2 minute read

LA VIDA BUENA

Next Article
NOTICIAS

NOTICIAS

Hybris

Por DIEGO S. GARROCHO SALCEDO

Advertisement

El intento por desentrañar las verdaderas intenciones de la naturaleza ha vuelto a cobrar sentido en un contexto como el confinamiento desde el que ahora escribo. La crisis provocada por la COVID19 ha vuelto a replantear la relación del hombre rico, urbanizado y desarrollado, con la condición imprevisible del medio natural en el que se inscribe. Por más que la ciencia y el progreso, disputado ya en tiempos de Voltaire — recuerden el Discurso sobre las ciencias y las artes de Rousseau— nos hayan procurado una cierta esperanza de dominio sobre nuestro entorno, nunca podremos acotar ni agotar la condición ciega, inesperada y azarosa de tantos procesos naturales.

En el año 1755 un brutal terremoto asoló la ciudad de Lisboa. Más de 50.000 personas perdieron la vida y la noticia de la catástrofe natural recorrió, esta vez, sí, Europa como un fantasma. En el S. XVIII todavía competían dos interpretaciones de los designios de la naturaleza que intentaban dar razón de su condición moral. Para algunos, herederos de Leibniz, vivíamos en el mejor de los mundos posibles y todo acontecimiento negativo ocultaba un propósito tan benevolente como invisible; para otros más realistas como Voltaire, el desastre lisboeta no fue mas que otra prueba más para demostrar que la naturaleza estaba regida por “une physique bien cruelle”, como precisó en una carta al profesor Jean-Robert Tronchin en el año del desastre.

En una bella metáfora en la que intentó superar la comprensión religiosa del mundo, Galileo nos invitó a leer el libro de la naturaleza, escrito en caracteres matemáticos. La regularidad de las normas de la ciencia habría servido para calcular con rigor innumerables fenómenos que pudieron invitarnos a creer que algún día podríamos verdaderamente dominar la tierra. Esa razón instrumental que tantos siglos después recusara la Escuela de Frankfurt intentó someter lo indómito de nuestro universo al rigor de un conocimiento que, sin embargo, terminó por demostrarse limitadamente humano.

Profesor de Filosofía. Universidad Autónoma de Madrid

No contentos con conocer, decidimos que podríamos abundar en la satisfacción de nuestros apetitos, retorciendo otra máxima de otro moderno cabal como fuera Francis Bacon, para creer que conocerlo todo podría asimilarse a un “poderlo todo”. Y tras aquellos siglos en los que se sucedieron revoluciones científicas, políticas e industriales, decidimos marcar a fuego sobre la Tierra, como hiciera el Dios antiguo sobre la frente de Caín, nuestra propia rúbrica.

Muchos son los estudios, mediciones, cálculos y estimaciones que parecen evidenciar cada vez con mayor precisión la indeleble huella de la acción del hombre sobre la Tierra. Una traza hiriente y lesiva que terminará por imposibilitar las condiciones que hicieron viable nuestro nacimiento y nuestra supervivencia como especie. Con justicia algunos podrán apuntar que incluso tras la destrucción de la humanidad y de las condiciones de vida que la hacen posible la naturaleza seguiría abriéndose camino. Es probable, pero entonces no habrá una humanidad que construya catedrales ni que pueda practicar su codicia. A esa soberbia humana los griegos la llamaron hybris y en multitud de relatos aquella desmesura tenía por castigo la muerte. En esta ocasión, hasta esa retribución punitiva se hará imposible, porque será el gesto en el que nos damos muerte el que paute el exceso de nuestra soberbia humana.

This article is from: