ
LA VIRGEN
SAN JOSÉ
A la medianoche —golpe de la una— nació Jesucristo de la Virgen pura. A la medianoche —golpe de las dos— dentro de un pesebre nació el Niño Dios. A la medianoche —golpe de las tres— nació Jesucristo entre la mula y el buey. Este año nació tan pobre que ya ni pastores hay que lo vengan a adorar. Venid, pastorcillos, venid a adorar, que el Rey de los Reyes ha nacido ya. El gallo en lo alto ya se ha despertado, la Virgen espera y nadie ha llegado.
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Entra un ángel y dice a la Virgen: ÁNGEL JUAN Pastores y reyes se andan peleando; a la guerra, guerra se fueron guerreando. SAN JOSÉ ¡Quedito, quedo…! Suspende el aliento suprime la voz que duerme mi Niño que duerme mi Dios. ¡Si lo sabe el Niño se pondrá a llorar! LA VIRGEN ¡Si lo sabe el Niño se pondrá a llorar! SAN JOSÉ ¡Dime, María, a qué santo rogar! LA VIRGEN ¡Ninguno hay en el Cielo! ÁNGEL JUAN ¡El Cielo vacío está desde que el Rey de los Cielos se vino para acá! Un gallo oculto y lejano.
SAN JOSÉ ÁNGEL JUAN
¡Ca-ca-ra-cá! ¡El Rey de los Cielos que venga para acá! ¿De dónde es ese gallo? ¡Se oye lejos!| Entre los santos el único que es gallero es San Pedro. ¡Lástima que no está aquí!
Se oyen pasos. SAN JOSÉ ÁNGEL JUAN
¿Oyes? ¡Sí! ¡Pasos!…
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¿Cómo te llamas tú? ÁNGEL JUAN ¡Ángel Juan! SAN JOSÉ Levántate, Juan, y enciende la vela, mira a ver quién anda allí en la pradera. El ángel saca del ala una candela, la enciende y se va buscando y diciendo: SAN JOSÉ
Si será Herodes, si será Pilatos, si será la gente de San Juan de los Platos. Regresa pronto y dice: Orillas del mar está San Cristóbal ¡loco de atar! SAN JOSÉ ¿Y qué es lo que dice? ÁNGEL JUAN Lo quiere cruzar. SAN JOSÉ ¿Será San Cristobalón? ÁNGEL JUAN Perdió la razón se quiere llevar al Niño Jesús cruzando la mar. LA VIRGEN Que venga Cristóbal marino del mar, tendrá alguna barca para ir a buscar un pez para el Niño que le quiero dar para que no llore en la Navidad. Sale el Ángel Juan. ÁNGEL JUAN
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Un pez, pejecillo daremos al Niño para consolar porque sus pastores se fueron a guerrear. Entra Cristóbal Colón con el Ángel Juan. Hinca una rodilla en tierra y, después de adorar al Niño, dice: SAN JOSÉ
C. COLÓN
SAN JOSÉ
ÁNGEL JUAN C. COLÓN
SAN JOSÉ
Yo soy el Almirante Cristóbal Colón, debajo de un árbol rezaba al Señor; en esto, del aire, llega volador un ángel pequeño con esta razón ¡Que venga Cristóbal, Cristobalón, que orillas del mar perdió la razón! ¡Ángel Juan, esas razones no se dan! Quiere cruzar la mar sin barco para navegar… Yo quiero cruzar la mar para llevar al Señor a un nuevo mundo mejor donde se le ha de adorar. Cristóbal, que ha Cristo lleva, ¿serás tú Cristobalón, el grandote San Cristóbal de navegantes patrón?
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LA VIRGEN
SAN JOSÉ
ÁNGEL JUAN
C. COLÓN
LA VIRGEN
SAN JOSÉ ÁNGEL JUAN
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A San José. No tiene San, pero tiene Don, Don Cristóbal Colón. A Colón. Aquí llegó tu oración para cruzar esa mar y darle un mundo al Señor. ¡Cristo quiere navegar y quiere ser marinero para llegar el primero al otro lado del mar! Las naves de las iglesias cansadas de descansar quieren velas y viento fresco y navegar por el mar. Con el pesebre del Niño haremos un botecito y en el borde le pondremos un par de remos chiquitos. Gracias, Señora del Cielo, gracias, señor San José, pero, ¿dónde cojo un barco si soy pobre como usted? Mira, Cristóbal, que viene mira que viene Isabel; por ser la reina de España le fue a llamar San Gabriel. ¡Cuando el Señor se empeña salta la peña! Para Dios querer hace sol y llueve…
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Entra la reina Isabel. ISABEL
LA VIRGEN
ISABEL
LA VIRGEN
Adora a Cristo y dice Dios te salve María manos de paloma, oración de miel; Dios te guarde, padre y señor San José. Estaba rezando bajo de un laurel, en eso que llega volando Gabriel, de parte del Cielo me da este papel. Un barco de España quería para Él. Vendiendo mis joyas he comprado tres. Bendita Isabel, señora de España. Ahora como ayer el Niño ha buscado a una Isabel para visitarla antes de nacer. Pesebre lejano le está reclamando detrás del océano. Irá navegando Jesús marinero; será su lucero la estrella del mar. Serán sus pastores las gentes de allá; y un rey, uno solo, el rey de mi España lo visitará.
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¡Señora, bendita la hora en que Cristo nació! LA VIRGEN ¡Cristóbal, tres barcos son! ISABEL Tres barcos para Don Cristóbal Colón. C. COLÓN Tres barcos son sobre la linda mar, el uno de oro, el otro de plata, igual; y el otro se va, mi Dios, a navegar. Un gallo canta a lo lejos. ISABEL
¡Co-co-ro-có! ¡La hora llegó! ÁNGEL JUAN El gallo que se serena muy de madrugada canta, los que van a tierra ajena muy oscuro se levantan… C. COLÓN ¡Son horas naturales de partir! Suena música de villancico y entran pequeños ángeles cantando con chischiles. CANTO
A las doce de la noche hacen lumbre los luceros, para que el Niño navegue vestido de marinero. Marineros, venid. Marineros, llegad. Al Niño lo mecen las olas del mar. El Niño quiere llegar a la tierra americana y la quiere conquistar para que sea cristiana.
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El Niño quiere llegar atravesando la mar, para recoger el agua con que la va a bautizar. Marineros, venid. Marineros, llegad. Al Niño lo mecen las olas del mar. LA VIRGEN Besando al Niño. ¡Son horas de navegar las horas de madrugada, el agua pinta delgada y el viento huele a azahar! SAN JOSÉ ¡Vamos al Nuevo Mundo! ÁNGEL JUAN A los ángeles. ¡Vamos volando a anunciar que Cristo nace en América como en cualquier otro lugar! C. COLÓN Pues si vamos a partir, diga Nuestra Señora en qué barco quiere ir. LA VIRGEN Diga el señor San José. SAN JOSÉ El Niño irá en la Niña en la Santa María, María y en la Pinta, San José. ÁNGEL JUAN ¡Y los ángeles volando para darle viento al mar! Todos los ángeles cantan. ¡Se va el Niño navegando a celebrar Navidad! Salen todos despacio mientras los ángeles, detrás, los siguen cantando. CANTO
Marineros, venid. Marineros, llegad. Al Niño lo mecen
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las olas del mar. La Virgen lo está embarcando orillas del arenal. San José la está ayudando y lo remoja la mar. Marineros, venid. Marineros, llegad. Al Niño lo mecen las olas del mar. Vamos remando, remeros, remeros sin descansar. Que no hagan ruido los remos que se puede despertar. Marineros, venid. Marineros, llegad. Al Niño lo mecen las olas del mar. Todos han salido. Al cesar el canto, el último ángel se vuelve a mitad del escenario; con una mano escruta el horizonte por donde partieron, y volviéndose al público dice: ÁNGEL
Señores ya son partidas las tres naves de Colón. El Niño juega en la proa, San José lleva el timón.
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Por los caminos van los campesinos PERSONAJES EL RANCHO EL SEBASTIANO
LA JUANA
PANCHO MARGARITO LA ROSA SOLEDAD
EL DOCTOR FAUSTO MONTES
que es como una persona muda, que vive en todos. con toda la tradición del campesino sufridor, cuidadoso de sus raíces, franco, pero receloso y pensativo. Sencillo, fatalista y de religiosidad medular. su mujer. Mestiza. Fantaseosa. Deseando más. Con pájaros en la cabeza pero ingenua y fiel. Palabrera y optimista. el hijo mayor, soltero. Silencioso y reflexivo como el padre. el hijo menor, casado con la Rosa. Con el carácter de la madre. indita joven: mujer de Margarito, todavía un poco indefinida. la hija menor (16 ó 17 años). Temperamental. Nerviosa. Ingenua. Impulsiva. Trigueña. Muy bella en su tipo. abogadito del pueblo que se hace personaje con malas artes. Es el poder —el Poder— de la malicia contra la inocencia.
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EL COMANDANTE TELEGRAFISTA
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Teniente Comfort, usmc. Oficial de la Marina de la Intervención. gordo.
SOLDADOS CONSERVADORES Y LIBERALES
Época de las guerras civiles y de la Intervención yanqui en Nicaragua (alrededor de 192…). Vestuario típico del campesino nicaragüense.
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CUADRO PRIMERO
Una huerta nicaragüense. Al fondo, lomas y serranías verdes y azules. Un árbol alto. Quizás pájaros. Al pie del árbol —como debajo de un ángel verde— está el rancho de paja de Sebastiano. Su presencia, según las horas y su luz, es como la presencia de la pobreza: humilde a veces, peinado por la paz y sus brisas; dolorosa otras. Rasgado por cóleras encendidas: cárdeno. A veces cenizo, macilento, como el templo de la miseria bajo la luna. El RANCHO es un personaje que se alegra o llora, que encierra el odio o deja escapar la queja como un viejo animal famélico. Alrededor del rancho: taburetes, “patas de gallina,” enseres campesinos. El molejón, la piedra de moler, etc. Últimas horas de la mañana. Mayo. Se levanta el telón oyéndose la gente que vuelve al rancho en habladeras. Primero aparece la perrita negra, agitada, la lengua de fuera, pero feliz de llegar. Luego Margarito con su mujer: la Rosa, en risas. Detrás la Juana con su mecapal cargado. Después Sebastiano, con su machete al brazo. Un tiempo después Pancho, sudoroso. Entran por la derecha donde se supone pasa el camino al pueblo. MARGARITO.
—Entrando en risas con la Rosa. Lleva una guitarra en la mano. —¡Yo creo que es buena la guitarra! ¡Tiene buena voz!… ¡Me hacía ilusión tenerla!… Y como me dijo el viejo Chano: aprendé a tocar a tu mujer tocando guitarra… ¡ja! —Risa ingenua.
ROSA. —Que trae una alforja y la pone en un taburete. Riendo.— ¡Alguna
maldad tenía que decir el viejo guanaco!… —Ríe. MARGARITO.
—Estuvo chistoso el viejo!… Lo remeda cantando y dándole a la guitarra como en broma: El pobre es un desgraciado por causa de su pobreza. Si al pobre lo ven postrado ya dicen que es por pereza.
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Si toma un trago, es picado y si no toma, torpeza. Si lleva pisto es robado pero si pide prestado le dicen que es sinvergüenza! Se ríen. ROSA.—
Después de reír con ganas mientras saca cosas de la alforja. —¿Y qué fue lo que te contó de un viejo calvo? No lo oí bien por ponerle cuidado a la señora Justa…
MARGARITO.—
Una conseja… Es que estaban diciendo que ya estalló la guerra. Que van a empezar a reclutar. ¡Sonseras de los liberales! Y ñor Chano salió con su cuento… ¿Así no es él?… ¡Para todo tiene un cuento!
ROSA.— Con risa boba.
—¿Y qué contó?
MARGARITO. —Se ríe— …que
había un hombre entrecano que tenía malos enredos con dos mujeres; pero resulta que las dos lo querían a su modo. La una, como era más muchacha, lo quería con el pelo negro. La otra, como era más maciza, lo quería con el pelo blanco. Y todos los días, la una le quitaba un pelito blanco, la otra le quitaba un pelito negro. La una, un pelito blanco. La otra, un pelito negro. ¡Hasta que lo dejaron calvo!
ROSA.
—Riéndose.— ¡Qué viejo sonso!
MARGARITO.
—Pues encajó bien el cuento, porque dijo que así estaban dejando a Nicaragua los liberales y los conservadores. ¡Cada uno le arranca su pelo!…
ROSA.
—¿No te digo que es ocurrente? —Se ríe.
Entra Juana. JUANA.
—Entrando cargada con su mecapal. —¡Se ve que están estrenando amores! Descarga a la puerta del rancho. —¡No han hecho más que reírse en todo el camino!
ROSA.
—¡Es que el viejo del mercado estuvo chistoso! —Se ríe sola. —¿Verdad, Margaritó?… ¡Con su modo guanaco! —Se ríe.
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JUANA.
—¡Y nosotros que fuimos donde el abogado sólo a traer cólera!… ¡Las cosas del Sebastiano!… ¡Ahora nos ha hecho un enredo… !
Entra Sebastiano. SEBASTIANO.
—Entrando. Suspira. —¡Bueno! ¡Ya volvimos!
JUANA.
—Le digo a los muchachos que ese Doctor Fausto, que yo no sé para qué lo buscaste, nos está enredando con el asunto!
SEBASTIANO.
—¿Y a qué otro iba a buscar? ¡Vea qué cosas! ¡Me lo recomendó don Federico porque era correligionario! ¡No me echés a mí la culpa!
JUANA.
—¡Pero nos está enredando! ¿Cómo vas a creer que nos cobre otra vez, otros veinte pesos, cuando nos dijo que sólo era la “incrición”?… ¡Ah!… y ahora nos sale con que tal vez tengamos que pagar un impuesto.
Rosa, que ha estado atareada, entra al rancho. SEBASTIANO.
—Rebajando un poco y con voz inocente. —¡No…! Pero el impuesto dijo que tal vez nos lo capeaba…
JUANA. —Así dijo ella con aquellos timbres; ¿y cuánto nos cobró? ¡Ya
le vamos a deber más al abogado que lo que cuesta la tierrita…! Margarito está componiendo las cuerdas de la guitarra. SEBASTIANO.
—Yo no desconfié la primera vez ¿para qué mentir? Pero ya hoy sí le vi ganas de morder. —Sentencioso. —¡Por eso estás hablando vos, porque yo te dije: el abogado está sacando las uñas! ¡Y ahora te hacés la prevenida!… Hasta te pusistes a reír, de pura creída, la primera vez cuando te dijo que le dieras a la Soledad. ¡Vos si sos inocente: creyéndole las intenciones! Porque sos ambiciosa. ¡No me vengás con cuentos!
JUANA.
—¿Y qué tiene de menos mi hija para que no le guste a un abogado? ¡Vaya, pues!
SEBASTIANO. —Tiene de menos que es pobre. Es del rancho; eso tiene.
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JUANA.
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—Pero el rancho tiene sus tierras. ¡No te pobretiés, sonso!
Entra Pancho, despacio, limpiándose el sudor, con su alforja al hombro y su machete al brazo. SEBASTIANO. —Irónico; a Pancho. —¡Oí a tu mama! ¡Se le olvidan sus
sudores!… Ve, Juaná: tu rancho es como un buey manso. Trabaja con nosotros y se echa en la noche. Pero apenas ladra la desgracia, el buey se espanta. Pensá en las deudas, en las enfermedades; hasta en la muerte pensá, porque eso es lo que arrea al rancho del campesino y lo espanta de la tierra! ¿Dónde vivía mi tata? ¿No tuvo su rancho en la calle del pueblo? ¿Y yo? ¿No viví allá, en las lomas?… Y éstos —Señala a sus hijos. —¿decime dónde?… ¿decime a qué pobre le dura la tierra? Los ranchos de los pobres van caminando cada vez más lejos…! JUANA.
—¡Toda la vida salís con tus cosas! Bastantes espinas tiene la piñuela para que le pongás agujas. ¡Está como el cuento ese, de la revolución, que me venías contando! ¡Todo lo ves negro!… Lo que debés hacer es quitarle tus papeles al abogado y buscar otro.
MARGARITO.
—Que ha estado oyendo con la guitarra en la mano, irrumpe de pronto con una canción arrastrada, volviendo a remedar la voz del viejo Chano: El pobre es un desgraciado por causa de su pobreza, no le vale la listeza si se mete en el Juzgado, pues aunque tenga razón, lo dejan sin pantalón entre el Juez y el Abogado.
Se oye la risa de Rosa dentro del rancho. JUANA.
—A gritos. —¡Dejáte de cantos! ¡Hay que arreglar esto! Lo que deben hacer ustedes los hombres es quitarle los papeles al abogado y buscarse otro!
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PANCHO.—¡La
vaina es lo que va a cobrar!
Sale Rosa del rancho. JUANA. —Pues vendemos los dos chanchitos negros que están bien gordos. SEBASTIANO.
—Yo no digo que no. Desde que salí del pueblo he venido pensando en eso.
MARGARITO. —La Soledad quería uno de esos chanchitos para el rezo
de San Sebastiano. JUANA.
—Repentinamente. —¡Bueno , y la Soledad, Panchó?
PANCHO. —Mirando hacia el camino. —Venía conmigo, pero se entre-
tuvo con la Vicenta y la Teresa allí en el ceibo viejo. JUANA.
—¡Qué muchacha!
SEBASTIANO.
—Seguro que venía con ese Pedro Rojas. ¡Ya anda muy despierta la Soledad!…
ROSA.
—Un poco aparte, pero interviniendo en la conversación, mientras alista unas alforjas. —¡El Pedro no bajó al pueblo, creo yo! ¿Le viste vos, Margaritó?
MARGARITO.
—¡Y si estaba, qué hay? ¡Ya se puso mujer la Soledad; todos lo sabemos!
SEBASTIANO.
—Está muy moderna entoavía para cargar hijos. ¡Que aprenda a vivir primero!
MARGARITO. —Poniéndose en pie. —¡Bueno,
Rosa tenemos que irnos ya! ¡Meneáte! ¡Ve el sol por dónde está!
JUANA.
—¿Y no piensan volver a almorzar?
MARGARITO. —Como la Rosa va a ayudarle a la comadre Jacinta en
lo del bautizo, allí vamos a merendar. Volvemos con la tarde. —A Pancho. —Panchó: dámele una vistada a la milpa. PANCHO.
—¡Es la que va mejor! ¡Está eloteando que da gusto!
MARGARITO. —A Rosa, que se acerca y le da las alforjas. —¿Ya estás lista? ROSA.
—¿Llevaré los elotes!
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MARGARITO.
—Impaciente. —¡Vámonos, vámonos! ¡Otro día se los llevás!… ¡Nos vemos, pues!
Salen los dos por la izquierda. SEBASTIANO.
—Le ha salido hacendosa la mujer a Margarito.
JUANA.
—¡Y te acordás de aquella Petrona que le gustaba? ¡Esa era una mandria!
PANCHO.
—¡Buena es la Rosa!
SEBASTIANO.
—A la Juana, malicioso. —¡Pero nada entovía!… ¡Vos fuiste friendo y comiendo, Juaná! —Se ríe.
JUANA.
—Medio apenada. Riendo. —¡Con lo que sale el viejo!
SEBASTIANO.
—Es que en mi tiempo los hombres éramos más hombres! ¡Yo me cargaba un saco de máiz al golpe! ¿Te acordás…? Y cuando me picaba… era un toro balando. —Se ríe solo. ¡No había hombre en todo esto para mí!… ¡Claro… ahora estoy arruinado! ¡Los años!
Voz, dentro, de Soledad. —¡Panchooó!— Se oye lejana. SEBASTIANO. JUANA.
—¡Ay viene la mariposa!
—¡Seguro que en carrera porque no tiene cabida!
Entra Soledad a prisa, agitada. SOLEDAD. JUANA.
—¡Tatá! ¡Panchó! ¡Vienen reclutando por el camino!
—¡Alguna cosa debía inventar! ¿Dónde te quedaste?
SOLEDAD.
—¡No, mama! ¡Vienen! ¡Todos los hombres de los ranchos iban corriendo al monte a esconderse! Me vine a avisarles. ¡Que se escondan!
Sebastiano, agitado va hacia la derecha, mira, vuelve. PANCHO.
—¿Ven? ¡Si yo ví que había movimiento en el cabildo!
JUANA. —¿No será el resguardo el que venía… por algún bochinche?
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SOLEDAD.
—No! ¡Les digo que no! ¡Era la recluta! ¡Venían agarrando gente!
SEBASTIANO.
—¡Pues andate, Pancho, andate al chagüite, por si
acaso! Pancho se mueve, indeciso. JUANA.
— ¡Corré! ¡Antes que vengan! ¿Venían cerca?
SOLEDAD.
— ¡Sí! ¡Que se vaya ya! ¡Eran un montón de soldados!
Pancho va a salir por la izquierda. SEBASTIANO.
—¡Ve, Pancho! Metete mejor en el charrial del Espino Negro. Allí estate. Donde matamos el mapachín la otra tarde. Allí no te encuentran!
JUANA.
— ¡Y que no se mueva!
SEBASTIANO.
—Si no hay nada, la Soledad te va a avisar. ¡Llevate el machete!
JUANA.
—¡Pero corré!
Ya Pancho ha salido a prisa con su machete. SOLEDAD.
—¡Al pobre Juan Centeno ya lo traían amarrado! ¡Yo desde que ví que era la recluta salí en carrera!
SEBASTIANO. SOLEDAD. JUANA.
—¿Y dónde estabas?
—Allí en el ceibo viejo platicando con la Vicenta.
—¡Pues era cierto lo que te dijeron de la revolución!
SEBASTIANO.
—¡Pero vos nunca me querés creer! ¡Yo te lo dije! ¡Te lo dije!… ¡Qué vaina son estas cosas!
SOLEDAD.
—¿Y vos, tata? ¿No te da miedo que te agarren?
SEBASTIANO.
—¿A mí? ¿Pa qué van a ocupar un viejo cholenco?
Voces dentro: ¡Agarren a ese! ¡Por aquí! ¡Malespín, vaya por aquel lado! ¡No me deje a nadie!
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Expectación en todos los del rancho. Entra un grupo de soldados al mando de uno que parece ser el Jefe. Todos son soldados de caite, con salbeques, rifles máuseres y divisas verdes en los sombreros de palma. Se supone que quedan más soldados y reclutas, hacia el camino, a la derecha. SARGENTO.
—¡A ver! ¿Quién vive aquí?
SEBASTIANO.
—Que se ha sentado y toma un aire de víctima, haciéndose más viejo de lo que es: ¡El Sebastiano, un pobre viejo con el lomo pelado de trabajar para estas mujeres!…
SARGENTO.
—¿Y los muchachos?
SEBASTIANO. —¡Sepa Dios de ellos! Trabajan ajuera. Cada uno coge
su camino apenas despunta el día. SARGENTO.
—¡Indio solapado! ¡Negando sus hijos a la Patria! —Se vuelve y grita hacia el lado derecho. —¡Margarito López!
Aparece por la derecha un soldado empujando a Margarito, el cual viene amarrado de los codos. Rosa entra detrás, silenciosa y angustiada, y se queda cerca de él. SOLDADO 1. SARGENTO.
—¡Aquí está!
— ¿No lo conoce?
Susto y consternación de las mujeres. SEBASTIANO.
—¡Ah, muchacho baboso! ¿Dónde te agarraron?
MARGARITO. —Molesto y avergonzado. —Ahí nomás!… ¡Yo qué sabía! JUANA.
—¿Se van a llevar al muchacho? ¿No vé que tiene mujer?
SARGENTO.
—Burlándose, a los soldados. —¡Oigan! ¡Sólo él tiene mujer! —A Juana: Todos éstos tienen, pero la guerra no pregunta.
SEBASTIANO. —El muchacho es mi ayuda. De sus brazos comemos. SARGENTO.
—El gobierno necesita soldados. ¡Que le ayuden las mujeres!
SOLDADO 2.
—¿Nos llevamos un chancho para la tropa, Sargento? Ahí tiene uno gordo!
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SARGENTO.
—Muy solemne. —¡Ya oyó las órdenes de que se respete la propiedad!
SOLDADO 2.
— Pero, veia, mi sargento… usted le quita lo bonito a la guerra. Nos quiere dejar sólo las balas.
SARGENTO. —Más débil. —¡Son órdenes del Gobierno! —Mirando tentado.
—¿Cuál es el chancho? SOLDADO 2.
— El gordito que estaba allí, a la entrada!
SOLDADO 1.
— ¡Para los nacatamales, sargento!
SARGENTO. —Con gran solemnidad legal. —Raso Sequeira! ¡Requise el
chancho y que el infrascrito pase su recibo a la Comandancia! ¡El Gobierno respeta la propiedá! JUANA.
—Furiosa. —¡También se llevan el chancho! ¡Qué ladrones! ¡No pueden coger un rifle sin que comience la robadera!
El Soldado 2 ha salido disparado a la captura del chancho, por la derecha. SARGENTO.
—Siempre solemne. —¡No es robo, es requisa! Respetamos la Constitución!
JUANA.
—¡Lo que no respetan es el sudor del pobre!
Entran dos soldados por la izquierda. SOLDADO 3.
—Entrando por la izquierda. —Allí no hay nadie! ¡Ya registramos!
SARGENTO.
—¡Bueno! ¡Vámonos! ¡Los reclutas adelante!
MARGARITO.
—Comenzando a salir. —¡Adiós, tata!
SEBASTIANO.
—En voz baja a Margarito. —No te lerdiés! ¡Volvéte al primer descuido!
MARGARITO.
—Dándose valor con una broma. —¡Quién quita vuelva
Coronel! SEBASTIANO. —¡Dejá de carcajadas! ¡Volvete! ¡La guerra no es broma!
Un soldado lo empuja.
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MARGARITO.
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—¡Adiós, mama!
Va saliendo, y al pasar por donde Rosa, a quien mira llorosa, le hace un medio cariño con la mano. Afuera. Salen todos. Se oyen los gruñidos del chancho capturado. Gritos. “¡Viva el Partido Conservador!” “¡Viva el Gobierno!” JUANA.
—A Rosa, que está de pie mirando y secándose una y otra lágrima. —Qué hacés ahí pasmada? ¿No ves que se te llevan al hombre? ¡Cogé tu motete y seguilo! ¡La mujer va detrás del hombre! ¡Le va haciendo las tortillas, le va dando la vida! Y si cae… ¡ni quiera Dios! ¡toco madera, no vaya a traer mal agüero al muchacho!
ROSA.
—Llorosa. —¿Si cae… qué?
SEBASTIANO.—¿Pues, qué? ¿Que no sabés lo que es la guerra para la
mujer pobre? ROSA.
—No… no sé… —Llora desconsoladamente.
Soledad llora también. JUANA.
—Emocionada. —No me saqués la ternura, muchacha! ¡Andá! ¡Cogé tus cosas y seguilo por los caminos! ¡Es tu hombre!
ROSA.
—Recoge, llorando en silencio, sus alforjas. Sale despacio y ya para hacer mutis por la derecha, se vuelve y con gesto ingenuo y amplio dice entre lágrimas: —Adiós, pues, toditos!
SEBASTIANO.
—Sacándose unos pesos del bolsillo, a prisa, al ver que Rosa ha salido. —Rosa! —La alcanza y le da el dinero. ¡Tomá! ¡Llevá para la porrosca!… ¡Pobre muchacha!…
Sale Rosa, por la derecha. Juana suelta el llanto. SEBASTIANO. JUANA.
—Con la voz anudada. —¡Juana! ¡Ahora sos vos!
—Pero si soy su madre y me lo arrancan! —Llora de espaldas.
SEBASTIANO. —Se sienta. Habla lento, como para consigo mismo. —¡Pobre
mijo!… ¿A qué va?… A aguantar mando, a gastarse matando… a mal dormir… a mal comer… a volver con una herida… si es que vuelve!…
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JUANA.
—Reaccionando, brava. —¡A mí se me raja el corazón por mijo… pero no voy a pensar tus presentimientos!… ¡Qué estás diciendo! ¿Por qué no puede volver Coronel como él dijo? ¡Margarito es hombre! ¡Dejate de estar trayendo aves negras sobre el muchacho!
SEBASTIANO.
—¡Aves negras…! ¡Ah, qué Juana… ahora voy a ser yo el que trae la tuerce!… ¡Si hablo es porque yo sé de eso!…
JUANA.
—Revolviendo contra él su inquietud —¡Lo decís por medroso!
SEBASTIANO.
—Indignándose gradualmente: —¿Yo?… ¿Medroso el Sebastiano?… —Levantándose la cotona y señalándose el costado. ¿No tengo aquí en el costillar una huella honda como pisada de mula?… Ahí me entró una bala peleando. Porque yo pelié. Yo creí que con pelear iba a componer la vida. Me hice ilusiones por baboso… Porque así es uno muchacho: sale a saludar al sol con sombrero de cera!… ¿Y todo para qué?… ¿Qué cambió en la tierra?… ¡El mismo Sebastiano de siempre… el mismo sudor para comer!… y los que no sudan, los que nos echaron a la muerte… los mismos siempre… los mismísimos de antes! ¡Sebastiano en el rancho, ellos en la capital! TELÓN
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CUADRO SEGUNDO
Escenario: está dividido por la mitad; la mitad izquierda representa el teléfono público de “Catarina” y la mitad derecha —que al comienzo tiene bajado un pequeño telón de boca que la cubre— el teléfono público de “La Paz Centro.” Son pues, dos salas o cuartos, divididos por una pared central. Los teléfonos de ambas salas públicas están colocados en el anverso y reverso de esa pared central, de tal modo que el público mire a los dos que se comunican desde esos dos distantes pueblos, como que si estuvieran frente a frente. Para mejor simbolizar la separación, puede colocarse un poste esquemático de teléfono al centro, coincidiendo con la pared divisoria central, con los alambres telefónicos distribuidos a ambos lados. La sala del teléfono público de la izquierda tiene un rótulo: catarina, en letra grande; y abajo: central de teléfonos; la de la derecha tiene también su rótulo: la paz centro. teléfonos. En la sala izquierda, la de “Catarina,” hay una ventana con barrotes en la pared de fondo. En el centro, también al fondo, una mesa con su silla donde está la Central con su tablero y su auricular. Al lado, un escaño para el público. En la sala derecha de “La Paz Centro,” una puerta asequible a la derecha y la pared del fondo, lisa y blanca. Sólo hay un escaño contra la pared. No se ve la Central. Y como se dijo anteriormente, esta sala de la derecha tiene su propio telón que se levanta ya comenzado el acto. Si se quiere evitar el pequeño telón de boca para la sala del teléfono público de “La Paz Centro” —de la derecha— únase luz y sombra, dejándola en tiniebla al comienzo y al final del cuadro conforme lo indica el texto. Se levanta el telón y sólo está visible e iluminada la Central de Teléfonos de la izquierda, del pueblo de Catarina. Soledad, en primer término, de pie, recostada en la pared izquierda, mirando hacia el proscenio donde se supone es la calle. Sentado al fondo, de cara o de perfil al público —según donde se coloque la mesa— está la Central; un hombre del pueblo, gordo, con el auricular puesto, metiendo y sacando clavijas en un pequeño tablero telefónico que tiene frente a sí, sobre la mesa. Un poco hacia la derecha están sentados en el escaño de espera, la Juana y Sebastiano. De pie, recostado, al fondo, en la pared divisoria, está Pancho conversando
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con ellos. La otra mitad del escenario está oscura completamente o bien oculta por un telón parcial. TELEFONISTA.
—Que es un hombre muy gordo, moreno y con una voz fuerte y sonora —a Juana —¡Sí, señora! ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Estoy pidiendo! —Hablando a la bocina. ¡Aló, Managua! ¡Aló! ¿Managua? Conseguime La Paz. La Paz Centro. ¡Sí hombre! ¡La Paz! ¡Tengo rato de estarla pidiendo!
PANCHO.
—Con sonrisa vaga. —¡No me imagino a Margarito Teniente! Porque era medio inocente!… —Se ríe.
JUANA.
—¡Andá con inocente!… ¡Malo era! ¿No te acordás las mañas que tenía para enamorar a las muchachas? ¡Si era hasta medio atrevido! —Pasando de pronto a otro tema. —Y haciendo cuentas, Sebastianó: ya la mujer de Margarito debe estar próxima! Contá: de la luna de mayo a la de junio, a julio, a agosto, a septiembre, a octubre. —Sebastiano asiente. Juana le da un codazo en las costillas. —¡Ya vas a ser agüelo! —Ríe.
SEBASTIANO.
—Moviendo la cabeza. —Cómo atropella el tiempo! ¡Qué hace que lo andabas al Margarito prendido de la teta… y agora tata!!!
PANCHO.
—Sentencioso. —Margarito todo se lo ha comido celeque. ¡Yo no!
SEBASTIANO.
—Sonriendo. A Juana. —¡Éste es más desconfiado! ¿Verdad, Panchó!… Al que come verde se le quema la boca… ¡Pancho va con tiento!
JUANA. —A la defensiva. —¡Indeciso es! ¡Como vos! Por eso nos está
arruinando el abogado. ¡Porque se dejan!… El otro muchacho salió más hombre! PANCHO.
—¡Más hombre…! ¡Oiga, tata! ¡Mi mama siempre está con sus hombredades! Cree que hacer las cosas al empujón eso es ser hombre! ¿A lo toro, pues?… Yo lo pienso. ¡El hombre es pensativo!
SEBASTIANO.—¡Claro!
¡Eso es! ¡Pero… tu mama!
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JUANA.
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—¡Pero tu mama qué?… ¡Si no fuera por mí!
SEBASTIANO.
—Repitiendo, burlesco. —¡Si no fuera por mí! —Se ríe.
PANCHO. —Con más burla. Riéndose. —¡Si no fuera por mí! —Gran risa. JUANA.
—Haciéndose la brava. —¡Ya se unieron los dos hombres! ¿Y qué son, pues?… ¿Qué harían?…
TELEFONISTA.
—Callándola. —¡Phsss! ¡No deja oír! —Aló. Sí hombre. Dame línea. Poneme el dos—cuatro.
JUANA. —Peleando al telefonista —¡Qué dos—cuatro! ¡La Paz pedimos! SEBASTIANO.
—Apoyándola. —¡Nosotros queremos La Paz!
TELEFONISTA.
—¡Ya lo sé! ¡Me lo han dicho mil veces! —Aló!… ¡Sí! ¡Dame línea!…
JUANA.
—¡De eso nos quejamos! ¡Tenemos un siglo de estar pidiendo La Paz! ¡Nos llamó mi hijo, que es Teniente!
SEBASTIANO.
—¡Es mucha dilación! ¡El muchacho tiene sus obligaciones!… ¡Es Teniente!
TELEFONISTA.
—Atendiendo al teléfono y al diálogo con dos tonos de voz. —¡Teniente…!— ¡Aló!… —¡Teniente de caite!…—¿Cómo?… Con La Paz, sí. Dame línea!…—¡Si Margarito es Teniente yo soy General!… —Se ríe burlesco.
JUANA.
—Picada.— ¡Pues lo es! ¡Y manda más que usted aunque tenga esos tacos en los oídos!
El telefonista se ríe. SEBASTIANO.
—Despreciativo y orgulloso. —Dejalo que se burle! Él está sentado en su silla, pero el muchacho anda volando bala como hombre.
TELEFONISTA. —Riéndose y sin hacerles caso. —¡Aló!… Poneme La Paz…
Apurate!… Conseguí la línea de campaña que aquí me están comiendo… PANCHO. —En voz baja, a Sebastiano. —Tata, ¿le meto su pijazo a ese
gordo? Ya me está cayendo mal!
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SEBASTIANO. —Calmándolo con un gesto. —¡No, hombre! ¡arruinás la
comunicación! ¡Ahí dejalo! ¡Todo gordo es rión! Aparece por la derecha, el doctor Fausto Montes. Abogadito de pueblo, regordete, de saco ajustado, color azul oscuro y pantalón blanco pasado de moda. La corbata muy vieja y anudada al cuello como un suplicio. Es un hombre que da la impresión, inmediata, de insinceridad. Se acerca rápidamente, reconoce a Soledad que está recostada a la pared de la entrada de la sala de teléfonos, y le habla con un modo inseguro que no se sabe si ya va a retirarse o si va a seguir conversando. DR. FAUSTO.
—¿Ideay, Cholita? ¿Por aquí vos?
SOLEDAD. —Displicente —Sí, doctor Fausto. Esperando una hablada.
DR. FAUSTO.
—Mira hacia el interior de la sala. —¡Ah! ¡Andás con los
viejos? SOLEDAD.
—Con ellos!
DR. FAUSTO.
—Siempre con gesto de pasar adelante.— …Y cada día más
bonita…! SOLEDAD.
—¡Favor suyo, doctor!
DR. FAUSTO. —Ya me dijeron que estás jalando con… ¡Qué derecha
que sos, Cholita! ¡Teniéndome a mí, te metes con un pobre diablo! SOLEDAD.
—Se encoge de hombros. —¡No se meta en lo que no le importa!
DR. FAUSTO.
—Voy a pedir una comunicación… Pero me gustaría verte y platicar un rato. ¿No te parece, Cholita?
Soledad se encoge de hombros. Entra el Dr. Fausto, directamente hacia el telefonista, fingiendo una actividad llena de urgencia y de importancia. DR. FAUSTO.
—Al telefonista: —Macario, conseguime con el Juzgado de Masaya. —A Sebastiano y familia: ¡Buenos días! —E inmediatamente al telefonista: —Ve, quiero hacerte una recomendación… —Se inclina y le habla en voz baja.
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JUANA.
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—A Sebastiano. —¡Ahí está el abogado! ¡Hablale!
SEBASTIANO.
—Molesto. —Ya sé que está. ¡Esperate!
JUANA.
—Empujándolo con el codo. —¡No seás entumido! ¡Decile las claridades!
SEBASTIANO.
—¡Pero esperate que acabe!
DR. FAUSTO.
—Deja de hablar inclinado en voz baja y dice al telefonista: —¡Yo vengo dentro de un cuarto de hora! ¡pero no te olvidés!
Hace ademán de retirarse. SEBASTIANO.
—¡Doctor! —Se pone de pie.
DR.FAUSTO.
—Haciéndose el sorprendido. —¡Ah! ¿qué tal Sebastián? ¡Tenía días de no verlo!
JUANA.
—Poniéndose también de pie. —Varias veces hemos llegado a buscarlo, pero yo creo que lo niegan.
DR. FAUSTO.
—No, señora. No puede ser. Es que vivo muy ocupado. Lleguen por allá. Trata de retirarse.
SEBASTIANO.
—Cerrándole tímidamente el paso. —Es que nosotros queremos acabar con el asuntito aquél. Ya lo tiene muy entretenido…
DR. FAUSTO.
Siempre tratando de salir de ellos. —¡Así son todas las cosas legales! Van despacio.
JUANA.
—Pues, tal vez, doctor. Pero, para hablar claro, no estamos conformes!
DR. FAUSTO.
—Molesto. —¿Y qué quieren que haga yo?
SEBASTIANO.
—Con calma irritante. Reteniéndolo del brazo. —Eso ya lo hemos pensado… Primero le dimos tiempo al tiempo. Tal vez, le decía yo a la Juana, al Doctor le gusta llevar las cosas con calma. Pero ya son… —A Juana: ¿cuántos meses dijiste que tenía la barriga de la Rosa?
JUANA. —Seis. —Pancho se acerca y Soledad pone su atención en el diálogo.
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SEBASTIANO.
—Más dos, ocho. Ocho meses! ¡Ni que fuera la eternidad!… Por eso ya resolvimos. Nos devuelve los papeles, doctor. Nada le obliga!
DR. FAUSTO.
—Sulfurándose. —¡Pues, están muy equivocados! ¡Porque yo no he puesto mi trabajo para que otro se lleve la ganancia! ¡Esa es una injusticia!
JUANA.
—Calmosamente. —Le pagamos, Doctor. ¡Nadie se está negando!
SEBASTIANO.
—¡Bien dice la Juana! ¡Le pagamos! ¡Somos pobres, pero honrados!
DR. FAUSTO. —Con furia y buscando de nuevo salir de ellos.
—¡No acepto! ¡De ningún modo acepto! ¡Ustedes me han buscado a mí!
JUANA.
— Brava. —Pues no somos ríos y podemos volvernos! y, ¿quiere que le diga? ya nos han dicho que usted nos está enredando!
DR. FAUSTO.
—¡Se siguen de las malas lenguas!…
Diálogo rápido in crescendo. JUANA.
— ¡No son malas lenguas!
DR. FAUSTO.
—Y yo defendiendo sus intereses! Allí tienen: yo nunca he querido cobrarles los recibos que usté me firmó, pero si ustedes…
SEBASTIANO.
—¡Qué recibos! ¡yo no he firmado recibos!
DR. FAUSTO.
—¡Sí, señor!
SEBASTIANO.
—Le firmé los papeles para la “incrición”!
DR. FAUSTO.
—Pues yo no sé! ¡Por allí salen unos papeles suyos con una deuda que le van a compremeter la tierra!
SEBASTIANO. JUANA.
—¿Deuda? ¡Pero qué deuda, si yo he pagado todo!
—Lo mismo que salen papeles, pueden salir muertos!
DR. FAUSTO.
—Esa es la honradez de ustedes! ¡No quieren reconocer lo que deben!
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SEBASTIANO. —¡Pues somos honrados, pero usted es un mentiroso!
Suena el timbre del teléfono. JUANA.
—¡Usted es un ladrón!
DR. FAUSTO.
—¡Vea, señora…!
Suena el timbre. TELEFONISTA. SEBASTIANO.
—Gritando. —¡Oiga, usted! ¡Al teléfono!
—No queremos que nos siga el asunto!
JUANA. —Ahora mismo vamos a ir a traer los papeles. Vos, Pancho,
vos vas con nosotros! TELEFONISTA. PANCHO.
—¡Oiga! ¡La Paz! ¡Allí está La Paz!
—Y si no los entrega, se las ve conmigo!
DR. FAUSTO.
—Buscando irse, retrocediendo más, pero amenazante. —Eso lo veremos!
SEBASTIANO.—¿Cómo
que lo veremos? ¿Piensa despojarnos? ¡Para eso tenemos un hijo Teniente peleando por le gobierno!
PANCHO.
—Amenazando. —¡Vamos a ver si no entrega los papeles!
Suena el teléfono. DR. FAUSTO. —Retrocediendo y gritando. —¡Si usted se atreve a hacerme
algo, lo llevo a los tribunales! JUANA. —¿Cree que le dimos un hijo al gobierno para que usted nos
despoje? TELEFONISTA. —A gritos.
—¡Llama La Paz! ¿Van a oír o no? ¡Usted!
Sebastiano oye y se vuelve. El Doctor Fausto aprovecha para salir —por la izquierda— y al pasar por donde Soledad, ésta le vuelve la cara haciendo mal gesto. SEBASTIANO.
—¿Conmigo?
TELEFONISTA.
—¿Y con quién?… Van a cortar la comunicación!… ¡Dése prisa!
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SEBASTIANO.
—Corriendo al teléfono, pero sin abandonar el pleito. —¡Ahora mismo le vamos a quitar los papeles!
JUANA. —Acercándose al teléfono, pero todavía furiosa. —¡Es un bandido!
¡Ahora sale con que le debemos! SEBASTIANO.
—Hablando en el teléfono y siempre con la atención en lo otro. —¡Aló! ¡Aló!… ¿Ah?…
PANCHO.
—¡Y conmigo no juega ese doctorcito!
SEBASTIANO. —A
Pancho; mientras da vuelta al manubrio del timbre del teléfono. —¡Pero vos no te vayás a compremeter! —Luego habla al teléfono. —¡Aló! ¿Qué?
JUANA.
—¿Ya está allí?
SEBASTIANO.
—¡Shssss…!
TELEFONISTA.
—En su aparato. —¡A ver! ¡La Paz! ¿Cómo? —A Sebastiano: —¡Hable duro!… —En su aparato: ¡Aló! ¡Aló!
SEBASTIANO. —Escuchando al teléfono con impaciencia… —¿Cómo? JUANA.
— ¿Se oye?
SEBASTIANO.
—Señalando al telefonista. —¡Lo que se oye es a ese carajo con el aló!
TELEFONISTA.
—A Sebastiano: —¡Ahí está! ¡Póngase bien el escuchador!
SEBASTIANO.
— ¿Y cómo quiere que lo agarre?… Aló?… ¡Aquí no se oye ni juco!
TELEFONISTA.
—Da vuelta al timbre. — ¡Aló! ¡Aló!… ¡A lo mejor cortaron por estar ustedes en el bochinche!
SEBASTIANO.
— ¡Pero no ve que nos quiere robar ese desgraciado?
JUANA.
—¡Lo que pasa es que esos chunches no sirven! —Señala el teléfono.
TELEFONISTA.
—¡Aló!… Sí. Sí. Aquí está la persona. Sí, con Catarina… —A Sebastiano. —¡Ya comunican!
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—¡Hola!… ya, ya! ¡ya oigo! —Contento.
—Iluminándose el rostro. —¿Es él?
Todos se apretujan alrededor del teléfono. Soledad se acerca un poco, a la expectativa. Se ilumina o sube el telón lentamente, en la sala de la derecha. Aparece Margarito hablando en el teléfono. Lleva una gran faja con tiros y una respetable pistola. Pantalón azul y cotona y en el sombrero —que ahora es de paño— lleva la divisa verde. Con cueras y caites. En la banca del fondo está un soldado: pantalón azul, cotona blanca, sombrero de palma con su divisa verde, una chamarra roja terciada al hombro, salbeque y caites. El rifle lo tiene acostado sobre sus piernas. Cuando Margarito comienza a hablar, el soldado Potoy enciende un puro. Potoy tiene cara y quietud de ídolo. MARGARITO.
—¡Hola, hola! ¿Con quién hablo?
SEBASTIANO.
—¡Alooó, Margaritoooó! —A los demás, feliz. ¡Es él! —Por teléfono. ¡Ya te oigo!… ¿Me oís vos a mí?… ¿Sos vos, muchachó?
MARGARITO.
—Sí, yo, ¿y quién, pues?… ¡El Teniente Margarito
López! SEBASTIANO.
—Deseando que le repitan. —¿El qué?
MARGARITO.
—Con orgullo. —¡El Teniente Margarito López!
SEBASTIANO. —A Juana, riéndose de gozo. —¡El Teniente! —Por teléfono.
¿Es verdad, pues, que te hicieron Teniente? MARGARITO. —¡Me ascendieron, tata!… ¡Soy ayudante del Coronel
Delgado! SEBASTIANO.
—En gritos al telefonista. —¡Ahí está, usted! ¡Teniente y ayudante del Coronel Delgado! ¡Y estaba de baboso!
Todos asienten orgullosos. MARGARITO.
—¿Qué decís?
SEBASTIANO. —Es que el Central no quería creer! —Se ríe complacido.
Bueno, decime… —Vuelve a reírse en babia. ¡Así es que sos vos, mijo!… Pues aquí está tu mama. Estoy yo! Está Pancho!
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—Llama con la mano a Soledad —y la Soledad también!… Trajimos hasta la Coscolina! —Siempre riéndose busca con los ojos a la perra. Se pone serio y en voz distinta pregunta, rápido, a los suyos: —¿Qué se hizo la perra? —Sigue al teléfono. ¡Toditos! ¡Casi nos traemos el rancho! —Vuelve a reírse ingenuamente. MARGARITO.
—Que sonríe a la voz de su padre, dice nostálgico: —¿Y cómo está el rancho?
SEBASTIANO.
—¿Y cómo querés?… Con los primeros aguajes se puso alegre… Y ya tuvo chanchitos la chancha overa. ¡Todos se pegaron!
MARGARITO.
—¿Y mi mama?
SEBASTIANO.
—A Juana —Pregunta por vos! —Al teléfono, riendo. ¡Si la vieras! ¡Se dejó venir con la cadena de oro! —A Juana: ¡Enseñásela! —Juana, riendo, se empina y enseña la cadena a la bocina del teléfono. Mientras tanto Sebastiano dice, ingenuo y contento: —¡Está hermosa la vieja!
MARGARITO.
—Decile que me hace falta. ¿Y Pancho?
SEBASTIANO.
—Señalando a Pancho. —Aquí está…! Todavía suelto!… No lo agarran las mujeres!
MARGARITO.
—Que ha mirado hacia el fondo y ve al soldado de la banca echando nubes de humo con su puro. Con voz arrogante: —Raso Potoy! ¡No se fuma delante del superior! ¡bote ese cabo!
El soldado Potoy tira por la puerta el puro con gesto de inconformidad. SEBASTIANO.
—¿Ah?… ¿Qué decís, muchachó? ¡No te entiendo!
MARGARITO.
—Fachendoso. —¡Estoy dando una orden! ¡Tengo que poner respeto en las filas!
SEBASTIANO.
—A Juana, en voz baja y llena de complacencia. —¡Está regañando a los soldados! ¡Lo oyeras!
JUANA.
—¡Mijo es de ñeque!
SEBASTIANO.
—Decime, pues, ¿estás bien?
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MARGARITO.
—Sí, tata, con el favor de Dios! Siempre llevo la Magnífica —Se toca el cuello.
JUANA.
—Preguntale por la Rosa.
SEBASTIANO.
—¡Ya se me olvidaba por el contento!… Oíme! ¡No me has dicho nada de la Rosa! ¿Qué tal está?
MARGARITO. —¿La Rosa…? La gran bandida yo creo que se me huyó
con otro hombre! SEBASTIANO.
—¿La Rosa?… ¡No me digás!… ¡Pero si parecía una mosca muerta!
MARGARITO.
—¡Yo no sé si se huyó o si me la avanzaron! ¡Pero me las va a pagar!
SEBASTIANO.
—¿Pero cómo fue?
MARGARITO. —Si eso es lo que está oscuro! Venía conmigo cuando
nos hicieron correr en Nagarote. ¡Fue un revoltijo! Yo creí que la habían matado. Pero después me dijeron que la habían visto de mujer de un leonés, con los liberales! JUANA.
—Impaciente. —¿Qué es lo que dice de la Rosa?
SEBASTIANO.
—Rápido. —Que se fue con otro carajo!
JUANA.
—Indignada. —¡Pues que la deje!… ¡Qué ingrata!… Decime vos, ¡qué mujer!… yo siempre le vi mala cara. Dejame decirle…
SEBASTIANO.
—Dice tu mama…
JUANA.
—Arrebatándole el escuchador que Sebastiano no quiere soltar. Indignada: —¡Digo que la dejés! ¡Esa mujer es una ingrata!… Pero, decime ¿no te venía muchacho?
MARGARITO. JUANA.
—¡Sí, mama! Pero aunque así se la levantaron!
—Pues dejala. ¡Dejala! ¡No te merece esa mujer!
Sebastiano le quita el escuchador. MARGARITO.
—¿Dejarla? ¡No mama! En cuanto ataquemos la levanto de donde la encuentre! ¿Qué se cree, que me voy a dejar requisar la mujer por el enemigo? ¡Se vuelve! ¡Y la mecateo!
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¡Ah, le pego porque le pego! ¡Va a saber quién es el Teniente Margarito López! PANCHO.
—A Soledad: —Oí lo de Margarito! ¡Y mi mama queriendo que me case! ¡No me friegue! —Escupe.
SEBASTIANO.
—A Juana: —¿Qué me decís vos? Dice que la recoge pero que la malmata. Si le va a pegar que la recoja ¿no te parece?
JUANA.
—Aceptando, no muy conforme. —¡Pero que le dé una buena!
MARGARITO.
—¿Cómo?
SEBASTIANO.
—Leñateala!… Pero ve, encajale bien los palos. Acordate que está aliñada… y no vaya a ser un mal suceso!
MARGARITO.
—Déjemela a mí, tata! ¡yo le conozco el lomo!
PANCHO. —Pregúntele, tata, cómo es el cuento de que penquearon
a los liberales. Acuérdese que yo tengo una apuesta con el compadre Moncho! SEBASTIANO.
—Oí. Oí: dice Pancho que cómo es la cosa de la penqueada que le diste a los liberales…?
MARGARITO. —¿Ah? ¿No le estoy diciendo que nosotros fuimos los
penqueados? SEBASTIANO. —Incrédulo. —¿Vos? MARGARITO.
—Nos picaron la retaguardia y nos corrimos! ¡Nos cocinaron con las máquinas, tata!
SEBASTIANO.
—¡Vea qué pendejo!… Y aquí estuvieron repicando el triunfo! ¡Engañándolo a uno!
MARGARITO.
—Yo no tuve la culpa! Le voy a contar cómo fue. Fue que… —Mira al soldado que está en la banca y le ordena de pronto: ¡Raso Potoy: váyase afuera que voy a hablar un secreto militar! —Sale el Raso sumisamente. Al teléfono: —Pues fue así: en lo que el enemigo nos estaba atacando, el General se fue a ver con su queridita a la hacienda Santa Clara. ¡Claro! ¡Nos metieron la gran mecateada!
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—¡Decime vos! ¡Ese General no sirve ni para…!
Escena muy rápida hasta el final. Se oyen balazos y ruidos al lado derecho en La Paz. Diversas voces. GRITOS.
—Vienen por la calle!… ¡Corran aquí!… ¡Vuelen bala!… ¡No se dejen!… ¡Adentro!…
MARGARITO.
—Con el escuchador en la mano, gritando hacia la puerta: —¿Qué pasa, Potoy?
SEBASTIANO.—¿Cómo?
¿Qué decís?
Siguen balazos, más cercanos. Se oyen carreras. Cuerpos que caen. Nuevos gritos. GRITOS.
—¡Tiren, jodido! ¡Tiren! Un rostro que se asoma a la puerta. —Pálido, agitado. —¡Teniente, nos atacan! —Se retira precipitadamente.
MARGARITO.
—Nervioso, indeciso. —¿Cómo?
SEBASTIANO.
—¡Aló! ¿Qué pasa? ¡Qué es el ruido? ¡No se oye!
MARGARITO.
—¡No sé, tata! ¡Están tirando!
Siguen los balazos. Entra el raso Potoy, tambaleante, cogiéndose con una mano el brazo que lleva herido en el hombro, manando sangre. Se deja caer en la banca, con el rostro lleno de dolor. Balazos. Gritos. GRITOS. —¡Por
la derecha!… ¡Échense al suelo!… ¡Vuelen bala!…
Otro rostro que se asoma a la puerta. Aterrado: —¡Corra, Teniente! ¡Están atacando! Margarito vuela el teléfono. Queda el escuchador como un péndulo meciéndose. Desenfunda su revólver. Siguen los tiros. Ayes de Potoy. GRITOS.
—¡Adentro!… ¡Viva León, jodido!… —Alaridos de guerra. ¡Viva el Partido Liberal!…
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Oscuridad o telón en la sala derecha, de La Paz Centro. Simultáneamente Sebastiano ha estado lleno de inquietud, llamando, golpeando el contacto, dándole al timbre. Todos agrupados a su alrededor se preguntan: ¿Qué será?… Alguna avería en la línea… SEBASTIANO.
—¡Aló! ¡Aló!… ¡Hijo!… ¿Qué pasa?… ¡Margarito!… ¡Margarito!… —Volviéndose al telefonista. —¡Central! ¿qué pasa? ¡Cortaron el habla!
TELEFONISTA.
—A gritos en su aparato. —¡Aló! ¡Aló La Paz! ¡La Paz!… ¿Qué pasa con La Paz?… ¿Qué pasa con La Paz?…
TELÓN
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CUADRO TERCERO
El mismo escenario del Cuadro Primero. Ha pasado un mes. Últimas horas de la tarde. Al final del cuadro la luz es ya roja y luego violeta, y cae el telón con el sol. Juana está terminando de moler las tortillas. Sebastiano, sentado, rasguea perezosamente la guitarra. JUANA.
—No se hace con canciones el mundo!
SEBASTIANO.
—Que distraídamente, con su puro en la boca, ha estado tocando la guitarra, se encoge de hombros. —No se hace!… ¡yo estoy mejorándolo! —Se ríe burlesco. Pausa. —¿Sabés vos que yo no sueño nada? ¡No soy como vos! Le paso la mano a la música como soba la Soledad a la perrita. Para suavizar un rato el tiempo. Pero no pretendo…
JUANA.
—¿Me querés decir que soy pretenciosa?
SEBASTIANO.
—¡Huy! —Puja y luego escupe. —¡Eso es! No querés que cante porque querés estar hablando de lo que podemos hacer, de lo que podemos hacer, de lo que podemos hacer… —Burlesco, hace la mímica de “dale-que-dale” con las manos. —con esa angina tuya por arreglar todo el año desde la víspera. ¡Nadie te alcanza!
JUANA.—¡Pues
yo, sí! ¡Así me hizo Dios! ¡Y lo que pienso lo digo! ¡Para eso bebo agua bendita el Sábado de Gloria, para hablar sin tropiezo!
SEBASTIANO.
—Se arrecuesta un poco, con dejadez y hace un gesto amplio. —¿Vos ves que la sombra de los árboles se va alargando con la tarde? ¿Lo ves? Pues los pensamientos de los viejos así se alargan. Porque los campesinos somos como los árboles. Cuando tenemos el sol temprano, soñamos más de nuestro tamaño. Después, cuando ya podemos, no soñamos; porque el sol nos mata la sombra. Pero cuando ya es tarde volvemos a soñar. Entonces sí. Cuando ya la sombra está para atrás… ¡Qué quisiera yo el sol de mis buenos años, con lo que la vida me ha enseñado!
JUANA.
—¡Serías el mismo!
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SEBASTIANO. —Pues, claro! ¡El mismo! Pero hubiera sido pobre sin
engañarme. Lo malo son las ganas. JUANA.
—¿Cómo las ganas?
SEBASTIANO. —Apasionándose con sus ideas. —¡Las ganas que te sacan
de tu pobreza para hacerte más pobre! Las ganas de ser Alcalde cuando sos vecino. Las ganas de tener un caballo de cien pesos cuando tenés un caballito de veinte. Las ganas de tener la mujer de la revista que pegás en la pared, cuando tenés la tuya en el tapesco! Las ganas de beber… ¿vos sabés por qué bebía yo? ¡Por las puras ganas!… Esas ganas… ¡Bueno…! Vos no entendés porque no sos hombre!… ganas no se sabe de qué. Ganas de ser muy hombre… ganas… ganas de ser Dios… ¡carajo! JUANA.
—¡Y me decís a mí que soy pretensiosa!
SEBASTIANO.
—Porque seguís con tu sombra sin fijarte que ya es tarde. ¿Que no entendés?… Estás soñando con Margarito Coronel, con los vientos mejores que nos van a soplar, con la plata que va a traer el muchacho… ya te creés con la tienda del Güegüence!… y yo que sólo pienso en saber algo del Margarito… —Triste. —¡Que por lo menos vuelva!
JUANA.
—Llora hasta estallar en llanto al final. —¿Y vos creés que no llevo esa espina dentro? Vos creés que en la noche no me despierta la angustia pensando si estará muerto mi hijo; si no me estará necesitando herido en algún monte?… Lo que pasa es que yo me hago mis sueños y hablo y hablo para… —Llora.
SEBASTIANO. —Poniéndose de pie. —¡Mejor
no me lo hubieras dicho! Yo sólo me detenía en pensarlo pero porque estabas vos con tus cosas, con tu seguridad. “Si ella es la madre,” pensaba yo. Porque las madres tienen el oído puesto en la sangre. ¡Y ahora me decís…!
JUANA.
—Secándose las lágrimas. Cortante y supersticiosa. —¡No he dicho nada! ¡No he dejado que se metan los agüeros ni las apariencias! ¡Ni un soplo he dejado que se me entre al corazón! ¡Aquí tengo a mi hijo… y toco madera! —Golpea el taburete.
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SEBASTIANO.
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—Pero ¿no decís…?
JUANA. —No. Y no sigás hablando. Ninguna señal tengo! —Reanuda
su molienda. —¿No viste ahora que maté la víbora dentro del rancho?… Cuando se mata bajo el techo ya no dentra la tuerce… SEBASTIANO. JUANA.
—¡Pero la quebranté!
SEBASTIANO. JUANA.
—Afirmativo e ingenuo. —Era “Castellana”; mala víbora. —¿Y dónde estaba?
—¿Y dónde, pues?… ¡En tu guitarra!
SEBASTIANO.
—Alarmado. —¿Haciendo nido en la boca de la guitarra? ¿y cómo no me lo avisaste? ¿No ves que no debe tocarse el día que la calentó la víbora porque la música…
JUANA.
—Suspensa. Supersticiosa. —¿Qué trae?
SEBASTIANO.
—Desconsolado. —¡Invoca el mal, mujer! —Pausa. Desconcierto. Se miran.
JUANA.
—¡Andá colgala en el clavo! Por dicha sólo la estuviste traveseando!
SEBASTIANO.
—Va al rancho a guardar la guitarra. Mientras va, reza en voz baja, aunque no se le entiende bien, y rápido, la oración “contra la sierpe.” Todavía dentro del rancho se oye el ronroneo de su voz mientras Juana, afuera, muele. —“Maldita sea la serpiente que se arrastra recogiendo la saliva de los que nombran a Dios sin respeto. El pie de la Virgen quebrante su mal y recoja su veneno en el cáliz del apóstol San Juan para el corazón de los perdidos y me libre a mí de daño. Amén. Jesús.”
Entra Pancho por la derecha, con sus alforjas. Las pone en un cajón, cerca del rancho y de Juana, medio de espaldas al público y a Sebastiano. Diálogo lento y lleno de pausas. JUANA.
—¡Aquí está el muchacho!
SEBASTIANO.
—Sale del rancho. Lo mira y dice como saludo: —¿Ideay?
PANCHO. —Abre la alforja sin volver a verlo.
—¡Ya fui!
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SEBASTIANO.
—¿Hablaste?
PANCHO. —Sacando un paquetito de la alforja. —¡Ujú! —Afirmación como
un quejido. SEBASTIANO.
—¿Malo el asunto?
PANCHO. —Afirma con la cabeza. —Malo! —Sigue sacando cosas de la alforja. SEBASTIANO. —Escupe. —¡También PANCHO. JUANA.
—¡Ujú! —Pausa. —Ese juez ya está comprado.
—Impaciente. —¿Y qué dijo?
PANCHO. JUANA.
el Juez está de espaldas!
—Que el abogado tiene los papeles y que eso nos pierde.
—¿Va a dejar que nos roben? ¡Qué gente sin bautismo!
PANCHO. —Dice que él no puede hacer nada. Que mejor arreglemos
porque el Doctor Fausto tiene poder. SEBASTIANO.
—¿Y don Federico? ¿No te aconsejó nada?
PANCHO.
—Siempre arreglando sus alforjas. —Sí… que podemos pedir amparo.
SEBASTIANO.
—¡Pero el amparo cuesta!
PANCHO. —Con furia.
—¿Quién ampara al pobre?
JUANA. —¡De balde da uno a su hijo! ¡Eso no lo toman en cuenta…! SEBASTIANO.—¡Como
ellos mandan!
PANCHO.
—Sí. Pero ya eso se va a acabar! —Se vuelve con furia. —¡Ya se anda levantando el pueblo por las sierras! Ahora me lo dijeron. Y lo que voy a hacer es agarrar mi rifle para cobrarme! —Pausa.
SEBASTIANO. —Si te diera eso el amparo yo te diría: ¡“andá cogelo”! JUANA.
—¡Cualquiera piensa como Pancho!
SEBASTIANO.
—¡Lo que no rinde un hijo, no lo rinde el otro, Juana!
PANCHO. —Se llevaron a mi hermano y ahora quieren arrollar tam-
bién con la tierra. ¡Hasta el animal tiene su medida cuando lo cargan!
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Queda un silencio espeso. Pausa. SEBASTIANO.
—¿Y la Soledad?… No me gusta que la coja la sombra en el camino…!
JUANA. —Poniendo atención a algo. —…ya debe de venir… ¿no oís pasos?
Silencio atento. Aparecen, por la derecha e izquierda, tres o cuatro soldados, mientras quedan otros que aún no se ven y que van llegando por la derecha, cuyas voces se oyen a veces. Son soldados por el nombre y por los rifles y las divisas rojas que llevan en los sombreros, pero tiene un aspecto más montaraz y sus trajes están más raídos y sucios que los de los soldados del Cuadro Primero. Apuntan con sus rifles a los tres del rancho. SOLDADO 1.
—Apuntando. —¡No se muevan!
SOLDADO 2.
—Que ha entrado por la derecha. Hace señas con la mano, llamando a los otros soldados que vienen detrás y que aún no aparecen en escena. —¡Aquí hay hombres! —Un soldado tercero se encamina cautelosamente a registrar el rancho.
SOLDADO 1.
—A Sebastiano. —¿Usted qué es?
SEBASTIANO.
—¿Y qué voy a ser?
SOLDADO 1.
—¿Es rojo o verde?
SEBASTIANO.
—A mis años los colores se despintan!
SOLDADO 1.
—¡Queremos gente para la Revolución!
JUANA.
—Sólo este hijo tenemos que es el que nos mantiene. Somos pobres. Pero les podemos dar las tortillas de la cena para que se ayuden.
SEBASTIANO.
—Del chagüite les cortaría unos guineios, pero ya va siendo noche.
SOLDADO 2. —¡Ya la tropa los anda cortando; no se preocupe, viejo! SOLDADO 1. —Queremos hombres para caerle al Gobierno. Vamos
a botar a los Conservadores!
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SOLDADO 3.
—Saliendo del rancho. —Me gusta la guitarra que tiene el viejo ahí!
JUANA.
—¿Cómo me gusta? ¿Qué se está creyendo?
SOLDADO 4. —Entrando. Señala a Pancho y a Sebastiano —¿Son libera-
les éstos? SOLDADO 1. PANCHO.
—¡No dicen!
—Si buscan gente contra el Gobierno yo me engancho!
SEBASTIANO.
—Sorprendido y molesto. —¿Vas a pelear por lo que no
es tuyo? SOLDADO 2. PANCHO.
—Déjelo, viejo! La guerra la llevamos ganada!
—¡Sí, tata! Me voy con ellos. ¡Ya es mucho aguantar!
SOLDADO 4.
—Hay que avisarle al Jefe que aquí hay un voluntario!
SOLDADO 1.
— ¡El Jefe anda medio rascado!
SOLDADO 2.
—Dirigiéndose a alguien que aún no ha aparecido en escena; por la derecha. —¡Oí! ¡Petronio! ¡Que venga el Jefe! ¡Aquí hay un voluntario!
SOLDADO 1.
—¡No grités, jodido! ¡Somos clandestinos!
Voz dentro: “¡Vamos!” —Se oyen risas y voces de gente que viene acércandose. SOLDADO 4. —A Pancho. —¿Tiene
rifle?
PANCHO. —Niega con la cabeza. —¡Sólo SOLDADO 3.
machete!
—¡Otro de machete!
SOLDADO 1. —¡En cuanto le caigamos al resguardo del pueblo nos
equipamos! PANCHO.
—Voy a traer mi chamarra y mi alforja!
SOLDADO 1.
—¡Vaya!
Va Pancho al rancho. SOLDADO 3.
—¡Tráigase la guitarra, compañero!
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JUANA.
—¡Nada de eso!… ¡Bonita guerra van a hacer con guitarras y sin rifles!
SOLDADO 3.
—¡No la pelee, señora! ¡Es para alegrar las noches!
JUANA.
—¡Bastante me arrancan con el Pancho! ¡Si no fuera porque ese Gobierno nos está robando la tierra, no se los diera!
SOLDADO 2.
—Riéndose. —¡Ya se lo traemos! ¿No ve que vamos ganando por todos lados? ¡Ya el Gobierno está en temblores!
Voces que se acercan. Voz que ya está muy cerca: —“¿Qué se tienen allí?” CUARTO SOLDADO.
—Hacia la voz. —Aquí hay un voluntario liberal,
Jefe! Sale a escena el Doctor Fausto Montes, algo borracho, con pistola al cinto, sobre-botas y un sombrero tejano con cinta roja. DR. FAUSTO.
—¿Un liberal? ¿Quién es?
Asombro de Sebastiano y Juana. Pancho, que en ese momento sale del rancho con su chamarra terciada al hombro y su machete en la mano, se queda de pronto detenido, como una estatua. JUANA.
—Llena de furia. —¿Usted?
Sale un sargento aguardentoso, de gran vocerrón y otro soldado que se colocan junto al Doctor. DR. FAUSTO.
—¿Qué hay conmigo?
SEBASTIANO.
—Decidido, bronco. —¡Dejame hablar, Juana!
JUANA.
—Como una fiera. —¿Con qué cara viene a pedirme el hijo después que nos está robando la tierra?
DR. FAUSTO.
—Haciendo un gesto displicente y burlesco con la mano. —¡Yo no le estoy pidiendo nada, vieja!
SEBASTIANO. —Seco y autoritario. —¡Juana! ¡Yo soy el hombre, dejame a
mí! —Al Doctor. A ella le guarda respeto o se mata con este viejo que
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algo le queda de sangre! —Pancho da un paso adelante amenazante. ¡Y sépalo de una vez: aquí no hay voluntarios ni para verdes ni para rojos, porque donde está el muerto, ahí está la zopilotera! SARGENTO.
—Con voz altanera y estentórea. —¡A callarse el mundo entero! ¡Amarren a ese jodido! —Volviéndose al Doctor Fausto. ¡No debe dejarse vocear de ningún carajo, Jefe!
Dos soldados caen sobre Sebastiano y dos se acercan, un poco temerosos a Pancho, quien, cerca de la puerta del rancho está, machete en mano, amenazante. SOLDADO 3.
— ¡Bote ese machete! —Apunta con el rifle.
Pancho lo baja muy lentamente, pero no lo suelta. Mira con rabia impotente. SARGENTO.
—Montando el rifle y apuntando. —¡Bótelo al suelo o me lo acuesto!
Los soldados segundo y cuarto están amarrando a Sebastiano. Pancho tira con furia impotente al suelo su machete. Lo recoge el soldado tercero y lo tira lejos. JUANA.
—Que ya no puede contenerse, al Doctor. —¡Se ceba en los pobres, cobarde!… ¡Con un pobre viejo! ¡Y estos ciegos que están engordando al que les chupa la sangre…!
SEBASTIANO.
—Queriendo callarla. —¡Juana!
JUANA.
—Indetenible. —¡Pues, sí! ¡Que lo oiga de boca de mujer! ¡Que se rebaje a tocarme! ¡Después de robar con los Conservadores va a robar con los Liberales!
SARGENTO.
—¡Cállese!
JUANA. —¡No me callo! ¡Usted sabe que este hombre es un vividor:
come de los pobres y bebe del gobierno! DR. FAUSTO. —Con risa falsa. —¡Está dolida porque lleva perdido un
pleito! ¡Estos indios caitudos quieren siempre medrar! Pero los Liberales vamos a traer la justicia! SOLDADO 4.
—Chillándole a Juana. —¡Claro, jodido!
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SOLDADO 2.
—¡Ahora vamos a mandar!
SEBASTIANO.
—Rogándole se calle. —¡Juana!
SOLDADO 3.
—¿Y qué se hace con éste? —Señala a Pancho con el rifle.
SARGENTO.
—¡Hay que juzgarlo!
DR. FAUSTO.
—¡No! ¡Va de rehén!
SARGENTO.—¡Eso
es! ¡Para que no hable la vieja!
DR. FAUSTO.
—A Sebastiano. —Aquí no ha estado nadie. ¿Sabe? ¡Guárdese la boca en el pueblo o no respondo del muchacho!
SARGENTO.
—¡Vamos! ¡Adelante con el recluta!
Empiezan a salir. SOLDADO 1.
—Gritando —¡Buscando el monte, muchachos! ¡Desperdíguense!
SARGENTO.
—¡Callando todos! —Autoritario.
DR. FAUSTO.
—A Juana ya retirándose. —¡Nunca ha hecho mejor negocio! Si anda conmigo el muchacho le va a volver con plata! —Se ríe burlescamente.
SOLDADO 2.
—Burlón. —¡Cayetano la bocina, vieja…!
SOLDADO 3. —Que ha salido por la derecha, se vuelve a escena, y dice ape-
nas visible, al Doctor Fausto: —Jefe: ¿nos llevamos ese chancho? ¡Vamos sin porrosca! DR. FAUSTO.
—¡Arreen con todo!
SOLDADO 1.
—Alegre, saliendo. —Ijúuuú! —Grita. —¡Viva el Partido
Liberal! DR. FAUSTO.
—A callar se ha dicho! ¡Imbécil! —Salen. —Se oyen los gruñidos desesperados del cerdo, a la derecha.
Risas… Exclamaciones. ¡Agarralo bien!… ¡Tapale el hocico!… ¡Amarralo! Todos han salido.
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Juana, en jarras, furiosa y callada, los ve irse. Después de una pausa, cuando ya no se oyen voces y queda el silencio, ella se acerca a Sebastiano, buscando como desamarrarlo. JUANA.
—¡Todos son iguales! ¡Todos son bandidos!
SEBASTIANO.
—¡Te ponés a jochar los perros sueltos! ¿No ves que cuando esos se sienten con un rifle en la mano creen que tienen el poder de Dios? ¡Como nunca han mandado ni a un perro!… ¡Soledad! ¿De dónde salís?
Entra Soledad: pálida, rápida, nerviosa, por la derecha. SOLEDAD.
—Dirigiéndose a Sebastiano, cariñosa, inquieta. A medida que habla desplaza a Juana para desamarrar a su padre —¡Tata!… Estaba reprimiéndome allá, bajo el ceibo, muriéndome de miedo! ¿Qué le hicieron? —Se arrodilla. ¡Me lo amarraron sin respetarle sus canas! ¡Ya venía sintiendo algo malo en la tarde! ¡No sé qué! Le dije a la Vicenta: me voy porque estoy inquieta. Y cuando llegué… ¡Dios mío!… ¡Qué nudo el que le hicieron! ¡Tráigame el machete, mama, para cortar!
SEBASTIANO.
—¡Ya ves cómo nos van dejando! Amarrado como San Sebastiano… y desnudo sin un hijo.
JUANA. —Pasando el machete que está en el suelo. Habla a torrentes, llena
de furia, mientras Soledad desata a Sebastiano. Mímica dramática y voz alta. —¡Me quieren callar con el hijo! Me ponen su muerte sobre la boca, pero hablo y aunque esté bajo tierra sigo hablando porque esto clama al cielo. ¡Virgen Bendita! ¿Que no hay maldición para los perversos?… ¡Infelices viejos que nos caen los quebrantos como las pulgas al perro flaco! ¿Cuándo se acabará esta tuerce? ¡Allí está mi Margarito, el inocente, la tuerce le dobló la vida cuando mejor camino llevaba! ¿Dónde está ahora mi hijo? ¿Dónde está su Rosa en la que él se veía?… y allí está mi pobre Pancho, queriendo salir de su tuerce y la va a buscar! ¡Maldito el hombre que trajo la tuerce al rancho! Pero yo te lo digo: ese hombre me cargará con mi lengua! Ya me arrancaron un hijo y me quedé callada, creyendo en promesas. Este no me lo roban. ¡No me cierran la boca! Voy a ir a vender a ese bandido
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al Cuartel. Voy a hacer que lo busquen con el resguardo. ¡Voy a gritárselo a todos los hombres del pueblo para que vayan a sacar de su cueva al coyote! ¡Me hierbe el pecho por verlo con cuatro rifles enfrente, amarrado el vividor! ¡el ladrón de pobres! ¡el cobarde!… SEBASTIANO.
—Que ha estado oyéndola atento y torvo, mientras lo desamarra Soledad, la detiene con un gesto y en voz honda y despectiva. —¡Calmate que con los gritos sólo se levantan los ecos! ¿A qué pueblo vas a recurrir? ¿Dónde está el pueblo? ¿Que no viste a Petronio, a Juan Zeledón, a Ruperto poniéndome el fusil contra el pecho?… ¡Somos enemigos los que debíamos ser amigos… por eso hay siempre quien nos ponga el yugo y nos haga bueyes!…
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CUADRO CUARTO
El mismo escenario. Han pasado muchos meses. Media tarde. Al final del cuadro se enciende un crepúsculo cárdeno. Nota: Del rancho hacia un arbolito del fondo —o en algún poste de cerca— colóquese en este cuadro un alambre para tender ropa. Sebastiano está solo, sentado a la puerta del rancho, bebiendo tiste en una jícara. Se oye lejano el canto del pájaro Guás. “Guás, guás, guás…!” SEBASTIANO.
—Poniendo atención al canto. —¡Canta el guás! ¡Parece que va a cambiar el tiempo!… —Bebe un trago. Agita la jícara. Bebe otro trago. Mira hacia el camino, hacia la derecha y se alegra la cara. ¡Ahí viene la Juana! —Se bebe de un envión lo que queda, golpea la jícara para tragarse hasta el chingaste. Se limpia la boca con la manga de la cotona. Pone la jícara. Y se adelanta a recibir a Juana. Comienza a hablarle desde antes que ella aparezca en escena. —¿Ideay?… ¿Venís cansada?… Siempre que vas al pueblo le echás más carga a la alforja que la que podés aguantar… ¿Te fue bien?
Entra Juana. JUANA. —Resopla. —Ya estoy sintiendo los años! —Descarga. Pues hice
todo!… SEBASTIANO. —Siguiéndola. —Yo también! Le pasé un fierro con el arado
a la milpa. Me ayudó Josecito, el de Juan Malespín. Ahora tenemos que ir a sembrar… ¡Buen muchachito ese! ¡ya pudiéramos tener nietos así nosotros!… ¡Bueno, pero contame! JUANA.
—Que ya puso las alforjas y su contenido dentro del rancho, se sopla y se sienta, fuera, en una “pata de gallina.” —Primero fui al mercado. ¡Vieras qué cara está la manta! ¡todo está por las nubes!… Después fui donde don Federico. ¡Bien me recibió!… Ahora sí, dice, que la cosa se ha compuesto! Ya llegó el yanqui a la Comandancia y está metiendo todo en cintura!
SEBASTIANO.
—Sentándose, sediento de noticias. —Contámelo todo desde el principio. Todo lo que él te dijo.
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JUANA.
—Pues, llegué. ¿Ideay, comadré? —me dijo— ¡Qué cara tan perdida!… y yo, claro, le dije cómo estábamos, trabajando como bueyes, sin los hijos… haciéndonos ilusiones de que volvieran porque ya terminó la guerra. Y ahí nomás le hablé del asunto del rancho y de la tierrita porque estábamos muy alentados con las noticias que él nos había dado. ¿Y qué creés que me dijo?
SEBASTIANO. JUANA.
—¿Ajá?
—Que ya está en el pueblo el Doctor Montes.
SEBASTIANO.
—¿Ya volvió ese carajo?
JUANA.
—Pero, poné cuidado: me dijo que él le presentó el asunto al yanqui y que se puso de paro con nosotros. ¿Sabés lo que le dijo el yanqui? ¡Que es un robo! y que él lo va a arreglar.
SEBASTIANO.
—Cabeceándose y dándose con las palmas de las manos en las piernas. —¡Lo que nosotros decíamos!
JUANA.
—¡Si es que eso clamaba al cielo!… Pero por fin va a haber justicia!
SEBASTIANO.
—Pero no me gusta que haya vuelto ese hombre. Es intrigante, enredista. ¡Es malo!
JUANA.
—Pero don Federico dice que con la venida de los yanquis todo esto se va a componer. Dice que la “intervención” va a acabar con las zanganadas… Te cuento que lo vi al yanqui cuando pasé por el cuartel. Es un hombre colorado, pelo de chilote… blanco… ¿cómo decirte?… parece crudo de tan blanco.
SEBASTIANO.
—Ah! ¿Lo viste?
JUANA.
—Sí lo vi. Son tres los yanquis que están en el pueblo. Yo creo que son hermanos. El mismo pelo, la misma ropa. Y están haciendo marchar a los del resguardo que da risa: tiesos, tiesos, como muñecos de palo!
SEBASTIANO. JUANA.
—¡Ah, pero son soldados!
—¿No te digo que están en el cuartel?
SEBASTIANO.
—Pero el pleito de nosotros es en el juzgado!
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JUANA.
—Pero los yanquis van a meterse también con lo del Juez. Son marinos. Ahora que me acuerdo así me dijeron: que son marinos!
SEBASTIANO. —¿Marinos también?… ¡Jodido, pues son de todo tiro!… JUANA.
—Pues dice mi compadre don Federico que ellos van a arreglar todo. Fijate que me contó que les quitaron los rifles a los liberales y a los conservadores y que de aquí pa’ delante ya nadie más pelea!
SEBASTIANO.
—Sí! Eso ya me lo contó la otra tarde Benito, el barbero. Y hasta me leyó el periódico donde decían que iban a devolver a todos los soldados a sus pueblos. ¿No te conté?
JUANA.
—¡Ay! ¡Ojalá! ¡Si por lo menos uno de los muchachos volviera!… ¡Al menos Pancho!
SEBASTIANO.
—Entristecido. —Sí; porque aquello que nos dijo Juan Aguirre de Margarito… En ese encuentro los mataron a casi todos… ¡Yo ya no me hago ilusiones con él!… Pero ¡Pancho!… ¿adónde habrá cogido Pancho?
JUANA.
—Ese doctor Montes debe saber!
SEBASTIANO.
—¡Pero yo no le hablo!
JUANA.
—Pensando. —¡Tal vez por medio de otro!… ¡Tal vez si le pregunta la Vicenta, la amiga de Soledad!
SEBASTIANO.
—¡Es buena idea!… Se lo vamos a decir ahora que bajemos por el agua. —Se levanta.
JUANA.
—Deteniéndolo. —Oíme. Se me quedaba contarte lo último. El yanqui le dijo a don Federico que iba a venir a ver la tierra con el Juez.
SEBASTIANO. JUANA.
—¿A ver la tierra?
—Sí. Eso le dijo!
SEBASTIANO.
—Levantándose. —¡Si la tierra allí está! ¡Nadie se la ha llevado! ¡Lo que debe verle es la uñas al mañoso del Doctor Montes! —Se sienta. ¿Sabés una cosa, Juaná? ¿Vos creés que esos
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yanquis pueden arreglarlo todo? JUANA.
—Don Federico dice que a eso vienen! ¿Por qué no van a poder?
SEBASTIANO. JUANA.
—Encogiéndose de hombros. —Porque son hombres!
—¡Claro que son! ¡Qué sonso que estás!
SEBASTIANO.
—No es sonsera. Yo soy viejo y pienso. ¿Le podrías arreglar vos su rancho y su pleito al vecino Pedro Potosme, que es borracho y garrotea a su mujer?
JUANA.
—Yo no. ¡Yo no me meto en enredos ajenos!
SEBASTIANO.
—¿Ves? ¿Ves? Y ellos se están metiendo en enredos ajenos! ¿Qué saben los yanquis de las mañas del doctor Montes y de las pobrezas del Sebastiano? ¡Fijate que ni saben hablar como nosotros! ¿Y por dónde sale el entendimiento? ¡Por la lengua! —Levantándose. —¡Pero ojalá sea cierto lo que vos decís! ¡Qué más quisiera yo! —Interrumpiendo y mirando al cielo. —¡Bueno! ¡Andá tomate tu pinol para que nos vayamos a sembrar antes que nos coja la tarde!
JUANA.
—Levantándose. —¡No! ¡Mejor me lo tomo allá! Ahorita estoy muy agitada. Vamonós!
Saca unas jícaras. Arregla alguna otra cosa. Sebastiano mete los taburetes en el rancho y coge su sombrero y su machete. Entre tanto sostienen el siguiente diálogo hasta que salen: SEBASTIANO.
—Si nos da bien la milpa podemos comprar el otro buey. Ya con otro buey, puedo montar la carreta y ganarme mi buena plata.
JUANA.
—¡Ah! ¡Si estuvieran los muchachos hubiéramos podido sembrar hasta el campito de Pedro Potosme! ¡Lo alquila barato!
SEBASTIANO.
—¡Con sólo Pancho pudiéramos sembrar el doble! ¡Pancho era arrecho… pero gracias a Dios yo entoavía tengo juelgo!
JUANA.
—¡Ah! ¡Si estuviera Pancho!… ¡Pero somos torcidos!
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teatro
Cuando ya van a salir hacia la izquierda se oye de nuevo cantar el guás: “Guás, guaaás, guaaaaaás!!” SEBASTIANO. —Poniendo oído al canto. —¡Oí el guás! ¡Sigue cantando!
¡Cambia el tiempo! Sale. JUANA.
—¡Ojalá cambiara la vida!
Sale por la izquierda. Vacío el escenario, vuelve a escucharse el canto del guás:“Guás, guaaás, guaaaaaás!!…” Después pasa la sombra de un pájaro, lento, llenando de rumor el cielo vacío. Pausa. Se oyen voces por la derecha. Dos personas que vienen conversando con cierta violencia. YANQUI (TENIENTE COMFORT ).
—Habla bastante bien el castellano pero con acento yanqui, muy cargado y conjugando mal los verbos. Comienza a hablar antes de aparecer en escena: —¡No, dóctor Montes! ¡Usted tiene que cumplir la ley!
Entra a escena. DR. FAUSTO.
—Habla despacio para hacerse entender del Teniente —¿Pero qué ley, Teniente Comfort? Yo tengo la ley a mi favor. Ya le he enseñado a usted mis escrituras y el fallo del Juez, pero usted quiere hacer justicia a su modo. ¡Eso es arbitrario!… ¡Ese viejo, Don Federico, se le pone a llorar a usted, lágrimas de cocodrilo por “los pobres indios,” y usted se ablanda! Pero con lástima no se hace justicia. Yo no conozco ningún artículo del Código que hable de lástima.
YANQUI. —Pretencioso. —¡Oh, no! ¡Nada de lástima! ¡Yo sé mi deber!
Dicho esto avanza hacia el rancho a buscar a sus moradores. El Dr. Fausto se queda donde está, alejado, inquieto y no muy seguro de ser bien recibido.
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PAC
narrativa
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teatro
YANQUI. —Mirando si hay alguien pero sin atreverse a entrar en el rancho.
Golpea discretamente. En voz alta: —¡Eh! ¡Señor!… —Interrogando al Dr. Fausto. ¿Cómo se llama? DR. FAUSTO.
—¡Sebastián!
YANQUI.
—¡Oh, yes! —Vuelve a llamar en voz alta. ¡Señor Sebastián!… ¡Buenos días! —Nadie contesta. —¡Parece no haber nadie!
DR. FAUSTO.
—Se acerca un poco más confiado. Se asoma en la puerta y como no hay nadie dice: —¡Es lo mismo que esté o no esté! ¿qué puede decir a usted un indio de éstos?
YANQUI.
—¡Usted no quiere dar oportunidad al Señor Sebastián!
DR. FAUSTO. —Yo sé lo que le va a decir: que esta tierra es suya. Pero
¿dónde están sus títulos? Sus escrituras son nulas y usted tiene que tomar en cuenta todos esos puntos legales. YANQUI.
—Yo quiero proteger a los nativos.
DR. FAUSTO. YANQUI.
—Pero nosotros tenemos una ley.
—¡Ustedes no conocer la justicia!
DR. FAUSTO.
—Pero si usted no respeta la ley, comete también una injusticia.
YANQUI.
—¿Yo? —Hace un gesto despreciativo con la mano y luego, golpeándose el pecho, exclama soberbio: —¡Yo soy la ley aquí, dóctor!
DR. FAUSTO.
—Le mira perplejo, pero inmediatamente cambia, se ríe con mueca falsa y se le acerca al Teniente con meloso servilismo: —Naturalmente que usted es la ley, querido Comandante. Pero para hacer justicia usted debe conocer a esta gente. ¿No ve cómo viven?… No les importa la miseria. Si ganan cuatro reales se los beben. Pero viven quejándose. ¡Si usted supiera lo que uno lucha por hacerlos gentes, por ayudarlos, pero no agradecen! ¡No les importa!
YANQUI.
—Irónico. —Y por eso usted les coge la tierra, ¿eh? —Se ríe.
DR. FAUSTO.
—Exagerando su respetabilidad. —¡No, mi Teniente! Ellos la pierden porque todo lo gastan en borracheras. Hipote-
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can sus tierras. No pagan. Y después se quejan cuando pierden lo que tienen. ¡Figúrese usted el daño que le haría a este país si en vez de proteger a la gente que trabaja, a la gente decente, le da la razón a los haraganes y a los borrachos! ¿Quién va a querer entonces progresar?… Vea, Comandante… nosotros sabemos que los Estados Unidos son un gran país y quieren ayudar a la paz y al progreso de Nicaragua… YANQUI.
—Exacto, dóctor. Nosotros queremos civilizarlos.
DR. FAUSTO.
—¿Ya ve usted?… Lo mismo quiero yo con esta pobre gente. Nosotros podemos entendernos, Comandante. Lo que pasa es que usted ha prestado oídos a ese Don Federico que es un caudillo reaccionario. —Se le acerca insinuante. Vea, Comandante, si usted se entiende con las personas decentes del pueblo… en fin… yo no sé sus planes… pero también nosotros tenemos deseos de ayudarle… Aquí hay muy buenos negocios que se pueden explotar… Lo que hacen falta son hombres con iniciativa, hombres enérgicos como usted…
YANQUI.
—Lo mira de arriba abajo irónicamente, suena la lengua con un ruido burlesco, despectivo y haciendo ademán con la mano dice: —¡Oh! ¡No se molesten por mí!… Gracias!!! —Se ríe secamente. ¡Me pagan muy bien, dóctor!
DR. FAUSTO.
—Cínicamente. —¿Usted cree que yo quiero…? —Hace un gesto disimulado insinuando soborno, dinero. —¡No mi amigo! Yo sé que usted es justo. ¡No me interprete mal! ¡Yo soy un amigo de los Estados Unidos y…
Entra Soledad por la derecha, canturreando con una batea pequeña en la cabeza y su rebozo. Al verlos, se detiene un momento extrañada, mira a ambos, y se dirige al rancho un poco inquieta, creyendo encontrar a alguno de los suyos dentro. YANQUI.
—Sonriendo. Inclinándose con una cortesía postiza. —¡Buenos días, señorita!
SOLEDAD. YANQUI.
—Seca, huraña. —¡Buenos días!
—¿Usted vive aquí, señorita?
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PAC SOLEDAD. YANQUI.
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—Sí, señor! —Está ya en la puerta del rancho.
—¡Sebastián!
SOLEDAD.
—¿A mi tata? —Mira hacia dentro del rancho. No sé dónde está. Tal vez anda en la milpa… Si quiere se lo voy a llamar.
YANQUI. —Que no le aparta los ojos, sonríe afectuoso. —¡Oh, no se moleste! SOLEDAD.
—Entrando al rancho. —¡Espéreme un tantito!
YANQUI.
—Se aparta un poco del rancho acercándose al Dr. Fausto y saca afuera un entusiasmo picaresco que no había mostrado. Con un gesto de marino: —Bella muchacha nativa, ¿eh?
DR. FAUSTO.
—Le mira sonriendo y se encoge de hombros.
YANQUI.
—¡Ja! ¿Está acostumbrado a ellas, no?… —Entusiasta. Yo mirarla en el pueblo. Muy simpática! —Cierra el ojo. —¿Se dice así: sim-pá-ti-ca?
DR. FAUSTO.
—Lo mira un momento, estudiándolo. De pronto cambia y tomándolo del brazo le pregunta en el mismo tono de malicia: —¿Le gusta?… Puedo dejarlo solo.
YANQUI. —Agradado pero algo asustado. —¡No… no! —Ríe. —¡Muy niña! DR. FAUSTO. —Sabiendo lo que dice.— ¿Muy niña?… Aquí con el trópi-
co las frutas maduran temprano! —Le da con el codo riendo. —¡Sabe más que usted de amor! YANQUI.
—Aumentando su entusiasmo. —¿Oh, sí?
Fausto va a hablar cuando sale de nuevo Soledad del rancho. Con disimulo se aparta un poco, pero Soledad después de hablarle al yanqui, se dirige a él. SOLEDAD.
—Saliendo. Trae en la pequeña batea varias prendas de ropa lavada, hechas un bollo, que después colgará del alambre a asolear. Al yanqui: —¡Pues si quiere voy a llamar a mi tata!
YANQUI. —Que no disimula su atracción por Soledad. —¡No, no señorita!
¡Puedo esperar aquí, contento! ¿Le molesta? SOLEDAD. —Arrecostada a la pared del rancho, con la batea apretada a su
vientre, sonríe y responde con mucha naturalidad. —¡Me molesta que esté aquí ese! —Señala a Fausto con la boca.
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DR. FAUSTO.
—Que estaba apartándose disimuladamente, le vuelve el rostro —¿Yo?
SOLEDAD.
—¡Usted amarró a mi tata! ¡No sé a qué vuelve aquí!
Todo este diálogo entre Soledad y el Dr. Fausto es muy rápido y en voz grande, sin alteraciones. El yanqui parece, por su expresión no entender bien, o querer seguir, sin poderlo, lo que ellos dicen. DR. FAUSTO.
—Aproximándose lentamente. —Eso fue cosa de la guerra, Cholita! Yo siempre te he mostrado cariño. ¡Decí que no! Pero tu mama me ha echado a todos encima por el pleito de la tierra. ¡Yo ni interés tengo en eso, te advierto! Pero tu mama no sabe de leyes y cree que les estoy robando.
SOLEDAD. —Sin inmutarse. —Yo tampoco sé de leyes pero sé que nos
está robando. DR. FAUSTO.
—¡No digás eso, Cholita! El señor decía que sos simpática y yo te estaba alabando pero me vas a hacer quedar mal.
YANQUI.
—¿Cómo?… ¿cómo?
DR. FAUSTO.
—Hablando lentamente. —Que usted decía que ella es muy simpática ¿no es así?
DR. FAUSTO.
—Con gran gesto. —¡Oh, yes! ¡Muy linda!
SOLEDAD.
—Sonriendo, baja los ojos. De pronto dice contra el doctor: —¡Pero usted amarró a mi tata!
DR. FAUSTO.
—¡Yo no, Cholita! El Sargento Malespín que es un
bruto! YANQUI.
—Creyendo dar en el clavo, pero usando tono de broma. —¡Oh, ella no querer al dóctor!… Dóctor muy malo, ¿eh? —Le da al doctor una palmada en el hombro, riéndose estrepitosamente.
SOLEDAD. YANQUI.
—Lo mira con curiosidad y sonríe. —¿De dónde es usted?
—¿Mí?… De América. A-me-ri-ca-no!
SOLEDAD.
—Ingenuamente, mientras mira el suelo. —¡Ah! Yo creí que era yanqui!
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PAC YANQUI.
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—Riéndose mucho. —¡Oh sí, sí! ¡Mi, yanqui!
SOLEDAD.
—Guarda silencio y raya el suelo con el dedo del pie. Mira al yanqui inocentemente y pregunta: —¿Cantan de otra manera los pájaros en su tierra?
YANQUI.
—Desconcertado. —¿Los pájaros?
SOLEDAD. YANQUI.
—¡Ujú!
—¿Por qué?
SOLEDAD.
—¡Me imagino! —Sonríe.
YANQUI.
—Tartamudea. —No, no sé. Yo consultarlo, ¿sabe? —Se ríe. …Y usted, ¿usted vive aquí, eh?… Yo mirarla en el pueblo.
SOLEDAD.
—Mirando el suelo, afirma con la cabeza. —Voy al pueblo con una venta para ayudarle a mi mama.
YANQUI.
—¿Tiene mucho amigo en el pueblo, eh? ¡Una muchacha bonita, muchos amigos! —Se ríe.
SOLEDAD.
—Sonriendo, alza el hombro coquetamente. —¡Los del gasto!… —Luego embarazada por el diálogo, pregunta de pronto: —¿Y por qué no se sienta?… Voy a traerle un taburete! —Entra al rancho a sacar un taburete. En el momento que ella se oculta, el Dr. Fausto se acerca al yanqui, y cerrando un ojo con malicia le hace un gesto indicativo de que la muchacha “vale la pena” o algo así, excitante, a lo que el yanqui corresponde pronunciando más su infantil entusiasmo, con risas y movimientos de exagerada alegría, donde va perdiendo todo el revestido autoritario y el aire superior con que aparecía en escena. Sale Soledad, casi inmediatamente con un taburete.
SOLEDAD.
—Siéntese, pues, mientras viene mi tata. —Vuelve a coger la batea con la ropa. ¡Voy a tender esta ropa! ¡Con permiso!
YANQUI.
—¡No, no!… Prefiero conversar con usted! Que se siente el doctor Montes… ¡Sit down, dóctor!
El doctor Fausto se sienta un poco apartado y durante todo el tiempo mantiene un aire o una sonrisa burlesca, siguiendo disimulada o abiertamente el diálogo del Teniente Comfort con Soledad.
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YANQUI. —Mientras Soledad tiende la ropa en el alambre y le da la espalda,
trata de abrir conversación con frases anodinas —Muy hermosa tarde, ¿eh?… muy bello lugar, ¿sabe? SOLEDAD. —Escena muda. Pone su batea en una pata de gallina. Va sacando
prendas de ropa, cotonas, pantalones, camisolas, que extiende, sacude y cuelga del alambre. Su actitud es de ingenua coquetería, pero de cierta inquietud, al observar de reojo que el Teniente está pendiente de sus movimientos. Soledad toma de la batea una pieza de ropa femenina. La sacude y al extenderla ve que es ropa íntima y mirando de reojo al yanqui, apenada y rápida, la apretuja nerviosamente, la esconde entre el resto de la ropa en la batea y toma un pantalón que cuelga en el alambre. YANQUI.
—Que ha visto la acción y el embarazo de Soledad, ríe con escándalo, muy divertido con el suceso.
SOLEDAD.
—Apenada y casi sin darle el rostro le dice: —¡Perdone el irrespeto!
YANQUI.
—Con gesto y mímica de cumplido galante pero con absoluta vulgaridad: —¡Tiéndala! ¡Es una bella bandera!
SOLEDAD.
—Ruborizándose. —¡A mí me han enseñado que la mujer es secreta!
YANQUI.
—Entendiendo muy lentamente. —Ah!… oh!… ¡Habla usted con mucho encanto!
SOLEDAD.
—Por decir algo. —¡Lo dice por reírse!
YANQUI.
—¡No, no!… Muy bello habla. Tiene lengua muy dulce… pero difícil.
SOLEDAD.
—Sonriendo. —¿La mía? —Saca la lengua ingenuamente y se ríe infantilmente del Teniente.
YANQUI.
—Exaltándose. —¡Oh, esa más! —La coge del brazo. —¡Yo sería feliz con esa lengua!
SOLEDAD. YANQUI.
—Mirándolo algo desconcertada. —¡Qué ocurrencia!
—Más atrevido, le coge ambos brazos y le dice apasionadamente: —¡Me gusta usted, muchacha!
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SOLEDAD. —Mira al Teniente en los ojos y comprende como mujer, entrando
desde ese momento a la defensiva, con inquietud creciente. —¡Suélteme! YANQUI.
—Sin soltarla. —¡Oh! ¡No me tenga miedo! Yo…
SOLEDAD.
—¡Déjeme! ¡Usted también tiene moscas en los dedos! ¡Creí que era distinto!
YANQUI.
—Tratando de recuperarla. —¿Por qué dice eso, señorita?… Yo puedo quererla…
SOLEDAD.
—Volviendo a desprenderse. —¡Tiene los ojos malos! ¡Suél-
teme! YANQUI. —Cogiéndole de nuevo el brazo y aproximándole el rostro, mien-
tras ella rehuye. —¡Sólo quiero hablarle un poco… ¡un poquito!… ¡Oh!… ¡No ser mala conmigo! SOLEDAD.
—Renuente se aleja. —No. No quiero.
YANQUI.
—Sin acercársele trata de convencerla, pero ella al final de la frase le da la espalda. —Si yo le digo que quiero llevarla conmigo… ¿es correcto? Llevarla… ¿sabe?… Usted puede vestirse mejor. Yo muy complacido si puedo darle todo. Usted me gusta mucho… ¡Oh! ¡Oigame!
SOLEDAD.
—Que le ha dado la espalda y está de nuevo tendiendo nerviosamente la ropa. —Estoy oyendo!
YANQUI.
—Volviendo a acercarse por la espalda. —¡Usted se burla de mí! —Penduleando el dedo índice como un profesor que alecciona. ¡Usted mala muchacha conmigo!…
SOLEDAD. YANQUI.
—Se encoge de hombros.
—La agarra del brazo y trata de besarla.
SOLEDAD.
—Lo aparta con el brazo, en un movimiento rápido. Furiosa: —¡No! ¡Que se aparte le digo…! ¡Qué se ha creído usted! —Coge su batea y con humildad pero enojada dice: —¡Me voy a ir si sigue molestando!
El Dr. Fausto, dándose una palmada en la pierna se ríe. Lo observa Soledad y se molesta más, decidiéndose a buscar refugio en el rancho con un gesto y movimiento de impaciencia.
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YANQUI.
—Riéndose apenado, protesta en falso. —¡No, por favor, muchacha!
SOLEDAD.
—Dirigiéndose al rancho. Vuelve a él el rostro, deteniéndose un momento y con gran simplicidad le dice: —¡No me gusta su modo! Si yo no le conozco a usted ¿por qué me va a estar tocando?
YANQUI.
—Queriendo aproximarse de nuevo pero inseguro y apenado en su sonrisa y voz. —¡Usted muy linda…! ¿Por qué ser así… usted…?
SOLEDAD.
—Despectiva le vuelve la espalda. —¡Oh! —Se mete al rancho.
YANQUI.
—Titubea corrido, riéndose. Saca el pañuelo. Se seca el sudor por hacer algo. Se vuelve al Doctor Fausto que lo observa con expresión irónica y al contacto con el Doctor hace un gesto pueril de malicia. —¡Oh, muy guapa, pero… —Hace un gesto de que es difícil y se ríe secándose el sudor.
DR. FAUSTO.
—Lo llama con una seña para que se aproxime. Habla en voz baja. —¡Mi querido Comandante… muchos rodeos para tomar esa plaza!… ¡Usted no conoce a esta gente!… ¡Es primitiva! ¡Necesita fuerza!… ¡Usted mucho habla! ¡Impóngase como macho! —Hace gesto y ríe.
YANQUI.
—Retardado en comprender, pero al cabo se le ilumina la cara y exclama: —¡Oh, oh, oh! ¡Oh, yes!… Tarzan, ¿eh? —Poniendo en tensión el brazo hace gesto de fuerza y de “machismo,” riéndose gozoso y cerrando el ojo como que ha cogido el consejo.
DR. FAUSTO.
—Sonando los dedos. —Llévesela! —Se ríe despectivo.
—Se acerca al rancho usando gestos de película, como cualquier marino estándar que va de conquista galante. Observa el rancho con sonrisa maliciosa y traviesa. Ya no queda nada de su aparatosa arrogancia de autoridad interventora: —¡Hey! ¡Muchacha!
YANQUI.
SOLEDAD.
—Asoma un poco la cara con inocente recelo.
—¿Mucho miedo, muchacha? —Le sonríe queriendo darle confianza. Hace un pequeño ruido con la boca reconviniéndola: —¡Th! ¡Ths!… ¡yo ser bueno!… ¡no hacer nada!
YANQUI.
SOLEDAD. —Da un paso, no sin temor y con inocencia, seriamente, le advierte
y al mismo tiempo ruega. —¡Ya no me moleste!… ¡Tengo que hacer!
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PAC YANQUI.
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—¡Oh, no, no!… Yo sólo mirarla.
Escena muda. Sale Soledad y comienza a tender de nuevo la ropa. El yanqui va detrás, primero a ritmo lento, después acelerado, cercano, tratando de “entrarle.” Soledad, nerviosa, no cesa en mirar hacia él tras de cada movimiento. De pronto a Soledad se le cae una pieza de ropa y al agacharse a recogerla, el yanqui también lo hace; la recogen juntos y cuando ella trata de colgarla en el alambre él le toma la mano. Soledad instintivamente la aparta pero el yanqui se la coge con fuerza. SOLEDAD.
—Retrocediendo un paso hacia la derecha sin poder soltarse. —¡Le dije que no me molestara!
YANQUI.
—Queriéndola atraer y ella, esquiva, tratando de retroceder. —Yo querer hablarle ahora.
SOLEDAD.
—Con movimientos bruscos por soltarse. —¡Que me deje, le digo! YANQUI. —Apretándola más. —¡Se va a hacer daño! SOLEDAD.
—Luchando y retrocediendo un poco más. —¡No me importa! ¡No quiero! —Furiosa. —¡No ponga su fuerza en los débiles!
YANQUI. —Dando paso a la brutalidad pone toda su fuerza, ya sin control,
lleno de cólera y deseo y tira de ella queriendo abrazarla. SOLEDAD.
—Esquiva en lo que puede el rostro cuando trata de besarla. Hace un esfuerzo y logra retroceder, sin soltarse, un paso más, y con el cabello revuelto le grita, forcejeando: —¡Si no me suelta le grito a mi tata!
YANQUI.
—Al oír esto acomete con más fuerza. Están ya por salirse de la escena. Se ve que la agarra y trata de cargarla en brazos.
En la lucha salen de escena. A la derecha. Se oye lucha. VOCES DE SOLEDAD: —¡Déjeme!… ¡Déjeme, le digo! —Grita: —¡Tata!
¡Tataaa!… ¡Tataaaa!… ¡Ta……! Una mano tapa su boca. Gritos ahogados. Pasos que se alejan. Silencio.
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DR. FAUSTO. —En el momento que la lucha está es su clímax se ha levan-
tado, observando. Cuando salen de escena se acerca al rancho para ver desde allí lo que está pasando. Enciende un cigarro y se ríe. La risa crece cuando grita Soledad. Cuando los pasos se alejan y viene el silencio, remeda al yanqui entre risas. —“Yo ser la ley aquí, dóctor!”… —Risa burlona. “¡Nosotros queremos civilizarlos!”… Gran risa. Se sienta en el taburete extendiendo los pies, satisfecho… ¡Yanqui baboso!… ¡Ya sé dónde te aprieta el zapato! —Carcajada de ironía y de triunfo, echando la cabeza hacia atrás. Está riéndose el Doctor Fausto, de cara al público, cuando a su espalda, por la izquierda, entra Sebastiano, rápido, receloso, inquieto y con el machete en la mano. Al ver al Dr. Fausto riéndose se detiene un instante pero inmediatamente avanza, ensombreciéndose su fisonomía. Cuando el Dr. Fausto siente los pasos y vuelve el rostro cortando en seco su risa, ya Sebastiano está cerca de él, visiblemente furioso, interrogando: SEBASTIANO.
—¿Dónde está la Soledad?
DR. FAUSTO.
—Da un paso atrás, hacia la puerta del rancho, desconcertado y sin hallar qué decir.
SEBASTIANO. —Avanzando, más amenazante. —¿Dónde está la Soledad,
pregunto? DR. FAUSTO.
—No encuentra otra defensa que tomar un aire cínico: se encoge de hombros y coloca su mano sobre la pistola que lleva al cinto: —¿Qué Soledad?
SEBASTIANO.
—Avanza tan furioso que el Dr. Fausto retrocede en el propio umbral de la puerta del rancho. — ¿Qué hace usted aquí? ¡Dónde está la muchacha? ¡Yo la oí gritar! ¡Dígame dónde está!
DR. FAUSTO.
—Se ríe despectivamente sin apartar la mano del revólver. —¿Me la dejó a cuidar a mí?
SEBASTIANO.
—Ciego de rabia, creyendo que la muchacha está en el rancho embiste sobre el Dr. Fausto. —¡Pues qué hace usted aquí, jodido!
DR. FAUSTO.
lo tiro!
—Quiere sacar su pistola y grita: —¡Si usted da un paso
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Pero Sebastiano se ha echado sobre él, ciego de furia y sin dejarle terminar la frase le agarra la mano de la pistola, lo empuja y entran al rancho en lucha. SEBASTIANO.
—¡Me va a decir dónde está!…
Exclamaciones… Ruidos de lucha… Un disparo… Un ruido de machetazo seguido de un tremendo: “¡Ay!”… y alguien que cae… Una pausa… Y luego Sebastiano que sale, con ojos desorbitados, el cabello revuelto, la cotona rota y ensangretada. En la mano lleva todavía el machete manchado de sangre. Busca a Soledad. SEBASTIANO. —¡Soledad!… —Grita, mirando hacia todos lados. ¡Soledad!
—Grita más fuerte, avanzando hacia el camino. —¡Soledaaad! Sale tambaleándose por la derecha, mientras cae el
TELÓN
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EPÍLOGO
Cuatro o cinco meses después. Sebastiano, huyendo de la justicia, vive en la cruda montaña. El escenario es la NOCHE, donde los árboles, como altos perros friolentos, tiemblan bajo la luna. Sólo se ve una luna enorme. Y a la izquierda, al pie de un árbol seco, un rancho cenizo, semi-derruido, dentro del cual arde una candela o un candil. Nota: Al final del acto despiertan las primeras luces del alba. Sebastiano, solitario, sentado en una piedra frente al rancho, tiene su guitarra en la mano, pero no la toca. Ya no hay música. La canción la dice, la reza, la llora. (Es una canción que se ha secado.) SEBASTIANO.
De dos en dos, de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil, descalzos van los campesinos con la chamarra y el fusil… De dos en dos los hijos han partido, de cien en cien las madres han llorado, de mil en mil los hombres han caído y hecho polvo ha quedado su sueño en la chamarra, su vida en el fusil… El rancho abandonado… la milpa sola… el frijolar quemado… El pájaro volando sobre la espiga muda, y el corazón llorando su lágrima desnuda… De dos en dos, de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil, descalzos van los campesinos con la chamarra y el fusil…
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Alzando gradualmente la voz: De dos en dos, de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil, por los caminos van los campesinos a la guerra civil! Pone la guitarra lentamente en el suelo. Mira el rancho con la cabeza entre las manos y con un tono de voz más real , pero abatido, dice: …Y ahora sólo quedó el Sebastiano, sin tierra, sin hijos, sin mujer… íngrimo como su rancho; el pobre buey cansado de mi rancho que ya se echó en la noche para siempre!… —Con gesto fatalista. —¡Una guerra se llevó todo!… —Se yergue un poco y su voz cambia como si hablara con alguien. —¡Y la Juana que me decía que la tuerce la endereza el hombre!… ¡La tuerce!… Yo también creí acabar con ella matando al dañino!… —Mueve la cabeza. —Pero erré el tiro! Pisé la muda y dejé viva la serpiente… —De nuevo fatalista. —¡Nadie puede acabar con el Mal! —Pausa. De pronto con furia, poniéndose de pie. —¡Pero lo maté a él! ¡Él me trajo la tuerce! ¡Él desgració mi pobreza! ¡Bandido!… ¡Se reía de la flaqueza, tentando a Dios!… ¡Bien muerto estuvo!… —Da unos pasos. Se sienta. Y moviendo la cabeza dice con voz desilusionada. —¡Eso digo yo, pero erré el tiro! ¿Qué compuse con la sangre?… ¡Tener que huir de la justicia, arrastrar a la pobre Juana a esta inclemencia, para que se consumiera la pobrecita, para que muriera de necesidad, de pura tristeza en estos breñales!… Ah! Mi Juana!… ¡Ella sí creyó en todo!… Creyó en los conservadores… Creyó en los liberales… Creyó en los yanquis. Porque era fantaseosa y alegre!… Ella sostenía el rancho con su estrella… —Con la cabeza entre las manos mira el vacío. Recuerda. Pausa. Luego, como sacando una conclusión. —¡Fue la guerra la tuerce! —Poniéndose de pie, con los puños cerrados y en alto, clama su furia impotente contra la NOCHE. —¡Hijueputa guerra que acaba con lo que uno quiere y trae lo que uno maldice!… ¡Fue la guerra la que trajo al abogado, la que trajo al yanqui, la que trajo la
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robadera y la matanza! ¡La guerra fue la que se llevó a mi Pancho, mi mayor! La que se llevó a Margarito! La que se llevó a la Juana! —Se deja caer sentado en la piedra y casi sollozando, termina. —¡La que se llevó a mi muchacha, Soledad… lo que yo más quería!… Oculta el rostro entre sus manos y llora en silencio. Pausa larga. Entra Soledad, de negro, envuelta en un rebozo negro. Cansada. Envejecida. Registra en silencio las sombras y al ver a su padre vuelve a ser, por momentos, la muchacha de otros días: ingenua, impulsiva, cariñosa. Corre él. SOLEDAD.
—Arrojándose a los pies de su padre. —¡Tata!… ¡Mi Tatita! ¡Yo lo creía perdido!
SEBASTIANO.
—Vuelve en sí, la mira con grandes ojos asombrados, y se levanta para abrazarla, mientras le dice lleno de ternura: —¡Soledad!… Mi lindita!
Se abrazan de pie, apretados, adoloridos y felices. SEBASTIANO.
—Separando un poco a su hija para mirarla mientras con sus dos manos estrecha los dos brazos de ella —¡Casi no le creo a mis ojos!… ¿Volviste, pues, a tu viejo?…
SOLEDAD.
—¿Dónde no los busqué, tata?… ¿Por dónde no anduve?… —Mira a su alrededor. —¿Y mi mama?…
SEBASTIANO.
—Congelando su feliz sonrisa la mira en silencio, baja la cabeza; se sienta. —¡La pobre!… ¡Se me apagó como una candelita de cebo!… —Pausa. Desconsolado. ¡Ya conoció la tierra tu madre!
SOLEDAD.
—Que desde el primer silencio comprende, vuelve la cabeza, como que no quiere ver en su padre el recuerdo de su madre, y llora calladamente. Luego dice entre lágrimas: —¡Si me hubieras mandado a decir algo!
SEBASTIANO.
—Con gesto de impotencia. —¿Y cómo?… ¿Qué amigo le queda al que le cae la desgracia?… —Cabizbajo. —¡Si por vos maté!… ¡Iba como ciego, como loco gritándote, hasta que la Juana me cogió de la cotona y me arrastró a esconderme!… A huir!… ¡Cuántas noches, cuántas!… ¡Y a quién le iba a decir nada! ¿No me anduvieron buscando mis propios vecinos?
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SOLEDAD.
—Sentándose cerca de él en otra piedra. Con voz consoladora: —¡Después ya no, tata! ¡Después supieron lo del yanqui!
SEBASTIANO.
—Ardido. —¡Él te llevó!… ¡Te tuvo en el cuartel!… Se lo gritaron a la Juana los Potosme. Ella me lo dijo. —Rabioso. ¡¿Pero qué hacía yo con la fatalidad?!… —Bronco. ¡Desgraciado yanqui!
SOLEDAD.
—Con odio: —¡Hizo lo que quiso conmigo! —Silencio amargo. De pronto, en voz dura. ¡Pero Pedro Rojas lo matoneó!
SEBASTIANO.
—Con gesto de sorpresa. —¿Pedro Rojas?… —Afirmando algo que hasta ahora acepta. ¡Te quería a vos Pedro Rojas!
SOLEDAD. —Afirma con la cabeza y exclama con desilución: —Lo matoneó
porque lo había jurado!… Ahora anda huyendo. Le echaron todo el resguardo. ¡Pero no lo agarran!… Pedro conoce la montaña! SEBASTIANO.
—¡Pedro Rojas!… —Pausa. Reflexivo y otra vez fatalista. ¡Cuánta sangre ha corrido!…
SOLEDAD.
—Y el pobre Pedro no sabe… —Llora de pronto cubriéndose el rostro con las manos… —¡Es horrible que un hijo venga sin que lo llame el cariño!…
SEBASTIANO. —Poniéndose de pie, abre los ojos como que ha oído algo ines-
perado e increíble y en una voz extraña y llena de perplejidad, exclama: —¿Un hijo?… ¡¿Un hijo vos?! SOLEDAD.
—Que tenía el rostro cubierto con las manos, al oír la voz de su padre y verle de pie, con un rostro extraño, cree que está enfurecido o que va a hacerle algo. Con voz temerosa, casi desesperada, se encoge, levanta las manos en defensa y grita: —¡No me toque, tata! ¡No se eche contra mí, que yo no tuve la culpa! ¡Yo no llamé al hijo, pero él vino porque me lo trajo la tuerce!… —Viendo la cara de desconcierto de su padre, se yergue y puesta de pie dice con gesto terminante. —¡Pero eso ya acabó! ¡¡Ya acabó la tuerce!! ¡Pedro Rojas le limpió su destino!
SEBASTIANO.
—Mirándola fijamente. Las lágrimas surcan sus mejillas… Luego, en voz resentida pero llena de ternura, le dice: —¿Me decís eso a mí, Soledad?… ¿Y qué te voy a hacer, cuando sos mi única ale-
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gría, mi guitarra, el espejito de mis canas, mi lumbre…? —La ha tomado de la mano y ella tiernamente arrecuesta la cabeza contra su pecho. ¿No le decía la niña sol cuando estaba chiquita y me despertaba junto con los gallos? —Sonríe recordando… Volviéndola frente a sí, mientras sus manos la aprietan de los brazos… —Lo que pasa es que me has hecho mirar el mundo como si comenzara otra vez!… ¿Vos sabés lo que es un hijo?… Cuando ya el viejo Sebastiano creía que su estrella se había apagado, la ve salir otra vez… — ¡¡Tocame!! —Le coge la mano y se toca con ella el corazón. —¡Parece que me estuvieran ladrando dentro todos los perros del alba!… —Inspirándose. Señalando a lo lejos su sueño. —¡Es que ya veo venir al hombrecito… al último hijo del Sebastiano!… ¡Ese sí va a abrir los ojos! ¡Dejalo crecer, Soledad!… ¡Dejalo que se haga fuerte bajo el sol y venga con su machete a poner las cosas en su lugar!… ¡Ah!… Entonces sí, Petronio Hernández, vas a saber lo que es mi raza arando tras los bueyes!… Y vos, Pedro Potosme, borracho que te burlabas de mis achaques, vas a ver a tu hijo dándole los buenos días a mi hijo!… Porque los va a juntar a todos, les va a sonar las campanas del cabildo: “¡a juntarse los pobres!” va a decirles… ¡Dejalo, Soledad… vas a ver a Ruperto Meza, a Juan Zeledón, a Goyo, a Pedro Pablo, siguiéndole los pasos, unidos todos con mi hijo, haciendo la tierra grande!!… Ya lo estoy viendo… Entonces sí que se acabaron los babosos que pelean por los de arriba!… “¡Aquí no hay más que cristianos trabajando la tierra de los pobres,” ¡jay!… ¡eso va a decirles tu hijo!… ¡Entonces, sí!… —En el colmo del gozo. —¡Qué hubiera dado la Juana por verlo bajar el valle con su cutacha, gritando cosas nuevas! SOLEDAD.
—Después de una pausa bronca y exaltada: —¡Él va a ser su venganza, tata!
SEBASTIANO.
—La mira como a una extraña. Surge algo nuevo y duro en su inteligencia que lo hace variar desde este momento e irse encerrando en sí mismo cada vez más como si acabara de morir y debiera enterrarse en su propio cuerpo. Rotundo: —¡No! —Cabizbajo. —No le hagas caso al viejo…! Estamos locos pensando en venganzas! —Sienta a Soledad en la piedra y se aleja, lúgubre, unos pasos.
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In promptu, medio de espaldas. —¡Soledad!… ¿Sabés qué?… ¡Andate! —Voz dura. —¡Debés irte! ¡Ya, sí! ¡Ya!… No quiero prenderme más! SOLEDAD.
—Incrédula y casi burlesca. —¡Está loco, tata! ¡Qué dice!
SEBASTIANO.
—Volviéndose a ella con idea de convencerla. —¡No tengo derecho a cargar al muchacho con mi tuerce! Vos misma lo dijiste: “ya Pedro Rojas le limpió su destino”!… ¡Volvete, hija!… Si se queda aquí va a ser el hijo del coyote, el hijo del tigre herido acosado por los tiradores! ¿Querés que siga la cosa? ¿Querés que nazca torcido? —Con gran ternura. —¿Querés que se pierda todo lo que soñamos tu mama y yo en cada hijo perdido!… —Pausa breve. —¡Llevátelo aunque se me parta el alma!… Que no conozca su historia, que no sepa nada, Soledad! Ya demasiado hemos peleado por odio. Hemos matado por hombres, por tierras, por hambre. Hasta por sueños hemos matado!… —Sentándose en la piedra. —Tal vez un niño nos salve… ¡Un niño!… ¡Un niño!… —Termina en un susurro como si la voz se le hiciera caricia.
SOLEDAD.
—Le mira incomprensiva pero triste y le dice con ternura: —Tata: ¿qué es lo que está diciendo?… ¿cómo se va a quedar solo?
SEBASTIANO. —No me quedo solo, hija! ¡No me quedo solo! Él soy
yo… ¿no me oíste?… El hombre no acaba! Pero él es un niño, un niño limpio, y yo soy un viejo. ¡Un viejo lleno de sangre! —Con otra voz, poemática, profética. —¡Los viejos se quedan sentados a la orilla del mundo! ¡Los indios esperan, Soledad! SOLEDAD.
—Se ha levantado, tras una pausa, y se acerca al Sebastiano semi-arrodillándose a su lado para decirle: —¡No hable así tata! ¡No diga locuras! —El Sebastiano reacciona poniendo distancia entre él y ella, levantándose. Soledad, ocupa la piedra y sigue hablando con más fuerza. —¡Nadie espera nada!… ¡Vámonos para otra tierra! En otra tierra hay otros hombres y allí no lo conocen!
SEBASTIANO.
—Deteniendo la voz de Soledad con la mano y poniendo el oído en algo lejano. Nervioso. Impone silencio: —¡Shssst! —Escucha. Pausa. Luego en voz baja y honda. —¿No oís nada?… ¡Tengo tanto tiempo de no hablar que me parece que nos están oyendo desde
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allá abajo!… —Se vuelve a ella de pronto y con gesto impaciente ordena. ¡Andate, Soledad!… ¡Volvete a tu rancho! ¡Esta no es vida para un inocente! SOLEDAD.
—Renuente e incomprensiva. Con plantazón de niña: —¡Pues, no!… Mi hijo se queda aquí! Porque es suyo y tiene que correr su suerte!
SEBASTIANO. —¿Mi suerte? ¿Que no me ves arruinado y… temeroso?
¡Loca! —Con furia. —¿Estás loca? —Extiende el brazo, terminante; grita: —¡Andate ya! SOLEDAD.
—Le mira como asustada, como queriendo medir la decisión que respalda su orden. Con voz débil y de muchachita, que hiere a Sebastiano: —¿Quiere desprenderse de mí?
SEBASTIANO.
—Contradictorio. Da la espalda ocultando su lucha… ¡Sí… Eso quiero!
SOLEDAD.
—Con la voz llena de llanto. —¿Me corre, pues?
SEBASTIANO.
—Luchando siempre consigo mismo —¡No, pero andate! ¡Andate ya! ¡Ya viene el alba!
SOLEDAD.
—Llorando, pasando del resentimiento a la indignación. —¡Me corre!… ¡Si yo se lo vi en la cara: me corre porque le traigo un hijo del yanqui!… ¡No lo quiere! —Llora con la cabeza oculta entre las manos.
SEBASTIANO.
—Volviéndose hacia ella porque no soporta su dolor, pero se refrena cuando ella levanta la cabeza. Vuelve a darle la espalda.
SOLEDAD.
—Prosiguiendo, in crescendo, su llanto y su indignación: —¡Quiere que me vaya!… ¡Prefiere quedarse con la muerte a tener el muchacho ajeno!… ¡Pero es su sangre! ¡Es su hijo aunque no lo quiera!
SEBASTIANO.
—Imponiéndose desesperadamente, grita de espaldas:
—¡Andate! SOLEDAD. —Llora, grita con llanto y malacrianza. —¡No querés a tu hija!
—Llora. —¡No la querés aunque le digás ternuras! —Se levanta gimiendo.
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SEBASTIANO.
—Conteniéndose apenas. Saca una voz que casi lo traiciona. —¡Andate! ¡Andate pronto! ¡Ya viene el alba!
SOLEDAD. —Suelta el llanto sin límite y comienza a retirarse. Da un paso.
Se contrae en sollozos. SEBASTIANO.
—La mira. Una fuerza tremenda y dolorosa lo empuja hacia ella, pero se refrena y vuelve sus ojos a la sombra, en tensión, como una estatua.
SOLEDAD.
—Se detiene un momento, mira hacia su padre esperando que rectifique, pero al verlo inmóvil, llora de nuevo y va saliendo, hacia el fondo, lentamente entre sollozos. A medida que ella avanza, la aurora comienza a nacer iluminando débil y lentamente la montaña. Ritmo lentísimo.
Sale al fondo, por la derecha. SEBASTIANO.
—¡Dios mío!… ¡Por fin pude! —Se agarra el corazón lleno de dolor y se deja caer sentado en la piedra. —Ahora sí va a nacer un hombre nuevo… Ahora sí!…
Parece que va a caer sobre sí mismo cuando baja el
TELÓN
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Death INSTANTÁNEA ESCÉNICA
A Rolando Steiner El escenario debe ser irreal. Esquematizado. Y bajo una luz verdosa, de luna y sueño. Fondo negro con una luna rojiza. A la derecha sugerir la pared de un cuartel con una puerta. Lo importante es solamente la puerta, que debe ser practicable. Quizás un farol quebrado. El coro irá subiendo desde el público, por las graderías que dan acceso al proscenio, y colocándose a derecha e izquierda, guardando simetría, que subrayará con una mímica rítmica para conservar la atmósfera irreal. Sin embargo, al ir apareciendo las diversas personas que componen el coro, sus primeras frases son completamente naturales y corrientes y sólo al incorporarse al conjunto y al hablar en coro se despojarán de la realidad y usarán una entonación litúrgica. El coro está formado por gente del pueblo, de los barrios. Al levantarse el telón surge el Apuntador, con traje moderno, en mangas de camisa y sus papeles en la mano. Mejor si lleva anteojos. APUNTADOR.—Señores: Permítaseme decir, como apuntador, unas
palabras de explicación sobre esta obra. Siempre hay momentos de cruz y de agonía para los pueblos con destino. Momentos cruciales de la muerte y la vida que rodean extrañas sombras y hermosas claridades; sombras de
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crimen y de pasiones fatídicas; claridades de heroísmo y de nobleza. ¡Esta es la tragedia! Así fue, por ejemplo, la tragedia griega, donde jamás subió tan alto el grito del hombre triturado por la pasión o por el destino. El lamento de Nicaragua cuando el horror de su Guerra Nacional no fue menos desgarrador. Sólo que nosotros al contrario de los admirables griegos, hemos olvidado que el teatro es un templo de sagradas memorias para cantar la gesta, el dolor y la pasión de nuestro pueblo. Por eso nuestra tragedia está ahí, en cenizas y en silencio, y nos hemos acostumbrado a ser sordos con nuestro destino y a ser ciegos con la Patria. Evocando, pues, la gloria y la poesía de ayer, oficiamos en las tablas la memoria de un trágico momento que conmovió nuestro siglo xix; tragedia de independencia donde estalló como un fogonazo el heroísmo, el llanto y la libertad. Este es un pedazo de vida y de muerte arrancado de aquella mártir ciudad de Granada, cuando la guerra contra Walker en 1856. Termina de levantarse el telón. De la puerta sale, silenciosamente, una mujer enlutada, cubierta casi totalmente con un rebozo negro, elegantemente vestida, con misterio del escenario, y atraviesa hasta salir despaciosamente por la izquierda. Por izquierda y derecha comienzan a subir, simultáneamente, dos de las personas del coro. Después de mirar el paso de la mujer, el apuntador hace una pausa y pregunta a los que vienen del público. APUNTADOR.
—¿Quién es esa mujer, esa enlutada?
PRIMERO DEL CORO.
—¡A la enlutada nadie la conoce!
SEGUNDO DEL CORO.
—Cubre su rostro porque cubre su vergüenza. Se rumora que ama a quien todos odian.
APUNTADOR.
—Pero va envuelta en silencio como la noche.
TERCERO DEL CORO.—Subiendo
y hablando. —¡Ella sabe por qué! ¡Mientras la patria se resiste, ella se entrega!
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CUARTA (UNA VIEJA) DEL CORO.
—Sube renqueando y dice al apuntador con modales de comadre habladora. ¡La enlutada es la querida de Walker! ¡Para qué andar con tapujos!
APUNTADOR.
—Pero parece una mujer decente.
QUINTA (OTRA VIEJA) DEL CORO. SEXTO (HOMBRE) DEL CORO.
—Es cegua, es mala.
—Desde abajo. —¡Dicen que es rica!
QUINTA ( VIEJA) DEL CORO. —Desde arriba. —¡La hizo rica el Filibustero
con lo que robó en las iglesias! ¡los cálices! ¡las custodias! SÉPTIMO (VARÓN) DEL CORO.
—¡Es mala! ¡La vemos cruzar la noche
buscando al hombre! OCTAVA (MUJER) DEL CORO.
—¡Hay que arañarle la cara, no tiene
vergüenza! MEDIO CORO.
—Al unísono. —¡Hay que apedrearla!
QUINTA (VIEJA) DEL CORO. —Mientras mueren los soldados ella anda
buscando besos, la sucia! LA OTRA MITAD DEL CORO.
—¡Hay que apedrearla!
CUARTA (VIEJA) DEL CORO.
—¡Quisiera verle la cara, que le cogiera el día en su pecado!… ¡Con qué agua se lavará su vergüenza!
MEDIO CORO. APUNTADOR.
—¡Hay que apedrearla!
—¡Oigan! ¡Oigan! ¡Viene la ronda!
MEDIO CORO.
—¡La Falange! ¡Viene la ronda!
LA OTRA MITAD DEL CORO. —¡Los filibusteros! ¡La ronda de la noche!
Se apartan con recelo a ambos lados del proscenio. El Apuntador baja a la concha mientras avanza el tambor y aparecen los filibusteros con sus uniformes negros, revólveres y fusiles. Seis o diez soldados con un capitán. El coro, a ambos lados se aprieta, con terror, a la boca del escenario. Los soldados llevan a un hombre del pueblo, vestido de pantalón azul y camisa blanca, vendado con un pañuelo blanco. Lo colocan en un lugar del fondo, dispuesto con una pequeña tarima y se destaca sobre el fondo negro como “el condenado” a muerte.
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FILIBUSTEROS EN CORO. EL CAPITÁN.
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—What shall his punishment be?
—¡Death!
TODO EL CORO.
—Con voz apagada. —¡Death!
MEDIO CORO.
—Como una letanía. —¡Death! ¡Conocemos el sonido de esa palabra!
UNA VOZ DEL CORO.
—¡Death! ¡Yo escuché ese sonido cuando fusilaron a mi hombre!
EL CORO.
—¡Death! ¡Death! ¡Death! ¡Revolotean esas palabras sobre el pueblo! ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Palabras negras sobre los hombres! La libertad está rodeada de águilas negras. ¡Death! ¡Death! ¡Death!
EL CONDENADO. —Alzando los brazos encadenados. En voz alta, desespe-
rada. —¡Madre! ¡voy a morir en la noche! MUJER (CUARTA) DEL CORO.
—Está en el lugar más alejado del Coro. Da un gran grito. —¡Hijo! —Se abalanza hacia el condenado, abrazándose a sus piernas. —¡Es mi hijo! ¡Mi hijo, asesinos! ¡Es mío, me cuesta mi sangre! —Llora agarrada a él.
Aparece la enlutada en el momento que los filibusteros han hecho el movimiento de precipitarse sobre la mujer. Se detienen. EL CORO. —Cuchicheando. —¡La traidora! ¡La enlutada! —La señalan
con furia retenida. MUJER (CUARTA) DEL CORO.
—Mirando a la enlutada, con furia pero implorando. —¡Vos! ¡Vos la mujer de ése! —Señala hacia la puerta. ¡Ladrale como una perra, si tenés entrañas, para que me salve a mi hijo! ¡Es mi hijo! —La enlutada se aleja un poco, apartando el rostro y luego se lo cubre con las manos crispadas.
MUJER (CUARTA) DEL CORO. —¿Que no sabés lo que es un hijo? ¿Tenés
el pecho vacío? ¡Gritale! ¡Gritale a Walker lo que duele un hijo! —La enlutada retrocede lentamente hacia la puerta, hace una seña a los soldados de que esperen y luego entra súbitamente, cerrándola con violencia.
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MEDIO CORO.
—¡Se le conmovió el corazón! ¡Es una mujer!
LA OTRA MITAD DEL CORO.
—¿Quién ha dicho que tiene corazón?
UN HOMBRE DEL CORO. —Yo me voy. No quiero deberle favores a una
traidora. —Hace el movimiento de bajar. VIEJA (QUINTA ) DEL CORO.
—¡Pero si es una vida!
EL MISMO HOMBRE. —¡No queremos compasión! ¡Queremos libertad! MUJER (OCTAVA).
—¿Que no tenés lástima de esa pobre mujer?
SÉPTIMO (VARÓN) DEL CORO.
—Eso es lo terrible. Cuándo hay que tener lástima y cuándo no hay que tenerla. Cuándo hay que morir y cuándo hay que vivir. Cuándo todo se vuelve contra el pueblo. ¡Y ya nadie sabe dónde queda el corazón y dónde la patria! —Se oye un grito-llanto, un ¡No! como gemido y como protesta, detrás de la puerta. Ésta se abre y aparece Walker, pálido, altanero, con los brazos cruzados. Mira en silencio a los soldados, al condenado, al coro.
EL CORO.
—Todos señalan con los brazos extendidos. —¡Es William Walker! ¡Walker! ¡El filibustero! ¡Walker! ¡El esclavista! —Se abren de nuevo, con terror, con odio, en expectación.
Se hace sepulcral silencio. WALKER.
—En español, con mucho acento inglés y pronunciando muy lenta y fríamente cada palabra. —¡Fusilad a la madre para que no sufra!
Cae rápidamente el telón sobre el movimiento de los soldados preparando sus rifles. y el tambor sonando.
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La Cegua CINEDRAMA
Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal
Se inicia la película con el siguiente letrero como epígrafe: Zehua, dice el pueblo. Zehua es zihuatl: ‘mujer’. Esta es una vieja leyenda náhuatl de las tierras de Centro América y del sur de México. Como en la fábula de la Sirena, la Cegua es una misteriosa mujer que aparece por las noches para enamorar a los hombres y perderlos; pero esta sirena de la tierra no canta, sino que anuncia su presencia con un lúgubre grito… Este letrero aparece sobre un fondo de penumbra, y, simultáneamente con sus últimas frases, se ve pasar, en el trasfondo, una figura oscura de mujer y se escucha el largo y lúgubre grito de la Cegua. Aparece el exterior y luego el interior de uno de esos antiguos y patriarcales ranchos del norte de México en el siglo xix. Es de noche. El dueño de la hacienda —un señor ya muy anciano y venerable— rodeado de su familia ha recibido la visita de otros amigos y rancheros, y están en una conversación o tertulia de sobremesa, mientras alguien con su guitarra tararea una canción.
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La cámara recorre la sala donde están reunidos, enfocando diversos objetos raros que cuelgan de la pared o están colocados en algunos muebles. Un cinturón militar (de pistola) roto. Una punta de lanza. Una jícara nicaragüense. Un tacón de zapatilla de mujer colgado de un hilo negro. Y una extraña máscara con una trágica fisonomía de mujer, cuyo cabello es una larga mata de crin de caballo. Al enfocarse la máscara se oye a lo lejos el aullido prolongado de un coyote. La cámara enfoca rápidamente a un lejano coyote del llano, alumbrado por un relámpago. Comienza a llover. Don Jerónimo, el dueño del rancho, al oír el aullido dice: “Oigan qué extraño aullido el de ese coyote; ¡me recuerda al grito de la Cegua!” Uno de los visitantes pregunta: “¿Qué cosa es eso de la Cegua, don Jerónimo?” “Es una leyenda de Nicaragua,” contesta don Jerónimo, “como la Llorona, como la Calandria… Pero para mí no fue una leyenda… Yo conocí allá una verdadera Cegua… Voy a contarles…” Todos se preparan para oírle. “Cuando los estados esclavistas del Sur de Estados Unidos vieron con alarma que los del Norte querían abolir la esclavitud, decidieron hacerse dueños, a toda costa, de uno o varios territorios de México o Centro América para tener más representantes en el Congreso de la Unión y poder imponer sus ideas a los del Norte. Pero…”
La cámara enfoca a don Jerónimo joven, en la plaza de Hermosillo (capital de Sonora) recibiendo a un batallón de filibusteros norteamericanos, mientras se continúa oyendo la voz de don Jerónimo fuera de foco. “Entonces yo era…” (la cámara enfoca el rostro de don Jerónimo joven) “Gobernador del Estado de Sonora…”
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Cesa de oírse la voz y se ve al jefe de los filibusteros, William Walker, adelantarse hacia el Gobernador y sostener el siguiente diálogo: Don Jerónimo pregunta a qué se debe su llegada. Walker contesta, con fanfarronería y en mal español, que llega a anexar el Estado de Sonora a los Estados del Sur, que deberían sentirse muy honrados de esta anexión, porque ellos les traen la civilización, harán progresar el Estado, etc. Don Jerónimo, con gran presencia de ánimo, les responde que “cómo no,” que serán recibidos con todos los honores, que se sienten muy felices por este beneficio que van a recibir, etc. Walker toma posesión del edificio de Gobierno. Ordena que bajen la bandera mexicana para substituirla por la de los Estados del Sur. Don Jerónimo objeta que es mejor que se haga con toda solemnidad delante de todo el pueblo, que mientras tanto, como deben haber llegado cansados, él quisiera invitarlos a una modesta comida para festejar su llegada. Se ve a don Jerónimo girar órdenes a diversos individuos mexicanos que salen a toda prisa y misteriosamente. Luego una gran sala del edificio y la preparación de un suculento banquete. Movimiento de servicio. Se ve a los individuos a quienes don Jerónimo giró sus órdenes, hablando en lugares apartados de la ciudad con grupos de gentes del pueblo que luego se van también a prisa y misteriosamente. Se ve luego el banquete. Todos los filibusteros en una larga mesa que encabeza Walker y don Jerónimo a su derecha. Varios enfoques haciendo ver que la comida continúa y que los filibusteros van emborrachándose. Abundancia de licores. Miradas de reojo de don Jerónimo a sus sirvientes que con gestos disimulados parecen asentir. Insistir, como contraste de los filibusteros borrachos, en el rostro impasible y sereno de Walker que no bebe ni una copa. Se levanta don Jerónimo para brindar. Silencio. Don Jerónimo alza su copa y dice: “Señores esclavistas: ¡Viva México!” Apenas dice estas palabras se abren todas las puertas del salón
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y lo inundan soldados del pueblo mexicano con armas de toda especie y se echan encima de los filibusteros. Confusión y matanza general. Largo rato de confusión y muerte. Cesa todo y la cámara recoge la visión de todos los filibusteros muertos en todas las posturas. Don Jerónimo recorre y revisa a los muertos. Nota que falta uno. Y exclama: “¡Falta uno, se nos ha escapado el jefe!”
Pasa la escena al desierto interminable de Sonora, donde se ve, desde lejos, la figura de Walker, derrotada, cansada y fugitiva. Luego a los soldados de don Jerónimo buscándolo con luces. De nuevo se ve a Walker más lejos, más cansado, bajo la luna. Amanece. Don Jerónimo encuentra en el desierto el cinturón roto de la pistola de Walker. Lo toma en la mano. Disolvencia. Aparece de nuevo don Jerónimo anciano en su rancho mostrando este mismo cinturón de Walker a los presentes mientras dice: “Y a William Walker no lo pudimos capturar…” Mientras vuelve el cinturón a su sitio agrega: “Walker no se atrevió a volver nunca a Sonora. Pero siempre siguió con su idea de anexar algún nuevo territorio a los Estados esclavistas del Sur. Una vez…”
Una casita típica de San Francisco de California (casa modesta). William Walker en su despacho. Llega donde él un viejo amigo suyo, también aventurero, llamado Byron Cole, quien con el rostro muy contento le dice: “Por fin se cumplieron tus deseos. Lee esta carta que he recibido de Nicaragua. Es un país muy rico que está en guerra. Se ha dividido en dos bandos, cada uno ha formado gobierno en dos ciudades rivales: León y Granada. El gobierno de León solicita voluntarios extranjeros para vencer a sus contrarios. ¡Esta es tu
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oportunidad, héroe de Sonora!” Walker lee y levanta los ojos iluminados hacia su interlocutor. En su pupila azul clara hay un brillo acerado, un fulgor gris. No contesta pero se dibuja en sus labios una sonrisa fría, característica de su rostro siempre impasible. Se ve a Walker y a Byron Cole llegando a la puerta de una taberna portuaria donde suelen reunirse todos los aventureros. Al llegar adentro, Walker hace una seña a otro filibustero, Henningsen, que está con un grupo en una mesa. Éste se desprende de su grupo y se sientan los tres en un lugar aparte. Abren un mapa sobre la mesa. Cole y Henningsen piden licor —Walker no bebe— y hablan algo sobre el mapa mientras lo señalan con el dedo. Música de cantina al fondo. La cámara se acerca luego a la mesa de Walker. Se ve el mapa de Nicaragua. Luego el rostro de Walker y sus ojos fijos en el vacío, mientras se oye la voz susurrante de Byron Cole fuera de foco (son como frases sueltas): “Es una bella tierra, con grandes lagos… llena de riquezas inexplotadas… con oros, ganados, maderas preciosas… Es el tránsito de nuestra navegación… El paso entre los dos mares…” Se ve el dedo sobre el mapa por donde se lee: “Ruta del futuro Canal Interoceánico.” Otra vez la sonrisa de Walker. Disolvencia.
Barco en el puerto de San Francisco. Es un viejo buque que lleva el nombre Vesta.Por el muelle y las escalas van llegando filibusteros. Se ve en un grupo a Byron Cole hablando con varios. En otro a Henningsen haciendo lo mismo. Y en la proa, con los brazos cruzados, a Walker viendo llegar a sus futuros subordinados. Al pasar por la escalera del buque la cámara enfoca, uno tras otro, los diversos rostros de los aventureros que van a partir. Estos enfoques de rostros son entrecortados por tomas de las manos de los mismos en actitud de firmar en el libro de abordo
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sus compromisos. Esta firma la hacen ante Walker, que es el último rostro que se enfoca mirando fijamente a los que ya son sus soldados. Toma del barco partiendo.
Toma del barco llegando al puerto de El Realejo en Nicaragua. (Debe ponerse un letrero que esclarezca que ese puerto es El Realejo de Nicaragua). Una Junta de Gobierno, altos militares nicaragüenses los reciben. Gritos de la multitud. Baja Walker al frente de los suyos. Las autoridades se adelantan a darles la bienvenida y le dicen que agradecen la llegada de los voluntarios, que serán muy bien tratados y que esperan muy pronto vencer a los enemigos y pacificar al país. En esta ceremonia rápida se hace notar el rostro de uno de los principales de la Junta de Gobierno —el Coronel Altolaguirre— que mira fijamente a Walker y luego como consecuencia, dice al oído de su vecino: “Desconfío de ese hombre. Dudo que nos traiga la paz.” Visión del populacho gritando enardecido: “¡Viva el partido democrático!” “¡Ahora sí acabamos con los rebeldes!” “¡A tomar Granada!”
Corte y una voz fuera de foco dice: “Mientras tanto en Granada…” viéndose una torre de iglesia que suena lentamente sus campanas. Mediodía. Una calle larga y luminosa. En ella una carreta tirada por bueyes con una pipa de agua. El boyero va pregonando: “¡Agua! ¡Agua!” Por las aceras pasa una frutera con su batea de frutas sobre la cabeza. Otras personas que pasan. La ciudad rebosa tranquilidad y una serena alegría.
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La cámara sigue por la calle y se detiene ante una casona señorial, de un piso, de ventanas coloniales con barrotes o rejas de hierro forjado. En una de las ventanas sentada en el poyo interior y con las hojas entreabiertas, se mira a una joven de diez y seis años, trigueña, muy bella, que está bordando. En la acera de enfrente se ve a un joven de 24 años, de buena presencia, que le hace algunas señas y le silba suavemente. Ella mira disimuladamente y sonríe. El joven con cierta indecisión. La madre de esta jovencita, una hermosa señora vestida de negro, aparece y le cierra bruscamente la ventana. El enamorado se retira apresuradamente a la esquina de la calle y observa. La cámara entra en la casa de la jovencita y enfoca la misma habitación o sala cuya ventana acaba de cerrarse, y se ve a la joven, cuyo nombre es Carmen, que llora. Y a su madre que la regaña. Entra en ese momento al lugar, el padre de Carmen —el General Montoya— que interviene a favor de su hija y dice a su esposa: “¿Por qué la reprendes? ¿Qué de malo tiene que esté en la ventana?” Su esposa responde: “En la ventana tiene a su enamorado y eso es lo malo.” Dice él: “El Coronel Corrales es una persona muy honorable, un militar de gran porvenir. ¿Por qué tratas esto como si fuera un amor de chiquillos? Corrales es ya un hombre maduro y debes recordar que yo ya le he prometido darle a Carmencita por esposa. ¿Cómo le has hecho ese desaire de cerrarle la ventana?” Contesta ella: “Yo no le he cerrado la ventana a él, sino a ella. Ni lo vi ni me importa Corrales. Pero no quiero que la niña se enamore. ¿Para qué sirven a Carmen esos prometidos honorables? ¿Quieres que sea como yo, una esposa de ficción, la honorable esposa del gran General Montoya que le ha entregado su vida a la Patria, a la guerra, a la política, a todo, menos a su esposa?” Mientras sucede este diálogo, la cámara también enfoca las diversas actitudes y reacciones del rostro de Carmen. En todo el diálogo la esposa del General Montoya se muestra fría, con cierto despego hacia su marido y hasta algo de no desarrollado odio.
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Inmediatamente después de este diálogo, la cámara vuelve a la calle y se mira a Gallardo siempre expectante, pendiente de la ventana, desde la esquina. En ese mismo momento se ven venir, por direcciones opuestas, a un fraile franciscano (alto, delgado como un óleo del Greco) y a un militar de edad ya cercana a los cuarenta años, de uniforme y de porte muy marcial. Se encuentran en la misma esquina donde está el joven Gallardo, el cual queda en un segundo plano. El militar y el fraile se saludan. El fraile le pregunta sonriente si anda paseando la acera a su novia, mientras mira hacia la ventana. El Coronel Corrales (así se llama el militar) sólo sonríe. El padre (Fray Francisco Villavicencio) continúa: “¿Cuándo es la boda?” El Coronel le dice que Carmencita está aún muy joven. Que cuando termine la guerra él cree que podrá casarse conforme lo tiene ya arreglado con el padre de Carmencita, el General Montoya… El fraile le felicita y le dice en un tono de voz bastante significativo, que espera que la señora de Montoya no se oponga. Gallardo ha escuchado todo este diálogo y a cada palabra se retrata en su rostro la contrariedad y los celos. El fraile y el militar se despiden y, en ese momento, con cierto aire de provocación, Gallardo cruza la calle y vuelve a silbar junto a la ventana. Disolvencia.
La cámara enfoca de nuevo la calle recta, hacia el fondo completamente vacía. En el fondo lejano aparece un hombre, un soldado nicaragüense que viene corriendo por el centro de la calle (en una mano trae un fusil, la otra la trae vendada con un trapo sanguinolento) y que grita entre demostraciones de gran cansancio. A medida que viene corriendo, las ventanas y puertas de las casas se van abriendo. Rostros que asoman. Gentes que salen a las puertas. Formación de grupos. Perros que corren. Cuando el soldado se acerca a la cámara, se escucha distintamente lo que
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anuncia a gritos: “¡Llegaron los filibusteros al Realejo! ¡Ya vienen sobre nosotros!” La última ventana que se abre después de este pregón es la del General Montoya. Se abre y aparece en primer plano el rostro interrogante del General Montoya. Un momento después aparece, detrás del General, su señora. Su rostro es de esfinge. Un momento después se ve tras ella el rostro angustiado, curioso, de Carmen. La cámara se detiene un momento sobre los tres rostros con sus tres diferentes expresiones, mientras cruzan la escena, en primer plano, los barrotes de la ventana. (Fuera de foco los gritos de la gente alarmada y el pregón que se aleja.)
Nocturno de la misma calle. Se oyen campanas del toque del Ángelus. Zaguán de la casa del General Montoya. Se ven llegar y entrar gentes de la sociedad de Granada. Señores. Militares. Fray Francisco. Etc. La cámara entra en la casa y se ve la sala y una gran reunión de “los principales” de la ciudad —en rueda— todos hablando, otros que entran y saludan, etc. Entra el joven Gallardo con su padre, un hombre de sesenta años vestido de civil. La cámara enfoca la reunión ya constituida y habla el General Montoya, quien les dice que los ha convocado por las noticias muy graves que acaban de llegar sobre el desembarco de un ejército de mercenarios, al mando de un tal Walker, traído como refuerzo por el partido enemigo. Les explica que todos los indicios son de que Walker va a atacar Granada. Mientras el General Montoya habla, la cámara enfoca a su señora (misteriosa y desconcertante), a Carmen y a una sirvienta indígena, de rostro impenetrable, llamada Ña Leandra, todas las tres sirviendo a los concurrentes chocolate y roscas. Discuten los reunidos, en términos generales, las medidas de defensa que deben tomar. Uno de los concurrentes civiles
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observa que cree conveniente que las familias se retiren a la ciudad de Rivas, por estar más a salvo. El Coronel Corrales interviene para decir que Rivas ocupa una situación muy estratégica y que no sólo deben trasladarse las familias, sino reforzar su defensa por si acaso Walker ataca por ahí y no por Granada. Todos aceptan esta idea y se discute qué militar quedará al frente de la defensa de Granada y cuál irá a Rivas a organizar la defensa de esa otra ciudad. Opiniones diversas. Se ponen de acuerdo en que Corrales debe quedarse en Granada para dirigir su defensa, y que Montoya debe marchar a Rivas a proteger esa ciudad. En este diálogo último la cámara observa las miradas de Carmen a Corrales y a Gallardo, que dejan una interrogación en el espectador. El padre del joven Gallardo toma la palabra y dice que si se ha resuelto que las familias se trasladen a Rivas, él cree conveniente enviar inmediatamente a alguien para preparar los alojamientos y llevar las nuevas de la guerra al ejército acantonado allá, y que él ofrece a su hijo que es joven, para esta empresa. Todos aceptan la sugerencia. Miradas de Carmen. Se levanta la reunión. Despedidas. Entre los saludos, la cámara enfoca a Fray Francisco hablando con la señora del General Montoya, ambos de pie. El Padre le dice: “¿Está conforme con este traslado de las familias a Rivas?… La guerra nos vuelve a imponer sus incomodidades y sacrificios…” Ella responde: “Toda aventura es incitante.” Sonríe.
Mediodía. Una rápida visión de la pequeña ciudad de Rivas, colonial, de calles empedradas. Movimiento militar en ella. Preparativos de defensa. Soldados en las torres de las iglesias. En los techos. La cámara pasa a enfocar un cuartel: amplio caserón con muros y dos torrecillas de defensa. Luego el interior. En una gran sala
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o cuarto amplísimo del cuartel, mujeres de las familias de Granada en actividades de instalación. Hora del crepúsculo. Toque de arrebato de las campanas. Soldados de los retenes lejanos que llegan corriendo: “¡El ataque es a Rivas! ¡Atacan los filibusteros!” Movimiento apresurado y alarmado de gentes y soldados en toda la ciudad. Primeros tiros. Se ve a los filibusteros avanzando. Repliegue lento de las primeras líneas nicaragüenses. Comienza el tiroteo en las calles. Los filibusteros avanzan hacia la plaza. Resistencia. Muertos en las calles de ambos bandos. En todas estas escenas de lucha aparecen con frecuencia el General Montoya (dictando órdenes y dirigiendo el combate) y Gallardo (luchando como valiente oficial). Los filibusteros asediados en la plaza hacen un ataque desesperado para capturar el Palacio Municipal y refugiarse en él. Se ve al General Montoya, en el extremo opuesto de la plaza, que con gestos de ánimo dice a los suyos: “¡Hay que impedir que tomen el Palacio Municipal, porque allí está la pólvora!” Arremeten los nicaragüenses, pero los filibusteros han derribado la puerta y con un gran saldo de muertos entran al municipio haciendo una gran matanza y desalojando a los defensores. Cesa el tiroteo. La cámara enfoca el interior del Palacio Municipal y se ve a Walker, con Henningsen y Cole, dirigiendo la entrada de sus soldados, apartando a los heridos y dando órdenes para la colocación de sus soldados en defensa del edificio recién ocupado. Un momento después Walker toma conciencia del gran silencio que reina y dice: “ya no disparan… algo están tramando…” La cámara enfoca la calle posterior por detrás del Palacio Municipal, y se ve a un grupo de soldados empujando una carreta llena de paja seca. Cuando ya están muy cerca de las puertas posteriores del Palacio Municipal le encienden fuego. Los dos soldados filibusteros que resguardaban esa parte del edificio han mirado con sorpresa e indecisión el movimiento de la carreta. Cuando ven alzarse la enorme llama, gritan: “¡Nos incendian!” Sale Henningsen y un grupo, se apostan rápidamente y tiran
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incesantemente sobre los que empujan la carreta matándolos a todos. La carreta no llega a su punto y arde sola sin quemar las puertas del edificio. La cámara inmediatamente enfoca el lugar donde está el General Montoya. Gallardo se le acerca presuroso y le dice: “Con una carreta es imposible. Sólo personalmente se puede hacer estallar la pólvora.” Montoya mira a todos los soldados y oficiales que lo rodean y dice: “Se necesita un valiente que prenda fuego al polvorín!” Un jovencito de tez bronceada y de baja estatura que se encuentra entre los soldados, da un paso adelante y exclama: “¡Yo me ofrezco!” Expectación entre los soldados. El General Montoya le pregunta: “¿Cuál es su nombre?” El muchacho responde: “Juan Santamaría.” El General: “¿De dónde es usted?” Juan: “De Costa Rica.” General: “¿Y va a dar su vida por Nicaragua?” Juan: “Se trata de la libertad de Centro América.” Un momento de silencio. General: “¿Cuál es tu último deseo?” Juan: “Les recomiendo a mi madre.” Se cuadra. Entonces un soldado le pasa al General Montoya una tea y éste a su vez se la entrega, marcialmente, a Juan Santamaría. El General, conmovido, se la enciende personalmente. Emoción intensa en todos los soldados.
Pasa la cámara a la plaza silenciosa. Pegado a las paredes de las casas laterales avanza Juan Santamaría. Se ve a los rifleros filibusteros observando desde los balcones y techos del Palacio Municipal. Comienzan a disparar. Santamaría avanza medio agazapado
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y las balas pegan en la pared muy cerca de él. Al llegar a la calle que separa al Palacio de la última casa, Santamaría se detiene un momento y luego se lanza a la carrera. Un balazo le pega en la mano que lleva la tea. Llega a la pared del propio municipio y retrocediéndose cambia de mano la tea. En ese momento otro balazo de lo alto le hiere el brazo izquierdo. Casi imposibilitado para sostener la tea, se abraza a ella y se arroja contra una ventana baja cerrada. Dos o tres veces tira su cuerpo contra la ventana para abrirla. Con su vestido en llamas, logra que la ventana ceda y se tira por ella, echo una sola llama, perdiéndose en el hueco. Un momento de expectación. Se ve el pavoroso estallido que tira por los aires medio edificio. Incendio. En ese momento la cámara enfoca por los cuatro puntos de la plaza el grito de júbilo de los soldados nicas y su avance sobre el Palacio. Los filibusteros salen huyendo en desorden, saltando tapias y tejados.
Cambio rápido hacia el caserón cuartel donde están las mujeres. La explosión las ha alarmado y en un grupo de ellas se ve a Carmen desmayada por el susto. Inmediatamente la cámara recoge la huida de Walker saltando una tapia, mientras dispara a sus perseguidores hasta vaciar su pistola. Medio herido, palpa sus cartucheras y se ve sin balas. Entonces, con un gesto de contrariedad, mete su pistola en el tahalí y salta sobre la otra tapia. Vuelve la cámara a la escena anterior, donde las mujeres asisten a Carmencita y dicen que hay que darle café caliente para volverla en sí. La señora de Montoya, su madre, hace el ademán de dirigirse a la cocina con una vela. Una de las señoras le da una pistola. También se ofrece a acompañarla, pero ella contesta terminante: “¡No hay necesidad, voy sola!”
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La señora de Montoya —con una vela— atraviesa un patio y luego un largo corredor oscuro en dirección a la cocina. Por el patio trasero se ve luego que Walker cae de la tapia y se adelanta hacia la misma cocina agazapado y receloso. La señora ha entrado a la cocina y se dirige al viejo fogón apagado. Cuando está queriendo encenderlo escucha un leve ruido y se vuelve sorprendida con la vela en alto. Aparece Walker entre sombras y poco a poco se va iluminando por la luz de la vela. Ambos se miran. Al descubrir que el hombre es un soldado filibustero la señora de Montoya lo apunta con su pistola. El fogón, que se enciende lentamente, va iluminando la escena. Walker mira con su dominadora pupila de acero los ojos de la señora de Montoya, y sin despegarle los ojos, cada vez más doblegantes y subyugadores, avanza lentamente hacia ella. Ella, tensa y temblorosa, sostenida por la emoción, sigue apuntando pero aún no dispara. Walker se da cuenta de ese titubeo y avanza un paso más hasta colocar su cuerpo casi pegado a la pistola. Siempre la mira a los ojos. En los ojos de ella se nota en este momento un ligero y extraño fulgor. Walker, con un movimiento rápido, la abraza y besa en la boca. A la luz del fogón, que ha ido poco a poco en aumento, se ve la mano de Walker apretando cada vez más férreamente el hombro y el brazo de ella. Baja la cámara hacia la mano de ella que sostiene la pistola y se va viendo su crispación cada vez más intensa. La mano ha caído ya y el revólver apunta hacia el suelo. La mano se cierra, se cierra hasta que estalla un disparo que da en las baldosas. Mientras tanto el disparo ha sido escuchado por el grupo de mujeres, quienes, alarmadas, se dirigen a la cocina acompañadas de soldados. Walker, después del disparo, siempre con su misma mirada impasible sobre ella, se ha ido retirando lentamente. Se oyen los pasos cada vez más cercanos de las mujeres y los soldados. Walker franquea la puerta y se pierde en la obscuridad. La cámara sigue los pies de Walker pisando suavemente entre
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penumbras mientras se aleja. Ella inmóvil y como herida por un rayo, recostada un poco sobre la pared, lo sigue con los ojos con una mirada abstraída. Aparecen por la puerta los soldados y las mujeres con candiles y velas. Ella sigue en la misma actitud. Los brazos caídos y en una mano la vela apagada y en la otra el revólver aún humeante. Varios a la vez le preguntan qué ha pasado. Ella no contesta nada. Permanece inmóvil. El cañón del revólver sigue humeando.
Después de esta disolvencia hay una rápida visión de Rivas en escombros, bajo la luna. Casas encendidas en llamas. Heridos. Soldados que pasan… Antes de que se borre completamente esta visión, se oye y se ve a don Jerónimo, el hacendado mexicano, que prosigue su narración: “Pero Walker no se dio por vencido. Se retiró de Rivas. Reforzó su ejército con nuevos filibusteros venidos de California. Sorprendió de nuevo a Rivas y tomó la ciudad. Los legitimistas nicaragüenses retrocedieron a Granada para defenderla, pero antes de que ellos pudieran hacerlo…”
Aparece la ciudad de Granada, silenciosa, a media noche. Se escuchan lentas campanadas del reloj parroquial dando las doce. A la orilla del Lago, cuyo rumor acompaña toda esta escena, se ve la silueta de un buque con las luces apagadas. Y el silencioso desembarco en canoas de los filibusteros. Grupo tras grupo de filibusteros toman tierra en la costa, y con gran cautela van avanzando hacia la ciudad. De nuevo se ven las calles nocturnas y vacías de la ciudad. Un sereno pasa y canta: “¡Las doce en punto y serenoooo!” Se ven uno o dos centinelas en diversos lugares asaltados por la espalda,
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en silencio, y muertos a puñaladas por los filibusteros. Aparecen la casa del General Montoya y Gallardo (vendado de un brazo) en la acera junto a las rejas de la ventana entreabierta, tras de la cual está Carmen. Ella dice: “Tengo mucho miedo, Gallardo. ¿Qué pasará con los filibusteros? ¡Nadie sabe nada de ellos!” Él la consuela: “No te preocupes,” coge la mano de ella en su mano y la besa, “todo está tranquilo.” Otra vez se ve el Lago y nuevos filibusteros desembarcando. Escenas de avance. Y las siluetas —vistas desde un poco más lejos— de los enamorados en la ventana.
Amanecer en el Lago de Granada. La silueta del buque se aclara. Está a corta distancia de la costa. La cámara recoge una sucesión de cuadros de la ciudad en las primeras horas del amanecer. En cada esquina, en cada plaza, y en los sitios importantes de la ciudad, aparecen como esculturas de bronce, impasibles y erguidos, soldados filibusteros con sus fusiles con las bayonetas caladas, firmes y altaneros en posición de guardia. En las torres de las iglesias también se ven filibusteros apostados. En los pórticos de las iglesias, etc. Conforme se van abriendo las ventanas, se observa el estupor y el sobresalto de los diversos rostros que se asoman ante la imprevista toma de la ciudad. Otras escenas —en el interior de las casas— de gentes que transmiten la noticia de unos a otros, llenos de pavor. Nadie se atreve a salir a las calles. En una de las calles desoladas se ve, con paso firme y decidido, la figura de Fray Francisco que se dirige a la Iglesia. Ventanas que se entornan y miradas que observan su paso. El Padre Francisco llega a la puerta mayor de la Iglesia. De nuevo los rostros —ansiosos— que miran desde las ventanas. Visión de la Iglesia completamente desierta, visión de perspectiva, en que se ve al fondo a Fray Francisco revestido con sus ornamentos
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sacerdotales, sin compañía alguna, en el momento en que se vuelve hacia el inexistente pueblo y abre en cruz sus brazos en el saludo ritual: Dominus Vobiscum.
Ya adelantada la mañana, aparece por las calles de Granada un solemne bando: un batallón de filibusteros, tambores, clarines y una bandera. Se ve pasar el bando por varias calles. Las ventanas se cierran cuando pasa, se detiene frente a la casa de Montoya. El heraldo lee en voz alta el bando en el cual Walker expresa a la ciudad de Granada y sus moradores que sus intenciones son de paz. Que su deseo es unificar y pacificar el país logrando la armonía de los partidos. Que no haya ninguna desconfianza en él, pues sólo desea el bien de Nicaragua. Que pide al pueblo vuelva a sus labores sin temor alguno. Que ofrece perdón y libertad a todos. Mientras se lee el bando se entorna apenas la ventana del General Montoya y se ve en penumbra una pequeña zona del rostro de la señora de Montoya, observando con un solo ojo rostro por rostro de los filibusteros del batallón del bando, en busca de aquél que la besó. La cámara se coloca en situación del ojo de ella enfocando a través de la ventana entornada esos rostros que ella va revisando. (Fuera de foco se sigue oyendo el bando que se aleja). Es de noche. Como en una escena anterior, los personajes más importantes de la ciudad van entrando, silenciosos y serios, por el zaguán de la casa del General Montoya. De nuevo se ve la reunión en la sala. El Coronel Corrales está sentado junto a Carmencita y conversa con ella mientras van llegando los reunidos. En el fondo de la pieza, está sentada en el poyo de la ventana del fondo, que se encuentra cerrada, la señora de Montoya, un poco ajena a lo que sucede. Gallardo está de pie en el extremo opuesto a Corrales, platicando con otra persona, pero mirando insistentemente a Carmen con una fisonomía hosca. Fuma altivamente. Corrales con una sonrisa que quiere ser muy galante (sin ente-
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rarse de la situación de Gallardo y Carmen) le dice que él esperaba que terminara la guerra para que se cumplieran sus esperanzas. “He hablado con tu padre, Carmencita, y está del todo conforme con esto. Yo espero que no tendrás ningún reparo.” Ella está muy nerviosa. Mira a Gallardo con ansiedad antes de responder. (Gallardo serio desde lejos. Aunque con los ojos trata de saber qué se habla entre Carmen y Corrales). “Primero hay que ver que termine la guerra, no sabemos lo que va a pasar,” dice ella. Aparece como último personaje el Padre Francisco. Todos se ponen de pie y le ofrecen el lugar prominente o central. Se sientan. Entonces Corrales, de pie, toma la palabra y les dice: “He provocado esta reunión, porque he recibido una visita del General Walker, quien llegó a ofrecerme, para lograr la unificación de los partidos, el Ministerio de Guerra. Volvió a asegurarme sus deseos de paz. Yo quiero que ustedes decidan sobre esta propuesta. Personalmente creo que esta alianza puede ser ventajosa para nosotros.” Se externan diversas opiniones. Unos decididamente en contra —especialmente el Capitán Gallardo—; otros tratando de que se obtengan mejores condiciones; otros opinan que está bien la propuesta y que debe aceptarse y esperar los futuros acontecimientos, porque puede fortalecerse el partido que está muy diezmado. Vence esta última opinión entre los viejos y obtienen la mayoría. Entonces el Padre Francisco agrega: “Ya que han resuelto que el Coronel Corrales acepte, me parece muy conveniente enviar mensajes a todos los grupos y restos de nuestro ejército, para que no tomen este acto como una entrega total, sino que se mantengan a la expectativa sin dejar las armas. Debemos guardar una carta por lo menos, porque las intenciones de Walker todavía no las conocemos.” Aceptan todos la sugerencia del sacerdote. Mientras él está terminando de hablar, se oye por las calles el paso marcial de las tropas de Walker con sus tambores y voces de mando en inglés. La señora de Montoya, que ha permanecido abstraída durante
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toda la discusión, abre con disimulo una hoja de la ventana y observa el paso de los soldados. Mientras la concurrencia conversa, el General Montoya mira dos o tres veces lo que hace su esposa y luego se levanta sin decir palabra y cierra la ventana. En sus ojos hay un reproche.
Callejuela oscura de Granada. Soldados de cuatro en fondo que se van alejando hasta perderse en la noche. Siguen sonando sus pasos en marcha. La señora de Montoya en su cama sin poder dormir, revolviéndose de un lado a otro entre las sábanas. Sobre ella suenan los pasos de marcha de los soldados, cada vez más fuertes. La cámara cambia y muestra: una vez el rostro insomne de ella, y otra vez los pies en marcha, entre penumbras, de los filibusteros. Los pasos van rebajando su intensidad sonora hasta que se oyen muy tenuemente y más lentos, y en la toma se convierten en los pies de Walker como cuando se alejó de ella después de besarla. Atardecer. El cuartel de Walker es una de las casas principales de la ciudad, escogida por él para este uso. Dos filibusteros hacen guardia en el portón de entrada. En ese portón aparecen dos soldados filibusteros conduciendo preso a un pobre indio nicaragüense. La cámara sigue tras él hasta estar en la presencia de Walker. A éste lo acompañan Henningsen y Cole. Un soldado dice a Walker que ha capturado a ese indio con unas cartas en el momento que salía de la ciudad. Walker toma las cartas. Las abre. Mira la firma. Dice a Hennignsen: “Son del Coronel Corrales.” Las lee detenidamente y mientras va leyéndolas se le iluminan los ojos. Al terminar se vuelve hacia sus dos ayudantes y con una mirada felina les dice: “Estos son los documentos que necesitábamos.” Y se sonríe con su característica sonrisa helada y cruel.
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A la mañana siguiente se ve a Corrales dirigirse con una carpeta bajo el brazo, despreocupado y a buen paso, hacia el cuartel de Walker para despachar con él. En una esquina encuentra a Carmen que vuelve de misa con una mantilla y su rosario, y la saluda con mucho cariño mientras le dice con aire optimista: “Ahora sí yo creo que ya llegó la paz, Carmencita. Pronto podrán cumplirse nuestros sueños.” Ella baja los ojos y sonríe con embarazo. Corrales sigue su camino y se le ve entrar al cuartel general de Walker. Despacho de Walker. Walker en la puerta se adelanta a saludarlo con cierta cortesía extremada y maliciosa. “Lo estábamos esperando, señor Ministro.” Corrales entra y se sienta frente al escritorio de Walker. Abre su carpeta y mira a su interlocutor. Pero éste no se ha sentado sino que está de pie, con los brazos cruzados, mirándolo fría y fijamente. Interrogación en los ojos de Corrales. Walker saca de su levita, bruscamente, las cartas de Corrales y se las tira sobre la mesa. Corrales reconoce sus propias cartas y levanta sus ojos llenos de zozobra hacia Walker. Éste, sin moverse y con una sonrisa fría (con los brazos siempre cruzados) le dice en voz baja y lenta: “Coronel Corrales, queda usted preso.”
Fotografías rápidas: gente del pueblo y gente importante de la ciudad que repiten unos a otros la misma noticia: “Corrales está preso.” Filibusteros con rifles golpeando en las puertas de las casas importantes de la ciudad y llevándose presos a personajes que hemos visto en las reuniones del General Montoya. Más otros presos. Alguien dice en el interior de su casa al General Montoya que Corrales ha sido hecho prisionero. Sale alarmado a la acera de su
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casa y en ese momento llegan dos filibusteros que lo toman preso, y él, sin pronunciar palabra, avanza solemnemente en medio de sus custodios, por mitad de la calle. Carmencita sale aturdida y llorosa al zaguán y ve a su padre alejarse. Se echa a llorar y sale Ña Leandra, que la abraza y la mete dentro. Por la ventana la señora de Montoya mira impávida pasar a su esposo preso. Por otra calle se ve pasar a Gallardo preso. Visión final de la iglesia parroquial y a Fray Francisco bajando las grandes escaleras conducido por dos soldados.
Crepúsculo. En medio de una alarma general de toda la ciudad, se mira en una de las calles lejanas un nuevo bando de los filibusteros hecho con gran aparato. Desde la puerta de la casa Carmen y su madre, lo mismo que otras mujeres del vecindario, preguntan angustiadas a la gente que pasa o viene, qué dice el bando. Se oyen diversas contestaciones: “Van a fusilar…” “Asaltaron a los filibusteros en Rivas…” “Walker quiere vengarse…” “Van a fusilar…” Va cayendo la noche. Se ven grupos comentando por todas partes. Frases sueltas sobre lo mismo. Se ven llegar señoras a la casa del General Montoya. Adentro, mientras estas señoras van entrando, se ve a Carmen llorar inconsolable. La asiste la Leandra. Las que entran tratan de calmarla. Reunión de señoras. Mientras entran y se van sentando en los lugares en que otra vez estuvieron reunidos sus maridos, cada una va dando noticias de la situación con estas o parecidas frases: “El bando decía que van a sortear entre todos los presos a uno, para fusilarlo.” “Que van a cobrarse con la vida de uno la insubordinación de Rivas.” “Walker los complica en el asalto de Rivas.” “Walker cumple. Ha dicho que este desorden lo exaspera.”
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“Que será inflexible.” “En el bando decía que otro desorden será castigado con la pena de muerte.” Luego hablan, muy nerviosas, de ir donde Walker a pedirle piedad. Algunas objetan. La señora de Montoya dice finalmente: “Ninguna de nosotras conoce a Walker todavía, pero debe ser un caballero…” Otras agregan que “no podrá menos que ceder a las súplicas femeninas.” Todas se ponen de acuerdo en ir al día siguiente a pedir a Walker que cambie su resolución.
A la mañana siguiente se ve el grupo de las mismas señoras en una de las calles de Granada, todas vestidas de negro, dirigiéndose hacia el cuartel de Walker. Va al frente de ellas la señora de Montoya. Mientras tanto, en su Cuartel General Walker ha reunido a los presos para proceder a la macabra rifa. Los señores y militares presos son colocados en fila delante de Walker. Entre ellos está el Padre Francisco. Walker se acerca un poco y les dirige la palabra: “Se va a sortear quién de ustedes será fusilado como castigo por los desórdenes de Rivas. Por cada desorden caerá uno más. Así estableceremos la disciplina y la paz.” Luego, dirigiéndose al Padre Francisco, le dice: “Sepárese de las filas, Padre. La paz de Nicaragua necesita la colaboración de la Iglesia, porque el temor de Dios es el fundamento de toda organización.” El Padre sin inmutarse contesta: “Soy tan inocente y tan patriota como ellos. No tengo porqué ser excluido.” Walker se encoge de hombros y replica: “Como usted quiera.” Luego da orden de numerarlos. Gallardo encabeza la fila. Le sigue el General Montoya, luego le siguen otros presos. El número siete le corresponde al Coronel Corrales, siguen varios más, hasta diez y ocho o veinte. A medida que van apareciendo
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los rostros en close-ups sucesivos, se oye la voz de un filibustero que va contando: uno, dos, tres… haciendo hincapié la cámara en los números que corresponden a Gallardo (el uno) y a Corrales (el siete). Luego Walker recoge de su escritorio un saquito que se supone lleno de fichas y adelantándose al primero de la fila le dice: “¿Quiere usted escoger?” Gallardo avanza un paso y saca del saquito que tiene Walker, una ficha. La mira sólo para sí y empalidece. Walker pregunta: “¿Qué número?” Contesta Gallardo: “¡Uno!” Walker lo mira fijamente y sin decir palabra le arrebata la ficha. La cámara ve al mismo tiempo que Walker el número de la ficha: el siete. Walker exclama: “¡Número siete! ¿Por qué miente? ¿Cuándo aprenderán ustedes a jugar limpio?” Luego retirándose un poco, dice fríamente a Corrales: “Coronel Corrales, usted será fusilado mañana a las doce del día.” Rostro sereno de Corrales. Luego se adelanta y estrecha agradecidamente y en silencio la mano de Gallardo. Montoya también en silencio da la mano a Corrales. Disolvencia.
Un grupo de mujeres llega a la puerta del cuartel de Walker. Hablan con el centinela. Las hace pasar. La cámara las sigue. Todas entran al despacho de Walker, donde solamente están los custodios o guardias personales de Walker. Las más viejas se sientan. Otras quedan en pie. (La señora de Montoya, a medida que ha ido avanzando por el cuartel, mira a uno y otro lado investigando cada rostro de filibustero que aparece a su paso). Un silencio breve de espera. El centinela de la puerta del despacho anuncia: “¡El general William Walker!”
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Todas miran hacia la puerta por donde entra Walker. En el rostro de la señora de Montoya —que está un poco atrás, al final del grupo— se retrata la más viva impresión de sorpresa al reconocer la fisonomía de Walker. Walker saluda en general al grupo. Al levantar su vista para preguntar al grupo de señoras “qué desean,” nota de pronto la presencia de ella y sus ojos se encienden significativamente. La queda mirando sin apartar de ella su vista, mientras una de las señoras en tono quejumbroso le dice que no fusile a ninguno de los presos, que tenga clemencia de las madres y esposas que se lo piden. Otras también intervienen en la súplica. Walker las deja hablar y luego les da una respuesta cortante e implacable: “Esta es una resolución que ya fue tomada. El sorteo ha sido hecho y la suerte señaló al Coronel Corrales para ser fusilado a las doce del día de mañana.” Varios sollozos y el grito desgarrador de una de las señoras más ancianas: la madre de Corrales. “¡Mi hijo! ¡No mate a mi hijo!” pone punto a la frase de Walker. Otra de las señoras, con voz ronca, señalando a la anciana mujer, dice: “¡Esta es la madre de Corrales! ¡Por ella no lo mate!” Otras: ¡Tenga piedad!… ¡No lo haga!… ¡No lo mate! Lágrimas y sollozos de todas ellas. Walker no mira más que a la señora de Montoya, insistentemente, y algunas que lo han notado dirigen su vista hacia ella con extrañeza. Los lugartenientes y soldados de guardia están visiblemente conmovidos y apiadados por las súplicas de las señoras. Por un momento Walker parece ablandarse también y en medio del silencio y de la expectación general dice: “Como una concesión a la súplica de ustedes, el Coronel Corrales no será fusilado a las doce del día de mañana, sino a las dos de la tarde.” La madre de Corrales se dobla llorando y es asistida por las más cercanas, que la estrechan también sollozando. Mientras sucede esta escena, en el mismo despacho de Walker un soldado filibustero que ha estado limpiando su fusil y fumando
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despreocupadamente, dice en voz baja a su compañero con sarcasmo: “How generous!” Su compañero le reprende por miedo a la reacción de Walker. Mientras las señoras se retiran sollozantes y abatidas, Walker sigue con los ojos, fijamente, a la señora de Montoya, que sale de última lentamente.
A la mañana siguiente. Campanas doblando en toda la ciudad. Gente silenciosa y enlutada que camina por las calles hacia un punto determinado. Cuartel de Walker. Interior. Henningsen abre las puertas de la prisión y hace salir al patio a todos los presos, pero al salir el General Montoya, le dice: “¡Usted no, General Montoya, usted queda siempre detenido!” Luego aparta al Coronel Corrales y lo entrega a un pelotón de filibusteros; y dirigiéndose a los presos, les dice: “Ustedes quedarán libres, pero antes van a presenciar algo que les interesa.” Sale el Coronel Corrales adelante entre cuatro custodios armados. Tras de él están los presos entre dos hileras de soldados filibusteros. Van presidiendo el cortejo los tambores que redoblan a muerte. Fray Francisco se adelanta y se acerca a Corrales para confesarle y darle los auxilios espirituales. Marcha por la mitad de la calle el triste cortejo. Sonido de las campanas doblando y el pueblo, silencioso y adusto, mirando en multitud el desfile. Walker, rodeado de sus lugartenientes, cierra la procesión. Llegan a la plaza y el cortejo se adelanta hacia la Iglesia, en cuyos muros se hará la ejecución. Actitudes violentas y puños cerrados del pueblo. Rostros amenazantes. Despliegue de fuerzas armadas filibusteras para imponer el miedo. Walker y sus oficiales se detienen en una esquina de la plaza y desde una acera alta miran.
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El cortejo llega a los muros de la Iglesia. Suena el toque de agonía en la torre. Henningsen da órdenes al pelotón de ejecución. El Padre Francisco se adelanta con Corrales al lugar donde han colocado un banquillo de espaldas al muro. Le da la absolución a Corrales. Éste guarda una completa serenidad. Tira con el pie el banquillo y se recuesta en el muro cruzando los brazos, y mirando al pueblo en voz alta y tranquila dice: “¡Me equivoqué, por eso merezco este castigo. Quede mi muerte como un grito de guerra!” Reacción del pueblo: odio y movimiento que obliga a cruzar los fusiles con bayonetas a los soldados que hacen cordón. Henningsen alza su espada dando la voz de fuego. Suena la descarga. Corrales cae en cámara lenta. Campanas. Walker impasible mira desde lejos.
En el atardecer, en medio del espanto y la furia contenida del pueblo, el cadáver de Corrales es enviado a sepultar arrastrado por un caballo que lleva por jinete a un lugarteniente —Henningsen— y custodiado por un pelotón de soldados. Calle del General Montoya. Pasa la macabra cabalgata. Rostro horrorizado de Carmen en su ventana. Se cubre el rostro con las manos. Detrás de ella está su madre. Se arroja en su regazo. Mientras Carmen solloza sobre el pecho de su madre, se ve el rostro pálido de ella, inescrutable.
El prolongado sollozo de Carmen es cortado por la voz de don Jerónimo, que, en su rancho en México, continúa su narración: “Ya por esa época me había enterado de la invasión de Walker a Nicaragua. Yo había jurado matarlo y, pensando en el sufrimiento de aquel pueblo, resolví irme a luchar a Nicaragua. Por entonces el fusilamiento de Corrales y las crueldades
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de Walker habían unido a todo el pueblo en una guerra nacional contra el invasor.” Las últimas frases de don Jerónimo tienen por fondo distintas y rápidas escenas de guerra. Soldados en las montañas que se reúnen. Escaramuzas. Choques armados. Se vuelve a oír la voz de don Jerónimo: “Walker se había declarado Presidente de la República y por un tremendo decreto…” Corta la frase la imagen de Walker leyendo en voz alta un pergamino que tiene cogido en sus dos manos. Dice: “Por tanto, haciendo uso de mis facultades de Presidente, decreto el establecimiento de la esclavitud en todo el territorio de la nación como el mejor método para desarrollar la riqueza agrícola del país y poner una base sólida de trabajo a la civilización de nuestra Patria.” Mientras Walker lee estas frases, se ve la ceremonia que acompaña su lectura. Acaba de ser proclamado Presidente. Está en una tribuna, a mitad de la plaza de Granada, rodeado de filibusteros. El pueblo alejado aunque curioso. Como escena final se ve a un viejo del pueblo que oye, y como comentario arroja un salivazo con cara despreciativa.
Diversas escenas nocturnas, en los interiores de varias casas de Granada, en que se ve a los hombres despedirse de sus familias (abrazos, llantos, etc.), pues se marchan escondidos hacia la guerra. Diálogos de esposos con su esposas, madres con hijos, novias, etc. Algunos salen por las tapias con armas disimuladas. Otros en la oscuridad de las calles retiradas. En la Iglesia el Padre Francisco bendice a otros que parten y les impone escapularios y medallas. Se ve a Gallardo entre las sombras de la noche acercarse a la tapia del patio de atrás de la casa de Carmen y escalarla. Al asomar
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su cabeza la llama con un silbido de costumbre. Ella cruza el patio nerviosa y presurosa. En una pequeña escalera del palomar, ella sube y llega hasta la altura de Gallardo. Se besan tiernamente. Después del beso ella dice: “Estoy feliz esta noche… ¡he sufrido tanto sin verte!” Él le contesta: “Vengo a despedirme, Carmen.” (Lo dice con una tristeza hondísima). Ella le mira con los ojos asombrados que se le llenan de lágrimas. Con frases entrecortadas le dice: “¿Tiene que ser esta noche? ¡No! ¡Esta noche no, amor mío!” Él, con dulzura y tristeza: “Es necesario, ha llegado el momento.” Ella: “¿Cómo hago para que nadie te hiera?” Lo mira muy tiernamente a los ojos y en voz muy suave agrega: “Acercate más.” Él la besa. Ella dice de nuevo: “¡Después vas a estar tan lejos!” Se abraza a él mientras sus ojos se pierden en la noche (la cámara enfoca la noche del patio, sus árboles y la lejana luna). Se oye la voz de ella: “Que noche tan bella, ¿verdad?” Él: “Yo quisiera prolongar este instante, Carmen, pero el invasor nos separa. Debemos arrojarlo de aquí, pero para eso nos hace falta tu padre; mientras él esté preso no podemos hacer la guerra.” La cámara recoge (interrumpiendo el diálogo) la alcoba de la señora de Montoya y a ella en su lecho acabándose de acostar, todavía despierta, reclinada en su almohada. En su mesa de noche una lamparita de gas da luz a su rostro. Por la ventana entreabierta penetra un rayo de luna. Como en una escena anterior se escuchan las tropas de Walker acercándose y alejándose por las calles. Al pasar frente a la ventana se ve la interrupción intermitente del rayo de luna por su paso. De nuevo se continúa el diálogo de los novios en el jardín. Se ve a Gallardo iniciando su retirada, mientras ella, con voz ahogada, le dice: “Le rezaré a la Virgen para que vuelvan pronto.” Él acaba de bajar de la barda y parte entre las sombras mientras se dicen adiós con las manos. Ella, con los ojos llorosos, se queda mirando por donde él parte. Un momento después, en el instante
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en que ya de regreso de su cita va a entrar a su habitación, oye la voz de su madre que la llama desde el lecho. Carmen, disimulando sus lágrimas, entreabre la puerta de la alcoba de su madre y se detiene silenciosa. Su madre le dice: “¿Qué haces levantada a estas horas?” Carmen se adelanta hacia el lecho de su madre y mirando la noche por la ventana contesta: “Qué noche tan bella, ¿verdad?” Su madre la observa un poco extrañada y ella al sentirse observada le dice: “Para vencer a Walker hace falta mi padre. Mientras él esté preso no podemos hacer la guerra.” Sigue un largo silencio. Rostro pensativo de la madre y se ve luego un ligero relámpago en su pupila. Dice de pronto: “Yo iré donde Walker a pedírselo.” “No lo da, no te hagas ilusiones,” contesta Carmen. “Sí lo da… yo sé porqué lo digo,” dice de nuevo su madre mirando al vacío.
Despacho del General Walker. Walker está escribiendo en su escritorio. Se abre la puerta (frente al escritorio) y entra la señora de Montoya, vestida de negro, dueña completamente de sí misma, y se detiene a la mitad de la habitación. Walker levanta los ojos y por un momento se ve en ellos una expresión de perplejidad. Se incorpora lentamente, tratando de recobrar su serenidad. Con gesto cortés y a media voz, le dice: “¿Usted por aquí, señora?” Ella guarda silencio fijamente. Walker todavía inseguro le dice: “Tome asiento, señora.” Ella no se mueve. Sigue mirándolo en silencio y después de una breve pausa dice: “Yo le salvé la vida una noche…” Walker mirándola sólo pregunta: “¿Y…?” “¿Le parece poco?” dice ella con altivez. Walker más confundido trata de recuperar su superioridad
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y recurre al cinismo: “Me parece natural. Yo la había besado.” Ella baja los ojos en silencio. Walker, ya en posesión de su dominio, lo ejerce con su fría sonrisa de siempre, y adelantándose le dice: “¿Y qué rescate ha pensado dar por su marido, señora?” Ella levanta los ojos turbada y en voz baja, casi ahogada, exclama: “Devolverle el beso que usted me dio.” Pausa. Walker se acerca más a ella y con una sonrisa insinuante le dice con la voz muy baja y hablándole al borde de sus mejillas: “¿Uno… o más?” Ella levanta sus ojos hacia él, completamente rendida, y Walker lentamente va acercando sus labios a los de ella, hasta besarla como la primera vez. Disolvencia.
A las primeras luces de la mañana se ve al carcelero que abre la puerta de la prisión del General Montoya. En silencio da orden al General de salir. El General, con un gesto de sorpresa, titubea en salir. El carcelero le dice: “Está usted libre.” El General, con más extrañeza todavía y no sin recelos, sale lentamente por donde le señala el brazo del carcelero. Mira hacia un lado y otro con desconfianza. En la noche, sentados en el comedor de la casa, el General Montoya, su esposa y su hija (mientras le retira los platos Ña Leandra), tienen una conversación de sobremesa, en la que el General Montoya —resuelto ya a partir hacia la guerra— busca las frases diplomáticas para anunciárselo a su esposa. Han hablado sobre todos los que han partido hacia la guerra. Sobre la Patria. Etc. Y él agrega: “Yo comprendo tu punto de vista, ya que no vas a querer que te deje sola. Pero es imposible rehuir el deber. Ahora la Patria está sobre todas las cosas.” Lo afirma con gran deseo de convencerla. Ella le responde en forma inesperada: “Yo no me opongo. La Patria está por encima de nosotras. Tu deber es irte a la guerra.”
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Él la mira gratamente sorprendido y luego, con profunda satisfacción, le besa la mano.
En San Jacinto, una lejana hacienda del interior de Nicaragua, punto de cita de todos los rebeldes nicaragüenses, se ve el cuartel del General Estrada, jefe del ejército nacional en reposición del General Montoya. El cuartel ha sido instalado en la casona de la hacienda. Soldados nicaragüenses que entran y salen. Otros, de diversas edades, que preparan sus armas, de todas las especies. Luego el interior del cuartel donde Estrada está con Gallardo despachando. Un soldado que guarda la puerta anuncia: “Un mejicano, Jerónimo Páez, quiere hablar con usted.” El General se levanta y muy atento ordena que lo dejen pasar. Entra don Jerónimo, muy marcial, y se cuadra. “General Estrada,” dice don Jerónimo, “vengo desde México a luchar con ustedes. Yo he jurado matar a Walker.” Gallardo, que lo mira con simpatía, le dice estrechándole la mano: “No es usted el único que ha jurado matarlo.” El General Estrada agrega: “Sea usted bienvenido don Jerónimo.”
Tomas de los soldados en que hablan de la próxima llegada del General Montoya. Se ve a don Jerónimo fraternizar con ellos. Algunos soldados se quejan de falta de armas. Don Jerónimo se reúne con la caballería, formada por llaneros (o sabaneros como les dicen en Nicaragua) y dialoga con ellos planeando usar como armas el lazo y la lanza. Luego se ve llegar al General Altolaguirre, a caballo con varios soldados y oficiales. El General Estrada está en la entrada de la casa-cuartel y le pregunta un poco extrañado a qué llega. El General Altolaguirre le contesta que han terminado las divi-
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siones partidaristas. Que Walker es enemigo tanto de un bando como de otro, porque es el enemigo de la Patria. Se abrazan y los soldados echan vivas por la reconciliación. Altolaguirre se dirige a sus soldados diciéndoles que “si nosotros, los de nuestro partido, somos culpables de haber traído a Walker, nosotros, con nuestra sangre, lo expulsaremos de nuestra Patria.”
Noche en San Jacinto. Los retenes anuncian que los filibusteros avanzan. Escenas rápidas de preparación para la resistencia y el ataque en que toma parte muy activa don Jerónimo. Los filibusteros atacan. Primeros tiros. En el corral de la hacienda hacen su resistencia los nicaragüenses. Don Jerónimo y los llaneros salen en la oscuridad. Se van a los pastos, reúnen las yeguadas, amarran antorchas en sus colas y las arrean sobre la retaguardia filibustera. La irrupción desesperada de los animales llena de pánico a los filibusteros. Retirada enloquecida. Los sabaneros con sus lazos persiguiéndolos. Al que atrapan le hacen caer el lazo y lo cuelgan de un árbol. Fotografías finales de árboles en largas hileras con filibusteros colgando.
Cuartel de Walker en Granada. Extraordinaria actividad militar. Walker en su despacho habla con sus oficiales de las incesantes derrotas que sufre. Que hay que tomar la ofensiva. Órdenes. Cae la noche. Siguen viéndose oficiales que entran y salen. Ya muy noche, por la calle solitaria, se ve pasar una mujer enlutada, cubierto el rostro con un velo, que se dirige al cuartel de Walker. Llega a la puerta. Un centinela la detiene cruzando su fusil. Ella (de espaldas al público) se levanta con una mano y por un instante el velo, y el centinela al punto la deja pasar.
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Desfile de Walker a caballo al frente de sus tropas que parten fuera de la ciudad a presentar combate. A medida que avanza se ve que las ventanas de las casas se van cerrando violentamente. Únicamente la ventana de la casa del General Montoya se ve abierta, y una silueta observa tras de ella. El rostro de Walker se vuelve hacia esa ventana y la queda mirando.
Carmen y Ña Leandra van subiendo las graderías del templo de San Francisco. Ña Leandra le va contando que anoche llegaron noticias de que los nicaragüenses derrotaron de nuevo a los filibusteros y que entrarán en Granada muy pronto. Que Gallardo viene al frente de un ala del ejército. Se ve a Carmen adelantarse un poco a Ña Leandra y entrar al templo. Entra hasta el pie del altar de la Virgen del Carmen. En la penumbra de una de las naves, sin que Carmen se entere, se ve pasar a Fray Francisco. Se detiene y desde largo, con su brazos cruzados, reconoce a Carmen y la observa y sonríe para sí.
Atardecer. Entrada apoteósica y triunfal de los ejércitos nicaragüenses. Gran júbilo por todas las calles, aclamaciones, gritos. En primer término Montoya, Gallardo y Altolaguirre. Al pasar por la casa de Carmen, ésta sale por el zaguán corriendo, loca de alegría; Gallardo desciende de su caballo y se abrazan febrilmente. Al General Montoya le tiran flores y lo vitorean. En medio del pueblo que lo aclama, busca a su esposa, que, enlutada y enigmática, en compañía de Ña Leandra, está de pie en el dintel del zaguán y le sonríe. El resto del ejército llena las calles confundido
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con el pueblo y las mujeres. Mientras va oscureciendo se encienden fogatas en las calles y se ve a la soldadesca que se va emborrachando y grita con estruendosa alegría. Guitarras. Cantos. En la plaza, donde está el núcleo más grande de gente, don Jerónimo se ha hecho muy popular y es el centro de la alegría. Alrededor de una fogata canta corridos mejicanos aplicados a la guerra de Nicaragua. La cámara continúa tomando grupos de gente cada vez más borracha.
Amanecer. Las fogatas apagándose. La alegría popular ya bastante decaída. Alguna que otra guitarra por las calles. Grupos de borrachos tambaleantes y otros dormidos en las aceras. De pronto, en todos los templos de Granada las campanas tocan alarma. Gente que corre comunicando, de unos a otros: “¡Viene Walker!” “¡Walker contra-ataca!” El General Montoya, Altolaguirre, Gallardo y muchos otros oficiales en sus caballos recorren la ciudad dando órdenes a los soldados y reorganizando con grandes dificultades a sus tropas, pues la mayor parte de ellas están borrachas. En las afueras de la ciudad los filibusteros al mando de Walker atacan avanzando. Por el Lago desembarcan filibusteros que también atacan por la retaguardia. Los nicaragüenses se defienden, pero van perdiendo terreno. Los filibusteros, a medida que avanzan por la ciudad, van incendiando las casas y dando muerte a mujeres, niños y a cuantos encuentran a su paso. Visiblemente el ejército nicaragüense lucha en retirada hacia el centro de la ciudad. Los militares de Granada entran a sus casas y salen con sus mujeres e hijos a refugiarse y parapetarse en los templos del centro. Gallardo y Montoya entran precipitadamente a la casa y ordenan a las mujeres salir con ellos hacia el templo de San Francisco. Se ve a la señora de Montoya, a Carmen, a Ña Leandra y a otras, dirigirse en la con-
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fusión hacia el templo. El grueso de las tropas, bajo el mando de Montoya y Gallardo, es conducido también hacia este lugar. Fray Francisco en el atrio de esta iglesia trata de poner orden en el desconcierto general, distribuyendo a los soldados y al pueblo en los lugares estratégicos del templo y del convento adjunto. Cae la noche y cesan los fuegos. Pero se ve a lo lejos a gran parte de la ciudad ardiendo.
Varios días después. Visión general de la iglesia y del convento de San Francisco, ocupados por las tropas nicaragüenses y sitiados por los filibusteros. Soldados en sus puestos, en las torres y muros, vigilantes. Tiros desperdigados, respuestas de la artillería de Walker. Algunos diálogos alusivos al sitio, que ya lleva varios días. En uno de los patios del convento un soldado está tomando agua del gran aljibe de aprovisionamiento. Pasa por allí el General Montoya que le dice: “Tengan mucho cuidado con el agua.” Y volviéndose a su ayudante agrega: “Debemos racionar el agua lo más posible. Mande un soldado para que la cuide.” El General Montoya en un ala del convento interroga al General Altolaguirre: “General, ¿con qué cantidad de víveres contamos para la residencia?” “Con ninguna mi General. Lo poco que tenía el convento ya se está agotando.” El General Montoya mueve la cabeza y se levanta pensativo. En la sacristía de la iglesia donde habita la familia del General Montoya, está su señora, solitaria en la pieza, visiblemente desesperada y paseándose con el aspecto de una encarcelada. Se borra esta escena y aparece la misma habitación ya de noche y en ella, siempre desesperada, la señora de Montoya, paseándose por la pieza mientras, recostada a la pared, su sirvienta habla con ella, aunque ésta no parece escucharla. Ña Leandra: “He estado oyendo hablar al General de que ya no
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hay víveres y que no saben qué van a hacer si sigue el sitio. Yo no me atrevía a decírselo, pero mi padre era sacristán de este templo y yo recuerdo que él me enseñó, cuando estaba pequeña, un subterráneo muy largo que sale al barrio de Guadalupe. Debe existir todavía. ¿No le parece que se lo diga al General?” Al oír lo del subterráneo, la señora de Montoya se detiene y mira a su criada con un rostro ansioso como de quien acaba de descubrir su libertad, pero disimula y fríamente ordena, mientras se inclina hacia su criada oprimiéndole el brazo: “¡No…! Esto sólo debemos saberlo tú y yo. Únicamente tú y yo.”
Visión nocturna de San Francisco y de Granada. Silencio interrumpido por escasos y espaciados disparos. De pronto, sobre ese fondo, se escucha el grito de la Cegua, lejano y espeluznante. El subterráneo. Una lucecita que se va alejando por él, y que apenas ilumina una silueta oscura. Otra vez se repite la escena nocturna de la mujer enlutada que cruza las calles de Granada, llega a las puertas del cuartel de Walker, es detenida por el centinela, levanta con una mano el velo que cubre su rostro, y es dejada pasar inmediatamente. Sigue la noche. Se ve a don Jerónimo acercarse demudado a los soldados de un grupo y preguntarles “¿qué es ese grito?” Los soldados, que también están llenos de miedo, le contestan que es la Cegua. Él pregunta entonces qué cosa es la Cegua. “Es una mujer que sale por las noches a hacer maleficio. Ese es su grito.” Expresiones de susto de don Jerónimo (si el largo de la película lo permite puede agregarse alguna anécdota sobre la Cegua).
Atardecer. Gallardo se dirige hacia la sacristía y con cierta prudencia de enamorado da su conocido silbido llamando a Car-
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men. Gallardo lleva su traje militar algo roto y sucio y el cabello un poco revuelto por la lucha incesante del sitio. Se abre la puerta de la sacristía y aparece la madre de Carmen, que ásperamente lo increpa: “Manuel Gallardo, ¿a quién busca?” “A Carmen, señora. Usted sabe,” contesta él. “Sí ya sé. ¿Por qué no es usted capaz de entenderme?” “Porque quiero a Carmen, ¿qué otra respuesta puedo darle?” contesta Gallardo. “Es usted egoísta,” dice ella violentamente. “No me defiendo, señora. Yo sólo le digo que quiero a Carmen,” respondió él con humildad. Se abre de nuevo la puerta y sale Carmen, que ha escuchado las últimas dos frases del diálogo: “Mamá, ¿por qué lo regañas?” dice Carmen con ternura. “Tú ya no puedes comprenderlo, pero él sí puede evitarlo,” responde. “¿Por qué hablas así, mamá?” vuelve a decir Carmen con cierta tristeza. “Porque eres mi hija y el amor es la muerte!”
Hilera de soldados heridos, tendidos en el suelo en una pieza muy amplia del convento. Luz crepuscular. Todos los heridos se ven recién vendados. Cada soldado está con algo: una fruta, unos cigarros, algún regalo que le ha ido haciendo el Padre. Fray Francisco ha terminado de vendar al último, a quien sonriendo le saca de su sotana —con el gesto de un prestidigitador— una cajetilla de cigarros. Se va. Los soldados quedan comentando sobre la milagrosa e inagotable despensa de Fray Francisco y preguntándose de dónde sacaría tanta cosa todos los días. Como final de esta escena se ve de nuevo la visión del subterráneo entre sombras, y de nuevo la lucecita se aleja iluminando apenas una indecisa silueta.
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Anochecer. Un centinela —que es don Jerónimo— vigila por uno de los muros. Se oye fuego intenso de artillería. Fogonazos que iluminan la escena y dejan ver soldados sobre el muro apostados con sus fusiles contestando. Cerca del centinela se ve venir una luz. Inquietud del centinela. Luego la luz de la linterna, muy opaca, deja ver a los que avanzan. Son dos soldados portando una camilla en la que va un hombre herido de una pierna. Al interrogarlos el centinela, ellos se detienen y ponen la camilla en tierra. El centinela: “¿Otro?” Uno de los camilleros que es el sargento: “Esto será de toda la noche, sobre todo si siguen fumando.” El herido: “No sargento. ¡Por Dios y mi madre que no encendí fuego! Yo sólo masco. ¡Es brujería! ¡Ahora sí estoy cierto! ¡Yo oí a la Cegua y a todo el que oye el grito de la Cegua le cae desgracia!” El otro camillero: “Tiene razón sargento, anoche fue lo mismo con Calixto Reyes.‘Oigan la Cegua, ya grita,’ nos dijo a los primeros gallos. No habían cantado los del alba cuando ya lo habíamos traído en desangre. ¡Perdió el brazo!” El herido: “Y además acuérdense de los diez tiros que fallaron en el cañón de nosotros porque la pólvora traía arena. Arrestaron al Capitán Zapata y a Pedro Samayoa para investigar. Pero nada puede decirse en contra de ellos. ¡Es la maldición de ese grito!” Estas frases últimas las ha oído la señora de Montoya que se ha ido acercando, enlutada, hacia donde ellos dialogan. Al notar su presencia, no sin un gesto de susto de parte de los soldados, guardan silencio. Ella pregunta: “¿A quién llevan?” Un camillero: “Un herido, señora.” La señora: “¿Por qué lo entretienen?” Dirigiéndose al herido añade: “¿Quieres que te lave la herida?” El herido: “No, señora, gracias. Me dolería más. Además, con
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las medicinas que quedan da lo mismo curarse que no curarse.” Ella: “Poco a poco se va terminando todo, menos el valor de ustedes.” El herido: “Y el de usted también, señora.” Ella: “¡Yo tengo miedo!” Herido: “¿Miedo a la muerte?” Ella: “Y a algo más…” Un camillero: “¿A la Cegua?” Ella lo mira bruscamente y en voz baja y ahogada dice: “Sí, a la Cegua.” El herido: “¿La ha oído gritar? ¡Qué grito!” Ella: “Será tal vez su modo de llorar.” Herido: “¿Llorar?… La maldad no llora. ¡Vea cuántos hemos caído por oírla!” Don Jerónimo: “Siempre que hay sangre se sueltan los malos espíritus.” Ella (con emoción rara): “No… no digan eso… no puede ser así.” Mientras ella se retira lentamente, los soldados se increpan lentamente que no han tenido tacto con la señora. Y levantando la camilla desaparecen culpándose unos a otros.
Como puede verse por el diálogo anterior, la leyenda y el grito de la Cegua han creado una atmósfera de temor y de recelo entre los sitiados. La cámara recoge ahora rápidamente diversas escenas en las que los soldados se sobresaltan de cualquier ruido o sombra, mientras hacen guardia en la noche, o recelan de sus mismos compañeros. Muchos ojos dilatan su pupila en las sombras ante cualquier paso que se oye. Hasta el mismo Capitán Gallardo, al oír acercarse un bulto misterioso en una de las galerías del convento, se adelanta rápidamente, arma en mano, y al ver que el bulto es el General Montoya, azorado guarda el arma y lo saluda militarmente.
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Entonces se oye el conocido grito de la Cegua. Otra vez el paso del subterráneo. La lucecita que se aleja y la silueta. Luego, enfocando la cámara desde muy lejos, se ve a una mujer enlutada que sale fuera del templo por la boca del subterráneo. Al salir se la ve espiar, a uno y otro lado. Unos perros ladran desde lejos. Se sigue el paso, por las calles de Granada, de la mujer enlutada. La cámara deja por un momento de seguir a la mujer y enfoca la ventanita de un pequeño burdel de barrio, donde varias mujerzuelas se asoman y comentan en voz baja: “Ahí va la enlutada,” dice una. “Va donde Walker,” dice otra. Imprecaciones contra ella. Luego la cámara sigue tras la mujer de negro y la sigue hasta que llega a la puerta del cuartel de Walker. También desde lejos se le ve levantarse un poco el velo y que el centinela la deja pasar. Ahora la cámara, siempre desde alguna distancia, recorre el interior del despacho de Walker y se ve que la mujer de negro es Ña Leandra. Esta escena es toda muda. Ña Leandra le entrega un papel a Walker. Walker lo lee y se ve que llama a un oficial. Mientras se ve a Walker y a su oficial hablar la escena se disuelve.
Alcoba o lugar donde duerme la señora de Montoya en la sacristía del convento. Penumbra. Un candil. La señora de Montoya está claramente excitada. Se sienta. Mira el reloj. La cámara ve el reloj: marca las ocho de la noche. Se levanta y se pasea mientras el reloj de la torre de la iglesia da la hora. Al terminar la última campanada se abre la puerta lentamente y penetra en silencio Ña Leandra. Ella se adelanta hacia Ña Leandra (se ven las dos grandes sombras de las dos mujeres moverse en la pared por la luz oscilante del candil). Señora: “¡Habla!” Leandra: “Hice todo.” Señora: “¿No te vio nadie?”
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Leandra: “Nadie.” Señora: “¿Estaba él…?” Leandra: “Sí. Le di el papel…” Señora: “¿Y…?” Leandra: “Escribió este recado (se lo da) y me dio este dinero para mí.” Señora: “Dame el dinero.” Leandra: “Me lo dio para mí.” Señora: “Obedece. Te lo pueden ver y no quiero huellas.” Leandra se lo entrega sumisamente. La señora de Montoya se acerca al candil y lee. La criada respetuosamente se aleja un poco y se sienta en un rincón. Al terminar de leer el papel se vuelve a su criada y dice: Señora: “¡Leandra!” La criada: “¿Señora?” Señora: “ ¿Escribió esto de prisa?…” La criada: “Pues… no sé…” Lee de nuevo el papel y vuelve a exclamar: “¡Leandra!” La criada: “¿Diga señora?” Señora: “No, nada…” (pausa). Ella lee de nuevo el papel. La criada: “Señora…” (lo dice con una voz que desea solícitamente no interrumpir). Señora: (contestándole como desde otro mundo) “¿Qué…?” La criada: “¿Ya leyó atrás?… Cuando iba a darme el papelito habló con un oficial y después agregó un recado atrás…” Ella vuelve nerviosamente, afanosamente al papel. Lo lee rápidamente, y ya con otro tono de voz, casi con un grito se vuelve hacia su criada. Señora: “¡Leandra!” La criada (asustada): “¿Qué… qué sucede, mi señora?” Señora: “¡Te vieron! ¡Te vieron, Leandra!” La criada: “¡No señora! ¡No puede ser!” Señora: “¡Te vieron, mujer! ¡Algo presentía! ¡Algo me decía que no confiara!”
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La criada: “Pero, ¿por qué lo dice?” Señora: “¡Mira!” La cámara lee junto con la Ña Leandra el papel: “No quiero que uses más el subterráneo porque mañana al amanecer mandaré a destruirlo. Tengo noticias de que alguien más conoce el secreto y lo usa para llevar alimentos y auxilios a los sitiados. Quédate allí y apresura la rendición por todos los medios para que seamos otras vez juntos. W.” La criada: “No es a mí que me vieron, señora. Pero cuando iba por el subterráneo noté que había pisadas de hombre.” Señora: “¿Las viste?” La criada: “Sí.” Señora: “Alguien lo sabe…” Se pasea con lentitud repitiendo “alguien lo sabe.” Luego se detiene y con decisión fría y terminante exclama: “¡Me iré esta noche!” La criada (con alma indígena): “¡La señora no puede irse!” Señora: “¿Y quedarme aquí descubierta?” La criada: “Que alguno haya estado en el subterráneo no quiere decir que nos hayan visto.” Señora: “Pero mañana estará cerrado, y quedaré aquí, ¡aquí!” La criada: “Señora, su amor ha estado en la sombra y ahí debe mantenerlo. Si se va es como decirlo.” Señora: “¿Qué secreto voy a guardar si ya está roto? Un solo hombre que me haya visto basta, ¡uno solo!” La criada: “¿Pensará sobre mi señor, su esposo? ¿Sabe que puede matarlo con ese golpe?” Señora (impasible): “Muerte por muerte. ¡O muero yo aquí o él!” La criada: “¿Y lo que va a quedar de usted sobre su hija?” La señora, que se había adelantado hacia la puerta, se detiene como herida y exclama para sí misma: “¡Carmen!” (La cámara sale fuera de la sacristía y se ve a Carmen que atiende a un herido en una pieza, y luego enfoca a Gallardo que pasa por el corredor y le hace una seña. Ella acude sonriente y él le dice: “¿A las once?” Ella asiente con la cabeza y él sigue adelante con tres
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o cuatro soldados haciendo ronda. Ella le mira mientras se aleja). Sigue el diálogo dentro de la sacristía. La criada: “Por ella hablo, porque es también mi hija y me duele. Ella no puede ni sospecharlo.” Señora (se ha sentado al borde de su cama o lecho mirando fijamente hacia el suelo): “¿Por qué habré sido madre antes del amor?” dice con un tono desesperado. La criada: “¡Una hija es más amor que un hombre!” Señora (levantándose colérica): “¡Cállate! ¡Qué sabes tú de esto! ¿Puedo todavía ser madre con tanto engaño dividiéndome la sangre? ¿Qué sabes de la amargura de haber encontrado la flor después del fruto?…” La criada: “¡Hay tantas muertes como para no tener que pensar en eso!” La señora siente una oleada de cólera, pero se detiene sobre su propio pensamiento y mirando a su criada repite: “Tantas muertes…” La criada: “Sí, y cuando hay muchas muertes Dios anda cerca abriendo sus caminos.” Señora (divagada, pensando para sí misma): “Tantas muertes…” Abre la puerta y sale a la oscuridad de las arcadas. Se oyen pasos que se arrastran, un bulto lento y gimiente que avanza; es un herido que se arrastra cubierto de tierra y sangre. “Señora, deme agua, por favor, deme agua…” Al pronunciar estas palabras la puerta de la sacristía se abre y aparece Ña Leandra. La puerta entreabierta deja escapar luz que hace más visible al herido. Ña Leandra, que oyó la súplica del herido dice a su señora: “Adentro hay, en la tinaja.” La señora con una decisión imprevista corta el ofrecimiento de Ña Leandra y dice: “¡No, espera! ¡Allí no hay!” La criada: “Yo misma la traje…” Señora (violenta): “¡Te digo que no hay! ¡Pásale el candil al hombre!” Luego dirigiéndose al herido le señala: “Sigue por el muro hasta aquella pared, allí está el aljibe con agua. Lleva la luz
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para que te alumbres.” Ña Leandra ha salido con el candil, pero advierte: “Señora, recuerde que el General prohibió bajo pena de muerte pasar con luz frente al muro.” Señora: “¿No oíste que ahora la artillería tira sobre el lado sur? ¿Cómo va a ir en tinieblas este pobre hombre?” Y al soldado le dice: “¡Anda, lleva cuidado!” Sale el soldado herido y se ve alejarse la luz poco a poco. A medida que el soldado se aleja se ve también el rostro de la señora que lo sigue con la mirada; y sin despegar la vista del que se aleja dice a su criada: “Leandra, puedes retirarte ya.” La criada se retira diciendo: “Buenas noches.” La señora no contesta, pendiente de la marcha del soldado. La lucecita sobre el muro se ve ya bastante lejana en la oscuridad casi total del convento. De pronto suena lejano un cañonazo, se oye el silbido de la bala y luego el golpe del estallido y su fogonazo sobre el lugar donde se veía la pequeña luz del herido. La señora tiene un momento de conmoción interna que se refleja en sus ojos. Da unos pasos hacia atrás y mira asustada hacia el lugar del crimen. Pausa. El sargento de la escena de los camilleros se acerca lleno de nervios y aflicción, su ropa destrozada de tal modo que lleva el pecho desnudo entre guiñapos de camisa. La señora de Montoya al sentirlo venir se ha retirado hacia atrás, dos o tres pasos, hasta pegarse contra la pared de la sacristía, como si temiera algo. Ella (con los ojos muy abiertos y la voz anhelante): “¿Quién eres tú?” Sargento: “No hace mucho pasé con el herido” Ella: “¡No! ¡El herido iba solo!” Sargento: “¿Cómo solo? ¡Lo llevábamos en la camilla!” Ella: “¡Ah… ya recuerdo!” Sargento: “¡Pobre señora!… Y ahora sin agua. ¡Mire cómo vengo! Le dieron al aljibe y me empapé” Ella: “¿Agua?”
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Sargento: “Sí, de agua…” Se abre la puerta y aparece Carmen curiosa. Al abrirse la puerta baña de luz al soldado que en ese momento ve que está lleno no de agua, sino de sangre. Y lleno de un terror supersticioso exclama: “¡Sangre! ¡El agua se hizo sangre! ¡Es la Cegua, señora!” y se va como loco. Quedan Carmen y su madre a solas. La madre por un momento titubea en dirigir la mirada hacia su hija. Pero lo hace turbada, y, al verla, la quita rápidamente y su rostro toma una expresión sombría. Demudada se aleja por el pasillo. Carmen la mira sin entender desde la puerta. Le pregunta: “Mamá, ¿qué tienes?…” Pero ella se aleja en silencio.
La señora de Montoya cruza en la oscuridad la galería de uno de los claustros del convento, mientras el reloj de la torre da nueve campanadas. Se encuentra con el General Altolaguirre. Él se le acerca y la reconoce en la penumbra. La saluda. Luego se aleja. Pero ella, movida por un pensamiento repentino, se vuelve hacia él y lo llama: “Coronel Altolaguirre, una pregunta.” Coronel: “Diga usted, señora.” Ella: “¿Por qué esta resistencia si estamos perdidos?” Coronel: “Por la Patria, señora.” Ella: “¿La Patria? ¿Qué es la Patria? ¡La Patria somos nosotros!” Coronel: “¿Qué quiere usted decirme con eso, señora?” Ella: “No, nada… es que puede haber Patria sin tanta muerte.” Coronel: “Pero señora, este es nuestro último reducto…” Ella: “Nuestro último engaño dirá usted.” Coronel: “¿Engaño?” Ella: “San Francisco es un baluarte del Partido Legitimista y se resiste para dar prestigio a este partido.” Coronel (sonriendo): “¡Oh! Ya veo su ardid, señora. Me dice eso para probarme porque soy del Partido Democrático.”
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Ella: “Se lo digo porque soy patriota.” Y agrega en voz más baja e insinuante: “Coronel Altolaguirre: ¿puede guardarme como caballero un secreto?” Coronel: “¡Por mi honor, señora!” Ella: “No lo repita porque va mi felicidad conyugal en ello. Tal vez no deba hablar, pero como patriota me duele esta matanza inútil. Las fuerzas democráticas han mandado pedir en secreto que nos retiremos para que se junten todas las fuerzas. Pero los legitimistas se negaron.” El Coronel escucha atónito, la mira profundamente y se aleja cabizbajo lentamente. La señora va a emprender de nuevo su camino por el pasillo, cuando nota que Ña Leandra está sentada en una grada, silenciosa. Señora: “¿Qué haces aquí?” La criada: “Eso es feo, señora. ¡Yo sé que no es cierto lo que ha dicho!” Señora (fríamente): “Yo también.” Disolvencia.
En las sombras. El General Montoya está con Gallardo terminando de ver el destrozo del cañonazo en el aljibe del convento. La tierra encharcada. El cadáver de un hombre por el suelo. El General (retirándose con Gallardo): “Estas no son cosas de ceguas. Aquí hay un traidor. Son demasiadas coincidencias…” Ambos caminan hacia la sacristía. Se les acercan el General Altolaguirre con don Jerónimo y el sargento, todavía roto de sus vestidos y manchado de sangre. “Estos dos hacían guardia cerca del aljibe,” dice Altolaguirre después de un seco saludo militar. Se encaminan unos pasos hacia la sacristía y en las arcadas que están frente a la puerta de la sacristía, el General Montoya y el resto se detienen formando grupo. Ellos aseguran que vieron venir una luz.
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“¿Está seguro?” inquiere Montoya. “Lo juro, por lo más sagrado,” contesta el sargento. Otro tanto asegura don Jerónimo. Llega en ese momento, abriendo la puerta de la sacristía, la esposa de Montoya. “Oímos el grito de la Cegua,” agregan los soldados. Montoya los escucha, pero sin aparentar darles crédito los despacha a sus puestos. Luego dice a Altolaguirre: “Estos soldados tienen razón. Yo le confieso que también he oído el grito de la Cegua. Algo tiene que ver este grito extraño con esta traición…” Interviene su esposa: “Fernando, ¡me parece ridículo que creas eso! ¡Cuántos lamentos de heridos, más terribles que el grito de la Cegua, escuchamos noche a noche!” Montoya la mira y se turba un poco: “Yo puedo estar equivocado,” dice, “pero yo creo que hay algo…” El General Altolaguirre interviene: “Haya o no haya Cegua el problema es que estamos sin agua y ya no podemos resistir más.” Montoya contesta: “Con o sin agua, General Altolaguirre, San Francisco no puede rendirse.” Altolaguirre (un poco violento): “¡Eso es obcecación, General Montoya!” Montoya: “¡Lo que no es obcecación en este momento parece cobardía!” Altolaguirre (subiendo la voz): “¡General Montoya, usted me ofende!” Montoya: “No ofendo. Trato solamente de que como militar no falle cuando la Patria más lo requiere.” Altolaguirre (con reticencia): “Es que comienzo a dudar de que sea la Patria y no su partido el que le esté inspirando su obstinada determinación.” Montoya (violento, acercándosele): “¿Quiere decir que usted quiere rendirse?” Surge en ese instante, como brotado de las sombras, el Padre Francisco, y su autoridad y su figura se imponen desde el primer momento. Con voz cortante y vigorosa, pero dulce, dice: “¿Quién
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habla aquí de rendirse?” Se turban un poco los dos generales y Altolaguirre contesta: “No hablábamos de rendición, sino de romper el cerco y retirarnos a juntarnos con las fuerzas nicaragüenses…” Pero acota el Padre: “San Francisco no se rinde, ni se desocupa ni claudica. Las fuerzas nicaragüenses vienen ya sobre Granada.” Se iluminan los rostros de todos. La señora de Montoya, por el contrario, empalidece. Antes de que puedan formular los generales otra pregunta, el Padre se retira y se pierde en las sombras.
La cámara abandona San Francisco y toma escenas rápidas, entre sombras, del avance de tropas nicaragüenses ocupando posiciones para tomar Granada. Luego enfoca el cuartel de Walker. Oficiales filibusteros entran apresuradamente. En el interior, Henningsen avisa a Walker que las tropas nicaragüenses están cercando Granada. Órdenes. Movimiento de oficiales. Disolvencia.
Interior de la sacristía. La señora de Montoya está sentada al borde de su lecho, sumida en sí misma. Se abre la puerta y entra el General Montoya. Ella se inquieta un poco y disimula. Él se quita la chaqueta en un rincón y le dice: “Dame agua, tengo sed.” Ella le mira sombríamente, mientras él despreocupado busca entre su ropa una chaqueta gruesa de abrigo para la noche. Entre tanto, con rapidez su señora se ha adelantado a una mesita donde está la tinaja con agua. Al tomar el vaso para llenarlo se ve el reloj que marca las diez de la noche. Se observa un movimiento misterioso de la mano de ella, como que pone algo en el agua. Le da el agua. Mientras él la bebe despaciosamente, el reloj de la torre da diez campanadas.
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El General Montoya le devuelve el vaso y comenta: “Esta noche acabaremos con la Cegua. Ya he tomado todas las medidas.” Luego, cayendo en la cuenta del sabor del agua que acaba de beber y haciendo una expresión con la boca, agrega: “¡Mal sabor tiene esta agua!” Se adelanta hasta la puerta, la abre y dice: “La sentí amarga.” Disolvencia.
Gallardo recostado junto al muro que rodea todo el convento. Tiene la noche al fondo y, muy lejos, la ciudad dormida. Está esperando, y al ver acercarse un bulto le silba suavemente. Carmen se acerca, se oprimen las manos en silencio. Ella se sienta en el borde del muro, mientras él queda de pie a su lado. Carmen mira la lejanía y exclama: “¡Qué noche!” Pero añade: “Mira mi mano; dice Leandra que todas sus líneas están cortadas. Ni una estrella… como esta noche.” Gallardo: “Entre tu madre y esa vieja india te están entristeciendo la vida. Si están cortadas las líneas de tu mano, ¡mejor! Inventaremos nuestro destino.” Carmen (sonriendo, mirándose la palma de la mano y luego ofreciéndosela): “¡Dibújame la primera línea! ¡Tú eres el único que puede!” Gallardo toma la mano de Carmen, enciende un cerillo y como en un juego misterioso se ve su dedo señalando las líneas de la palma de la mano de ella, mientras le dice: “Esta primera, la más corta, la dejamos así para que sea la línea de la guerra. Esta otra… ¡verdaderamente tu mano es una anarquía!” Carmen: “¿Lo ves?” Gallardo: “Así debe ser. Un buen amor es nuevo cada día.” Se le apaga el cerillo. Interrumpe este diálogo un soldado que se acerca y con respeto le hace una seña a Gallardo de que quiere hablarle. Éste da dos o tres pasos, alejándose de Carmen, y escucha del soldado algunas
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frases que le dice al oído. Gallardo asiente varias veces con la cabeza. Luego se regresa donde Carmen mientras el soldado se larga. Gallardo (apretando apasionadamente la mano de Carmen): “Espérame un momento. Ya vuelvo. No tardo.” Disolvencia.
Arcadas frente a la puerta de la sacristía. Fray Francisco está con los brazos cruzados, en silencio, mirando lejanamente, recostado un poco en una de las columnas. Se abre la puerta y aparece la señora de Montoya. La señora se detiene un momento al observar al Padre y luego, como en saludo, pregunta: “Padre Francisco, ¿en qué piensa?” El Padre la queda viendo en silencio. Mientras tanto la cámara se aleja un poco y enfoca a Carmen que abandona el sitio en que estuvo con Gallardo y se viene acercando en silencio. El Padre ha bajado su vista hacia los pies de la señora de Montoya y con una voz extraña le dice: “Pensaba, señora, en que tiene usted su zapatilla sin tacón.” La señora (mirando instintivamente su pie y con una sonrisa nerviosa): “¡Qué ojo tiene usted, Padre Francisco!” El Padre saca de la manga de su hábito el tacón y lo tira al suelo, a los pies de ella: “Un calzado tan fino no resiste la carrera de una Cegua.” La señora (abriendo los ojos casi desorbitados), mira el tacón y con un grito ahogado dice: “¡Padre Francisco! ¿Qué quiere decirme?” Rápidamente, mientras el Padre Francisco va a contestar, la cámara enfoca a Carmen que sigue avanzando entre la penumbra ya muy cerca del fraile y de su madre. De forma que la frase del fraile, en voz cortante, también es escuchada por Carmen: “Que una simple zapatilla puede traicionar a una traidora.” Se ve el rostro extrañado de Carmen, quien se detiene ocultándose tras una de las columnas, poniendo atención al diálogo de su madre y el fraile.
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La señora (procurando darle a sus palabras un aire de inocencia): “¡No lo entiendo, Padre! ¡No sé qué insinúa!… Pero me parece que está olvidando que trata con una dama.” El fraile: “…Con la dama ‘enlutada,’ que es el escándalo del pueblo en la ciudad. Con la dama ‘Cegua,’ que es el espanto y la traición de San Francisco. Bien sabe que hay un subterráneo obscuro, tan obscuro como el adulterio. En ese subterráneo he encontrado el tacón de su zapato.” (Rostro de Carmen que comienza a entender. Rostro de la señora de Montoya que con una mirada brillante y exaltada parece que va a hablar. Rostro del sacerdote, inquisitivo.) La señora (hablando con la exaltación de quien está acorralada): “Usted usa el subterráneo y le parece muy lógico decir que le da un uso santo. ¿Por qué si yo lo uso ha de ser para la maldad? ¿Con quién me confunde? ¿Olvida quién soy, Padre Francisco?” (La última frase se oye fuera de foco, mientras se ve de nuevo el rostro de Carmen, en cuyos ojos parece abrirse ansiosamente una esperanza). El fraile: “¡Mujer, ya basta! ¡Basta de farsa! ¡Arráncate la máscara de la Cegua que ya para nada te sirve! Yo como sacerdote no busco tu condenación, sino tu arrepentimiento… ¡si no fuera así, mi acusación la estaría haciendo ante un Consejo de Guerra!… Con tal de cerrar la puerta de tu pecado, yo mismo hice correr el rumor de que usaba el subterráneo para que Walker lo destruyera.” La señora (irguiéndose indignada): “¿Usted?” El fraile: “Sí, yo.” La señora (con una risa fiera y delirante): “¡Ah! ¡Una trampa para enjaular al pajarito!” Y agrega (ofensiva y bruscamente): “¿Quién pone puertas al corazón?” El fraile: “Yo sólo pongo puertas a la traición. Con la destrucción del subterráneo se acabará la Cegua. Quien debe ponerle puertas al corazón eres tú misma.” La señora (con risa salvaje): “¿Quién? ¿yo?” El fraile: “¿Quién si no tú, mujer ciega? ¿No piensas en tu hija
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inocente sobre quien recaerá la afrenta?” La señora apaga instantáneamente su desesperada risa y abre los ojos sin poder decir palabra, en una expresión brutal de remordimiento. El fraile: “¡Será la hija de la adúltera y de la traidora! ¡La mala sangre!” La cámara enfoca el rostro de Carmen en la plenitud de su amargura, mientras se oyen, fuera de foco, las palabras casi histéricas de su madre que grita: “¡No! ¡No lo sabrá! ¡No lo sabrá nunca! ¡Me iré de aquí!” Enfoca de nuevo la cámara a la señora de Montoya que intenta retirarse, con el rostro descompuesto, y a Fray Francisco que da unos pasos como intentando detenerla: “No sueñes, ¡no sueñes, mujer! ¡no te ciegues! ¡no puedes separarte de tu propia sangre que es tu hija!” La señora (violenta y enloquecida): “¡No detenga a la Cegua, que ya bastante sangre cuesta!” Entra a la sacristía dando un portazo. El fraile mueve la cabeza y exclama en voz baja: “¡Que el cielo se apiade de tu infierno!” Luego cabizbajo se aleja lentamente. La cámara enfoca a Carmen, quien con el rostro entre las manos se inclina contra la columna del claustro, temblando su cuerpo por el llanto. Mientras ella llora, silenciosa y convulsivamente, el reloj de la torre da once lentas, trágicas campanadas.
Al dar la última campanada, Gallardo —que pasa hacia su cita— ve a Carmen junto a la columna. Ella, que le oye venir, trata de disimular su estado de ánimo, se enjuga las lágrimas y procura no mirar de frente a Gallardo. Gallardo: “¿Estás sola?” Carmen: “Sí.” Gallardo: “¿Y el Padre Francisco?”
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Carmen: “Se fue.” Gallardo: “¿Y tu madre?” Carmen: “Ya se ha ido…” (ahoga un sollozo). Gallardo: “¿Qué tienes, Carmen?” Carmen no contesta. Llora. Gallardo, acercándose y tomándole el rostro entre sus manos: “¿Estás enferma?” Toca sus manos. “¿Estás con fiebre, mujer? ¡No debías haberme esperado! ¿Por qué te quedaste aquí sintiéndote mal?” Carmen (como en un sueño): “…¿Por qué me quedé aquí?…” Se reclina sobre su hombro destrozada. Gallardo: “Perdóname si te hice esperar… Me tardé un poco más porque encontramos algo interesantísimo sobre el asunto de la Cegua…” Carmen (como herida por un rayo): “¿Qué?” Gallardo: “Encontramos un largo subterráneo que probablemente sale a las líneas enemigas. Es el que usa la Cegua para comunicarse con Walker, pero lo tenemos en secreto. Entre las doce y la una, cuando se oiga su grito, le armaremos una emboscada.” Carmen (ansiosamente): “¿La matarán?” Gallardo: “Sí, así pagará sus crímenes.” Carmen (dando un grito ahogado): “¡Manuel!” Hunde su rostro en el pecho del Capitán Gallardo y llora convulsivamente. Gallardo sacudiéndola con ternura y buscando sus ojos: “¡Carmen! Pero, ¿qué es lo que te pasa? ¿por qué lloras?” Carmen (enjugándose los ojos y con voz opaca): “Nada.” Gallardo (un poco desconcertado vuelve a tomarle el rostro entre sus manos y con dulzura le dice): “Carmen, estás enferma… mejor descansa.” La lleva abrazada hacia la puerta, y tiernamente le dice: “Yo estaré aquí cerca…” La besa largamente. Luego va a retirarse, pero Carmen, que ya había hecho el impulso de abrir la puerta de la sacristía, se vuelve a él: “Manuel…” Gallardo se vuelve a ella con los ojos interrogantes.
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Carmen: “…No dispares tú sobre la Cegua.” Gallardo: “¿Por qué piensas en eso, Carmen?” Carmen (con desmayada y misteriosa voz): “Sólo eso te pido.” Gallardo: “Si tú no quieres, ¡eso basta!” Y antes que Gallardo pueda formular una nueva pregunta, ella entra por la puerta que se cierra suavemente. La cámara queda unos instantes ante la puerta cerrada. Disolvencia.
Espadaña o torre de San Francisco. Los dos generales, Altolaguirre y Montoya, están observando la lejanía nocturna desde lo alto. Montoya mira ansiosamente con su anteojo y dice: “Allá veo unos fuegos; deben ser los nuestros que ya se acercan.” Le pasa el anteojo a Altolaguirre y, mientras el otro está viendo, Montoya se pasa la mano por los ojos, como si ha sentido un mareo, y dice a media voz: “Me siento mal, General Altolaguirre.” Altolaguirre, sin prestar atención a esas palabras, mira con el anteojo y con entusiasmo dice: “ ¡Ellos son, General, ellos son! ¡Nos hacen las señales convenidas!” Luego mira al General Montoya y advierte que éste se tambalea exclamando de nuevo: “¡Me siento mal!” Altolaguirre intenta sostenerlo mientras le pregunta ansiosamente qué es lo que le sucede, pero el General Montoya cae desplomado sobre las primeras gradas y se ve al Padre Francisco que sube lentamente, pero que, al ver que algo anormal sucede arriba, acelera su paso. Reconociendo a Montoya se arrodilla a su lado. Padre: “General, ¿qué le pasa?” Montoya: “Me muero, Padre.” Padre (interrogando de nuevo): “¿Qué le pasa?” Montoya: “Creo que es la peste…” Luego, con una sonrisa desfigurada por la agonía, agrega: “Mis soldados van a decir que es la Cegua…” El Padre titubea un momento, pero le dice al oído: “Sí… es la
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peste, General.” El General Montoya hace un esfuerzo por hablar y con la frases entrecortadas dice al Padre y a Altolaguirre: “Que no se rinda San Francisco… Ya vienen a libertarnos…” Se ve la mano del Padre dándole la absolución: Ego te absolvo in nomini Patris… Antes de que se borre del todo la mano del Padre, aparece en las afueras de la ciudad el ejército nicaragüense irrumpiendo sobre las líneas enemigas y abriéndose paso hacia las primeras casas de Granada.
Después de la escena la cámara se traslada a uno de los patios del convento, en el lugar donde está un pelotón de soldados apostados en silencio. Se oye la voz de Gallardo en la oscuridad que dice: “Ya saben, fuego al primer bulto que vean.” Fotografías de los rostros de los diversos soldados en acecho, con sus fusiles listos. Miradas. Parlamentos en voz baja de unos a otros. Don Jerónimo está entre ellos y los calla. Entre los susurros de unos y otros se oye constantemente la palabra “Cegua.” De nuevo se oye la voz de Gallardo en la oscuridad: “¿Han visto algo?” Los soldados contestan: “¡Nada, Capitán!” Gallardo agrega: “No pierdan de vista la entrada del subterráneo.” La cámara hace ver la entrada del subterráneo que está al fondo del gran patio, tras un muro. Otra voz: “¡Ya es la media noche!” Otro que calla: “¡Ssssh!” Gallardo: “¿Oyen algo?” Don Jerónimo: “¡Nada, Capitán!” En medio del silencio y de la tensión nerviosa de todo el grupo, se oyen lentas y profundas las doce campanadas del reloj de la torre. Cada toque va acompañado de una vista distinta de rostros de soldados presas de la más viva ansiedad. Centinelas en las
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torres y en lo alto de los muros, todos con igual tensión escuchando la señal de la medianoche. Vuelve a verse de nuevo al pelotón que comanda Gallardo, apuntando todos en el más solemne silencio hacia la boca del subterráneo casi invisible al fondo. De pronto rasga la noche un grito terrible. Todos apuntan y esperan. Se ven los fusiles brillando siniestramente en la oscuridad, y una sombra rápida que cruza por el patio, hacia el subterráneo. En el mismo instante suena una descarga cerrada. Al desvanecerse el humo de los disparos se mira un bulto caído. Lentamente y venciendo el temor supersticioso, con sus fusiles siempre apuntando, don Jerónimo y tres soldados avanzan hacia el bulto. Se acercan. Se inclinan. Se miran unos a otros. Don Jerónimo alza el cuerpo ayudado por los otros tres. Mientras ellos regresan con su carga, se ve a Gallardo que ya tiene un candil encendido en su mano y que se adelanta varios pasos para ver. Las llamas del candil iluminan un cuerpo de mujer con traje negro. Gallardo acerca la luz y se ve, en vez de un rostro, la máscara espantosa de la Cegua. Gallardo, espectacularmente, levanta la máscara, pero la máscara está colocada en la parte trasera de la cabeza y sólo se ve la cabellera negra de la muerta. Los soldados en silencio, mirándose unos a otros con más tensión aún, dan vuelta al cadáver. El capitán ilumina el rostro. Es Carmen. Loco de angustia, dejando caer el candil, la toma en sus brazos y la estrecha contra sí. “¡Carmen! ¡Carmen!… ¿qué es esto Dios mío?” Murmullo entre los soldados que se quedan petrificados. Gallardo está de rodillas, sosteniendo el cuerpo inerte, bañado en sangre de Carmen. La cámara recoge la expresión de indecible dolor del rostro de Gallardo, y luego baja recorriendo el rostro de Carmen hasta su mano que ha caído exánime sobre la tierra junto al candil que abandonó Gallardo. La luz del candil ilumina la
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mano de Gallardo que toma la mano caída de Carmen. Cuando la levanta se ve su palma en close-up con los detalles de sus líneas como se ha visto ya en una escena anterior. Se oye entretanto, fuera de foco, la voz del Padre Francisco que acaba de llegar y que pregunta: “Capitán, ¿cómo ha sido esto?” El Padre Francisco se inclina y Gallardo con desesperación en la voz, le contesta: “No sé Padre, ¡no sé! ¡yo mismo la he matado!” El Padre Francisco toma la mano de Carmen y mirándola exclama: “¡Alma inocente!” Luego cambiando bruscamente de tono, pregunta: “Capitán, cuando yo me quedé con su madre, ¿dónde estaba Carmen?” Gallardo: “No sé, Padre. Tuve que venirme y cuando regresé lloraba. Me pidió que no disparara sobre la Cegua.” El Padre: “Criatura buena… ¡has querido cargar sobre ti el crimen que no es tuyo! ¡Dios te reciba en sus brazos y acepte tu sacrificio!” (mientras dice la última frase la bendice). Gallardo: “¿Qué quiere decir, Padre?” En su mano tiene la máscara de la Cegua, y mostrándosela al Padre, repite: “¿Qué quiere decir?” El Padre: “No la has matado tú, Manuel. Ella ya había muerto antes. Su vida se fue ‘cuando lloraba.’ ” En ese momento se abre una cercana puerta lateral y una persona que no ha acabado de salir, dice en voz muy baja: “Quédate aquí y da el grito.” Fray Francisco se levanta y rápidamente se adelanta a la puerta en el momento que sale de ella la señora de Montoya. Padre Francisco: “¡No, el grito lo darás tú!” Y señalando hacia Carmen agrega: “¡Mira tu obra!” La señora de Montoya que lleva su rostro cubierto por un velo negro lo descubre, y da unos pasos hacia adelante, aunque Ña Leandra se ha adelantado con más presteza. La señora ve el rostro de su hija que Gallardo acaba de reclinar sobre el suelo. Gallardo se pone de pie y sigue esta escena expectante y confuso.
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Una mueca de espanto y un estremecimiento terrible descomponen el rostro de la señora de Montoya, que lleva su mano crispada a la boca y como mordiendo su propia culpa grita en un sollozo: “¡Carmen!” Ña Leandra que ha caído de rodillas estrecha el rostro de la muerta contra su pecho y mirando con un fulgor siniestro a su ama, le dice, con voz que va escalando la más alta cólera: “¡Asesina!… ¡Asesina!… ¡Maldita!…” La señora de Montoya se hace hacia atrás como herida por aquella voz dura y filosa. Pero luego, queriéndose inclinar hacia su hija, movida por su propia pena, dice con dulzura: “Déjame besarla, ¡déjame! ¡era mi hija!…” Ña Leandra: “¡No!” La señora (queriendo imponerse): “¡Leandra, soy su madre!” Leandra: “¡Era su madre!” (y estrecha el cadáver de Carmen con mayor ternura contra su pecho). La madre se ha ido retirando poco a poco, como si fuera lentamente tomando conciencia de su crimen al oír y ver la expresión terrible de su criada. Exclama para sí, con desesperación: “Era su madre, ¡era!… ¡ahora soy la Cegua!” El Padre, al verla retirarse con esa expresión trágica y casi demoníaca, le dice: “¡No desesperes mujer, no cometas tu último crimen!” La señora de Montoya avanza hacia el subterráneo con el rostro hacia el cielo y la mano crispada como una blasfemia. El Padre le grita: “¡No huyas, mujer! ¡El subterráneo está minado por Walker! ¡Vas a la muerte!” Ella contesta con el horrendo grito de la Cegua que se pierde, cada vez más lejano y más lúgubre, en las profundidades de la tierra. Los soldados hacen el intento de correr hacia el subterráneo tras ella, pero el Padre se interpone y con un gesto los detiene, mientras dice: “Ella misma ha buscado su castigo.” Después de una breve pausa se escucha y se ve la tremenda explosión del subterráneo que hace temblar las piedras de San Francisco.
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Todavía no ha terminado el eco de la explosión y el reflejo del fogonazo cuando se ve la misma escena del comienzo y a don Jerónimo en su tranquilo rancho de México. Su auditorio aparece ahora en el colmo de la excitación, muy agrupado a su alrededor y pendiente de su palabra. Don Jerónimo, al abrirse la escena, está mostrando el tacón de la Cegua en una mano y la máscara de la Cegua en la otra. Uno de los oyentes rompe el silencio y pregunta: “¿Y por fin, usted logró matar a Walker?” Don Jerónimo: “No… Walker salió huyendo… ¡pero yo luché por la libertad de un pueblo!” Su palabra se pierde en una escena rápida y transparente de los ejércitos nicaragüenses entrando victoriosos en Granada entre banderas y vítores. FIN
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Johana Mostega —La Ciudad y el Río— POEMA CORAL
En memoria de Mathías Goeritz: el soñador de la Ciudad Nueva.
VOZ DEL AUTOR
A la primera ciudad de los segovianos, la misteriosa Johana Mostega, en las riberas del río Yare o Coco, la ciudad sumergida hace siglos, donde todavía llegan las sirenas a lavar en agua dulce la amargura de todo canto.
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PRELUDIO DE LOS PÁJAROS CORO VOZ
CORO VOZ
MEDIO CORO
CORO MEDIO CORO
VOZ
CORO
VOZ CORO
Ío, ío, ío Han llegado los pájaros que humedecen los labios de la aurora. Chío, chío, chío Las aves que sostienen los aires de la fábula revolotean sobre el alboroto de los remos y las velas. Buscan una ciudad Buscan un rostro. Trío, trío, tron Las aves que transportan las leyendas revolotean sobre el Yare ebrio de Alisios. “¡Evélpides! ¡Indícanos una ciudad pacífica donde pueda el sueño encontrar su nido y el canto, libertad!” Ío, ío, ío ¡Venid, venid, venid! Son los pájaros que vuelan donde vuela el amor. Buscan ansiosos en las aguas maternas un rostro de mujer.
VOZ DE UN PÁJARO
No Semíramis, ni su augusto terror, la que amó el odio y con sus dulces recuerdos construyó sepulturas. OTRO PÁJARO
No Judith, en las tinieblas, alumbrando con la cabeza de Holofernes la libertad judía.
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OTRO PÁJARO
No Herodías, “inviolable a los leones, la que cosechó granadas en su noche pérfida.”
OTRO PÁJARO
No Nefertiti y la sutil tiranía de su cuello al borde de la tos.
OTRO PÁJARO
No la Borgia incestuosa delicada y tigre.
CORO DE LOS PÁJAROS
Solamente una mujer cuyo rostro se miró en el río Una muchacha que lleva el tiempo en la cintura como un ánfora.
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LA FUNDACIÓN VOZ 1
El conquistador con la espada rota trazó en la tierra la vasta línea de la plaza.
VOZ 2
Aquí el templo y sus campanas
VOZ 3
Aquí el cuartel y su pólvora
VOZ 1
Aquí el cabildo
VOZ 2
Aquí el mercado
VOZ 3
Debía la ciudad poblarse entre la memoria y el olvido
VOZ 2
Entre la palabra y el pan.
CORO
Pero no era ciudad
VOZ 1
…Sólo silencio
VOZ 2
Los mineros de Segovia daban golpes bajo tierra buscando una aurora sórdida.
CORO
Hasta que abrió su ventana una muchacha
VOZ 3
Fue la ciudad herida por el ministerio de un rostro en la ventana:
VOZ 2
La inagotable intimidad, adentro
VOZ 3
La irresistible lejanía afuera.
CORO
Se llamaba Johana
VOZ 1
La Johana Mostega
VOZ 2
¡No se dio mestiza en Indias como ella!
VOZ 3
Entonces se debatió el corazón de la ciudad entre el Oro y la Belleza.
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VOZ 1
Y dudosos los mineros bebieron los vinos dormidos en los sótanos y la belleza y el vino engendraron la danza.
VOZ 2
El pie en el aire
VOZ 3
El poema en los ojos
VOZ 1
Y comenzaron los cantos
VOZ 2
Y navegaron los cantadores a los mercados del sur a comprar vihuelas y guitarras.
VOZ 3
¿Será la historia o la leyenda, o será el poema quien alumbre ese poder de la forma?
VOZ 1
¿El reino de una mirada…
VOZ 2
…o la noche guardiana de su torso?
VOZ 3
Las santas del retablo miraban con los ojos de Johana y sonreían con sus labios
VOZ 1
Y los buhoneros que entraban a la ciudad /con mercancías colocaban sus fardos en el suelo miraban a Johana cargaban otra vez sus cargas y aliviados, partían…
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LA GUERRA VOZ 1
Pero la otra ciudad, la antagónica, era de mercaderes.
VOZ EN CANTO LLANO
Una manu sua faciebat opes et altera tenebat gladium VOZ 2
Llegaban por el río a vendernos telas o a hacernos la guerra.
VOZ 1
En sus cantos cantaban : “Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos.”
VOZ 2
Entonces éramos conocidos como artífices pero nos tenían por fatuos:
VOZ 1
El país del dulce encanto donde un pájaro se transformaba, a veces, en excremento. Sonido de campanas
VOZ FUERTE
¡Cuando sonaron a rebato las campanas!
VOZ 2
Mi padre guardó entonces la pica y se fajó la espada: “reinarán otros dioses,” dijo con tristeza, mirando al norte la curva del gran río: como cisnes descendían jabeques y fragatas.
CORO
Según las leyes de la guerra la ciudad estaba destinada a la destrucción.
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VOZ 1
Pero se citaron los caudillos como en el florido prado de Escamandro
VOZ 2
Eran pastores de hombres y ordenaron al pueblo en cuadros de batalla
VOZ 1
Me duele recordar la fecha ya en cenizas. El incendio alumbró la batalla y yo, el soldado, rescaté a Johana entre las llamas. No sabía que llevaba entre mis brazos la ciudad futura y ya no recuerdo si soy un fatigado dios antiguo que colocó su carga en la ribera como en la página de alguna mitología, o Gil de Soto, segoviano de quien no habla la historia pero hablará la poesía.
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LA CIUDAD FUTURA VOZ 1
En verano el río deja ver sus piedras íntimas y áridas.
VOZ 2
Así también tus olvidos ¡oh memoria!
VOZ 1
¡Vimos tantas sepulturas que guardaban silencio!
VOZ 2
Nombres que cubrió la tierra.
VOZ 1
¡Cruces que la primavera convertía en árboles!
CORO
En el retorno la ciudad pisaba sus ruinas como un rey su túnica.
VOZ 1
Devoraba el corazón de los mineros más que el fuego, otra vez el oro:
VOZ 2
Aquellos pasados galeones navegando debajo de la línea de flotación como alcatraces ahítos de peces.
VOZ 1
¡Sus oscuras bodegas repletas del afán y los sueños de la ciudad vencida!
CORO
¡Levantaremos un muro impenetrable!
VOZ 1
Cenicientos entre los escombros estaban allí los fundidores con las cicatrices del fuego y su estandarte del Santo Patrono San Eloy.
VOZ 2
Y estaban los espaderos y lanceros bajo la protección de Santa Eulalia
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VOZ 1
Y estaban los barqueros y pescadores con el estandarte de San Pedro
VOZ 2
Y los alpargateros y zapateros con el estandarte de su patrono San Marcos
VOZ 3
Y los hortaleros y labradores con el estandarte de su padrino San Isidro el labrador
VOZ 1
Y los carpinteros con el estandarte de su patrono San José
VOZ 2
Y los picapedreros y albañiles con la bandera del patrono San Macario
VOZ 1
Y el barbero locuaz y el sastre
VOZ 2
Y el tejedor de redes, y el pregonero de difuntos
VOZ 3
Todos firmaban con una cruz en igualdad y se decían anteriores a los señores y en mayor número y por eso con mayor razón.
VOZ 1
Y unos decían: ¡Levantaremos un muro impenetrable!
VOZ 2
Y otros replicaban: El infierno es un paraíso amurallado.
VOZ 3
Y unos decían: La igualdad es un muro impenetrable.
VOZ 1
Y otros replicaban: En el reverso de las utopías se oculta siempre la esclavitud.
VOZ 2
Hasta que levantó su mano como paloma Johana, la Mostega.
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VOZ 1 VOZ FEMENINA
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Y dijo en voz tan cercana como distante: Hagamos una utopía cuyo rostro sea la libertad.
VOZ 2
Albo lápillo notare diem, dijo el Notario
VOZ 3
Albo lápillo, asintieron de profundis los clérigos y los frailes
CORO
Y quemaron la zarza
VOZ 1
Y saltaron sobre el fuego hacia el lado de Oriente
CORO
Porque la ciudad es para el hombre y no el hombre para la ciudad
VOZ 1
Entre el poder y la belleza eligieron la belleza
VOZ 2
Cuya luz congrega.
VOZ 3
Todo el pueblo se congregaba en la gran plaza a comer en mesas de madera y vajillas de tierra.
VOZ 1
Y contaba el pueblo sus leyes
VOZ 2
Y comieron los dos panes: el de maíz y el de trigo
VOZ 3
Y se edificó la ciudad uniendo el Barroco de España
VOZ 1
Y el Barroco de Copán
CORO
Y los mineros condenaron el oro
VOZ 1
Lo fundieron en barrotes de cárcel y en grillos y cadenas para que no fuera más un fin lo útil.
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CORO
¡Ah! si despertara Astochinal, el cacique, aquel que dijo: “¡La civilización es el maíz no el oro!”
VOZ 1
Vería ahora “construir la ciudad de Dioce cuyas terrazas son del color de las estrellas”
VOZ 2
La ciudad levantada al silbo de una pastora de ojos dorados.
VOZ 3
De ella dijeron los navegantes: “Han hecho de piedra el sueño”
VOZ 1
Y los cronistas escribieron: “Sus moradores parecían en la abundancia iguales, y en la pobreza hermanos”
VOZ 2
Porque escogieron la belleza cuya luz congrega.
VOZ
3 Pero no es la ciudad utópica de Moro
VOZ 1
Es otra cosa
VOZ 2
No es la Atlántida de Bacon
VOZ 1
Es otra cosa
VOZ 3
No es la Civita Solis de Campanella
VOZ 1
Es otra cosa
VOZ 2
No es la ciudad del sueño que cantó Li Tai Po
VOZ 1
Es otra cosa
CORO
América es otra cosa.
VOZ 2
El despertar de Adán junto al despertar de Eva.
CORO
La ciudad circundada por el río
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VOZ 1
Adán la piedra
VOZ 2
Y Eva el río que fluye desde sus cabellos incesantes hasta el delta inquieto del pie que nunca cesa.
MEDIO CORO
¡Ah! ¡Si despertara Johana, la que nunca alzó la voz!
MEDIO CORO
La que escribió en el muro: ¡La belleza es inútil y pura! Largo silencio.
VOZ 1
¡Ay!… Pero escucha. ¡Escucha! ¿Por qué gritan los pájaros?
VOZ 2
¡Ay! ¡Escucha! ¿Por quién preguntan los caminos?
VOZ 1
¡Navegante del Yare! ¿Dónde se esconde la ciudad de las blancas torres que doblaban en las aguas su belleza?
CORO
¡Ay! ¡La historia es olvido!
VOZ 2
Sólo el poema conserva entre antorchas y lamentos la palidez desnuda de Johana y su flotante cabellera en el remanso
VOZ 3
Y la leyenda el grito de los indios:
VOZ 1
¡Cabeza de agua!
VOZ 2
¡Cabeza de agua!
VOZ 3
¡Cabeza de agua!
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Golpe de música MEDIO CORO
¡Fue el rencor del Yare!
MEDIO CORO
¡Fue la furia del Río!
VOZ 1
¡Un gigante de aguas turbulentas!
VOZ 2
¡Un abismo de pie ciego de fango!
VOZ 1
¡Ayayaaay!… ¡Silencio, negro silencio del tiempo!
VOZ 2
Por eso grita la gaviota
VOZ 3
girando sobre las aguas:
VOZ 2
¡Pobres mortales privados de alas y de memoria!
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EPÍLOGO DE LOS PÁJAROS VOZ 1
Desde entonces el marinero que baja por el Yare
VOZ 2
o el indio que sube sus aguas en pipantes
VOZ FEMENINA
o la golondrina que perdió su alero
VOZ 1
se preguntan:
CORO
¿Qué dios fluvial decretó este olvido?
PÁJARO 1
No la abuela Amazona la progenitora y su gigante raza de barbados ríos.
PÁJARO 2
No el Jordán, el río asceta de aguas teologales.
PÁJARO 3
No el Nilo espejo de sepulcros.
PÁJARO 1
No el Yangtsé de bambú donde flota el jarrón de Po.
PÁJARO 2
No el Danubio musical con su cola de encajes bajo los puentes.
PÁJARO 3
No el fraterno Paraná cuyo inmenso rumor crea el mar.
PÁJARO 1
No el Rin, ni el Sena.
PÁJARO 2
No el Guadalquivir.
MEDIO CORO PÁJARO 3
Un río de voces indias y aves emigrantes Un río en que transporta mi Patria sus olvidos
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CORO
PÁJARO 1
¡Un río que cubre, como una lágrima tenaz, una ciudad dormida! Lejanas campanas. ¡A veces suenan campanas opacas bajo las aguas!
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Un muerto pregunta por Julia UN ACTO
Inspirada en un cuento de Ercole Patti Dedicado a Mimí Hammer
PERSONAJES DOCTOR ORLANDO PAVÓN LÁZARO TIEMPO JULIA DON FERNANDO FABIOLA PEDRO SONTULE
Su esposa Padre de Lázaro Hija de Lázaro Campesino
RAÚL MONTERO FERNANDO
Hijo de Lázaro
VOZ DE ALBERTO VOZ DE HELENA VOZ DE TELEFONISTA
Sala o salón de entrada de una casa moderna, sofá grande central, mesa en el centro, sillas o sillones. A la derecha: puerta a la calle. A la izquierda: pasajes o puertas hacia las habitaciones e interior de la casa. En una mesa a la derecha, un teléfono. En la pared del fondo uno o dos cuadros de la última tendencia y un gran reloj de péndulo. Muebles de gente de reciente posición económica.
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Antes de subir el telón puede sonar una música fúnebre y una voz poderosa recitar pausadamente el poema de César Vallejo: Miré el cadáver, su raudo orden visible y el desorden lentísimo de su alma, le vi sobrevivir, hubo en su boca la edad entrecortada de dos bocas. Le gritaron su número: pedazos. Le gritaron su amor: más le valiera. Le gritaron su bala: ¡también muerta! Y su orden digestivo sosteníase y el desorden de su alma, atrás, en balde. Le dejaron, y oyeron, y es entonces que el cadáver casi vivió en secreto, en un instante mas le auscultaron mentalmente, y ¡fechas! Se abre el telón. DR. ORLANDO PAVÓN.
—Entra o acaba de entrar de la calle. Voz alta. —¿No hay nadie en esta casa?
VOZ DE JULIA. —Desde el interior. —¡Ya voy, Orlando! ¡Espérame que
me arregle un poco! —En voz más alta. —¡Papá! ¡Aquí está el Doctor Pavón! Orlando toma una revista de una mesita. Va a sentarse cuando llaman a la puerta. Abre y, ante su mirada aterrada, aparece Lázaro Tiempo, quien parece fatigado o enfermo, muy pálido, a través de la obra esa palidez va aumentando. Lázaro entra lentamente. Se apoya en la pared, titubeante y débil. ORLANDO.
—Lo mira. Retrocede abriendo los ojos desorbitadamente. Hace un gesto de miedo y de sorpresa. Da un paso. Quiere hablar. Se le traban las palabras, pero al fin exclama, casi en un grito. —¡Lázaro!
LÁZARO.
—Sonríe débilmente asintiendo.
ORLANDO. LÁZARO.
—En voz muy baja. —¿Eres tú?
—¡Sí, ya lo ves!
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ORLANDO. —Pero ¿cómo es posible?—Se le acerca un poco. —¿Estás vivo o qué? LÁZARO. —Con un gesto vago de impaciencia. —Sí. ¿No me ves? ¿Quién
puedo ser? ORLANDO. LÁZARO.
—¡Sí te veo! Pero, ¿cómo estás vivo?
—Cosas de la ciencia. ¡Un tratamiento!…
ORLANDO.
—¿De quiénes? ¿Qué tratamiento?…
LÁZARO. —Otro gesto incierto con la mano. —¡Experimentaron conmigo,
hombre! ORLANDO. —Pero ¿cómo? ¿qué es lo que sabes de ti mismo? ¿dónde
has estado?… LÁZARO. —Ya hablaremos de eso. Ya hablaremos… ¡Lo importante
es que estoy de regreso! ORLANDO.
—Pero ¿qué puede quedar de un hombre después de diez años de muerto?
LÁZARO.
—Sonrisa lúgubre. —¡Lo que había! ¿O crees que no había nada en mí capaz de sobrevivir?
ORLANDO. —¡Déjate de bromas! ¡Todo lo que cuentas es inaudito!
Increíble si no te viera. Pero. —Fijándose en él. Estás muy pálido. Te oigo la voz cansada. ¿Cómo te sientes? LÁZARO.
—Un poco débil. —Vengo del frío…
ORLANDO. —¿De qué frío? ¡Explícate hombre! Ya bastante misterio
es tenerte aquí. ¿Qué miras? LÁZARO.
—Mirando la habitación. —Me costó comprender que esta es mi casa. ¡Todo ha cambiado!
ORLANDO.
—No cambies el tema. ¿Acaso no soy tu amigo? ¡Cuéntame!…
LÁZARO.
—Señalando hacia el interior. —¡Quiero ver a Julia!
ORLANDO. —¿A Julia? —Cae en la cuenta de la escena que viene. Titubea.
¡Claro! Sí… pero… espera… Hay que decírselo en alguna forma. El susto le puede causar un infarto!
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LÁZARO.
—¡No! ¡Llévame donde ella! ¡Se alegrará de verme!… ¡Dame la mano! ¡Me siento un poco… inseguro!…
ORLANDO.
—Se le acerca. —Lázaro le echa el brazo buscando apoyo —¡No estás bien Lázaro, tiemblas! Tiemblas, estás frío…
LÁZARO.
—No tiemblo. Estoy emocionado.
ORLANDO.
—La emoción es demasiado fuerte, claro! ¡Mejor siéntate! ¡Descansa! Voy a llamarla. —Se detiene. Lázaro se niega a sentarse pero se apoya en el espaldar de una silla. —¡Julia! ¡Julia! —Se oyen pasos.
JULIA.
—Sale recién bañada, fragante, muy maquillada.
ORLANDO.
—Tratando de amortiguar el golpe. —¡Julia! ¡Cierra los ojos… una sorpresa, Julia!
JULIA.
—Que desde el primer momento queda paralizada. Abre los ojos como que se asfixia, lanza un grito y cae desmayada.
ORLANDO.
—La sostiene antes de que caiga al suelo, la reclina, trata de reanimarla. —¡Julia! ¡Julia! —Llama en altas voces. —¡Don Fernando! ¡Fabiola!
Lázaro intenta, con temor, dejar la silla en que se apoya pero… FABIOLA.
—Un puertazo y aparece veloz, nerviosa y ve a su madre en el suelo. —¿Qué pasa doctor?
ORLANDO.
—¡Tu madre se ha desmayado!
FABIOLA.
—¡Mamá! —Se arrodilla presurosa. ¿Y por qué? ¿Qué le ha pasado?
ORLANDO.
—¡Ha regresado tu padre! —lo señala.
FABIOLA. —¿Mi padre? —Se vuelve, se pone de pie. Lo observa incrédula.
—¿Usted… mi padre? LÁZARO. —¡Sí, hija! ¡Yo! ¡He vuelto! —Abre los brazos como para recibirla. FABIOLA.
—Retrocede sin dejar de mirarlo fijamente.
LÁZARO.
—Débilmente. —¿No me reconoces?
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JULIA. —Que ha vuelto en sí, intercepta el diálogo con Fabiola. —¿Lázaro?
¿Estoy loca? ¿Cómo es posible esto? Lázaro, ¿eres tú? ¡Háblame! ¿Cómo voy a creer todo este sueño? ¡Si yo misma te recogí muerto! ¡Si te acompañé hasta el sepulcro! ¿Cómo has vuelto? ¡Respóndeme, Lázaro! —Grita histérica. —¡Don Fernando! ¡Don Fernando! ORLANDO. —Simultáneamente. —¡Es él Julia!… dice que lo sometieron
a un tratamiento… —Mirando a Fabiola. —¡Es Lázaro, Fabiola! JULIA.
—Incorporándose. —¡Es tu padre, Fabiola!
FABIOLA.
—Como saliendo de un sueño. —¡Yo tenía otro recuerdo! ¡Lo había transformado!
ORLANDO. FABIOLA.
—¡Es él mismo, Fabiola!
—Se vuelve contra la pared y llora.
LÁZARO.
—Queriendo dar un paso hacia ella, pero no puede. —¡Hija!… ¡No llores!…
DON FERNANDO.
—Apareciendo en chinelas, a medio abrocharse, asustado, algo encorvado. —¿Qué pasa? ¿Qué sucede?
JULIA.
—Llena de nervios, pero guardando distancia con Lázaro. —¡Su hijo! ¿No lo ve? ¡Increíble! ¡Dice que está vivo!
ORLANDO.
—Simultáneamente. —¡Es Lázaro! ¡Ha regresado! ¡Háblale Lázaro!
DON FERNANDO.
—Levantando los brazos, desconcertado pero feliz —¡Lázaro! ¡Hijo! ¿Estoy soñando?… ¿Cómo es posible?
LÁZARO.
—Voz lenta y lánguida. —¡Eso digo yo, papá. Eso digo yo!… ¡Me parece que despierto de un sueño! —Se abrazan.
Lázaro se deja caer en la silla. JULIA.
—¡Fabiola! ¿Ya no recordabas a tu padre?
ORLANDO.
—¡Han pasado diez años, Julia!
FABIOLA.
—Secándose las lágrimas. —Yo te había transformado en el recuerdo. Pero eres igual a tu retrato.
LÁZARO.
—Mirándolos a todos. —¡Todos han cambiado!
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ORLANDO. —Mirando a todos y luego a Lázaro. —¡Todos han cambiado,
menos tú! DON FERNANDO.
—Cierto. ¡Eres el mismo!
JULIA.
—Nos tienes sobre ascuas, Lázaro; te estoy oyendo hablar y todavía me parece mentira. ¡Cuéntanos cómo fue!…
LÁZARO.
—¿Qué más quieres? ¡Estoy aquí, de vuelta! ¡Creyeron que yo era necesario y aquí estoy!
ORLANDO.
—Pero, ¿quiénes son esos que te creen necesario?
JULIA.
—Sin esperar respuesta. —¿Y para eso esperaron diez años? Lázaro, ¿por qué tardaste tanto? ¿Te parece justo?
LÁZARO. JULIA.
—Con sorna. — Un muerto tiene que ser oportuno.
—No seas macabro, Lázaro.
DON FERNANDO.
—¡No lo interrumpan! ¡Habla, hijo! ¡Cuéntanos, supongo que esto no es un Secreto de Estado!
LÁZARO.
—Sí es.
DON FERNANDO.
—¿De qué Estado? ¿No eres tú la cabeza?
ORLANDO. —Acláranos. Cuando te asesinaron tu muerte se convir-
tió en Secreto de Estado; ahora tu regreso ¿es también Secreto de Estado?… ¿Estás bromeando?… LÁZARO. —Eres el intelectual del partido y se te olvida que el Estado
Socialista es la más alta conquista de la humanidad. El Estado es el gran cerebro del pueblo. El gran Estado es lo único que puede llenar el gran vacío de esa gran mentira que es Dios. Por eso, si el Estado necesita olvidar, olvida; si necesita recordar, recuerda. El Estado es dueño del tiempo. Un día condena, otro día rehabilita. Ahora la autoridad se ha gastado y el Estado saca su ficha limpia para jugar en la vida… JULIA. —¡Como una ruleta! ¡Y que la esposa lo llore diez años como
una cabra! —Risas. LÁZARO.
—¡Julia!
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DON FERNANDO. LÁZARO.
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—¿Eso esperan de ti?
—No he dicho nada.
ORLANDO.
—Claro que lo has dicho y bien claro ¡vuelves a eso!
DON FERNANDO. —En eso, quien lo planeó, creo que no se equivocó
de ficha. Fuiste el más grande líder revolucionario de este país. JULIA.
—Tu entierro fue la manifestación más grande que se ha visto en la capital. Lo reconocieron hasta tus enemigos.
LÁZARO. —Cobrando vida. —¡Eso quiero saber! ¿Qué se guarda de mí? ORLANDO. LÁZARO.
—Seamos realistas. ¡Son diez años!
—¿Qué quieres decirme? ¿Que he llegado tarde?
ORLANDO.
—¡Hombre, no seas tan suspicaz!
LÁZARO.
—Tú fuiste mi mejor amigo, Orlando; tú conoces la versión oficial. Tú debes conocer más. Orlando respóndeme: ¿Quién me mandó matar?
ORLANDO.
—Molesto. —¿Por qué me lanzas esa pregunta a boca de jarro? ¿Dudas de mí?
LÁZARO.
—Eres el intelectual, el ideólogo, mi brazo derecho, ¿o no?
ORLANDO.
—¿Y qué?
LÁZARO.
—No me continuaste. Siento que me han traicionado. Es una intuición. Siento un muro.
DON FERNANDO.
—Sé comprensivo hijo.
JULIA.
—Cortando. —Hemos cambiado… Tienes que sentirnos extraños… ¡Es una muerte de diez años!… ¿Te parece poco?
LÁZARO. —Sí, sí, Julia!… De sobra lo sé!… —Señalándole el rostro. Todo
cambia —Sonrisa forzada. ¡Antes no te maquillabas así! JULIA.
—Con resentimiento. —¡Claro! ¡Tú no has cambiado, sigues el mismo! Pero yo soy mujer y he vivido diez años más.
ORLANDO.
—Lo que te dice tu mujer es la realidad. ¡En diez años no puedes, no debes ser el mismo!
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DON FERNANDO.
—Mediando. —Comprende, Lázaro. El tiempo
es el tiempo. FABIOLA.
—Con coquetería. —¿Y yo papá? ¿Cómo me ves? ¿He cambiado? —Se muestra.
LÁZARO.
—¿Tú? ¡No te hubiera reconocido en la calle!… Y menos vestida así. —Le señala la minifalda.
JULIA.
—¡Lázaro! —Le reprocha.
FABIOLA.
—Es la moda, papá. Tienes que ponerte a la moda… eres joven todavía.
LÁZARO.
—Dando muestras de cansancio y debilidad al hablar. —No he regresado para ponerme a la moda…
FABIOLA.
—Se le acerca y le toca la frente. —Papá, ¿te sientes otra vez mal? ¡Estás frío, necesitas calor!
LÁZARO.
—Con la cabeza baja y con un fondo de rencor. —¡Ni tú ni tu madre me han dado el calor de un abrazo!
DON FERNANDO. —Tratando de llenar el vacío. —¡Hijo, yo te he abrazado!…
Pero… ¿cómo pides que actuemos como seres normales si todo esto es increíble?… LÁZARO.
—Inquieto. —¡No veo a Fernandito, mi hijo! ¿Dónde está Fernando? ¡Ya es hora de que estuviera en su casa!
Silencio confuso y miradas mutuas. DON FERNANDO. JULIA.
—Tu hijo Fernando…
—Con énfasis. —Tu hijo ya es un hombre. Lo dejaste de
15 años; ahora tiene 25. LÁZARO.
—No se acostumbra la mente a esos saltos. —Señalando inquisitivamente a su padre y a su mujer. Espero que no hayan echado a perder mi obra. El abuelo y Julia eran demasiado blandengues.
Nuevo silencio. Se miran confusos. ORLANDO. —Lo primero que tienes que hacer, Lázaro, es acostum-
brar tu mente, como tú dices, a esos saltos. La historia existe.
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Deja huellas… DON FERNANDO.
—Además, cada generación inventa su mundo. ¿Que es poco lo que vivió tu hijo —tu asesinato, el cambio del mundo— para no tomar sus propias decisiones?
LÁZARO. —¿Qué me quieren decir con eso? ¡Hablen! ¿Qué me ocultan?
Silencio embarazoso. Lázaro mira a su alrededor. LÁZARO.
—Quiero ir a mi despacho. Espero que mi biblioteca le haya servido a Fernandito. Todo lo puse en él para que fuera mi sucesor. —Irguiéndose forzadamente. ¡La obra de Lázaro Tiempo necesita un segundo tomo!
ORLANDO. —Ante la indecisión de los otros. —¡Lázaro, espera! ¡Descansa
un poco! FABIOLA.
—Imprudente. —¡Ya no hay biblioteca, papá!
LÁZARO.
—Deteniéndose furioso. —¿Qué dices?
JULIA.
—Nerviosa y rápida. —Tu biblioteca la expropiaron a tu muerte. ¿Te olvidas de lo que sembraste?
DON FERNANDO.
—Dijeron que era de utilidad pública.
JULIA.
—¡Tú hiciste ese Estado que nada respeta, ni tu misma voluntad!
Lázaro intenta andar pero le faltan las fuerzas y para no caer se apoya en la pared. ORLANDO.
—Acudiendo a ayudarlo. —¿No te parece que te estás sobregirando?
DON FERNANDO. —Tienes que ir asimilando las cosas poco a poco. JULIA.
—Acuéstate en el sillón…
Orlando y Fabiola quieren arrecostarlo. LÁZARO.
—¡Quiero valerme solo!
ORLANDO.
—¡Pero si estás fatigado!
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DON FERNANDO.
—Hemos vivido demasiado en pocos minutos.
Julia ha salido por un minuto y vuelve con una cobija de lana, Fabiola se la quita y abriga a su padre. Éste se deja cubrir y la observa con cariño. FABIOLA. —Debes cubrirte; entrar en calor, pero eres un cabeza dura. LÁZARO.
—Ya eres una señorita, ¡me parece mentira!
FABIOLA.
—¿Me ves muy distinta?
DON FERNANDO.
—Nada cambia más que una niña que se hace
mujer. LÁZARO.
—¡Me imagino que todo ese endiablado modo de vestir es el del verano de Berlín!
FABIOLA.
—¡No fui a Alemania, papá!
LÁZARO.
—¿Cómo? —Tratando de incorporarse. A Julia. ¿No estaba todo arreglado y pagado el seguro para que Fabiola siguiera la carrera de economista en Berlín?
JULIA.
—¡Que te diga ella!
FABIOLA. —¿De dónde sacaste, papá, que yo fuera buena para econo-
mista? ¡Me colgaron en matemáticas! LÁZARO.
—¿Y qué hiciste?
El reloj da ocho fuertes campanadas. LÁZARO.
—Señala y se queda con la mano en alto oyendo las campanadas. —¡Me suena extraño el tiempo!
JULIA.
—¡Las ocho, Dios mío!
Se levanta mientras toda la escena se reduce a oscuridad. Sólo un haz de luz la sigue a ella, quien se dirige al extremo opuesto, a una mesita donde está el teléfono. Marca un número. JULIA. —Sólo ella iluminada. Sus primeras frases en voz secreta. —¿Alberto? VOZ. —La voz de Alberto se oye en un parlante fuera de escena. —Sí, Julia.
¡Soy yo! JULIA.
—Ha sucedido algo increíble. ¡Escúchame!
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VOZ.
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—Te escucho. ¿Qué ha pasado?
JULIA. —Vas a creer que estoy loca, pero tengo que decírtelo; es como
un terremoto! VOZ.
—Preocupado. —¿Qué pasó? ¡Dímelo!
JULIA.
—Tienes que creerme, Alberto. ¡No creas que te miento! Es increíble lo que te voy a decir.
VOZ.
—¡Déjate de preámbulos, Julia! ¡Ya me tienes nervioso!
JULIA. VOZ.
—¡Ha regresado Lázaro!
—¿Qué Lázaro?
JULIA.
—¿Y qué otro? ¡Mi marido!
VOZ.
—¡Vamos Julia! ¡Déjate de tonterías! ¡Le dieron tres balazos mortales! ¡Yo mismo lo metí en el cajón!
JULIA.
—Pues ha regresado y esto acaba con todo, Alberto.
VOZ. —¡Julia! ¡Ya te dije que esas pastillas para adelgazar te estaban
haciendo daño! JULIA.
—Marcando cada palabra. —Alberto: óyeme bien. Esto no es cuestión de pastillas ¡A-quí es-tá Lá-za-ro! ¡Aquí! ¡Ha regresado! ¡Está con su padre, con el doctor Pavón, con Fabiola! ¡Está vivo! Y te hablo para que no vengas. No quiero que nos vea. Cualquier cosa puede delatarle algo y sería un golpe muy grande para él…
VOZ.
—Que ha tratado varias veces de interrumpirla. —¡Mira! ¡Óyeme! ¡Óyeme, Julia! ¡Para decirme que no vaya hoy hubieras podido inventar cualquier cosa y no esa historia que parece de Hitchcock!
JULIA.
—¡Alberto! ¡Te estoy hablando en serio! ¿Cómo puedes suponer que sea tan atrabiliaria?
—Enojado. —¡Estás bebida, Julia! ¿A qué fiesta fuiste?… ¡Hasta aquí te siento el olor a whisky! ¡Ya te dije que no bebieras con esas malditas pastillas! ¡Vas a acabar en el manicomino!
VOZ
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JULIA.
—Desesperada. —¡Alberto, óyeme! ¿Cómo quieres que te lo diga? Es cierto todo. ¡Te lo juro por lo que más quiero! ¡No puedo tardar mucho hablando! ¡Créeme, por favor! ¡Lázaro está aquí! ¡Aquí es un cataclismo, pero está aquí! ¡Comprende!
VOZ.
—¡Julia loca! ¿Estás esquizofrénica? ¿No te das cuenta que nadie resucita y menos a los diez años?
JULIA.
—Ellos lo volvieron; yo no sé cómo pero aquí está.
VOZ.
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¡Estás loca! ¡Estás de remate! ¿Estás desvariando…?
JULIA.
—Impotente y desconsolada. —¡Está bien Alberto! Estoy desvariando ¡pero no vengas hoy! ¡No vengas por favor! Otro día hablaremos. O nunca. Tenemos que destruir todo.
VOZ.
—Pero ¿qué te está pasando, Julia? ¿Es un ultimátum?
LÁZARO.
—Llamándola en la oscuridad. —¡Julia!
JULIA.
—Nerviosa. —¡Sí, que no vengas, Alberto! Mi marido está aquí. Corto. Me está llamando.
Pone el escuchador y se ilumina automáticamente el resto del escenario. LÁZARO.
—¿Por qué permitiste, Julia?…
JULIA.
—Más nerviosa. —Perdóname, Lázaro. Es que… estaba cancelando… un compromiso.
LÁZARO.
—No, mujer. Me refiero a Fabiola. ¡No estoy conforme! ¡Nunca debías haber permitido que la niña!…
JULIA.
—Visiblemente nerviosa, habla precipitadamente. —¡Son tantas cosas, Lázaro! ¿Qué quieres que te diga? ¡No sé ni por donde comenzar!
DON FERNANDO.
—Mira Lázaro, reflexiona. Tú creíste dejar arreglado todo, pero cuando te mataron a ti, mataron muchas cosas. Tienes que conocer la realidad que pisas y eso no se puede hacer en media hora.
LÁZARO.
—Y ustedes dejaron —tú, Orlando— que esto fallara.
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Se han aburguesado. Desde que entré lo sentí en el aire. FABIOLA.
—Papá, ¿no te fijas que te hace daño esta discusión?
LÁZARO.
—Luchando con su impotencia, con desesperación —¡Sí! ¡No quiero discusión! ¡No he venido a discutir! —Se incorpora con un esfuerzo superior a sus fuerzas. —¡Quiero entrar a mi casa!… ¡No he podido todavía entrar a mi casa! —No puede, se derrumba en el sillón. Todos hacen el intento, incorporándose, de ayudarle. —¿Y Fernandito? ¿Por qué no viene mi hijo?… ¿No es hora ya de que un joven vuelva a su casa?
JULIA. —Después de mirar a todos, un poco desconcertada. —No… no tar-
dará, Lázaro, pero ¿por qué te excitas así? DON FERNANDO. ORLANDO. LÁZARO.
—¿Qué te pasa, hijo? ¿Te sientes mal?
—Lo que necesitas es descanso, compréndelo.
—¡Estoy cansado del descanso! ¡La historia no espera!
DON FERNANDO.
—¿Qué historia, hijo? ¡Primero es la vida!
Golpean la puerta. Expectación. Julia, nerviosa, va a abrirla y se adelanta Fabiola que intenta hacer lo mismo. Ambas cubren la vista de Lázaro por breves instantes. El recién llegado es un hombre de 55 ó 60 años, campesino, de rasgos indígenas. JULIA.
—Abriendo la puerta. —¡Ah! ¡Pedro Sontule!
FABIOLA.
—Con cariño —¿Qué tal, Pedro?
SONTULE.
—Quintándose el sombrero. —Perdonen una entrada por salida. Sólo quería saludarlos, doña Julia, niña Fabiola, don Fernando, vengo del cementerio. Hoy es el aniversario del finado.
LÁZARO.
—¿Quién es? ¿Quién habla?
SONTULE.
—A Julia y Fabiola. Todavía sin ver a Lázaro. —¡Qué pena, doña Julia! ¡Una corona seca! ¡Cómo el tiempo lo cubre todo!
ORLANDO. —Acercándose a Lázaro con prisa. —Te dejo, Lázaro. Tengo
una cita. Vendré mañana. JULIA.
—¡Es Sontule, Pedro Sontule!
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LÁZARO. —A Orlando. — No, Orlando. Te necesito para regresar a la
historia. ORLANDO.
—¡Tengo un compromiso, hombre!
LÁZARO.
—¡Nada, nada! Tengo mucho que hablar contigo… —Mirando a Sontule que avanzó, que se detiene asustado y que más bien retrocede. —Pedro Sontule, ¿qué te pasa?
JULIA.
—¡Es Lázaro, Pedro!
Sontule da un paso atrás sin dejar de ver a Lázaro y, después de reconocerlo, mantiene la distancia y habla sin verlo, mirando al vacío. SONTULE.
—Yo soy sólo un pobre que ha sido engañado muchas veces. ¡Oigo! sí oigo. ¿Veo? sí, veo. Pero…
JULIA.
—¿No ves que es él mismo?
SONTULE.
—¡Eso es lo terrible!
DON FERNANDO.
—¡Acércate, hombre! No seas niño… ¿Por qué te quedas tan distante?
SONTULE.
—Vengo del cementerio de poner unas flores sobre la tumba de don Lázaro. Esa es mi distancia.
LÁZARO.
—Pero he vuelto. ¿No has sido mi compañero, mi guardaespaldas, mi sombra…? ¿Qué temes?
SONTULE. —Tras un breve silencio. —Cuando yo volví, Lázaro Tiempo
estaba en tierra con tres balazos. LÁZARO.
—Poco a poco se yergue. —¿A qué te refieres? ¿Por qué dices que volviste? ¿Dónde estabas? ¿No era tu sitio estar a mi lado?
SONTULE. LÁZARO.
—Silencio.
—¡Respóndeme! Soy tu jefe y tu amigo.
SONTULE.
—Silencio.
ORLANDO.
—Él me ha contado que recibió un llamado. Fue una coincidencia. Una de esas fatales coincidencias.
LÁZARO.
—¿Quién? ¡Habla, Pedro! ¿ Llamado de quién?
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SONTULE. —Si usted tuvo arte para volver a la vida, usted debe saber
eso y muchas cosas más que ignoramos los mortales. ¡Sólo yo sé lo que me ha costado este silencio! LÁZARO.
—Impaciente. —¿De qué estas hablando, Pedro Sontule? ¿Quién te cobra ese silencio?
SONTULE.
—¡Todos, todos! ¡Usted mismo me preguntó, me cree cómplice! Diez años tengo de estar justificando mi inocencia. ¡Esa es la desgracia del pobre… que siempre tiene que estar probando que es inocente!
LÁZARO. —¿Me reprochas una pregunta? ¿No tengo derecho a saber…?
¡Te siento distinto, Pedro Sontule! ¿No estuviste en el poder, conmigo? ¿No puse mi confianza en ti? ¿Qué piensas de mí? SONTULE.
—De usted nada. Usted pasó a mejor vida. Pero desde la muerte de Lázaro Tiempo hay un pensamiento que me despierta: ¿qué fui yo para el jefe? ¿un perro que cuidaba, un perro que mordía? Yo reflejé el poder de Lázaro Tiempo. Todos le temían. También a Pedro Sontule le temían. Yo tenía obligación de desconfiar de mis amigos. También mis amigos desconfiaban de mí. Ese fue mi poder; quedarme solo. Antes comía y bebía con mis amigos y no esperaba que se pasaran de tragos para ir a contar a la Seguridad lo que decían. Recuerdo que decía mi padre: señal de Dios en el pájaro, el nido; en la araña, la tela; en el hombre, la amistad. ¡Perdí la señal! ¡Hasta mi hijo cogió su propio camino. La soledad, ese fue mi poder…!
LÁZARO. —¿Que locuras estás diciendo?… —Irguiéndose y dándole au-
toridad a su voz. —¡Déjate de pensar, Sontule! ¿No te decía antes “déjame pensar a mí”? Pues eso te digo ahora. Nos quedamos a medio camino, pero he vuelto y te necesito a mi lado. ¿Me entiendes? Sontule da otro paso atrás. FABIOLA. LÁZARO.
—Papá, estás otra vez sudando. ¡No debes exaltarte!
—¿Qué le pasa a este hombre, Orlando? ¡No me da la espalda, pero tampoco me ve! ¡Llámalo! ¡Que me mire! ¡Estoy vivo! ¡Parece que fueran ustedes los muertos!
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FABIOLA. JULIA.
—Mamá, ¿no ves cómo está de pálido?
—Pero no entiende.
DON FERNANDO.
—Julia, tráele un poco de cogñac.
Sale Julia. ORLANDO.
—Pedro ha sufrido en su lealtad porque se separó de ti cuando te dispararon.
LÁZARO.
—Cansado. —¡Pero no habla!
ORLANDO. —¿Qué quieres? Ese silencio tiene diez años; si lo guarda
es porque tal vez defiende su vida. Sale Julia con un vaso y una botella de cogñac. Le sirve fuerte. Este momento lo aprovecha Pedro Sontule para hacer mutis hacia el interior de la casa, encogido y silencioso. JULIA.
—¡Bébetelo!
Lázaro toma la copa. La bebe. Le causa un poco de tos. Todos esperan en silencio el resultado. LÁZARO.
—Sonriendo. —¡El trago que me has dado resucita a un muerto!
DON FERNANDO.
—Me alegro, hijo, me alegro. Pero ten calma. Aprovecha que me tienes a mí, que tienes a Orlando y ponte al día. A la historia no se puede entrar por la puerta trasera. El tiempo que viviste ya pasó.
LÁZARO. —¿Cómo no voy a apresurarme? ¿No oyeron al pobre Pedro
Sontule?… ¡Es la imagen de un pueblo sin jefe! ORLANDO.
—Tal vez es mejor que pienses que es la imagen de un pueblo que ha cambiado.
LÁZARO.
—Ha cambiado porque ha bajado la guardia. Porque han perdido la mística y la voluntad.
ORLANDO.
—¿Por qué no hablas con los jóvenes? ¿Por qué no hablas con Raúl Montero?
LÁZARO.
—¿Monterito? ¿Ese jovencito engreído?
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ORLANDO.
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—Hoy es el secretario del partido.
LÁZARO.
—Eso te prueba la urgencia de mi regreso. ¡Estamos degenerando!
DON FERNANDO.
—Eres injusto. Dijo un discurso magnífico en tu
entierro. LÁZARO.
—Risa agria. —¡Fue mi enterrador! ¡Qué gloria!
FABIOLA.
—Papá, ya estás otra vez en discusión.
Suena el teléfono. Se oscurece lentamente el escenario y sólo queda un haz de luz que ilumina el teléfono y a Orlando que lo toma. La voz de Raúl Montero se oye fuera de escena ampliada por un parlante. ORLANDO. VOZ.
— ¡Hola! ¿Quién habla?
—Raúl Montero. He estado tratando de localizarlo, doctor.
ORLANDO.
—¡Ah! ¡Hola Raúl! ¡Qué casualidad! ¡Hablando de ti estábamos!¡Esto si que se llama telepatía!
VOZ.
—Espero que me hayan tratado bien, ¿quiénes eran?
ORLANDO.
—Es… es difícil explicarte. —Azorado, no encuentra palabras; cambia de mano la bocina. —A ver si no caes redondo al suelo al oír lo que voy a decirte. ¡Lázaro… Lázaro Tiempo, ha regresado!
VOZ.
—Ruido de risa. —Mire, doctor; como abogado tiene usted muchos recursos, pero si quiere criticar mi política no me hable en parábolas.
ORLANDO.
—¡No, no Raúl! No hablo en parábolas. Lázaro Tiempo está vivo.
VOZ.
—Conozco muy bien los cuadros del partido, doctor. Yo no le niego que haya por ahí algún extremista, que todavía añora la política de Lázaro Tiempo, pero eso ya pasó.
ORLANDO. —Raúl: estás tomando el rábano por las hojas. Me estás
entendiendo mal. Óyeme: lo que quiero decirte… VOZ. —Riendo. —¡No me desilusione, doctor! ¡La juventud ya barrió
con eso!
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ORLANDO.
—Que ha querido introducir su palabra sin lograrlo, mueve la cabeza vencido. —Está bien, Raúl; está bien, sólo quería decirte algo… increíble pero… comprendo que no es posible explicártelo por teléfono.
VOZ. —Ya, ya hablaremos doctor. Sólo quería localizarlo para llegar. ORLANDO.
—A tus órdenes, Raúl. Estoy en casa de doña Julia. —Rectifica. digo en casa de Lázaro.
VOZ.
—Sí, sí! Entendido. Voy para allá. —Corta.
Queda en el foco de luz Orlando, quien se vuelve a mirar a Lázaro. Otro foco ilumina a Lázaro. El resto de la escena en oscuridad. LÁZARO.
—¿Viene?
ORLANDO. LÁZARO.
—Es Raúl Montero.
—Sí. Te oí nombrarlo. Vivir es luchar, ¿no es así?
ORLANDO.
—Toma mi consejo: acepta la obra del tiempo.
LÁZARO. —La historia vence al tiempo. —Cobrando fuerzas se incorpora
un poco en el sillón. No seas conejo, Orlando; le daré la batalla a Montero. Que me den un balcón y una plaza con gente y el país es mío. ORLANDO.
—Las palabras también mueren, Lázaro. Las palabras se gastan como las monedas. Tu lenguaje político murió contigo. Tienes que aprender la lengua de hoy para comunicarte con tu tiempo.
LÁZARO. —Acalorándose más. —¿Aprender de quiénes? ¿De esos mu-
chachos atolondrados? ¡Ellos tienen que aprender de mí… pásame el teléfono! ORLANDO.
—¿Qué vas a hacer?
Lentamente ha vuelto la luz. LÁZARO.
—Burlón. —A comunicarme con mi tiempo.
FABIOLA.
—¡Papá, no es hora!
DON FERNANDO.
—Deteniéndolo suavemente. —¡Hijo, hay tiempo
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para todo! LÁZARO.
—Voluntarioso. —Pásame el teléfono.
ORLANDO.
—¡No te sobregires, hombre! ¿qué quieres? Espera el día de mañana.
LÁZARO.
—No, no. ¡Dame el teléfono!
Orlando le lleva el teléfono al sillón donde se encuentra Lázaro. De nuevo ha ido oscureciéndose el escenario y sólo queda un haz de luz sobre Lázaro Tiempo, que saca de su bolsillo una libreta, lee y luego marca un número. El amplificador deja oír el ruido característico del disqueo y una voz que contesta: LÁZARO. —Esforzando la voz. —¿Con la casa del compañero Tomás? VOZ EN AMPLIFICADOR.
—Número equivocado.
LÁZARO. —Impaciente, marca otro número. Disqueo. —¿Con la casa del
compañero Roque? VOZ EN AMPLIFICADOR.
—Número equivocado.
LÁZARO. —Siempre impaciente en sus gestos, marca otro número. Disqueo.
—¿Hablo con el compañero Efraín? VOZ EN AMPLIFICADOR. JULIA.
—Número equivocado.
—¡Lázaro… por favor!
LÁZARO.
—¡Déjame! Llamo a mis fieles.
DON FERNANDO. —¿Qué fieles? ¿Olvidas que han pasado diez años? LÁZARO.
—Marca con furia. Disqueo. —¿Hablo con el compañero Humberto?
VOZ ALTOPARLANTE.
—Número equivocado.
LÁZARO.
—Enérgico y colérico. —La policía, Orlando… ¿Qué número es la policía? El Ministerio…
ORLANDO. LÁZARO.
—¿A quién vas a hablar?
—Al Comandante.
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DON FERNANDO.
—Coincidiendo con Orlando. —¿Estás loco? ¿Estás loco? ¿Ya se te olvidó que tú mismo le montaste un proceso y lo eliminaste?
LÁZARO.
—Cogiéndose la cabeza con las manos. Risa siniestra. —¡Qué cabeza la mía! ¡Lo olvidaba!
LÁZARO.
—Tomando de nuevo el teléfono. Mientras marca: —¡Yo sé quién va a contestarme! —Disquea.
VOZ DE HELENA.
—¿Aló? ¿Quién llama?
LÁZARO.-¿Sabes
con quién hablas?
HELENA.
—Me suena tu voz. A ver, repíteme.
LÁZARO.
—¿Sabes con quién hablas?
HELENA.
—Me parece una voz conocida… pero no doy.
LÁZARO.
—¿No te parece que hablas con Lázaro Tiempo?
HELENA.
—Molesta. —Quien quiera que seas no juegues con eso… No lo admito.
LÁZARO.
—No juego, Helena. Soy Lázaro.
HELENA.
—¿Qué broma pesada quieres hacerme? ¿Quién eres tú?
LÁZARO.
—¿Quién puede usar mi voz sin mi permiso?
HELENA.
—Hablo en serio ¿quién eres tú?
LÁZARO.
—Hablas con Lázaro, Helena. ¿Quieres que te dé la contraseña? Vuelve el que te besó el lunar…
VOZ DE HELENA.
—Un grito tremendo de pavor y corte.
Vuelve a iluminarse la escena. JULIA.
—Acercándose. Indignada. —Creí que se te había curado tu cinismo, ¡pero en eso tampoco has cambiado!
LÁZARO.
—Todavía golpeado por el grito de Helena, ensaya una sonrisa. —¡Era una broma, mujer! ¡Una simple broma!
JULIA.
—Casi a gritos. —¿Cómo llamas desde mi casa a esa mujer?
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Me ofendes a mí y te ofendes tú mismo porque esa, tu amante, fue cómplice en tu asesinato… LÁZARO.
—Sentándose anonadado. —¿Cómo dices eso? ¡Eso sólo te lo pueden dictar los celos!
DON FERNANDO.
—¡No grites, Julia! ¡Es un asunto delicado!
JULIA.
—Delicado porque el partido metió su mano. Pero es un secreto que todo el mundo lo sabe.
LÁZARO.
—Visiblemente afectado. —Era mi compañera más fiel… no tienes derecho a decir eso…
JULIA.
—¡Fiel al partido, no a ti!
FABIOLA.
—¡Por favor, le hace daño a mi papá esta discusión! ¿No lo ven?
DON FERNANDO.
—Doblemos la hoja, Julia.
Golpean a la puerta de la calle. JULIA. —A Orlando que se levanta a abrir. —¡Pregunte quién es, doctor! ORLANDO.
—Abre la puerta con cautela. —¡Ah! ¡es Raúl! ¿Qué tal hombre? ¡Entra! —Se contradice. —¡Espera… no te asustes!… ¡Mira quién está allí!…
RAÚL MONTERO.
—¡Qué tal don Fernando; cómo le va doctor… Y usted se… —Al saludar a Julia ve a Lázaro y se queda con la palabra en la boca y la sorpresa reflejada en el rostro. Se recobra y se acerca. ¡Lázaro Tiempo! ¿Es un doble o un gemelo? ¡explíqueme, doña Julia!
ORLANDO.
—Es Lázaro… te lo quise decir por teléfono, pero…
RAÚL.
—¿Cómo podía creerle? —Lo mira de hito a hito. Tengo que admitir que los muertos salen.
LÁZARO. RAÚL.
—Con seca ironía. —¡Salen, no. Vuelven!
—Pero, ¿cómo… cómo puede ser cierto lo que estoy viendo?
LÁZARO.
—¿Te extraña o te molesta mi retorno?
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teatro
JULIA.
—Suplicante. —¡Lázaro no seas así!
RAÚL MONTERO.
—¿Molestarme por qué? Me extraña, me desconcierta. He dicho un discurso junto al ataúd que llevaban sus restos. Nadie puede estar preparado para…
LÁZARO.
—Para el regreso de un muerto. Dilo. Pero creo que te equivocas. Si he vuelto es porque soy la historia.
RAÚL MONTERO.
—Pero usted murió, Lázaro ¿o no murió? Y si murió, murió su historia. La historia muere con cada hombre… Pero ¡bueno! lo importante es que usted ha vuelto…
ORLANDO. JULIA.
—¡Eso le decimos todos!
—Pero no parece darse cuenta de lo que eso significa.
DON FERNANDO.
—Se molesta, se irrita porque todo ha cambiado.
RAÚL MONTERO.
—Sonriendo y señalando a Fabiola. —¡Basta ver a Fabiola!… Además, yo espero que Lázaro Tiempo, después de haber vivido lo que vivió, le dé su experiencia y su impulso a ese cambio.
LÁZARO. —¡Te equivocas! Tú y tus jóvenes han querido cambiar la
historia nueva que nosotros construimos. Yo vengo a afirmarla. DON FERNANDO. —Ante el impulso impaciente de Lázaro; queriendo conte-
nerlo. —Lázaro, te repito, oye, te conviene oír… RAÚL MONTERO. LÁZARO.
—El joven es en sí mismo un cambio.
—¿Acaso no fui yo joven?
ORLANDO.
—Me agrada oírtelo.
RAÚL MONTERO.
—A mí también porque la historia no se hace repitiendo la historia. Toda historia que no es creación, es tiranía.
LÁZARO. —Esforzando su voz y en tono agresivo. —¡La Revolución bien
vale un tirano! DON FERNANDO.
—¡Hijo!
RAÚL MONTERO. —Conozco esas frases lapidarias, Lázaro; cada frase
de esas es una losa que cubre miles de cadáveres…
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PAC
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narrativa
&
teatro
LÁZARO.
—No son frases, son las ideas que ustedes han traicionado y que necesitamos restablecer.
RAÚL MONTERO.
—¡No quiero entenderte, Lázaro! Tu lenguaje ha envejecido. ¿Dónde estabas que no te has dado cuenta del cambio?
DON FERNANDO. JULIA.
—Eso le preguntamos nosotros.
—No se oye más que a sí mismo.
LÁZARO.
—Irguiéndose— Vengo de donde las ideas se defienden con la vida. No es hora de ceder sino de imponerse. Hay que golpear la mesa con el puño. Y si no se presenta una contrarrevolución, hay que inventarla para que el pueblo esté siempre tenso y vigilante.
RAÚL MONTERO.
—Ya nuestra juventud dio su cuota de muertos, ahora reclama su cuota de vida. Quiere ver sus conquistas. Ya le sobran las grandes palabras; ahora quiere realidades. ¡Las humildes realidades!
JULIA.
—¡Así pienso yo! Lo que queremos todos es paz.
LÁZARO. JULIA.
—¡Tú cállate! ¡No te metas!
—¡Si te dijera todo lo que he oído en estos diez años!
RAÚL MONTERO.
—Si vienes, Lázaro, a proclamar la violencia, vas a tropezar con un muro.
LÁZARO.
—Con fanática solemnidad. —¡Este pueblo es de héroes, no de cobardes!
RAÚL MONTERO. —¡Está bien, Lázaro! ¡Está bien! Crees que puedes
volver atrás en la historia, crees que un pueblo puede seguir produciendo héroes para el engaño y la frustración por los siglos de los siglos… Te cedo el campo. No vas a chocar conmigo, vas a chocar contra tu propio futuro, contra tu propio hijo. Mientras habla se va retirando, abre la puerta de la calle y la cierra sin esperar respuesta. LÁZARO.
—Se pone de pie, más pálido que nunca. —¡Espera!
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teatro
—Al cerrarse la puerta se dirige a los restantes ¿Por qué ha dicho eso Raúl Montero? ¡Contesten! ¿Qué ha querido decirme el engreído de Raúl Montero? JULIA.
—¿Quieres sentarte?
FABIOLA.
—¡Papá, acuéstate en el sillón! Toda la noche no has hecho más que alterarte…
LÁZARO. —Con la voz fatigada, pero siempre violento. —Estoy haciendo
una pregunta. DON FERNANDO.
—Durante toda la noche te hemos querido
explicar… LÁZARO.
—¿Qué es lo que me ocultan?
ORLANDO. —Tienes diez años de ausencia ¿has olvidado eso? Aquí
nadie te oculta nada. JULIA.
—Tu hijo tiene sus propias ideas.
ORLANDO.
—Tu hijo es un muchacho noble y rebelde.
DON FERNANDO.
—¡Así es! ¡Así es! Me siento orgulloso de él.
Golpes en la puerta. LÁZARO.
—Con voz casi histérica. —¡He preguntado qué me quiso decir Raúl Montero!
Golpes en la puerta. Silencio. Orlando va y abre. Se reduce la iluminación a dos focos; un verdoso que ilumina a Lázaro; otro de luz clara que ilumina a la puerta de la calle por donde entra el hijo Fernando, con traje de clérigo, negro, de cuello blanco. La luz clara seguirá a Fernando hijo. Éste reconoce a su padre con gesto y rostro sorprendido, mientras Lázaro también reconoce al hijo y quiere ponerse de pie. Escena muy veloz de frases encontradas al comienzo. FERNANDO HIJO. LÁZARO.
—¡Mi padre!
—¡Mi hijo!
FERNANDO HIJO.
—¿Vuelves de la muerte?
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PAC LÁZARO.
narrativa
&
teatro
—¡Vestido de cura!
FERNANDO HIJO.
—Vestido no. Soy. ¡Soy sacerdote!
LÁZARO.
—¿Qué significa esa aberración?… ¡El hijo de Lázaro Tiempo! ¿No te formé yo? ¿No eras mi amigo más íntimo, partícipe de todos mis secretos? ¿Cómo puedes haberme traicionado, cayendo en lo más bajo, haciéndote cura, pastor, qué?
FERNANDO HIJO.
—Sacerdote católico.
LÁZARO.
—¡Católico, peor, peor! Es lo último en que podías caer. Mejor te viera de mendigo…!
FERNANDO HIJO.
—En cierto sentido soy un mendigo de Dios. Pero, ¡déjame hablar! Déjame decirte algo que mil veces he repetido a mis amigos como una acción de gracias a mi padre. ¿Sabes quién es el causante de mi conversión?
LÁZARO.
—¿Quién?
FERNANDO HIJO. LÁZARO.
—Lázaro Tiempo.
—¡No te burles de mí!
Mientras habla Fernando, entra silenciosamente en la penumbra Pedro Sontule y se queda a distancia, oyendo. FERNANDO HIJO.
—Mi amor a Lázaro Tiempo. Mi fe en Lázaro Tiempo, el hombre que no titubeó ni tuvo escrúpulos en matar a su mejor Ministro cuando creyó que ese Ministro lo traicionaba. Él creía y yo creía con él que una revolución merecía cualquier holocausto. Creía que una revolución era más grande que un hombre, más valiosa que un hombre. Creía que el paraíso se podía construir matando. Pero un día Lázaro Tiempo —el padre que yo adoraba— cayó acribillado a balazos. Y me di cuenta que habían muchas preguntas sin respuestas alrededor de su muerte. Y no me conformé con el informe de la policía. La policía mató a un hombre a quien culpó del asesinato. Yo seguí mi propia investigación. ¿Sabes quiénes mataron al padre que yo veneraba?… ¿Lo sabes?
LÁZARO.
—Reclinándose en el sillón mortalmente pálido. Casi sin voz.
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teatro
—¿Quiénes? Lentamente va iluminándose todo el escenario. FERNANDO HIJO.
—Tus amigos más íntimos, tus más queridos y privilegiados compañeros, las cabezas de tu propio partido por el que tú habías dado todo. Y ¿sabes quién alejó de ti a tu más fiel guardaespaldas con un engaño?… ¡Helena, tu amante, tu compañera de lucha! Se lo ordenó el partido, ese monstruo que tú creaste. Habías tenido un fracaso en tus medidas económicas, pero eras demasiado fuerte. ¡Y te eliminaron! ¡Un pobre hombre cargó con el crimen! Con ese cadáver se cubrieron tus amigos. Tus más íntimos amigos. ¿Crees que yo podía seguir siendo fiel a una causa, a una ideología, a una moral que tiene esa aberrante valoración del hombre? ¿Para eso habíamos acabado con Dios? ¿Para que unos hombres ocuparan su sitio y se hicieran dueños de la vida y de la muerte de los demás hombres? Por eso me ves con este traje: he reflexionado y me he convertido. Quiero servir a quien no pide sangre humana sino que da la suya por el hombre… —Se detiene al ver que su padre se ha acostado en el sofá y no se mueve. —¡Papá! ¿me estás oyendo? —Lázaro no responde. La iluminación ha regresado plenamente. Fernando hijo se acerca a Lázaro, lo observa y pregunta: —¿Qué le pasa?
Todos alarmados se aproximan. JULIA.
—¡Lázaro! ¿Qué tienes?… ¡Don Fernando! ¡Mire, acérquese! —Todos rodean a Lázaro. —¡No respira!
FABIOLA. JULIA.
—Llorosa. —¡Está blanco como un papel!
—¡Orlando, tómale el pulso! ¡Lázaro! ¡Lázaro!
ORLANDO.
—Inclinándose, pone el oído sobre el pecho. —¡No da señales de vida!
JULIA.
—¡Dios mío! ¿Cómo es posible?
FABIOLA. JULIA.
—Gritando nerviosa. —¡Papá, papá! ¡Vuelve!
—Alzando la voz. —¡Lázaro! ¿Me oyes?
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narrativa
&
teatro
DON FERNANDO.
—Que le ha cogido la mano; la coloca sobre el pecho y mueve la cabeza. —¡Está muerto!
SONTULE.
—Para sí mismo. —¡Siempre estuvo muerto! ¡El tiempo no da privilegios!
FERNANDO HIJO. FABIOLA.
—¡Ha sido como un sueño!
—¡No es sueño, Fernando! ¡No puede ser sueño!…
Pausa de silencio ansioso. ORLANDO. JULIA.
—Agachándose. —¡Se está destruyendo!
—¿Qué es esto? ¡Se disuelve, Orlando!
Sontule, apretándose el corazón con la mano da un paso atrás. DON FERNANDO. ORLANDO. JULIA.
—¡Es increíble!
—¡Se disuelve!
—¡Dios mío! ¿Qué está pasando?
Se aprietan alrededor del sofá. FABIOLA.
—Se cubre el rostro llorando. —¡No, no! —Se aparta. Llora.
FERNANDO HIJO. JULIA.
—¡Ya no queda nada de él!
—No es posible, ¡qué horror!
ORLANDO.
—Un puñado de polvo.
DON FERNANDO.
—Con voz ahogada y profunda. —¡No queda nada!
Todos retroceden lentamente. Miran alelados el sofá vacío. Golpes en la puerta de la calle. FABIOLA.
—Que es la única que solloza, se limpia las lágrimas y hace el movimiento de ir a abrir.
DON FERNANDO.
—¡No! ¡espera! ¡No abras!
FERNANDO HIJO.
—Confuso. —¿Qué hacemos?
Golpes en la puerta.
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narrativa
JULIA.
—¿Qué vamos a decir?
ORLANDO. JULIA.
—¿De qué, Julia?
—De esto, Orlando. De esta historia.
ORLANDO.
—¿Qué historia?
DON FERNANDO.
—Tienes razón, ¿qué historia?
FERNANDO HIJO. —Fue una ráfaga del pasado, solamente una ráfaga.
De nuevo golpes en la puerta. FABIOLA. —Se dirige a la puerta. Mira a todos, que están todavía confusos
y asombrados, y con desconfianza va a abrir la puerta cuando cae el
TELÓN
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índice
Prólogo–El Maestro de Tarca
293
xiii
NARRATIVA Nota Agosto Esbozo del viejo pastor
2 3 18
Esos rostros que asoman en la multitud Mi pobre tío Ignacio Eleuterio Real Bartolo Ciego Pedro Onofre Don Medardo
23 27 30 34 37
Rayuelo y otros retratos Rayuelo Michín El abuelo Camino-Solo El rey Pijul
43 49 50 51 52
Zoosofías El conejo El basilisco
55 58
Prosas de Cifar El remero El viento Apunte al amanecer
63 66 67
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PAC
narrativa
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teatro
Noveleta ¡Vuelva, Güegüence, vuelva!
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TEATRO Nota 100 Pasada escénica de Tío Tigre, Tío Coyote y Tío Conejo 101 Pastorela 113 Por los caminos van los campesinos 123 Death 185 La Cegua 190 Cinedrama Johana Mostega—La Ciudad y el Río Poema coral 249 Un muerto pregunta por Julia 264
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Colección Cultural de Centro América OBRAS
PUBLICADAS
serie estudios arqueológicos 1
nicaraguan antiquities *
4
Carl Bovallius Traducción: Luciano Cuadra 2
Samuel K. Lothrop Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
investigaciones arqueológicas en nicaragua* J.F. Bransford Traducción: Orlando Cuadra Downing
3
cerámica de costa rica y nicaragua VOL. II
5
quetzalcóatl César Sáenz
cerámica de costa rica y nicaragua VOL. I Samuel K. Lothrop Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
serie fuentes históricas 1
2
diario de john hill wheeler Traducción: Orlando Cuadra Downing
la guerra en nicaragua según frank leslie’s illustrated newspaper*
documentos diplomáticos de william carey jones
Selección, introducción y notas: Alejandro Bolaños Geyer Traducción: Orlando Cuadra Downing
6a
Traducción: Orlando Cuadra Downing 6b 3
documentos diplomáticos para servir a la historia de nicaragua
Selección, introducción y notas: Alejandro Bolaños Geyer Traducción: Orlando Cuadra Downing
José de Marcoleta 4
historial de el realejo Manuel Rubio Sánchez Notas: Eduardo Pérez Valle
5
la guerra en nicaragua según harper’s weekly journal of civilization*
7
testimonio de joseph n. scott 1853–1858
el desaguadero de la mar dulce Eduardo Pérez Valle
Introducción, traducción y notas: Alejandro Bolaños Geyer
8
los conflictos internacionales de nicaragua Luis Pasos Argüello
*Edición bilingüe.
A
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COLECCIÓN
CULTURAL
DE
CENTRO
AMÉRICA
serie literaria 1
pequeñeces… cuiscomeñas de antón colorado
9
Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti 2
Introducción, selección y notas: Julio Valle Castillo
versos y versiones nobles y sentimentales
10a
Salomón de la Selva 3
la dionisiada
10b
las gacetillas 1878–1894 Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
5
dos románticos nicaragüenses: carmen díaz y antonio aragón
11
el movimiento de vanguardia de nicaragua –análisis y antología Pedro Xavier Solís
obras en verso
12
Lino Argüello (Lino de Luna) Introducción y notas: Franco Cerruti 7
cartas desconocidas de rubén darío Compiladores: José Jirón Terán y Jorge Eduardo Arellano
Introducción y notas: Franco Cerruti 6
darío por darío –antología poética de rubén darío Introducción: Pablo Antonio Cuadra
NOVELA
Salomón de la Selva 4
poemas modernistas de nicaragua 1880–1972
literatura centroamericana – diccionario de autores centroamericanos Jorge Eduardo Arellano
escritos biográficos Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
8
los editoriales de la prensa 1878 Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
serie histórica 1
filibusteros y financieros
5
William O. Scroggs Traducción de Luciano Cuadra 2
Jerónimo Pérez 6
los alemanes en nicaragua
4
cuarenta años ( 1838–1878 ) de historia de nicaragua Francisco Ortega Arancibia
Götz Freiherr von Houwald Traducción de Resi de Pereira 3
obras históricas completas
historia de nicaragua
historia moderna de nicaragua – complemento a mi historia
José Dolores Gámez
José Dolores Gámez
7
la guerra en nicaragua
8
William Walker Traducción de Fabio Carnevallini
la ruta de nicaragua David I. Folkman Jr. Traducción: Luciano Cuadra
B
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OBRAS
9
PUBLICADAS
hernández de córdoba, capitán de conquista en nicaragua
14
Jaime Incer Barquero y otros autores
Carlos Meléndez 10
15
historia de nicaragua
TOMO I
Tomás Ayón 11
historia de nicaragua
16
historia de nicaragua
TOMO III
nicaragua en la independencia Chester Zelaya Goodman
Tomás Ayón 13
un atlas histórico de nicaragua – nicaragua, an historical atlas* Francisco Xavier Aguirre Sacasa
TOMO II
Tomás Ayón 12
colón y la costa caribe de centroamérica
reflexiones sobre la historia de nicaragua José Coronel Urtecho
serie cronistas 1
nicaragua en los cronistas de indias, siglo XVI
5
Introducción y notas: Jorge Eduardo Arellano 2
Introducción y notas: Eduardo Pérez Valle
nicaragua en los cronistas de indias, siglo XVII
6
Introducción y notas: Jorge Eduardo Arellano 3
descubrimiento, conquista y exploración de nicaragua Crónicas de fuentes originales seleccionadas y comentadas por Jaime Incer Barquero
nicaragua en los cronistas de indias: oviedo
7
Introducción y notas: Eduardo Pérez Valle 4
centroamérica en los cronistas de indias: oviedo TOMO II
piratas y aventureros en las costas de nicaragua Crónicas de fuentes originales seleccionadas y comentadas por Jaime Incer Barquero
centroamérica en los cronistas de indias: oviedo TOMO I Introducción y notas: Eduardo Pérez Valle
serie ciencias humanas 1
ensayos nicaragüenses
3
Francisco Pérez Estrada 2
obras de don pío bolaños VOL. II
Introducción y notas: Franco Cerruti
obras de don pío bolaños VOL. I
4
Introducción y notas: Franco Cerruti
romances y corridos nicaragüenses Ernesto Mejía Sánchez
*Edición bilingüe.
C
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COLECCIÓN
5
6
CULTURAL
obras VOL. I
DE
muestrario del folklore nicaragüense
obras VOL. II
Pablo Antonio Cuadra, Francisco Pérez Estrada
9
10
memorial de mi vida Fray Blas Hurtado y Plaza Estudio preliminar y notas: Carlos Molina Argüello
8
AMÉRICA
Carlos Cuadra Pasos Carlos Cuadra Pasos 7
CENTRO
nicaragua – investigación económica y financiera ( 1928 )
W.W. Cumberland Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
relación verdadera de la reducción de los indios infieles de la provincia de la tagüisgalpa, llamados xicaques
11
el sendero incierto –the uncertain path* Luis Poma Traducción: Armando Arias Prólogo: Ricardo Poma
Fray Fernando Espino Introducción y notas: Jorge Eduardo Arellano
serie geografía y naturaleza 1
notas geográficas y económicas sobre la república de nicaragua
3
peces nicaragüenses de agua dulce Jaime Villa
Pablo Lévy Introducción y notas de Jaime Incer Barquero 2
memorias de arrecife tortuga Bernard Nietschmann Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
serie viajeros 1
viaje por centroamérica
3
Carl Bovallius Traducción: Dr. Camilo Vijil Tardón 2
piratas en centroamérica, siglo XVII John Esquemeling, William Dampier Traducción: Luciano Cuadra
siete años de viaje en centro américa, norte de méxico y lejano oeste de los estados unidos
4
el naturalista en nicaragua Thomas Belt Traducción y notas: Jaime Incer Barquero
Julius Froebel Traducción: Luciano Cuadra *Edición bilingüe.
D
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OBRAS
5
PUBLICADAS
honduras y el salvador – notas sobre centroamérica Ephraim George Squier Traducción: León Alvarado Prólogo: Jorge Eduardo Arellano Notas: William V. Davidson
serie costa atlántica 1
narración de los viajes y excursiones en la costa oriental y en el interior de centroamérica, 1827 Orlando W. Roberts Traducción: Orlando Cuadra Downing
serie biografías 1
larreynaga – su tiempo y su obra Eduardo Pérez Valle
serie textos 1
declaraciones sobre principios de contabilidad generalmente aceptados en nicaragua Colegio de Contadores Públicos de Nicaragua
serie música grabada en disco 1
nicaragua: música y canto
2
BALD 00-010 CON COMENTARIOS GRABADOS
nicaragua: música y canto BALD 011-019 SIN COMENTARIOS GRABADOS, CON FOLLETO IMPRESO BILINGÜE
Salvador Cardenal Argüello
Salvador Cardenal Argüello
serie educación 1
la poesía de rubén darío José Francisco Terán
E
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COLECCIÓN
CULTURAL
DE
CENTRO
AMÉRICA
serie tesis doctorales 1
la república conservadora de nicaragua, 1858–1893 Arturo Cruz S. Traducción:Luis Delgadillo Prólogo: Sergio Ramírez Mercado
serie pablo antonio cuadra 1
poesía i
5
Compilación y prólogo: Pedro Xavier Solís 2
poesía ii
Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Sergio Ramírez Mercado 6
Compilación: Pedro Xavier Solís 3
4
crítica literaria i Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Nicasio Urbina Guerrero
ensayos i Compilación:Pedro Xavier Solís Prólogo: Alejandro Serrano Caldera
narrativa y teatro
7
crítica literaria ii Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Nicasio Urbina Guerrero
ensayos ii Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Cardenal Miguel Obando Bravo
serie etnología 1
mayangna – apuntes sobre la historia de los indígenas sumu en centroamérica Götz Freiherr von Houwald Traducción: Edgar Castro Frenzel Edición: Carlos Alemán Ocampo y Ralph A. Buss
2
estudio etnográfico sobre los indios miskitos y sumus de honduras y nicaragua Eduard Conzemius Traducción y presentación: Jaime Incer Barquero
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040524 narrativa y teatro.qxd 5/24/04 2:01 PM Page J
contraportada