La vida social, económica y religiosa

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EL MUNDO DEL NUEVO TESTAMENTO

La vida social, económica y religiosa1 1. Lo público y lo privado En el evangelio de San Lucas se hacen referencias a la situación política del imperio y de Palestina en tiempos de Jesús. Es cierto que en el Nuevo Testamento pueden encontrarse varias referencias como ésta, pero la mayor parte de sus páginas habla de otros escenarios más concretos, en los que se desarrolla la vida real. Se nos dice, por ejemplo, que Jesús pasó la mayor parte de su vida en una pequeña aldea llamada Nazaret, junto a su familia, y que predicaba por los pueblos y ciudades de Palestina. La vida de los primeros cristianos se desarrolló también en torno a la ciudad y a la casa. Esta impresión que percibimos en el Nuevo Testamento queda confirmada por otros escritos de la época, hasta el punto de que puede decirse que la casa, como ámbito de la vida privada, y la ciudad, como espacio de la vida pública, son las estructuras básicas en las que se desenvolvía la vida de los ciudadanos del imperio. En Palestina, dos siglos y medio de helenización habían introducido algunos cambios en la vida de la familia y de la ciudad. En el siglo I d. C, junto a las estructuras familiares y urbanas tradicionales, pueden encontrarse familias y ciudades que difieren poco de las de otros lugares del imperio. Así, por ejemplo, a seis kilómetros de Nazaret, una pequeña aldea que contaba con poco más de cien habitantes, se encontraba Séforis, una populosa ciudad helenística donde florecía el comercio. En un radio de treinta kilómetros alrededor de Nazaret se podían encontrar un buen número de ciudades helenísticas: Cesárea, Dora, Tolemaida, Tiberiades, Betsaida-Julias, Hipos, Gadara y Escitópolis. Pero también se encontraban junto a ellas multitud de pequeñas poblaciones en las que se vivía según el estilo tradicional judío. Las ciudades del imperio, incluso las de reciente fundación, eran muy parecidas a las ciudades helenísticas, que a su vez habían heredado algo de la independencia propia de las antiguas ciudades-estado de Grecia. Estas ciudades, con una organización y una vida en gran medida independiente, eran las auténticas células vivas del imperio, pues en torno a ellas florecía la industria, el comercio, la cultura, y otras manifestaciones de la vida pública. En algunas de estas ciudades existían colonias judías, que tendrán gran importancia en la primera expansión del cristianismo. La casa, por su parte, es el ámbito de la vida privada. En la casa de las familias pudientes vivían no sólo los parientes, sino también esclavos y libertos. Entre todos los que pertenecen a la casa existe un entramado de relaciones, que difieren notablemente de la estructura familiar tal como hoy la concebimos. Aquella estructura familiar tuvo gran importancia en los orígenes del cristianismo, pues las primeras comunidades cristianas se organizaron en torno 1

Biblia de América, La Casa de la Biblia, Madrid5, 1998, 1431-1443.


a las casas de algunos de sus miembros (véase p. e. Rom 16, 3-5; 1 Cor 16, 19; Col 4, 15; Flm 12). 2. Situación económica Las parábolas de Jesús y los relatos de los evangelios ofrecen algunos datos significativos sobre la situación económica de Palestina en el siglo I d. C: grandes terratenientes que arriendan sus campos a cambio de una parte de los frutos (Mc 12, 1-12), jornaleros que se reúnen cada día en la plaza esperando ser contratados (Mt 20 1-16), recaudadores de impuestos (Mc 2, 13-14; Lc 19, 1-10), mendigos pidiendo limosna en los cruces de los caminos (Mc 10, 46-52). En Galilea, la región más rica de Palestina, la economía estaba basada en la agricultura y la ganadería. En torno al lago de Genesaret la pesca era la principal fuente de riqueza. Existía también una pequeña industria (cerámica y conserva de pescado) y un comercio rudimentario, controlado desde las ciudades. En la región de Judea, sin embargo, el suelo era menos rico y sólo era posible cultivar viñedos y olivares, y criar ganado donde los pastos lo permitían. Dentro de Judea, la situación económica de Jerusalén era más próspera, pues gracias a las peregrinaciones al templo y a los impuestos religiosos llegaban a ella riquezas que eran controladas por las familias sacerdotales. Con una justa distribución, estos recursos económicos habrían sido suficientes para abastecer al país; pero la concentración de la tierra en manos de unos pocos y la enorme presión fiscal ejercida por los gobernantes generó en el país notables desigualdades sociales. Si colocamos en torno a doscientos denarios anuales (el denario era el jornal de un día) la renta mínima familiar necesaria para poder subsistir, sólo una pequeña parte de la población estaría situada por encima de esta frontera. En la cúspide de la pirámide social se encontraban unos pocos (alto clero de Jerusalén, terratenientes, grandes recaudadores de impuestos). Debajo de ellos estaban aquellos que subsistían con una cierta autonomía (trabajadores manuales, constructores, pescadores). Y por debajo de la línea de los doscientos denarios trataba de subsistir una gran masa de jornaleros, desempleados, esclavos, mendigos y enfermos. En una economía de bienes limitados, y con una creciente presión fiscal, cualquier contratiempo (una mala cosecha, una epidemia, una guerra) podía hacer descender al estrato social más bajo a quienes se autoabastecían con grandes dificultades. Muchos de ellos eran privados de sus tierras o tenían que venderse como esclavos para pagar sus deudas, aunque a veces preferían huir a la montaña y aumentar las filas de los grupos de resistencia, que vivían del pillaje y acosaban a los romanos. La situación del resto del imperio no era muy diferente. Aunque existían provincias más ricas y otras más pobres, las estructuras económicas eran básicamente las mismas. Había una economía familiar basada sobre todo en la agricultura, la pequeña industria y el comercio; y una economía pública, que se alimentaba de los impuestos y que costeaba lo que hoy llamaríamos los gastos públicos: la administración, el ejército y las construcciones públicas. La agricultura estaba controlada por grandes terratenientes, que empleaban a los esclavos y jornaleros en el cultivo de la tierra. La industria, por su parte, se desarrollaba junto a las ciudades, donde los diversos gremios vivían agrupados (véase p. e. Hch 18, 1-4; 19, 23-41), mientras el comercio florecía gracias a las buenas comunicaciones por tierra y por mar. A estos tres elementos básicos hay que añadir todo un mal sistema tributario, que sólo servía para alimentar las arcas del estado y para enriquecer a gobernantes y recaudadores, a costa de la población autóctona de las provincias, sobre todo de las capas más bajas de la sociedad.


3. Religión y filosofía Las controversias de Jesús con sus adversarios, según narran los evangelios, tienen casi siempre una motivación religiosa: la observancia del ayuno (Mc 2, 18-22) o del descanso sabático (Mc 2, 23-28), la pureza ritual (Mc 7, 1-15), la interpretación de la ley de Moisés (Mc 12, 28-34)... La religión desde siempre fue muy importante en la vida del pueblo judío, pero a partir del exilio de Babilonia (s. VI a. C), se convertió en un factor de identificación nacional, porque el pueblo se vio privado de sus instituciones políticas y buscó su identidad en las tradiciones (la ley de Moisés) y las instituciones religiosas (sobre todo, el templo). Con la llegada del helenismo dos siglos más tarde, la defensa de la religión tradicional se convirtió en una cuestión de estado (véase 1-2 Mac), aunque también se inició un diálogo con las nuevas corrientes de pensamiento (véase el libro de la Sabiduría). Todos estos factores configuran en gran parte la religión judía del siglo I d. C, en la que podemos distinguir dos etapas bien definidas cuya frontera divisoria es el año 70 d. C, año en que Jerusalén fue conquistada y el templo destruido. El judaísmo anterior al año 70 d. C. está apoyado sobre dos pilares básicos: el templo de Jerusalén y la ley de Moisés (es decir, el Pentateuco). El templo de Jerusalén es el núcleo de la vida judía: es el único lugar donde se pueden ofrecer los sacrificios prescritos por la ley; en él tiene su sede el Consejo de Ancianos (o Sanedrín), supremo organismo político religioso de los judíos, con jurisdicción sobre casi todos los asuntos de tipo religioso, e incluso político; el templo es también un importante centro comercial y de intercambios monetarios. En torno a él giran las principales fiestas religiosas (la Pascua, la fiesta de las semanas, la de las tiendas y la del año nuevo), que son motivo de constantes peregrinaciones, no sólo desde otros lugares de Palestina, sino desde todo el mundo (véase Hch 2, 1-11). Y junto al templo, la ley de Moisés, que se leía y se explicaba como norma de fe y de vida. Sus preceptos, especialmente el del descanso sabático y el de la circuncisión servían para identificar al verdadero israelita; por ese motivo aparecen tan frecuentemente en los conflictos de Jesús (Mc 3, 1-6) y sus discípulos (Gal 5, 1-6) con los judíos. La ley de Moisés se explicaba en las sinagogas, que existían no sólo en Palestina, sino allí donde había una comunidad judía; de este modo la ley de Moisés era un vínculo de unión y un punto de referencia común. Los diversos grupos y movimientos que existían en tiempos de Jesús se definían por su postura con respecto a la ley y al templo. Por ejemplo, los fariseos y los maestros de la ley se preocupaban por conocer la recta interpretación de la ley y eran, por eso, los maestros del pueblo. Los saduceos estaban más vinculados al templo, pues pertenecían a la clase sacerdotal. Los esenios de Qumrán, una especie de monjes con vida común que vivían retirados en el desierto, proponían una nueva interpretación de la ley y rechazaban el culto del templo. Otros grupos, de corte más popular, como el de Juan Bautista, proponían una radical transformación del pueblo al estilo de los profetas e invitaban a iniciar un nuevo éxodo espiritual volviendo al desierto, lugar en que Dios se había revelado a su pueblo. Después del año 70 d. C, con el templo destruido y el país en poder de los romanos, la ley fue el único refugio posible y los fariseos el único grupo religioso que pudo sobrevivir. Comienza así una nueva etapa en la vivencia religiosa de Israel, que se caracteriza por el papel central y sagrado de la ley, la preponderancia de la ortodoxia rabínica, frente a la cual los demás grupos (incluido el cristianismo) son declarados heterodoxos. Todo lo que hemos dicho hasta aquí se refiere a la religión judía tal como se vivía en Palestina; puede, sin embargo, aplicarse también a las numerosas comunidades judías dispersas por las ciudades del imperio, que mantenían estrechos lazos con los judíos de Palestina y que se reunían cada sábado en las sinagogas para escuchar la ley de Moisés. Estas


comunidades y sus sinagogas desempeñaron un importante papel en la primera expansión del cristianismo, pues fueron un punto de referencia obligado para los primeros misioneros cristianos (véase Hch 13, 13-14, 7). La situación religiosa del imperio era más compleja, pues, debido a la tolerancia ejercida por los romanos en materia religiosa, convivían en él diversas manifestaciones y corrientes religiosas. La religión romana había asimilado el panteón griego con su rica mitología, pero en el siglo I d. C. esta religión oficial había entrado en crisis, dando paso a una religiosidad de corte más popular y a otras religiones venidas de oriente. La magia y la astrología (véase Hch 8, 9-11; 13, 6-10) tenían gran influencia en buena parte de la población. Mientras tanto, las religiones basadas en los misterios de alguna divinidad oriental habían ganado terreno, debido a la crisis religiosa que vivía el imperio. Otra manifestación religiosa venida de oriente era el culto al emperador. Esta nueva religión oficial fue favorecida por los sucesores de Augusto, ya que apoyaba la nueva forma de gobierno monárquico y fomentaba la sumisión al emperador, convertido ahora en un dios. En la segunda mitad del siglo I d. C. muchos cristianos sufrieron una dura persecución por negarse a adorar al emperador. Junto a las religiones del imperio, podemos situar a la filosofía, una forma de reflexión típicamente griega, que en el siglo I d. C. se había convertido en una auténtica religión. Los grandes sistemas teóricos de la época anterior habían dado paso a una serie de escuelas que buscaban dar respuesta a los problemas concretos que se planteaba el hombre de la calle. El filósofo no era ya un buscador incansable de una verdad teórica, sino el predicador itinerante de una doctrina encontrada y experimentada como camino de salvación y de felicidad; una doctrina que el filósofo quiere comunicar a otros con su propio testimonio. A muchos ciudadanos del imperio los predicadores cristianos no debieron parecerles muy distintos de los filósofos estoicos y epicúreos, con quienes Pablo conversó en Atenas (Hch 17, 18), y de cuyas escuelas se sirvió en Efeso (Hch 19, 9).


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