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Diego S. Garrocho Salcedo. Una amenaza estructural

Una amenaza estructural

Diego S. Garrocho Salcedo // Profesor de Filosofía. Universidad Autónoma de Madrid

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Cada tecnología entraña una nueva forma de riesgo. De hecho, en el ámbito de la filosofía política, no sería extraño establecer una relación entre los distintos regímenes de gobierno y los diferentes paradigmas tecnológicos que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. Allí donde hay un nuevo modelo de ordenación política existen, de forma natural, nuevas experiencias de dominación. Los riesgos y las oportunidades van siempre de la mano.

No es algo singularmente sorprendente: del mismo modo que no podría haber existido el fascismo sin la megafonía, el contexto actual de las tecnologías de la información y la comunicación ha hecho posible nuevas formas de amenaza para nuestro orden democrático y civil. Así, por ejemplo, no hace falta ser un analista singularmente audaz para sospechar que existe una alianza natural entre la polarización y las redes sociales.

Al mencionar los ciberriesgos es frecuente circunscribir el examen a las nuevas formas de delitos, amenazas o peligros auspiciados por el contexto de radical conectividad en el que vivimos. Ciberataques, localizaciones espurias, atentados contra la privacidad o tipos penales derivados del abuso de las nuevas condiciones de comunicación son muchas de las experiencias que hoy podrían quedar descritas como ciberriesgos. Existe, sin embargo, una comprensión mucho más radical toda vez que podemos reconocer un riesgo inherente al nuevo paradigma comunicativo e informacional en el que hoy vivimos.

De cada tecnología, e incluso de cada técnica, neutrales ambas a ojos del observador ingenuo, cabría un empleo legítimo y otro uso abusivo, doloso e irresponsable. Sin embargo, son cada vez más las voces que parecen alertarnos del daño irreversible al que estamos exponiéndonos a causa del desarrollo indómito de la tecnología por causas puramente estructurales. Es decir, no existe un ámbito cibernético en el que quepan conductas potencialmente delictivas o dañinas, sino que el propio contexto de total conectividad supone una amenaza para algunas formas de vida valiosas que eran previas a la gran revolución digital.

Este diagnóstico no aspira a convertirse en un alegato tecnófobo ni ambiciona acabar con los desarrollos científicos que nos han precedido. Revertir el curso de la historia, como bien supo ver Tocqueville, no sólo imposible sino que además, probablemente, sería indeseable. No podemos deshacer las conquistas técnicas ni las destrezas tecnológicas adquiridas, pero creo que sí podríamos reelaborar una comprensión mucho más crítica y prudencial de la innovación.

El filoneísmo y el aprecio fetichista de las novedades han hecho que en demasiadas ocasiones escuchemos hablar del desarrollo tecnocientífico como un valor incuestionable. Cada vez somos más capaces aunque no sepamos reconocer la finalidad de nuestra nueva potencialidad. El propósito de conectividad y la permanente aceleración de los procesos comunicativos e informacionales se asientan sobre una creencia inarticulada que bien merecería, al menos por prudencia, someterse a una revisión o sospecha.

Resulta indubitable conceder que el desarrollo de las nuevas tecnologías ha ampliado el espectro de nuestra vulnerabilidad. En este sentido, no son sólo los riesgos políticos, convivenciales o sociales los que pueden intuirse detrás del desarrollismo cibernético. Algunos elementos vinculados con el bienestar psicológico, el régimen de la atención o nuestras capacidades cognitivas están viéndose también amenazadas por el nuevo uso tecnificado que hacemos de la información. Junto con ello no podríamos olvidar el conjunto de riesgos medioambientales que aparecen vinculados con el desarrollo de cualquier tecnología.

Si detrás de cada crimen el derecho romano nos enseñó a sospechar de aquel a quien el delito pudiera beneficiar (cui prodest, ¿a quién sirve o aprovecha?) ante la acelerada y vertiginosa transformación del mundo deberíamos oponer siempre una pregunta: ¿qué perdemos al alumbrar esta radical y disruptiva novedad? Durante décadas hemos contemplado de forma continuada el furor celebratorio de las nuevas posibilidades y libertades de la conectividad total. Cada vez resulta más apremiante reevaluar las posibilidades y las nuevas amenazas del paradigma cibernético. Ya sabemos todo lo que hemos ganado pero ¿alguien ha realizado el cómputo completo de todo lo que hemos perdido? n

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