EL MUNDO DEL NUEVO TESTAMENTO
El imperio romano en el siglo I d. C. 1 INTRODUCCIÓN Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas; ahora, en este momento final, nos ha hablado por medio del Hijo (Heb 1, 1-2). Estas palabras de la carta a los Hebreos muestran que la revelación de Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento había quedado abierta a una manifestación más plena y definitiva. Aquella primera revelación, realizada por medio de los profetas, ha culminado en la manifestación del Hijo después de una larga espera. En el Hijo, Dios nos ha revelado su rostro de Padre y su proyecto de amor sobre la humanidad. La vida y las enseñanzas de Jesús señalan, pues, la llegada de los últimos días, el tiempo de la plenitud que hace nuevas todas las cosas (Ap 2, 15). Esta manifestación del Hijo ha tenido lugar en un tiempo concreto, en un espacio y en una cultura bien delimitados, los cuales, sin embargo, son lejanos para nosotros. Por eso, el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Divina Revelación nos invita a "tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse y de contar las cosas que se utilizaban en tiempos del escritor" (D.V., 12). El propósito de esta introducción es ofrecer algunos datos que ayuden a situar el Nuevo Testamento en su contexto histórico, literario y teológico, intentando acortar distancias entre aquel tiempo y el nuestro, con la esperanza de que todo ello nos ayude a comprender mejor el mensaje que Dios ha querido revelarnos por medio de su Hijo. Los escritos del Nuevo Testamento nacieron en una situación histórica concreta. Su principal finalidad fue animar, ilustrar y consolidar la fe de las primeras comunidades cristianas, que se habían extendido por las costas del Mediterráneo durante el segundo tercio del siglo I d. C. Por entonces, todas aquellas comunidades se encontraban en territorios pertenecientes al imperio romano, al cual también pertenecía Palestina, que había sido el escenario de la vida de Jesús de Nazaret. Así pues, podemos decir que el contexto histórico del Nuevo Testamento está formado por dos círculos concéntricos: el primero, el más cercano, es la historia del cristianismo naciente; el segundo, el más amplio, es el imperio romano, en cuyo seno nació el cristianismo.
El imperio romano en el siglo I d. C. El imperio romano, tal como lo encontramos en el siglo I d. C, es el resultado de una larga historia. A lo largo de esta historia dos fueron los factores que hicieron posible su dominio y su esplendor. Por un lado, su capacidad militar y organizativa, apoyada en un derecho público desarrollado; y por otro, su capacidad para asumir la cultura griega a lo largo de casi medio milenio de inculturación. Puede 1
Cfr. Biblia de América, La Casa de la Biblia, Madrid5, 1998, 1431-1443.
decirse que el imperio romano no es otra cosa que la cultura helenística puesta en las manos de un aparato político de origen latino. Al presentar algunos aspectos más sobresalientes de la vida del Imperio Romano, vamos a hacerlo contemplándolo desde el otro lado del Mediterráneo, desde Palestina. Es lógico que así sea, pues allí nació el cristianismo, y desde allí se extendió hacia las partes más occidentales del imperio.
E
l año 64 a. C. Pompeyo depuso a Filipo II, el último descendiente de los seléucidas, y convirtió a Siria en una provincia romana. Un año más tarde (63 a. C.) el mismo Pompeyo conquistó Jerusalén, y a partir de entonces Palestina, integrada en la provincia de Siria, estuvo vinculada a Roma de diversas maneras, hasta que en el año 70 d. C. Tito conquistó Jerusalén, poniendo fin a la guerra contra los judíos. Desde esa fecha Judea pasó a ser una nueva provincia romana. Las conquistas de Pompeyo y Tito son sólo dos ejemplos de una larga serie de acontecimientos, que fueron transformando a Roma, una pequeña ciudad etrusca situada a las orillas del Tíber, en el gran imperio que logró su máximo esplendor durante el siglo I d. C. Por entonces sus fronteras se extendían desde España hasta el Eufrates, y desde el río Danubio hasta el gran desierto del Sahara. En el centro de este vasto imperio se encontraba el mar mediterráneo, al que los romanos llamaban, con razón, "mare internum" (mar interior), y imbién, con cierto orgullo, "mare nostrum" (nuestro mar). Si trazamos una línea vertical en el mapa a la altura de Roma, capital y centro del imperio, y dirigimos nuestra mirada hacia la mitad oriental, tendremos ante nuestros ojos el escenario en el que nacieron y del que hablan los escritos del Nuevo Testamento. Es la parte del imperio donde la influencia de la cultura griega había sido mayor, sobre todo desde la creación del imperio helenístico gracias a las conquistas de Alejandro Magno a finales del siglo I a. C. En el extremo más oriental de la costa mediterránea se encuentra la provincia de Siria, de la que dependía el reino vasallo de Judea, escenario de la vida de Jesús y lugar donde nacieron las primeras comunidades cristianas, en el sur, Egipto y Cirene eran las provincias más importantes. Finalmente, en el norte se encuentran tres grandes penínsulas: Asia Menor, Grecia e Italia, que fueron el escenario de la primera expansión del cristianismo. Todos los territorios del imperio estaban comunicados por una amplia red de carreteras y por las rutas marítimas que cruzaban el Mediterráneo. Ambos caminos, los de la tierra y los del mar, estaban bien protegidos; por ellos circulaban los comerciantes, los correos imperiales, los predicadores itinerantes y los ejércitos a una velocidad media de cuarenta o cincuenta kilómetros diarios. Esta red de comunicaciones facilitó enormemente la primera expansión del cristianismo. Situación política El evangelio de San Lucas cuenta que la predicación de Juan Bautista comenzó el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes rey de Galilea, su hermano Filipo rey de Iturea y de la región de Traconítida, y Lisanias rey de Abilene (Lc 3, 1). Se trata con mucha probabilidad del año 27 de nuestra era, en el que Jesús comenzó su vida pública. ¿Cuál era la situación política de Palestina y del imperio en aquel momento? Herodes y Filipo eran hijos de Herodes el Grande, que había gobernado Palestina con cierta autonomía entre los años 37 y 4 a. C, amparado en un tratado de amistad con Roma. Su gobierno fue próspero y rico en construcciones públicas, como el gran templo de Jerusalén, pero no era apreciado por sus subditos, debido a su origen idumeo y a su sometimiento a los romanos. Al morir, Herodes el Grande dividió sus territorios entre sus tres hijos: al mayor, Arquelao, le correspondió Judea, Samaría e Idumea; a Herodes Antipas, Galilea y Perea; y a Filipo, Iturea y Traconítide. La región más conflictiva era, sin
duda, Judea, pues en ella se encontraba Jerusalén, donde se daban cita las instituciones y los grupos que conservaban más rigurosamente las tradiciones judías. No tardaron en surgir los conflictos y en el año 6 d. C. las autoridades romanas, a instancias de una embajada de notables judíos, destituyeron a Arquelao y pusieron al frente de Judea a un gobernador romano. En el año 29 d. C. dicho gobernador se llamaba Poncio Pilato. Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, que se había educado en la casa del emperador, logró reunir durante un breve tiempo (41-44 d. C.) los territorios de su abuelo. Sin embargo, a su muerte, esos territorios volvieron a ser regidos por un gobernador romano, que, a su vez, dependía del gobernador de Siria. Poco a poco, la tensión entre el pueblo judío y sus dominadores fue creciendo, hasta que en el año 66 d. C. estalló la llamada guerra judía. La destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C. señaló el final de aquella guerra. Desde entonces todos los territorios de Palestina se convirtieron en una nueva provincia imperial que llevaba el nombre de Judea y era la sede de la décima legión. Durante todo este tiempo, el gobierno del imperio sufrió también profundas transformaciones. El emperador Tiberio, del que nos habla Lucas, era hijo adoptivo de Octavio Augusto y era el primer romano que había sucedido, por vía hereditaria, a otro emperador. En efecto, antes de Octavio Augusto, Roma era una república y estaba gobernada por el Senado; pero con la victoria de Augusto sobre las tropas de Marco Antonio en Accio (30 a. C.) y la acumulación de poderes y dignidades en su persona, el poder efectivo del Senado se debilitó, y en Roma se inauguró una nueva forma de gobierno: el principado. En su largo gobierno (27 a. C.-14 d. C.) Augusto tuvo tiempo de organizar el imperio. Dividió las provincias en dos clases: senatoriales e imperiales. Las senatoriales o pacificadas, que eran regidas por un gobernador de rango senatorial, habían sido conquistadas tiempo atrás y no necesitaban un fuerte contingente militar. Sin embargo, las imperiales habían sido conquistadas recientemente y no estaban aún pacificadas, por lo que se hacía necesaria la presencia de las legiones romanas. Al mando de las provincias imperiales estaba un legado, que dependía directamente del emperador. Además de las provincias, existían otros territorios controlados por Roma, pero con cierta autonomía (p. e. Palestina en tiempos de Herodes el Grande y sus sucesores). Esta organización política era uno de los pilares sobre los que Augusto estableció el nuevo imperio. El otro era el ejército, colocado ahora bajo el control directo del emperador. Apoyado sobre los pilares de la burocracia política y el control militar, el imperio gozó de un prolongado período de paz que cantaron los poetas y celebraron las inscripciones públicas; es la era de la llamada "pax augusta". Los sucesores de Augusto (la dinastía Julia-Claudia) gobernaron el imperio hasta el año 68 d. C, pero ni siempre lo hicieron con competencia ni su llegada al trono se vio libre de las intrigas políticas: Tiberio (14-37 d. C), Calígula (37-41 d. C), Claudio (41-54 d. C.) y Nerón (54-68 d. C.) son los emperadores que ocupan este medio siglo de historia romana, dedicados a conservar la herencia de Augusto. En el último tercio del siglo, Roma estuvo gobernada por tres emperadores de la familia Flavia: Vespasiano (69-79 d. C), Tito (79-81 d. C.) y Domiciano (81-96 d. C). Los dos primeros participaron en la guerra judía, y fue Tito quien destruyó Jerusalén y su templo en el año 70 d. C, como da testimonio el arco triunfal que se construyó en su honor y que aún conserva en Roma.