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Colección Cultural de Centro América Serie Pablo Antonio Cuadra No. 9 2005
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Cuadra, Pablo Antonio 1912–2002 Crítica de arte / Pablo Antonio Cuadra; comp. Pedro Xavier Solís Cuadra. —1a. ed.— Managua : Fundación Uno, 2005 228 p. —il.— (Colección Cultural de Centro América. Serie Pablo Antonio Cuadra No. 9) ISBN: 99924–53–32–X 1. CUADRA, PABLO ANTONIO–COLECCIONES DE ESCRITOS 2. ARTE–NICARAGUA–CRÍTICA E INTERPRETACIÓN
©2005 Colección Cultural de Centro América Hecho el Depósito Legal No. 0097 en Managua, 2005 COORDINACIÓN DE EDICIÓN
Marcela Sevilla Sacasa Pedro Xavier Solís DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
inFORMA (Managua, Nicaragua) • informa @ ideay.net.ni FOTOGRAFÍA
César Correa Oquel DISEÑO DE PORTADA
Johnny Villares IMAGEN DE PORTADA
Johnny Villares IMPRESIÓN
Imprelibros S.A. PRINTED IN COLOMBIA
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Colección Cultural de Centro América El Fondo de Promoción Cultural del Banco de América editó en calidad y en cantidad la mejor colección de obras arqueológicas e históricas, literarias y artísticas que se haya publicado en Nicaragua. Quedó interrumpida la colección cuando el gobierno nacionalizó los bancos. Al instaurarse de nuevo la democracia y la economía de mercado, Grupo Financiero Uno, contando con miembros del anterior Consejo Asesor del Fondo de Promoción Cultural y con nuevos elementos de gran valor se propone no sólo reanudar la colección interrumpida, sino centroamericanizar su proyecto, haciendo accesibles al lector de las repúblicas del istmo, aquellos libros que definen, sustentan y fortalecen nuestra identidad. Esta labor editorial que facilitará la enseñanza y la difusión de nuestra cultura en escuelas, institutos, centros culturales y universidades, producirá simultánea y necesariamente una mayor unidad en la cultura del istmo; unidad cultural que es el mejor y más poderoso cimiento del Mercomún y de cualquier otra vinculación política o socioeconómica de la familia de repúblicas centroamericanas. Este es un momento histórico único del acontecer del Continente: todas las fuerzas tienden a la formación de bloques regionales, pero la base y motor de esas comunidades de naciones es la religión, la lengua y las culturas compartidas. Grupo Financiero Uno quiere ser factor activo en esa corriente con la publicación de la Colección Cultural de Centro América. Pablo Antonio Cuadra
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Colección Cultural de Centro América Consejo Asesor La Colección Cultural de Centro América, para desempeñar sus funciones, está formada por un Consejo Asesor que se dedicará a establecer y vigilar el cumplimiento de las políticas directivas y operativas del Fondo. MIEMBROS
Dr. Francisco Xavier Aguirre Sacasa Dr. Emilio Álvarez Montalván Ing. Adolfo Argüello Lacayo Dr. Alejandro Bolaños Geyer Dr. Arturo Cruz Sequeira Don Pablo Antonio Cuadra (1912–2002) Dr. Ernesto Fernández-Holmann Dr. Jaime Incer Barquero Dr. Francisco J. Laínez Ing. René Morales Carazo Lic. Ramiro Ortiz M. Dr. Gilberto Perezalonso Ing. Ricardo Poma Lic. Sergio Raskosky Holmann Lic. Marcela Sevilla Sacasa Lic. Pedro Xavier Solís Arq. José Francisco Terán MIEMBROS HONORARIOS
Lic. Jorge Canahuati Rev. Manuel Ignacio Pérez Alonso
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Serie Pablo Antonio Cuadra
La admiración que siento por Pablo Antonio es profunda. Su vida fue un ejemplo de consecuencia y la obra que nos legó es notable por su dimensión y seriedad. Pablo Antonio es, indudablemente, una de nuestras inspiraciones. Su poesía tocó la fibra más íntima de nuestra Nación y sus ensayos sobre nuestra historia y sociología le ofrecieron sustento conceptual a su aliento poético. Y, cuando la política nicaragüense quedó reducida a los gritos, su voz serena simbolizó la rectitud ciudadana. Para nosotros, los de la Colección Cultural de Centro América, la publicación de la Serie Pablo Antonio Cuadra es una obligación gustosa. Lo hacemos por uno de los fundadores de esta Colección Cultural y por nuestras nuevas generaciones, las que deben estar expuestas a la voz de este maravilloso nicaragüense, cuyo vasto legado intelectual recogemos parcialmente en las páginas de esta Serie.
Ernesto Fernández-Holmann PRESIDENTE COLECCIÓN CULTURAL DE CENTRO AMÉRICA
• GRUPO FINANCIERO UNO
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CON EL OÍDO A TIERRA
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PRÓLOGO
Con la música por dentro Carlos Mántica Abaunza Aré u tzijoxic guaé, ca ca tzinin oc, ca ca chamam oc, ca tzinonic, ca ca zilanic, ca ca lolinic, ca toloná puch, u pa caj. Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio, todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo. …Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad de la noche. Popol Vuh, primera tradición Hace aproximadamente cuarenta años me mostraba Pablo uno de sus primeros libros: Canciones de Pájaro y Señora, cuyo título delataba ya cómo la canción acompañó al poema desde siempre. En sus Memorias del Movimiento de Vanguardia nos dice él mismo: “Recogimos y estudiamos el canto de las guitarras nativas, las rimas de las canciones de cuna y de los juegos infantiles....” Señalándome algunos de aquellos primeros poemas me decía: “Estos poemas los escribí para que alguien les pusiera música.” La indirecta iba dirigida a nuestro mutuo amigo y casi hermano Erwin Krüger, durante una de nuestras muchas guitarreadas. Fue Carlos Mejía Godoy quien recogió el guante. En ocasión de la inauguración de “Culturama” (1976), estrenó en público sus
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primeros arreglos a los Cantos de Cifar. En el año 1992 estremeció a un Teatro Nacional Rubén Darío abarrotado de gente, con un homenaje a PAC en el que muchos no parábamos de aplaudir para poder disimular las lágrimas. Se piensa que Carlos le ha “puesto” música a los Cantos de Cifar, pero la expresión no es acertada. Miguel Ángel aseguraba que su trabajo consistía en ir quitando el mármol hasta dejar al desnudo la estatua que ya existía adentro. (En algunas se las ve todavía saliendo del bloque). Y eso es lo que creo ha hecho Carlos. Ir deshojando y desvistiendo los poemas de PAC hasta dejar al descubierto la música que desde el principio estaba en ellos y que los engendró. Si les hubiera “puesto” música se notaría el pegoste. Carlos, como Mondoy, toma a veces el acordeón, “cierra los ojos y ladea la cabeza como los ciegos porque la música es una ceguera dulce.” El poema vuelve a ser canto y podemos escuchar entonces el “¿dón–de–es–taráaa, dónde estaráaa?” de los gallos preguntando por el cuerpecito de Piolín, el niño de los gallos. Interrogando a las aguas y a la noche... y con sus preguntas van haciendo el alba. Escuchar y sentir el oleaje suave en que se mece y danza su “Barcarola Marinera,” dejándose llevar de la música y el viento. Y la borrasca agitada en las “Bodas de Cifar.” La música bochinchera de las guitarras cantineras... y la mazurquita luctuosa en el entierro de La Cadejo. Carlos ha simplemente devuelto al poema la música que ya existía en él desde el principio y que le dio origen. Porque... En el principio ya existía la Palabra y con la Palabra que existía ya desde el principio dijo Dios: “¡Hágase la Música!” Y la música, creada a imagen y semejanza de Dios, llenó a semejanza de Dios, todo lo que hay en el cielo y en los mares y en los vientos, y venció sobre el silencio. La creación entera se llenó entonces de ella y le es dado escucharla a cuantos la buscan y la aman.
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He oído cánticos en las cerámicas chorotegas, ocarinas lunares de vientos lentos que levantan olas en la laguna como escamas de peces... dice PAC, que sabe escucharla en todas partes: (¿Acaso no has tenido en el pecho, empapándote en música el rostro de una mujer que llora?) El poeta es una cuerda tensa, que vibra sacudida por la música que lo envuelve. Es Cifar solitario a la deriva dejándose llevar de la música y el viento Es Cifar tejiendo una red de palabras-acordes, para atrapar la melodía y el ritmo que lo asedian, y convertirlos entonces en poema. El canto y el poema son hijos de la Palabra y de la Música. Hermanos inseparables, caminan juntos y es posible entonces escuchar en un poema el canto de los pájaros de Josecito Lumbí: el ‘pujuy’ del Pocoyo que salta en los caminos, el ‘trin–trin’ del Brinquino el ‘toc–toc’ del Carpintero con su martillo bermejo el chischil de metal del Zorzal el ‘guás’ del Guás el ‘cierto güís’ del Güís el solitario ‘fiii’ de la Perdiz las ‘erres’ de cristal del Cardenal las vocales musicales del Zenzontle el ‘chipilín–chipilín’ del Saltacerco el siseo silbado del Pardal Mulero
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las gárgaras de la Urraca Azul el gluglutear de la Oropéndola con su cola de oro el serrucho musical del Tucán el ‘chío chío chís’ del Chío y el ‘jodido, jodido’ del Toledo. Podemos escuchar los tambores y marcar el ritmo de los pies desnudos que acompasan la marcha de los campesinos a la Guerra Civil: De dos en dos de diez en diez de cien en cien de mil en mil descalzos van los campesinos con la chamarra y el fusil esta vez sin los claros clarines de una “Marcha Triunfal,” porque las guerras civiles no las gana nadie y es todo el pueblo el perdedor. Volvemos a escuchar el triste “Too, too, too” del vaquero arreando su pena, en la sabana chontaleña. ¡Ay, qué dolor arrear vacada ajena y no poder arrear con su dolor! (Su primer poema cantado, que compuso con la complicidad de Salvador Cardenal). Escuchar los arpegios fúnebres de un órgano de iglesia en su poema a Juana Fonseca, y ver retroceder a la muerte, vencida por el canto de resurrección de las campanas: ¡Emérita, si supieras qué pedazo de mundo
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qué territorio vasto y dulcísimo está cediendo al golpe de esas campanas! Pablo nos anuncia la resurrección. Con su pluma traza una cruz, como Mondoy con el arco, para congregarnos alrededor de Cristo y de María. Y toda su poesía está empapada de esa luz divina de la que procedemos y hacia la que nos dirigimos todos. Nada muere. En el aire hemos sembrado estrellas y podemos levantar el pensamiento y sostenerlo sobre el puro azul. Mondoy, traza una cruz de música en la constelación del Sur. Mondoy toca el violín y nuestros pueblos indios peregrinan al lugar de la promesa. Podemos escuchar el mensaje de Pablo en boca del Maestro de Tarca: Coge la cigarra del ala. ¡Al menos llevas en la mano el canto! Y la terrible advertencia de la Abuela en su “Testamento”: ¡Que no se acabe el ritmo de este pueblo! El día que nuestros huesos pierdan su música seremos desplazados por extranjeros. Dije antes que el poeta es una cuerda tensa sacudida por el viento. Leyendo a PAC tiemblo ante el terrible oficio del poeta. Ante un estar continuamente a merced del viento que nos trae mensajes antiguos, la voz de civilizaciones ya perdidas, el llanto milenario de dolor de todo un pueblo. Recuerdos y nostalgias de pasadas alegrías; de sueños. Quizás de amores ahora revividos; de dulces amistades, de anhelos que no cesan de seducir a nuestras ilusiones. De luchas, de traiciones. De los desencantos que son el viaje de regreso del sueño. ¡Dichoso el árbol que es apenas sensitivo!
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Y comprendo la necesidad imperiosa de escribir, porque el poema es entonces la única válvula que impide que el corazón estalle. Remanso en el oleaje. Detenido por un instante el viento, el alma, a semejanza del lago, queda como un espejo y se le puede ver el fondo. Todo queda en silencio, todo en calma, todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo... Todo regresa al principio en el que ya existía la Palabra y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas. Hasta que el poeta es de nuevo sacudido por la historia. Su especial sensibilidad lo hace más vulnerable a los acontecimientos. Es de nuevo tiempo de borrasca. Basta entonces un canto para recobrar las fuerzas. Para encender una nueva aurora y levantar muros de retención a la tentación de partir: Cuando canta el gallo me levanto y veo el amanecer de mi patria. Es hermosa y radiante y mi corazón es un rey que recibe su trono. No, no me iré de mi patria. Aquí moriré. Pero cae el sol y vuelvo mis ojos al país de mis sueños y toda la ceniza del mundo cae sobre su faz. Entonces quisiera ser extranjero para regresarme a mi patria. Entonces oigo el rumor feliz de las ciudades que no son mías. Oigo la noche llena de exilios. Debo partir, me digo. Y mi sueño es un viaje bajo la tutela de los astros. Hasta que canta el gallo y otra vez el amanecer se apodera de mi canto. No, no me iré. Y vuelvo a levantar el muro con las piedras que cayeron.
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Carta sobre música nicaragüense a Eduardo Alaniz “¡Si fuera músico!,” exclamaba un indito de Catarina, y añadía sonriendo humildemente: “¡pero sólo sé sacarle sus ruiditos a esta guitarra!” Meses después armaba en mi cuarto una bicicleta y al atornillar la tuerca del eje, un pequeño gemido metálico repetido adquiría cierto ritmo, ciertamente con tendencias musicales. De estos dos casos, al parecer tan diferentes, nació esta carta para mi buen amigo Eduardo Alaniz. La música, no cabe dudarlo, es la explotación de los ruidos. Un golpe en un alambre es solamente un ruido desagradable. Una pulsada sobre una cuerda de guitarra llega a ser un ruido agradable; digamos que la combinación de estos ruidos es la música. El hombre ha explotado el ruido por su necesidad de ritmo. Ritmo interno, sobre todo, y ritmo externo también. Y están tan unidos estos dos ritmos —exterior e interior— que el ritmo interno es el juez del otro ritmo, y por eso muchas piezas que creemos agradables en su principio, por su insubordinación material acaban aburriéndonos, debiéndose todo a que el ritmo externo no logró concertarse con el interno. (…) Ahora bien, la necesidad de vibrar del hombre, la necesidad de no dejar dormido ningún sentido captativo, ya sea corporal o intelectual, lo ha hecho buscar todos los instrumentos y le ha hecho
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dar a la música todas sus recónditas armonías. El hombre ama la música por lo mismo que teme la muerte. Es la necesidad de vida de todas nuestras potencias y sentidos, y el pánico de que se entreguen a la inacción o inercia. Y como la música es la única facultada para hacer vibrar estas potencias y sentidos, por eso el hombre la ama y la mantiene sonante y cantante en su caja de huesos y de nervios. (…) Hemos llegado a la conclusión de que el hombre necesita vibrar. La diversidad de caracteres, de ambientes, de necesidades, da la diversidad de gustos y por ello de músicas. No sólo hay un homo faber; hay también un homo vibrantis. Ahora bien: existe cierta unidad vernacular entre los conglomerados (por la raza, sangre, ambiente, creencias, lengua, relaciones, etc.) que forma el “alma” peculiar de cada pueblo. Es evidente que si el hombre necesita hacer vibrar “su” alma con tal música que es captada enteramente por él, también el alma comunal y conjuntiva de un pueblo necesita “su” música. Es una música que responda a su ritmo interno formado y amasado por el conjunto de historias, paisajes y aventuras que lo han nutrido. Es decir, tal pueblo necesita tal música. Porque cada pueblo ha ido formando su ritmo interno, “su alma,” en los hechos propios, ya sean tristes o alegres, guerreros o pacíficos, etc., que no pueden ser los de otro porque cada pueblo esculpe su fisonomía con golpes de viento y cortes de sangre diferentes. Si pasamos a nuestra tierra, tendremos que concluir que Nicaragua necesita “su” música. Música propia nicaragüense. Podrían preguntar: ¿tiene música Nicaragua?. Yo contesto: la tiene, pero sobre todo, interna; la externa la hemos ido perdiendo, porque las ciudades la desecharon para imitar lo ajeno, y ahora se encuentra a mitad de los campos, entre los campesinos y en los pueblos conservados en su propia alma. (…)
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La Colonia nos legó un repertorio musical mestizo completamente nuestro. Pero la influencia del ritmo extranjero, ritmo del todo externo para nuestro pueblo, lo ha hecho callar. (Éste es uno de los tantos males que trae esa odiosa e insoportable intervención extranjera). Antes —cuentan los antiguos viajeros— en las calles y plazas se vendían las frutas cantando. ¿Entonces por qué hemos llegado al silencio? Primero hemos llegado al silencio. Luego ya no tendremos frutas. Ese es el misterio de toda sordera nacional. Demos gracias a Dios de que estamos aún en el silencio. El alma propia del pueblo se siente todavía desorientada ante esos nuevos ritmos que no le calzan, que no le llaman a producir, porque no le despiertan el ritmo interno esencialmente creador. Hasta el sembrador de maíz necesita su ritmo para sembrar. La semilla sólo es fecunda por la danza. Pero existe un peligro y estamos al borde de él. El ritmo externo influye ciertamente en el alma, como ya lo hemos visto. Este silencio en que vivimos está diciéndonos que es muy tenue, muy ralo lo que nuestro pueblo posee de su ritmo propio, y el continuo combate entre ese ritmo interno y el extraño puede llegar a una derrota musical, como ya lo vemos a cada paso, que se irá ampliando y haciéndose colectiva, y entonces estamos muertos. Nos han vencido. ¡Danzaremos al son que nos toquen! El ritmo externo va influyendo en el alma y haciendo que ésta (por su esencial necesidad de ritmo) se acomode a él, gracias a la ausencia del interno. Nos estamos des-musicando. Se nos está haciendo yanqui el esqueleto. Y creo que no llegaremos siquiera a tararear una nueva música de la que pudiéramos apropiarnos, sino que entonces seremos abiertos indefinidamente a un cosmopolitismo esnob, mezcla sucia de provincianismo y rastacuerismo: pura imitación simiesca. Estas meditaciones las he querido enviar a mi amigo Eduardo Alaniz. Debieran vivir para Nicaragua, tocar a Nicaragua y para Nicaragua, todos los artistas que pueden ofrecerle ese don que
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hasta ahora muchos y muy grandes, traicioneramente, lo entregaron y vaciaron en ritmos extraños. A él, músico privilegiado, esta carta con el oído pegado en tierra. 1932
LA
POSTDATA GUITÁRRICA ”
“ POESÍA
Debemos colocarnos entre los años 1928 y 1933. Ya habíamos lanzado manifiestos y abierto polémica, tratando (según decía nuestra “Proclama”) de “abrir la perspectiva de una literatura nacional.” De este dicho al hecho, que pasa por la tortura de la Intervención y por la inflamada influencia de Sandino, viene nuestro encuentro con el folklore. Ahora el folklore alza ironías entre los poetas. Ayer era el encuentro de nuestras raíces. Nuestras vinculaciones con el canto del pueblo. Todo eso nos era necesario para afirmarnos, para saber quiénes éramos y qué terreno o tierra pisábamos. De ese encuentro brotó en casi todos los del grupo de Vanguardia (Coronel, Cabrales, Octavio Rocha, yo, Joaquín Pasos, Manolo Cuadra, Ordóñez Argüello, etc.) un tipo de poesía cantable. En un breve artículo Joaquín Pasos y yo hablábamos en 1930 de hacer “poesía guitárrica,” porque la guitarra y no la lira era el instrumento que tenía que usar el nicaragüense para acompañar su poesía lírica. La “poesía guitárrica” surgía ante el hallazgo de formas líricas en los caminos que “están debajo de la historia,” y que, hasta ese momento, salvo algunos esporádicos precursores, ningún poeta nicaragüense había intentado recorrerlos. Y como primer hallazgo, como primera revelación de una literatura verdaderamente nacional, nos entregamos a su experimentación con el entusiasmo propio de aquellos años. Así nacieron, en todos los del grupo, diversos tipos
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de cancioncillas, cancionetas, romances, romancillos y otros metros cantables, donde, además de las influencias directas de lo popular nicaragüense (de sus ritmos, rimas, aliteraciones y divertidas libertades formales), se notan huellas de la poesía china, de la vieja y precolombina poesía indígena, y, sobre todo, de la poesía medioeval española, fuente viva de nuestra lírica popular. La poesía nos era (al pie de la letra) “letra para cantar.” Buscando huevos de gallina en los rincones del granero hallé los senos de mi prima. Más imaginista, Octavio Rocha hacía esta copla: Por la calle iba un muchacho con un gomero en la mano pegando gritos en el aire José Coronel, en cambio, construía este breve canto casi chino (como un mestizaje de copla y hai-kai): Con los ojos cerrados sumido en el olvido sin barcos Con los ojos abiertos a mares solares sin puertos Elevado y pulido mástil
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Más fiel a la forma tradicional, Cabrales usó en el Romancillo del Mal Casado el metro de nuestros “corridos”: …Los sembrados se mecían al compás de una canción; en fiesta de amor andaba el venadito veloz, los conejos brincadores también en fiesta de amor; y en todas las arboledas ebrias de fruta y de sol las locas loras llenaban los campos con su clamor. Y muy cerca, desde un árbol nos cantaba el güís burlón: “Lárguese el mal casado, vaya el falso mentidor en su casa y con los niños estaría usted mejor.”… En cuanto a Manolo, no sé si su “Ermita” la construyó para cantarse, pero parece una saeta andaluza en fondo y forma: Con sus espaldas de cal la ermita hacia el cielo empuja su flecha, que es una aguja y su cimborio, que es un dedal. Y es que la Virgen bendita siendo en su manera única, quiso remendar su túnica con la aguja de una ermita.
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Alberto Ordóñez Argüello, por su parte, logra en sus “Canciones Cimarronas” aportes interesantes entresacados de juegos infantiles y rimas: Yo soy Don Pedro Urdemales Tú eres la Juana Sin Tripas Yo, cierto-güís que te canta Tú, la gallinita loca cacaracá ponedora cacaracá huevos de oro Ya en la zona de lo popular, con una ingenuidad que nos recuerda los cuadritos primitivistas, Blas Franco cantaba: Una gallina voló de un solar a otro solar ¡ay! ¡qué gallina para volar! En cambio, una de mis primeras canciones, conectaba directamente con la precisión sentenciosa del antiguo cancionero español: Quien se arrima a la rosa no tiene sombra Yo busqué la belleza y el sol me quema. En todo este encuentro del canto había la alegría de una primera lección, y sin esa primera lección ninguno de nosotros hubiera llegado a dar con Nicaragua y consigo mismo.
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Ortega y Gasset escribió en su Estudios sobre amor, sobre la relación entre “canto” y “encanto.” Esa magia la conocimos entonces en nuestra lengua nacional. Era la misma de la palabra Carmen, que en latín significa “canto” y que pasa al francés para significar charme. Por la canción fuimos encantados. Por allí comenzó el encantamiento. (…) Hace poco, revisando con Jorge Eduardo Arellano unas amarillentas Páginas de Vanguardia que él encontró, di, en la número 26, con un artículo mío titulado: “Carta sobre música nicaragüense a Eduardo Alaniz.” La carta es un reclamo a éste, entonces joven pianista, pidiendo un músico para nuestro canto y que, al leerla, me devolvió al ambiente y a las preocupaciones de aquellos años. En dicha carta armo entre veras y burlas una teoría (que ahora me deja un poco sorprendido) sobre la existencia de dos ritmos —el interno y el externo— y estudio sus choques y fusiones. Hablo del ritmo interno, propio de nuestro pueblo, relegado a las zonas rurales y al campo; y protesto por la invasión arrasadora, entonces ya fuertísima, de los ritmos extranjeros. En una nota que debió haber caído bastante mal a la Policía de los Marines, digo: “Este es uno de los tantos males que nos ha traído esta odiosa e insoportable intervención extranjera.” Y pido que rompamos a todo trance nuestro silencio, que reanudemos el canto propio, que nuestros músicos hagan música buscando enraizar sus ritmos o renovarlos en las esencias del pueblo nuestro. “Hemos llegado al silencio,” era mi grito angustiado de entonces. “¡Nos han vencido!” Debían pasar bastantes años para que surgiera, como una secuela de la investigación folklórica, los músicos que abordaron nuestra música popular… 1979
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Apunte en recuerdo de Tino López No recuerdo si es Hemingway quien dice que después de los cuarenta años el hombre es responsable de su fisonomía. Sobre el rostro que se nos da, nuestro pensar y nuestro vivir laboran luego expresiones que se van superponiendo y marcando nuestra fachada. El despreciativo acaba trabajando una arruga acusadora de despecho. El violento, en algún lugar del rostro esculpe al cabo su mal carácter destruyendo, talvez, una línea bondadosa de su rostro de niño. Cada quien se hace su rostro desde dentro. Tino López Guerra hizo su rostro con ironía y timidez. Tenía una expresión burlesca, chispeante en los ojos, pero al llegar a la boca su gesto era humilde. Y escuchaba ladeando la cabeza como si todo fuera música. Pertenecía a ese tipo de nicaragüense, tan característico, de los que se hacen una lengua para su uso personal: Tino tenía un idioma de juguete o para jugar. (Pocas veces he tratado con un hombre tan rico en humor). Tenía boca de inventor de palabras y ojos de bohemio. Y cuando intento reconstruir su retrato en mi memoria, me doy cuenta de que era un hombre tan jovial que cuando se ponía serio parecía que se ponía triste. Tino era de un temperamento romántico que se defendía —a lo nicaragüense— con la risa. Un amador de todo (un “querendón,” dice el pueblo), que acaba riéndose de su propio quijotismo. “Managua es mi linda tierra,” decía queriéndola ver linda. Luego entrecerraba el ojo y con una chispita burlona lanzaba su exclamación preferida: “¡Qué desastre!” Era así. Decía lo agradable, pero captaba al golpe lo caricatu-
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resco. Un poeta vendedor de seguros. Un cancionero sentimental, burlón e irónico. Mezcla rara, inteligencia finísima, corazón bueno, personalidad extraordinaria. Yo me pongo a pensar: ¿Qué pedía a la vida Tino López? Le bullían los “locos pretextos” de que habla Alfonso Cortés —estaba siempre inquieto— y cuando estaba en una mesa de tragos adquiría los ojos de geógrafo (que me recordaban los de Joaquín Pasos): un anhelo de “algo,” un mirar que va viajando. Lo indetenible. Romántico frente a la mujer. En este aspecto Tino López es el último ejemplar de un mester de juglaría provinciano-americano que casi no se ha estudiado en serio. Un tipo de amor de patio con jazmines y noches, que ya no existe. Todo ese submundo de álbumes, de sentimentalidades bajo la luna, que hizo la vida de las ciudades muertas antes del algodón y del transistor. Un hilo de guitarra que viene desde lejanos siglos, de novia en novia, desde el mundo galante de los castillos medioevales hasta los corredores aburridos de nuestros amores departamentales. Linaje juglar que murió en un bolero. Y es interesante que en Tino López saltó esta veta con una característica también típica de ese culto romántico a la mujer: el amor a la Virgen María. Este amor señala la altura que tomaba en su corazón la imagen de la mujer. Pero también revela el verdadero anhelo de su inquietud bohemia. Su ruta mística. Tino era un hombre de fe. Recuerdo en una noche de apoteosis, cuando todo Nicaragua cantaba los corridos de Tino, noche de condecoraciones y de teatro lleno. El público aplaude al compositor y él levanta la mano. “¡Pido una ovación para la mujer más linda del mundo!,” grita, y sin darnos cuenta de dónde, levanta en sus manos una imagen de Nuestra Señora. ¡Fue un gesto de juglar enamorado! Sorprende su fidelidad, su filialidad: constantemente se refiere en sus canciones a María y siempre con una tierna ingenuidad que sobrepasa lo que generalmente se llama devoción. Ama. Se sabe hijo de esa Madre. Y su más dulce plegaria musical
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—un canto en que brota lo más puro y auténtico de su alma romántica— es su serenata mística A María de Fátima. …Tú apareciste en Francia, en México y Portugal; aparece Madre Santa en la América Central. ¡Qué te cuesta, dulce María, pide permiso al Señor! Que toda la tierra mía, por Tí se muere de amor. Y hay cosas que suceden en las supra-realidades. La Madre del juglar le escuchó. Tino López murió rezando el rosario. Cerró los ojos para verla llegar. Su muerte fue su Fátima. 1967
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Entre la pistola y la guitarra Utar contra vitia carmine rebelli Emplearé contra el vicio un canto de rebeldía —Gautier de Chatillon La sociedad esquimal, hasta hace muy poco tiempo, no sobrepasaba el nivel de la Edad de Piedra. Carecía, dice Matthew Hogart, de un sistema legal. Ni siquiera su religión poseía sanciones para los malvados. Los maestros eran los únicos que establecían diferencias entre el bien y el mal. Pero tenían un medio muy original y puro para censurar o castigar la mala conducta social: la canción de escarnio. Reunida la tribu, un trovador se encargaba de cantarle las verdades al que abusaba de su fuerza o al que delinquía, y había veces, según cuenta el viajero Scott, que el esquimal sancionado por la canción salía de su iglú tan avergonzado que no volvía más, perdiéndose para siempre en los hielos del Ártico. No sé cuál es el nivel de la sociedad nicaragüense en materia legal. Posiblemente no estamos muy arriba de los esquimales de entonces. Con una ventaja para ellos: su espíritu ingenuo y sencillo era sensible a la crítica de una canción. Al menos poseían una sensitiva y fina conciencia, que al ser perforada por la poesía y la música, era capaz de reconocer sus errores y avergonzarse de ellos. Entre nosotros, un cantor que se ha atrevido a criticar la tortura (esa tenebrosa mancha de crueldad que empuerca la túnica de nuestra justicia), no solamente no ha sido escuchado, ni respetado en su hermoso grito de protesta social, sino que ha sido sancionado con la más fuerte multa jamás aplicada en nuestra historia
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a una obra de arte. Me refiero a la arbitraria multa impuesta por la Jefatura de Radio al joven artista Carlos Mejía Godoy, por una canción satírica contra el uso —vedado por todas las convenciones internacionales— de la máquina eléctrica en los interrogatorios policíacos. Desde hace tiempo he seguido con creciente admiración la carrera de este joven compositor, uno de los poquísimos valores auténticos de la canción nicaragüense, quien, a pesar de luchar en un medio agotador como el radial, ha producido ya un buen número de canciones cuya letra y música revelan a un verdadero creador que sabe enraizar su originalidad en lo profundo del alma y de los ritmos de su pueblo. Laureado en festivales internacionales, jamás supimos que el Estado se fijara en él para alentar su obra. Aquí el Estado, cuando toma la iniciativa, es para pisotear valores humanos. Para dejar caer, como en el caso presente, una aplastante multa faraónica sobre la débil resistencia de una guitarra. ¿Hay algún premio de diez mil córdobas para alentar nuestra creación musical? Cuando se medita un poco sobre el salvaje monto de la multa (¡diez mil pesos por una canción!), lo que se advierte, en el exceso, es un odio bárbaro contra la cultura. Es el viejo pleito entre la Fuerza y la Inteligencia, entre la Tiranía y el Ingenio, entre la Pistola y la Guitarra: uniformar de una gris estupidez a todo el país ¡y que no se oiga otro ritmo que la acompasada y silenciosa respiración de los sometidos! “En tiempos de Nerón se extinguió la sátira en Roma. En tiempo de Stalin dejó de existir la sonrisa en Rusia,” decía un historiador. ¿Tendremos que agregar: “En tiempos de Somoza dejó de existir el canto en Nicaragua?…” ENVÍO A CARLOS MEJÍA GODOY
Cuenta La Fontaine en su Vida de Esopo, que una vez Creso —el rey tirano de Lidia— hizo saber a los habitantes de Samos que o le
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pagaban tributo o les hacía la guerra. Llenos de temor, los samosanos iban a aceptar el pago del tributo, cuando Esopo, el famoso y contrahecho fabulista, que era un esclavo liberto, pidió la palabra y les dijo: “Sólo dos caminos hay para los mortales: el de la libertad, rudo y escabroso al principio, pero llano y agradable luego; y el de la esclavitud, cómodo al comienzo, pero cada día más desesperante después.” La gente de Samos, comprendiendo la lección de Esopo, rechazó el ultimátum de Creso y se aprestó para la guerra. Cuando el tirano supo lo acaecido envió astutamente una embajada a Samos ofreciendo respetar sus libertades si le entregaban a Esopo. Los ricos ciudadanos de Samos encontraron muy ventajosa la propuesta: era un buen negocio entregar al pobre fabulista a cambio de su sosiego. Cuando llevaron a Esopo ante Creso se extrañó el tirano de que un hombrecillo tan insignificante fuera tan gran obstáculo para sus ambiciones de domino, y dio orden de matarlo. Pero Esopo, de pie ante el rey, alzó la voz y le dijo: “Rey Creso: había una vez un campesino que cogía saltamontes defendiendo sus siembros y cayó en sus manos una cigarra. Iba a matarla cuando ella le dijo: ‘¿Qué daño te hice?. Yo no destruyo tus espigas, no tengo más que la voz que me sirve para cantar’. Rey Creso: yo soy como aquella cigarra, no tengo más que la voz y mi voz lo que canta es la libertad de su pueblo.” Creso, admirado de sus palabras y comprendiendo el valor moral de aquel hombrecito, lo devolvió a su país y respetó la libertad en Samos. Si en Nicaragua la autoridad no es capaz de manifestar, por lo menos, la comprensión humana del tirano de Lidia, y le aplica a usted la multa, cuente con mi colaboración para ayudar a pagarla. Creo que hay muchos miles de nicaragüenses dispuestos a hacer lo mismo, solidarios con esa guitarra que ha cantado la libertad de su pueblo. 1971
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La república ilimitada de Erwin Krüger Un pescador en el lago echando su atarraya, un sabanero al trote de su caballo cruzando la sabana, en cualquier camino un hombre que regresa a su pueblo, escuchará de pronto un canto y no sabrá quién ha puesto en la memoria de su corazón esa armonía de nostalgia y luces nativas. Su guitarra ahora es invisible, pero en todo aire nicaragüense pasa una nota de Erwin Krüger. ¿Dónde lo conocimos? Alguno de Managua, al escuchar “Barrio de Pescadores,” preguntará: ¿quién hizo esa canción?. Y el campesino de Masaya que mete su moneda en la roconola para oír Monimbó pensará qué indio sería su autor. Y el chontaleño que oye en la barrera el son nica El Sabanero o El Arriero también se preguntará: ¿de quién será cabeceño?. Y el que oye El Lechero, y el que oye Los Zenzontles, y el que canturrea Mi Pueblito, lo creerá lugareño de allí, cercano, guitarrero de por esos lados. Yo recuerdo que en los años del Movimiento de Vanguardia escribí un artículo en busca de un músico para el canto nicaragüense. Un día Joaquín Pasos me envió a Granada unas líneas diciéndome: “He conocido a un hombre que yo creo que es el que buscamos.” Era un muchacho joven del trío Los Pinoleros. Me lo presentó Joaquín, conversamos, me cantó alguna cosa suya sobre algún paisaje nicaragüense (porque era enamorado de nuestro paisaje) y, como solía suceder con Erwin, no volví a saber de él. Para ser su amigo tuvieron que pasar muchos años. Erwin salió del país. Le picaban los pies por recorrer el mundo. Yo lo creí un
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bohemio insujetable. Pero era un bohemio hecho por él, a su medida: responsable, trabajador, forjador de un hogar modelo y, sin embargo, puesta la mano sobre la guitarra la noche perdía sus fronteras y era una república ilimitada de alegría y música. En 1965 el bohemio se convirtió a Cristo, y con ello pronunció su bohemia con más altura y profundidad. Yo no sé qué admirar más en Erwin Krüger: si la música que le puso a su vida (porque logró una personalidad plena de armonía), o la vida que le dio a su música. Con una gran cultura musical, con un oído mestizo de ángel-pájaro (captaba los giros, tonos y modos del canto popular como si fueran suyos desde siempre), con ironía, como que si nada, componía, cantaba y parecía no desear otra cosa que el anónimo: porque era humilde, esencialmente humilde, alegremente humilde. Y este bohemio, que fundó la primera publicidad de Nicaragua, que trabajaba en una imprenta, que era un ejemplar padre de familia, no dejó región ni camino nicaragüense por recorrer (ni cantina, ni jolgorio) para recoger y salvar el canto popular. Fue el primero en introducir —en una época desnacionalizada en que el canto del pueblo se veía de menos— el canto folklórico en la vida culta nicaragüense, y el primero en llevarlo al exterior y hacerlo triunfar en festivales y concursos. Es verdad que fue Camilo Zapata el primer compositor nacional que, con el Caballito Chontaleño, incorporó el “son nica” a nuestro cancionero culto y luego los sones de marimba a la guitarra. Pero Erwin había abierto camino descubriendo en su canto el paisaje y la tierra, valorándola con amor, y luego dando a conocer y apreciando los ritmos populares, marginados por mucho tiempo. Canciones que hoy son eminentemente populares, como Palomita Guasiruca, La Canción del Garrobo y Doña Sapa, fue Krüger quien las rescató del interior rural, re-popularizándolas a través de sus tríos y del disco. Pero del Erwin Krüger músico y musicólogo es imposible separar al hombre: forman una personalidad musical —guitarra y voz,
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ser y hacerse— para cuya descripción faltan palabras, como en todo lo que se hace en la vida. 1973
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Salvador Cardenal maestro de música de todo un pueblo Salvador —hijo de Don Julio Cardenal, hermano de mi madre— era de mi misma edad, con pocos días de diferencia; y este parentesco y compañerismo se convirtió en una hermandad que duró toda su vida, desde la niñez (donde tantos sueños van haciendo mágicamente el futuro) hasta su muerte. Salvador gordo, yo flaco. Los dos entramos al Colegio Centro América de los jesuitas, frente al Gran Lago. A él inmediatamente lo incorporaron al coro del colegio; en mí —con mi sordera musical— ni siquiera se fijaron. En música tengo cara de inválido. Evidentemente que la incorporación al coro debe haber marcado el comienzo de la vocación musical de Salvador, pero —como tantas otras cosas de la niñez— la planta creció en secreto y a Salvador lo que le gustaba en esa edad de los primeros sondeos, era escribir versos. En cambio a mí me interesaba escribir cuentos y relatos que solía ilustrar con dibujos. Pero apartemos la infancia o nos hundimos en su misterio sin tocar fondo. Fue en los dos o tres últimos años de colegio (cuando al corazón le llega la hora loca de los enamoramientos y el “yo” comienza —con dudas y contradicciones— a definir su identidad), que tuvimos dos o tres maestros de genio que nos marcaron para siempre. Juan Bautista Cassini, quien nos leía en clase a Dante Allighieri, a Homero o a Virgilio en un viaje aéreo a los clásicos latinos, que fue como abrir para nuestra percepción del hombre, el misterio de la palabra “universal.”
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El francés Padre Lanteri, que nos dio a conocer ¡y a traducir! poemas de los autores franceses, como Claudel, Péguy, Cocteau… que significaban la vanguardia de Francia. (Y aquí quiero abrir un paréntesis. Cursábamos entonces el cuarto año de secundaria y dos jóvenes publicaban literatura nueva en una revista capitalina llamada La Semana. Aquellas publicaciones de Luis Alberto Cabrales y de José Coronel Urtecho eran el comentario y la polémica de los gustadores de la literatura de mi grado. El Padre Lanteri nos valoraba la aventura y nos llevaba al corazón de aquellos textos que revolucionaban las letras del mundo). Pero nos faltaba el tercer guía que para Salvador tuvo una significación aún mayor. Fue el Padre mexicano Jaime Castiello, el maestro que introdujo a Salvador en las misteriosas profundidades del arte musical, inventando con su cariño de profesor todo un curso especial que fructificó en uno de los actos más inolvidables del viejo Colegio Centro América. Organizó un recital de música con ejemplos de su evolución a través de los siglos (y uno de los principales intérpretes fue Salvador); mientras en su segunda parte, José Coronel Urtecho nos daba un recital similar de la poesía en lengua española, desde sus primeros vagidos hasta Darío. Para mí fue decisiva la lección. Rompí mis cuadernos de versos y comencé a explorar los caminos de la verdadera poesía. Salvador también, creo yo, descubrió su relación con la música y desde entonces ya no la olvidó. En mi quinto y último año de bachillerato, comenzó para mí, como para Octavio Rocha y para Salvador, el movimiento de Vanguardia. Fue un extraño matrimonio de influencias y modelos internacionales con la necesidad de robustecer nuestra identidad nacional, recuperando sus raíces, ante el reto de una intervención extranjera. Comprendimos el valor de la historia, de la lengua y del folklore, para esta operación de crear una literatura y un arte nacionales.
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Y si esto era un reto para todo nuestro grupo, lo fue mayor para Salvador Cardenal, cuyo territorio a descubrir era la música. Salvador decía: si México, si Argentina, si todos los países de América tienen su música característica, ¿por qué no la va a tener Nicaragua, que tiene en abundancia versos, cantos y poesía, lo que revela que tuvo música o que la está pidiendo? Y nos lanzamos a la aventura. Y tuvimos suerte. Entonces todavía no habían grabadoras y Salvador no sabía escribir música. Convenció a un maestro de música granadino, Don José Santamaría, y siguiendo algunas pistas conseguidas por Francisco Pérez Estrada, dimos con el primer documento: nada menos que un texto completo de El Güegüence. Don José Santamaría pudo transcribir la música, que había sido conservada con admirable fidelidad. Así comenzó Salvador Cardenal a reunir su estupenda colección de piezas musicales folklóricas nicaragüenses. Salvador leía sin descanso, oía música sin descanso, estudiaba sin descanso. Del “aficionado” que escribía sus lecciones de música para aficionados —como él humildemente se presentaba— no había tales. Era un maestro y yo puedo confesarme: fui su primer y constante discípulo, porque él me asociaba a sus descubrimientos y estudios; con la diferencia de que él era un músico y yo un torpe alumno, que si no me cuidaba confundía el do, con el re, con el mi, con el fa, con el sol… Un día, valientemente, se lanzó a fundar una radiodifusora, que en su primera etapa se llamó Radio Centauro y en una segunda etapa (ya solo y sin accionistas) Radio Güegüence. Entonces me di cuenta de que Salvador tenía años de prepararse para esta empresa. No hablo de ella como negocio (aunque de ella vivió), sino de la empresa como creación cultural única: Salvador no fundó una radiodifusora, sino una especie de Facultad Musical Universitaria del Aire, un tipo nuevo de extensión nacional para desarrollar, en todos los niveles, la cultura musical de los nicaragüenses; y esta Cátedra Musical del Aire estaba estructurada con admirable sabiduría didáctica.
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La cátedra —para darle su verdadero nombre— unía en cruz dos tipos de enseñanza: Por una parte, levantaba el nivel de cultura musical de todo nuestro pueblo, formando el gusto, el oído y el conocimiento de la música clásica universal. Sus selecciones de obras, sus cortos y agudos comentarios explicativos, sus disecciones de los componentes, estilos, valores de la obra presentada, eran pequeñas obras maestras del magisterio musical que él humildemente llamaba, como he dicho, “lecciones de un aficionado para aficionados.” Pero esta cátedra para alcanzar altura —esa línea vertical que ascendía hasta el mundo clásico— se cruzaba con una línea horizontal de estudios y conocimiento de nuestras raíces, es decir, investigaciones y estudios sobre nuestro folklore, con ejemplos tomados del propio pueblo. O sea, una re-popularización de las creaciones populares que pronto prendió fuego y devolvió al folklore un cultivo intenso, abriendo una nueva era en el arte de un pueblo de conocerse a sí mismo a través de sus propias creaciones y producciones. Pronto comenzó a aparecer en los avisos comerciales, en el teatro culto, en las exhibiciones de rango nacional, la máscara del Güegüence como una alusión al carácter nica; y el Macho-ratón bailaba de contento… Salvador agregó, en sus presentaciones de los clásicos, los valores más destacados de la música seria de Hispanoamérica, estudiando con especialidad los de Nicaragua: José de la Cruz Mena, Vega Matus, José Abraham Delgadillo y algunos otros. Con los pocos años que han pasado de estos cursos de la universidad personal de Salvador Cardenal, tenemos suficiente perspectiva para valorarlos: fue un acontecimiento que revolucionó, en el orden musical, la cultura nicaragüense. Su autor aparece así en un puesto único como el “maestro de música del pueblo nicaragüense.” Taxistas, costureras, campesinos, intelectuales, gentes ricas y pobres, eran los desconocidos alumnos que lo mismo aprendían
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a gustar y comprender a un Beethoven, a un Juan Sebastián Bach, a un Mozart, y también a los más nuevos, a un Stravinsky, a un Béla Bartók, a un Erik Satie; como —con el gusto de la fruta cortada en nuestro propio huerto— oían y se posesionaban con el alma de la música del Güegüence, de nuestras piezas de marimba, de nuestros corridos, de nuestros jarabes, bombas, sones de toro, bailes y danzas (como la estilizada belleza primitiva del ballet La Yegüita)… A principios del siglo se decía que las victrolas habían acabado con la inspiración del pueblo, creyeron que el folklore había entrado en agonía. Pero el Movimiento de Vanguardia había levantado la bandera de darle de nuevo a la poesía y al arte, sus raíces populares. Y medio oculto entre sus militantes, por su habitual humildad, estaba Salvador preparando su obra, recorriendo —en sus cortos ratos libres— pueblos, caseríos, lugares que conservaban viva el alma creadora del nica. Y años después, lo que había reunido era un tesoro; y lo que había aprendido autodidácticamente era una maestría. La ciudad de Frankfurt acaba de premiar con el Premio Goethe al gran músico director de orquesta Hans Zender, quien en su discurso de agradecimiento dijo estas palabras: “Goethe era, como poeta, un hombre visual; y todo músico es un hombre auditivo. Esos dos tipos humanos experimentan el mundo de una manera fundamentalmente distinta. Pero para ser humano ‘total’, son los oídos tan importantes como los ojos, y esto en nuestra época (que es llamada con razón una época óptica) se olvida con frecuencia.” Y agrega: “En el Liguí, el ‘Libro de los Buenos Hábitos’ chino, se dice que cuando la música impera, los deberes sociales son claros. Ojos y oídos se equilibran y producen la armonía del cielo y la tierra.” Salvador Cardenal tuvo la virtud de unir al hombre visual (capaz de filosofar y definir con claridad realidades y conceptos) con el hombre auditivo (musical y armónico); y sintió, como misión intelectual, la necesidad de lograr el equilibrio, en Nicaragua, de
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esas dos percepciones del mundo y de la vida. Fue maestro de lógica y maestro de armonía, y recordó a los nicaragüenses su carácter total: para que seamos capaces de hacer las paces con la naturaleza y con nuestros semejantes. 1998
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PRÓLOGO
José Francisco Terán Callejas
Estos seis breves artículos sobre arquitectura que Pablo Antonio Cuadra nos dejó dentro de su enorme legajo literario e histórico contienen los pensamientos esenciales de lo que los nicaragüenses hemos construido a través de nuestra historia, desde la casa primitiva, completamente orgánica, en la copa del árbol, que proyecta el ángulo de su techo y la curva de su entorno vegetal en las regiones selváticas de nuestro Atlántico hasta las sofisticadas pseudo mansiones de los “nuevos ricos” que pululan por doquier en la nueva Managua. Estos ensayos definen la inspiración y la motivación de nuestra forma de moldear el ambiente natural y las razones de los contrastes urbanísticos únicos que existen en Nicaragua entre ciudades coloniales como León y Granada en comparación con el desarrollo de Managua, nuestra descabezada capital. Siendo profundamente filosóficos nos dan un perfil único y profundo de lo que ha sido nuestro pasado y de lo que debe ser nuestro futuro para autenticar nuestra nacionalidad en esa proyección del espacio físico que constituyen nuestros caseríos, pueblos y ciudades; nuestro verdadero urbanismo. Viniendo de un escritor de la talla de Pablo Antonio Cuadra es fácil para cualquier lector quedarse entretenido en la admirable construcción de las frases y en la sonoridad de cada palabra como cuando describe la casa-árbol como “Un traje vegetal para el sueño y el descanso.” Por este motivo, como arquitecto y prologuista, advierto al lector que la más deliciosa lectura de estos artículos, por lo menos en mi caso, ha sido el esfuerzo de abstraerme de toda la poesía intrínseca contenida en la construcción de sus frases y párrafos y gozar de los conceptos puramente
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arquitectónicos y urbanísticos, las definiciones de la habitación concreta de “este territorio.” Así, nos define las transiciones de la “casa árbol” al rancho “en que vive el 90% de nuestra población rural,” esa casa orgánica de materiales vegetales crecidos por el propio habitante en su entorno natural que luego evoluciona al “mestizaje de la pared de piedra o taquezal con los techos pajizos,” la “casa negra,” oscura que nos impulsa a salir y vivir en la calle. Con la llegada de España se inculca primero la protección del grupo en las fortalezas-iglesias medievales como el Convento de San Francisco y luego aparecen las casas “que son una inconfesa nostalgia de la Andalucía humilde.” No podía faltar el carácter único de lo nicaragüense en todas estas casas, la adaptación al clima y la sobriedad en la expresión y ejecución. Sin faltarle atención a los enseres domésticos entre los cuales destaca el uso de la tijera “una cama casi de beduino, que se cierra de día como la tienda del desierto para la vida/viaje, y la hamaca…” y con su buen ojo de pintor que destaca dentro de la austeridad hogareña de los interiores la brillantez del “biombo,” partición liviana movible cubierta de recortes engomados con almidón de revistas de cine o de candidatos “que forman así un mural alborotado de la fugaz actualidad,” entra de lleno al tema de la cultura que no es otra cosa más que el urbanismo, o sea el conjunto de edificios y los intersticios vacíos —calles, parques, arboledas— que lo conforman. Es aquí donde define “La arquitectura es el arte social por excelencia” que de por sí bastaría para que este conjunto de artículos pasara a ser piedra angular de nuestra literatura arquitectónica nicaragüense. De esta definición se desprende el valor de la arquitectura como la expresión tridimensional más clara y evidente de los valores de una sociedad, su grado de espiritualidad, su modo de pensar, su vida con todos los matices y en todas sus direcciones, su historia. ¿No es eso a lo que vamos cuando viajamos a Roma o a Egipto como turistas para presenciar cara a cara lo que esas arquitecturas nos dicen de quienes las construyeron?
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Además de arquitectura y urbanismo se refiere Pablo Antonio al arquitecto concreto, al autor de las obras, a su modo de distribuir los espacios y de diseñar las formas. En la “Carta a un arquitecto” dedicada a Eduardo Chamorro Coronel, uno de nuestros más prominentes arquitectos, parece acusarnos de no ser capaces de encontrar lo que debe ser la verdadera casa para el nicaragüense de hoy, o más bien de ser vencidos por los tremendos obstáculos de los valores predominantes: El individualismo que exige una expresión totalmente distinta a la del vecino mientras en las casas de León y Granada la exigencia era precisamente lo contrario, compaginar aleros, zaguanes, portales etc… Pero luego recapacita y reconoce que en esa interpretación de la arquitectura como arte social lo que se expresa es precisamente lo que la sociedad estima, su escala de valores. “Ni es falta de competencia o de eficacia profesional en los arquitectos. Hay bellas casas entre nosotros.” Finaliza con un poderoso llamado a la humanización o re-humanización de la arquitectura al recordarnos que todas las medidas provienen del hombre mismo, la pulgada del pulgar, el pie del pie, la vara del bastón, y que las soluciones actuales tienen que ser las del hombre moderno en su quehacer cuotidiano y con toda su angustia. En una forma u otra la preocupación central que yo adivino a través de estos seis artículos es la preocupación del poeta con Managua ya sea explícitamente en “Managua, capital de Nicaragua” o en todos los demás artículos cuando penetra en las cualidades de las ciudades coloniales como León y Granada, la belleza de sus construcciones, la exquisita complejidad urbanística de Granada, la unidad de formas, los contrastes urbanos, los espacios abiertos, la expresión de los valores cívicos y sociales que predominaron en sus respectivos tiempos en contraste con la anarquía arquitectónica y urbanística de Managua. Por el otro lado exalta la belleza del paisaje de Managua conformado como un comal inmenso con el lago al fondo y un panorama de montañas circundantes penetradas por los conos perfectos del Momo-
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tombo y del Momotombito. Es como si Pablo Antonio sintiese por dentro que el futuro de Managua es determinante para el destino de Nicaragua, que al fin y al cabo es lo que a él le importa. Y aun cuando en los escritos se refiere a León y Granada está realmente preocupado por Managua. Así la dimensión histórica de nuestra improvisada capital nos la pinta desde los tiempos de la colonia como la ciudad lineal a lo largo del lago, caserío tras caserío, que servía de filtro a las frecuentes inmigraciones del norte y del sur y su pasado trágico de terremotos devastadores. Con tantas variables, ¿donde estará su futuro?. Y si no logró hacerse durante el siglo XX por las embestidas de los terremotos, las guerras y la escuálida economía, ¿logrará hacerse en el siglo XXI? El último de estos seis ensayos fue su discurso pronunciado el 3 de septiembre de 1993 en la consagración de la nueva Catedral Metropolitana de Managua de la Inmaculada Concepción de María de cuya construcción fui director y coordinador de obra. No puedo olvidar jamás el profundo impacto que viví de ese lirismo desenfrenado que dio significado a las 63 cúpulas como un número bíblico ( 7 × 9 ) y a las cuatro enormes columnas, a propósito exageradas por Legorreta, y en las cuales Pablo Antonio vio simbolizados a los cuatro evangelistas como los cuatro pilares de nuestra Santa Madre Iglesia. Justifico que en su exquisito lirismo haya omitido que la principal función de cada cupulita es ventilar el enorme serpentín creado por todo el conjunto de cúpulas para generar una gran corriente de aire fresco en el primer nivel. Pero bien no es preciso que una buena ventilación se vea con tal que se sienta. Tal como lo comprendió Pablo Antonio Cuadra el arquitecto tiene que ser siempre contemporáneo y como tal debe sentir su época y proyectarla en el mundo tridimensional en que desarrollamos nuestras vidas. Esta riqueza arquitectónica y urbanística de que hoy goza Nicaragua es el patrimonio de siglos y de todos, la gran obra que hoy nos hace lucir ante el mundo como meca histórica y turística en el espléndido paisaje natural que Dios nos ha dado.
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Arquitectura de la inspiración En muchos siglos de prehistoria la casa del habitante de este territorio central del continente fue el nacimiento de la arquitectura bajo la inspiración, o si se quiere, bajo la paternidad del árbol. (El hombre siempre da ese paso original y a veces asombroso de la natura a la cultura. Cuando quiso la velocidad, no aumentó las piernas, sino que inventó la rueda. Cuando quiso guarecerse, estudió la copa del árbol y los dones de la madera y construyó un techo en ángulo y una pared circundante con una puerta. Un traje vegetal para el sueño y el descanso). Y fue tal su éxito que por
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Rancho, río San Juan.
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ese invento pudo iniciarse un tipo de vida estable, que a su vez inventó la agricultura, el vecindario, la sociabilidad. Y es interesante que al llegar a tierras de América el poder de España y su desarrollo arquitectónico, el primer mestizaje de la casa española — e incluso de sus pequeñas iglesias de la nueva religión— fue un mestizaje de la pared de piedra o de taquezal con los techos pajizos. Luego se abre a una nueva etapa. España, precisada por las formas de conquista y de colonización del primer medio siglo, despierta en América modos de vida y de guerra medioevales que parecían superados en la península ibérica; y así vemos en los puntos de avanzada de la colonización en cada país o región, iglesiascastillos, es decir, construcciones espaciosas y fuertes rodeadas de gruesos muros para que sirvieran —en caso de sublevación o guerra— de refugio a la población española y a la indígena ya sometida. Un ejemplo de esa iglesia-castillo es San Francisco de Granada; y posiblemente, entre otras, la Parroquia de León Viejo. Este mismo estilo de resistencia y defensa gótica lo encontramos en el urbanismo: los planos de la ciudad, con su plaza central, sus calles y cuadras alineadas como un batallón, o bien torcidas adrede —como ciertas calles de Granada— para armar en ellas inesperadas sorpresas a cualquier invasor. Con la pacificación comenzó una influencia más directa de la casa de la Baja Andalucía, sobre todo la de los barrios populares, que son una inconfesa nostalgia de la Andalucía humilde. Sin embargo, en Nicaragua, amplió sus espacios, sus patios, sus corredores, sus huertos, añadiendo el toque pintoresco de una población acostumbrada al tránsito y al trato con los que cruzaban el mundo a través de su territorio central y pontifical, sacando a la acera la sala, tertuliando al borde de la calle como si fuéramos hijos de ribereños. Y así era: pero nuestro río era el de la Historia. La tercera etapa de nuestra arquitectura fue paralela, en su evolución, al desarrollo de nuestra lengua. Como nuestra lengua comenzaba a unificarse uniendo palabras españolas con palabras
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de nuestros léxicos indígenas, las ciudades igualmente eran un ajedrez de chozas o casas pajizas (que en Nicaragua llamamos ranchos) y de casas de taquezal o de mezclas de diversos tipos, cuyo plano consistía y aún consiste en una sobria estilización de la casa pobre andaluza, extremeña o castellana, que se fue enriqueciendo con aportes de las arquitecturas mediterráneas, como sucedió en la reconstrucción de Granada después de la destrucción ordenada por el incendiario esclavista William Walker. Pero lo que revela del espíritu nicaragüense su casa, es, en primer lugar, su admirable adaptación al clima; y, luego, su sobriedad. En realidad, esa casa simple pero con cierta imponencia, esa casa bilingüe en su estilo, la casa de teja, la que le da su aire de vecindario y de diálogo al pueblo, esa “Andalucía indígena” como la llamé una vez, es el primero y más popular formato de la casa nicaragüense.
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Casa proletaria, Matagalpa.
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La casa del nicaragüense Observemos la habitación, la casa del nicaragüense. Aparte de lo que podamos decir luego, desde otro punto de vista, sobre nuestro típico rancho o choza de paja —que es la habitación del noventa por cierto de nuestra población campesina— no cabe duda de que su morador actual no intenta agregar a ese funcionalísimo tipo de edificación primitiva ninguna estructura, aditamento o mejora que altere su carácter absolutamente provisional y su concepción ultra-simple de la habitación humana.
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Esquina, Granada.
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Cuando nuestro rancho típico tiene una apariencia más bella y cumple mejor su oficio protector es cuando se edifica con mayor fidelidad al modelo milenario que se inventó en nuestra protohistoria. Su perfección consiste en su simplicidad. Y ese modelo yo lo definiría como el hecho de guarecerse bajo de un árbol traducido arquitecturalmente. Su armazón es de varas y troncos sin labrar —es decir, su esqueleto es arbóreo—; techo de paja o de palmas; paredes de cañas o de palma tejida, o de paja, o de tablas; piso de tierra; muebles esquemáticos (pata de gallina, tapescos); cocina de barro y las tres tradicionales piedras o tenamastes del fogón. Ningún adorno. Es la tienda vegetal de un nómada del trópico. Está hecha con los materiales que se tienen a mano. Nada retiene en él para que el peregrino reanude su marcha. La otra casa proletaria, la de nuestras villas y pueblos, la de nuestros barrios —la casa de teja que dice el pueblo— aunque edificada con materiales más permanentes se presenta con la misma desnudez que el rancho. Sus cuatro paredes son de barro y como raras veces las encalan o pintan y como no tienen cielo raso y el piso es de tierra, ni siquiera ofrece esa libertad pajarera y vegetal del rancho, sino que es una habitación oscura, cavernaria, casa expulsadora, que en vez de acoger y encender el calor familiar del hogar, echa afuera a sus moradores. La tertulia es en la calle, en la acera; el juego es afuera, la familia se dispersa expulsada de su paraíso. Hasta después del terremoto de Managua (1931) en que comenzaron a edificarse en la capital y, por su influencia, en todo el país, otros tipos de casas de origen extranjero, planificadas por arquitectos o copiadas de revistas, la casa urbana del pobre era esa casa de mediagua, de techo de tejas y paredes de lodo, simplísima como estructura, pero además desolada por su morador como si hubiera hecho voto de desnudez, que llamé en un viejo artículo “la casa negra” y que todavía es la habitación de la mayoría de nuestra gente de escasos recursos y aún de personas de
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buena posición económica en el interior de Nicaragua. En Costa Rica, a pocos pasos de nosotros, se encala el piso cuando es de tierra, se pinta el rancho o la casita de madera, se adorna hasta la coquetería el hogar. En cambio el nicaragüense mantiene su casa o su rancho —hablo de la mayoría— en su desnudez estructural. Su cocina son los tres tenamastes paleolíticos. Su silla es el taburete, el cajón, o la pata de gallina: esquemas de silla. Su cama es el tapesco —una cama de anacoreta— , o la tijera —una cama casi de beduino, que se cierra de día como la tienda del desierto para la vida/viaje—, y la hamaca, que vuelve a indicarnos un mueble de transporte, un mueble-mueble y peregrino. Hay una excepción en la desnudez de la casa: el biombo, donde el ojo encuentra —como en un cuadro de pop-art— recortes de periódicos y de revistas, figuras que fueron de actualidad, estrellas de cine o candidatos, pegados con almidón en esas rústicas divisiones de papel o de manta, que forman así un mural alborotado de la fugaz actualidad. Cuando en la casa hay una fiesta o un rezo, el nicaragüense la adorna con papel: banderolas, cintas, festones, papel de la china a color, ornato perecedero y momentáneo. Cultura de papel —como en China— o bien vegetal: hojas de plátano, hojas de colores, palmas que al día siguiente, marchitas, se retiran. Pasando del rancho y de la “casa negra” —cuya simplicidad observamos— a las manifestaciones arquitectónicas ya más elaboradas y permanentes —como son las casas de la clase media y rica, las iglesias y los edificios públicos— encontramos que el nicaragüense acoge de la herencia española el estilo o los estilos de construcción y ornamentación más simples y sobrios entre aquellos que amoldan a su clima y formas de vida. Con frecuencia se oye decir que Nicaragua no tiene tradición arquitectónica. Es verdad que no hemos creado un estilo original de arquitectura, pero sí hemos mostrado nuestro estilo en la asimilación: creando un tipo de casa de sobria personalidad, admirablemente adaptada a
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las condiciones del clima, de la tierra y de la vida nicaragüense y capaz de germinar nuevas formas al variar, con el tiempo, la vida y los materiales de construcción. Buenos ejemplos de ese tipo de casa se nos ofrecen en Granada y en León. No puedo aquí extenderme describiendo la funcionalidad de esta casa de mezclado origen andaluz y mediterráneo. Sólo quiero llamar la atención hacia su sobriedad. En todos aquellos elementos arquitectónicos donde nuestro pueblo hubiera podido expresar tendencia al lujo o a la exuberancia ornamental: en las portadas, molduras, remates, mochetas, capiteles, marcos de ventanas y puertas, arcos, soleras, poyos, etcétera, el nicaragüense usa las líneas más simples, los adornos más sencillos, la elegancia más sobria. En esos elementos la tradición arquitectónica nicaragüense ha sido la menos recargada si se compara con el resto de Hispanoamérica.
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Puerta esquinera, León.
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Esta simplicidad ha sido también la tendencia en su decorado. Carl Bovallius —el arqueólogo sueco— apuntaba extrañado en su libro de viajes por Centroamérica (año de 1881) que las paredes de las casas nicaragüenses —se refiere en concreto a las de Granada— “están generalmente pintadas de blanco, sin tapices, ni ningún esfuerzo de decoración. En muchas partes se encuentran modernos muebles europeos que resaltan contra las paredes desnudas.” Y Paul Lévy, en 1873, anota en su libro sobre Nicaragua: “En la casa nicaragüense se nota una ausencia general de decoración.” Y en otro párrafo observa: “La tendencia general es a la simplicidad.” De los templos podemos decir lo mismo (hablo, naturalmente, de nuestros viejos templos anteriores al cemento armado). Tenemos iglesias que responden a los diversos estímulos —románico, barroco, plateresco, neoclásico, etc.—, que privaron en todos los países hispanoamericanos. Comparando fachadas, interiores y altares, los ejemplares nicaragüenses siempre resultan los más simples en su estilo al lado de los de otros países del continente y de España. Finalmente, quiero terminar estos apuntes sobre “la tendencia a la simplicidad” en nuestras edificaciones con una advertencia: no hay que olvidar que el ejercicio más frecuente de nuestra pobre Patria, desde su fundación, ha sido resucitar de sus cenizas. Nuestra arquitectura es sobria por ancestral tendencia de nuestro pueblo, pero es también la arquitectura del dolor. Hemos sido un país pequeño y poco poblado, devastado por los piratas durante tres siglos, por una casi exhaustiva Guerra Nacional de liberación contra los filibusteros, por las guerras civiles y por terremotos. Hay que contrastar, por ejemplo, lo que dicen los cronistas y viajeros de los primeros siglos, que llamaban a Nicaragua “el Paraíso de Mahoma” (o que alababan “la belleza de las casas de Granada” como Tomás Gage) con lo que narran los viajeros que recorren Nicaragua en el siglo XIX después de la Guerra Nacional. Entonces la sobriedad aparece con un cilicio de ruinas y de destrucción. ¡Entonces la sobriedad ya no se distingue de la miseria!
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Carta a un arquitecto Dedicada a Eduardo Chamorro: que también interroga y busca… Nos preocupa la vida. “Hay que vivir con toda la vida y amar con todo el amor,” decía esa estupenda muchacha —además santa— Teresa de Lissieux. Nos preocupa porque cada día son más las fuerzas desatadas que cercenan posibilidad a nuestro vivir. La vivienda es la cápsula o el capullo de la vivencia. Si la casa no es una forma vital apropiada, el contenido, que se encierra en ella, se deforma. Creo yo que nuestro existir es cada vez más angustioso y bronco porque —en primer lugar— no ha encontrado casa. Ni la casa propia y menos la casa apropiada. No hemos dado todavía con la forma métrica del poema de la vida actual y fallándonos la arquitectura —que es entre las artes el termómetro de una cultura— andamos mal, defectuosos, jorobados de vida. Asegura el refrán: “la caridad entra por casa,” quiere decir: el amor, que es también decir nuestra relación con el mundo y con los demás. ¿Qué pasaba antaño que los pueblos, aún los más humildes, parecían hechos por pintores? La casa del hombre estaba hecha con amor y con amor colocada en el paisaje. ¿Qué pintores —de pipiripado— construyen los barrios de Managua? ¿O el centro? ¿Qué ojo ciego desaprovechó tan integralmente el bellísimo casco geográfico de nuestra capital? Recuerdo un estudio —leído hace mucho tiempo— sobre las ciudades coloniales de América. Las describía estructuradas, co-
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mo el soneto, por un orden y ritmo emanados por la vida comunal de entonces. Su centro irradiante estaba formado por la plaza (vida popular), la Iglesia (vida religiosa), el municipio o el Palacio de Gobierno (vida civil), la escuela o la universidad (enseñanza de la vida) y las arquerías o portales para los mercaderes (vida económica): y en torno a ese grupo cordial —en calles como versos largos— se agrupaban los hogares… Pero cada hogar era, a su vez, la reproducción en pequeño de ese centro cívico vital. El patio, era la Plaza. El oratorio, la Iglesia. La sala, el Municipio. El zaguán reproducía en el trajín doméstico los portales. Los corredores, las calles de la circulación casera. Y el aposento guardaba en su sacra intimidad y ocio, la otra enseñanza que hace posible las formas de la cortesía. No traigo este recuerdo por nostalgia, aunque tendría derecho a tenerla. Es un ejemplo de una vida que supo hospedarse en un tipo de casa hecha para esa vida y nacida de una autenticidad. Es
FIG.5. Vista de León hacia el Volcán Telica desde la azotea de la Catedral, con la Iglesia de La Recolección en segundo plano.
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el ejemplo de una cultura que produjo su casa. La casa era la forma material de un vivir pleno, pero además, lo mismo que su morador humano, estaba en íntima vinculación con la naturaleza donde surgía: tenía alero para el sol y el agua en una extensión caritativa del techo para cubrir al transeúnte. Se defendía del calor, tomaba las dimensiones propias para una tierra de temblores; era alada y protectora para las furiosas lluvias. ¡Aquella dulce condición de los inviernos hogareños… absolutamente perdida en nuestros hogares modernos… donde los aguaceros se convierten —generalmente— en batallas domésticas, inundaciones parciales, muebles estropeados, halar de sillas y mesas, encerrar a los niños, pedir a Dios que termine el reino de Cocijo otra vez dios de la lluvia! ¿Y el calor? Por eso me pregunto: ¿Cuál es, cuál debe ser, la casa de nuestra vida actual? ¿Ha producido nuestra “cultura” su casa? ¿No tenemos casa porque no tenemos realmente cultura propia? Si observamos la mayoría de nuestras edificaciones notamos en ellas que no hemos abandonado del todo la vieja casa nicaragüense pero que tampoco hemos edificado la nueva. En cambio, ya vivimos otra vida. Y para esa vida nueva hemos edificado híbrida y transitoriamente algo inauténtico que no nos sirve, ni para sostenernos en la tradición, ni para afrontar las nuevas estructuraciones de la vida moderna. La mayoría de las casas actuales son solamente destrozos de la casa colonial —la destrozamos con untuosidad usurera. Ezra Pound diría que es la casa hecha (o deshecha) con usura. Nos albergamos en sus destrozos: trozos de corredor, trozos de patio, retazos de aposentos, huevos… ¿Acaso al destrozar una forma de vivienda no se destroza también una vida? Pero el automóvil, la radio, la refrigeración, etc., resultan en cierta manera extravagantes con sus exigencias y sus ruidos y sus nuevos ritos domésticos, en las casas o casuchas donde miles de nicaragüenses, inconscientemente se deforman como caracoles a los que cambiaran su
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caparazón por un tubo de ensayo. Y la Naturaleza, vengativa, entra a la casa. El hogar no es ya un lugar de refugio y descanso, funcional, vital, sino un sitio de combate. Y el hombre va a buscar su paz al club o a la cantina… Hay un problema económico. Cierto. Pero el fondo del problema lo volveremos a encontrar incluso en la gran casa, la casa llena de comodidad y dimensiones. Ni es falta de competencia o de eficacia profesional en los arquitectos. Hay bellas casas entre nosotros. Estupendas mansiones. Muchas de ellas expresan con arte y funcionalidad la hermosa realización abstracta de la buena casa. Otras, con más sentido creador, revelan la búsqueda —que este escrito pretende insinuar— de esa casa propia y apropiada para el nicaragüense de nuestro tiempo, la que debe surgir arrancando de una tradición pero también abandonándola en la medida en que debe ser vivienda de la vida de hoy. ¿Daremos con ella? La cultura auténtica —dice un poderoso pensador— no arraiga en el saber sino en el ser. Yo no dudo del saber de nuestros arquitectos, pero incluso muchos de sus fracasos e inautenticidades vienen de lo sabido y no vivido. ¿Será que interrogamos al “ser”? Pero, ¿cómo encontrarnos a nosotros, en nuestra tierra, en nuestra historia, en nuestra vidas? Difícil responder. Pero hay que plantearse día a día la pregunta. Y recordar que la pulgada (extraída del pulgar), la vara (del bastón), el pie… fueron medidas que los arquitectos tomaron del cuerpo humano. El Hombre era la medida. La equivocación es creer que no lo sigue siendo.
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El arquitecto y la cultura La arquitectura es el arte social por excelencia. Sin embargo, esta definición encierra una paradoja y es la siguiente: en la misma medida en que la arquitectura es expresión, como ningún otro arte, de lo social, la sociedad le impone, como a ningún otro arte, limitaciones. El arquitecto es un creador cuya libertad de invención está restringida por una serie de factores de la misma sociedad. En primer lugar, el dinero. “No todas las sociedades han estado dispuestas a pagar un precio alto por la belleza o por la permanencia,” dice Burchard. “Al igual o peor que otras artes, la arquitectura puede ser tratada a empellones, pisoteada en el mercado del consumo en masa.” En segundo lugar, los moldes del mal gusto, de la rutina, de lo utilitario, de lo copiado, cuando se endurecen formando ambiente, es el arquitecto a quien más le cuesta romperlos. Un autor dice que “la estética de una nación la determina en gran parte el gusto de sus ciudadanos y no el talento de sus artistas.” En tercer lugar, el arquitecto tiene que verle la cara al Poder, que es cosa seria. Es el mismo Burchard quien dice: “Puesto que los edificios de mayor significación social los mandan a hacer principalmente aquellos que ocupan el poder, la arquitectura está más limitada en su capacidad revolucionaria que la pintura o la poesía.” A veces, gobernantes reformadores o revolucionarios son muy conservadores en sus gustos. O viceversa. Por eso “independientemente de su calidad como diseño formal, los edificios civiles son también documentos que divulgan lo que eran los hombres que ocupaban el poder y que mandaron construirlos.”
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Sin embargo, el arquitecto, si se organiza, si forma gremialmente una fuerza de presión dentro de la cultura, puede hacerle frente a esos factores de la sociedad que limitan o rebajan su creación, y tomar la iniciativa. Pero hay algo más, algo más que la libertad personal de crear la propia obra de arte, y es la relación creadora entre el arquitecto y la ciudad. Yo la llamaría la civilidad del arquitecto, su verdadera capacidad civilizadora, o simplemente su humanismo. Para poder explicar y desarrollar mejor esta idea, permítaseme proyectarla sobre la comparación de dos ciudades: Granada y Managua. Granada es una ciudad que renació y cobró su fisonomía actual después de su casi total destrucción. Lo mismo puede decirse de Managua. A Granada la destruyó a fuego el filibustero. A Managua un terremoto. Sin embargo, Granada —según la apreciación del mexicano Manuel González Galván, en su libro Diario del viaje de un estudiante de arte— “es la ciudad de Nicaragua que tiene más unidad urbana en sus volúmenes, composición y material constructivo (…). El conjunto urbano, dentro de su sencillez, es algo único.” El plano de sus calles desigual. “Circulan dulces nostalgias / entre tus calles torcidas,” dice el cantar. Y en esta desigualdad sorprende —como me decía el arquitecto Julio Cardenal— el aprovechamiento de sus irregularidades y la solución que instintivamente le han dado sus moradores al reto FIG.6. Cruz del siglo, Granada.
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de los ángulos desiguales y de las cuchillas en la intersección de las calles. El centro de la ciudad y los edificios de sus calles principales fueron remodelados o construidos por una generación que recibió lecciones de un maestro constructor italiano: lo interesante es cómo esa fusión de lo italiano y de lo colonial hispano dio un producto nuevo, original, mestizo y un sello mediterráneo y tropical que conviene plenamente al contorno granadino y a su destino de ciudad-puerto, de ciudad nostálgica de rutas junto al Gran Lago. Sin embargo, esta gracia edilicia de Granada no es producto de su riqueza de monumentos y edificios. En este aspecto no se puede comparar a León. Como dice González: “Aunque escasa de monumentos muy notables, Granada es un caso de monumentalidad total, es decir, que no vale tanto por obras aisladas cuanto por el conjunto armonioso del todo; no es ciudad de monumentos que deben su gloria al genio creador de uno o varios autores, sino la expresión de la sensibilidad común y anónima de todos los habitantes que en forma unánime manifiestan su gusto y manera de vivir en la similitud repetida de su casa de habitación, lo que constituye, como producto de la unidad social, la tipicidad.” Granada manifiesta, por tanto, una unidad comunal, unidad paternalista si se quiere, pero evidente. Si frente al ejemplo de Granada, analizamos el de Managua, nos encontramos con una ciudad que desarrolla su proceso urbano en términos absolutamente contrarios. Managua está posada sobre un casco, sobre un escenario natural de una belleza extraordinaria pero desaprovechada. Su lindo lago, siento confesarlo, lo convirtió en cloaca. A los maravillosos retos de sus desigualdades y peculiaridades: de su lago, de sus lomas y cerros, de sus lagunas (recuérdese que Managua es quizás la única ciudad de América que posee dos lagunas, como dos fabulosas esmeraldas, dentro de su perímetro urbano), respondió en forma caótica, por no decir despreciativa, y antepuso, al sentido de vivir y al
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aprovechamiento de la belleza, el sentido de lucro de los dueños de solares. En Managua hay edificios, hay casas hermosas —las hay muchas— pero no hay soluciones comunales, ni siquiera el intento de afrontarlas. Los edificios hermosos surgen como inesperados, proclamando su desvinculación egoísta y su soledad en la composición de la ciudad. A sus grandes edificios civiles ni siquiera le ofreció la ciudad la cortesía del espacio. El sentido acogedor de Granada —que es índice de una vivencia comunal, de una convivencia— se ha evaporado en Managua. Al perderse la vivencia vecinal se evapora también la sensibilidad común. La ciudad entonces se incapacita para producir un estilo y se convierte en una caótica aglomeración de gustos individuales dándose la espalda.
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Vista de Managua alrededor de 1969.
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Sin embargo, Managua surgió al iniciarse la profesionalización de la arquitectura. Es la única ciudad de Nicaragua que se ha levantado en la era de la técnica urbanística. Pero, ¿qué pasó?. — Que a su formación precipitada y de aluvión, se unió el prevalecimiento de la mentalidad comercial y su apetito de lucro por sobre todo sentido de comunidad. Los arquitectos hicieron casas, hicieron edificios, no para unos ciudadanos sino para unos clientes. Entre más bellas y lujosas eran las casas más introvertían hacia el egoísmo la razón de ser comunal de la ciudad. Nuestras casas fueron hechas para huir de la ciudad, para desentenderse de ella. En cambio la ciudad ha sido ideada por el hombre de nuestra cultura grecolatina para salirse de casa; o como dice Ortega y Gasset: “La ciudad nuestra nace de un instinto opuesto al doméstico. Se edifica la casa para estar en ella; se funda la ciudad para salir de la casa y reunirse con otros que también han salido de sus casas. En Atenas y en Roma las habitaciones son mero pretexto: el órgano esencial de la ciudad es la plaza, el ágora o el foro (y entre nosotros el parque, el vecindario, la plaza). Un sentimiento de insuficiencia dentro del círculo doméstico, un afán de romper éste, de hacer nuestra vida tangente a otras vidas, de convivencia, de sociabilidad ultra-doméstica, engendra la urbe antigua de nuestra cultura. Por eso, mientras el semita, que ignora propiamente la ciudad, pondera la virtud de la hospitalidad, esto es, el arte de recibir a otro en nuestra casa; la virtud esencial de la urbe es la urbanidad; esto es, el arte de comportarnos fuera de casa en el trato con los ‘otros’. Para decirlo de una vez: el impulso creador de la ciudad grecolatina no fue el hogar, ni el mercado, ni la defensa: fue simplemente un apetito genial de conversación.” Este apetito genial que Ortega llama de conversación, hoy debemos llamarlo de “diálogo.” Managua es una ciudad surgida, contra su historia, sin diálogo. Y el arquitecto moderno tiene que sacarla de su monólogo egoísta y antihistórico para afrontar el gran reto de nuestro tiempo, con la sensibilidad social que nos
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exige el reclamo de las masas urbanas y sus justas demandas de integración a la cultura ciudadana. Esto es lo que anteriormente llamaba sentido humanístico del arquitecto como creador de cultura. Ya no basta la “gramática” de la casa que pedía Frank Lloyd Wright. Hay que afrontar la gramática de la ciudad y esta gramática es social. Ya no es tiempo de cavernas, aunque sean de lujo, sino de solidaridades comunales. Con esto no me refiero a la necesidad de planificación y menos en el sentido errado que suele dársele de hacer esquemas puramente racionales del modo de urbanizar. Me refiero, como pedía Alexander Mitscherlich, a “un nivel de conciencia” en el cual sea posible formar una mentalidad urbanística, una mentalidad que viva al pueblo, su sicología, su medio, su historia, su personalidad y las formas de desarrollarla, y que de ahí arranque su inventiva arquitectónica para hacer la casa social, la casa avecindada, la casa que acoja pero que también se abra al diálogo urbano y contribuya a la fraternidad humana.
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Managua, capital de Nicaragua I
Alrededor del año mil se agita toda Mesoamérica en numerosas y encontradas migraciones. Una alta cultura en desarrollo —con influencias del norte y del sur— entra a la futura Nicaragua y rechaza o incorpora las viejas poblaciones arcaicas que encuentra en su territorio de tal modo que, cuando llegan los españoles, se considera a los hombres y tribus de esta cultura —conocidos como chorotegas, de lengua mangue— “como los señores antiguos y gente natural de estas tierras.” Para Oviedo ellos son “los naturales.” Managua: su principal poblado es una de las ciudades lineales más largas del Continente, una procesión de veinte leguas de casas en las riberas de su hermoso Lago. Oviedo le calcula a esta ciudad de casas y plazas en fila, “como soga al luengo de la laguna,” cuarenta mil habitantes (una Nueva York para aquellas fechas). Los moradores eran hábiles artistas del barro y de la piedra. Sus esculturas apresan una obsesionante dualidad: la figura humana unida o soportando el cuerpo de su alter-ego (generalmente una serpiente, un águila o un felino), mientras ellos mismos son mansos pescadores de sardinas pero sus caciques se glorían de poner, al primer grito de guerra, “diez mil indios de arco y flecha.” Ya desde entonces se perfila la política venidera: en casi todos los conflictos aparecerá, al primer grito, el perturbador militarismo de esos diez mil flecheros. Y un día el horóscopo marcará el signo de la sardina y otro día el de la flecha. ¡Extraño destino!
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Esa larga soga de ciudad está trazada por el Lago y sus dulces olas, pero también es una trinchera que corta el paso a las tribus emigrantes que pasan por el estrecho corredor nicaragüense: a las que vienen del norte hacia el sur con ojos mongoles; y a las que vienen del sur, a veces con ojos polinesios, a veces con ojos chibchas. A unas las empuja la aventura. A las otras (a las que vuelven el rostro hacia atrás) la nostalgia. Y así se crean las civilizaciones… II
Ese paso migratorio marca al hombre de Managua. No será nunca el hombre que se encierra en la caverna, sino más bien un corazón mediterráneo tentado por las lontananzas. Ver pasar al extranjero, detenerlo a flechazos o darle libre tránsito después de ásperos diálogos, siembra una curiosidad que irá en aumento con los siglos, una inquietud de rostro en la ventana, un primitivo cosmopolitismo con su secuela de burla, de engreída superioridad, cuando no de exotismos.
FIG.8.
Huellas de Acahualinca.
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Pero Managua —futuro centro del país— encierra un conflicto mayor. En uno de sus barrios a la orilla del Lago, llamado Acahualinca, los arqueólogos descubrirán unas huellas humanas sobre el fango, endurecido por una inmediata lluvia de ceniza volcánica. Son las huellas de unas tribus que huyen —hace diez mil años— de una erupción. Las más antiguas huellas del hombre en Nicaragua se graban en Managua y dan testimonio de lo que Darío llamó la “armonía áspera”: la imposible armonía de lagos y volcanes. ¿Cuántas veces se habrá repetido esta escena?. El poeta que escribe este tembloroso retrato urbano ha visto, en lo que lleva de vida, morder el polvo dos veces a su ciudad natal: en marzo de 1931 y en diciembre de 1972. Pero un terremoto afecta también a esa torre que crece, que es la biografía del hombre, forzándolo a una especie de vuelta a la infancia. La “Babel del Yo” cae por tierra y se borran en pocos minutos todas sus referencias: sus señas, sus citas, los sitios que sostienen sus recuerdos. Todo se acaba y comienza otra vez en cero. El “lugar,” que es la extensión de nuestra piel —nuestro contorno social— se hace polvo y tiene que ir rehaciendo su nueva fisonomía. Quedas a solas con tu palabra. Sólo con tu palabra… tal vez por eso esta es una tierra de poetas. Lo único que se sostiene en ella es la palabra. La geología nos ha formado entre dos tentaciones: la del poeta, que valora la palabra y es sobrio con ella. Y la del retórico, que la dilapida. Por eso alguien ha dicho que posiblemente el culpable de Rubén Darío es el Momotombo. Y alguien ha replicado: también del Güegüence (un personaje de teatro colonial, dicharachero, burlador y jugador de palabras…) III
Durante los siglos de historia virreinal, la pescadora de sardinas siguió fiel al Lago. Y dice Velásquez de Espinoza —nuestro primer
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geógrafo (1623)— que la ciudad es experta en “xarcia para navíos” y que viven en ella muchos españoles y tienen tambos o ventas de mercaderes “que llaman quebrantagüesos o mercanchifles que venden entre los indios ropa de la tierra y de España, sombreros, cuchillos y otras menudencias.” Pero después de la Independencia se encendieron las pasiones locales y rivalidades entre las dos ciudades principales: León la Metrópoli, y Granada la pretendiente a Capital. León la tradición y Granada la aventura. La rivalidad significó sangrientas guerras civiles, hasta que un gobernante de buen pensamiento político — pero enteramente ignorante de la geología— don Fulgencio Vega, decretó en 1852 que Santiago de Managua (villa elevada a rango de ciudad apenas seis años antes), fuera el fiel de la balanza de nuestros antagonismos como nueva Capital de la República. Mirando Managua desde las sierras que la rodean por el oeste, contemplando la ondulación armoniosa de la península de Chiltepe y, en el fondo del Lago color col, el Momotombo y el Momotombito —logotipos de la ciudad—; recorriendo con la mirada su corona de lagunas (con todos los matices del azul: Tiscapa, Asososca, Xiloá y Apoyeque), no cabe duda que el ojo de don Fulgen-
FIG.9. Vista de Managua hacia el noroeste. A la izquierda, el volcán Momotombo. A la derecha, los cerros de la península de Chiltepe.
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cio Vega es un ojo de pintor. Es el caso de ciudad Capital más bello de América. Pero —¡ay!— aquí el nicaragüense aprendió a conocer “la amenaza oculta de la belleza,” “la traidora apariencia,” como dice el poema: debajo del vasto lago, como debajo de cada maravillosa laguna “el gran caimán dormita.” ¡Toda esa belleza es obra de una naturaleza cuya colosal fuerza creadora no se rige por las medidas humanas!… Managua ha tenido así una historia vacilante entre el Terror y la Utopía. Después de una victoriosa guerra nacional contra un filibustero yanqui —William Walker, que quiso proclamarse “emperador esclavista” como en un drama de O’Neill—, sus primeros 30 años fueron de una increíble democracia progresista: se fundaron Ferrocarriles, Museos, Biblioteca Nacional, Telégrafos, Teléfonos, Educación Pública. Los europeos, siempre eurocéntricos, la llamaron “la Suiza Centroamericana,” una Suiza que se ahogaba en calor, uniformada con severos trajes ingleses. Época de transatlánticos. De tarjetas postales, de granadinos y leoneses educándose en París o Londres, y una hamaca colgada entre dos tiempos: el apresurado del meridiano de Greenwich; y el pausado y tranquilo del indio en cuyo ignoto meridiano se posan los pájaros.
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IV
Pero el proceso de democratización —desarrollado con mentalidad conservadora— no duró más que treinta años. El liberalismo traía en su programa la prisa (que después se llamó revolución) y con la prisa la inflación de las palabras. Las ideas se imponían con rifles. La libertad volvía a exigir la guillotina. A su pecado original geológico, la nueva Metrópoli agregó un pecado capital: le dio la espalda al Lago y comenzó a crecer mirando alucinada el promontorio o cerro que se levanta en su centro: la Loma de Tiscapa. Allí se construyó un cuartel —juez y parte en todos los conflictos políticos— y luego, para completar el paisaje feudal, se edificó a la par la Casa Presidencial. Con tal aquilino hábitat no tardó en desarrollarse una dinastía de dictadores. Zelaya, Chamorro, los 3 Somozas, los 9 Sandinistas. Por eso, cuando el segundo y más devastador terremoto —en 1972— alguien escribió en un resto de una pared este: LAMENTO NÁHUATL
‘Quin oc ca tlamati noyollo’ Hasta ahora lo comprende mi corazón Luché toda la noche (mira mis manos hechas sangre!) Luché toda la noche para salir de la tierra ¡Ay! cuando ya fuera me creí libre miré en el muro la efigie del tirano!
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Un año después, huyendo de las ruinas deprimentes de mi ciudad, me fui a Italia; pero allí, como un Quo Vadis! al cobarde que huía, me salió al paso la voz de Pompeya. Quise evitarla, pero la similitud de las catástrofes me empujó a entrar a la ciudad víctima del Vesubio. En ella, cada calle, como una arqueología de Managua, resucitaba con nobleza romana nuestra destruida pobreza mestiza. Así, haciendo paralelos con los extremos de un vivir que llamamos latino, entré a Puerta Marina, una casa Pompeyana convertida en museo. Pasé vista por multitud de objetos que usaba en su vida diaria el hombre de ese primer siglo de nuestra era y, de pronto, en un rincón, descubrí una presencia angustiosa. Es el cuerpo de un hombre en cuclillas que aprieta desesperadamente a su nariz un pañuelo. La garganta tensa, los ojos desorbitados dicen, sin palabras, que ese hombre murió y sigue muriendo de asfixia. En esa posición lo envolvió la lava. En esa posición lo recuperó la arqueología. No puedo quitar los ojos de su impresionante suplicio y sobre los rasgos desesperados del panadero Plubio Próculo, mi memoria me coloca la fotografía de Braulio Carrillo, un zapatero de Managua, encontrado muerto bajo los escombros en análoga posición, con un trapo apretado a la nariz, asfixiado no por gas letal sino por el polvo. La muerte borra siglos y nombres para entregarnos la “eterna historia” del hombre. Me imagino un diálogo entre Plubio y Braulio: PLUBIO:
Hermano, supongo que al progresar el mundo tú no tuviste mis dificultades. Que no viste llegar con angustia el vencimiento de los pagarés y la figura del tábano cobrador. Ni el descaro del rico ofreciéndote perdonar tu deuda si le dabas a tu hija. Aquí los honestiores te subían el precio del pan y de la vivienda sin importarles tu vida. Aquí los humiliores, los pobres,
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tenemos un refrán: “vale más ser esclavo de rico, que ciudadano libre pobre.” BRAULIO:
Como tus plazos, mis plazos; y como tus tábanos, mis tábanos. También nosotros padecimos especuladores ricos usureros y especuladores pobres socialistas que inventaron la inflación para robar, sin dejar huellas, el salario del trabajador; también entre nosotros vale más ser criado de un coronel que jefe de un taller.
PLUBIO:
¿Y escribiste desesperado en la pared “¡Abajo la tiranía!” y el ojo del espía te vio y te cargaron de grillos en la cárcel?
BRAULIO: Escribí en la pared “¡Muera el Gobierno!” y un oreja me
delató y me llevaron a culatazos a la chirona. PLUBIO: En mi tierra conocimos la República —un nombre hermo-
so— pero se nos llenó de soldados que despojaban de sus tierras a los campesinos. BRAULIO: También nosotros elegimos la República, pero se nos lle-
nó de soldados que devoran nuestro presupuesto y todo delito que cometen es premiado con indultos y amnistías! PLUBIO:
¡Por Júpiter, hermano Braulio! ¡Pues no ha pasado el tiempo!
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COLOFÓN
La ciudad de Braulio —Managua, la hermana de Pompeya— se reconstruyó inventando un desconcertante urbanismo en fuga: toda la población huyó hacia su periferia por miedo al centro como si fuera un cráter. Largas distancias de calles y carreteras, unieron dispersos caseríos y barrios pobres de solemnidad, con barrios de pobreza menos solemne. A mayor riqueza más lejanía. Y así se edificó una ciudad excéntrica y sin sintaxis que debía producir en el país una política aberrante y, por contradicción, centralista. ¿Volverá Managua —la despedazada— a tener centro, a tener corazón, a ser cabeza pensante y no la cabeza parlante ofrecida en la bandeja de plata del lago? Yo nací en ella, me enamora su paisaje. Me entristece su miseria. Y oigo la voz de: BRAULIO:
Hermano Plubio, Roma puede darse el lujo de tener ruinas. Para Roma la ruina es la historia de un imperio. Para Managua la ruina es la impotencia de la miseria. ¡Ruega —hermano Plubio— desde tu asfixia, por un pueblo de poetas que quiere rescatar la dignidad de su pobreza!
Texto escrito a solicitud de la BBC de Londres en mayo de 1994
POST SCRIPTUM
Agosto de 2000 Seis años después. Te parecerá raro, hermano Plubio que, apenas seis años después tenga que hablarte de una Managua completamente distinta que ha sufrido un cambio urbano radical. La Capital de hoy abandonó su viejo —su milenario— amor al Lago, y perdió de pronto su temeroso respeto a la Loma feudal —la Loma de Tiscapa, un volcán cuyo cráter es una laguna— residen-
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cia de sus gobiernos dictatoriales, para expandir su comercio y su actividad económica en la dirección completamente opuesta: subiendo la Loma, bajando por su espalda y congregando todo el movimiento capitalino en una Broadway tropical y loca, en una calle vertical metida en tierra, opuesta a su historia, donde vemos surgir a diario grandes hoteles, bancos, comercios, restaurantes y una gran catedral nueva, la más reciente de América, todo surgiendo a prisa como si los escombros cobraran vida y huyeran de su pasado…
FIG.10. Vista nocturna de Managua desde el antiguo hotel Intercontinental (hoy Crowne Plaza) en dirección norte hacia el lago Xolotlán. A la izquierda del complejo Plaza Inter se aprecia la Avenida Bolívar; a la derecha, la Avenida Roosevelt, que antes del terremoto de 1972 fuera la principal arteria vial y comercial de Managua. A la derecha de la foto, nótese también el Centro de Convenciones Plaza Inter en construcción (foto tomada en 2002).
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Guía de la Catedral más nueva de América PRELUDIO
Escuchas las campanas. El bronce presta su sonido al Ángel de tu Iglesia —al Ángel de Nicaragua— que llama a todos los rescatados por Cristo —a los vivos y a los muertos— para cumplir con una inolvidable recomendación: Haced esto en memoria mía. Para realizar esa recomendación del Amor en su despedida, para participar con la fe en el más sagrado de los misterios del mundo —el acercamiento del hombre a lo Incognoscible, la comunión del hombre con Dios— se levantó este gran templo que signa la frente de un país cristiano. Todos sus materiales y todas sus estructuras son reales pero también son símbolos. Cristo asume el universo: el visible y el invisible. La torre de treinta y seis metros de estatura es cemento y hierro elevando hacia el cielo, como una flecha, la fe del nicaragüense —fe que lo mantiene erguido en la historia y lo hace superar, por el poder de su Esperanza, las abundantes desgracias y catástrofes de la naturaleza. Ese cemento y hierro se vuelven a levantar —por el empeño y el tesón de un obispo, de su clero y su pueblo— después que un terremoto desolador abatió la ciudad y sus templos.
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Pero la torre y su alta estructura también simbolizan al Ángel de nuestra Iglesia, nos recuerda la frase del Apocalipsis: “El que tenga oídos que oiga lo que el espíritu dice a las iglesias.” Nos recuerda también el mandato del Rey a sus mensajeros en el Evangelio: “Sal a los caminos y poblados e impele a cuantos halles.”
FIG.11.
Catedral de Managua.
Las campanas dan sonido a su convocatoria: es el llamado a los cielos y a la tierra: O Oriens, o Rex Gentium, o Enmanuel Ven, Ven Oh pueblo del Señor, oh historia del Señor de la Historia Oh tú que duermes como Lázaro esperando la voz de tu Señor, Y tú, rescatado por la sangre de Cristo Tú que vives en la fe y la esperanza Oye la voz Ven, Ven.
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I LA NAVE
El templo y su más teológica realización: la Catedral fue designada —escribe Robert G. Anderson en su libro Biografía de una Catedral— “como un lugar de cita de Dios con el hombre y de éste con Dios.”
FIG.12.
Nave, catedral de Managua.
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Hemos llegado a este lugar sagrado al que desearon llegar todos los hombres de nuestra historia que meditaron sobre su destino y escucharon alguna vez los profundos anhelos de su espíritu. Desde las primeras manifestaciones del hombre de América lo vemos erigir montículos de piedra, altares, alturas, consagradas pirámides, porque todavía en las sombras de ignorancia religiosa el hombre intuye la existencia de Dios y busca ese lugar de cita con su Creador. Dice San Pablo: “Lo que se puede saber de Dios invisible —su poder eterno y su divinidad— es evidente a la inteligencia, desde la creación del mundo, por sus obras” (Carta a los Romanos, 1 : 20). Muchos de nuestros antepasados indios, como el poeta Netzahualcoyotl o el mítico héroe cultural Quetzalcóatl, se acercaron a la luz de Dios único. Fueron los presagios de la gran conversión. Luego la gesta del Descubrimiento y Encuentro de Dos Mundos —cuestionada por los abusos que la acompañaron, pero de un incalculable valor humano en sus resultados— llegó a nosotros con un signo oceánico. Cristo llegó a América —decía un poeta— andando otra vez sobre las aguas. Y nació una nueva América que se incorporó a la Historia Universal convirtiéndose a la fe en Cristo en una empresa de evangelización continental que no tiene paralelo en la historia de las religiones. El lugar de cita de América con su Dios tuvo así una hermosa apariencia de nave. La Catedral es su más noble e imponente expresión. En ella —la nave de Pedro— navegamos los siglos. Así lo vio Darío: pues va en el barco el Capitán Cervantes y arriba flota el pabellón de Cristo.
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II EL NOMBRE
Pero esta gran nave católica, esta Catedral, es la más nueva de América. Después de los naufragios a que nos ha sometido una geología inestable y trágica, Managua vuelve a construir su arca para cruzar la historia hacia la Eternidad. Como en el evangelio del Lago de Cafarnaún, la nave lleva a Cristo con nosotros y lleva también un nombre grato a Cristo: Catedral Metropolitana de la Purísima Concepción. Es nuestra primera catedral dedicada a “La Purísima”; un templo que brota de las entrañas del fervor popular. III LA BRÚJULA DE LA NAVE
Lo primero que sorprende al mirar en su conjunto el imponente edificio es que nuestra nueva Catedral es una de las pocas en América que no está orientada de Occidente hacia Oriente, sino de Sur a Norte. Desde la más remota antigüedad el hombre dirigía su rostro, al orar, hacia Oriente. La palabra “orientación” nos dice cómo prevalecía la influencia solar en las direcciones humanas. Las primeras comunidades cristianas de Asia —y luego las de todo Occidente— mantuvieron esta tradición porque Oriente señala la tierra patria de Cristo. Pero en la Catedral de Managua, la orientación no la da el astro Rey, ni la geografía, ni la historia, sino el Altar donde Cristo desciende para su cita con el hombre, donde se renueva su sacrificio redentor y se predica su palabra. “El diseño del templo —dice su arquitecto— mantiene desde todos sus ángulos la importancia y la concentración de la atención en el altar.” En la América nueva, Oriente y Occidente se han fusionado y, entre las dos corrientes culturales, Cristo nos da la brújula de la Cruz que marca el Norte. Cristo es nuestro Norte y la tarea de América —correspondiendo a su conversión portentosa y a su bau-
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tismo continental— es evangelizar esas culturas que forman su identidad, devolviendo al hombre la conciencia de su destino trascendente y los valores que constituyen su dignidad de hijo de Dios. IV EL TECHO : UN MONUMENTO A LA UNIDAD
Otra intrigante originalidad que ofrece la nueva Catedral es, en su techumbre, la asamblea barroca de pequeñas cúpulas-linternas escalonadas que contrastan —en un juego o ritmo tropical de curvas— con el predominio de la línea recta y de las formas sobrias y estilizadas del resto del edificio. Es verdad que la cúpula–linterna es un elemento que tiene amplia tradición en las catedrales de América, pero en el techo de la Catedral Metropolitana de Managua, como un múltiplo de los números bíblicos 7 × 9, vemos sesenta y tres cúpulas con linter-
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Techo, catedral de Managua.
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nas que vienen a ser la representación simbólica de todas las Iglesias de la diócesis, en un nuevo concepto de comunidad eclesial, pero con la autoridad sobresaliente de la cúpula central, igual en tamaño pero sobresaliendo en el centro, simbolizando el Obispo como sucesor de los Apóstoles y supremo responsable de la unidad católica de esta Iglesia; unidad que fue —junto con la invención de la Eucaristía— la recomendación más insistente de Cristo antes de su Pasión. “Separados de Mí no podéis hacer nada. El que permanece en Mí y yo en él, ese da mucho fruto.” La Catedral —vista por fuera— es una inmensa estatua de las Iglesias unidas en la solidaridad y hermandad de un solo espíritu y bajo el cayado de un solo pastor. Para la historia, ese monumento de hierro y cemento es también un documento de la gran lucha de este último medio siglo en que Nicaragua vio azotada y probada su unidad católica por la persecución y el exilio, pero fue fiel. V LA PIEDRA ANGULAR
En el espíritu que debe regir la estructura de una Catedral, su exterior debe completar y corresponder al interior. Si afuera vemos una asamblea reunida alrededor de una autoridad que une, adentro, todo el templo nos explica a qué se debe y cuál es la fuente y la causa de esa solidaridad eclesial. En realidad, como dice su mismo arquitecto: “El diseño del interior de la Catedral mantiene la importancia y la concentración de la atención en el altar.” El altar es el motivo y el eje de todo el vasto edificio. Su piedra angular. Dice el arquitecto Legorreta: “La planta cuadrada y las proporciones de distancia entre el altar y los feligreses pretenden dar la solemnidad que una Catedral requiere sin caer en el monumentalismo. Así, pues, se buscó una escala adecuada creando un espacio en que el ser humano se sienta bien, en paz y con alegría ya sea que esté solo, en grupos pequeños o en una multitudinaria celebración. Las ventanas, celosías y colores han sido diseñados y
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escogidos para lograr un ambiente y una iluminación llenos de espiritualidad, humanismo y alegría.” Los colores son los que el pueblo usa en sus fiestas folklóricas. Pero los colores combinan con grandes lienzos de pared y columnas de concreto armado que se han dejado en su acabado y apariencia naturales. Esto lo explica el arquitecto alabando el arte casi escultórico con que el albañil nicaragüense le da su última textura al cemento: “El acabado del concreto armado y su apariencia natural responden no sólo al diseño antisísmico, sino a la imagen de un pueblo valiente, fuerte y religioso, que muestra el valor del
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Altar, catedral de Managua.
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trabajo de las manos humanas y lo prefiere a las tecnologías extranjeras, mostrando el necesario humanismo que hace tanta falta en nuestros tiempos.” Y agrega: “La huella humana y la fuerza nicaragüense está presentes en cada rincón de la catedral.” VI LAS DOS PUERTAS
Sin embargo, para llegar a ese punto clave de la Catedral hay una doble entrada: física y espiritual. Ambas entradas están en el cos-
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Puerta, catedral de Managua.
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tado sur. Y así vemos en el centro la gran puerta de entrada de seis metros de alto que nos ofrece —grabada en relieve— con la mayor simplicidad y majestad, una Cruz, el signo del Gran Rey, el signo que contiene en síntesis todo el credo del cristiano. La Cruz es la puerta y la llave de la puerta. Pero a la derecha, en el mismo costado sur, hay otra puerta por donde se penetra en espíritu y en verdad a la Iglesia de Cristo: es el domo del baptisterio, impresionante por su austeridad. Una gran roca de mármol nicaragüense, con una pequeña pileta cavada y pulida en su cima, recoge el agua para los bautismos. Managua ha caído muchas veces, por la obra de los años o por golpes de la naturaleza, pero es aquí, en este sacramento del agua, que su cristianismo renace y se multiplica de generación en generación. VII EL SANCTA SANCTORUM
Al entrar al templo y pasar la gran puerta de madera, se abre ante nosotros un impresionante espacio de 9.5 metros de alto, 35 de ancho y 45 de largo, apoyado en cuatro columnas centrales que significan los cuatro evangelistas y que tiene una novedosa estructura en cruz. Las cúpulas escalonadas, que miramos desde afuera en sorprendente juego de curvas, se han convertido adentro en 63 linternas de luz solar. El sol se vuelve luz de fe. Con esa luz difuminada, propia para el recogimiento y la oración, vemos y sentimos que todas las líneas y ángulos de ese solemne espacio nos llevan al Norte místico de la Iglesia, que es el Altar. Aunque una de las innovaciones más radicales que trajo el cristianismo fue la de no ligar el culto a determinados lugares —como entonces eran los montes considerados santos, ciertos sitios selváticos o el mismo templo de Jerusalén— en cada Iglesia hay un sitio que es el corazón del culto: el Altar y en el altar el Ara.
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Completa la sacralidad del sitio, el púlpito que es la Cátedra, el lugar de la Palabra, la revelación de la Palabra. La Iglesia Católica —como tesorera de dos testamentos— fundió la idea del altar del Antiguo Testamento como piedra del sacrificio o ara (donde se ofrecían víctimas al Altísimo), con la Mesa de la Cena que reproducía aquella última reunión (donde el Amor en despedida hizo para siempre el milagro de la transubstanciación del pan en el cuerpo de Cristo y del vino en su sangre redentora). Dos mil años de fe se nutren de este Sacramento. En nuestra nueva Catedral, el sacerdote y sus concelebrantes suben tres pequeñas gradas para llegar al Altar —Introibo ab altare Dei, decía el salmo antiguo— y las tres gradas simbolizan la Fe, la Esperanza y la Caridad. El altar es un semicírculo en que se unen las dos ideas: altar y mesa. Mientras a la derecha, un púlpito de líneas nuevas ofrece sitio para la lectura del Evangelio y la predicación de la palabra de vida. Hay otro sitio simétrico a la izquierda para dar avisos eclesiales. Antaño era el sitio de la Epístola y ambos púlpitos evocaban a Pedro y Pablo. Por eso Paul Claudel —el gran poeta católico francés— finalizaba su poema a San Pedro con estos versos: …Pedro es crucificado como un ancla que se hunde /en lo más profundo del abismo y del vértigo Invertida su faz mira al cielo del cual tiene las llaves (Es el reino que se edifica sobre Cephas) Contempla a Dios y la sangre de sus pies, gota a gota, /cae sobre su rostro. Ya Pablo, su hermano, ha terminado. Pablo esta ahí. /Lo ha precedido. Lo ha precedido como la Epístola precede al Evangelio, /pero también lo tiene a su lado Después… sus cuerpos juntos, debajo de una enorme piedra esperan al Creador ¡Dichosa Roma: segunda vez fundada sobre tales fundadores!
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La preeminencia del altar, como en el Calvario, nos muestra a su diestra sobre un sencillo y sobrio pedestal la imagen de María, la Corredentora y patrona de la nueva Catedral. La Purísima. En referencia al Altar, sólo nos resta señalar el hermoso ábside que respalda, cubre y enmarca, este sitio sagrado. Es una cúpula cortada en semicírculo, en cuya base doce sitiales, también en semicírculo —significando a los doce apóstoles— dan asiento a los celebrantes, y a sus diáconos o acólitos durante la celebración de la Santa Misa y de otros oficios litúrgicos. VIII LA CAPILLA DEL SANTÍSIMO
Otras relaciones simbólicas de nuestra Catedral con los puntos cardinales se nos ofrecen en el costado oriental (ángulo norte), en la capilla de la misa diaria —llamada también Capilla del Sacramento o del Santísimo— donde un ventanal de veintiocho celosías triangulares recoge y orienta la luz hacia el Sagrario. Allí también, una gran Cruz de Luz, recortada en la pared del fondo, señala el rumbo y el credo de nuestra Iglesia Católica. “La capilla de la misa diaria —nos dice su arquitecto Ricardo Legorreta— está hecha a una escala, dimensiones e iluminación necesaria para que se logre un ambiente de intimidad en la diaria celebración eucarística.” Otra relación con Oriente es la de los confesionarios —en el silencio de sus arcos— símbolos del arrepentimiento y la penitencia, necesarios para que brille en el hombre el sol de justicia. IX LA SANGRE DE CRISTO
Si nos volvemos al costado oeste —en dirección del Poniente— se nos ofrece una de las partes arquitectónicas más logradas de la Catedral Metropolitana: su capilla de veneración de la Sangre de Cristo.
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Un ancho arco —propio para grandes peregrinaciones— es el pasaje de color rojo, como quien llega al ocaso, que nos introduce a una perfecta cúpula, también roja, tachonada de luces como un cielo estrellado. La cúpula cubre e ilumina la más venerada imagen del pueblo capitalino: el Señor Crucificado que sus devotos llaman con un nombre que es una de las exclamaciones de su fe: ¡la Sangre de Cristo!
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Sangre de Cristo, catedral de Managua.
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Siete gradas redondas sirven de peaña a la Cruz. Es Cristo en la tarde. En su última tarde. X EPÍLOGO EN EL ATRIO
Dice el arquitecto: “La intensa vegetación en el atrio o diamante no sólo da la escala correcta a la construcción, sino que sirve de marco al espacio interior, creando un clima de frescura y representando la magnífica vegetación del país.” Esta idea de llenar de árboles el atrio y de crear un gran palmar en la amplia explanada que lo rodea es novedosa y, en el momento actual del mundo, amenazado en su ecología, es una proclamación cristiana de cómo la filial relación del hombre con Dios produce como natural efecto su armoniosa relación con el hombre y con la naturaleza. Visto desde lejos el gran templo —con su asamblea de cúpulas y su alta torre erguida— luce austero, humano, con la sobriedad del nicaragüense y su religiosidad alegre. Rodeado de árboles y palmeras surge equidistante de una gran rotonda que expresa el movimiento acelerado de la vida ciudadana, y de un volcán con su laguna —el único volcán urbano del mundo— que nos recuerda la peligrosa naturaleza que sirve de escenario a la vida del nicaragüense. Entre la agitación del mundo y la agitación de la tierra, la Catedral levanta confiada su tienda para que los peregrinos de la historia, o como reza la salve: “los desterrados hijos de Eva,” encuentren a su sombra la esperanza, alimenten su caridad y fortalezcan su fe, para llegar victoriosos a la meta. El nuevo templo metropolitano abre un siglo nuevo, un nuevo milenio, y es un reto para la cultura y el arte de las nuevas generaciones. Los nicaragüenses tenemos que seguir agregando belleza a la joven Catedral, porque la Belleza es parte del Reino.
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FIG.17.
Vista interior del campanario, catedral de Managua. De izq. a der.: Fátima, Guadalupe y Socorro. Detrás y abajo de ésta, Miguel. En el ápice de la estructura, Jacobo.
NOTA SOBRE LAS OCHO CAMPANAS
Managua escuchará extrañada de la torre de Catedral, un sonido familiar. Las ocho campanas que convocan al pueblo cristiano y lo acompañan en sus alegrías y en sus dolores, son las mismas de la vieja Catedral destruida por el terremoto de 1972. Damos el nombre, inscripción, tamaño y peso de cada una. Todas fueron fundidas por la compañía Petit y Fritsen, de Aarle-Rixtel, Holanda, y consagradas el 15 de agosto de 1959.
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PRIMERA CAMPANA–TRINIDAD YO ME LLAMO TRINIDAD, EN HONOR DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO. UNI TRINOQUE DOMINO, SIT SEMPITERNA GLORIA. QUI VITAM SINE TERMINO, NOBIS DONET IN PATRIA, AMEN. CONSAGRADA SOLEMNEMENTE POR EL EXCMO. Y REVMO. MONSEÑOR ALEJANDRO GONZÁLEZ Y ROBLETO, ARZOBISPO DE MANAGUA, EN LA FIESTA GLORIOSA DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA, EL
15 DE AGOSTO DE 1959.
Diámetro: 1,230 mm
•
•
Peso: 1,195 kg
Nota: Mi
SEGUNDA CAMPANA–MIGUEL YO ME LLAMO MIGUEL EN HONOR DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL, PATRONO DE MANAGUA, NIC. SANCTE MICHAEL ARCHANGELE DEFENDE NOS IN PROELIO, VENI IN ADJUTORIUM POPULO DEI. CONSAGRADA SOLEMNEMENTE POR EL EXCMO. Y REVMO. MONSEÑOR ALEJANDRO GONZÁLEZ Y ROBLETO, ARZOBISPO DE MANAGUA, EN LA FIESTA GLORIOSA DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EL
15 DE AGOSTO DE 1959.
•
Diámetro: 1,028 mm
•
Peso: 706 kg
Nota: Fa
TERCERA CAMPANA–JACOBO YO ME LLAMO JACOBA
[sic]
EN HONOR DE SANTIAGO APÓSTOL, PATRONO DE ESTA PARROQUIA DE SANTIAGO DE LA CATEDRAL DE MANAGUA. SANCTE JACOBE INTERCEDE PRO NOBIS ANTE TRIBUNAL CHRISTI. CONSAGRADA SOLEMNEMENTE POR EL EXCMO. Y REVMO. MONSEÑOR ALEJANDRO GONZÁLEZ Y ROBLETO, ARZOBISPO DE MANAGUA, EN LA FIESTA GLORIOSA DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EL
15 DE AGOSTO DE 1959.
Diámetro: 914 mm
•
Peso: 500 kg
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Nota: La
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CUARTA CAMPANA–CONCEPCIÓN YO ME LLAMO CONCEPCIÓN EN HONOR DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA. LA MÁS POPULAR DE LAS DEVOCIONES DEL PUEBLO DE NICARAGUA. AVE MARIS STELLA DEI MATER ALMA ATQUE SEMPER VIRGO FELIX CAELI PORTA. CONSAGRADA EL
Diámetro: 684 mm
15 DE AGOSTO DE 1959.
•
•
Peso: 199 kg
Nota: Re
QUINTA CAMPANA–CARMEN YO ME LLAMO CARMEN, EN HONOR DE LA VIRGEN BAJO EL TÍTULO DE NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN. VENERADA EN ESTA PARROQUIA DE SANTIAGO. SALVE VINCLA REIS PROFER LUMEN CAECIS MALA NOSTRA PELLE BONA CUNCTA POSCE. CONSAGRADA EL
Diámetro: 607 mm
15 DE AGOSTO DE 1959.
•
Peso: 141 kg
•
Nota: Mi
SEXTA CAMPANA–SOCORRO YO ME LLAMO SOCORRO, EN HONOR DE LA VIRGEN BAJO EL TÍTULO DE NUESTRA SEÑORA
/DEL PERPETUO SOCORRO, A LA QUE SE RINDE CULTO CONSTANTE EN ESTA PARROQUIA DE SANTIAGO. MONSTRA TE ESSE MATREM SUMAT PER TE PRECES QUI PRO NOBIS NATUS TULIT ESSE TUUS. CONSAGRADA EL
Diámetro: 545 mm
15 DE AGOSTO DE 1959.
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Peso: 103 kg
•
Nota: Fa
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SÉPTIMA CAMPANA–GUADALUPE YO ME LLAMO GUADALUPE, EN HONOR DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE, PATRONA DE LA AMÉRICA LATINA Y MUY VENERADA DEL PUEBLO FIEL. VIRGO SINGULARIS INTER OMNES MITIS NOS CULPIS SALUTIS MITES FAC ET CASTOS. CONSAGRADA EL
Diámetro: 519 mm
15 DE AGOSTO DE 1959.
•
Peso: 87 kg
•
Nota: Sol
OCTAVA CAMPANA–FÁTIMA YO ME LLAMO FÁTIMA, EN HONOR DE NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA, CUYO CULTO PROGRESA CADA DÍA EN ESTA PARROQUIA DE SANTIAGO. VITAM PRAESTA PURAM ITER PARA TUTUM UT VIDENTES JESUM SEMPER COLLAETEMUR. CONSAGRADA EL
Diámetro: 468 mm
15 DE AGOSTO DE 1959.
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Peso: 68 kg
•
Nota: La
Las tres campanas grandes (1, 2 y 3 ) han sido instaladas al voleo para llamar a misa; son totalmente automáticas y activadas desde la sacristía. Las cinco campanas pequeñas (4, 5, 6, 7 y 8 ) tocarán el Ave María a las 6 AM, 12 M y 6 PM. Las campanas 1 y 2 también doblarán toques para difuntos. Las campanas fueron instaladas por Franz Dreher.
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FIG.18. Dibujo isométrico representando la posición de las ocho campanas de la catedral. El tamaño de las campanas está a escala, no así el del marco en que están montadas. Los círculos son parte del mecanismo de balanceo de las tres campanas mayores. El resto de las campanas menores son fijas; cada una cuenta con un badajo externo activado eléctricamente.
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PLÁSTICA
INCURSIONES DE LA MIRADA
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Botticelli: Orfeo se hace pintor Sandro, el enfermizo, que se apartaba de la bulliciosa muchachada florentina para mirar por horas enteras el color de Venus sobre las aguas transeúntes del Arno. Sandro (o Alessandro), el que cargaba, encogiendo los hombros, con el apodo de su alegre abuelo, a quien, por su boca de bebedor le decían Botticello o boca de botella. Botticelli, sí, el solitario amigo del poeta Agnolo Poliziano y del fulminante Savonarola, el confidente de Giuliano de Médicis (a quien asesinaron los políticos). El retratista de la bella Simonetta Cattaneo, la más linda mujer de su siglo (del Quattrocento), de quien toda Florencia, incluso Botticelli, estaba enamorado. Pero Botticelli es el pintor. El Arno que pasa bajo el Puente Viejo —donde el Dante conoció a Beatriz— es para Botticelli un río de nostalgia, de olivos y álamos disueltos, de verdes fluidos donde se refleja el lacrimoso brillo de las estrellas. En ese divino reflejo, que es como el llanto al atardecer, Botticelli mojó sus pinceles y nos dejó las pinturas más hondamente empapadas del espíritu de su tiempo, del espíritu de su ciudad. Botticelli como buen artista que era (y que es, ¿acaso mueren los artistas?) centraría todo lo que hoy nos resulta símbolo y signo de una época, en el simple pero complejísimo hecho de su amor (amor silencioso, platónico, pero en su intensidad casi fabuloso) por Simonetta Cattaneo. Nos diría cómo esta linda jovencita fue electa una vez Reina del Torneo o de las Justas de Primavera, y cómo su aparición en la carroza de los juegos trastornó, enloqueció
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a Florencia. El joven Juliano de Médicis, el futuro mártir de la política, ya no tuvo otro pensamiento que la bella Simonetta; la juventud florentina ya no tendría otro tema para sus serenatas, ni los poetas para sus versos, ni los pintores para sus cuadros. Era —dice Piero Bargellini— la sans par. La sin par (la revivencia de Beatriz, la encarnación de Laura). Y se casó como cualquier doncella florentina y fue fiel y amante esposa del joven Marco Vespuci. Eso no obstaba para que Florencia prosiguiera enamorada. Para que la música llegara a sus ventanas, y su nombre fuera siempre el tema de los cantos y el modelo de los artistas. Hasta que un día, negro para Florencia, la muerte arrebató a la bella Simonetta en plena juventud!
FIG.19.
El nacimiento de Venus, Sandro Botticelli.
¡Nadie es capaz de adivinar lo que el corazón silencioso de un artista guarda en sus abismos! El solitario Sandro Botticelli, aquél que sólo veía y guardaba en silencio lo que veía, ardía en
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callado amor por la bella Simonetta; pero al golpe de la muerte el fuego ya no tuvo contención y se hizo llama y quemó las paredes de su sagrario y consumió todo. El pintor se arrojó contra la muerte, batalló obstinadamente con ella para arrebatarle con sus pinceles el rostro, el cuerpo, las divinas formas que la muerte le robaba. Y ya no hay otra mujer en sus mujeres que Simonetta, reconstruida, recuerdo a recuerdo y detalle a detalle, en cada Madonna, en cada dama, en cada maravilla del más delicado pintor de la feminidad florentina. “Es el Orfeo de esta Eurídice que dejó en llanto a una ciudad entera,” dice Bargellini. Así llegó el momento en que Botticelli-Orfeo ideó el cuadro de su vida, su obra maestra: El nacimiento de Venus. Iba a ser el cuadro revelación de la nueva época, de la nueva edad que se abría, y quien iba a presidir ese cuadro, desnuda, deslumbrante de desnudez, pero intacta, intacta como una estrella intocable y encendida, era la amada muerta, la bella Simonetta. Ella (ya sabemos quién es ella cuando el pincel de Botticelli pinta) es Venus. Surge del mar y está de pie en la flotante concha de nácar, desnuda, —privada d’ogni vestido, ma non del suo pudore— despojada de todo vestido, mas no de su pudor, con una mano tímida sobre los senos y otra cubriendo su sexo con el final de sus largos cabellos, ramo de serpientes mansas que aún no saben su peligroso oficio. A su derecha Céfiro y Clori avivan el viento sobre un Mediterráneo suavemente encrespado y cano, y se supone una primavera de flores visitando el esplendor de la desnudez naciente. A la izquierda, esperando en tierra a la hija del mar, Flora con su ritmo de estaciones, con su danza creciendo y moviéndose desde el pie —la planta— llega a cubrirla con manto mortal. Botticelli ha elevado —sobre un fondo inefable color de lágrima, azul de aves antiguas y fábulas marineras— el rostro de una tristeza jamás conocida. Venus va a llorar. Llora en la humedad de sus ojos como una estrella. Venus es triste. ¿Por qué? “Una época que agoniza crea siempre un sentimiento de tristeza”; pero el nacimiento de Venus es el nacimiento de una época, y no su
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crepúsculo. Sin embargo, ese nacimiento se llama Renacimiento. Y en ese renacer, ¿no hay acaso presupuesta y también, quizás, proyectada una muerte? Botticelli es la expresión más atormentada, pero al mismo tiempo más diáfana y fiel del Renacimiento; y el renacimiento es la puerta de entrada a nuestro tiempo, a nuestra edad. 1974
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Re-visión de Miguel Ángel EN EL V CENTENARIO DE SU NATALICIO:
1475–1975
Escribo sobre Miguel Ángel como pagando un tributo. En mi juventud, a pesar del provincianismo admirativo con que todo hispanoamericano llega a Roma —y sobre todo a esa comarca genial de la historia que es el Renacimiento— Michelangelo se me escapaba, quizás por excesivo, del marco de las cosas que podía ver y gustar. Mi ojo (el ojo del joven es belicosamente exclusivista y parcial) no sólo rechazaba, sino que no veía su genio, salvo en el sentido gigantesco del “genio” de Aladino —el Titán— que en esos días de “nueva Edad Media,” de búsqueda y gusto de raíces e ingenuidades, de apasionado descubrimiento del románico, o —por otro lado— de quemante grequismo, me era antipático. Más que pre-juicios, eran pre-visiones. Superponía sobre el David o sobre el Cristo-Jove de la Sixtina, la “cosa clásica” que ya Rubén y mi Selecta Latinitatis Auctoribus y mis profesores me habían dado hasta reventar. ¡Si hay alguna cosa que uno tiene que aprender es la pintura! Pero a Miguel Ángel no me lo descubrió el estudio, sino la edad. Lo que se llama “el regreso.” En la juventud uno avanza llevándose y nutriéndose únicamente de afinidades. Después uno vuelve a recoger lo que fue dejando en el camino. El corazón, entonces, es más amplio y compartible. Y el ojo ve más porque es más lento y menos posesivo. A Miguel Ángel no lo vi de ida (lo extraño es que vi a Dante, tan cercano a él en tantas cosas), no lo vi,
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como no vi a Goethe, otro monstruo. Pero en cierta ocasión, en una liturgia nocturna especial en la Capilla Sixtina a la que fui invitado hace años, mi ojo vio; mejor dicho, se maravilló de lo que vio: en el vasto cielo de la capilla, cerca del centro —en el fresco de La Creación—, un hombre joven, pálido, todavía sin vida, todavía adherido a la madre tierra, extendía desmayadamente su mano mientras la potencia creadora de Dios se acercaba, en la velocidad de una nube, con el índice extendido para hacer contacto y transmitir la descarga de vida en el índice indolente de Adán. ¿Creación o Resurrección?, me pregunté. Porque el cuerpo está allí en el umbral de la vida, que es también el de la muerte. La Creación —ante ese cuerpo que espera la vida— es una Resurrección anticipada. Me acordé de las esculturas inacabadas de Miguel Ángel en Florencia (algunas inacabadas adrede): la figura humana allí, como aquí, es parte todavía del bloque de mármol —materia— que espera el toque creador. Miguel Ángel convierte
FIG.20.
La Creación, Michelangelo Buonarroti.
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el principio en fin. Como canta T.S. Eliot: “En mi principio está mi fin.” Pero entonces hay que preguntarse: ¿y esa figura, esa poderosa figura creadora, canosa pero llena de energía, no es —por una transposición de imágenes— el artista, el vice-creador?, ¿no es Miguel Ángel realizándose?. Y entonces fue que “vi” su obra, cuando me dije: ¿qué son todas sus pinturas y esculturas, sino una apasionada resurrección o revaloración (llena de fe) del hombre?, ¿cómo podía habérseme escapado la diferencia esencial entre este rescate del cuerpo —que enfatiza tanto su materia, pero que, al mismo tiempo, la enciende con una luz sobrehumana— y el idealismo corporal de los griegos clásicos? Repasé entonces los cuerpos de Miguel Ángel: su David, su Moisés, sus esculturas de La Noche, El Día, La Aurora, del Sepulcro de los Médicis, sus esclavos del Louvre luchando por irrumpir al futuro, su Cristo del Juicio Final de la misma Sixtina, su torrente de cuerpos desnudos (casi siempre sus cuerpos rechazan el traje en una vehemente, sencilla desnudez, que recupera la inocencia)… ¿cómo se me había escapado este arte de la dignidad suprema de la materia humana? Hablo de pintura y de escultura, de la obra del pincel y del cincel, no de una interpretación literaria o teológica de sus obras. Miguel Ángel no descompone ni desmaterializa los cuerpos, como El Greco para espiritualizarlos. Los enciende de plenitud. En Miguel Ángel es inútil buscar esa otra luz, mortal y sutilísima de tan antigua, que enciende la sonrisa de la Gioconda de Leonardo (sonrisa que mezcla mágicamente dulzura y veneno, y que uno sabe que permanecerá en la mujer a través de los siglos, pero no después). El fuego futuro del Miguel Ángel está más allá del Bien y del Mal. Tampoco comienza aquí el drama del Barroco, como han dicho algunos; sino al contrario, el drama termina. En su fin está su principio. Miguel Ángel, como ese dedo creador del Padre, cargado de infinitos e invisibles voltios, construye cuerpos futuros, resucita; su lucha es pintar y esculpir la materia in-mortal.
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En su David, Miguel Ángel se vio obligado por contrato a hacer la figura del vencedor de Goliat al tamaño exacto de una gran bloque de mármol ya adquirido por la Logia de Orcagna. El último golpe del cincel para ultimar el tallado de la cabeza lo dejó en suspenso, para que asomara la piedra en bruto. Había “resucitado” la piedra, pero debía quedar constancia de su mortalidad superada. En su última Pietá (que se admira en la Catedral de Florencia), la Virgen que sostiene el cuerpo de Cristo está voluntariamente inacabada: en parte es todavía mármol, en parte es maternidad viviente. La Virgen Madre parece asumir la representación de la madre-tierra, mientras el cuerpo muerto de Cristo —como el Adán de la Sixtina— parece ya en el umbral de la vida, que es el de la muerte. En el fin está el principio. 1975
FIG.21. David, Michelangelo Buonarroti.
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La pintura de éxtasis de El Greco Quien mejor ha expresado la apasionante dimensión mística de Toledo es Domenikos Theotokopoulos, el pintor cretense llamado El Greco, que encontró en esta ciudad la paleta que hizo posible en pintura la desmaterialización de la materia, o al revés: la pintura de lo sobrenatural. Piénsese en su cuadro El Expolio, en su Cristo rodeado de un bullicio agresivo. “Su túnica roja lo envuelve y realza solitario y eminente como una Hostia de Sangre, y sobre esta túnica se levanta la cabeza más arrobada de divinidad que ha podido concebir un pintor.” Recuérdese su cuadro Pentecostés, donde —según Maurice Barrés— se agrupan “seres vivientes, retorcidos, fundidos, volatizados por las más prodigiosas de las emociones. Y el cuadro es, hecha sensible, la verdad de una religión.” Pero como metáfora de Toledo, como expresión de “lo hispánico” en su última y suprema dimensión, contémplese El entierro del Conde de Orgaz. Así como los admirables mayas se volvieron astrónomos y estrelleros porque, rodeados de altísima selva, sólo podían sus ojos escapar mirando al cielo; así Toledo, entre muros guerreros y eclesiales, y rodeada como dice Ortega y Gasset “de un árido y terrible paisaje tibetano,” la ciudad sólo tiene escape hacia el firmamento. Esa omni-presencia de los sobrenatural en lo natural, ese enlace de lo visible con lo invisible (reto del misterio del artista a través de todas las edades), lo expresó genialmente El Greco en el cuadro del Entierro, una de las maravillas de la pintura universal.
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El Expolio, El Greco.
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Fusionando toledanamente dos estilos en dos planos, representa abajo un grupo de caballeros y de religiosos que entierran a un guerrero. El panel de rostros —como una franja horizontal y cinematográfica de la vida humana—, la expresión de esos rostros, la dignidad y la paz del rostro del muerto, es el más alto logro de la expresión realista. Pero surgiendo de las miradas de esos hombres (y —hasta se pudiera decir— de sus pensamientos) se eleva hacia arriba otro plano de figuras de una vehemencia y de un fuego interno que las hace salirse de sí mismas y moverse en una espiral ascendente de ritmos, que tenemos que llamar angélicos, porque cuerpos y mantos, aires y nubes, están tratados con el más excelso suprarrealismo alcanzado por la pintura. Ahí lo que vemos son espíritus. Pintura de éxtasis. Allí El Greco logra con sus pinceles lo que sólo ha logrado San Juan de la Cruz en poesía. Algunos críticos han incomprendido y repudiado esta aparente contradicción de estilos de los dos planos. Barrés es uno de los que rechaza esa fusión que llama “inconexa.” Es el rechazo del que no conoce la vía. (¿Cuántas veces ha sido rechazado el Cielo en nombre de la tierra y la tierra en nombre del Cielo?). Pero El Greco no sólo ha descubierto en Toledo la técnica pictórica para “ver” y hacernos ver la presencia de lo sobrenatural, sino que, como cristiano, sabe y ejercita la otra técnica para contactar con lo divino, que es la oración. La oración es el camino de penetración a lo sobrenatural. (Y viceversa: “La desintegración de nuestro mundo es la corrupción de un cuerpo muerto que ha perdido su vida de oración,” dice Merton). En este cuadro inmenso lo que liga cielo y tierra es la oración que se abre en las miradas y los labios de los hombres del plano de abajo, y por ella se hacen presentes las visiones encendidas del plano de arriba. Abajo, la fe se hace esperanza junto a la muerte. Arriba, esta esperanza se transforma en resurrección. 1974
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Entierro del Conde de Orgaz, El Greco.
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‘Las Meninas’ de Velázquez Usted, lector, sabe o recuerda cómo Alicia, la del País de las Maravillas, atravesó un espejo y se metió dentro de su mundo mágico. Yo lo invito a una aventura parecida aquí, en el Museo del Prado de Madrid. Observe ese cuadro. Es una de las mejores pinturas del mundo y tiene el fascinante poder artístico de incitar o impeler al espectador a penetrar dentro de ella. La llaman Las Meninas y es la obra cumbre de Diego Velázquez, pintada casi al final de su vida (en 1656 ó 57), reinando Felipe iv. Se ha escrito mucho sobre ella. Se ha dicho que representa la ruptura definitiva con el clasicismo del siglo XVI, que inaugura un mundo nuevo de expresión plástica en el cual podemos encontrar los antecedentes incluso del impresionismo del siglo XIX. Es cierto. Pero Velázquez en este cuadro no sólo “retrata” la luz, sino el aire. Usted recordará cómo producían la perspectiva, con técnicas lineales y ópticas, los pintores renacentistas anteriores a Velázquez. En este cuadro ni siquiera hay ladrillos o enlosado en el piso para lograr linealmente el efecto de alejamiento gradual de fondo. Velázquez usa el aire. Va escalonando o sincopando luces, dándole mayor o menor enfoque a las figuras para lograr esa perspectiva aérea, mágica y vívida, y que desde un principio rompe o borra la frontera entre el espectador y el interior del cuadro. Velázquez inaugura aquí “la relatividad de las formas.” Los cuerpos y las cosas no tienen ya ese valor absoluto, geométrico y compacto, que amaba el Renacimiento; sino otro relativo a su medio, es decir, a las circunstancias de atmósfera y de luz que los envuelven, los forman o deforman.
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Las Meninas, Diego Velázquez.
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Pero, ¿qué es lo que pintó o lo que está pintando Velázquez?. Velázquez nos introduce a una habitación del Palacio Real, en esa habitación nos encontramos con un grupo compuesto por la Infanta Margarita (al centro, con falda de crinolina) y a un lado y otro de ella vemos a dos damitas de la corte, una de las cuales le ofrece agua en una bandeja y ambas le hacen una reverencia palatina. Luego, hacia la derecha, vemos a una enana y a un enanito que pone el pie sobre un perro. Son bufones de la princesa. Luego atrás de los enanos, vemos a dos personajes que conversan, y más atrás a un noble caballero que abre una puerta al fondo. A la izquierda aparece el propio Velázquez pintando un cuadro del cual sólo se ve el reverso del bastidor. Es decir, el grupo de Las Meninas está a la orilla del cuadro, pero no es el cuadro. Y Velázquez, aunque está dentro del cuadro pintando un cuadro, su “otro” verdadero lugar es afuera del cuadro. Velázquez pintó Las Meninas colocado, exactamente, donde estoy yo y donde está usted. Lo primero que pasa ante el cuadro Las Meninas, es que pintor y espectador se identifican. Pero además se identifican, se funden, los dos tiempos: el de Velázquez, que ya pintó el cuadro; y el del espectador, que sigue viendo pintar a Velázquez. Esto significa que Velázquez, como el mágico espejo de Alicia, ha volteado al revés la realidad. Velázquez nos pinta, no un cuadro, sino el pintar de una pintura. La materia de su gran cuadro es el pintar; y esto quiere decir que plantea, dentro de la pintura, la crítica de la pintura, adelantándose así —en la pintura— a lo que haría la novela varios siglos después (ya en nuestro tiempo): que fue convertir en novela el arte mismo de novelar; o la poesía, que desde Hölderlin comienza a hacer poesía de la poesía; o el teatro, que con Pirandello mete al espectador en escena y son los personajes los que buscan un autor. En Las Meninas hay un último personaje invisible, a quien Velázquez está mirando: es el espectador. Soy yo, o usted. Estamos ya dentro del cuadro. 1974
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Henry Moore en la tumba de Agamenón 1
No es cosa fácil a un europeo (podemos juzgarlo por las numerosas tentativas fracasadas de tantos artistas modernos) absorber sin servilismo ese lenguaje formal de la llamada “ingenuidad” primitiva, y expresar —sin “imitación,” sin caer en el disfraz— la participación mística del artista con el objeto de su creación. Comparo a Moore con Picasso en esta comunión inmanente del artista con mundos formales, que no por análogos dejan de ser difícilmente poseídos: tal el “romano” o el “griego arcaico” reasumidos por Picasso; o bien la escultura mexicana y la etrusca, a las que Moore roba su pathos para dar expresión a su sed de renunciamiento y a su anhelo de un nuevo y puro humanismo. En gran parte el secreto del éxito del británico Henry Moore reside en su fidelidad al material con que trabaja. Todas sus formas surgen de la propia entraña de la materia, y a pesar de su variedad —lo que indica su gran poder creador y fantaseador— ellas nacen como un uso del material; con esa obediencia a la naturaleza (que es el mejor modo de vencerla) tan espléndidamente logrado por nuestros artistas aborígenes americanos. De ahí que las piedras de éstos, y lo mismo sucede con las de Moore, parecen brotar y realmente brotan de una correspondencia con el paisaje, con los ritmos vastos del horizonte, y frente a las aristas de unos vientos y bajo el manto de unas lluvias o entre selvas que Moore —como el aduanero Rousseau con las tarjetas postales
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que recibía de Brasil— tuvo que soñar en sueño de americanidad. Y es aquí donde sus figuras, que sueñan un mundo no poseído, nos ofrecen un desasosiego y una sensual tristeza reclinada donde el europeo se delata. ¿Acaso Picasso no deja traslucir, a pesar de su desbordante júbilo creador, una nota intraducible de melancolía —a veces de cólera— en sus Pastorales neo-arcaicas de Antibes, en sus mitologías de frenesí mediterráneo o en sus damas sentadas, venus desgarradoras de un “románico” inestable y casi suicida? 2
Henry Moore es un artista voluntariamente anti-renacentista. Él mismo declaraba que, al estudiar la escultura negra, la arcaica griega, la sumeria, la polinesia, la egipcia (la cual rechazaba por demasiado estilizada y hierática), la etrusca, la americana, etc., quedó “claro imprevistamente de que el ideal realista de la belleza física en arte, nacido en la Grecia del siglo V, era sólo una disgregación de la línea maestra de la cultura mundial; mientras que, por ejemplo, la igualmente europea escultura románica o la primitiva gótica, pertenecían a esa tradición universal.” Pudiera, pues, decirse que para cancelar un tipo de Renacimiento (el Clásico) ha sido necesario emprender otro tipo de renacimiento: el de las formas de libertad o de primitivismo creador de épocas más dramáticas. El hecho es que, tanto Moore como Picasso, si en cierto aspecto han realizado un renacimiento de vivencias artísticas pasadas, lo han hecho porque, precisamente, la autonomía de estas formas primitivas o inauguradoras exigían, para ser continuadas, lo contrario de una actitud renacentista, lo opuesto a cualquier neo-arte; o sea, crear un principio —como en el Principio— y en vez de hacer conforme a los cánones de lo ya hecho (frontera peligrosa de la imitación), participar como artistas en el objeto de su creación, de tal modo que este objeto sea la forma única y la ley misma de lo que el artista ha concebido.
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Henry Moore no posee el dinamismo formal, casi monstruoso, de Picasso. Éste parece capaz de restablecer todas las rutas de la sorpresa artística del hombre. Moore, en cambio, es lento: lento en su tiempo y lento en la rotación de su espacio plástico. Pero es lo más corpóreamente humano que ha podido esculpirse en nuestros días. Yo no comparto la opinión de los que llaman “abstracto” a su arte. Es absurdo pegar esta etiqueta a un arte que jamás se distrae o abstrae, sino que insiste perforadoramente en lo formal hasta lograr calidades humanas súper-concretas. Cuando trata al hombre nos da el sustrato, la médula misma de su corporeidad.
FIG.25.
Figura reclinada, Henry Moore.
El mejor nombre que he encontrado para el ritmo escultórico de Moore, es “óseo.” Da a sus líneas, en la figura humana, el impulso rítmico del hueso (véase, por ejemplo, su Reclining figure en madera de olmo, o bien su estupendo grupo en bronce La Familia,
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ambas de la Buchkoly Gallery de Nueva York). Es como si el ritmo del crecimiento propio de los huesos poseyera o, mejor dicho, invadiera toda la figura humana y le impusiera su sentido plástico medular: esa voluntad de ser estatua que surge desde la intimidad mineral del hombre y petrifica su angelismo, su vuelo, su danza, reclinándolo en la majestuosa inmovilidad del sueño o de la muerte. Es lo concreto venciendo a la misma carne. Lo duro y estrictamente pétreo del hombre, en un crecimiento inteligente y escultórico, para establecer —hacia fuera— su plasticidad. Moore ha dado con lo verdaderamente escultórico del hombre. Su mujer de olmo (su Venus, reclinada por su propia gravedad terrestre) no es esa externa y momentánea victoria de la de Milo, que eterniza la vida hermosa sin contar con la derrota final de toda carne. En Moore la sensualidad palpita tan poderosamente como en el mármol realista del griego, pero hay un drama creciendo y circulando todas las curvas del ritmo de su estatua, y su mujer está muriendo en la misma medida en que está viviendo. Todos los detalles de la realidad que han sido eludidos no hacen otra cosa que colaborar en el misterio. 4
Ya que he puesto de ejemplo la Figura reclinada de Moore, desviaré a mi lector hacia otro misterio de este gran escultor. Siguiendo su obra, etapa por etapa, se advierte que hay una forma que insistentemente y casi de manera obsesionante, solicita la atención creadora del artista. Es esa forma de figura humana reclinada, que una y otra vez brota de su cincel o de su gubia en incontables esculturas. Recordemos, además de la citada, su Figura recostada, en madera de olmo, de la Wakefield Art Gallery, o su terracota de 1946, o su gran piedra de Hopton (1938) de una colección privada en ee.uu., etcétera. Es una insistencia que, a primera vista (y partiendo de su deuda con la escultura mexicana precolombina), pudiera ser interpretada
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como un enamoramiento poético de Moore de los extraordinarios chac-mooles mayas y toltecas, esculturas éstas que yo considero como la más lograda concreción del hombre-terrestre, del hombre como simiente mortal incorporada al ritmo fecundo de la tierra, con el cuerpo recostado en la muerte y la cabeza irguiéndose hacia la vida, en un movimiento telúrico de colinas y valles, de naturaleza total, asumidas por la figura humana como forma protagonista del drama universal de la fecundidad. Sin embargo, entre el chac-mool maya o tolteca y la Figura reclinada de Moore —aunque puede haber un contacto inicial para la sugerencia general de la forma— se aprecian en seguida diferencias emocionales, como quienes partiendo del mismo punto se alejan opuestamente hacia términos distintos. Moore parece perseguir obsesionadamente a un ser inexpresado, a quien siempre sueña, aunque nunca define, caído en tierra y agónicamente sensual, tal una mujer que fuera al mismo tiempo tierra y seno. Madre tierra, o quizás amante-tierra. Hasta allí el chac-mool opera con la inspiración de su vitalidad en reposo. Pero en Moore el concepto primitivo (primordial y directo) se transforma en una dolorosa declinación mortal, en una “decadencia” en cuanto la figura ha caído, no con el hálito resurgente de la semilla, sino con la tristeza del herido o del cansado. Hay algo en sus figuras reclinadas de aquel lamento de Sitwell en su poema “La tumba de Agamenón”: Here lays Agamemnon in a cell beyond, A little room of death behind the solemn dome Not burnt, nor coffined, but laid upon the soil… Aquí yacía Agamenón, en una celda contigua, un pequeño aposento mortuorio detrás de la solemne bóveda; ni incinerado, ni sepultado; acostado en el suelo…
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Una vida que trata de proclamarse (la boca solitaria de la escultura de olmo de la Buchkoly Gallery!), mientras el peso de la materia —gravedad mortal de aquellas esculturas recostadas de las tumbas medioevales que recubren a Europa— se hunde y sufre y pierde su esperanza como casi toda la poesía inglesa de este siglo XX crepuscular.
5 Pero el tropezar con este símbolo no es lo que constituye el misterio de las figuras reclinadas de Moore. Hablábamos de una insistencia fuera de lo normal, en esculpir esta forma humana sdraiata. Y lo extraordinario de tal obsesión es que estaba motivada por una especie de profecía o pre-visión del gran sufrimiento humano de Inglaterra. Al publicar Moore su álbum de dibujos y bocetos que produjo durante la última guerra, la figura reclinada vuelve a manifestarse —pero ya descifrada— en los miles y miles de londinenses que él dibuja, una y otra vez, con desgarrador realismo, echados sobre el suelo en los refugios anti-aéreos y en los dormitorios colectivos y apocalípticos del subway. Aquellas formas que angustiosa y obsesionadamente se le presentaban a Henry Moore como un presentimiento del dolor venidero, no se producían solamente por una simple influencia o inspiración de sus preferencias estéticas, sino por esa virtud sibilina de los poetas y artistas que Platón advierte, la cual, al sumergir al artista en lo medular y telúrico del ritmo humano, lo comunica con todos los otros ritmos profundos y misteriosos del tiempo y del mundo (“los universales” que llamaba Daudet), permitiéndole a Moore auscultar en su misma forma plástica, la futura angustia masiva, multitudinaria, de su pueblo, manifestada en esa postura recostada y expectante y en el mismo ritmo óseo de miles de cuerpos temblorosos de miedo y amargos de sepultura bajo las bombas.
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Ya Stephen Spender agriamente ha grabado tal recuerdo en aquel verso: But on men’s buried lives there falls no light Pero ninguna luz incide en el sepulcro de las vidas de los hombres Y no deja de ser digno de meditación que Moore, en ese álbum de dibujos de la guerra, no haya hecho otra cosa que dibujar a tintas sus propias esculturas anteriores, encajándolas dentro de una realidad que venía a ser como el hospedaje de su pasado, y logrando con sólo esta repetición de su propia inspiración, la reseña más realista que Inglaterra posee de su experiencia guerrera.
FIG.26. Two figures sharing same green blanket, (dos figuras compartiendo la misma frazada verde), Henry Moore.
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El expresionismo picassiano y nuestras cerámicas indígenas Quien haya visto los frescos murales de las iglesias románicas de Europa, no puede dudar que contempla una de las fuentes más poderosas y permanentes de la pintura de Picasso. La colocación de los colores, planos y desunidos; la acentuación del gesto en la figura hasta convertirlo en símbolo; su estructura no naturalista de las proporciones; la tendencia al esquema… En el arte románico —tan abundante en Cataluña— hay todo un arsenal que Picasso usó para precipitar el derrumbe del naturalismo óptico de la tradición renacentista, abriendo a la pintura todas las posibilidades del arte universal, el saqueo de todos los estilos, liberando a la plástica occidental de su voto renacentista de obediencia a la realidad, y transformándola en un sistema de signos y en un lenguaje puramente pictórico. Resulta, sin embargo, que las aventuras expresionistas que sugirieron a Europa el arte románico, ya las había captado y realizado en América el humilde artista chorotega o náhuatl que pintaba sus estupendas obras en la reducida superficie de sus porongas y comales de barro. Por eso la obra de Picasso —sobre todo aquella que explota con su genial inventiva las lecciones del arte románico— admite un paralelo, que pudiera ser riquísimo en analogías y semejanzas, con el arte de nuestros ceramistas indígenas.
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Tómese un jaguar indio o una serpiente emplumada de nuestra cerámica prehispana y obsérvese frente a una figura de Picasso, por ejemplo su Mujer ante el espejo, o su Búho, o Le hibou en cage, o su Femme Assise, o cualquiera de sus cuadros de Antibes (de los años 1946–47); obsérvese, digo, el proceso creador partiendo de la figura natural. El artista chorotega o náhuatl toma de la figura natural del jaguar sus líneas esenciales, las líneas que la cargan de sentido, y esquematizan el animal en un signo. Luego descompone este signo: toma los diversos elementos y los ordena o distribuye conforme un ritmo plástico completamente liberado de la realidad. En la composición —que obedece a sus propias leyes y que se guía por un orden misterioso e imaginativo— el cuadro, el dibujo, es decir, la nueva figura, adquiere una incitación como de adivinanza. El jaguar agazapa su signo esencial detrás de un signo. A veces la simplificación llega al extremo de que sólo aparece el ojo del jaguar, la letra, el signo de su poder: la mirada feroz que resume toda la esencia felina del tigre americano.
FIG.27. Modelos de silueta de jaguar, tipo B. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I, p.139.
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Mujer ante el espejo, Pablo Picasso.
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FIG.29. Motivo estilizado de serpiente emplumada, tipo B. Península de Nicoya, Costa Rica. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I, p.144.
Picasso hace lo mismo en buena parte de sus cuadros. De la mujer, del búho, del gallo que su ojo ve, sólo nos llegan los signos, reorganizados conforme a un nuevo orden misterioso, a veces musical, a veces caótico y subversivo donde las formas nos hablan un poco en clave (como debe hablar todo enamorado) o de una manera metafórica (como debe hablar todo poeta). Samuel K. Lothrop, estudiando nuestra cerámica prehispana y refiriéndose específicamente al motivo de la Serpiente Emplumada, anota, desde otro punto de vista, estas libertades del artista indio. Al iniciar su exposición, dice: “Emprendemos ahora una difícil travesía en la que vamos siguiendo la ruptura de la Serpiente Emplumada en motivos reptilianos estilizados, los cuales, a su vez, dan lugar a motivos geométricos.” En la lámina 50 del libro Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, de Lothrop, vol. 1, el autor da un ejemplo gráfico de ese variadísimo proceso de metamorfosis plástica de la serpiente: sus elementos se distribuyen con arbitraria pero rítmica descomposición, en uno u otro estilo, según la región, o la técnica, o según el artista.
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No es posible evitar el paralelo —en ese paso señalado por Lothrop de lo figurativo a lo geométrico— con el proceso cubista. Véase en la lámina 47 del mismo libro, la Serpiente Emplumada en una cerámica nicoya, y compárese con algunos animales (pájaros sobre todo) de Braque o Picasso de la época cubista. En otros momentos la pintura indígena de nuestras cerámicas, produce en forma gráfica incluso el acto mágico de la transformación de un animal en otro, o de un hombre en animal (licantropía). “De hecho —dice Lothrop—, no sólo los patrones geométricos se fusionan, sino que un animal se sumerge en otro sin más que una leve indicación.” John Berger, el crítico inglés, escribiendo sobre el más famoso cuadro de Picasso, Guernica, nos explica muy bien este desplazamiento metafórico del expresionismo picassiano. Dice:
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Guernica, Pablo Picasso.
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Guernica es, pues, una obra profundamente subjetiva, y de ello deriva precisamente su poder. Picasso no intentó imaginar el suceso real. No hay ninguna ciudad, ni aeroplanos, ni explosión, ninguna referencia a la hora del día, al año, al siglo, o a la región de España donde ocurrió. No hay enemigos a quien acusar. No hay heroísmo. Y sin embargo la obra es una protesta, y esto uno lo advertiría aún cuando nada conociera de su historia. ¿Dónde está la protesta entonces? Está en lo que ha ocurrido a los cuerpos: las manos, las plantas de los pies, la lengua del caballo, los pechos de la madre, los ojos de la cabeza. Lo que les ha ocurrido al ser pintados es el equivalente imaginativo de lo que les ocurrió en cuanto a sensación en la propia carne. Sentimos entonces su dolor con nuestros ojos. Y el dolor es la protesta del cuerpo. Este desplazamiento metafórico ya lo conocía nuestro artista indígena. El artista indio sabía que la descomposición es una composición. Hubiera entendido perfectamente a Jean Cocteau cuando decía: “Una figura mal hecha de Picasso es el producto de innumerables figuras bien hechas que él descompone, altera y rehace en otro ritmo.” 1981
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Poema para Joan Miró El poema para Joan Miró me lo pidió Camilo José Cela para el homenaje que le rindió Mallorca en sus 85 años a este maestro amigo en cuyo corazón siempre jugaba un niño. PAC
Se publicó por primera vez en junio de 1976 en Papeles de Son Armadans, Palma de Mallorca, España.
PERSON THROWING A STONE AT A BIRD
Una muchacha / arroja una piedra a un pájaro. —Hijo mío, ve a traerme la flor del espíritu del color. Y el niño Maya atravesó el amarillo —la región del amanecer— y trajo el polvo de la mariposa. —Hijo mío, ve a traerme al mar oscuro el pájaro del origen del color. Y el niño Náhuatl vio el Sol —en la región del poniente— y le arrancó la pluma de fuego del Quetzal. —Hijo mío, ve a traerme el cielo verde el astro del Sueño del color. Y el niño Chorotega dijo:
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—Oh muchacha del Sur sopla una sílaba, sílbame una piedra estelar. Y juntaron los niños de América los elementos del color y vieron que antes que América existiera existía Joan Miró.
FIG.31.
Devant la lune, Joan Miró.
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José Llorens Artigas Esta prosa poética en homenaje al maravilloso ceramista José Llorens Artigas, compañero de trabajo de Miró y de Picasso, fue escrita en 1948 y sirvió de prólogo a su libro Imágenes del Gres. (De la colección Artistas Nuevos dirigida por Mathías Goeritz, Galerías Palma, Madrid, 1948). Artigas posee la mano adivina que hizo posible el seno, la luna y el ánfora. Toca (desde el dibujo ya toca) el asombro del volumen, palpa su forma y la detiene en el momento justo de su perfección. La cerámica es música palpable. Tierra alzada en pájaro. Por eso el barro, como génesis, gira en su estrella, y por eso pasa el fuego (pero exacto) encendiendo sus secretos prodigios. De tierra insistente, de llamas que encuentran su reposo y de ángeles delicados que regresan a la inquietud, construye Artigas su cerámica de Gres, frágil pero eterna.
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Sin título, José Llorens Artigas.
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Mathías Goeritz el hacedor incesante En 1948 fui a España desde México. Exilado voluntario de mi patria cruzaba años críticos, cuando tuve la fortuna de encontrar un amigo que reverdeció mis tiempos de vanguardia y sus impulsos creadores: un alemán-judío-polaco, huido de Hitler, pintorescultor-arquitecto, amigo de Paul Klee, de Chagall, de Tamayo, de Henry Moore, de Miró, de Artigas, de Picasso, quiero decir, lo que podía desear uno para conversar alrededor de un vaso de vino; solamente que Mathías Goeritz no era muy conversador, pero sí un incesante creador-inventor-buscador de arte y de caminos nuevos para el arte, si entendemos por arte, no sus explotaciones, no el chapuceo y el descuido, como tampoco el ya súpergastado “asustar al burgués” o la pobre rebeldía sin causa, sino la incansable exigencia y la autenticidad. Yo llegaba de México, digo, y el primer puente de amistad lo tendió el arte indígena precolombino. Había dado un recital de poesía náhuatl, maya y quechua en la Universidad de Salamanca —creo que fue la primera vez que se oyó poesía india en este solemne sitio—; Mathías venía de África del Norte, de Tetuán y de Andalucía, donde había estado exilado por tres o cuatro años (muy cerca de las situaciones extremas: el desierto para los ojos y el flamenco para los oídos) y buscaba; buscaba en esos años del primer gran cansancio, cuando las grandes conquistas del arte se habían vuelto lugares comunes, y las sorprendentes creaciones de vanguardia, recetas de refritos. Desnudarse de todo. Volver a empezar.
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Sin título, Mathías Goeritz.
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Nos reuníamos en casa de Benjamín Palencia o de Ángel Ferrant o en la Galería Clan o en la casa de Mathías donde Marianna su mujer —fotógrafa famosa— intervenía con su belleza y su humor chispeante. Ángel Ferrant, hacía entonces estructuras móviles; Artigas, que ya era considerado entonces el más grande ceramista de Europa, se acercaba cada vez más a la absoluta simplicidad; y Mathías, el promotor, en ese momento ya había contactado con la España juvenil y creadora que irrumpía bajo el poder de Franco con empuje indetenible. Lanzó su colección Artistas Nuevos —en bellas y sobrias ediciones que venían a probarnos que Goeritz era también un artista como editor— donde aparecieron Niños de mi Molino, de Palencia, Figuras del Mar, de Ferrant, Los nuevos Prehistóricos, con textos de Carlos Edmundo de Ory, e Imágenes del Gres, de Artigas, presentado por mí. No recuerdo si fue ese mismo año o a principios del 49 que se le ocurrió a Mathías alquilar el Palacio del Marqués de Santillana —en Santillana del Mar, en la provincia de Santander— y nos invitó a una excursión a las cercanas cuevas de Altamira. Las pinturas rupestres fueron para nosotros una revolución. Alguien ha llamado a las cuevas de Altamira, la Capilla Sixtina del arte primitivo. Las oscuras cavernas con sus pinturas murales llenas de movimiento nos llevaban lo mismo a los comienzos del hombre como a las exigencias más presentes del arte moderno, con algo que ahora falta: un temblor de fe, una atmósfera religiosa que estremece. Goeritz en su entusiasmo nos propuso la fundación de la Escuela de Altamira. Ricardo Gullón escribió y lanzó la noticia (el hombre se encuentra consigo mismo, por medio del arte, sin herencias, sin tópicos, en la pre-historia misma, como dice Westerdahl). Y artistas de todas partes se sumaron a esta aurora. Por eso le llamé “reverdecer de la vanguardia.” Recuperar el principio de la aventura: la búsqueda. ¡Nunca dejarse atrapar por el puerto: navegar es necesario, vivere non est necesse!
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Goeritz con su capacidad de convocatoria preparó con el pintor Will Baumeyster la Semana de la Escuela de Arte de Altamira a la que yo no pude asistir. Ofrecí escribir una obra de teatro para presentarse en la cueva. Pensaba en el Bisonte (y en su exorcismo como el Poder). Pero no cumplí. Me regresé a Nicaragua y Nicaragua me revolcó en sus urgencias. Sin embargo, la energía creadora acumulada en Altamira, por obra y aliento de Mathías, me inspiró el Cuaderno No. 5 con el cual reanudé las publicaciones del Taller San Lucas, donde colaboraron José Llorens Artigas con un diseño y Goeritz con un torito flechado y Marianna con las fotos de dos cerámicas, una de Artigas y otra de Picasso. Goeritz fue invitado por la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara y puso proa a México cuando yo me regresaba a Nicaragua. Mantuvimos la amistad a través de libros, recortes de artículos, catálogos de sus exposiciones y cartas. (Las tarjetas de Navidad de Mathías hechas a mano transmitían siempre algo más que el rutinario saludo de Pascua: su alegría, su diafanidad, su inagotable búsqueda de ritmos y formas). Como yo me supuse, México tuvo un inmediato y estimulante impacto en Goeritz. Irrumpe el escultor-arquitecto que el artista llevaba en su pecho: las grandes pirámides de Teotihuacán, los muros toltecas, los templos mayas, las potentes esculturas, le inspiraron una respuesta nueva, de extrema simplicidad y máxima monumentalidad, a su concepción de la Ciudad Nueva. Ya en Guadalajara el misterioso edificio-monumento El Eco fue un manifiesto en cemento de lo que él llamó arquitectura emocional. Luego levantó en Ciudad Satélite de México D.F. las inmensas torres (torres sin causa, torres sin otro oficio que erguirse: el regreso a los volúmenes originales como el obelisco y la pirámide, el poder puro del hombre llenando el espacio), o el trazado, también monumental, de la Ruta de la Amistad, o sus gigantescas serpientes que no se hubieran negado a firmar los escultores nahuas. Desde los muralistas no se había dado una presencia artística tan renovadora
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e inquietante en México. Sin contar su impresionante Centro Comunitario erigido en Jerusalén y que Mathías me hizo conocer por medio de una tarjeta postal. También ilustró entonces una obra del Padre Ángel Martínez. ¡El exigente innovador de la Escuela de Altamira se nos volvió hispanoamericano! Dos veces estuve con él en México: había muerto Marianna, seguía parco en palabras pero efusivo en su amistad, mientras sus proyectos y obras, sus clases en la universidad y sus escritos eran temas de constante polémica. Hace pocos días me llegó un número atrasado de la revista Plural en cuya portada, a grandes letras se leía: HOMENAJE A MATHIAS GOERITZ. Mi conciencia, más sucia que TELCOR en sus relaciones de correspondencia, me dictó una promesa: tengo que escribirle a Mathías, hace rato que no le envío siquiera un saludo. Pero el hermoso homenaje de Plural, organizado por Jaime Labastida, tenía una amarga motivación: Mathías Goeritz había muerto. “El sábado 4 de agosto [de 1990] murió aquí —en la ciudad de México— Mathías Goeritz, un infalible creador de espacios, un hombre que volvió a inventar la luz,” decía Labastida. Fue además de un gran amigo, un hombre lleno de fe. 1991
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Cuevas: un monstruo del dibujo Veníamos huyendo de los muralistas predicadores, cuando nos abrió las puertas del futuro: Tamayo, pura pintura, puro color. Sin embargo, nos faltaba un tramo ancho para sostener “lo nuevo,” y México —el país de las sorpresas plásticas— nos presentó un monstruo: José Luis Cuevas, un monstruo del dibujo. Al comienzo fue como entrar a las cuevas de Altamira del arte gráfico del siglo XX. Una oscuridad y un deslumbre. Lo que veíamos era algo incomprensible, desconcertante, pero profundamente expresivo (un gozo sin fórmula): rayitas, líneas, trazos de lápiz o pluma avanzando a ritmos gráficos jamás presentidos. Era la danza metida de contrabando en el dibujo. Era un comienzo del mundo apareciendo de pronto en la oscuridad de la cueva. Sin embargo (y ese era el motor de nuestro desconcierto) el mundo dibujado por Cuevas no era naciente, sino doliente. Nos dábamos cuenta, a través del alucinante mexicano, de que “nuestro tiempo” gráficamente era un Apocalipsis. Leíamos una muerte; el monstruo perseguía todos nuestros pecados y nos los dibujaba con una tremenda carga de ironía, asco, compasión. (Hay quienes se indignan cuando digo que Cuevas es compasivo. Pero lo es y en grado sumo. No lo voy a probar con palabras: me remito a todas las mujeres que se corren de su lápiz a la tristeza, la mayoría putas). Pero nos faltaba llegar a la cueva más honda de su Altamira, poblada por millares de autorretratos y en el centro de su Guernica autobiográfica: Doble autorretrato con personajes.
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Yo no recuerdo, salvo Rembrandt, un pintor que haya cultivado con tanta misteriosa insistencia el arte del autorretrato. Pero los autorretratos de Cuevas —que tantos ataques de ególatra le han costado— no son narcisismos gráficos, sino el extraordinario testimonio (a través de la multitud fisonómica que todo hombre lleva enmascarando su yo) del tremendo drama que ha sido vivir el siglo XX. Para el ojo de Centro América —pero especialmente para el ojo nicaragüense, testigo desgarradoramente angustiado y doloroso de esa catástrofe— “ver” el mundo, “su” mundo, a través del ojo de Cuevas, es un enriquecimiento impalpable. Sólo pensar en el caudal de palabras limpias que puede inspirar a nuestros poetas el arte gráfico de Cuevas, arrancándole sus máscaras a la retórica, al fariseísmo y a la doblez de este siglo de las dos X, nos alegra como una fiesta. Cuevas es un artista necesario, como demoledor y como creador, para edificar la nueva Ciudad del nuevo Milenio. 1993
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Nuestro arte aborigen Voy a presentar este breve estudio comparativo sobre el carácter peculiar de nuestro arte aborigen —me refiero a los dibujos y pinturas en cerámicas de Chorotegas y Nicaraguas, a su arte rupestre y a la estatuaria en piedra— porque fue al comparar este arte prehispano nicaragüense con el arte Maya de Guatemala y Honduras que tomé conciencia por primera vez de esa voluntad de sobriedad que caracteriza, todavía hoy, a nuestro pueblo. ¿Será solamente herencia indígena esa característica que subsiste y aún marca, como rasgo predominante, las manifestaciones del tipo nicaragüense mestizo? ¿Qué otros ingredientes agregó España —qué parte de España— a ese indio cuyo arte parecía más empeñado en desnudar que en revestir? En la comparación que hemos establecido, es importante señalar de comienzo que el arte aborigen nicaragüense, tanto como el Maya, surgieron en el trópico. Se explica la sobriedad del gran arte mexicano —por ejemplo el de Teotihuacan— en el severo escenario de la altiplanicie. Pero salir ileso de la lujuria del trópico y de la tentación que significó la influencia de ese mismo arte Maya, tan vecino, revela que el rasgo de sobriedad posee en el nicaragüense profundísimas raíces. Tanto el arte Maya como el que floreció en las dos principales culturas prehispanas de Nicaragua, es un arte cifrado, es decir, que expresa su mensaje por medio de símbolos y signos de inteligencia convencional. “Como su fin es crear símbolos —dice Paul Westheim— debe emplear elementos formales que sean expre-
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sión de lo inexpresable, de lo no aprehensible con los sentidos, lo inasible, y recurre a la fórmula, al signo, al signo de virtud mágica.” (La serpiente emplumada, por ejemplo, cifra de la materia y del alma, de los dos reinos del hombre y de su simultáneo y permanente ascenso y descenso; de pájaro que baja a reptil, y de reptil que aspira a trascenderse en pájaro). Pero hay dos métodos para que la forma se haga símbolo: por simplificación o purificación de la realidad, y por recargamiento esoterista de ella. El artista nicaragüense estilizaba sus formas disminuyendo cada vez más sus asociaciones con la realidad. Por un proceso de purificación de las formas naturales llegaba al signo: a lo esencial del objeto. La sobriedad de esas líneas esenciales estimulaba la imaginación, lo sumergía mágicamente en el acto creador del Arte. El artista Maya, por el contrario, aunque a veces estiliza la figura, por cierto que con un dibujo de perfección insuperable, inmediatamente la sumerge u oculta en una proliferación de líneas y ritmos ornamentales, en un goce por el adorno y el juego de la fantasía que acaba escondiendo el mensaje del signo hasta convertirlo en una esotérica adivinanza, en un símbolo encerrado dentro de otro símbolo —metáfora de metáfora— que hace funcionar la imaginación por el método inverso al nicaragüense: éste revela la esencia; el Maya la recubre. “No se atrae la mirada sobre lo esencial —dice Westheim— sino que se la distrae constantemente.” La pasión del arte Maya es la cantidad. La del nicaragüense, la sobriedad. Contrastemos la estatuaria de ambas culturas. E.G. Squier, el descubridor de las grandes estatuas o ídolos de piedra de la isla de Zapatera —la isla sagrada de los Chorotegas, cuyos 160 teocalis, su alta torre piramidal de piedra surgiendo del agua, que describe Bovalius, y sus centenares de estatuas que hemos dejado perderse y destruirse— dice lo siguiente: [Las esculturas monumentales de Zapatera] son más pequeñas que las esculturas de Copán y no tienen su profuso revestimiento orna-
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mental. Éstas [las de Nicaragua] son sencillas, ingenuas y adustas, y aún cuando su acabado no sea intachable, fueron esculpidas con harta desenvoltura y destreza y no se pretendió emperifollarlas…. Sin proponérselo Squier expresó las direcciones opuestas de los dos estilos colectivos. Para apreciar con absoluta claridad este contraste, coloquemos frente a frente la sobria y para mí bellísima Estela de la Serpiente que se conserva (cada vez más erosionada) en la colección del Colegio Centro América de Granada, y cualquiera de las estelas mayas, por ejemplo, la estela h de Copán, de nuestra vecina república de Honduras. La estela nicaragüense es un monolito cuadrangular con un panel en el centro, alargado y enmarcado y con la figura en relieve de una serpiente de enorme y poderosa cabeza con las fauces abiertas y la lengua bífida. La serpiente está en posición erecta y su cuerpo, que parece brotar del interior del panel, está esculpido en dos únicas ondulaciones de admirable ritmo y economía. Todo el sobrio relieve es como una letra —una ‘S’ viperina—, una coma móvil, estilizada, que reduce a su última esencia plástica al reptil. En cambio, la figura humana de la estela H de Copán está prácticamente asomando su rostro entre una selva de ornamentos y arabescos que tejen un verdadero encaje de piedra de alucinante movimiento. No hay lugar del enorme monolito que no esté trabajado con minuciosidad de filigrana y desmesurada fantasía tropical. Sólo en el arte hindú pueden encontrarse esculturas que muestren un “horror al vacío” tan pronunciado como en las estelas mayas. Los dos estilos surgen del trópico. El Maya en la selva sólo cuenta con el espacio celeste: está encerrado entre las paredes verdes de la manigua y sus ojos sólo pueden escapar hacia arriba. Por eso, quizás, el Maya es un astrónomo y su organización social una astronomocracia —el gobierno de los príncipes matemá-
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ticos— cuya ciencia se vuelve su poder y se expresa esotéricamente. El nicaragüense posee siempre ante sus ojos los severos espacios de sus grandes aguas: los Lagos con sus llanuras líquidas imprimen sobriedad en contrapeso a la lujuria del trópico. Los nicaragüenses no se encierran feudalmente. Hay mayor relación entre pueblo y gobierno. Por mucha autoridad que adquieran los caciques, son caudillos —no príncipes— y están más cerca de la vivencia democrática. La más vieja cultura nicaragüense —los Chorotegas— se gobernaba democráticamente por un Consejo de Ancianos. Los más recientes —es decir los Nahuas o Nicaraguas— se gobernaban por la autoridad de un cacique: estaba más reciente en ellos la forma de gobierno propia de un pueblo en peregrinación y en exilio; aún vivían, pudiéramos decir, a la sombra del caudillaje exódico del tipo del de Moisés. Pero volviendo al arte: si comparamos la expresión más lograda de nuestros aborígenes que es la de su cerámica —una de las cerámicas más bellas de América— con la de los Mayas, nos encontramos en la de Nicaragua la misma dirección estilística, cada vez más depurada —pero también cada vez más cargada de fuerza expresionista— hacia la sobriedad. Si tiene razón Samuel Kirkland Lothrop en considerar la Cerámica Luna (cuyo centro irradiante fue Ometepe) como la más reciente en el desarrollo de las formas y estilos de ese arte en Nicaragua, quiere decir que nuestros aborígenes después de verificar frente al Realismo una
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revolución estilística sólo comparable a la de Picasso, estilizando, descomponiendo o geometrizando el modelo animal o el humano —como puede verse en todos los tipos de cerámica chorotega de Nicaragua y Nicoya— todavía avanza un paso más y llega (en la citada Cerámica Luna) a esa pureza elemental casi irónica de Paul Klee, que se remonta a la raíz misma del misterio de lo ideal y que sólo se detiene, en su sutileza, ante lo intemporal. El artista Luna —como Klee— cabalga en la demarcación última de lo figurativo y de lo abstracto. Un mono, una serpiente emplumada, una olla en forma de cabeza humana de la Cerámica Luna, pueden ser expuestos bajo la firma de Paul Klee en cualquier exposición moderna: como en ciertos dibujos y pinturas de la cerámica policromada de Nicoya o en la Nandaime, o en la Managua, etc., encontramos un apasionante paralelo con el arte de Picasso en la descomposición del objeto —en la desfiguración de la figura— para reorganizarla conforme a otro esquema plástico más simple, pero más cargado de intención expresiva. El arte cerámico de los Mayas —como su arte mural— es realista. El Maya es maestro de la obra acabada; el nicaragüense (en otro posible paralelo con Picasso) deja siempre cabos sueltos, inacabados. No se empeña en la conclusión, sino que parte… El Maya permanece. Casi no evoluciona. Su arte es perseverancia. El nicaragüense en su arte aborigen es un peregrino de las formas…
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El proceso de mestizaje de las artesanías
CORTESÍA HELIO GUTIÉRREZ Y CASA DE ANTIGÜEDADES ‘LA BOCONA’
Al estudiar la herencia indígena no podemos en América concebir el pasado como un valor estático. “Lo indio” es un radical activo, aunque con frecuencia nos falta perspicacia para percibirlo porque se nos olvida que fundamentalmente Hispanoamérica es mestiza o, lo que es lo mismo, una cultura múltiple y constituyente.
FIG.36.
Artesanía indígena.
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De igual manera la herencia indígena atraviesa una historia dramática para llegar hasta nosotros y en esa agitada navegación ha perdido y ha ganado, ha sido pirata y ha sido pirateada. Con poco que recorramos nuestro folklore, nos daremos cuenta que en lo más medular del canto de nuestro pueblo, digerido y hecho indio, encontramos elementos de toda Europa, cosas que le gustaron al pueblo y que el pueblo hizo suyas, como Mambrú o el Corrido de Bernal Francés; o bien como en los cuentos de camino donde encontramos aportes españoles y africanos, por ejemplo en los Cuentos de tío Coyote y tío Conejo, “La pasada del tío Tigre” es una fábula africana robada al continente negro y agregada a la saga del más popular de nuestros cuentos. Observando nuestra cerámica y su historia, podemos encontrarnos también con todo un acontecer dramático que nos revela a profundidad las vicisitudes del alma nacional en su proceso y desarrollo. No se puede dudar —y todos los especialistas lo afirman— que la cerámica chorotega prehispana (y en algunas etapas también la náhuatl) de Nicaragua, fue una de las cerámicas más inspiradas en sus figuraciones plásticas y más finas en su técnica. Sin embargo, es fácil de observar una vertical caída en la cerámica nuestra al verificarse el encuentro y el choque de las culturas indias de Nicaragua con la española. ¿Qué sucedió? Que esa obra artesana que alcanzaba con frecuencia inspirados niveles artísticos, estaba ideada, promovida, trabajada y usada, por un culto religioso que despertaba una vivencia religiosa. Entonces, al vencer otra religión —incluso en el fenómeno de una verdadera y sincera conversión— la cerámica perdió altura, vio destruido su mundo inspirador y sólo subsistió para servicio de la utilidad. Fue una conmoción en nuestra parcela de creación artesana de más categoría artística. Sin embargo la semilla estaba allí, todavía fecunda. Se necesitaba asimilar el cambio, transformar la motivación, encontrar el pueblo la gracia perdida de la belleza, y, un día de tantos, un artista anónimo sintió que podía inventar
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o dar salida a un impulso de su alma y fabricó una loza, un jarro, un ánfora, con unos pájaros, con unas flores, con unos dibujos que insensiblemente resucitaban líneas y estilizaciones que parecían perdidas en las oscuras huacas de la arqueología. Es difícil contar la historia de un pueblo. Muchos historiadores creen que con narrar la cosa política ya se despacharon la vida de su pueblo. Pero lo político a veces es lo más superficial de lo que sucede. Muchas veces el cambio profundo se realiza en un movimiento literario que transforma la expresión y renueva el epíteto. Otras veces lo que cambia es la concepción artística del cuerpo humano o la significación del animal o del árbol. El baile y el canto están atados al sentimiento del espacio que va sintiendo y cambiando un pueblo. Pero a veces los cambios mantienen un sello peculiar que todos reconocen. Precisamente la Academia define el concepto o la palabra “artesano” como “el hombre que hace objetos de uso doméstico imprimiéndoles un sello personal a diferencia del obrero fabril.” Ese sello personal es lo que tiene de arte la artesanía. Un toque, algo indefinible, que saca al objeto de su utilidad servil y lo libera y convierte en creación humana. Es el toque de la belleza con un ligero agregado de estilo y de gusto comunal, porque el artista o el artesano que sube esa grada, no sólo pone un sello personal, sino colectivo. Precisamente el elemento fecundante indígena es el principal ingrediente para esa emanación o estilo que marca al objeto con el carácter regional o nacional. En lo que yo he penetrado ese camino, ese proceso de mestizaje de las artesanías —persiguiendo los pájaros mágicos que cantan lo nicaragüense—, después del desigual choque de las culturas, cuando la Conquista, la cultura nicaragüense sufrió una inundación culturizadora hispana. Dichosamente el mestizaje encontró un estilo abierto en el Barroco y fue a través del Barroco que expresamos nuestra primera identidad mestiza. Insensiblemente se metían y proliferaban las herencias indias en todas las manifestaciones de la artesanía y del
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folklore (fijémonos en la flor de corozo que completa con su adorno el portón de piedra de la Casa de los Leones de Granada). No olvidemos que en el teatro popular anónimo fue nuestro pueblo el que creó el primer personaje del teatro hispanoamericano: El Güegüence. Pero El Güegüence sólo era la manifestación viva, a través del teatro y de la música, de una serie de creaciones menores: trajes, sombreros, zapatos, máscaras y, junto a esas creaciones, otras: tinajeros, jícaras, hamacas, porongas, muebles, imágenes; y con esos trastes y contrastes, la palabra se iba haciendo Patria, nutriéndose de tierra y de tiempo, preparando la artesanía de la expresión que es, como en la macetera, la tierra escogida y regada donde nace la alta poesía. Léase como ejemplo de esto que afirmo el poema “Tutecotzimí” de Rubén Darío, y compárense sus descripciones de los animales y pájaros de nuestras montañas y selvas: L’ardilla cuya cola es un plumero, su ojo pequeño brilla sus dientes mueven fruta del árbol productor. O bien: El bribón y oscuro zanate clarinero llamando al compañero con áspero clamor. O el onomatopéyico: El grito de su pito repite el pito-real. Léanse estos versos, digo, y compárense con los dibujos de animales tan maravillosamente estilizados de la cerámica chorotega, y comprenderemos así cómo salta mágicamente la herencia indígena del barro al verso. La herencia india es la procesión por dentro de nuestro dicho
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popular. Un día carga un simple florero, otro día se mece en una hamaca, otro día suena en un son de toros, o bien da un salto al infinito y el genio de Rubén lo sigue, lo atrapa con los dedos y nos dice: El grillo aturde el verde, tupido carrizal. O bien lo recoge en dibujo y en color un artista como Leoncio Sáenz o como Sobalvarro. Quiero decir con estas palabras que hay una escala invisible de ida y vuelta que comunica el arte popular con el arte culto. El folklore, así como es fuente nutricia y raíz que transporta la savia popular al arte y la literatura culta, así también es depósito de obras cultas que el pueblo asimila y acumula colectivizándolas. Lo mismo vemos que la música de El Güegüence es música culta del siglo XVIII, que el pueblo hizo suya por apropiación; como vemos a Beethoven usar la melodía de Mambrú como pie musical de una de sus sinfonías. El pueblo no sabe por qué se apega, por qué coge como propio, por qué se roba una música, o un modo de realizar una obra, o un estilo. Es instintivo en captar algo que le llega y conmueve. En cambio el artista o escritor cultos sí saben calar en el arte y el canto del pueblo ese sello personal y comunal. Y de ese nudo singular y desconcertante, se establece esa doble vía, un patrimonio cultural descendente y un patrimonio cultural ascendente, que cuando funcionan con simultaneidad y fácil comunicación, producen la grandeza creadora de un pueblo. Por eso en otra ocasión he dicho que la existencia de un Rubén Darío corresponde en la cultura a tener en el comercio un puerto como Nueva York, porque a través de Darío atracan en la cultura popular en forma asimilable la belleza y cultura de Grecia, la de Francia, la de España de los viejos siglos, etcétera. Como barcos que llegan al puerto y desembarcan riquezas. Nuestro pueblo posee por Rubén, como un retablo del mejor arte italiano del siglo XII: “Los motivos del lobo.” San Francisco habla en los
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labios del pueblo, como hablan el Cid o Verlaine, y esa suma de valores —el poder convertir en refrán un verso de Darío, por ejemplo— es más que un puerto que nos enriquece, es también un Ministerio de Cultura que eleva los niveles culturales del pueblo. Nosotros heredamos del indio y sus culturas un abundante arte rupestre, una insuperable cerámica, un arsenal de extraordinaria variedad formal de instrumentos musicales de barro; el arte del tejido en pita y en palma (hemos perdido el arte del tejido en algodón); hemos heredado una original estatuaria del alter-ego (del otro-yo); una admirable cocina; y un desarrollado arte teatral. Pero a esos legados, que pueden desarrollarse con escuelas de artesanía, el mestizo ha agregado un riquísimo folklore literario, artístico, artesano, en madera, en cuero, en materiales vegetales. Lo que falta es que la paz nos deje valorar la cultura en un desarrollo en que la economía no olvide la excelencia del espíritu. Todo está relacionado: la belleza sufre mengua cuando se profana la justicia. El arte sufre mengua cuando se profana la libertad. El pueblo enviciado por las armas deja de crear. Por eso, la primera de las artesanías es elaborar la paz. 1993
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El grabado, máquina del tiempo Yo no sé si en todos ejerce el grabado antiguo la fascinación que en mí ejerce. Esos grabados de lugares y paisajes —al revés de la fotografía, tan objetiva— siempre ocultan un protagonista o personaje que está en ellos, aunque no veamos su figura: el dibujante, el ojo del dibujante, el ojo de ese alguien que los mira y nos lo hace mirar con su tiempo, con su historia y con sus propias emociones. Este ojo puede mirar con amor, con cansancio, con ironía, con codicia. Cuando un soldado bucanero o un viajero creyente del Destino Manifiesto nos pinta el Castillo del Río San Juan con una exagerada e impresionante altura, leemos en su dibujo la significación estratégica y el valor heroico que tenía a sus ojos extranjeros y voraces esa defensa geográfica, en su realidad objetiva mucho más chata y humilde. Hay sombras en los dibujos, o toques, o detalles escénicos, que pudieran servirnos de pista de algún romance, dolor, pasión o ambición del artista. El grabado posee, en cierta manera mágica, la máquina del tiempo: al mirar un grabado no sólo conocemos documentalmente cómo era este lugar o aquel sitio hace uno, o dos, o tres siglos; sino que nos hace participar en la escena, nos viste con el traje de la época, y nos jala al escenario convertidos en ayer. Pero ahora lo que quiero que veamos no son esos productos de la imaginación excitada por el arte del grabador, sino la significación y el reto de su arte.
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En nuestra tradición cultural existe un género literario que es el de mayor raigambre americana, el más abundante en obras, el de mayor continuidad a través de los siglos y el más ligado a este arte de la ilustración y del grabado: la crónica, género literario y artístico que nos llega en herencia por las dos fuentes de nuestra cultura mestiza: la española y la india. Los libros de nuestros indios nicaraguas —que Oviedo y Gómara nos dicen que eran de cuero de venado y que se doblaban en forma de acordeón— eran registros y crónicas narrados a través de dibujos o pictografías con un lenguaje gráfico no muy distinto del que usan las modernas tiras cómicas. Por el lado español, la literatura que descubre a América, que registra y hace el inventario de su formidable novedad, es la de los cronistas. Y estos grandes periodistas del Descubrimiento, siguiendo la tradición editorial de las primeras imprentas españolas, acompañan sus prosas de ilustraciones y grabados. Sin embargo, aunque el género literario de la crónica siguió desarrollándose hasta nuestros días (y nuestro mismo Rubén Darío es un gran cronista de sus peregrinaciones), el arte del grabado —que le acompañó tantos años— no corrió igual ventura. La imprenta en Centro América fue y es muy pobre, y, por lo mismo, fueron cada vez más escasos los que se dedicaban a ese arte. Posiblemente se hubiera extinguido para nosotros si no aparecen los viajeros con sus libros y sus ilustraciones. El grabado vuelve otra vez a descubrirnos, pero con ojos extranjeros. Se pudiera escribir la historia del grabado desde ese punto de vista: como el arte de la codicia imperialista. Hay un deseo de posesión en la mayoría de esos dibujos. El siglo XIX es el gran siglo del grabado extranjero sobre Hispanoamérica, y uno de los países más ricos en ese género es nuestra pequeña y codiciada patria, colocada en el cruce y en el tránsito de las principales rutas del Nuevo Mundo. Generalmente los grabados o ilustraciones de los libros de viajeros tenían dos autores: uno, el dibujante que tomaba su apunte
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a lápiz o a tinta frente al paisaje o frente al acontecimiento; y el otro, el grabador, experimentado oficiante del arte del grabado, casi siempre a sueldo de imprentas o editoriales, que grababa las planchas para la impresión en piedra (litografía), en madera (xilografía), o en metal (al agua fuerte, a punta seca, o por otras técnicas). Tenemos pues que, por circunstancias históricas, Nicaragua posee (ya sea por obra propia, ya sea por obra ajena) una rica y valiosa tradición de grabados. No se debe dejar prescribir o morir esa herencia. Desde los indios y desde los hispanos, nos viene de carta el dominio de este arte que puede desarrollarse, ya sea en su línea tradicional de pintura “narrativa” (de pintura cronista), ya sea rompiendo con la tradición espacial renacentista y explorando las miles de posibilidades que ofrecen —aplicadas al grabado— las tendencias plásticas actuales. Tomemos en cuenta este dato: el arte del grabado todavía posee un sustrato folklórico en Nicaragua. Hay todavía una savia popular que intenta florecer en este arte. Lo vemos en los grabados que realiza nuestro pueblo —con las manos más humildes y rústicas— en las jícaras y guacales tallados casi siempre con instrumentos tan toscos como zunchos afilados. Son verdaderas xilografías, algunas de ellas extraordinariamente buenas. Lo vemos también —más cercano a la imprenta— en las ilustraciones trabajadas en tacos de madera que ilustran algunas novenas, las octavillas u hojitas con oraciones o con viejos corridos y, a veces, en algunos pueblos, en programas de fiestas patronales. Cuando fundé el Taller San Lucas (en los años 1942-1951) una de las artes que intentamos promover (y en la cual yo mismo hice, con goce artesano, algunos experimentos) fue ésta del grabado. Recogimos cuanto pudimos de ilustraciones populares, entonces más abundantes que hoy; y la mayor parte de las ilustraciones de los Cuadernos del Taller San Lucas, las hacíamos a mano: en madera, linóleo o metal. Colaboraron en este primer intento de rehabilitar el grabado, nuestro estupendo dibujante y caricaturista Toño López; el historiador e investigador Carlos Molina Argüello;
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el pintor Rafael Mejía Martí (que firmaba Ramem); un grabador popular que descubrimos en Granada, llamado Santaneco; y una admirable grabadora en madera de Managua, Mercedes Isabel Sánchez, que nos ofreció sus servicios por carta y fue la más asidua colaboradora. Al circular los Cuadernos por América, grabadores de otros países como Ballester Peña de Argentina o Francisco Amighetti de Costa Rica, nos enviaron tacos de madera que nosotros reprodujimos.
FIG.37.
Grabado del Taller San Lucas, grabado PAC.
Los Cuadernos, sin respaldo económico alguno, pudieron salir mientras se mantuvo la unión y el entusiasmo de quienes los hacían en forma artesanal y en grupo. Al terminar la revista se perdió el impulso que parecía augurar un florecimiento del arte del grabado. ¿Por qué nosotros, tan necesitados de medios que democraticen el arte, no recurrimos al más eficaz de los medios, que es el grabado? El grabado multiplica, populariza nuestro mensaje; pero al
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multiplicarlo no lo disipa, ni lo erosiona estandarizándolo. El grabado no pierde el sello personal, íntimo, secreto, del artista. Por algo ha sido llamado la “música de cámara de las artes plásticas.” 1975
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Presentación de la pintura nicaragüense La pintura nicaragüense recibe por línea indígena una rica herencia plástica. Se ha dicho de nuestro país que “por la abundancia de sus petroglifos es el centro del arte rupestre de América.” Toda cueva, farallón o roca, fue un buen pretexto para que esas manos antiguas trazaran a cincel relieves o imágenes rupestres de animales de toda especie, máscaras, manos, grupos danzantes, escenas sexuales, hechiceros, víctimas de sacrificios, espirales y astros de extraordinaria simplicidad y perfección. Además de ese arte rupestre, casi obsesivo, las dos culturas superiores que ocupaban el territorio a la llegada de los españoles: chorotegas y nahuas, y antes de ellos los toltecas, produjeron un arte cerámico de excelentes estilos y técnicas: así la cerámica plomiza, la nicoya policromada y la más misteriosa de todas (verdadera cerámica de vanguardia) la cerámica luna, cuyos dibujos de animales y seres míticos, anticipan descomposiciones y sutiles metáforas cercanas a Picasso o a Paul Klee. La conquista apagó la llama religiosa que encendía los hornos de esta pintura sobre barro y el don artístico se refugió anónimo durante siglos en artesanías o a veces en cuadros e imágenes de las iglesias más humildes. Dado que el genio nicaragüense brotó de pronto en el campo literario, se pudo llegar a creer que el don había saltado de buriles y pinceles a la pluma de Rubén. Leyendo las pinturas de animales de Darío en ‘‘Tutecotzimí’’ el salto se hacía patente. Porque el arte pictórico estaba como aletargado. Uno que otro pintor lograba imponer su nombre, pero solitario
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y menor. En los siglos XVIII y XIX los pintores se cuentan con los dedos, sobresaliendo Toribio Jerez, Antonio Sarria, Adolfo León Caldera. La sacudida de Rubén hace brotar fuentes de inquietud creadora, pero literarias. La pintura sigue amodorrada. Todavía el movimiento de vanguardia (en 1929), a pesar de sus manifiestos y apelaciones por un arte nacional, no produjo el esperado y correspondiente movimiento pictórico. Pero sembró la semilla: Rodrigo Peñalba, de esa generación, va a Italia y a España, donde estudia y reside por largos años. A su regreso, nombrado director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, hace brotar con su magisterio la fuente soterrada.
FIG.38.
Motivos indígenas. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I, láminas XLV, XLVII, LXVI.
Peñalba es un artista europeo en su oficio. Disciplinado y exigente. Pero mediterráneo (o nicaragüense) en su capacidad de apertura a todas las tendencias y corrientes. Transmitió tradición sin matar la aventura. Y pronto vio el resultado. De la escuela de Bellas Artes salen, un año tras otro, grupos de jóvenes pintores, en un comienzo todavía desambientados, pero inquietos por los problemas y retos de su propia expresión y de su relación con la rea-
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lidad de su medio. Muchas influencias sin absorber, muchos caminos abandonados apenas iniciados, experimentación, búsquedas. La influencia más cercana, el muralismo mexicano, sirve de zancadilla para que algunos caigan y no vuelvan a levantarse. Otros prosiguen, se afirman y sus propios aciertos sirven de estímulo para que la corriente comience a hallar sus propios cauces en un país totalmente carente de tradiciones pictóricas. Los pioneros son Omar D’León, Fernando Saravia, Caracas, Carrillo. Luego aparece Armando Morales, que inmediatamente impone su categoría. Luego, en la generación llamada del 60, un grupo mayor y de gran calidad da un paso más de concientización y lanza un manifiesto formando el grupo Praxis que ha de reunir, a través de los años, a los pintores más briosos y rebeldes y a los de mayor promesa, salvo excepciones. Leoncio Sáenz, Aróstegui, Guillén, Lugo, Sobalvarro, Urbina, Aranda, Vanegas y un extraordinario pintor, que muere ahogado en la flor de su edad: Silvio Miranda, son los fundadores de Praxis, nuevo almácigo de la pintura nicaragüense. La pintura nicaragüense es contemporánea. Es una pintura cuya tradición está en el futuro. Incluso sus raíces indias tiene que proyectarlas hacia adelante, saltando sobre Picasso, el surrealismo, el expresionismo y demás ‘‘ismos’’ que ya extrajeron sus jugos vitales a las culturas ancestrales. Incluso para la gran explotación arqueológica hecha por la pintura mexicana e hispanoamericana en las anteriores generaciones, la pintura nicaragüense llegó tarde. Su enraizamiento tiene que ser una “aventura metódica” para usar la frase que Reverdi aplicó a Braque. Posiblemente esa sea su etapa actual. Pero en el caso de la pintura nicaragüense, el número, que generalmente no cuenta en arte, en ella se hace interesante. De la nada se ha pasado a una “explosión demográfica,” de tal manera que se hace forzoso evocar los tiempos primitivos del arte rupestre. Ya en los últimos años antes del terremoto, el número de pintores corría parejo con el número de poetas. Después del terre-
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moto, quizá como una reacción creadora contra la pavorosa destrucción, el número de nuevos artistas y de exposiciones se ha multiplicado. La pintura nicaragüense, a pesar de su cortísima trayectoria histórica, ha colocado ya un nombre en la primera línea de la pintura hispanoamericana: Armando Morales, Premio de la Bienal de São Paulo en 1959 y hoy día, junto con Cuevas, Botero y Szyslo, cuyas obras han sido adquiridas por los principales museos de las tres Américas. Morales se inicia con una pintura figurativa donde la influencia de Tamayo ha sido voluntariamente aceptada para devolverla con un sello de pureza en sus texturas y planos, como pasada por los mejores filtros del cubismo sintético. Otras afinidades enriquecen luego su segundo paso: posiblemente Matisse, Paul Klee y el reto de Tàpies son sus puntos de partida para dar el salto. Morales encuentra su propio estilo y todo lo que resta de entonces en adelante es seguir profundizando y dominando el territorio descubierto. “Mi estilo, dice Morales, es figurativo y representativo. Pinto en metáforas.” Pero la palabra metáfora sólo quedará explicada en el contexto de su pintura captando el arte mágico con que borra, con ascetismo implacable, todo dato accesorio, toda referencia fácil, hasta que la metáfora queda sola, plásticamente desvinculada o casi desvinculada del objeto, pero haciendo un alucinante llamado hacia el misterio. Con frecuencia se ha llegado a clasificar su pintura como abstracta, pero es por el desconcierto del crítico ante el crimen sin huellas; aun en sus cuadros más castos en color y formas, su pintura, además de hablar por sí misma, representa. Su última etapa, iniciada alrededor del año 1968, sorprendió a la crítica por un regreso, desde el ascetismo, al júbilo de las formas. La figura humana pasa a ser protagonista de su plástica con una sensualidad avasalladora, junto con ciertos objetos ateridos por la nostalgia de la muerte, o bien, para contraste y riqueza de sus registros emocionales, junto a frutos o texturas vegetales, que contagian la carne femenina, ya de
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su razón ya de su cansancio y melancolía. En esta última etapa Morales, una vez más se sale del trillo y de la corriente, negándose a todo molde. Alfonso de Neuvillante lo coloca, por eso, en las filas de “los grandes creadores solitarios y singulares de la plástica latinoamericana.” Prestigio internacional comienzan a adquirir también: Rolando Castellón, Premio de la Bienal Centroamericana de 1971. La pintura de Castellón fusiona, con gran sobriedad de medios pero riquísima imaginación, las motivaciones oníricas del surrealismo y las ancestrales imágenes del arte indígena. Dino Aranda, del grupo Praxis. Su pintura pudiera ser definida como un dramático realismo mágico. Impactan sus dolorosas evocaciones de guerrilleros muertos, sus tierras ásperas, no paisajes, sino geología inhóspita y mortal. Es una pintura de protesta. Alejandro Aróstegui, quien completó su formación en Europa y Estados Unidos, ha colocado su pintura en la línea de Dahmen, enfatizando su expresionismo con la incorporación al lienzo de objetos deteriorados de la civilización de consumo. Sus collages logran revelar la esencia grotesca de una vida falsa y trágica. El protagonista permanente de la pintura de Aróstegui es el tiempo. Asilia Guillén es un caso único. A los 63 años el poeta y pintor Enrique Fernández Morales le descubre que sus bordados son verdaderas creaciones de arte —el arte ingenuo de un ojo enamorado de la naturaleza— y la convence que deje la aguja por el pincel. Llega con mucha vergüenza a la escuela de Bellas Artes y después de las clases de Peñalba, se lanza a la pintura. Su primera exposición es una grata sorpresa. Sus islas, escenas lacustres, ríos de pie, o sus cuadros históricos parecen el rescate de la alegría primordial. Pronto su fama trasciende y es invitada por la OEA a Washington, donde la exposición de sus obras tiene un éxito completo. Desgraciadamente murió cuando sus cuadros eran solicitados desde el exterior en una demanda que la anciana pintora apenas podía satisfacer. Fue la abuela Moses de la pintura nicaragüense.
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Fiesta en Diriamba, Leoncio Sáenz.
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Leoncio Sáenz, sin duda el más original dibujante nicaragüense y uno de nuestros pocos muralistas. Sus murales son también dibujos, grandes dibujos de una serenidad geométrica cuyas raíces habría que buscarlas en ciertas culturas de Mesoamérica. Omar D’León, versátil, variado, de un rico lirismo cromático. Leonel Vanegas, pintor de un expresionismo sobrio, seco, antipoético, ha incursionado en el campo abstracto y en el figurativo con igual patetismo desmitificador. Y la lista sigue, no por numerosa adocenada, sino marcando una rica variedad de originalidades en proceso de plena afirmación. Así, Róger Pérez de la Rocha, Bernard Dreyfus, Orlando Sobalvarro, Genaro Lugo, Luis Urbina, Mauricio Pierson, Leonel Cerrato, Alejandro Canales, Efrén Medina, Julio Quintero, Alfonso Ximénez, etc. En sus pinturas se inscriben y entrecruzan la mayor parte de las tendencias pictóricas de la América actual. Todos son todavía jóvenes. No sabemos si alguno de ellos o de los que vienen detrás pidiendo relevo, será capaz de levantar por sí mismo el estandarte de una revolución creadora como lo hizo Rubén en poesía, pero sí, ya es un signo su enjambre fabricando belleza entre los escombros. 1974
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Notas sobre artistas nicaragüenses del siglo XX PEÑALBA , PIONERO DE LA PINTURA NICARAGÜENSE
Cuando en 1928–1929 nos tocó encabezar en Nicaragua (con José Coronel Urtecho, Luis Alberto Cabrales, Joaquín Pasos y otros escritores y poetas) el movimiento literario llamado de “Vanguardia,” siempre anhelamos ser correspondidos en las otras artes, sobre todo en la pintura. Pero sólo brotes aislados y sin consistencia respondieron. Ya existía entonces quien debía levantar esa bandera, pero aún estudiaba en Europa y habían de pasar muchos años para que, a su regreso a la patria, promoviera la inquietud creadora y renovadora de un grupo de jóvenes pintores “cuyos nombres debemos retener —según el poeta español y crítico de arte Luis Felipe Vivanco— por lo que pueden llegar a significar, desde un rincón del istmo, en la evolución del arte hispanoamericano.” Ese pionero de la pintura nicaragüense se llama Rodrigo Peñalba. Peñalba estudió fundamentalmente en Italia, aunque también absorbió lo que necesitaba de Francia, España y México. Regresó a Nicaragua después de haber triunfado con sus exposiciones en Nueva York, donde los críticos pudieron contemplar y elogiar el primer esbozo de un manifiesto plástico del arte nicaragüense. El joven pintor se había casado en Italia. Este hecho biográfico venía a ser como el símbolo de su obra. Porque lo más interesante del arte de Peñalba es el mestizaje que ha realizado en su pin-
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tura, uniendo —como contemporáneo— la reposada y clara maestría de Italia al ya mestizo dramatismo barroco hispano indígena. La obra de Peñalba es el fruto de una lucha interesante y vital entre dos factores medularmente nicaragüenses (fácilmente apreciables en la poesía de Rubén Darío): la aventura y el orden. O sea la lucha de dos mediterráneos: el clásico latino, y el doloroso y germinal de nuestro Nuevo Mundo. Con sus inquietudes y afanosos ojos —colocados en un rostro netamente español— Rodrigo Peñalba persigue la difícil estrella del mito de Quetzalcóatl, que es el mito básico de nuestra cultura mediterránea: la del hombre que “trae” la cultura de “afuera” (la cultura que viene del mar) y que la siembra en tierra y la hace dar frutos nuevos en tierra nueva, en un mestizaje incesante y dramático lleno de nostalgia, de viajes y de trágicos antagonismos, entre el visceral llamado de la tierra y el aventurero llamado del mar. Bautizado con el sabor de esas dos sales, la mediterránea y la caribe, Peñalba persigue su síntesis, y su obra se aleja o se acerca a ella —entre la angustia y el reposo— produciendo sugestivos logros cromáticos y formales que serán desde ahora los puntos de partida de la expresión pictórica nicaragüense. Al montarse en los andamios para pintar sus murales sobre el martirio de San Sebastián —en la iglesia parroquial de Diriamba, de Nicaragua— Peñalba es llevado por la fuerte corriente de tradición que emana del valeroso soldado romano. Encontramos allí un arte revolucionario pero con raíces latinas tan poderosas como las de nuestra lengua. Sin embargo, poco después podemos encontrar al otro Peñalba, rebelde contra su latinidad, substrayéndose con cierta hermosa soberbia a la tradición y produciendo óleos dramáticos como su Crucifixión o su gran San Lucas. Y otras veces armonizando las dos fuerzas y obteniendo resultados ejemplares, como en sus bellos cuadros expresivamente nativos: Muchacho, La vendedora y Madona criolla. Al regresar Peñalba a Nicaragua, el gobierno le entrega la decadente Escuela de Bellas Artes e inmediatamente se reúne a su la-
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Machetero, Rodrigo Peñalba.
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do un selecto número de pintores —casi todos discípulos suyos— que al actuar en “equipo” (fenómeno exacto al que sucedió a nuestro movimiento literario) produjo el primer movimiento colectivo de expresión plástica de nuestra realidad nacional. 1974
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El primer cuadro que conocí de Armando Morales era una granadilla. La fruta —una de las más olorosas del trópico— había sido pintada con el olfato en el momento en que la fruta supera su madurez y se esparce en un olor que es su misma esencia volando en enjambre. Me impactó sobremanera una pintura que saltaba misteriosamente del ojo a la nariz, una pintura que inauguraba el camino de la sinestesia por la vía del color. Y fui donde Peñalba y le dije: “Yo creo que ya dimos con lo que buscábamos.” Porque el Movimiento de Vanguardia —que había estallado en 1928— tenía rato de clamar en el desierto por un movimiento similar pictórico; pero fue hasta los años 1950 que levantó bandera y, aunque es verdad que quien abrió la puerta fue el genio de Morales, quien pudiera haberme contestado: “el movimiento que los vanguardistas reclaman yo lo estoy gestando,” es la humildad de Peñalba, a quien todos los nuevos pintores —como los viejos poetas— le debieron más de una maestría. Pero para mí la fecha inicial la puso Morales con un cuadro distinto, un cuadro que metía, a base de misteriosas correspondencias plásticas, el miedo en una tela: de su pintura Árbol Espanto no brotaba el olor de su tierra frutal, sino un sentimiento escueto y profundo —sin concesiones al sentimentalismo de ciertas es-
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cuelas—, un sentimiento desprendido, como diría Damián Bayón “de una pintura matérica que quería tener su propia estructura (su propio lenguaje) y rechazaba las tentaciones de cualquier informalismo a la moda.”
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Árbol-espanto, Armando Morales.
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Sería que el cuadro me golpeó, porque hasta lo integré en un poema, pero yo sentí que la poesía nicaragüense se expresaba en pintura desde ese árbol de terror de 1956. Era el árbol de la historia nicaragüense, sin un solo pájaro, sólo la noche, con sus engaños lunares, levantaba su falso destino. Precisamente ese año un poeta disparó sobre el dictador y en el árbol de la cárcel la lunalechuza hacía eco al grito de los torturados. No sé si el signo trágico al que entró Nicaragua influyó de alguna manera en la nueva inesperada etapa de Morales. Etapa de noviciado, porque aunque se ha llamado su período “abstracto,” que sólo cerró con la famosa osadía de su Espejo Negro (de 1966), yo lo llamé y lo llamo su etapa de poesía concreta.
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Ferry Boat III, Armando Morales.
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En todos esos cuadros no hay nada abstracto, al contrario, Morales rehuye cualquier abstracción y la fuerza poética de cada uno de sus cuadros la extrae de la pintura en sí misma, de su textura, de sus reacciones al aproximar un color a otro. Y algo más: Morales revela genialmente las esencias de nuestro paisaje sin usar el paisaje, sino concretándolo hasta obligarlo a manifestar sus esencias. Claro que no puedo presentar a Morales etapa tras etapa porque tardaríamos un curso. Morales entre sus virtudes, parece la de ser un pintor inagotable. Me voy a enfrentar, por tanto, con algunas de sus cumbres creadoras, o bien, con algunos momentos
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Dos mujeres, Armando Morales.
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o etapas de más dramáticas soluciones pictóricas, como por ejemplo, para comenzar, la larga, variadísima tanto como conflictiva, etapa de su planteamiento y soluciones al problema de la mujer. La pintura de la mujer. Comencemos con esta simplicidad que ya habían logrado en su Cerámica Luna los ceramistas nicaraguas: me refiero a su pintura Dos mujeres, de 1967. Luis Rosales defiende dos teorías sobre la mujer y la pintura, que me gustaría brevemente exponer como originales puertas andaluzas que nos den entrada al problema que acabo de plantear de Morales y el cuerpo femenino. Dice, en primer lugar, el poeta Luis Rosales: No es la mujer la que ha creado el arte del cuerpo femenino, sino la imaginación enamorada del hombre. La mujer, mejor dicho, el cuerpo femenino se ha ido adaptando a la creación artística del hombre. De tal modo, que en la Venus de Milo la representación femenina es tan idealizada que la belleza, precisamente la belleza, no deja ver su cuerpo, nos oculta su cuerpo. Me imagino que la mujer griega, iba lentamente descubriendo ese cuerpo y haciéndolo suyo. A través de los siglos se fue modelando a sí misma, tratando de realizar en carne y hueso el sueño que el varón había realizado en mármol. Lo que vemos suceder con la moda, sucede mucho más profundamente con el arte. Así pasó con la mujer que inventó o fascinó a Botticelli, la florentina en el siglo XIX, o con la poetización de la gordura que impuso el pincel flamenco de Rubens, un siglo después. La otra teoría del poeta Rosales es que un cuerpo desvestido no siempre es un desnudo. El desnudo es de alguien que nos revela su intimidad. Tiene la secreta llave del retrato: revela, o des-vela a una persona. Por eso, a pesar de la precisión de sus detalles anatómicos, los desnudos de Miguel Ángel en la Sixtina, no son desnudos, sino cuerpos. A Miguel Ángel lo que le interesa es el cuerpo humano, no un cuerpo, no una persona, ni siquiera el sexo de la persona que resulta un agregado. Sus figuras no están realmente desnudas. “Nos dan, afirma Rosales, la sensación de que
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Pescadoras, Armando Morales.
nunca estuvieron vestidas, de que nadie las puede vestir ni aún de manera imaginativa.” Con las mujeres de Morales se puede, en cierto límite, decir lo mismo. Pero como Morales es insujetable, la gama de su desnudez oscila desde la casi onírica y fabulosa inocencia de sus Pescadoras de 1979, hasta la tiesura deshabitada de sus maniquíes, como su cuadro con frutas y trípode de 1971, incluyendo en ese extraño espectro de lo femenino los ensayos darianos de “frutalidad” femenina: mujeres-peras, mujeres-manzanas o viceversa. Por eso he juzgado un misterio, que reta a su estudio, la larga o reincidente etapa de Morales, inventor de mujeres. La pregunta a despejar sería: ¿Qué es la mujer en la pintura de Morales? ¿Qué pretende darnos Morales en sus originales, hieráticos y semi-escondidos desnudos y en sus mujeres de trapo o de telas superpuestas de eróticos bordes? ¿A qué se debe la extraña fascinación de esas mujeres de nuestro Gran Lago, mujeres que esperan algo del misterioso Mar Dulce? ¿Qué complemento, maravi-
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llosamente complementario, aporta la bicicleta al mito de sus mujeres lacustres, sombrías, lunares, como su inmortal cuadro Gimnasia, de 1979 (donde lo que emerge de la mujer es una franja de carne-luna, desde el pie hasta el cuello —y la cabeza en sombra—, estructurando una armonía, un milagro pictórico, con las dos ruedas de la bicicleta llenas de velocidad detenida)?
FIG.45.
Gimnasio, Armando Morales.
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¿Qué tipo de diosa nicaragüense es esa Circe en bicicleta, o esa Cegua de la rapidez, de la cabeza desconocida (como pasa siempre con las ceguas, que ocultan su rostro hasta que enseñan el de la muerte)? ¿Qué mito está naciendo o deshaciendo Morales en ese cuadro? ¿Qué mito persigue? ¿Persigue Morales la invención de la mujer —esa invención que todo hombre, mejor dicho, todo artista lleva en el fondo del ojo o del corazón—, o quiere desmitificar la Circe, la Cegua, la Bruja, la Amazona, la Ninfa, la Sirena, la Llorona, las mil mujeres mágicas que la mujer oculta en su poder de hembra? ¿Son todos sus cuadros la búsqueda, la indagación poética tratando de encontrar el Mito propio de la mujer nicaragüense? ¿Estamos haciendo literatura o estamos haciendo pintura?… La verdad es que ha sucedido en la pintura nicaragüense —sobresaliendo Morales como cabeza, como adelantado—, que la nueva pintura —como sucedió en su momento con la poesía de vanguardia— ha descubierto lo revolucionariamente renovador de los artistas que abrieron el siglo XX. Ya es un poco tarde, dirán los incomprensivos, pero es que Morales —y lo mismo hay que decir, en mayor o menor grado, del grupo Praxis— no descubre tardíamente una influencia, sino que penetra, asimila y lo que descubre es una continuidad. Los cazadores de influencias han hablado de Chirico, de Poliakoff, de Tamayo, etcétera; pero lo que debe sorprendernos es que Morales posee, en directa herencia de Darío, los poderes paralelos de asimilación y de eliminación. La melancólica soledad —en aquellas plazas vacías— de Chirico, puede tener el parecido de un abuelo con un nieto, en el cuadro de tremenda soledad, de dolorosa espera, en que tres bañistas junto a un muelle, semi-recostadas en sus bicicletas, ven un caballo blanco. En ese caballo blanco está, trasladada a la nostálgica pobreza de Nicaragua, la poderosa ascendencia cultural del caballo romano, chiriqueño; pero el espacio de soledad del italiano no sospechó que podía adquirir esa materia metafórica de las tres
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mujeres que esperan. Hay en sus carnes un tratamiento nuevo muy por encima de Chirico: forman parte con sus texturas de una materia mágica y vibrante que se suma a la soledad y a la espera. No solamente la composición y sus figuras son una metáfora simple de la soledad, sino que toda línea, textura, tonalidad y materia pictórica se conjugan para asimilar y eliminar a Chirico. Lo que queda es Morales inventando un Morales. Un Morales
FIG.46. Bañistas, bicicletas, dos jaulas de pájaros, caballo blanco, Armando Morales.
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sacándose de los ojos esa rápida, triste, inmortal visión de tres mujeres que están perdiendo sus cuerpos, sus facciones, sus memorias en la Espera (la espera es el feto de la Esperanza). Así nació lo que la Vanguardia buscaba. No el ver un mal Renoir colgado en una sala nicaragüense. No ver huellas borrosas y semi-escondidas del delito de plagio, sino ver la más nueva y atrevida pintura mundial llenando su interior y su exterior de su más enraizada y originaria nicaraguanidad. Y aquí Morales nos enfrenta a otra etapa —corta e intensa— como para confirmarnos qué clase de raíces sostienen el poderoso dramatismo de sus pinceles: hablo de dos o tres cuadros en homenaje a Sandino. Hablo específicamente de las dos más poderosas pinturas producidas por un nicaragüense: Adiós a Sandino (1985) y Mujeres de Puerto Cabezas (1984). El Adiós a Sandino es un retrato de grupo y, como todos sabemos, no hay nada más expuesto al ridículo que un retrato de grupo. Sin embargo, Morales hace con el grupo de compañeros de Sandino no sólo una composición de admiración, temor, cariño, ferocidad y fidelidad alrededor del caudillo, sino que las materias pictóricas que revisten a estos personajes los convierten en paradigmas de la guerrilla con unas ropas de cuero, anchas, endurecidas, como producidas por la montaña, usando una combinación de pastas y colores plomos y ocres, que resaltan sobre un fondo rojizo bélico. Pero para mí, el mayor poder del cuadro es encerrar en cinco hombres los principales caracteres que la historia de esos “grupos armados” o “grupos rebeldes,” ha producido en dos siglos y medio de nuestra historia nicaragüense. En el centro el caudillo: aquí, mirando sin mirar, mirando a cada espectador con la misma mirada que el heroísmo guarda para la muerte, Sandino se despide; y lo rodea el soldado fiel y limpio que hace la guerra como siembra una milpa, y al lado el matón de ojos torvos, y al otro lado el bandolero, el que lleva en su programa el interés —tal vez un robo en el cañón del revólver—, y más allá, como
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saliéndose del grupo, el que pronto formará su propio grupo porque su corazón está corroído por la pasión de mando. Toda la estructura homérica de la guerrilla se nicaraguaniza y, alrededor de Sandino —el campesino inflexible en su concepción del honor nacional—, lo que vemos y seguiremos viendo es historia patria a un nivel entre analfabeto y odiséico. Año tras año un grupo armado, resto de una rebeldía heroica, se forma como el
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Adiós a Sandino I, Armando Morales.
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grupo que reunió Morales dando un adiós a Sandino. Debajo de los toscos vestidos hechos por la magia de la selva, vemos la desnudez del grupo de guerreros que acompaña a Ulises. Y Ulises está allí, en el centro, cumpliendo una vez más con la poesía épica que toda Patria necesita. ¡Esa es la extraña, la singular grandeza de Nicaragua: junto al volcán, el lago; es decir, tener un héroe en su lírica (nuestro Bolívar literario: Rubén Darío) y un campesino en su épica! ¡La poesía y el mito escribiendo historia! El otro cuadro es una de las más bellas e impactantes obras del siglo XX. No exagero: fondo, forma, movimiento, materia, colores, fábula… todo teje un “cuadro–hazaña” sin paralelo en nuestro continente. El cuadro nos remite a la Revolución de 1926 en Nicaragua, cuando por orden de los marinos norteamericanos las armas de los rebeldes fueron arrojadas al agua. Sandino quiso recuperarlas y pidió a varias prostitutas que le ayudaran. Ellas no despertaban sospecha alguna y echándose al agua rescataron 50 rifles con los cuales Sandino comenzó su protesta armada contra la intervención. Aparte de la calidad fabulosa de la pintura, yo me pregunto: en la larga búsqueda de la mujer realizada en su pintura por Morales, ¿no será en este cuadro mágico donde pintura y mito se funden para darnos el más poético de su prototipo de mujer: la prostituta que lava en las aguas del patriotismo su mancha? El cuadro es digno de la historia que relata. Tiene un algo más hermoso y contrario al mito de la Sirena: es la anti-sirena, el canto en silencio, no para engañar al héroe Ulises, sino para rescatar en las aguas purificadoras, las armas defensoras de la soberanía de nuestro Odiseo-Sandino. Sé que este símbolo hermoso puede estar fuera de la crítica artística y que en el cuadro no es la fábula, sino el arte lo que lo sostiene. No lo que se hace sino el cómo lo hace: en Las mujeres de Puerto Cabezas se realiza un pintura clásica. Ritmos, movimiento de volúmenes en el silencio vivo de unas aguas que casi mojan, la maravillosa pintura del silencio, las tex-
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turas de esos colores convertidos en aguas profundas y los cuerpos femeninos ¡cuerpos que buscan!, es decir, arte en plenitud: cumbre de una realización ingenua y osada. ¡Bienaventurados los países que pueden inmortalizar en su arte, un trozo de historia que encierra toda la misteriosa poesía del Mito! De la pintura cristiana hispanoamericana, dos cuadros religiosos de Morales merecen sumarse —en su drama clásico— a lo más humano y bello: El descendimiento, con la extraña presencia y tes-
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Mujeres de Puerto Cabezas I, Armando Morales.
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timonio de la muerte en figura de mujer —es decir de la Belleza derrotada en cadáver—; y el otro cuadro, La puesta en el sepulcro, toda la tradición procesional nicaragüense encapsulada para su estallido de Esperanza y Resurrección: la flor de vida sembrándose en tierra para renacer celeste e inmortal! Para finalizar, sólo voy a tocar, la etapa selvática de Morales. El nicaragüense no se siente civilizado sin haber vencido por el arte o por la poesía el embriagante poder verde de su naturaleza.
FIG.49.
La puesta en el sepulcro, Armando Morales.
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Al principio, cuando Morales pintó sus primeros árboles sentí que se le escapaban a Europa con un cierto exhibicionismo turístico. Recordé la novela La Vorágine que devora a sus personajes, devora todo, incluyendo al propio autor. Pero no. Las siguientes selvas ya tenían la marca de Morales. Yo he estado y cruzado las selvas de nuestro Sur fluvial; y los árboles de Morales, la humedad, el perfil único de sus verdes afiebrados, eran la selva, la selva nuestra, pero, ante todo la selva de Morales. La más difícil originalidad extraída de un ambiente que devora la personalidad, que devora lo originario, que devora hasta lo más profundo toda raíz que no sea muda y salvaje. Termino con una verdad sobre Morales que no es invención mía; escribe Lilly Kassner esta fiel y estupenda radiografía de nuestro pintor: “Morales es un embalsamador de realidades
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Selva, Armando Morales.
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y restaurador de recuerdos imaginados. La esencia de Granada —el Gran Lago de Nicaragua— conforma las raíces de este pintor.” ¡La magia dinámica de su pintura es el rugido de un Mar Dulce! 1996
Como el indio —y con el alma india— Cardenal nos da en estas obras el instante en que el animal, sin dejar de ser animal, se transforma mágicamente en escultura. El resultado es un milagro de simplicidad y de pureza: el arte de hacer que la materia casi pierda su materialidad para hacerse forma de una esencia. La madera, la piedra o el yeso, parecen desembarazarse de ellas mismas para ser pájaros, aves o animales. Sin embargo, sus animales, aves o pájaros, no parecen tener otra ambición que la de permanecer para siempre expresados por el yeso, la piedra o la madera. La belleza y el canto han sido aquí aprisionados. Pero la prisión es tan diáfana que se convierte en libertad. 1975
FIG.51.
Zarceta, Enesto Cardenal.
CORTESÍA GALERÍA DE LOS TRES MUNDOS
LAS ESCULTURAS DE ERNESTO CARDENAL
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MARINA DE SOLENTINAME
En la pintura naif yo distinguiría dos grupos: los verdaderos primitivos y los “primitivistas.” Los primeros pintan como ven, es decir, su ingenuidad no está en el pincel, sino en el ojo. Los segundos infantilizan su ojo, adaptan su ojo a una visión no propia, sino buscada en el ejemplo de otros primitivistas o en la memoria de la propia niñez. Muchos primitivistas han llegado a su primitivismo por un proceso tan académico y estudiado como para ser pintores realistas o impresionistas. El verdadero primitivo no sabe pintar en el sentido académico, pero posee tal comunicabilidad plástica, espontánea, que llega a crear arte con sus propias deficiencias. Más que arte ingenuo, es ingenuidad haciéndose arte. Marina —de Solentiname— es un ejemplo auténtico y verdadero primitivo. El ojo de Marina es el ojo campesino. El campesino nunca dice: “un árbol,” sino “un guanacaste,” “un guarumo,” “un espavel.” No dice nunca: “un ave,” sino “un güís,” “una garza,” “una oropéndola.” Y singulariza el nombre porque sabe su madera, su hoja, su fruta, su pluma, su pico, su canto. Marina pinta dócil y fielmente tal como el ojo campesino ve y analiza y nombra cada objeto o elemento de la naturaleza. Hace un árbol hoja por hoja. Hace un animalito pelo por pelo. Cada objeto es objeto de una cuidadosa y detallada carpintería. Pero cuando registra pictóricamente un grupo humano, Marina lo que pinta no es el detalle, sino —como el verdadero primitivo— conceptos: alegría, fiesta, ritmos, quehaceres, ruido, movimientos que corresponden a los detalles físicos de la naturaleza. El primitivo no sabe ver al hombre en detalle, sino en su conjunto y en su acción. Los grupos humanos de Marina se ven en plural, en
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comunidad o en comunión. Al árbol lo hace. Al pájaro lo hace. Al hombre lo pinta haciendo. El color para Marina es un juego. Su mirada es contemplativa. Su pintura es su ojo. Más que su mano con el pincel, es su ojo campesino y lacustre el que pinta con las pestañas.
CORTESÍA ‘AÑIL’–GALERÍA DE ARTES VISUALES
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FIG.52.
Arboleda junto al río, Marina de Solentiname.
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ROLANDO CASTELLÓN CON LOS OJOS DEL INDIO
CORTESÍA ‘AÑIL’–GALERÍA DE ARTES VISUALES
Rolando Castellón es el más inquieto experimentador de nuestros pintores, dueño de una imaginación plástica poderosamente nutrida de magias ancestrales: mira el mundo o lo inventa con los ojos del indio. Las influencias modernas u orientales (como las del arte zumi japonés) no interrumpen —sólo enriquecen—
FIG.53.
Objeto desconocido IV, Rolando Castellón.
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la circulación de su savia indígena que le florece en toda clase de manifestaciones: caligrafías misteriosas, collages cargados de magia, revivencias de plásticas prehispanas, regresos oníricos de ritos y sueños indios y objetos. Castellón desliza la pintura hacia la escultura, creando, con verdadera hechicería, toda clase de objetos: poesía concreta, conversión de significados totémicos o mágicos en pura emoción plástica. Misterios que se tocan. Cosas con electricidad lírica que encienden y apagan sueños instantáneos, pero ancestrales. 1981
LA FUERZA GERMINATIVA EN HUGO PALMA
Hugo Palma estudió pintura en Italia. La evolución de su pintura ha consistido en la impregnación —cada vez más radical— de su pincel itálico, de ese tinte misterioso y germinal que llamamos “lo nicaragüense.” No el color local, sino el magma: lo que está debajo, bullente y agresivo, buscando forma y color sin tradición ni cauce. Al comienzo Hugo Palma —en un caso parecido al de Peñalba— nos mostró, visible en su superficie, los vaivenes y antítesis de esa empresa de fusión. Ordenamientos del texto plástico a lo Campigli, individualizaciones a lo Tozzi, o influencias así, italianidades ineludibles y además valiosas que se convertían en medios expresivos de una pasión por lo nicaragüense, que es siempre voluntad de descubrir y afirmar la propia identidad. Pero, poco a poco, el ojo de Hugo Palma se ha ido adaptando al sombrío vientre patrio. Ahora la exigente diafanidad italiana sigue siendo un norte referencial, pero lo substancial viene de
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adentro, visceral (ha perdido fuerza lo anecdótico), para afirmar el yo creador. Ya en su exposición sobre los Siete árboles contra el atardecer, cuadros como La destrucción de La Prensa o Las ixcuinames, afirmándome esa madurez, me excitaron a definirla. Me pareció que lo figurativo en Hugo Palma se da por eclosión. Naciente. No tiene nada de primitivo (detrás está Italia), pero sí es germinal. Morales es un domador de formas, no las suelta hasta su total dominio. Palma, en cambio, las pronuncia y las deja indómitas, y sus colores —rojos, cinabrios, sarros, negros, grises (visceralmente sombríos)— nos atrapan por la fuerza germinativa de una naturaleza que irrumpe con violencia a la vida… o a la muerte.
CORTESÍA MUSEO-FUNDACIÓN HUGO PALMA-IBARRA
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FIG.54.
Pegaso liberado, Hugo Palma-Ibarra.
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ALFONSO XIMÉNEZ Y LA CASA NICA
Ximénez, junto con Bonilla, forma el dúo de artistas nicaragüenses que centra la temática de su pintura en el misterio de la casa. Bonilla nos sumerge en íntimos interiores o nos presiona a una silenciosa meditación bajo el ritmo doméstico de infinitas tejas morosamente dibujadas. Ximénez no tiene ese silencio metafísico. Su pintura grita, proclama sus casas, a todo color del trópico, como templos solares del nicaragüense. Hay una teoría antropológica que afirma que la casa en el principio no fue refugio, ni morada, sino templo. Nuestros chorotegas enterraban sus ollas funerarias en los umbrales de sus casas —eran techos de vivos y muertos— sacralizándolas. Por eso no cocinaban en ellas, sino en un bajareque aparte. Y esa sacralidad, esa consideración de la casa como expansión de la piel y de la individualidad del hombre cercada de respeto y dignidad, parece metida en la cabeza del pintor que aborda y vuelve a abordar, obsesivamente, el tema de la habitación del nicaragüense queriendo dar o revelar al ser que oculta y cubre. Dime cómo vives y te diré quién eres. En cada cuadro de Ximénez hay un invisible vecino o una invisible intimidad familiar: un templo existencial. En el proceso de su pintura —dando un nuevo ejemplo de la “simplicidad” que caracteriza al nicaragüense— Ximénez ha llegado a simplificaciones magníficas del hogar nuestro: tiene casas reducidas a su esencialidad poética; algunas paredes captadas en el momento de convertirse en letras de un alfabeto arquitectónico nuevo; además, sus colores cortados a machete por el solazo nica, vibran y tropicalizan a los fauves o juegan a los dados cubistas.
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Sus pequeños templos marginados o marginales cubren con su soledad —pero descubren con su poesía— la identidad de su morador nicaragüense.
CORTESÍA GALERÍA EPIKENTRO
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FIG.55.
Casas y lago, Alfonso Ximénez.
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LA PINTURA RELIGIOSA DE ORLANDO SOBALVARRO
CORTESÍA GALERÍA ‘EL ÁGUILA ’
En el cuadro de nuestros mejores pintores destaca con poderosa originalidad —originalidad no lograda por el énfasis, sino por el discreto acierto con las esencias— Orlando Sobalvarro, maestro en la tenuidad del color y en la manera casi aérea en que expresa
FIG.56.
San Sebastián, Orlando Sobalvarro.
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sus formas como en un vuelo y los colores que acompañan esa astronomía de movimientos celestes. Y sin embargo, debajo del vuelo, Sobalvarro es uno de nuestros pintores más terrestres, más nicaragüenses. Alguien decía que roba su paleta a las madrugadas nicaragüenses. Por esas materias, cuando Sobalvarro da salida a su sentimiento religioso “va de vuelo” como San Juan de la Cruz; pero su oración lleva el íntimo sonido de su nicaraguanidad. Nos alegramos de mirar un testimonio más de las posibilidades de la pintura religiosa en Nicaragua. Un maestro en el acercamiento a lo inefable. Un colorido como rezado. La siembra del gran Peñalba sigue produciendo una interminable cosecha de buena pintura que, a su vez, es semilla de nuevos valores jóvenes. Mientras Nicaragua produzca poesía y pintura de estas calidades, su destino tiene un seguro de vida. 1992
MONTENEGRO Y EL OCULTO MILAGRO DE SU DIBUJO
I En la vieja discusión entre la pintura y la poesía, que Leonardo —entre otros— plantea, dos pintores nuestros le dan la razón al maestro italiano. Morales por sus misterios y texturas del color; y Montenegro por el mágico dinamismo de su dibujo. Se trata del robo de la poesía —como el robo del fuego por Prometeo— para que la pintura no sea repetición desanimada de la realidad, sino creación; o sea, una realidad que recibe el soplo imaginativo y vital del poeta para que ya nunca pierda la partida ante el tiempo.
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La señora vende nísperos de Montenegro, tiene una soledad expectativa que es casi la fijación eterna de la expectación nicaragüense. Una madre hecha Patria. Pero su soledad —que es un poema— la rodea el movimiento, el grito, la historia: el mundo dinámico y a veces terrible de lo cotidiano, en lucha con el solitario antagonismo de la mujer que espera. Todo esto (que se reduce a una escena y que, al mismo tiempo, pinta el tiempo y vence al tiempo) no sería posible sin el oculto milagro del dibujo de Montenegro.
CORTESÍA GALERÍA CÓDICE
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FIG.57.
El Mar, Carlos Montenegro.
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II MONTENEGRO Y CIFAR
Montenegro, pintor del techo del nicaragüense, salió a buscar la aventura —tentación de nuestra tierra— y fue al Gran Lago. Allí supo que tenemos también una historia hidráulica: de la mitad de Nicaragua hasta el norte (con el Río Coco como diadema en la frente), el poder que fecunda la historia lo tienen los ríos. De la mitad hasta el sur, lo tienen los lagos. Los ríos son solteros y melancólicos. Buscan el mar. Saben que la historia es universal. Los lagos en cambio tienen amantes energúmenos: los volcanes, que, en su profundo fuego, exigen lo autóctono. Sin embargo, en su aparente serenidad, los lagos se rebelan contra el encierro. Se universalizan. Consiguen apropiarse del imponente lenguaje del mar. Y el Gran Lago —el Cocibolca— hace algo más: crea un río suyo para salirse al océano. Así nuestra historia es en ambos extremos el Estrecho Dudoso. Esa duda que nos impone el hecho de ser el centro mismo de América, de si somos puentes o canal continental. (El arte siente obligatorias y misteriosas estas leyes hidráulicas de la dualidad nicaragüense). Así Montenegro salió de sus dulces y asombradas aldeas a navegar por nuestro Mar Dulce. Se encontró con Cifar. ¡Es formidable lo que se puede esperar de esa amistad de la casa y la nave! A través del color y su sombra, toda la esencia de Nicaragua trata de nacer otra vez de sus pinceles. 1997
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LOS ALUMINIOS
“ SIMULTANEÍSTAS ”
DE RAMEM
I Ramem comenzó a hacer arte con una navaja y un pedazo de palo, muy niño, en una hacienda. Ese diálogo solitario entre él y el objeto que trabaja, no lo ha abandonado a pesar de haberse metido —como esos que andan sobre el fuego sin quemarse— en los ambientes o círculos más sofisticados de una capital como México. Ramem está protegido por una especie de impavidez campesina. No camina en línea recta, sino en espiral. Lo que hizo, con asombro inventor, hace otra vez: como si todo lo que ha hecho fuera sólo un boceto al cual siempre puede volver, no para hacerlo más perfecto, sino simplemente para hacerlo. En la cabeza de Ramem hay un dibujante, más un pintor, más un escultor, más un escenógrafo. Pero en sus manos hay un relojero suizo más un orfebre indio. Lo conocí haciendo escenarios y decoraciones para altares callejeros de Purísimas. Yo iba a montar una especie de “misterio” medioeval actualizado que se llamaba Satanás entra en escena y él hizo el infierno y diseñó los disfraces de diablos. Después, ya amigos, un día se aparecía con un óleo, otro día con un relieve o con una escultura en madera y cuando fundé el Taller San Lucas se puso a trabajar planchas de metal durísimas con un buril para ilustrarme poemas. En su pintura Ramem experimentaba estilos con la misma curiosidad (y yo agregaría, con el mismo cinismo) que lo hacía con los materiales. Todavía hoy Ramem no ha perdido esa manía sincretista: monta adrede o con sorna estilos no sólo diferentes, sino hostiles, convulsiona su propio arte proponiéndolo en una tensión
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CORTESÍA COLECCIÓN PABLO ANTONIO CUADRA
contradictoria y hasta pone a veces el pie en un panfleto para saltar a un poema. Pero en aquellos primeros tiempos produjo unos cuantos dibujos (como el Toro Huaco) y algunos óleos de mujercitas y de niños de nuestro pueblo (como La niña del piojo) que eran buenos entonces y ahora y en cualquier parte. En esos cuadros Ramem era un Gauguin que se acercaba tiernamente a un pueblo inédito, no como un forastero que descubre lo exótico sino como alguien que se encuentra consigo mismo. Dos o tres de esos cuadros de Ramem de los años 40 deberán incorporarse, si somos justos, a la historia de nuestra pintura nacional con va-
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La niña del piojo, Ramem.
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lor de pioneros: por primera vez se pinta en ellos la figura humana del nicaragüense con conciencia de ser nicaragüense, y, lo que es también importante, con autenticidad y belleza. Después de esta primera aventura, Ramem partió a México y allí se metió en los berenjenales de vivir en patio ajeno. Se hizo un lugar y un nombre como pintor, como escenógrafo, como grabador —vendió cuadros, hizo teatro, ilustró libros—; pero hace un año me lo encontré enfermo de nostalgia, con un rebrote de lo nicaragüense, con algo de volcánico, porque eran treinta y tantos años de energía acumulada expresando su exilio: toda una tarde me mostró bocetos, dibujos, monotipos, óleos —solamente sobre poemas míos tenía por lo menos 12 cuadros—; pero más que esta erupción nostálgica, me sorprendía un nuevo Ramem, tanto por su estilo como por la novedosa técnica y materiales con que lo expresaba. Más que el pintor con pinceles el nuevo Ramem era un artista trabajando con la luz y el movimiento. Su tela era ahora una plancha de aluminio. Con navajas y punzones —como en su primer encuentro con el arte— Ramem raya la superficie en ángulos distintos o en trozos concéntricos y excéntricos que reflejan o quiebran el rayo de luz a voluntad del artista. La composición en conjunto reactualiza los principios clásicos del cubismo. Las formas son asociadas entre sí por un proceso mental, en el cual, sin embargo, siempre comanda la intención figurativa. En sus aluminios la reconstrucción del objeto en un orden plástico distinto, obedece a una geometría de vibraciones que sustituye al color —al ardiente color tropical de Ramem— pero, y este pero es importante, las vibraciones lumínicas no sólo sirven a Ramem para sustituir colores y crear texturas, sino que las entrecruza y produce simultáneamente dos o tres cuadros o motivos a la vez. Basta un ligero movimiento del ojo para que aflore del fondo —como un secreto o como una revelación sorpresiva del subconsciente— un texto plástico nuevo, y a veces éste tiene un realismo crudo y panfletario que parece hacer una mueca de burla, o lanzar un golpe desconcertante o descifrante sobre el cándido espectador.
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Tutankamón, Ramem.
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Ramem siempre fue un inquieto experimentador de materiales. Cuando trabajó con Siqueiros se contagió de acrílicos y sopletes y ya desde entonces —sea por pintor, sea por escenógrafo— todo experimento con la luz lo apasionaba. Él mismo me recuenta sus búsquedas y me señala sus predecesores como Gyorgy Kepes, famoso por su mural para las oficinas de la KLM, hecho con una lámina gris con cerca de 70 mil perforaciones luminosas que se encienden y apagan manteniendo un juego rítmico entre un motivo constante y otro que cambia. O como Heinz Mack con sus placas de vidrio transparente recubiertas de una película polarizante: estas placas alineadas cambian luz y color según se desplaza el observador. O como Yaacov Agán, con sus composiciones en relieves de diversos ángulos, o Giandi Colombo con su luz proyectada a un cilindro en movimiento y de allí a una pantalla. O Bruz-Diez con sus fisiocromías. O Tomasello con sus cubos que cambian la atmósfera cromoplástica según la incidencia de la luz, etc. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York, uno puede ver el cuadro cinético de Thomas Wilfred que dura proyectándose 42 horas, 14 minutos y 11 segundos. La técnica de Ramem se diferencia de la de estos predecesores en que es el cuadro mismo —estático— la fuente o motor de su movimiento; y el productor, por los ángulos de sus rayados y texturas, de su luz. Además, porque el artista no cede su lugar al técnico. 1977
II IN MEMORIAM
Lo conocí trabajando figuras y adornos en relieve en madera en el taller de uno de los mejores ebanistas de Granada. Le encomendé un trabajo —el rostro de Santa Isabel para regalarlo a mi abuela— y me hizo algo tan fino e inspirado que fue el comienzo
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de una permanente y estrecha amistad que recién terminó con su muerte en México. Ya en 1941, ante un Quijote, una caricatura mía en madera y una india extraordinaria, escribí para la revista Ya un artículo lanzándolo a la vida artística nicaragüense. Se titulaba “Un artista de la madera con madera de artista.” En 1942, al publicar el primer número de los Cuadernos del Taller de San Lucas, ya tenía conmigo a Ramen: inseparable ilustrador, curioso, ansioso de creación, mano derecha y mano izquierda —junto con Ernesto Mejía Sánchez— de aquella publicación tan cálida de amistad y de amor al arte. Hasta alquilamos un cuarto en un barrio de Granada para trabajar en taller, como en una Edad Media aventurera y vanguardista. Un día salíamos al Diriá o a Diriamba o a Comalapa a recoger textos folklóricos para los Cuadernos mientras Ramem apuntaba sus máscaras y sus toros huacos o, simplemente, el detalle en un patio de una chavala espulgando los piojos de su hermanita. Quico Fernández se tomó el trabajo de enseñarle los secretos del óleo y le regaló pinturas y tela. Así surgió uno de nuestros mejores y más desperdiciados pintores. Un día resolvió irse a México a pie. Como era todo un personaje de la picaresca nicaragüense, estuvo asistiendo a las prédicas de una secta protestante y con ese noviciado se fue de capital en capital, hospedándose y predicando y comiendo hasta llegar a México. Allí trabajó con Orozco —que un día lo corrió— y pasó a ser uno de los principales auxiliares de Alfaro Siqueiros mientras tomaba cursos tanto en la Escuela La Esmeralda como en la Academia de San Carlos. Cuando llegué a México en 1946 creí que Ramem era uno más de los artistas comunistas de la revolución azteca. Pero Ramem era Ramem. Se dejaba influir en un cuadro, pero ya en el siguiente era un agresivo rebelde de su anterior maestro. Ramem, además de ser un natural pintor —es decir, que el pincel era como un miembro más de su cuerpo— poseía una habilidad creadora sin igual para trabajar con cualquier material o para inventar nuevos recursos y experimentos como lo hizo con sus
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cuadros de aluminio, rayando el metal en diversos ángulos para jugar con luces y reflejos, o con sus collages y sus osadas esculturas. A mí, ya para irse —una ida sin retorno— me sorprendió con la maqueta de un Monumento a PAC que es una especie de estilizada caricatura proyectada para diez o doce metros de alto. Siempre estaba haciendo algo: ilustraciones de libros (desde sus ilustraciones a Canto Temporal hasta las maravillas que realizó para ilustrar a Juan de la Cabada); desde su inmenso Cristo (que adquirió el embajador venezolano Guillermo Yepes Boscán) que es el primer cuadro contestatario al comunismo sandinista; hasta su proyecto de un Vía Crucis en relieve para nuestra nueva Catedral, proyecto que estaba preparando cuando le golpeó la enfermedad cerebral que lo llevó a la tumba. En Nicaragua no se le ha hecho justicia a Ramem. Su vida fue muy a lo nica: peregrina, inquieta, aventurera. Pero su pintura, sobre todo cierta pintura fundamental de Ramem —como también algunas de sus invenciones y experimentos artísticos— son la obra de un gran creador: podía pintar cualquier cosa, pero siempre le faltó el reposo. Tenía tal vez demasiado grandes sus alas y no se satisfacía con los espacios pequeños ni con los rutinarios. Ojalá algún día esta empobrecida Patria de empobrecida cultura, pueda recuperar algunas de las grandes creaciones de Rafael Mejía Martí, y exhibirlas en el salón de los mejores, en un museo que todavía no existe porque parece que el epitafio del artista nicaragüense ya lo grabó en bronce Rubén Darío en su verso: El pesar de no ser lo que yo hubiera sido. 1993
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EL HONDO DRAMATISMO DE RÓGER PÉREZ DE LA ROCHA
CORTESÍA RÓGER PÉREZ DE LA ROCHA
Aróstegui habla —ya en 1975— del “mundo silencioso y sombrío de personajes marginados y obsesionantes” de la primera pintura de Róger Pérez de la Rocha. Yo he seguido el proceso, entrándome al proceso interior de su pintura —cimentada sobre un dibujo que tiene pocos pares en Centroamérica— y si sus figuras eran o no marginadas (que pudo ser la visión “ideológica” de su primera juventud), lo que encuentro que predomina y marca su obra es su dramatismo no retórico, dramatismo de novedosa comunicación con Rembrandt. Ese dramatismo lo logra por una batalla en la cual parece que primero se implanta y domina la sombra, para
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Alumbramiento, Róger Pérez de la Rocha.
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luego presentarse la luz, una luz —en su primer despertar— combatiente, que arremete y anima sus figuras desde su esencia, dándole una intensidad agónica que es su firma y su estilo. Un péndulo en la mirada y el aprecio del que “ve” pintura nicaragüense (no hablo de sus desnudos a color, ni de sus paisajes de un violento impresionismo), enfrentaría a la serenidad profunda de Morales —en un extremo—, el hondo dramatismo de Pérez de la Rocha —en el otro extremo—. Son dos movimientos y dos manifestaciones pictóricas dinámicas de ese ser dual que es el nicaragüense, asomado en dos de sus más grandes pintores. 1994
LAS XILOGRAFÍAS FESTIVAS DE MARÍA GALLO
Es una alegría, a joy forever, que Nicaragua celebre el siglo de Cézanne con exposiciones de arte de categoría: ayer la plumilla y tinta en perfección única de Carlos Montenegro, Conny Gómez, Francisco Luis Mejía Godoy y Emilio González; y ahora el salto inesperado de nuestra poca cultivada xilografía a una altura de nivel continental, por imaginación y obra de María Gallo. Se trata de una admirable fusión de originalidad en los temas tratados (osada y rica originalidad de concepciones y composiciones) con un sorprendente repertorio de recursos técnicos, es decir, con un “oficio” magistral en el trabajo de la madera, en la poesía de sus texturas y en la originalidad muy nicaragüense de usar para el color el collage de papel de la China, creando así —con genio o ingenio popular— un movimiento de fiesta nativa en los colores. Ángeles y Vírgenes se nos ofrecen entre brisas obtenidas a pulso y una algarabía de alegres colores como saca-
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dos del más profundo sentido de lo festivo nicaragüense. Puede navegar su siglo tranquilo Cézanne en lo que respecta a Nicaragua, porque sus mágicas invenciones siguen sugiriendo, aun en los materiales más humildes, magistrales vuelos de arte y poesía.
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Madona, María Gallo.
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DREYFUS EN EL SAGRADO PUNTO INICIAL
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En la pintura —como en otras artes visuales— existe el “estado germen”: un arte muy simple pero cargado de enorme poder creador, que reduciendo adrede sus facultades, engendra un nuevo ser ya sea pintado, hecho o ya sea invisible, pero presente por la excitación imaginativa que produce.
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De los encasillados #1, Bernard Dreyfus.
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En su íntima realidad, “germen” —en su raíz sánscrita— es “concebir.” Y como estado del arte es lo correspondiente al ovario: un ser, una obra, un artefacto, con fuerza propia para ser otra vez y repetirse —con otredad y con propiedad— en inquietantes multitudes o interrogaciones infinitas. Esos seres germinales y engendradores pueblan los sueños y los cuadros de Bernard Dreyfus. Sus pinturas son instantáneas del big-bang del hombre: su estallido cubre de sugerentes desnudeces, de extrañas búsquedas y encuentros multitudinarios en el momento de redimir la materia. Bien dice Eugenio Ionesco que esta pintura interroga al enigma! Y en un silencio preliminar y profundamente poético, esboza (apenas esboza) la incógnita respuesta. 1996
OMAR D ’ LEÓN
Nicaragua es uno de los países más ricos en poesía y pintura. Se le regatea su lugar en la cultura continental, pero de Darío a Martínez Rivas, de Morales a Orlando Sobalvarro, haciendo escala en Alejandro Aróstegui, Leoncio Sáenz, Montenegro, Palma y varias docenas más, Nicaragua ofrece una abundante respuesta en la primera línea de la invención, del color y del misterio sideral de los ritmos. Está en la cumbre y sin sobrarse puede hoy poner en esa línea de altitud otro pintor milagroso con el color, del genio de la ardilla para moverse en el múltiple tejido de sus estilos cambiantes, maestro de lo vario: Omar D’León. 1997
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Paisaje con cerca roja, Omar D’León.
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ALEJANDRO ARÓSTEGUI
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“El punto de partida de Aróstegui —dice Marta Traba— con la fundación de Praxis en 1963, tiene que ver, profundamente, con una búsqueda del espíritu nacional.” Pero Aróstegui es nicaragüense y ha recibido las corrientes literarias universalistas y cosmopolitas que vienen de Darío y de toda la literatura posterior. Se abre al mundo y a su tiempo para afirmar la identidad… y su
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Naturaleza muerta, Alejandro Aróstegui.
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disgusto. Desde entonces hay dos elementos protagonistas y contrastantes en la pintura de Aróstegui: la luz (pudiera decir también la “atmósfera”) como naturaleza viva, y la lata (latas viejas, latas aplastadas, latas que tuvieron un contenido, una función, un momento efímero de brillante oficio) como naturaleza muerta. Hay dos preguntas ante esos dos elementos que luchan, se contraponen, se equilibran, agonizan y componen el cuadro; una: ¿qué mundo vibra entre esa misteriosa, alucinante naturaleza viva (horizontes tentadores, luces románticas y otras veces subreales, cielos y tierras que amanecen y anochecen en un silencio estremecedor); y la otra: naturaleza, la muerta (hecha de latas como ídolos deteriorados, como talismanes perdidos, como estatuas derrotadas por el tiempo)? A la primera pregunta se puede responder lo más obvio: el pintor hace una crítica a la sociedad de consumo. Es, se dirá rápidamente, una espantosa radiografía de la civilización actual. Pero miramos el cuadro y no hay eso, o lo hay pero sólo superficialmente. Lo que vemos es que la lata erigida en contraparte de la luz y de los mágicos colores, adquiere una infinita soledad y una nostalgia de bien perdido. Lo que vemos es que el canto mismo de esta pintura pronuncia el eterno dualismo de nuestro mundo viejo y nuevo, un mundo —el mundo finito de hoy y de siempre— que ofrece horizontes a los sueños, cielos lejanos al ansia de vida, pero también frustración, muerte, basura. La lata pisoteada por los que peregrinan, puede ser la esperanza que cae, el sueño que ya llegó a su término, la gloria —¡esa mierda! que decía Verlaine—. Pero Marta Traba nos ha dicho que este pincel buscó expresar el espíritu nacional. Y lo nacional lo siento yo, lo veo, lo reconozco, en la manera dramática en que naturaleza viva y naturaleza muerta sacramentan su relación. Me siento ante sus cuadros en el cáliz de la amargura de mi Nicaragua destruida hasta las heces por terremotos, revoluciones, guerras y estupideces políticas. Esta belleza trágica levantada en alto me recuerda lo que escribió Antonio Martorell sobre esta pintura: “El amoroso tratamiento
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de material tan deleznable, su sacralización misma le otorga un profundo sentido religioso de fe en la vida y su rescate de la muerte. Su obra es una recuperación de escombros, un basurero nutricio.” La segunda pregunta es sobre la técnica misma del contraste. Aróstegui pinta respondiendo al reto de una verdadera naturaleza muerta. ¿Nos hemos fijado en el valor que le da al espacio para elaborar su respuesta? No creo que exista en América un juego en que la fantasía —negándose tantos elementos— vuele tan alto. 1986
II Es el pueblo el que puede dar imaginación viva a un calache, a un chunche, a un objeto de lata que parece algo sin valor y desechable, pero que en manos de ese mago, se transforma, y de su bajeza hace su altura, y éste es el cargo de Aróstegui como creador: seguir a pie el camino de la historia, ir recogiendo, ir pepenando lo marginado, llevarlo y exponerlo en el desnudo ofertorio de la mesa campesina y decir: todo puede ser redimido. 1996
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EPÍLOGO
Pablo Antonio y su afición a la plástica Jorge Eduardo Arellano Como Jean Cocteau en Francia, Federico García Lorca en España y Thomas Merton en Estados Unidos, por citar algunos casos de grandes creadores aficionados al dibujo, Pablo Antonio Cuadra ejemplifica en Nicaragua la interesante relación entre poesía y pintura. Pero en su caso, al comprender otras técnicas —óleo, acuarela, grabado, témpera, etc.— resulta más trascendente que el de cada uno de los citados porque, además de configurar un mundo plástico más completo, ha tenido una mayor variedad y permanencia. Desde niño, Pablo Antonio demostraba una clara inclinación hacia el dibujo. Una vez, estudiando el primer grado de primaria, su maestro —el futuro mártir mexicano Agustín Pro— promovió un concurso entre sus alumnos para premiar la mejor composición escrita sobre el tema de las vacaciones. Y la mejor —acompañada de viñetas— fue la suya. Mientras crecía en edad y horizontes culturales, mantuvo esa afición hasta llegar casi a los veinte años, es decir: al momento gestor del movimiento de Vanguardia en Granada, cuando decidió imprimir sus numerosos dibujos. Precisamente la página Vanguardia del diario El Correo, de 1931 a 1932, los ha recogido: por ejemplo uno sobre la danza popular Los diablitos, a líneas rápidas, espontáneas.
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A esta época germinal pertenecen sus ensayos de poemas gráficos, común a sus compañeros de generación, que él amplió en unos cuantos intentos del que se conserva en Caballo. En éste, la base de su figura no es la letra impresa, como en su Paisaje intermitente a pleno sol y a pleno mar, sino la letra manuscrita que conforma una estupenda cabeza equina. Para entonces, le apasionaba también la pintura. “A veces dudaba —escribió en noviembre de 1971, a la muerte de Joaquín Zavala Urtecho— si mi vocación no era ser pintor”; de manera que compartía esa vocación con el mismo Zavala Urtecho, a quien visitaba para conocer sus témperas, acuarelas, dibujos, xilografías, etc. Así, ambos buscaron una expresión rebelde y original en función del descubrimiento de lo nicaragüense y compartieron otros descubrimientos: Picasso y el cubismo, la pintura revolucionaria de México y el surrealismo. No en todas sus obras de los años treinta se observa la asimilación de estas corrientes. Sin embargo, pueden servirnos de guía para valorar el grado de audacia que revelaba en ellas a nivel de amateur. Veamos, en primer lugar, algunos de sus dibujos, en concreto aquellos de inspiración vernácula, compenetrados con los elementos sustanciales de sus Poemas nicaragüenses (1930 –1933):
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Soledad, Madre, grabados PAC.
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La canción popular, de 1932 (un vaquero lazando desde su caballo una guitarra), Soledad (un campesino descansando, con el sombrero hacia abajo, bien estilizado), y Madre (mujer de perfil, cargando un niño). Los dos últimos, de 1934, fueron publicados en el diario La Reacción, de Granada, el 23 de mayo de ese año. Pasemos luego a las pinturas animadas por su fuerte actitud anti-burguesa de entonces: En el hogar burgués ha entrado un ángel (1937), de composición picassiana (reproducida a color en el suplemento La Prensa Literaria, 24 de septiembre de 1977); y las motivadas por su no menos fuerte posición nacionalista: Cabeza de la muerte con sombrero de marino (19 × 27 cm ), óleo de evidente creatividad, tétrico; y Yanquis y sandinistas (75 × 27 cm ), otro óleo de sobrio colorido, pero inconcluso, que presidió nuestra exposición vanguardista organizada por el Departamento de Cultura de la Universidad Centroamericana en enero de 1969 (ambos se encuentran en la Colección Fernández del Banco Central de Nicaragua). En el último sobresale un elemento que poblaría, durante algún tiempo, el mundo plástico de Pablo Antonio: el ángel (en este caso lo pinta con una corta, exterminadora espada de fuego), que tendría su expresión más representativa como alter-ego o ángel de la guarda, en Autorretrato, dibujo con que ilustró la edición madrileña de Poemas con un crepúsculo a cuestas (1949). Mas volvamos a los finales de los 1930 cuando se inició el tema sacro con un dibujo de San Pablo (1935), montado a caballo y escuchando la misteriosa voz: “Saule, Saule.” Entonces buscaba nuevas fuentes en las acuarelas El cazador de lagartos (1937) y El paredón blanco (1937); recreaba la guerra civil desarrollada en su drama Por los caminos van los campesinos e interrelacionaba tres de sus figuras predilectas: el burgués, el ángel y el santo en San Francisco y el burgués (27 × 52 cm ), también conservado en la Colección Fernández del BCN. En cuanto a la década de los cuarenta, fue la más fecunda del artista, que el literato no podía ocultar. Impulsados por la diás-
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pora artesanal, humildera y católica de la Cofradía del Taller San Lucas, sus trabajos se proyectaron en una cantidad variada de logros y ejercicios que comprendían nítidos apuntes vernaculares (Personajes de El Güegüence, Paisaje, Guitarrista), grabados y dibujos sacros, ubicados en un contexto nicaragüense (Natividad, Virgen del Menco), ilustraciones griegas (Edipo y la Esfinge, Mujer con cántaro), escenas folklóricas, adaptaciones de códices precolombinos (El Cacique Nicarao y el conquistador Gil González Dávila, que mejoraría notablemente una década después) y otros dibujos lineales, sellados por la originalidad: una Pietá, un Árbol —con pájaro cantando— con sus raíces en la tierra, un rascacielos simplificado, una población lacustre reducida a sus mínimos elementos. Todo ello para ilustrar el Cuaderno del Taller San Lucas. De esos años data, asimismo, una nueva concepción —prodigio estilizado de figura ecuestre en movimiento— de “La canción popular”; hablamos de Tauro y Centauro, reproducida tantas veces en revistas del país y del que no podemos prescindir en una muestra antológica de sus dibujos. Apareció como ilustración de su ensayo “Los toros en el arte popular nicaragüense” (Cuaderno del Taller San Lucas, No. 4, 4 de octubre 1944).
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Tauro y centauro, grabado PAC.
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Pero sus cuadros de regulares dimensiones los concentró en su única exposición, primera que en Nicaragua se adquiría en su totalidad el día de su inauguración. Presentada en Nuevos Horizontes del 27 de septiembre al 2 de octubre de 1945, reunía las siguientes piezas que desconocemos, salvo una reproducción de la última: los óleos Tapia, Nocturno, Camino, Primer aguacero, Memoria infantil del cartel y Sagrado corazón de Jesús, luz del pobre; la témpera El Milagro de América; las acuarelas La muerte del caballo, Momotombo y Momotombito, La Miseria Poverella o Jacopone, Biografía del Centauro (dos fragmentos), Apunte folklórico de La Yegüita y el boceto a carboncillo del Sagrado corazón de Jesús, luz del pobre. Como se ve por los títulos, esta colección seguía las orientaciones plasmadas en el Cuaderno del Taller San Lucas. De 1946 a 1949, Pablo Antonio residió en México y España; y no sabemos si continuó en la brecha plástica. Pero al retornar a finales del último año, reinició sus actividades culturales fundando
FIG.67. El hombre primitivo nicaragüense, acuarela PAC.
FIG.68. Descubrimiento del Gran Lago, acuarela PAC.
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en Managua la Casa de la Cultura, editando el número cinco del Cuaderno del Taller San Lucas y dirigiendo la revista Semana. Esta última publicación periódica de 1950 contiene los frutos de su aplicación plástica que, ampliando con renovado entusiasmo, abarcaba viñetas, volcanes, etc., y un dibujo primitivista, fluvial, con ricos detalles de fauna y flora dentro de una sencillez compositiva. En los primeros años cincuenta, Pablo Antonio abandonó sus tareas de promoción cultural; pero no sus inquietudes artísticas que depuró en el dibujo logrando más poesía en la composición y en el color. Así lo prueba su serie de acuarelas —verdaderos bocetos para tapices— sobre temas de historia patria: El hombre primitivo nicaragüense, Descubrimiento del Gran Lago, Las Casas y los indios y La hazaña de Rafaela Herrera, que apreciamos en la valiosa Revista Centroamericana de Carmen Sequeira.
FIG.69. Las Casas y los indios, acuarela PAC.
FIG.70. La hazaña de Rafaela Herrera, acuarela PAC.
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Ahora bien: la culminación de su plástica la encontró en una empresa sin precedentes en Hispanoamérica: la primera edición, personal, de El Jaguar y la Luna (1959). Impresa en Artes Gráficas, contiene dieciocho dibujos: unos adaptados de cerámicas nicaragüenses —su fuente en general— y otros originales, indelebles, modelos de estilización y distribución de color. Recordemos, por citar sólo uno, el dibujo de la portada que alude a los elementos del título y que emprende el mismo vuelo de la poesía pictográfica china. Lo mismo puede decirse de los restantes, menos del que ilustra el poema “Códice de Abril,” tendiente al mural y menos primitivo y misterioso. POSTDATA PLURAL
Años después de la anterior aproximación a la plástica de Pablo Antonio Cuadra, el rumano Stefan Baciú emitió una valoración de la misma, que transcribimos: “Aprovechando los temas folklóricos, los dibujos y temas mayas, PAC supo —como lo hizo en México magistralmente el guatemalteco Carlos Mérida— mezclar lo ancestral con lo ultramoderno. Nadie hizo vignettes más típicas y más al día que el autor de Por los caminos van los campesinos. Al lado de los grabados de Joaquín Zavala Urtecho, los dibujos e ilustraciones de PAC son lo mejor que el vanguardismo nicaragüense aportó a las artes visuales.” También transcribimos, para dar una imagen completa del tema, este breve juicio de Xavier Zavala, escrito cuando ya Cuadra había logrado otra muestra perdurable de ilustraciones: la de su libro La ronda del año (1988), poemario en el que figuran doce piezas distintas entre sí, pero con su toque personal, correspondiente a cada uno de los meses del calendario. Para Zavala, el toque del arte pabloantoniano consiste en una expresividad lacónica, “sin perder la conexión y alusión a lo precolombino, que se inserta más en la herencia de Picasso, de Miró, de Chagall. Menos hierático, más suelto, más sensual…”
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Platos de cerámica. PAC.
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Posteriormente, en agosto de 1992, Cuadra ya había facturado los diseños de sus tapices policromados en lana. En esa fecha pudimos apreciar, al lado de sus pinturas-ilustraciones para la historia de Nicaragua, objetos del Gran Lago, escenas de los Cantos de Cifar y ángeles —treinta tapices. ¿Sus temas? Mercedes Gordillo los señala e interpreta: Volcanes en erupción, pájaros, estrellas, jaguares, la luna, escaleras, flores y personas se presentan en inesperadas soluciones. Son pretextos para juegos expresivos de formas y colores: una danza poética llena de frescor y lucidez. Y en toda esta temática, realizada dentro de una gran economía de recursos, no encontramos ningún derroche, ningún exceso, nada sobra; todo se conjuga dentro de un equilibrio de formas sencillas y funcionales. Pablo Antonio no le teme al espacio vacío, incluso ante la caligrafía como propuesta estética, en el tapiz Caballito de Bamba: las letras negras parecen bailar en el espacio blanco.
FIG.72.
La isla de Cifar. PAC.
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Pero se imponía la primigenia herencia chorotega: sus dibujos en cerámica revitalizados y renovados por una mano que, después de trazar palabras creadoras, asimila tanto lo tradicional como lo moderno, la figuración vernácula y las imágenes religiosas, el paisaje primitivista y las líneas de Picasso, los rostros de Rivera y la composición surrealista. Una plástica estilizada y humilde en colorido, pero ahora con un dibujo sorprendente que se apoya en el color, contribuyendo a destacar formas y volúmenes. Gordillo agrega: Verdes, rojos, blancos y negros, azules, amarillos, magentas, aplicados con sobriedad y conocimiento. El color por el color mismo, en muchos casos sin matices, quizá como mejor conviene a la tapicería. Volviendo a sus dibujos e ilustraciones, falta decir que muchas muestras han quedado en libros y revistas, separatas y suplementos; las más conocidas o recuperadas, ya se han estudiado, y, una de ellas —Paco Monejí y su cometa— fue incluida en la obra de otro rumano: Iordan Chimet, sobre pintura latinoamericana. Pero la mejor síntesis fue escrita por Mario Cajina-Vega: Los dibujos de PAC se inspiran en un concepto pictórico y se realizan con ojos y mano de pintor. Su técnica del grabado en madera arranca de las xilografías medievales, con imágenes planas a las que el fondo de la tinta da perspectivas cubistas; su movimiento se alza en la levitación de un Chagall egipcio… Tan sólo en los pictogramas de El Jaguar y la Luna acudió al códice y al sello de barro indígenas, pintando entonces como sobretiras de venados, de papel amate o tiza de petroglifo. Todas sus figuras, fuera de este ciclo del códice, parecen llevar el halo de aquella carpintería de Nazaret: siluetas familiares, trazos domésticos con los rasgos de las escenas caseras o el paisaje campestre: la rama es un alero, el rancho un oratorio, la guitarra una constelación, el lazo un lucero, y el trazo (perfil o sustancia) las alas de la materia en rapto, el trance de la fe en la raíz y los
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India con mecapal. PAC.
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dedos en la estrella. La espada es un ángel que vela, y en su Autorretrato mismo, el ángel de la guarda le calca su paleta velando el esplendor callado de su aura y acentuando el toque mestizo con deleitable morosidad. Una pintura que es el alter-ego de una poesía, como simbiosis del artista.
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MÚSICA
CON EL OÍDO A TIERRA
Prólogo ‘Con la música por dentro’ Carta sobre música nicaragüense a Eduardo Alaniz Apunte en recuerdo de Tino López Entre la pistola y la guitarra La república ilimitada de Erwin Krüger Salvador Cardenal, maestro de música de todo un pueblo
3 9 17 20 23 26
ARQUITECTURA Prólogo Arquitectura de la inspiración La casa del nicaragüense Carta a un arquitecto El arquitecto y la cultura Managua, capital de Nicaragua Guía de la Catedral más nueva de América
35 39 42 47 51 57 67
PLÁSTICA
INCURSIONES DE LA MIRADA
Una mirada afuera Botticelli: Orfeo se hace pintor Re-visión de Miguel Ángel La pintura de éxtasis de El Greco
90 94 98
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Las Meninas de Velázquez Henry Moore en la tumba de Agamenón El expresionismo picassiano y nuestras cerámicas indígenas Poema para Joan Miró José Llorens Artigas Mathías Goeritz el hacedor incesante Cuevas: un monstruo del dibujo
102 105 112 118 120 122 127
Una mirada adentro Nuestro arte aborigen El proceso de mestizaje de las artesanías El grabado, máquina del tiempo Presentación de la pintura nicaragüense
132 137 143 148
NOTAS SOBRE ARTISTAS NICARAGÜENSES DEL SIGLO XX
Peñalba, pionero de la pintura nicaragüense Armando Morales Las esculturas de Ernesto Cardenal Marina de Solentiname Rolando Castellón con los ojos del indio La fuerza germinativa en Hugo Palma Alfonso Ximénez y la casa nica La pintura religiosa de Orlando Sobalvarro
155 158 173 174 176 177 179 181
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indice
Montenegro y el oculto milagro de su dibujo Los aluminios “simultaneístas” de Ramem El hondo dramatismo de Róger Pérez de la Rocha Las xilografías festivas de María Gallo Dreyfus en el sagrado punto inicial Omar D’León Alejandro Aróstegui Epílogo ‘Pablo Antonio y su afición a la plástica’
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182 185 192 193 195 196 198 201
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Índice de ilustraciones 13 Jinete y guitarra, PAC, grabado
39 41 42 45 48 52 54
58 60 66 68 69 72 74 75 79 81
sobre madera, cortesía colección PAC FIG. 1. Rancho, río San Juan FIG. 2. Casa proletaria, Matagalpa FIG. 3. Esquina, Granada FIG. 4. Puerta esquinera, León FIG. 5. Vista de León hacia el volcán Telica FIG. 6. Cruz del siglo, Granada FIG. 7. Vista de Managua alrededor de 1969, cortesía Centro Cultural Managua FIG. 8. Huellas de Acahualinca FIG. 9. Vista de Managua hacia el noroeste FIG. 10. Vista nocturna de Managua FIG. 11. Catedral de Managua FIG. 12. Nave, catedral de Managua FIG. 13. Techo, catedral de Managua FIG. 14. Altar, catedral de Managua FIG. 15. Puerta, catedral de Managua FIG. 16. Sangre de Cristo, catedral de Managua FIG. 17. Vista interior del campanario
85 FIG. 18. Dibujo isométrico
91 95 97 99 101 103 107 111
113
114 115
116 119 121
representando la posición de las ocho campanas de la catedral FIG. 19. El nacimiento de Venus, Sandro Botticelli FIG. 20. La Creación, Michelangelo Buonarroti FIG. 21. David, Michelangelo Buonarroti FIG. 22. El Expolio, El Greco FIG. 23. Entierro del conde de Orgaz, El Greco FIG. 24. Las Meninas, Diego Velázquez FIG. 25. Figura reclinada, Henry Moore FIG. 26. Two figures sharing same green blanket, Henry Moore FIG. 27. Modelos de silueta de jaguar, tipo B. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I. FIG. 28. Mujer ante el espejo, Pablo Picasso FIG. 29. Motivo estilizado de serpiente emplumada, tipo B. Península de Nicoya, Costa Rica. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I FIG. 30. Guernica, Pablo Picasso FIG. 31. Devant la lune, Joan Miró FIG. 32. Sin título, José Llorens Artigas, acrílico sobre
Nota: Figs. 1– 6, 8 –16 y 32, fotografiadas por César Correa Oquel.
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de
cartulina crescent, 24 × 37.5 cm, cortesía colección PAC FIG. 33. Sin título, Mathías Goeritz, acrílico sobre bramante, 29 × 37 cm, cortesía colección PAC FIG. 34. Sin título, José Luis Cuevas, litografía, 44 × 59.5 cm, cortesía colección PAC FIG. 35. Tazones de Cerámica Luna. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I FIG. 36. Artesanía indígena cortesía Helio Gutiérrez y casa de antigüedades ‘La Bocona’ FIG. 37. Grabado del Taller San Lucas, PAC, grabado sobre madera FIG. 38. Motivos indígenas. Samuel K. Lothrop, Cerámica de Costa Rica y Nicaragua, VOL. I FIG. 39. Fiesta en Diriamba, Leoncio Sáenz, 1960, óleo sobre masonite, 85.5 × 120 cm, cortesía Pinacoteca BCN FIG. 40. Machetero, Rodrigo Peñalba, 1960, óleo sobre masonite, 85.5 × 120 cm, cortesía Pinacoteca BCN FIG. 41. Árbol espanto, Armando Morales, 1956, cortesía Armando Morales FIG. 42. Ferryboat III, Armando Morales, 1964, cortesía Pinacoteca BCN
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ilus traciones
161 FIG. 43. Dos mujeres,
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Armando Morales, 1967, cortesía Armando Morales FIG. 44. Pescadoras, Armando Morales, 1979, cortesía Armando Morales FIG. 45. Gimnasio, Armando Morales, 1979, cortesía Armando Morales FIG. 46. Bañistas, bicicletas, dos jaulas de pájaros, caballo blanco, Armando Morales, 1991, cortesía Armando Morales FIG. 47. Adiós a Sandino I, Armando Morales, 1985, cortesía Armando Morales FIG. 48. Mujeres de Puerto Cabezas I, Armando Morales, 1984, cortesía Armando Morales FIG. 49. La puesta en el sepulcro, Armando Morales, 1989, cortesía Armando Morales FIG. 50. Selva, Armando Morales, 1992, cortesía Armando Morales FIG. 51. Zarceta, Ernesto Cardenal, cortesía Galería de los Tres Mundos FIG. 52. Arboleda junto al río, Marina de Solentiname, 2000, óleo sobre tela, 32 × 51 cm, cortesía ‘Añil’– Galería de artes visuales FIG. 53. Objeto desconocido I V, Rolando Castellón, 1980, técnica mixta, cortesía ‘Añil’– Galería de artes visuales
Nota: Figs. 33, 34, 39, 40 y 51–53, fotografiadas por César Correa Oquel.
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178 FIG. 54. Pegaso liberado,
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Hugo Palma-Ibarra, 1987, óleo sobre tela, 70 × 80 cm, cortesía Museo-Fundación Hugo Palma-Ibarra 180 FIG. 55. Casas y lago, Alfonso Ximénez, 2002, óleo sobre tela, 150 × 200 cm cortesía Galería Epikentro 181 FIG. 56. San Sebastián, Orlando Sobalvarro, 1999, óleo sobre tela, 186 × 244 cm, cortesía Galería ‘El Águila’ 183 FIG. 57. El Mar, Carlos Montenegro, 1999, óleo sobre cartón, 50 × 50 cm cortesía Galería Códice 186 FIG. 58. La niña del piojo, Ramem, acrílico sobre masonite, 28 × 37 cm, cortesía colección PAC 188 FIG. 59. Tutankamón, Ramem, 1977, collage y metal repujado sobre madera, 59 × 94 cm, cortesía Pinacoteca BCN 192 FIG. 60. Alumbramiento, Róger Pérez de la Rocha, 1980, mixta sobre tela, 81 × 122 cm, cortesía Róger Pérez de la Rocha 194 FIG. 61. Madona, María Gallo, 1999, xilografía intervenida (pieza única), 46 × 61 cm, cortesía ‘Añil’– Galería de artes visuales 195 FIG. 62. De los encasillados #1, Bernard Dreyfus, 1999, acrílico y óleo sobre tela, 150 × 150 cm, cortesía ‘Añil’– Galería de artes visuales
197 FIG. 63. Paisaje con cerca
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roja, Omar D’León, (años 50), óleo sobre tela, 39 × 49.5 cm, cortesía Pinacoteca BCN FIG. 64. Naturaleza muerta, Alejandro Aróstegui, 1978, mixta sobre madera, 120.5 × 96 cm, cortesía Pinacoteca BCN FIG. 65. Soledad, Madre, PAC, grabados sobre madera FIG. 66. Tauro y centauro, PAC, grabado sobre madera FIG. 67. El hombre primitivo nicaragüense. FIG. 68. Descubrimiento del Gran Lago. PAC, ambas 16 × 23.5 cm, acuarelas sobre cartulina FIG. 69. Las Casas y los indios. FIG. 70. Hazaña de Rafael Herrera. PAC, ambas 16 × 23.5 cm, acuarelas sobre cartulina FIG. 71. Platos de cerámica, PAC, 35 cm diám. × 6.5 cm alto, acrílico sobre barro cocido FIG. 72. La isla de Cifar, PAC, 23.5 × 22 cm, acrílico sobre madera hallada FIG. 73. India con mecapal, PAC, 28 cm ancho × 41 cm largo × 76 cm alto, piedra volcánica
Nota: Figs. 54–59, 61–64 y 67–72, fotografiadas por César Correa Oquel. Fig. 60, fotografiada por Miguel Ernesto Montiel.
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Colección Cultural de Centro América OBRAS
PUBLICADAS
serie estudios arqueológicos 1
nicaraguan antiquities *
4
Carl Bovallius Traducción: Luciano Cuadra 2
Samuel K. Lothrop Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
investigaciones arqueológicas en nicaragua* J.F. Bransford Traducción: Orlando Cuadra Downing
3
cerámica de costa rica y nicaragua VOL. II
5
quetzalcóatl César Sáenz
cerámica de costa rica y nicaragua VOL. I Samuel K. Lothrop Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
serie fuentes históricas 1
2
6a
diario de john hill wheeler Traducción: Orlando Cuadra Downing
la guerra en nicaragua según frank leslie’s illustrated newspaper*
documentos diplomáticos de william carey jones
Selección, introducción y notas: Alejandro Bolaños Geyer Traducción: Orlando Cuadra Downing
Traducción: Orlando Cuadra Downing 6b 3
documentos diplomáticos para servir a la historia de nicaragua
Selección, introducción y notas: Alejandro Bolaños Geyer Traducción: Orlando Cuadra Downing
José de Marcoleta 4
historial de el realejo Manuel Rubio Sánchez Notas: Eduardo Pérez Valle
5
la guerra en nicaragua según harper’s weekly journal of civilization*
7
testimonio de joseph n. scott 1853–1858
el desaguadero de la mar dulce Eduardo Pérez Valle
Introducción, traducción y notas: Alejandro Bolaños Geyer
8
los conflictos internacionales de nicaragua Luis Pasos Argüello
*Edición bilingüe.
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COLECCIÓN
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CULTURAL
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DE
CENTRO
AMÉRICA
serie literaria 1
9
pequeñeces… cuiscomeñas de antón colorado Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
2
Introducción, selección y notas: Julio Valle Castillo 10a
versos y versiones nobles y sentimentales Salomón de la Selva
3
la dionisiada
10b
las gacetillas 1878–1894 Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
5
dos románticos nicaragüenses: carmen díaz y antonio aragón
11
el movimiento de vanguardia de nicaragua –análisis y antología Pedro Xavier Solís
obras en verso
12
Lino Argüello (Lino de Luna) Introducción y notas: Franco Cerruti 7
cartas desconocidas de rubén darío Compiladores: José Jirón Terán y Jorge Eduardo Arellano
Introducción y notas: Franco Cerruti 6
darío por darío –antología poética de rubén darío Introducción: Pablo Antonio Cuadra
NOVELA
Salomón de la Selva 4
poemas modernistas de nicaragua 1880–1972
literatura centroamericana – diccionario de autores centroamericanos Jorge Eduardo Arellano
escritos biográficos Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
8
los editoriales de la prensa 1878 Enrique Guzmán Introducción y notas: Franco Cerruti
serie histórica 1
5
filibusteros y financieros William O. Scroggs Traducción de Luciano Cuadra
2
Jerónimo Pérez 6
los alemanes en nicaragua
4
cuarenta años ( 1838–1878 ) de historia de nicaragua Francisco Ortega Arancibia
Götz Freiherr von Houwald Traducción de Resi de Pereira 3
obras históricas completas
7
historia de nicaragua
historia moderna de nicaragua – complemento a mi historia
José Dolores Gámez
José Dolores Gámez 8
la guerra en nicaragua William Walker Traducción de Fabio Carnevallini
la ruta de nicaragua David I. Folkman Jr. Traducción: Luciano Cuadra
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OBRAS
9
PUBLICADAS
14
hernández de córdoba, capitán de conquista en nicaragua
15
historia de nicaragua
TOMO I
un atlas histórico de nicaragua – nicaragua, an historical atlas*
TOMO II
Francisco Xavier Aguirre Sacasa Introducción: John R. Hébert
Tomás Ayón 11
historia de nicaragua Tomás Ayón
16 12
historia de nicaragua
TOMO III
Tomás Ayón 13
colón y la costa caribe de centroamérica Jaime Incer Barquero y otros autores
Carlos Meléndez 10
Page C
nicaragua en la independencia Chester Zelaya Goodman Presentación: Carlos Meléndez
reflexiones sobre la historia de nicaragua José Coronel Urtecho
serie cronistas 1
5
nicaragua en los cronistas de indias, siglo XVI Introducción y notas: Jorge Eduardo Arellano
2
Introducción y notas: Eduardo Pérez Valle 6
nicaragua en los cronistas de indias, siglo XVII Introducción y notas: Jorge Eduardo Arellano
3
descubrimiento, conquista y exploración de nicaragua Selección y comentario: Jaime Incer Barquero
7
nicaragua en los cronistas de indias: oviedo Introducción y notas: Eduardo Pérez Valle
4
centroamérica en los cronistas de indias: oviedo TOMO II
piratas y aventureros en las costas de nicaragua Selección y comentario: Jaime Incer Barquero
centroamérica en los cronistas de indias: oviedo TOMO I Introducción y notas: Eduardo Pérez Valle
serie ciencias humanas 1
3
ensayos nicaragüenses Francisco Pérez Estrada
2
obras de don pío bolaños VOL. II
Introducción y notas: Franco Cerruti
obras de don pío bolaños VOL. I
4
Introducción y notas: Franco Cerruti
romances y corridos nicaragüenses Ernesto Mejía Sánchez
*Edición bilingüe.
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CULTURAL
obras VOL. I
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DE
9
muestrario del folklore nicaragüense
obras VOL. II
Pablo Antonio Cuadra, Francisco Pérez Estrada 10
memorial de mi vida Fray Blas Hurtado y Plaza Estudio preliminar y notas: Carlos Molina Argüello
8
AMÉRICA
Carlos Cuadra Pasos Carlos Cuadra Pasos 7
CENTRO
nicaragua – investigación económica y financiera ( 1928 )
W.W. Cumberland Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
relación verdadera de la reducción de los indios infieles de la provincia de la tagüisgalpa, llamados xicaques
11
el sendero incierto –the uncertain path* Luis Poma Traducción: Armando Arias Prólogo: Ricardo Poma
Fray Fernando Espino Introducción y notas: Jorge Eduardo Arellano
serie geografía y naturaleza 1
3
notas geográficas y económicas sobre la república de nicaragua
peces nicaragüenses de agua dulce Jaime Villa
Pablo Lévy Introducción y notas: Jaime Incer Barquero 2
memorias de arrecife tortuga Bernard Nietschmann Traducción: Gonzalo Meneses Ocón
serie viajeros 1
3
viaje por centroamérica Carl Bovallius Traducción: Dr. Camilo Vijil Tardón
2
piratas en centroamérica, siglo XVII John Esquemeling, William Dampier Traducción: Luciano Cuadra
siete años de viaje en centro américa, norte de méxico y lejano oeste de los estados unidos
4
el naturalista en nicaragua Thomas Belt Traducción y notas: Jaime Incer Barquero
Julius Froebel Traducción: Luciano Cuadra *Edición bilingüe.
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OBRAS
5
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PUBLICADAS
apuntamientos sobre centroamérica – honduras y el salvador Ephraim George Squier Traducción: León Alvarado Prólogo: Jorge Eduardo Arellano Notas: William V. Davidson
serie costa atlántica 1
narración de los viajes y excursiones en la costa oriental y en el interior de centroamérica, 1827 Orlando W. Roberts Traducción: Orlando Cuadra Downing
serie biografías 1
larreynaga – su tiempo y su obra Eduardo Pérez Valle
serie textos 1
declaraciones sobre principios de contabilidad generalmente aceptados en nicaragua Colegio de Contadores Públicos de Nicaragua
serie música grabada en disco 1
2
nicaragua: música y canto BALD 00-010 CON COMENTARIOS GRABADOS
nicaragua: música y canto BALD 011-019 SIN COMENTARIOS GRABADOS, CON FOLLETO IMPRESO BILINGÜE
Salvador Cardenal Argüello
Salvador Cardenal Argüello
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CULTURAL
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DE
CENTRO
AMÉRICA
serie educación 1
la poesía de rubén darío José Francisco Terán
serie tesis doctorales 1
2
la república conservadora de nicaragua, 1858–1893 Arturo Cruz S. Traducción: Luis Delgadillo Prólogo: Sergio Ramírez Mercado
misión de guerra en el caribe – diario de don francisco de saavedra y de sangronis, 1780–1783 Manuel Ignacio Pérez Alonso, s.j. Prólogo: Guadalupe Jiménez C.
serie pablo antonio cuadra 1
6
poesía i Compilación y prólogo: Pedro Xavier Solís
2
Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Nicasio Urbina Guerrero 7
poesía ii Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Jaime Incer Barquero
3
8
ensayos i
folklore Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Carlos Mántica Abaunza
9
crítica de arte Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo música: Carlos Mántica Abaunza; Prólogo arquitectura: José Francisco Terán; Epílogo artes plásticas: Jorge Eduardo Arellano
ensayos ii Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Cardenal Miguel Obando Bravo
5
crítica literaria ii Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Nicasio Urbina Guerrero
Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Alejandro Serrano Caldera 4
crítica literaria i
narrativa y teatro Compilación: Pedro Xavier Solís Prólogo: Sergio Ramírez Mercado
serie etnología 1
2
mayangna – apuntes sobre la historia de los indígenas sumu en centroamérica Götz Freiherr von Houwald Traducción: Edgar Castro Frenzel Edición: Carlos Alemán Ocampo y Ralph A. Buss
estudio etnográfico sobre los indios mískitos y sumus de honduras y nicaragua Eduard Conzemius Traducción y prólogo: Jaime Incer Barquero
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