3 El rostro del catequista lo decisivo es el amor

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El talante del catequista: lo decisivo es el amor.1 “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21,17) Marcelo Alarcón Álvarez2 El evangelio de Juan (evangelio del discípulo amado), nos ofrece una pista para fortalecer el discipulado misionero: lo decisivo es el amor. La figura más destacada en el Evangelio es la del discípulo, sobre todo en la expresión “el discípulo amado”3. Su nombre permanece en el anonimato haciendo resaltar aún más su condición discipular y su característica más propia: el amor. Una breve mirada a su figura puede ayudarnos a visualizar un talante discipular centrado en el amor y en la experiencia creyente. Al mismo tiempo confirma la supremacía de la eclesiología del amor y la gracia, por sobre la del mérito personal. El discípulo amado es, al parecer, quien conserva los detalles de su primer encuentro con Jesús: “Fueron pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran más o menos las 4 de la tarde” (1,39). El evangelio nos irá presentando un bello contraste entre el discípulo amado y Pedro. El discípulo amado encuentra primero a Jesús. Andrés, su compañero le anuncia a Simón que han encontrado al Mesías y le lleva donde Jesús. Pedro no dice nada y Jesús no le dice “sígueme”. Se lo dirá únicamente después de la resurrección, cuando Pedro confiese su amor por Jesús (21,19), es decir, cuando se haga “discípulo amado”. Durante la cena de Pascua (13,23-26) quien se encuentra cerca de Jesús es el discípulo amado. Pedro se comunica con Jesús a través de éste. La noche de la pasión, cuando prenden a Jesús y lo llevan a casa de Anás y Caifás, Pedro y el discípulo siguen a Jesús. El discípulo entra con Jesús en la casa del Sumo Sacerdote y Pedro se queda afuera. Luego el discípulo hace entrar a Pedro, sólo que para negar a Jesús tres veces (18,12-27).

Material elaborado para el XIII Encuentro Diocesano de Catequistas, Diócesis de Valdivia. Futrono, Domingo 27 de octubre. 2 Secretario Ejecutivo del Área de Formación Teológico-Pastoral del Instituto Pastoral Apóstol Santiago. Coautor del programa de Catequesis Familiar de Iniciación a la Vida Eucarística. 3 El cuarto Evangelio no menciona a los apóstoles. El término “apóstol” aparece sólo en 13,16 con el sentido común (no-técnico) de “enviado”. 1

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Al pie de la cruz sólo hay cuatro discípulos: María, la madre de Jesús, su hermana, María Magdalena y el discípulo a quien Jesús amaba. Pedro está desaparecido. Es el discípulo quien acoge a la Madre de Jesús en su casa (19,25-27). Después de que Jesús muere, no es Pedro sino el discípulo el que da testimonio: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (19,35). En 20,1-10, después de la resurrección, cuando llega la noticia de María Magdalena acerca del sepulcro vacío los dos corren al sepulcro y el discípulo llega primero. Pedro entró y sólo vio; el discípulo, en cambio, entró, vio y creyó. El último contraste lo tenemos en el capítulo 21. Cuando Jesús resucitado se aparece y realiza la pesca milagrosa, el texto nos cuenta que “El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor” (v.7). Es, pues, el discípulo el primero que reconoce a Jesús y se lo dice justamente a Pedro, estando también presentes los otros discípulos. Después de comer Jesús se dirige tres veces a Pedro con la pregunta: Simón, hijo de Juan ¿me amas? Jesús quiere saber de Pedro si se reconoce como discípulo. En caso afirmativo, Jesús lo confirma como pastor de la Iglesia. Pedro puede ser pastor, si primero es discípulo. Sólo entonces, después de situarse desde el amor y escuchar de labios de Jesús como glorificaría a Dios muriendo, por primera vez en el Evangelio, el Señor le dice: “sígueme” (21,19). En Pedro, el discípulo amado, Ignacio y todos los demás discípulos, la experiencia de fe en Cristo vivo que actúa movida por el amor se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre. “El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo”.4 ¿En qué se nota un discípulo de Jesús puesto al servicio del Reino? ¿Qué discipulado facilitará la experiencia de un Dios Padre, de relaciones fraternas y horizontales entre las personas, de bienes compartidos…? Buscando aportar a una espiritualidad del Catequista centrada en Jesús y su amor llevado al extremo, me atrevo con tres fisonomías discipulares que pueden encarnarla. No se excluyen, sino que se complementan como aspectos de la experiencia de Jesucristo. - Por amor el discípulo incluye… 4

Porta fide. Carta apostólica en forma de motu proprio del Papa Benedicto XVI con la que se convoca el Año de la fe, octubre 2011, nº 6-7.

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“El que cuelga del madero es maldito de Dios”, un cuerpo que, por su impureza, mancha la tierra que Dios nos ha dado5. Así pensaban quienes a la distancia vieron al crucificado. Terminaba una etapa que había comenzado con la encarnación en virtud de la cual Dios se incluyó e implicó con la humanidad de un modo irreversible. El hecho es que el Padre salvó al mundo a través de su Hijo, excluido entre los excluidos: en la periferia de la ciudad, sin poder, desplazado por su impureza, en el más absoluto desamparo. En palabras de Aparecida –y del Salmo 117,22- Jesús en la cruz es un sobrante, un desechable.6 La razón de esta exclusión se puede observar en la característica más propia del ministerio de Jesús: la inclusión de los excluidos, de aquellos que lo eran en razón de su pureza y de los que lo eran en razón de su pobreza o fragilidad: “En su Reino de Vida, Jesús incluye a todos: come y bebe con pecadores (Cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho (Cf. Mt 11,19); toca leprosos (Cf. Lc 5,13), deja que una mujer prostituta unja sus pies (Cf. Lc 7,36-50)…”.7 Al ofrecer tan fácilmente el Reino a los impuros, pobres y pecadores, Jesús entró inevitablemente en conflicto con los responsables de la pureza y santidad de quienes se relacionan con Dios. La práctica de Jesús estuvo orientada por uno de sus pasajes predilectos: “Consuelen, consuelen a mi pueblo dice el Señor…” (Is 40,1ss), despertando en él una pasión desbordante a favor de los excluidos y en confrontación con los opresores que ¡despojan de sus derechos a los pobres, hacen de las viudas su presa y despojan a los huérfanos…! (Cf. Is 40,1ss). De ahí que el cristianismo tenga un componente integrador e incluyente tan extraordinario, el que trasciende el ámbito de lo puro-impuro. La encarnación y la cruz nos recuerdan que Dios salva gratis, que su amor está por sobre los códigos de la purezaimpureza, pues como nos recuerda el relato del juicio final, sólo el amor salva.8 Quien se ha puesto detrás de Jesús incluye, incorpora a quienes no merecen nada ni por sus obras (pecadores) ni por su condición social (pobres). Si pretendemos cerrar los ojos ante las realidades de exclusión intra y extraeclesial, “no somos defensores de la vida del Reino y nos situamos en el camino de la muerte… [Porque] el que no ama, permanece en la muerte”.9

Cf. Dt 21,23; Ga 3,13. DA, 65. 7 DA, 353. 8 Cf. Mt 25,31-46. 9 DA, 358; 1 Jn 3,14. 5

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¿Cuáles son hoy los excluidos de mi entorno? ¿Qué me ocurre con ellos? ¿Cómo incorporarlos? Un talante así, es gracia y tarea. Dice Pablo: “Todo viene de Dios que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Porque era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos el mensaje de la reconciliación” (2 Cor 5,18-19)

- Por amor el discípulo es compañero de camino… El diagnóstico sobre lo que viven las personas en la sociedad actual, sus búsquedas, sus anhelos, sus amarguras, demandan de nosotros compañía. La Iglesia es sacramento de salvación de un mundo que, en virtud de la encarnación, es también sacramento de Dios. Por ello, los discípulos no contraponemos Iglesia y mundo como si fueran dos cosas totalmente distintas, Dios ama entrañablemente a toda su creación y de Él depende la salvación. El Concilio Vaticano II nos enseña que la Iglesia está al servicio del Reino de Dios y que donde quiera que ocurran buenas cosas para el desarrollo humano, el Reino está aconteciendo, dentro de esa Iglesia de círculos concéntricos que describió tan certeramente el Concilio10. Por ello, los discípulos que acompañan a un mundo que reconocen como carne de su carne y sangre de su sangre, serán el consuelo más tierno que Dios pueda ofrecernos en tiempos en que el presente se eterniza y el futuro se torna incierto. No sabemos bien hacia dónde vamos, qué está ocurriendo. El pasado, los sentidos y las legitimidades que hemos vivido hasta ahora no bastan para explicar y dar sentido a lo que vendrá. Vivimos tiempos de mucha incertidumbre y una Iglesia compañera, que reconoce que el protagonista es el acompañado, que no tiene recetas, pero que sabe estar y quedarse junto a nosotros cuando la vida se hace difícil, es lo que más necesitamos. 10

LG 14-16. “No podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre». Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro”. (Benedicto XVI, Porta fide, nº 10).

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- Por amor el discípulo opta por los pobres… Un discípulo no elude a los pobres, pues ve en ellos a Cristo. Aparecida confirmó la índole cristológica de la opción por los pobres, detallando los que merecen una atención especial. Un cristiano no puede eludirlos si quiere llamarse cristiano. Es una opción “nooptable”. La cercanía con los pobres sintoniza con el Reino de Dios proclamado por Jesús, sobre todo al considerar que nos hallamos en un país injusto y pobre. Con Aparecida decimos que si no hay esperanza para ellos, no la habrá para nadie. El mismo Benedicto XVI, designado en el título más evangélico de su ministerio: “Pater pauperum”, es decir Papa”11, señaló en el discurso inaugural que estamos llamados a ser abogados de la justicia y defensores de los pobres.12 Los discípulos aprendemos de los pobres que no es la riqueza la que buscan, sino condiciones más humanas de vida. Que el antónimo de pobre no es rico, sino digno. Que no se definen por sus carencias, sino por la dignidad que les es propia. Que Dios no los quiere pobres y por ello nos urge de nosotros una respuesta, aunque les ofrece el Reino como compensación. Por último, el discípulo reconoce que el poder de Dios se transparenta mejor en la debilidad y la pobreza y que éstas nos ofrecen mejores posibilidades de fraternidad, en oposición a las estructuras piramidales que oprimen a tantas personas. 4. Apunte final Como Catequistas llevamos la Buena Noticia del Evangelio con optimismo, pues estamos convencidos de que Dios actúa en la historia y su acción siempre nos abre nuevas posibilidades. Con su gracia comprendemos que “La revitalización de la novedad del evangelio no depende tanto de grandes programas y estructuras, sino de hombres y mujeres nuevos”13. Cierro con unas palabras del Papa Benedicto XVI, al anunciar en su carta “La puerta de la fe”14 el festejo de los 50 años del Concilio Vaticano II y el Año de la Fe: “Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó… Richard, Pablo. “Será posible ahora construir un nuevo modelo de Iglesia”. En Aparecida, renacer de una esperanza. Amerindia, 2007. 12 DI, 4; DA 395. 13 DA, 11. 14 PF, 13. 11

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Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro… Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2,42-47)… Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores… Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7,9; 13,8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban. También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia”.

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