Incendiar la ciudad - Julio Duran

Page 1

INCENDIAR LA CIUDAD Julio Durรกn


EL LLAMADO Yo también he querido ser. Veo claro en el aparente desorden de mi vida: en el fondo de todas esas tentativas que parecían inconexas, encuentro el mismo deseo: arrojar fuera de mí la existencia, vaciar los instantes de su grasa, torcerlos, purificarme... Érase una vez un hombre que se había equivocado de mundo... Quería persuadirse de que vivía en otra parte, detrás de la tela de los cuadros, detrás de las páginas de los libros, detrás de los discos del fonógrafo... JEAN PAUL SARTRE, La Náusea

I Aquella noche había reunión en el Hueco. Yo había escuchado, desde que llegué a la Mancha Subte, hablar sobre las primeras reuniones en el Hueco, las realizadas entre el 87 y el 88, cuando la Mancha descubrió que podía hacer de esa casita construida a medias aquel paraíso. Así que desde mi llegada, sentí que aquellas historias de noches trascendentes, de rebeldía y aventura, cobraban vida. Había gente que frecuentaba los conciertos, gente "antigua" y gente "nueva" y personas de otros ámbitos, gente de universidades y grupos folclóricos; por un lado los punks y por otro, los intelectuales. El pasillo que conducía al Hueco estaba repleto de gente. En su interior, se había dispuesto bancas largas, construidas con vigas y ladrillos, alrededor de la salita, donde otras veces se hacía conciertos. Los muros seguían adornados con las banderolas pintarrajeadas de spray que hizo el colectivo del Chusko; los vidrios rotos dejaban entrar el frío de aquel invierno y dejaban ver el cielo nublado. El conversatorio aún no comenzaba y ya la ansiedad me inquietaba. Pero, ¿qué era la Mancha Subte o el Movimiento Subterráneo? ¿Era un grupo político secreto? ¿Un grupo cultural? ¿Una secta? ¿Una pandilla? ¿Cómo se era Subte? ¿Drogándose? ¿Emborrachándose? ¿Leyendo muchos libros? ¿Conociendo la realidad social? ¿Dibujándose una A encerrada en un círculo sobre un pantalón viejo? ¿Había que ir a conciertos punk? ¿Escribir canciones con lisuras y contra el gobierno? ¿Odiar a los tombos? ¿Usar botas militares? ¿Escuchar a los Sex Pistols, Ramones, Expoited, The Clash? ¿Ser como Sid Vicious? ¿Decirse ecologista, antisexista, antitaurino, antiautoritario? ¿Denunciar a las potencias por la miseria del Tercer Mundo? ¿Apoyar la Lucha de Clases? ¿Era sólo una búsqueda de afecto? ¿Un medio de realización? ¿Una manifestación contra el consumismo y la manipulación a la juventud? ¿Sólo música? ¿Sólo ideas políticas? ¿Una manera de escapar de responsabilidades? ¿Decirse anarquista y leer a Bakunin? ¿Odiar a Marx?


¿Odiar a Sendero Luminoso? ¿Al MRTA? ¿Ser terruco? ¿Odiar las modas? ¿Luchar por la libertad, por el pueblo, contra el Estado? ¿Odiar las ideologías?… ¿Qué mierda era ser Subte…? En ese entonces, ser subte lo era todo para mí, pero no podía definirlo completamente. -¿Y quienes son esos amigos tuyos? -preguntaba mi vieja- Está bien que escuches su música, que vayas a sus conciertos, que conozcas a otra gente; pero a mí me gustaría saber por qué ya no paras con los chicos del barrio. Porque a los chicos del barrio lo que yo hacía les parecía cosa de locos. Al no estar interesados en nada de lo que se hablaba en la Mancha, sólo se burlaban y se conformaban con los hechos cotidianos de sus vidas. A mí me aburrían, con ellos ya no sucedían cosas especiales; sólo en la Mancha las cosas tomaban sentido, todo era especial. Deseaba tanto escapar del mundo ordinario de la gente que, según lo que yo creía en ese entonces, era común y vacía. -A tu papá no le gusta que andes con chicos que no son de tu edad -decía mi vieja-. Ni que discutas de política en tu colegio, ¿no te das cuenta que lo haces quedar mal? Él ha hecho un esfuerzo por lograr que ingreses a ese colegio. Luego hablaba de mi ropa, tan sucia, tan descuidada, de mis cabellos en punta y la casaca de jean que nunca me quitaba, la misma de la cual los chicos del barrio hacían escarnio. Ya no los aguantaba, prefería caminar por el Centro, recorrer la Avenida Wilson hasta la avenida La Colmena y entrar en ese otro mundo de las carretillas de cassettes, de discos y posters, de gente que pululaba más allá de las fronteras imaginarias con las que yo delimitaba la ciudad, las cuales empezaban a desmoronarse. Allí, poco a poco, fui intimando con los que vendían, comprando cintas o pidiendo que me las hicieran escuchar. -Esos grupos son de terroristas, ¿no? -decían los chicos de mi barrio, a veces entre risas, a veces en discusiones fuertes-. ¿Acaso no hablan todo el tiempo sobre rebelarse contra el "sistema"? A ver, dinos, ¿qué es el sistema? Cuando yo trataba de explicarles qué era el sistema, ellos se aburrían, se burlaban de cada frase o me decían que mi única intención era dármela de más inteligente, de más culto. En medio de la Mancha, sí se podía hablar de esas cosas, leer sobre ello en los fanzines que publicaban artesanalmente, con dos o tres hojas fotocopiadas. -La palabra fanzine significa fan-magazine, o sea revista hecha por un aficionado -decía el Chusko-. Algo que cualquiera puede hacer sin ser profesional. El puesto cassettes que más frecuentaba era el del Chusko, a él le compraba más cintas, después de haberlo conocido en mis primeras noches de juerga con los Subtes, allá en la puerta de la No Helden. Era ahí, entre sus cintas y el paso


de los transeúntes, que mi mente empezaba a maquinar. Recuerdo esas tardes del verano del 91 en las que, vestido con mi vergonzoso uniforme escolar, regresaba a mi casa, dejando atrás las primeras fantasías de mi infancia tardía. Mundos inmensos brotaban de esos pasos, al ritmo de mis divagaciones, todas delineadas según los acordes y latidos de Eutanasia, Leuzemia, Narcosis, bandas míticas que ya habían fenecido para cuando yo llegué a la Mancha. Pero en ese momento otras bandas aparecían. PTK, Psicosis, Autonomía, eran bandas que por ese entonces compartían escenario con la banda del Chusko, Incendiaria. Dime por qué estás aquí ¿Acaso sientes lo que pasa a tu alrededor? ¿Buscas libertad? ¿Buscas diversión? ¿Buscas un refugio en medio de la confusión? Un ideal, una pasión, El corazón fundiéndose con la razón. Una realidad que te obliga actuar, A matar tu silencio y empuñar tu libertad, A vencer tus temores y enfrentar la oscuridad, Y darle a tu vida un sentido de verdad Era la letra de esa canción la que mejor resumía el sentimiento que me embargaba en esos días. Alguna vez el Chusko me dijo que él había sentido que Rata Sucia de Leuzemia resumía sus inquietudes. Para mí, esa canción de Incendiaria, tan sencilla, llevaba dentro todo aquello que hubiese querido explicarle a los chicos de mi barrio, a los del colegio, a mi vieja, y talvez a mi padre. Pero, ¿ellos sentirían lo mismo que yo? ¿Lo valorarían? Imposible. Debía dejar que ese mundo inspirado por el destello de mi nueva vida se refugiase hasta llegada la oportunidad. Y era otra canción de Incendiaria la que me decía que yo no estaba solo. Eres testigo de todo crimen, de toda ruina Sientes la muerte en cada llanto y en cada herida Buscas refugio, algo querido, algo perdido Sientes la ausencia de todo abrazo y todo abrigo Tiempo de buscar, tiempo de reconocerte, Para comprender por qué eres diferente Tú sabes que habrá una inmensa victoria El silencio de la gloria Sólo para construir tu identidad


Era una canción que yo escuchaba a todo volumen en mi habitación, en la pequeña radio que mi tío me había regalado, pero apenas mi padre llegaba a la casa, la apagaba o bajaba el volumen. Él no se enteró, sino después de dos o tres años, que yo ya no frecuentaba el barrio, que yo estaba cambiando. Todo fue por la primera amonestación del colegio, la advertencia recibida de parte de su amiga directora. -Talvez este no es un colegio para él -le decían los directivos-. Existen colegios donde él podría desarrollar esas inquietudes que tiene, colegios experimentales, como les llaman. Por ejemplo, vea este artículo que su hijo preparó para el periódico mural… Cuando mi padre me reprendía era como que lo hiciera un extraño, alguien que no vivía en mis ilusiones y, por tanto, lejos del mundo real. -Yo sé que tu padre es un poco duro -decía la vieja-, pero debes estar agradecido por lo que te da. Todos estos diez años que no vivió con nosotros, tú lo sabes, el nunca nos faltó económicamente. Eres un malagradecido… Esas amonestaciones y reprimendas sólo me llevaban a refugiarme más en mi mundillo incipiente, en los fanzines. "La autogestión -decía el fanzine Para Resistir, editado por el colectivo del Chusko- es un proyecto social que tiene como método y objetivo que la empresa, la economía y la sociedad entera estén dirigidas por los trabajadores de todos los sectores vinculados a la producción y distribución de riqueza (…) Es un proyecto, es decir, no es un modelo acabado. Su estructura, organización y aun su existencia es y será fruto del deseo, el pensamiento y la acción de los miembros del grupo involucrado sin preconceptos ni imposiciones (…) Extenderla a la sociedad implica desaparecer los centros de poder que ahora se reservan la gestión política y social - es decir Estado, partidos, burocracias, ejércitos, etc.” ¿Y cómo construir todo eso? ¿Dónde poder, al menos, conocer algo más sobre eso que tanto me encandilaba? Yo veía que en los fanzines figuraban direcciones y apartados postales de Colectivos, grupos de gente que se reunía para sacar adelante esas ideas…y yo sabía que estar en uno de ellos le daría a mi vida lo que la cotidianidad no podía darle. Por eso cuando el Chusko me dijo que se estaba preparando un conversatorio en el Hueco, sentí que ese mundo no estaba tan lejos, que era una realidad que me abría las puertas de otra imaginación. Entonces su figura se irguió como una huella profunda en los acontecimientos. Ver a Incendiaria en concierto, al Chusko con el bajo y al micrófono, entonando himnos en los que se hablaba sobre hechos de nuestra vida cotidiana, haciéndonos sentir que aquello era más que música, más que un


concierto. Entre el pogo, las luces, el chirrido de la guitarra y los gritos de la gente entonando los coros, la voz del Chusko le cantaba al corazón de la gente, la cual llegaba desde los Conos de la ciudad al Hueco, para que Incendiaria les transmitiera vida. Hablo así acerca del Chusko ya que, a medida que transcurra mi relato, se descubrirá que él es el verdadero protagonista de está historia, pues él encarnaba la expresión máxima del activismo y la coherencia, la consistencia de ideas y el compromiso, a través no sólo de sus canciones, fanzines, el colectivo, sino por medio de su voluntad de nunca quedarse pasivo, de jamás rendirse, aunque se viera rodeado de gente que no colaboraba en nada con los proyectos, que sólo llegaba para quejarse, escapando de responsabilidades mayores o viendo todo como una excusa para evadirse, emborracharse y drogarse. Era ese espíritu siempre dispuesto, lo que me conmovía de él. Si hablo de mí es porque fue a través de mis ojos y del filtro de mi imaginario que descubrí su esencia. Todas las noches que lo encontré en el Hueco dirigiendo las reuniones de los colectivos, entre los cajones viejos y los muebles raídos y sucios donde se sentaban jóvenes venidos desde todos los rincones de Lima, sólo para tratar de sacar adelante sus proyectos, nunca lo vi desanimado y jamás perdió el control en las discusiones sobre acción directa, autonomía y autogestión, como sí solían hacerlo los que se decían radicales y comprometidos con los ideales anarquistas, aquellos niñitos rebeldes que querían inmolarse tontamente por algo que aún no comprendían del todo. Él hablaba desde una posición quizás no tan comprometida con ideas fijas, pero si con la realidad de la que ellos vivían aislados. Yo frecuentaba el Hueco desde los 13 años. Poco a poco fui conociendo a gente que decía tener las mismas inquietudes que yo, que trataba de dar curso a sus ideas a través del colectivo, para lo cual exponían muy bien sus ideas, pero que eran incapaces de renunciar a su hermetismo, atribuyéndoselo como una virtud. Durante esos años yo también pensaba que uno debía ser así, duro y sufrido, arraigado a una forma de pensar que no aceptaba cuestionamientos. Uno debía encarnar toda la incomprensión del mundo para sentirse digno de ser llamado rebelde. Ese orgullo era temor de verse renovado. Lo más aterrador siempre fue verse el rostro perdido en la ciénaga del tiempo, perder las muletas que sostienen nuestras miserias, quedarse sin argumentos para pedir cariño. Pero el Chusko nunca tuvo ese temor, siempre fue él mismo. Era el único de nosotros que no tenía un pasado al cual arrimarse, una familia a la cual responder, para él la idea no necesitaba de poses, todo en su vida fluía espontáneamente. Las noches de reunión en el Hueco eran, pues, un hervidero de pasiones encontradas donde el Chusko, con su palabra pausada, su mirada profunda, su


tono irónico cuando la ocasión lo exigía, marcaba una alternativa que era desoída por los que hablaban cerrando su entendimiento. ¿De qué hablábamos? Bueno, jamás hubo un tema, ya que los tópicos iban y venían según el animo de la gente. Así, pues, un día podíamos organizar una fiesta para conseguir fondos para un concierto; otras veces nos devanábamos los sesos pensando donde volantear panfletos contra las corridas de toros, el servicio militar o el arte de escaparate; otras veces podíamos pasar horas tratando de definir al subte comprometido con sus ideales, dueño de una coherencia impecable. Pero en esas oportunidades era cuando menos podíamos ponernos de acuerdo. El Hueco había sido tasado por los tombos hacía buen tiempo. Ya habían entrado varias veces con el pretexto de buscar drogas y artículos robados. Siempre se llevaban las pocas cosas que el colectivo podía reunir con un esfuerzo titánico: guitarras de baja calidad, acústicas y eléctricas, amplificadores de 40 watts, parlantes viejos, tarolas y bombos de una banda escolar -tan antiguas que una vez descubrimos que una batea con una frazada metida dentro sonaba mucho mejor-, todo lo que podíamos reunir para que los grupos pudiesen ensayar, aunque en una situación paupérrima. Al entrar en la sala luego de una incursión policial, se podía ver la desnudez total, el cemento frío de esa casa construida a medias que nos dejó un amigo antes de irse a Europa. Uno de los encargados de cuidar de la casa mientras él volvía era el Chusko. -Volveremos a reunir instrumentos, Chibolo. No te preocupes -decía tranquilo, mientras yo me devanaba los sesos de la rabia. Pero aquel no era el único talento del Chusko. Yo apreciaba sobre todo su capacidad para vivir del aire, a salto de mata, sin la certeza o tranquilidad de un ingreso económico fijo. Su manera de salir adelante sólo con pequeños proyectos llevados a cabo dentro de la Mancha, era admirable, pues en ella se traducía su coherencia y convicción de ideas. Todo en su vida, desde los fanzines que vendía uno por uno hasta las cintas que vendía en la carreta en sociedad con el Chato o Kino, eran un esfuerzo autogestionario. Además su fuerza física para soportar tantas noches en vela, macerando sus entrañas con ron barato y pisco-de-a-luca, me resultaba increíble. Me sorprendía su modo de hablar sobre cualquier tema, tan seguro y atento a la vez, exhalando bocanadas de aliento alcoholizado, ya sea en el Hueco o en cualquier bar del centro de Lima, en Quilca o en la Plaza Francia. Hablaba de política, culturas antiguas, economía, sociología, filosofía, religión, psicología, de la historia peruana y mundial, siempre escuchando a la persona con la que hablaba, dispuesto a seguir aprendiendo. Verlo pelear con sujetos que lo sobrepasaban en altura y peso era algo común. Su estatura mediana, su piel cobriza, su corte


de cabello militar, su caminar siempre erguido con la mirada al frente, eran rasgos que me permitían distinguirlo a distancia. Siempre llegaba sonriendo, dispuesto a conseguir unas monedas para seguir bebiendo o un lugar donde pasar la noche. Me envolvía cierta fascinación al escucharle contar lo que le pasaba en la calle: -Los tombos me agarraron al salir del Hueco, por acompañarlo a César que estaba recontra borracho. Se suponía que yo sólo lo iba acompañar hasta la avenida Cuba. Pero ahí al huevón se le ocurre hacerle la bronca a una mancha que estaba sentada chupando en la esquina. Los huevones estos eran bien faites y nos corretearon dos cuadras con botellas y piedras. César quería regresar donde ellos, cuando escucho que alguien nos pide documentos. ¡La cagada! Recién me di cuenta que estábamos en la esquina de canal 4 y que había una tanqueta militar. Le digo al tombo que disculpe el escándalo que mi pata está borracho porque su hembra lo ha dejado, pero el huevón llama a otro, a uno que no tiene uniforme pero sí un intercomunicador. Nos dice que nos acerquemos más. César no se daba por enterado de lo que pasaba. Me puse nervioso cuando vino un cachaquito cargando un fusil más grande que él mismo y nos encañonó poniéndonos contra la pared. Me acordé que no tenía documentos y también de mis antecedentes, porque estos huevones ahora paran con computadoras portátiles y ahí buscan tu nombre. Yo ya estaba contra la pared, con las piernas abiertas, gritándole al César que era un conchasumare, que por su culpa me iban a cagar. A César lo jodieron porque sus documentos estaban viejos, mal cuidados. ¿Tú sabías que César nació en Estados Unidos? Yo me enteré esa noche, porque los tombos cuando vieron sus documentos, lo empezaron a joder diciéndole que diga algo en inglés, pero como el huevón nunca vivió allá, no sabe ni mierda. “Los tombos ya nos habían bolsiqueado y golpeado en la espalda con la culata del fusil. Nos decían que éramos terrucos que querían poner una bomba como la que hubo en canal 2. Nos tuvieron una hora boca abajo, besando el suelo. Llamaron a sus superiores y nos metieron más palo que la gramputa. A César le devolvieron sus documentos y a mí me pidieron los míos. Les dije que los había dejado en el tono, en mi casaca. El cachaco me dijo: "Tú te quedas. Nos vas a decir de donde has sacado esas botas y esa camisa". Me quedé huevón. Me vine a dar cuenta de que eran prendas militares; la camisa me la había regalado Kino y las tabas las había comprado en la Cachina. El César se puso belicoso otra vez y lo botaron al piso de un culatazo, luego lo llenaron de patadas. Lo hicieron pararse y el huevón parecía de trapo; se tambaleaba, se resbalaba, pedía que lo ayudaran. Lo pusieron en la pista y le dijeron que se largara. Yo le grité: "César, tú eres el último que me ha visto, acuérdate". Eso


molestó al cachaco. Me metió una patada y me hizo avanzar hacia un cuartelillo de madera que tenían improvisado en medio de la calle bloqueada. Yo caminaba sudando frío, temblaba y tragaba saliva. El cachaco estaba asado y yo pensaba que de esa no pasaba …” La noche en que el Chusko contó esa historia fue luego de una reunión en la que se trataba de conseguir cámaras de video para filmar un documental acerca de los grupos y sus propuestas en torno al ámbito artístico limeño. Un video en el que se incluyese a pintores, músicos, poetas, narradores, grupos de danza y teatro, todos con una visión distinta a la oficial, sin ataduras institucionales de por medio y una actitud crítica y renovadora de la sociedad. La discusión se vino abajo cuando alguien dijo que no podíamos aceptar a cualquier grupo oportunista que quisiera dar imagen de radical a costa nuestra, mucho menos a pitucos que luego estarían rajando de nosotros una vez terminado el trabajo. Decían que el video no debía incluirlos. Ellos tenían plata y podían hacer su propio video. Lo que estos radicales argumentaban era cierto. Los pitucos solían acercarse, ver con cierta desconfianza el trabajo, actuar a la defensiva y terminar diciendo que con nosotros no se podía trabajar y que éramos unos resentidos sociales. Pero los pitucos también tenían razón al sentirse agredidos de una manera que ellos consideraban gratuita. Ambas partes tenían razón y esa era la causa de una tragedia que nunca terminaría. Yo me sorprendí al ver que uno de los que defendía a los pitucos, poniéndose en una postura práctica, era el Chusko. ¿Cómo aquel desposeído marginal podía argumentar algo, tan coherentemente, a favor de los que tenían todo? -Se trata de que demostremos que esas barreras no existen para nosotros – decía-. Una persona que se dice libre de las convenciones del sistema, puede ser consciente de ellas, debe serlo. Pero debe vivir como si eso no le afectase. El que sueña con un mundo libre debe dejar que ese mundo se refleje en sus acciones. Debemos demostrar que somos capaces de hacernos respetar, y para hacerlo debemos respetarlos. Para algunos eso era muy difícil de aceptar. Para otros era vulgar complacencia. Pero el Chusko no podía obligar a nadie, era sólo uno más de nosotros. Eso sí, tenía una autoridad dada por su antigüedad en la Movida Subte: había estado entre los primeros que se reunían en 1984 en las gradas de la Villareal y estuvo en los primeros conciertos de Leuzemia, Narcosis y Guerrilla Urbana. Esa era una de las razones por las cuales me deslumbraba y lo consideraba como un espíritu salido de aquellos afiches de conciertos que yo encontraba en los muros del Centro de Lima cuando era niño. Esos afiches encerraban una manera de pensar y sentir distintas a las que primaban en mi generación, una sensibilidad más profunda y real, más vivencial. El Chusko era la encarnación de esa magia.


Escucharlo hablar sensatamente sobre un tema tan difícil como las clases sociales y después escucharlo contar su propia vivencia marginal me hacía sentir que yo desencajaba en su ambiente. -Cuando eso te sucede dejas atrás todo lo que habías pensado de ti hasta ese momento. Tener un cañón en la espalda te hace vivir el instante, con tus temores y tu coraje. Sólo tienes que tener fe en ti. Esa fue su respuesta cuando le dije que yo no hubiera sabido qué hacer en una situación como la que él había atravesado. Pero la noche de aquel conversatorio, en aquel invierno de ansiedad, a la luz de un foco de 50 watts que alumbraba débilmente los afiches y banderolas con lemas y gráficos alusivos a la Mancha, también fue difícil dejar atrás ideas encasilladas, aunque se tenía una idea más clara y un deseo de no caer en viejas contradicciones. -Lo que ustedes quieren es hacer de la Mancha una vaina política -decía Kilowatt-. Nosotros nunca tuvimos la intención de ser intelectualitos cojudos que viven según lo que dice un libro, y sobre todo un libro extranjero. Esto surgió para que existiese una escena de artistas que no copiasen nada de otros países. Eso de decirse anarquista es una cojudez. -Pero es imposible que no tengas en cuenta lo que nuestro arte implica -decía alguien-. Si en nuestras canciones, poemas, o lo que sea, hablamos sobre un mundo que no nos agrada, bueno, hablemos también de cómo nos gustaría que fuese, y luego tratemos de hacerlo realidad. -Si, porque si sólo nos quejamos y no proponemos nada, estaríamos cayendo en la misma mediocridad de la gente que cuestionamos. -Lo que pasa -decía otro- es que ustedes se creen superiores y con derecho a decir qué debe hacer un Subte para ser más original o radical. Es como que quisieran escribir un manual, todo lo ven libros y discursos políticos, joden a la gente que sólo busca divertirse y hacer algo divertido para los demás -No, no se trata de eso -decía otro, un miembro del colectivo del Narizón, los radicales- se trata de sacar a la Mancha del estado de letargo en que se encuentra desde hace un tiempo. Todo eso es porque nos hemos desligado de la esencia del movimiento: las masas populares. Nuestras temáticas deben estar acordes al contexto contemporáneo, la coyuntura política… -No metas chamullo, huevón -decía otro-. No la quieras pegar de sabio con nosotros. Ese rollo es el que ha hecho que mucha gente se vaya de la Mancha decepcionada… -No -otra voz-, hay gente que se ha quitado porque se cansó de que sus ideas no se escuchasen, de ver a la gente emborracharse y drogarse en los conciertos cuando decían que protestaban contra la decadencia de la sociedad. Fue esa hipocresía de los vándalos la que ha hecho que se nos considere casi como una


pandilla… -Hipócritas son ustedes -se escuchaba-, que paran hablando del pueblo, de las calles y no conocen los barrios que nosotros conocemos, viven metidos en sus libros de mierda. Hablan de revolución pero todos son unos mantenidos de mierda. Nos joden de drogadictos, pero, ¿acaso ustedes no fuman igual que nosotros? -Pero no somos viciosos, no andamos cagando conciertos, no armamos broncas cojudas… -¿Y ustedes por qué prometen revolución? -No la prometemos, la proponemos… Ustedes, ¿qué mierda ofrecen? -Háblame bonito, conchatumare… Luego todos empezaban a mentarse la madre, a decir que jamás llegaríamos a nada, a echarse la culpa… yo no había dicho palabra alguna y ese festival de rostros enfurecidos, que sólo se calmó cuando alguien gritó que era mejor continuar la semana siguiente, empezó a ensombrecerme. Debí suponer que así serían las cosas. Pasé muchos días ansioso, aguardando la fecha de la próxima reunión, la cual no se llevó a cabo sino dos semanas después. En esa reunión sí sucedió algo especial. Alguien me había dicho, durante un concierto en Las Rejas -aquel barcito de Quilca donde Piero Bustos, de Del Pueblo, organizaba los conciertos de la asociación El Sapo- con los grupos Carreño, Azules Moros y PTK, que la reunión empezaría a las ocho. Cuando llegué la reunión ya había empezado. Los escuché hablar serenamente y poco a poco me di cuenta que discutían un proyecto fijo. Hablaba Chovi, uno de los que renegaba de la intelectualización de la Mancha, acusado también de vandalismo por la gente "vanguardista" del Narizón. Sentado junto a Kilowatt, Sandra y la Mancha de Barrios Altos, decía que era talvez lo único que podían sacar todos en conjunto. Daba la palabra al Chato Víctor, que decía que allá afuera existía un enemigo común, para intelectuales y no intelectuales, y que lo peor que se podía hacer era quedarse quieto o callado por culpa de rencillas internas, con eso sólo ganaría el enemigo. Hubo un leve silencio, sucedido por un carraspeo que resultó ser del Chusko. Él tomó la palabra para decir que era posible siempre encontrar puntos en común entre la gente, ya que por algo nos identificábamos con el movimiento. -Creo que todos saben que lo fundamental, lo único que nos atrae hasta aquí, es el deseo de expresarnos, seamos intelectuales o anti-intelectuales. Cada uno sabe qué fue lo que lo trajo hasta este lugar, pero eso forma parte de la historia de cada uno. Ahora debemos entendernos… Luego habló de la Revista Amauta, que era un compendio no sólo de


intelectos, sino también de actitudes; no sólo de ideas, también de formas. Le pregunté a Poggi, baterista de Incendiaria, sentado esa noche junto a mí, de qué habían hablado. -Nos hemos puesto de acuerdo para sacar un pasquín, con una buena presentación y que se distribuya en la mayor cantidad de medios posible. -¿Es un fanzine más? -pregunté. -No. Será el vocero del Colectivo. Lo financiaremos con tonos y auspicios de los bares del Centro. Lo haremos llegar a otras organizaciones autónomas de provincias. Hay contactos en Arequipa, Trujillo, Ica y Cajamarca. El Chusko se encargará de la producción y el auspicio, el Chovi de la distribución, yo me ocuparé de la diagramación. Hay gente que va a escribir reseñas, tomar fotos, hacer entrevistas, escribir artículos; sólo faltan dos o tres secciones del pasquín. -Bueno-dijo el Chusko interrumpiendo en voz alta los murmullos-, creo que esta vez hemos llegado a algo. Como se dan cuenta es algo muy sencillo, pero encierra lo esencial. La próxima semana se llevará a cabo un concierto y con los fondos se comprará papel; también iremos preparando la diagramación y los puntos de venta. Los responsables de las secciones, hagan llegar sus artículos y fotos a la carreta en La Colmena. Los que no tengan ninguna sección pero quieran participar, pueden acercarse también. La próxima semana veremos el asunto de los murales y la red de conciertos en los Conos. Vayan buscando locales… Entonces, luego de que la gente saliese al pasillo y a la calle, de que se organizaran comisiones para comprar trago y de que la atmósfera fuera recuperando su matiz frívolo y banal, lleno de conversaciones casuales y pueriles, yo permanecí inquieto, preguntándome qué era lo que le faltaba a esa noche. Fui de los últimos en salir, casi me quedé a solas con las banderolas, los afiches, las bancas y los muros pintarrajeados. Entonces, las cosas hablaron. Dijeron que lo que faltaba era que yo diera el paso que me llevaría a ser uno con ellos, que me haría trascender. Gritaron que todo este tiempo lejos de mi casa y mi barrio, en medio de un colegio ajeno que me intimidaba, yo había estado esperando la oportunidad de sacar a la luz ese nuevo yo que tenía entonces. Di alcance a los otros, busqué al Chusko. Lo reconocí hablando con Poggi, junto a la reja que daba a la calle. Con voz tímida pero firme, dije: -¿Hay algo en lo que puedo ayudar? Poggi y el Chusko me miraron y se miraron sorprendidos, tratando de disimular su asombro. Creí, por un momento, que se burlarían de lo que decía. -Puedes ayudar comprando el trago para el tono o volanteando…-dijo Poggi. -Eso lo haré de todos modos -dije-. Me refiero al pasquín.


El Chusko se mostró interesado pero confundido; luego, sutilmente, se mostró perspicaz, aunque yo pensé que era algo compasivo. Ninguno de ellos sabía cómo tratar a un mocoso, menos a uno como yo. -¿En que crees que nos puedes ayudar? -dijo. -No sé, tú dime. Revisó unos papeles y dijo que ya habían encargados para todas las secciones, menos para los comics y algo de literatura, un cuento talvez. -¿Sabes dibujar? -preguntó. Contesté que no y, al ver su gesto de decepción, sólo atiné a responder: -Pero puedo escribir. En mi colegio escribo artículos para el periódico mural… -Pero aquí no puedes escribir sobre esos temas -dijo Poggi-. Tiene que ser algo sobre la Mancha. -No necesariamente sobre la Mancha -dijo el Chusko-. Puede ser algo que te pase a ti, a alguien que conoces, algo que ves en la vida diaria. Un cuento acerca de la realidad de todos los días, algo que impacte y haga pensar. ¿Crees que podrás hacerlo? Un cuento sobre la realidad. Ese clamor de los objetos susurraba aún en mi mente, traspasando el tedio absurdo de los días que me encerraban, como una vorágine en la que yo sólo era una hoja al viento, arrastrado por una corriente incomprensible de sucesos. Aquella fue la primera vez que me sentí, tímidamente, dueño de mis decisiones y mi destino. Esa voz que se había instalado en mí para siempre, a través de los acontecimientos y mi propia conducta, se transformaba firmemente en ese yo que se reconocía como una persona distinta. "Hablar de la realidad", pensé, "como en las canciones". -Claro. Sí lo haré…-dije. II ¿Qué era lo que me cautivaba del mundo Subte? Ya que no existe nada más inasible y fantasmal que la historia interior, aquella que va delineando nuestro destino, mi memoria está poblada de acontecimientos confusos, no hubo nunca una decisión racional que me llevara a fijar mi atención en la realidad que luego se volvería obsesión. Talvez todo se inicio en mis juegos de niño, cuando descubrí que las cosas tenían una voz ansiosa que hablaba de algo lejano e intenso, un canto inmóvil que me invitaba a vivir lejos de aquí. Se escondía tras los desvanes de la casa antigua de mi abuela, donde ella escondía las cosas que no quería ver dañadas, creyendo que al encerrarlas en cajones y baúles, el tiempo no entraría en ellos o al menos demoraría en encontrarlos. Aquella casa inmensa y antigua a la que tanto temor le tenía por las noches, pero que durante el día se convertía, desde


que nos trasladamos a ella con la familia de mi vieja, en una tierra de juegos que compartía con mi primo. Desde la tarde en que llegamos a ella, cuando aún estaba ocupada por inquilinos que casi no nos dejaron entrar, pues no sabían que mi abuela era la dueña, se apoderó de mí el embrujo del laberinto de angostos corredores formados por los muros de madera de las habitaciones construidas en medio de una inmensa sala. Por esos días, hasta que mi abuela lograra librarse de los inquilinos, yo paseaba por el largo pasillo ennegrecido por el humo que salía de las cocinas improvisadas en las pequeñas habitaciones. Ese aroma de distintas comidas filtrándose, al mediodía, por las ventanas, que se confundía con el aroma acre de algunos enchapados y zócalos de madera desvencijados, ha quedado en mi memoria como la bienvenida al mundo de los objetos. Habíamos vivido por casi dos años en una oficina de abogados -la de mi padre- que compartíamos entre mi abuela, mi vieja, tres tías, un tío y mi primo; así que cuando, pasado un tiempo, la casa se vio libre de inquilinos y la sala inmensa vacía por fin, comenzamos mi primo y yo a apoderarnos de ese mundo. Corríamos, tropezábamos y caíamos sin aliento sobre las baldosas adornadas con hexagonitos rojos, verdes y blancos, luego de dar vueltas sobre el mismo sitio mirando el techo hasta marearnos, aquel techo altísimo y frágil construido con barro y vigas, con una fila de ventanales a los costados, algunos de ellos rotos, por donde veíamos desfilar un festival de palomas y gatos sucios. En ese lugar despertó mi noción del espacio, del vacío y de la oscuridad, a través de ese temor nocturno que me sobrecogía durante esa noche penetrante infestada de ruidillos, voces lejanas, silencios propios de las casonas viejas, en la que sólo me acompañaban mis latidos; en ese lugar y en esas noches, comenzó a desenvolverse la imaginación como un refugio, un abrigo para protegerme de lo desconocido y de los objetos amenazantes. Ahora sé que cuando se es niño se percibe otra naturaleza en los objetos, pues su contexto no es el de la fría relación utilitaria en la que viven los adultos. Los niños ven en los objetos conexiones con mundos imaginarios, amparo ante lo oculto de la vida que se descubre cruelmente. La Mancha Subte tenía ese hechizo de testimonio, ese aroma de lo no vivido, lo que yo buscaba furtivamente. Sólo los niños saben lo que quieren y a donde van… En esa casa, donde los objetos portaban el hechizo de historias que hacían referencia a su origen, su transcurso y devenir, construí un hogar paralelo. Aquellas narraciones que mi abuela traía desde su tierra, la selva que abandonó para venir a Lima a dedicarse al cultivo de terrenos eriazos que nunca le dieron nada, daban espíritu a los objetos que encerraba en sus desvanes. Entre el aroma añejo de la madera carcomida por termitas y del


papel amarillento cubierto por una gruesa capa de polvo, descubrí la desesperación de los objetos. En mis incursiones a los desvanes -que por lo general terminaban en una paliza- encontré y di vida a los objetos que mi abuela sentenciaba a la oscuridad. Los objetos me dijeron estar ansiosos de vivir en las conciencias ajenas, de ser objetos en toda de su naturaleza. Cada cosa tenía un testimonio, encerraba una travesía. Me intrigaba su devenir así como su procedencia, y esa voz me decía todo lo que yo deseaba saber, recreándolos y desentrañándolos. Era como si me dijesen: "Hemos tenido un transcurso en el tiempo y aunque necesitamos de conciencias para dar rienda suelta a las historias que encerramos, durante todo este lapso hemos sentido el peso de nosotras mismas". Sentía que los objetos tenían un espíritu e imaginaba su viaje a través del espacio hasta llegar a mis manos, mientras aprendía a comprender su idioma. La Mancha Subte había pasado a ser mi desván, mi baúl de ensueño. En los anaqueles y armarios, en cajas y baúles, mi abuela escondía objetos de su antigua casa: adornos de cerámica y santitos, juegos de té que nunca utilizaba, cuadros y fotos, libros de cuentos antiguos -muchos de ellos de la editorial Progreso de Moscú-, telas, ropa y envases de productos que llegaban a Iquitos por el río Amazonas, provenientes de Brasil y Colombia -dulces, alimentos, herramientas, periódicos-. Acerca de las tazas yo me preguntaba, mientras sentía su textura rugosa en mis manos y contemplaba cautivado sus dibujos de flores y paisajes, quién habría bebido algo en ellas, en qué momento y dónde, cuándo las obtuvo mi abuela; recreaba la casa de la que tantas veces hablaban mis tías y las imaginaba usando dichas tazas. Al mirar los cuadros pensaba en qué lugar de la casa estarían colgados, los imaginaba recién adquiridos, adornando las habitaciones de mis tías o la sala de la casa. Imaginaba la luz de la ciudad incidiendo sobre la textura de las fotos en sepia, imaginaba el aire y la brisa de esas tardes, y lo mismo hacía con los adornos con motivos selváticos que traían a mi mente las ronamulas, chullachakis y tunches con los que me asustaban mis tías. Mi abuela se había dedicado antes a la costura y de esa época databan las telas y ovillos que escondía en cajones y bolsas, y era el aroma antiguo y encerrado de esas telas, sus colores y diseños, lo que me intrigaba: cómo se transformarían con el trabajo de mi abuela y del tiempo. Al ver las prendas antiguas de mis tías, no podía creer que ellas utilizasen en algún momento prendas que bien podían ser de mi medida; sentía que un día todo transmutaría y desaparecería y que lo que había ante mí, aquel desván, era un umbral a otros universos posibles en los que yo navegaba libremente sin desplazarme en el espacio. Así también, cuando descubría los envases vacíos de aquellos ungüentos brasileros, las botellitas vacías de Vinagre de Bully, Leite de Rosas y Agua florida, y notaba que su


olor permanecía intacto, sentía la persistencia de las cosas por mantenerse en el mundo, su obstinada resistencia que daba un matiz a mis travesías. Todo se transformaba en un caos hermoso, fuente de toda imaginación. Al caer la tarde, luego de esas travesías silenciosas, mi familia se reunía sobre la mesa larga y de patas altas a la que yo sólo alcanzaba poniéndome de rodillas sobre una silla. Éramos mi primo y yo los primeros en ser servidos y recuerdo el aroma por el cual mis sentidos aguardaban y que me sumergía en una paz inquietante: el aroma cálido de la hierbaluisa. Era el mismo aroma que nos abrigaba en las tardes que pasábamos en la chacra de mi abuela, un terreno en las sierras de Lima, donde jugábamos con los animales de su granja, perros, cabras y caballos. Al beber la hierbaluisa, una parte de mí se desvanecía, dejaba atrás la vieja casa de adobe de Lima y me transportaba a esa chocita de esteras en medio de un sembradío de sandías y caña, a sus noches estrelladas llenas de cantos de insectos furtivos y sus mañanas frías, de silencios rotos por el canto de aves que siempre se escondían. Al beber el té de hierbaluisa, al sentir su aroma, yo vivía, abrazaba dos mundos distintos plenamente. Y dentro de mí iba surgiendo esa conciencia por retener ese marasmo incontenible de sucesos hermosos, misteriosos, cautivantes y, a veces, temibles. Esa conciencia era una voz, un yo, que conectaba ambos universos, que me llamaba y acercaba a mi propia naturaleza. Era la edad del llamado… -Iremos a vivir con tu papá -me dijo un día mi vieja. Yo tenía ya más de ocho años y abandonar esa casa antigua, conocer un barrio nuevo y una casa distinta, me inquietaba calladamente. No podía decirle a mi vieja que yo no quería ir a vivir con el viejo, a quien casi no conocía, pues ella, muy contenta con el nacimiento de mi hermana, ya había visitado la casa -situada en el mismo distrito, pero al otro extremo- que mi padre había comprado. Además, luego del accidente que mi viejo sufrió en su Volkswagen azul botella, ella deseaba cuidar de él. Así que por fin tendría una familia normal y una casa sólo para nosotros. Era ésta una casa mucho más moderna pero pequeñísima, en una callecita igual de minúscula, un pasaje donde todas las casitas tenían el mismo área y sus fachadas eran casi idénticas, con puertas sencillas y ventanales austeros, la mayoría de ellas de uno y dos pisos. La nuestra era de las pocas que tenían tres pisos y que había sido remodelada, lo que hacía de ella una casa extraña, algo oscura pero cálida. Todo en ella era chiquitito: la salita que mi vieja amobló con los muebles de la oficina de mi viejo; la cocina, apenas equipada, por ese entonces, con una hornilla a kerosene; y el baño de locetas celestes y luz amarilla. Desde el primer momento en que pisé esa casa, se manifestó mi naturaleza contemplativa. Aquellas sillas del comedor, de cuerina marrón y cromado opaco, sobre la geometría sobria del parquet del


piso, se instalaron en mi imaginación, dándome la bienvenida. Los muebles y las habitaciones exhalaban una sencillez que aplacaba mi curiosidad a la vez que me daban un nuevo universo en el que instalarme. Inspeccioné cada rincón de la casa, cada cajón de los mostradores y armarios, me fundía con el aroma encerrado de los objetos que en ellos encontraba, los que habían dejado los antiguos dueños. ¿Cómo fueron a parar al fondo de aquel cajón ese botón dorado, aquella tarjeta de Navidad y ese recibo de luz? ¿Quién pegó esos stickers en la ventana del cuarto de mi hermana y en la refrigeradora? Desde las alturas de mi ventanal podía mirar los techos humildes y grises de otras casas, sus calaminas llenas de palomas y peleas de gatos, sus tendederos, cuartuchos de madera, objetos abandonados al olvido y al sol por sus habitantes. Qué deseos de acercarme a esas cosas, oír sus voces, inspeccionarlas y hurgar en ellas. Cajones y armarios, cunas y coches, escobas, juguetes, artefactos en desuso, eran naturalezas muertas que me fascinaban y atraían, así como las calles que circundaban mi barrio. Salía a recorrerlas solo o con los chicos que conocí en ellas, con quienes fui descubriendo cada lugar profano y prohibido, entre juegos y peleas. De aquel primer barrio recuerdo el estruendo de las tardes y las garúas finas del invierno. Sobre sus veredas de cemento, angostas y bordeadas por la hierbamala, cuyos imperfectos conocía al detalle, poco a poco fui enterándome de las historias de cada uno de los habitantes, de sus orígenes, y aquel mosaico de mi imaginación se enriqueció con otras voces. En esas casitas vivía gente disímil con un destino común y diversas maneras de ser. Recuerdo a gente que se sentía afortunada por vivir en un barrio como el nuestro y a gente que por alguna crueldad del destino perdió su buena estrella y vino a para a un vecindario de segunda. Provincianos y extranjeros, blancos, cholos, negros y chinos, rateros, gente honesta, ancianas piadosas, personas solitarias, putas, patotas de patiperros jugando fútbol sobre la pista repleta de baches, toreando mortalmente a los carros que pasaban. Bares y casas de juego, billares, donde le decíamos a algún borracho que nos invite una gaseosa, callejones oscuros donde contábamos historias de terror y sexo, donde urdíamos planes para robar dulces en alguna tienda o en el mercado, donde nos escondíamos luego de patearle la puerta a alguna vieja que nos echaba agua porque no quería que jugásemos en su vereda, el griterío de alguna pareja que discutía y las cabezas de todo el barrio asomándose por las ventanas. El camino oscuro y largo que llevaba al inmenso mercado lleno de gente de todas partes del Perú, atravesando el muro gris y áspero de ese fortín misterioso que abarcaba una manzana completa, donde se realizaba una actividad incesante, del cual salían todas las tardes hombres exhaustos vestidos con uniformes azules y camiones cargados de cajas de cartón: la zona


de las fábricas. La fábrica de termos y ollas, la de tejidos y prendas y el laboratorio químico en cuyo parqueo jugábamos fútbol con chicos de otros barrios con los que terminábamos peleando y en cuyos jardines descuidados encontrábamos, cada mañana, borrachos y drogadictos dormidos y en donde por primera vez, en medio de un atardecer eterno, fumamos cigarrillos y bebimos ron, para luego sentirnos enfermos dos días completos, no sólo por los efectos, sino por las palizas que nos dieron en nuestras casas. Las primeras chicas que me gustaron, las que nunca me correspondieron talvez por ser muy tímido o muy atrevido. Aquella casa rosada donde vivía la primera chiquita a la que quise, a la que jamás le hablé y que se marchó del barrio luego de que su madre se suicidara ahorcándose. Entre alegrías, tristezas, misterios y temores, mi barrio era un símbolo, un caldero de ensueños donde me refugiaba al igual que en la oscuridad de mi infancia. Entonces, a la vez que el tiempo trabajaba en mí y el recuerdo de la casa de mi abuela se empequeñecía, la calle se volvió mi desván, mi tierra de historias a cada paso, y en ella encontraría un nuevo universo que llevar conmigo. -Tu papá quiere saber por qué sales a la calle cuando él llega -decía mi vieja-. No le gusta que tengas esa mala costumbre. En el colegio al que vas a asistir ahora te vas a olvidar de esos engreimientos. Huir, cada vez más lejos. Recrear el espacio libre que iba perdiendo. Cada vez mis caminatas eran más largas y mis fabulaciones más profundas. Iba transgrediendo imperceptiblemente las invisibles barreras de mi mundo, mi primera tierra de juegos quedaba como estela de mis pasos, mientras me adentraba por las calles del Centro de Lima, en medio de los juegos de pinball y las callejas antiguas, las tiendas de discos y cassettes, los puestos de revistas. ¡La calle! ¡Qué pandemonio tan atrayente! ¡Qué manifestación vital y mortal sobre su geometría hostil! Yo era un mocoso recién lanzado a su reino cuando descubrí que el idioma de las cosas permanencia en mí como un conocimiento paralelo, una comprensión mágica y latente que me permitía hacer del mundo un juego donde cada cosa tenía relevancia y encanto. Era la edad del llamado… Pero en este nuevo ambiente, más amplio y voraz, mi íntima esencia ya yo estaría tan sola, pues, al ir adentrándome más en ese loquerío de asfalto, comprendí que había gente que al parecer también conocía el lenguaje de los objetos, pero lo expresaba de distinta manera. Fueron los afiches que descubrí en las calles del Centro y las paredes pintarrajeadas con nombres de grupos de rock europeos que no tenían la más mínima idea de que alguien en un país Tercermundista, poblado supuestamente de indígenas con plumas y taparrabos, pasaba sus tardes escuchando las canciones que ellos compusieron tal vez en una noche ebria o una mañana despejada, en la que ni ellos mismos


sabían qué cosas pasaban por sus mentes, pero sentían el impulso que les regaló algún grupo que ellos escucharon de pequeños, que los sustrajo hasta cristalizarse en su voz. Las paredes tenían esas historias encerradas en manchas de pintura enlatada, en esas figuras imprecisas que trataban de mostrar rabia y buscaban una salida al tedio cotidiano, dándole ese encanto que me ensimismaba. Ellos me hicieron sentir que no estaba solo, volviéndose, poco a poco, elementos dentro de mi orden. ¿Quién escribía esas frases de pintura roja sobre el muro de las fábricas? ¿Cuándo fue la primera vez que esa persona escuchó esa banda ? ¿Por qué escribió el nombre de esa banda y no otra cosa? Empecé a buscar a esos habitantes misteriosos, a sentirme parte de ellos aún sin conocerlos, y así recolecté iconos, objetos mágicos de esa otra tierra, portales a la dimensión de los corazones como el mío: las portadas de los cassettes, las revistas musicales y los comics españoles -me encantaba ver en la página final "Impreso el 23 de junio de 1979 en los talleres STAR, Barcelona" y sentir el ambiente de la imprenta, el calor de la fricción de las rotativas, la calidez de una fabrica de hacer sueños, el tiempo transcurrido y la permanencia del objeto- las fotos de conciertos y grupos, las entrevistas, las crónicas y las reseñas de discos, el sonido amateur de las grabaciones que registraban incluso los accidentes musicales, las expresiones impresas sobre el papel fotocopiado de los fanzines, las consignas contra lo establecido, lo tedioso y angustiante de ser uno más en un rebaño de gente masificada sin identidad, las expresiones en los rostros de los grupos fotografiados. ¿A dónde fueron después de ese concierto? ¿De dónde venían? ¿Qué había detrás de la puerta que asomaba detrás del baterista de Eskorbuto en aquella foto donde aparecía riendo y con una botella en la mano? ¿Por qué el guitarrista tenia esa expresión cansada y molesta? El color y el contraste, la rugosidad del papel, las letras realistas de Polla Records, Eskorbuto, Ratos de Porao, MCD, RIP, Reincidentes, todo aquello pobló mis tardes y las caminatas desde mi colegio hasta mi casa. -La gente no es tonta por falta de inteligencia -decía el Chusko-. La inteligencia es un termino utilitario y vacío. Si lo piensas bien te darás cuenta que la gente es estúpida porque no imagina, porque no sueña, porque no cree en algo más allá. Aquel que no sueña no es consciente de sí mismo y es fácil de dominar. "Así como hay dos órdenes de conocimientos humanos, dos clases de sabiduría y dos tradiciones, dos de todo, comprendimos de pequeños que había dos fuentes de instrucción: lo que descubríamos nosotros mismos y nos esforzábamos por guardar y lo que nos enseñaban en la escuela y nos parecía no sólo fútil y sin interés, sino también diabólicamente falso y pervertido.


Aquello que aprendíamos de la primera fuente nos nutría, mientras que la enseñanza oficial nos socavaba.(…) Todo joven que percibe esto y es digno de este nombre es un rebelde y un anarquista. Si se le dejase desarrollarse según sus instintos y tendencias la sociedad experimentaría un transformación radical (…) ya no sería una organización confortable y benévola, reflejaría la justicia, le esplendor y la integridad; la vida saldría de sus manos" ¿Quién era ese Henry Miller que escribió eso? ¿Por qué nadie hablaba de él en los colegios? ¿Por qué lo conocí sólo a través de una revista de Rock Subterráneo? Eran verdades implacables de las que no podía escapar, ni deseaba hacerlo. Recuerdo las primeras consignas que encontré en el primer fanzine que compré en la Barricada Subte del Narizón Pepe, allá en la Plaza Francia: "La obediencia comienza por la conciencia, y la conciencia, por la desobediencia", "Anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía avanza la historia", "Los ricos hacen las guerras y son los pobres los que mueren", "La anarquía es la máxima expresión del orden", "El orden es el placer de la razón; el caos es la delicia de la imaginación"…cientos de frases sueltas que llegaban a mi cerebro ansioso como andanadas certeras, a las que era imposible rechazar, pues hubiera sido como rechazarme a mí mismo. Bañaba el ambiente de mis días con esa atmósfera, dándole al curso ordinario de mis horas ese rumbo revestido de trascendencia gloriosa. Sé que lo que digo suena dramático, pero ese es un efecto de la literatura: en ella sólo existen instantes claves. Es así como uno percibe y asimila los sucesos en los libros y fue así como llego hasta mí el mundo de los Subtes, del Rock Radikal Vasco, los Punks Ingleses y Brasileros, el Underground Neoyorquino, la bohemia catalana, el movimiento anarco de la guerra civil española, las okupaciones en las fábricas abandonadas de Madrid. Todos eran acontecimientos y hechos dramáticos, cruciales en la vida de esas personas que yo veía a lo lejos. Esas personas eran protagonistas de algo que merecía ser escrito y tomado en cuenta. El ser de esas personas se extendía hacia mí cruzando los montes de una provincia europea, un océano y una selva, para llegar a mi habitación y cantarme, en esa radio destartalada que tenía cuando era adolescente, himnos de irresignación, rebeldía y vitalidad. Sobre todo La Polla Records, aquel grupo vasco que podía cantar sobre cualquier aspecto de la sociedad, había desembarcado en mi cuarto y me decía que la Iglesia Católica era la más hipócrita del mundo, que los banqueros de algunos países creaban guerras sólo para vender sus armas y que el Ejército estaba siempre listo para defender sus intereses, que a la cárcel nunca entraba un rico y de ella nunca salía un pobre… Tantas cosas que recogía de esa fuente propia de conocimiento. El ser de esas personas, paso a tener lugar, a estar en mí, y


junto a ello me embargaba el deseo de compartir esa naturaleza lejana, de ser de tinta y fotolito, de sentir mi alma delineada por las maquinas de imprenta y vivir lejos de este mundo que poco me ofrecía. Me refugiaba de esta tierra absurda en profundas melancolías brotadas de la búsqueda incansable de ese placer. Así, los cantos me traían memorias de vidas que jamás viví, una evocación sobrehumana, fuera de mi propia experiencia. Quien alguna vez ha sentido que una canción le recuerda algo que jamás vivió, puede comprenderme. -No digo que la gente no tenga sueños e ilusiones -decía el Chusko-, claro que las tiene. Pero, ¿cuáles son? ¿Cuáles son los elementos que pueblan sus sueños? La música estúpida de las radios comerciales, la cultura establecida, los partidos de fútbol del fin de semana, las fiestas en los lugares de moda, la ropa de moda, votar cada cinco años, estudiar, casarse, tener hijos, trabajar ocho horas, llenar la casa de electrodomésticos, comer, cagar, dormir… y encima dicen que esa vida mediocre y vacía es la forma correcta de vivir, que quien no se interesa por eso es un perdedor en la vida, que quien desea algo más de la vida es un loco o un terrorista. Sí, yo era un demente, un incendiario, la gente caminaba muerta y vacía por las calles y yo deseaba gritar que me sentía solo. Todo esto me llevó de la mano y me separó del mundo hasta hacerme sentir un extraño, un intruso. Yo ya no era de esta tierra. Podía pasar horas releyendo los fanzines españoles, su textura, su olor acre de fotocopia y cada foto me decía que yo debí haber vivido ese momento, que yo debí haber estado ahí. Creció en mí una vida paralela que se nutría de historias e imágenes ajenas. Un sueño que perseguir, en donde se reflejaba todo lo que la Edad del Llamado había sembrado en mí, mezclándose con todos los contextos humanos. Era una ilusión descabellada que hacía del mundo mi juguete. Ese sueño furioso, inocente, crudo, desprovisto de todo conocimiento docto, tenía en sí mismo una coherencia avasalladora. Era un orden universal en el que todo objeto, persona, circunstancia, tenía un rol. Todo convergía hacia una realidad llevadera que vivía en mi corazón, un mundo nacido de las canciones, pinturas y escritos que surguían del pecho de muchos hombres allá a lo lejos. Yo quería ser uno de ellos. Ese mundo exigía, desde el momento en que era combustible y producto de un acto de imaginación, de comprensión de la realidad y de discernimiento, una acción correspondiente. Su manifestación era implícita. Pero, ¿cómo expresar ese mundo en una tierra tirana, resentida, parametrada, hipócrita, mecanizada, carente de voluntad? Yo no iba a dejar que ese mundo se ahogase en mis entrañas. Tenía que luchar para mantener su fuego, hacerlo trascender, llevarlo mas allá, enfrentar esta tierra de muerte, de sueño enfermo. Esa era, pues, la única manera de estar donde debía estar…


¿Qué mundo, qué lucha sembraría en mi ese llamado? Si alguien cantaba que "Mogollón de gente vive tristemente y van a morir democráticamente y yo no quiero callarme" o que "Te tendrán tres días en sus manos, descargarán todo su odio en ti, sufrirás los interrogatorios, largas horas de tortura vil". Si un indio ecuatoriano, dominando el color y la forma, mostraba un rostro mestizo en una expresión trágica que retrataba el dolor de un pueblo durante cinco siglos y le ponía como titulo "La edad del dolor". Si un escritor peruano narraba una guerra silenciosa librada entre una corporación minera norteamericana y un puñado de campesinos de una comunidad en la sierra de Cerro de Pasco. Si ese era mi pan de cada día, ¿qué mundo soñaría? ¿En nombre de que emprendería esa batalla? ¿Cómo llevaría esa lucha? Al ver las contradicciones y debilidades en las que caían los Subtes sentí esa soledad confusa que me persiguió durante años. -Cuando uno actúa de acuerdo a lo que cree -decía el Chusko-, el vacío de la vida va desapareciendo. Para esto se debe actuar como si se creyera, y son esos actos repetidos sistemáticamente los que le van dando contenido a la fe. Yo había creado, casi sin darme cuenta, una fe a la que no debía dejar morir, para lo cual tenía que buscar compañeros, gente con quien luchar por sacarla adelante. Esa lucha debía ser contra toda coacción y debía minar las bases de la miseria humana, de la ignorancia, esa lucha jamás se detendría, compañero, porque no existe batalla final ni nada absoluto, camarada, la única manera de derrotar a las determinaciones en última instancia del Imperialismo se encierra en las enseñanzas que imparte el Comité Central del Partido, la práctica revolucionaria nos enseña qué es lo que sirve y qué no sirve para la Revolución, compañero, es necesario evitar el avance de la reacción, debemos empuñar los ideales de los primeros luchadores de la Guerra Popular Mundial, camarada, debemos dar el salto cualitativo que nos guíe al equilibrio estratégico y a la toma de Poder, debemos detener la Historia, mover las montañas, asaltar el cielo, compañero, la lucha lo exige… III Martín era de baja estatura, cabello crespo corto y anteojos, lo cual lo hacía pasar casi desapercibido en el barrio, además del hecho de poseer una personalidad insoportablemente recta, refinada. Además, tenía una inoportuna alegría permanente que lo hacía desencajar en muchas situaciones. No jugaba fútbol, no se sentaba con nosotros en las veredas y las esquinas, sólo se limitaba a pasar cerca de nosotros y saludarnos cortésmente. Salvo su primo, que era mi vecino, nadie lo había tratado profundamente, a pesar de que por aquel entonces Martín ya tenía 25 años. Yo no tengo clara la primera vez que converse con él. Tal vez lo había visto


con Riki, porque eran primos y el pasillo de su quinta daba al lado de mi casa. Tal vez cruzamos palabras o sólo nos saludamos, pero no fue hasta la noche en que hablamos en la camioneta de Dani que supe otras cosas de él. Yo tenía 13 años y ya frecuentaba a los Subtes, por lo cual era considerado poco menos que un loco en el barrio, un mocoso agrandado que se vestía descuidadamente, que escuchaba esa música infernal y ridícula, que todo el tiempo hablaba de cómo debían ser las cosas y de las letras de los grupos, sobre temas que no le concernían a un mocoso. Poco a poco había perdido la confianza y el cariño de mis amigos de la cuadra, pues los trataba como a imbéciles, cuestionándolos todo el tiempo, sin darme cuenta de mi propia necedad. Incluso los que eran un poco mayores que nosotros sólo podían soportarme por un momento; luego se hastiaban de lidiar con un chiquillo insolente, sabiondo, que todo el tiempo quería tener la razón. Martín era periodista y debido a su trabajo no frecuentaba mucho el barrio. Pero aquella noche, en el mismo sitio donde me reunía con mis amigos a discutir sobre política, música, donde desde pequeños contábamos historias de terror o contábamos chistes rojos -una camioneta celeste tan antigua que el oxido se quedaba en tu ropa luego de ponerte de pie- comenzó todo. Luego de una conversación banal y sencilla, que yo trataba de convertir en algo "edificante", asomó Martín con su aire atento y su disposición para escuchar. Aquella noche hablábamos sobre extraterrestres. -No deberían prestar tanta atención a ese tema- dijo cuando le tocó hablar. -Pero, ¿existen o no? ¿Tú qué crees?- le preguntaba Felipe que era el más interesado. -Eso no es importante- contestaba Martín, sereno y pausado. Era obvio que él no discutía, que estaba por encima de todo y eso atrajo mi atención. Me di cuenta que con él podía tener una conversación de "otro nivel". Luego de hablar de marcianos, cuando Felipe se fue porque su mamá lo llamaba, y Dani se metía a su quinta, él y yo nos quedamos conversando. Nada hubiera hecho que yo me interesara en su amistad, hasta esa noche en que luego de decirle que habían cosas más importantes sobre que conversar, le dije por qué la gente del barrio empezaba a desconfiar de mí. Mi situación pareció interesarle. Me dijo que a veces también sentía que ser de una manera, pensar de un modo distinto, tiene consecuencias poco agradables, ya que la gente daba mucha relevancia a temas absurdos, sin detenerse a pensar en los sucesos de actualidad, en sus consecuencias, y que nadie en mi generación tenia interés en ir más allá de todo eso. Entonces le hablé de la Mancha Subte, del Hueco. Toda la inquietud ansiosa se me desbordaba en discursos descuidados que él escuchaba atento. Sentía yo que Martín tenía las cosas más claras, sentía en él la firmeza de un mayor conocimiento que, según él, había


desarrollado en la Universidad, en San Marcos. Aparte del Chusko, yo no había conocido a alguien cuyo discurso fuese tan consistente y que mostrase una calma segura, tan pausada, y que fuese a la vez tan parecido a mí, que compartiese mis ideas pero no mi ansiedad. Para mí, la rebeldía debía ser ímpetu y desarraigo. Para él la rebeldía debía ser dirigida, sensata y con fines claros. Para ello había que tener una preparación como la suya. -Entonces yo no puedo ser un rebelde- le dije. -Claro que sí, más que muchos que conozco. Sabes que eres una persona especial. Eres distinto por tu manera de percibir las cosas... Ser especial. Esas palabras encerraban algún sortilegio que encendía mi interés; las venía escuchando desde que frecuentaba la Mancha y escucharlas viniendo de él ahondó en mí la idea de un compromiso. Sentía que todos confiaban en mí, que había en mí algo prometedor. Ese compromiso más tarde se volvería obsesión y una carga que me robaría la levedad y la paz. Era un compromiso conmigo mismo y con la realidad. Cuando le hablé de política, radicalizando mi rollo, sentí que daba un paso más en la historia de mi vida, que era un momento que luego relataría o relatarían. En aquel instante de tranquila cotidianidad de mi barrio, había encontrado un nuevo compañero de combate. -¿De verdad piensas así? Me parece de la putamadre…- decía Martín- Yo tengo unos libros que te pueden interesar. Son muy sencillos y pueden ayudarte a aclarar muchas ideas que tienes… Así, empezó a frecuentar mi casa para dejarme los mencionados libros. Llegó a ser una visita habitual, tanto así que mi vieja se dio cuenta de que yo ya no paraba con los chicos de mi edad. Mi vieja sabía que no charlábamos sobre chiquilladas, y también sabía que él era periodista, que se odiaba con su padre anciano, un antiguo militante aprista que vivía al lado de nuestra casa ("Mi viejo es un fascista de mierda", decía Martín). Pero nunca supo de qué hablábamos, así como nunca supo de donde sacaba yo esos textos de la Editorial Progreso de Moscú, manuales de Martha Harnecker, diccionarios de teoría marxista, boletines, pues yo le decía que los había comprado en el Centro de Lima, acatando la orden de Martín de no decirle a nadie la procedencia de los libros. Nunca supo quien fue el que me llevó a San Marcos y yo tampoco se lo dije cuando una vez en el colegio le dijeron que un profesor me había visto por la Facultad de Ciencias Sociales, en medio de pintas rojas. -¿O sea que hay gente que se está organizando?- preguntaba yo. -Claro, hay un grupo formado por estudiantes de San Marcos en su mayoría, pero contactado con organizaciones obreras y campesinas. Es un grupo que se


separó del PCP de Jorge del Prado hace muchos años. -¿Por qué? –pregunté. -Porque Jorge del Prado es un reaccionario que ha dejado domesticar la lucha proletaria haciéndola "legal" y "parlamentaria"; se ha prestado al juego del Estado y tiene todos los beneficios que le da su condición de burócrata. -O sea que es un grupo muy nuevo - dije. -Bueno -dijo-, relativamente. Pero ya tiene un Comité Central, un diagrama de acción que es acatado, enclaves en todo el país y llevan casi 20 años trabajando en un programa cultural que han ido desarrollando en sus locaciones, sobre todo en la Universidad. -¿Cómo se llama? -¿Cómo? Hmm... Partido Comunista del Perú, pues. ¿Cómo más podría llamarse? -Pero así también se llama el de Jorge del Prado... -Sí, pero ya te dije... -Pero deben ser poco efectivos –le interrumpía yo-, porque en Lima nadie percibe su presencia. -No creas. En Lima casi no podemos percibirla porque somos la capital y aquí toda la información que llega es manipulada por el Estado, tú lo sabes. Pero en el centro del país y en las regiones profundas, su presencia es fuerte. -Pero ¿Quiénes son? ¿Gente del MIR, del PUM? ¿Activistas de los años 60? Yo he escuchado que siguen trabajando en el interior del país… -No precisamente, pero hay gente que trabajó en esos grupos... Pero que luego se dio cuenta de cual era el método adecuado de lucha... -Eso es lo que más me jode. Toda la izquierda está dividida y todas las agrupaciones dicen representar al pueblo verdaderamente. ¿Tú los conoces a todos? ¿Sabes de sus propuestas? -¡No! Claro que no –decía Martín-. No tengo idea de cuántas agrupaciones habrá en el país. Pero ésta de la que te hablo es la única que ha demostrado coherencia en su teoría y práctica; no ha cedido ante la tentativa de conciliación, ni ha dejado que lo arrastren los reformismos que están de moda… -Y tú, ¿perteneces a ese partido? -Hace mucho que no presto mis servicios, así que no creo que me consideren militante. Pero siempre voy a conferencias y a círculos de conversación. Por ahora sólo puedo decir que soy simpatizante. Para ser miembro del Partido hay que tener acción revolucionaria, vivir para la lucha. Eso también diferencia a este partido de los otros. Impetuosamente, como en un juego en el que no se miden las palabras, preso de una emotividad desbocada, le pregunté si yo podría entrar en su partido.


Dejó pasar unos segundos antes de contestar y hasta hoy recuerdo su rostro complacido mirando a la calle desde la mesa del restaurante en que nos encontrábamos. Mi temeridad insensata fue percibida y secundada por un gesto condescendiente pero tranquilizador. -Podría ser. Pero tienes que ser cauteloso y dejar de hablar como lo haces con los chicos del barrio. Eso es exponerse. Esto no es un juego. Yo no era consciente aún de que la ilusión desatada de pequeño se convertía en sucesos concretos, sin magia, cotidianidades a las que trataba de impregnar el dramatismo adecuado. Cuando me dijo que era necesario que me cultivase en temas de actualidad y de historia, y que debía conocer los preceptos del Socialismo Mundial, su teoría, su concepción del mundo y de la historia, sentí que otra carga se sumaba a la letanía de cosas que había que tener en cuenta para ser un rebelde cabal, y con ello, otra ansiedad se instalaba en mí. -¿Tendría que ir a tus reuniones?- pregunté. -No, no te dejarían entrar. Ahora es más difícil que en los 80. Tal vez más adelante, ahora no es necesario. Lo que quieras saber me lo preguntas. Te puedo prestar unos libros básicos y varias anotaciones de cuando fui estudiante… Detuvo su dialogo casi imperceptiblemente y lo retomó de inmediato con una voz más pausada, queda y solemne que me hizo tomarlo más en serio. -Tal vez ya sea tiempo de usarlas. Tú podrías ser mi aprendiz y yo tu maestro. Reí tímidamente con lo que dijo. De repente -sin pensarlo- Martín dejó de ser una persona frente a mí y se convirtió en un objeto más de mi fabulario, un objeto del desván, una inscripción en un muro de la calle. Aquella tarde creí que una historia comenzaba, dejando atrás todo el pasado cómodo que había llevado hasta ese momento. En un segundo -también sin pensarlo- dilucidé un futuro vasto, repleto de desencuentros y victorias, de ambientes y reflejos. Pude ver el desenvolvimiento del tiempo y su rastro sobre mí. Eternicé aquel momento, empecé a narrármelo como si fuese parte de mi historia personal. “Entonces Martín me dijo que yo podía formar parte de su grupo...” Capté la voz de Martín, la tarde entrando por el enrejado del restaurante, el olor de licor derramado sobre la mesa de madera antigua, el ventilador que soplaba hacia nuestros rostros y los dos clientes sentados a nuestras espaldas, dos mesas más allá, de quienes nos cuidamos durante toda la conversación. Los objetos hablaron, o talvez yo hice que hablaran. Por un segundo escapé de mi espacio y mi tiempo dando vida a un capricho que se engrandecía frente al hecho dramático, igual que mi yo ansioso, fuera de control. Más tarde, todo esto se convertiría en una monstruosa insatisfacción que sólo encararía cuando el Chusko me revelase algunas ideas acerca del temor y la voluntad.


Pero, ya que la vida va más allá que la historia de nuestras vidas, sentí, sin atreverme a aceptarlo, en una vida paralela, que por fin tenía algo de que hablarles a los chicos del colegio nuevo en el que mis padres me habían matriculado hacia pocos meses. IV “¿Cuál es la conclusión de todo esto? ¿Por qué la Iglesia Católica se rompe el pecho hablando de caridad pero nunca cuestiona los sistemas económicos que arrastran injusticias para una gran mayoría y bienestar para unos pocos? ¿Quién separó la educación desde un inicio entre escuelas para pobres y escuelas para ricos? ¿Quién enseña a unos a ser humildes y resignados mientras a otros les dice que son el futuro del país, los líderes que han de guiar a esta nación y salvaguardar las buenas costumbres? Son aquellos que se instalan en la mentalidad de un pueblo haciendo uso de la culpabilidad, creándonos un infierno falso al que ellos dan forma según su conveniencia...” Las miradas de mis compañeros eran penetrantes, la frialdad con que mantenían sus expresiones me atravesaba. Mi discurso cruzaba el aula sembrando turbación y yo desfallecía con el aliento entrecortado. La expresión de la profesora era de enojo y desconcierto. Ella esperaba que las intervenciones de los alumnos en la clase de lenguaje y elocución girasen en torno a temas como el clima, el SIDA, la vida de un personaje, etc., como era normal en un colegio católico de la colonia Nisei; pero a mí esa normalidad me resultaba complaciente y me empeñaba en transgredirla iniciando largos debates intransigentes en los que lucía mis argumentos paporreteados en contra del tipo de Educación, la Iglesia, el Sistema Democrático, las Fuerzas Armadas. Ya en los discursos anteriores había tratado sobre dichos temas y había logrado la desconfianza de mis maestros, el temor de algunos de mis compañeros, y la curiosidad de otros. Nunca supe si alguien tuvo un aprecio sincero por mis opiniones, pero nunca faltó quién me preguntara qué significaba plusvalía o por qué los comunistas llamaban explotadores a los empresarios, o por qué a los ricos los defendían siempre los militares. Yo trataba de ser especial en medio de esa manada de adolescentes bienpensantes. Ser Subte había calado en mi carácter, a la vez que se convertía en una razón y una justificación de mi rechazo, mis temores y mi sentimiento de inadaptación a un medio en el que me sentía extraño. Para mí, ese lugar tan pulcro y ordenado, con chicos obedientes, con costumbres distintas a las mías, sólo podía inspirarme hostilidad. Me sentía agredido por su mansedumbre, la cual jamás había visto en mi escuela anterior ni en mi barrio. Ese aire diáfano y esa calma me intranquilizaban. Sentía que era una paz muerta, que jamás había conocido en las calles de Breña.


“Controlando la sexualidad a través de la condena y la culpa, el clero consolida un poder que no puede ser cuestionado ni juzgado por nadie, ya que es un poder divino. Esta es una manera de dominación. La más hipócrita y descarada y que a través de los años lo único que ha traído es ignorancia y miedo, algo que ha sumido a nuestro país en el atraso. Digo esto porque para que un país progrese debe tener una sociedad cultivada sobre todo en las clases populares, sólo así se puede hablar de una identidad local, una cultura que resista a los embates de las culturas expansionistas, una forma de vida capaz de sobreponerse… para eso es necesario culturizar a la masa ignorante y eso es algo que los burgueses y la Iglesia no desean...” Al llegar a ese colegio, yo era aún un niño puro, un indiecito libre, inquieto, sucio y feliz. Pero mis viejos, provincianos que habían conocido cierta prosperidad, esperaban más de mí y quisieron educarme. Así, tuvieron la gran idea de lanzarme a ese colegio, a sexto grado de primaria, como se lanza a un carnero para el engorde. Cuando pienso en el sacrificio de mis viejos tengo sentimientos encontrados, pues no sé si estar feliz de haberles demostrado que esa mierda de colegio nunca pudo hacer nada conmigo o apenarme por su fe perdida. ¡Hubiera deseado poder abrirme el pecho, degollarme para poder mostrarles lo que sentía cada mañana, la confusión de esa letanía que me obligaba a encerrarme en mí, desorientando mi alma, volviéndola cada vez mas huraña y furtiva! La pesada culpa de tener una doble vida repartida entre libros socialistas, Subtes y un colegio católico, medraba mi espíritu, restregándome en la cara sin que yo lo reconociese- que yo no era todavía dueño de todas mis decisiones. ¿Y si no hubiese entrado a ese colegio? Tal vez hubiera sido un ser normal, perecedero. No habría tenido que forjarme todas las contradicciones que arrojé a mis entrañas ni habría tenido que buscarme a mí mismo luego. En esos momentos, sentía que debía tener cada instante de mi vida en cuenta. ¡Más tarde buscaría como loco momentos claves en mi pasado, y luego -en el extremo de mi delirio- en mi presente! Hubiese muerto de no ser por mi imaginación. Gracias a ella, mis mañanas estaban pobladas por otras calles y otro aire, por otras miradas y voces, no tan chocantes para mi. Así, otro escenario y personajes fueron brotando en mi imaginario, una vida paralela en la que el placer era el mar en el que desembocaban todas mis circunstancias. La añoranza del placer no vivido. Ese mundillo que me acompañó en esas horas inflamando mis sienes de ensueño como un refugio donde me veía a mí mismo grande, libre, dueño de una voluptuosa vitalidad. “¿Quiénes fueron los primeros en levantar su voz de protesta cuando se


empezaron a construir escuelas para comuneros de la sierra? Toda esa indignación era fruto del terror de verse enfrentados a un pueblo conocedor de sus derechos, capaz de negarse a trabajar gratuitamente para las haciendas…¿Por qué? Porque ya no habría un dios al cual temerle, un dios que se enfadaría contra los indios por negarse a trabajar para el amo protector que él, Dios, había enviado para vigilarlos. Pero no sólo es la Iglesia la responsable de todo lo sucedido, tenemos también al Estado. Ambos son aparatos represores que salvaguardan a los poderosos y su propiedad. Nuestra generación no es consciente debido a la manipulación existente en los sistemas educativos, de todas las atrocidades perpetradas por la autoridad...” Pero la realidad continuaba pasando frente a mí, y sin que yo me diera cuenta, iba haciendo estragos en mi conducta. Aunque mi mente estuviese habitada por fantasmas, ángeles y demonios, voces en mi mente, las personas no dejaban de desplazarse a mi lado, las circunstancias no dejaban de surgir. Quienes vivían en mis divagues eran seres imposibles, las personas de quienes me hubiera gustado estar rodeado, creados al son de los cánticos Subtes. Sus ojos, sus cabellos y sus sonrisas eran invisibles; sus palabras, silencios compartidos. Seres de nada que llegaron a serlo todo en ese refugio y que guiaban la mayoría de mis actos. Sin embargo, mi soledad era engañosa, pues si bien yo no daba confianza a nadie en ese colegio, sí hubo gente que empezó a confiar en mí, tal vez como efecto de mi propio afán por retraerme, pero cuando me percataba de ello, la culpa me sobrevenía diciéndome que era imposible una amistad con esos pituquitos inconscientes, vacíos. Yo no quería ser como ellos; deseaba una ruptura, pues yo no estaba en mi lugar y debía demostrarlo. Los pelos en punta, el desaliño, los malos modales, el atrevimiento y la jactancia de tratar a todos como a idiotas, justificándome forzadamente, me sembraron un aire antisocial y provocador que atrajo más miradas hirientes hacia mí, haciéndome sentir más presionado aún. -¿Breña? -me preguntaba un chico que estudiaba conmigo, hijo del dueño de una cadena de tiendas de ropa- ¿Dónde queda Breña? ¿Ahí vives? -Es un pueblo joven -decía otro, y todos los que me rodeaban, chicos y chicas, reían. Si me acercaba a los demás era para herirlos, incomodarlos, vomitarles en la cara que yo, un clasemediero harapiento podía ser más lúcido que cualquiera de ellos. Traía abajo sus argumentos restregándoles en la cara que el bienestar social en el que ellos vivían era ficticio y que ellos eran unos ciegos que habitaban en la mentira, el robo, la injusticia, que ese colegio católico sólo servía para enmascarar el verdadero trabajo de la Iglesia. Rodeados de


precariedad, sus aspiraciones surgían de la vulgaridad de los sueños muertos que yo había aprendido a despreciar, la vida normal, intrascendente. Carneros recién paridos bebiendo leche agria, durmiendo entre menstruaciones podridas de sus propias madres, en corrales construidos con los huesos de sus propios hermanos… "Sepan ustedes que en 1920 el Estado Peruano, bajo el gobierno de Augusto B. Leguía decretó la Ley de Conscripción Vial, la que obligaba a todos los hombres entre 18 y 60 años a trabajar gratuitamente doce días al año en la construcción de carreteras que servían para transportar los productos que los hacendados monopolizaban. Los hacendado y burgueses podían librarse del trabajo pagando una multa insignificante para su economía; pero los pobres y los indios no podían hacerlo. Claro que el trabajo se prolongaba por más tiempo y eran muchos los que morían a causa de los esfuerzos. Injusticias como esta -por citar sólo una- son las que han llenado los bolsillos de esas personas "honorables" que suelen aparecer en las paginas sociales de los diarios. Si uno les pregunta cómo consiguieron su riqueza, ellos contestarán: "Con mi esfuerzo y mi trabajo. Mi familia, mis antepasados tuvieron que luchar contra la ignorancia de estos indios brutos para poder surgir”. Esta gente no hubiera podido hacer nada sin el apoyo interesado de la Iglesia que, instalada en la mentalidad popular, invocaba el castigo para el desobediente y el paraíso para el que acepta su destino sin reclamar. Yo les pregunto, y con esto finalizo mi intervención, ¿Es realmente el amor a Dios lo que motiva a muchos o es sólo el temor al castigo? ¿Acaso uno no llega a pensar que el patrón injusto recibirá su castigo frente a dios y que sólo por eso hay que soportar los atropellos en esta tierra? No veo que haya nada que celebrar el próximo año, salvo el Rechazo a la Celebración del V Centenario del Inicio de la Masacre del Pueblo Indio Americano. Gracias...” Cuando avancé a mi pupitre, en medio de fervientes aplausos sordos, lo único que escuché fue el silencio de Mónica desde su pupitre vacío. Que aquella mañana ella no estuviese fue como que el salón estuviera deshabitado, con las locetas pardas y la pared crema retumbando el eco incansable de mis palabras vanamente. Aquella mañana me acerqué a mi pupitre como un muerto y vi que faltaban su cabello largo castaño y sus ojos marrones, su indiferencia y mi rubor al mirarla. Pasé el resto de la clase con una rabia callada y la incertidumbre de saber qué hubiera dicho o pensado ella de mí después de escucharme. Talvez me habría admirado o le habría dado miedo. Eso no tenía importancia, al menos hubiera puesto los ojos en mí. La angustia que me producía ese dilema me llevó a juntarme con otros chicos en los recreos. Mi orgullo se volvía una coraza que ellos se acercaban a contemplar extrañados. La primera persona a la que me acerqué fue un chico nisei llamado Yukio. Era


un chico de su casa, un pituquito que se interesaba en la música Wave -Echo, Joy Division, New Order-, que tocaba el piano con destreza y vivía en San Isidro. Su carácter era, por lo general, malhumorado, aunque se mostraba sensible a muchas cosas que yo decía. Recuerdo que las primeras charlas las tuvimos como un tanteo que escapaba a nuestra voluntad. Empezamos a charlar en los recreos, en la formación, en el patio celeste que parecía el fondo de una piscina vacía, cercado por los barandales de los tres pisos que se erguían alrededor, donde nos aguardaban las hileras de aulas, ventanales y pasillos. Recuerdo a Yukio mirando todos los partidos de fútbol que se llevaban a cabo al mismo tiempo en el mismo patio bajo el techo alto de calamina; en ese frío coliseo que nos albergaba durante veinte minutos de recreo; y lo recuerdo comprando en el quiosco atiborrado de gente, donde atendía una vieja con un culo inmenso y con cara de amargada. A Yukio lo buscaba para hablarle de Mónica, para que alguien cargase con mi nueva culpa, porque era alguien a quien mis palabras resultaban ininteligibles y mis ideas algo que escapaba a su entorno. El quería saber sobre los Subtes, los anarcos y el Hueco, las ideas marxistas, los grupos del punk inglés, quería saber de dónde sacaba yo esas ideas que dejaban callados a los profesores. Yo, al no sentirme parte de lo que él buscaba y temiendo perderlo como amigo, empecé a mentir con la verdad, a decirle que yo había vivido historias inconfesables, sólo por cautivarlo y porque había empezado a estimarlo, aun sabiendo que mis mentiras más tarde se volverían una densa bruma. Solía buscarlo en los recreos para contarle historias que me habían pasado y veía como sus ojos rasgados se acentuaban por la risa hasta volverse imperceptibles. La confianza se consolidó cuando acepté ir a su casa, en la que no me sentí cómodo de pronto, pues habían otros chicos con quienes no me llevaba bien del todo. Su casa, inmensa y antigua, con techos altos y un jardín interior con muchas enredaderas, con enchapados y puertas de vidrio, me cautivaba por su calma, al igual que la placidez con que su madre nos recibía y la vivacidad de su abuela, una nativa japonesa que vino hacía casi ochenta años a trabajar como jornalera en las haciendas de las afueras de Lima. Recuerdo los pasos cortos de la anciana viniendo a darnos la bienvenida y su figura encorvada asomando entre los muebles de mimbre situados tras el ventanal que daba hacia el comedor. La casa de Yukio se volvía un elemento de mi imaginario conforme la aceptación de esa pequeña parte del mundo trabajaba en mí. En una de esas visitas Yukio me mostró aquel rincón de su casa en la que se guardaban las imágenes de sus antepasados. Los rostros orientales dibujados a carboncillo, las fotografías en blanco y negro que retrataban a personas con la mirada fija, tratando de llegar a lo más profundo del espíritu de quien los


contemplase, me inspiraron la sensación de lejanía y contacto a la vez. Era un recibidor amplio, bañado con una tenue luz que atravesaba las persianas grises y que se ensombrecía más aún por los muebles de caoba, las alfombras y adornos sobrios colocados sobre un piano antiguo arrinconado en una esquina. Frente a aquel piano se encontraba una cómoda sobre la cual se hallaban los retratos, además del recipiente donde su abuela colocaba los palillos de madera encendidos que se iban consumiendo hasta convertirse en cenizas acumuladas frente a las figuras. Una de ellas, la de un militar, me recordaba alguna batalla de la guerra Ruso-Japonesa que Apollinaire narraba en Las once mil vergas. Me parecía, además, que esas figuras eran análogas a los retratos que los provincianos peruanos guardan en sus casas; aquellos retratos a color hechos a mano por algún dibujante en los años en que a sus pueblos no había llegado la fotografía, donde se aprecia a las personas siempre en la misma posición, sólo del pecho para arriba, con las mejillas ruborizadas y los ojos vidriosos, con la rigidez de los muertos. Esos retratos inspiraban en mí una melancolía profunda, pues hablaban de historias plagadas de dureza y desarraigo y significaban victorias silenciosas de hombres sacrificados que se habían ganado un lugar en la eternidad de la evocación. Historias de provincianos que yo nunca viví y que jamás podría contar… Las inscripciones en japonés sobre aquel papel antiguo y conservado, encerraban un sortilegio que daba más color a las pequeñas flores colocadas en los floreros miniatura que rodeaban el santuario y a los adornos con motivos nipones: rostros pálidos y alargados, ojos sumidos en un sueño plácido. Frente a esos estímulos, lejos de textos marxistas que realmente no lograba ordenar ni encaminar maduramente, Yukio me acercó a los otros chicos del colegio. En las reuniones de los sábados que se realizaban en su casa religiosamente, a las que yo solía ir antes de dirigirme a los conciertos para gritar contra el sistema, el lujo y la inconsciencia, fui conociendo a personas que me aceptaron poco a poco y a los que tuve que soportar bromas y temores debido no sólo a mi procedencia y apariencia, sino también a mi condición de cholo. Yo temía que alguien notase que me moría por Mónica, sobre todo en las reuniones de los sábados, donde todos hablaban, como poseídos, de las chicas que les gustaban. Había quienes hablaban de experiencias afortunadas y al hacerlo remarcaban un ímpetu que yo no hubiese podido mostrar. Sólo guardaba silencio y me refugiaba tontamente en lamentos callados que más tarde el Chusko llamaría malas actitudes. -A ti te gusta Mónica, ¿verdad?- me preguntaban. -¡No! Ni cagando…


Temblaba ante ella. Todas las mañanas, mi mirada atravesaba el salón en busca de su cabello castaño burilante, su frente recibiendo la luz tras los cristales, sus ojos perdidos mirando el barandal por el cual pasaban, saludándola, los chicos de grados mayores que a ella le gustaban tanto. Esa insatisfacción hacía que mi otra vida se hiciera poco a poco más anhelada y su realización cada vez más urgente. Era la única calidez capaz de dar abrigo a mi desnudez en medio de esa hostilidad invisible. Yukio y su silencio estuvieron siempre ahí para escuchar mis historias, híbridos de realidad y fantasía, que yo mismo casi llegué a creerme. Necesitaba de esa doble y hasta triple vida de rojo de medio tiempo, ácrata noctámbulo y adolescente clasemediero para que mi incipiente neurosis se sintiese satisfecha, con esa satisfacción mezquina y acaparadora, que terminaba sin saber a nada. Así, mi voz interior se convertía en una plegaria negra que yo repetía constantemente en silencio con lucidez implacable y vana: buscaba en mi pasado el preciso momento en que empezó a girar la rueda ardiente que me sumergía en ese trance, aferrándome más a una historia personal, a un orden de sucesos desdichados. Culpaba al rechazo de Mónica, a la primera vez que la vi, al momento en que pisé por primera vez ese colegio de mierda, al instante en que me percaté que procedía de un medio distinto, y sobre todo, a mis viejos, por su decisión de lanzarme a esa hoguera "por mi bien", a la debilidad y sobreprotección de mi vieja, y a mi padre, ese señor que un día vino a vivir con nosotros luego de pasarse diez años quién sabe dónde, y que a pesar de ello se sentía con autoridad para venir a gritarme, humillarme frente a mis amigos, golpearme, hacerme sentir un extraño mi casa. Mi corazón conocía ya las horas del día en que el aire se hacía más espeso, conocía el ritmo de mi angustia; las mañanas borrascosas en el colegio de mi barrio y los almuerzos entre sobresaltos a la llegada de aquel extraño que se marchaba luego de comer y dormir una siesta y del cual no sabía nada hasta el día siguiente. Pero eso fue hasta que mi padre vino a vivir a la casa y su imagen se volvió permanente, tanto así que me hizo sentir un intruso. Mi hermana había nacido hacía pocos meses y ya nadie podía cuidar del niño descuidado, pero mi padre veía más de cerca al niño engreído y notaba su poca voluntad, su inseguridad. ¡Qué lejos estaba de percatarse de que él era la causa de todo ello! La solución era hacerlo un muchacho responsable, retirarlo del colegio en el que empezaba a tener mala conducta y bajo rendimiento, no importaba si con eso lo estuvieran humillando, haciéndolo sentirse un inepto repitente. Culpaba a todo ese pasado por el presente que llevaba a cuestas. Me sentía maldito, condenado. Trataba de mostrarme frío, insensible ante mis compañeros, pues sabía que tenían un mejor equilibrio en sus relaciones


familiares, lo cual era inimaginable para mí. Ahora me pregunto por qué lloran los adolescentes. Yo ya no lo recuerdo. Ser adolescente es una maldición que se paga con vergüenza y que se extingue con la plenitud de lo conquistado. Y al marcharse tenemos la sensación de ver alejarse a un antiguo amigo que se lleva nuestros llantos, al cual extrañaremos. -Este no es mi lugar, Yukio. -¿Por qué lo dices? -preguntaba él y yo soltaba mi capricho, mi discurso lastimero. ¡Necesitaba a alguien que tocase mi alma y me dejase entrar en su rumbo, que me involucrase en sus actos y me transformase en alguien! Ansias de ser, de quedar como un vestigio retando al tiempo, de ser parte del ensueño de alguien. No recuerdo las historias que le contaba a Yukio, pero recuerdo que, afortunadamente, él no las tomaba tan en serio algunas veces, pues siempre soltaba una broma que me arrancaba una sonrisa y un olvido. V Martín me esperaba parado en una esquina, a una cuadra del barrio. Habíamos acordado vernos ahí, pero yo lo esperaba en la acera de enfrente, así que pude verlo llegar. Cuando lo hizo, se paró en posición de firmes, con los brazos cruzados y la vista puesta en nuestra calle. Hacía poco tiempo que él había dejado de vivir en ella y no quería que su padre lo viera. Permaneció un momento quieto y yo me fui acercando lentamente por el lado opuesto. Lo sorprendí por la espalda, tomándolo por el cuello. -Quieto, subversivo -gruñí. Se llevó un gran susto. Luego reímos. Me dijo que era tarde, que debíamos apurarnos pues la reunión comenzaría en menos de una hora. Caminamos dos cuadras, cruzando la fábrica, y tomamos el microbús en Orbegoso, junto al mercado. Después de varios meses había conseguido que aceptase presentarme a su grupo de estudio. Yo estaba entusiasmado y empecé a charlar atropelladamente acerca de lo bueno que sería hablarles a sus amigos sobre la Mancha Subte. -De eso quería hablarte...-me dijo. Le decía que esa era la mejor manera de esparcir un germen. Creía, con la inocencia de un niño, que a través de un movimiento cultural contundente se podía desarrollar una expresión de vida distinta, paralela a la que imponían el poder y los intereses creados. -¿Son anarquistas, verdad? –decía finalmente-. Esa es una expresión pequeño burguesa que tiene más de espectáculo que de lucha organizada. No afecta las bases del poder central; es más, se aleja de ellas. La única manera de cambiar las cosas es haciendo que el pueblo tome el poder. Tomar el poder nunca ha


estado en planes de los anarquistas. Yo callaba. Sin embargo, a él jamás le pareció que yo hablaba tonterías. Escuchaba con atención. Durante el trayecto a la Universidad de San Marcos, mi terca vehemencia se debatía con su frío razonamiento, muy bien articulado, en el cual yo no encontraba ningún contacto con vivencias próximas, concretas. Todo era exactitud, no había lugar a una fuga de arrebato, no había lugar para el intento, la tolerancia. Creo que tampoco tenía mucho lugar para una vida plena. Aquella falta de humanidad en su discurso era una constante. Nunca me había dicho quiénes eran las personas con las que nos íbamos a reunir, y a mí tampoco me importaba mucho saberlo. Lo único importante era que por fin había encontrado gente que quería hacer algo. ¡Esa era la idea que creaba discordia entre mi razón y mis sentidos! Hacer algo. Pero, ¿qué era lo que había que hacer? Mi razonamiento me decía que no debía acoplarme a una rectitud opuesta a mi sensibilidad y mi voluntad, pero pensaba que todo ello era una excusa para no hacer algo. Algo por este mundo enfermo que yo había aprendido a despreciar, cuya ambición creaba dolor ante los ojos impasible de seres absorbidos por un marasmo de circunstancias ajenas a su voluntad: el temor al fracaso dentro de los cánones que la sociedad delineaba. Para que nadie fuese víctima de esa maquinaria monstruosa, que arrastraba vidas hacia la ignorancia; contra aquellos asesinos, dueños de las leyes, que se enriquecían con la miseria ajena; por los que caían luchando contra esa maquinaria, tenía que hacer algo. Para que alguien pensase en mí como en el personaje de una historia, tenía que hacer algo. Para entrar en las canciones... Desde esa época yo ya solía eternizar los instantes, atraparlos, percibirlos en toda su extensión. Así que aquella tarde iba grabándose en mi mente como la primera vez que me dirigía con mi "maestro" al encuentro de un grupo de personas que también querían hacer algo. Percibí los asientos raídos del microbús -un modelo antiguo de la línea 32-, los muros desnudos de las fábricas que íbamos dejando atrás, atravesando los basurales que se extendían por toda la avenida Venezuela, la brisa que entraba por uno de los vidrios rotos y el sol de las tres y media que teñía el cielo de matices naranjados y rosa; el olor de la grasa en el piso del microbús, las prendas que llevábamos y el rostro taciturno de Martín reflejándose en un cristal sucio. El instante era mío. -¿Pero quiénes son? -pregunté -Son persona con las mismas inquietudes que las tuyas, jóvenes de tu edad que escuchan la misma música que tú. Están formando algo que llaman la Koordinadora de Grupos Urbanos, la KGU; que una vez consolidado será


rama del… movimiento que hoy vas a conocer. Me gustaba que la situación se presentara como un juego intrigante. Más aún cuando Martín me dijo que incluso, si yo lo deseaba, podía trabajar con ellos en la distribución de su boletín. La idea de poder vivir haciendo algo era cautivante. Podría ahorrar y poco a poco largarme de mi casa, ser independiente. Luego sería músico de la KGU y más tarde escribiría en su boletín. Emprendería una vida que ninguno de los niños bonitos de mi colegio habría imaginado llevar. Yo, en cambio, estaría de lado de los hombres que no se dejan engañar; y no sólo eso, lucharía también por aquellos que me hacían a un lado. ¿Qué pensaría Yukio y todos los chicos que se reunían en su casa todos los sábados? ¿Qué pensarían los idiotas del barrio? Los Subtes, ¿me empezarían a tener más en cuenta? ¿Qué pensaría Mónica? Yo estaría haciendo algo… Sólo había algo que no compaginaba conmigo, y era que la vena anárquica había ya delineado parte de mis sentimientos y mi razón. Intuía que la naturaleza del pensamiento era anárquica, y que esto se expresaba en el rechazo de todo dogma, de toda idea inflexible. Para Martín -ahora lo sé- la disciplina significaba sumisión y el respeto, obediencia ciega. Me di cuenta de ello cuando empezó a hablar de lo bien que había sido organizado el Partido y lo bien que trabajaba el comité y sus loables dirigentes. Le pregunté sobre eso, pues me parecía extraño que alguien como él pudiese hablar de alguien sin dar al menos una crítica constructiva. El hablaba como un poseído. Le dije que la idea de seguir a un líder, por muy bueno que fuera, no me parecía una manera apropiada de liberar la conciencia. Cuando le dije que yo no quería ser borrego de nadie, sonrió y dijo que la anarquía no reconocía la autoridad del pueblo porque era una manifestación burguesa que no conducía a nada. -Entonces, ¿hay un jefe superior?- pregunté. -Claro. Él es el responsable del Comité, de la Organización. Es un hombre que ha sabido interpretar la primera propuesta de Mariátegui. -¿Lo veremos hoy? -¡No! El está en la clandestinidad- afortunadamente el micro iba casi vacío, y a pesar de ello hablábamos en voz muy baja. -¿Quién es? ¿Cómo se llama? Vaciló un poco antes de contestar en tono cauteloso, mirando hacia la escasa gente que había en el micro, y dijo, casi en un susurro: -Ese gordito barbón con lentes que aparece en los afiches que hay en la Universidad… -¡Abimael!- dije sorprendido, tratando de apagar mi voz. Martín se llevó un dedo a los labios y me pidió que me calmara.


VI Desde que Martín me reveló la identidad de su partido empecé a tenerle recelo. ¿Por qué no había sido más directo? ¿Por qué fui tan tonto, si todo era tan obvio? Porque él debía acercarse con cautela, ya que el tema no era fácil de entablar, y porque yo me encontraba fascinado por empezar a vivir bajo mis impulsos. Por ese tiempo, Sendero llevaba ya diez años de Guerra Popular declarada al Estado Peruano y todos los días los periódicos dedicaban amplios titulares a sus incursiones en pueblos aislados de la sierra, las voladuras de torres de alta tensión, los secuestros a empresarios que se negaban a pagar los cupos que ellos solicitaban en nombre del pueblo. Tenían, además, proclamada una Nación y un gobierno popular en algunas regiones y ciudades. Sus atentados eran los más crueles que se cometieron en toda la historia de las guerrillas latinoamericanas e iban generalmente dirigidas a la masa popular, poco relacionada con el ámbito político o la elite de poder, accionar que fundamentaban invocando la unión popular, la necesidad de formar bases revolucionarias sólidas: ya que la mayor responsabilidad de la Revolución yacía en el pueblo, era el pueblo quien debía pagar muy caro sus afrentas al Partido. Por ello, llamaban contrarrevolucionarios a los infelices habitantes de comunidades de la sierra y asentamientos humanos que morían masacrados públicamente sólo por no comprender el paradigma maoísta que llegaba desde la República Popular China para ser interpretada sin revisionismos. Para mí su existencia era algo que pasaba en la realidad, pues hacía tiempo que yo venía escuchando a los Subtes cantar acerca de Sendero, y lo señalaban como un monstruo surgido de una realidad decadente, de una sociedad sin autoestima ni identidad. Eran, pues, otro elemento contra el cual luchar. -¡Esta canción está dedicada a esos dementes manipuladores que dicen luchar contra la opresión, pero lo hacen en nombre de otro Estado! –decía el Chusko, durante un concierto en el Hueco en el que yo me fundía con el espíritu del sonido chirriante de las guitarras, del pasillo sucio y las paredes de cemento, el olor a trago barato y el frío que ingresaba por el techo, para ingresar al mundo que había concebido en mis caminatas, en mi vida paralela. Aquel concierto lo organizaba el Coyote, un hardcoreano venido de New York, dueño de una tienda de discos en el Centro de Lima. El sello Coyote Records había programado lo mejor del hardcore para esa fecha: Desarme, Sudakas del Odio, Futuro Incierto, todo el legado del New York Hardcore por estos lares. Pero además, ya que el Hueco era un bastión básicamente punk y ya que durante años éstos no podían verse con los pitucos de la Jato Hardcore de Barranco, se optó por poner en el afiche a grupos como Psicosis, PTK y Desastre Social, pues éstos pertenecían al grupo de estudio de las corrientes libertarias que


funcionaba en el local. El Colectivo se llamaba Bandera Negra. La única banda neutral –y la mejor- era la del Chusko, Incendiaria. El Narizón Pepe, dueño del local tuvo que aceptar a los hardcore porque no podía anteponer su prejuicio en caso de un concierto, ya que debía apoyar a la escena. Además, se trataba de un concierto en el Hueco después de más de un año, pues luego del último concierto y de la redada en la que cayeron todos los asistentes, lo mas sensato fue cerrar el lugar por un tiempo. Al comienzo nadie tomaba en serio lo que yo, el Chibolo, decía; pero eso podía ser una ventaja. Podía mentarles la madre si me daba la gana, ellos no me harían nada. Fue entonces cuando la ficción empezó a escapárseme de las manos: cuando ya estuve integrado al círculo, fue difícil aceptar que yo no correspondía a mi propio ensueño marginal. Sin darme cuenta fui convirtiéndome en el observador celoso de sus objetos de culto, embelesado ante las historias que ellos soltaban sin dar mayor importancia y que me llevaban a épocas de furia y desenfreno. Podían hablar de conciertos, de redadas en las que tuvieron que enfrentarse a pedradas con los tombos para no ser encarcelados, de oscuras y delirantes broncas remotas que los perseguían a todos lados, de ensayos y de grupos que jamás llegué a escuchar. Sentía haber llegado tarde al encuentro de mi rumbo y que el tiempo y el lugar jamás serían hospitalarios conmigo. Pero eso era algo que no podía contarle a nadie. Aquella noche hablaba con Chovi y Memo, ya había conversado con ellos en otros conciertos, al Chusko lo conocía de las veces que le compraba cintas, con Poggi había chupado una noche con otros chiquillos nuevos en la mancha, una noche en que nos explicó en que sé diferenciaba cada género de la música Subte. Esta vez, el concierto estaba programado para las 10, pero a las 9 ya las veredas estaban infestadas de sombras extravagantes y cuchicheos que estallaban en gritos o risas, del olor a hierba y el aroma volátil de los alientos que formaban pequeñas nubes espesas al ser exhalados. Pateando Tu Kara rompió fuegos poco antes de las 11 y la casa construida a medias alojaba ya a más de doscientas personas en una sala que apenas medía 24 metros cuadrados. El pogo, la danza de guerra, el sopor que hacía del lugar un hervidero, los cuerpos sacudiéndose uno contra otro, Pateando entregando todo de sí sobre la tarima improvisada con cajas de madera. Chovi, Brunce y Loquillo se me acercan, cuando me encuentro en la puerta, para pedirme un sencillo y armar un trago, un ferrito aunque sea, pe’ Chibolo. Yo pongo una china y dejando atrás el ruido, nos dirigimos hacia la avenida México. En el camino nos topamos con la Mula, el Tin, Lengua de Trapo y Chupitos que están fumando grifa. Caminamos por la pista, separados el uno del otro y nos hablamos a gritos. Antes de llegar a la Vía Expresa, el imperdible que sujeta mi cadena y mi candado se suelta. Me detengo mientras ellos avanzan y


cuando los tengo frente a mí dándome las espaldas puedo ver que tienen la forma que siempre imaginé que tendrían, pero que estaban muy lejos de llenar mis expectativas. Soy uno de ellos, pero no soy como ellos…Luego de pasar por las primeras calles oscuras de la Victoria, llegamos a la licorería habitual en la Av. México, pero la encontramos cerrada, algo extraño, sobre todo en fin de semana. Tenemos que dirigirnos a Matute y Brunce dice que no puede porque hay un huevón que lo quiere coser porque le debe plata, y Loquillo dice que tampoco va porque ahí saben que este huevón y yo somos del mismo barrio, y el Chovi dice que él también es de Barrios Altos y no me cago de miedo como ustedes, cabrazos; pregunta luego quién más se cabrea y el Tin dice que no va porque está muy fumao, mejor no vayas tú tampoco Lengua, vamos al concierto, que ya debe estar tocando Incendiaria. No va a pasar ni mierda, dice Mula y el Chovi lo celebra, Chupitos iba a donde su marido Mula lo llevaba, sólo falta que yo me decida, ¿te quedas, Chibolo? ¿Te vas con esos cabros?, después no pidan trago… Era innegable que el país atravesaba una crisis tremenda. El APRA había actuado de manera populista malgastando los recursos del Estado y permitido la peor corrupción en el gobierno desde hacía décadas. Pero lo peor fue el desprestigio en que cayeron los gremios populares, CGTP, SUTEP, Construcción Civil, todos aquellos movimientos que tuvieron en sus filas a dirigentes apristas que, una vez en los cargos, saquearon las arcas. Hablar de estabilidad laboral o sindicatos, era hablar de lo que había arrastrado al país a la miseria y el caos; todos los trabajadores debían obedecer sin chistar, guardar respeto al empresario que daba trabajo en tiempos de crisis, aunque pagase una miseria por más de diez horas de labor. La deuda externa, que el APRA se negó a pagar, había aumentado geométricamente, y los empresarios peruanos, antes jaqueados por la nacionalización de algunas empresas, exigían un sistema privado efectivo y un flujo intenso de capitales extranjeros. Entonces el Estado, bajo el gobierno de Fujimori y el capital privado nacional, se sometió a los preceptos del Fondo Monetario Internacional y los capitales extranjeros. El sistema productivo se insertaba en el mercado mundial, a cuyas reglas el gobierno aprista no quiso someterse. Se iniciaba la década de los 90 y el nuevo gobierno había hecho del APRA su chivo expiatorio, pero quienes pagaban las consecuencias de los ajustes económicos, los shocks y paquetazos, era la gente misia, que entonces se encontraba desamparada frente a las medidas laborales. Sendero tenía razón al decir que esa situación era injusta, y eso me arrastraba a una confusión: si veía que su discurso era acertado, ¿por qué no dejar que me guiase? La razón me decía que era necesario extirpar el problema de raíz, que uno no podía sentarse a dialogar con los capitales, pues la continuidad de


sus intereses dependía de la explotación. Los medios podían decir lo que quisiesen, nunca dirían la verdad, y la persecución sólo reafirmaba el fracaso del sistema, tratando de esconder sus errores. Eso era lo que me decía la razón y pensaba que ella podía llevarme talvez al mundo real que surgía en mis caminatas al tararear melodías e imaginar situaciones. Pensé que los chicos de la KGU así lo veían y que ello era la causa de la vitalidad que desplegaban. Me entregué a la razón para descubrir las "determinaciones en última instancia" de todo fenómeno, en las que el enemigo se escondía. -Detrás de todo lo que ves se esconde el Imperialismo...-decía Martín La impresión que estos jóvenes causaron en mí cuando los escuchaba en los conversatorios organizados en el Centro de Estudiantes de Antropología, y en las actividades culturales que ellos mismos organizaban, sembró en mí el deseo de capturarlos para mi colección de memorias, pues su entrega, convicción y coherencia sólo las encontraba en los relatos de los fanzines. Ese brío inusitado que los iluminaba al gritar sus consignas y entonar sus cantos. -Yo también voy- le digo al Chovi, luego de librar un cruel conflicto entre mi deseo de husmear en ese mundo abyecto y mi conciencia que se traduce en recelo. El Chovi me celebra, buena, Chibolo, ven con tu padre, y yo me siento el engreído marginal que no soy, lo cual me hace estimarlos de manera mezquina. La admiración y el entusiasmo que me produce caminar al lado de los "antiguos marginales" de la Mancha me ciega. Sí, estoy entre aquellas personas sobre las cuales leí alguna vez siendo niño, en algún documental de algún diario, los que decían que la música y arte debían ser algo más que puro hueveo, los que encarnaban esa otra forma de expresar, distinta a la que me ofrecían los medios de comunicación establecidos que se enriquecían con la industria de la cultura. Pero las contradicciones dentro de un grupo que yo imaginé unido y fuerte era un peso más que cargar a mi pensamiento constante. El Chovi, la Mula, Brunce, toda la gente de Barrios Altos tenía un origen lumpenesco del cual se sentían orgullosos y solían sentirse con más derecho de llamarse pueblo que los “intelectuales” del Hueco. A mí me gustaba conocer a ambos, ver sus aciertos y falencias, y solía torturarme al ver que yo no podía estar de lado de ningún bando. Somos cuatro sombras desplazándose por la obscena calle que da la bienvenida al distrito de La Victoria, todos llevamos botas y cadenas. Me resulta sobrecogedora la oscuridad que nos envuelve y nos convierte en seres atravesando una neblina, veo los faros apagados y las calles con tuberías rotas. Mi memoria inmediata funciona como una cámara. Estamos llegando a Isabel La Católica, la transversal de México que conduce a Matute. En el camino quien lleva la batuta de las conversaciones es el Chovi: Ese huevón de Pepe, ¿por qué


chucha no les dice nada ahora a los pituquitos que tocan en el Hueco? Puta, después de que ha rajado tanto de los cojudos… El Mula y el Chupos, talvez por ser del mismo barrio del Chovi, lo aguantan y se quedan callados, pero yo le dijo que él también se lleva normal con la gente de Galerías, que él mismo es patero con el Coyote. Al Chovi le llega al pincho que no le siga la corriente y que le contradiga sin contemplaciones a su "antigüedad" y peligrosidad... No, chibolo. Así no es, lo que yo digo es que Pepe la quiere pegar de radical con su rollo anarquista, que la puta madre, que los ricos, que los pobres, y que el arte debe servir para la revolución, no sé que chucha más…si uno de veras es Subte, todas esa huevadas deben llegarle al pincho. Además, tú ahora ves el colectivo que ha formado, "Bandera Negra". Putamare, esa huevada la formamos nosotros, la gente de mi barrio, en el 87, y nosotros si éramos consecuentes con lo que pensábamos: si una discoteca cagada de poseros y alienados estaba de moda, nosotros íbamos y nos la bajábamos a piedrones. Puta, así destrozamos la Nirvana, La Reflejos, todas esas huevadas nos tenían miedo… Esos maricones, ¿qué hacen? Puta, se la pasan leyendo, teorizando. ese nombre fue en realidad nuestro… Bandera Negra. Suena tan distante en su voz, como una leyenda que contara un viejo sabio a un iniciado. Pero todo el aura de la situación se esfuma cuando el Chovi comienza a hablar de él mismo…O sea, lo que pasa con Pepe es que a pesar de ser culto, leído, todo lo que quieras, hay algo que le falta… puta, y yo me he dado cuenta que es por eso que me tiene bronca. Manya, para la vaina que quiere hacer, la huevada de revolución anarquista y tanta cojudez, el huevón necesita voz de mando, necesita carisma, y esa vaina el huevón no la tiene ni cagando. Sólo los huevonazos de su colectivo le chupan la pinga porque el huevón esta conectado con anarcos españoles. Por esa huevada me tiene bronca…Él sabe que a mí al gente sí me para bola… Pero no es sólo el Chovi quien tiene anticuerpos contra Pepe, a muchos les llega su rollo político porque dicen que ya tenemos bastante con Sendero y su manera de excluir a los que el Chovi llama "verdadera gente de las calles", señalándolos como una horda de pastómanos que sólo cagan los conciertos, es un poco intolerante. El punk está en la calle no en los libros, Chibolo… Tú no estuviste al comienzo, ese colectivo no tiene nada que ver con el que nosotros formamos, sólo el nombre. Nosotros estuvimos en marchas del SUTEP y la CGTP, ahí estábamos apoyando, tirando piedras. Tú no estuviste al comienzo… Eso es cierto. Es algo que me hiere y jode, saber que hay temas, imágenes, memorias que me serán negadas siempre. Pero ante esta impotencia, mi imaginación fabrica otra doble vida interior: pensar cómo habrían sido las cosas si yo hubiese estado ahí. Mi memoria se llena falsas evocaciones que soslayan sus propias ausencias. Pensar que tuve otra vida y contármela, y sentir que todo presente


ante mí es una realidad falsa, inaceptable. Tú no estuviste, huevón... -Tú no entiendes nada –me decía Martín, riendo ante mi enojo. -¿Pero por qué matan a gente inocente?- preguntaba yo. -Es una guerra. El pueblo sabe que se juega la vida y está dispuesto a morir y matar -contestaban. -¿Pero qué derecho tienen de matar a quienes no piensan como ustedes? -La gente que sólo es capaz de percibir el mundo a través de los ojos del sistema no sirve para la Revolución e impedirá su desarrollo. La Revolución sirve al pueblo, que quiere que la gente conozca la guerra interna que el Estado libra contra los humildes. Es inevitable. Era cierto pero yo no comprendía cómo esperaban que la gente estuviera de su parte, pues no se podía cambiar el mundo sin la participación del mundo. -El Presidente Gonzalo dice que la transformación del mundo comienza en la interiorización, luego se traslada a las contradicciones, al debate. Esa es tarea de la vanguardia. Ten en cuenta que de todas las interpretaciones de la realidad siempre hay una que reúne la mayor cantidad de aciertos y desarrolla mejor un compromiso con el entorno social. El Pensamiento Gonzalo acoge todos los aspectos sociales de este país… -Esa es una postura mesiánica. Además, no existe debate y … -El debate y la confrontación en este caso serían engañosos. El sistema controla los medios, tú lo sabes. El Partido recurre a la propaganda, la militancia y la acción revolucionaria para transmitir lo que se viene construyendo. Cuando uno entra en el Partido ya la realidad le ha demostrado que no existe otro futuro para la humanidad que el comunismo, por eso puede desenvolverse con la seguridad que exige la lucha. Para que alguien se acerque no necesitamos convencerlo, la realidad lo llama a la lucha. -Yo me refiero a que en los grupos de estudio no existe tolerancia para que la gente desarrolle un criterio propio… -El Partido tiene que impartir unidad y conciencia para desterrar el individualismo, ya que eso crea duda, el peor enemigo del revolucionario. Si se quiere tomar el poder debe existir consenso de ideas y acción. Las acciones aisladas y los libres pensadores, como tú les llamas, son estériles. Llegamos a la única licorería abierta en diez cuadras. El Chovi pide el billete, nosotros nos quedamos esperando a unos metros. La licorería está rodeada de grupúsculos, gente del barrio talvez o de barrios cercanos que llegó hasta aquí por la misma razón que nosotros. El Chovi demora, hay mucha gente y el cojudo se da tiempo para comparar calidades del mismo trago, como si la gente no estuviera dispuesta a chupar cualquier huevada. Cierta ansiedad me invade. La misma que siento cuando camino por la calle y siento que alguien va a decir algo sobre mi aspecto, y es que a cualquier lugar que vamos, somos


los bichos raros; nuestras prendas, polos pintarrajeados, pantalones rotos y cadenas, pelos en punta, atraen miedo, burla, rabia, nunca indiferencia. Se supone que causar repulsión debe hacernos sentir bien, pero al ser nosotros una minoría débil y huraña, nos causa incomodidad. Nos encontramos en un barrio ajeno, al menos veinte cuadras nos separan del Hueco, somos extraños acosados por miradas intolerantes, en un barrio de gente a la que no le gusta que otros vengan de afuera a pegarla de bacanes. Puta, nos están mirando los cojudos de la vereda del frente. Chupos, manya, en la esquina también hay gente que nos está alucinando, Mula. El Chupos y el Mula también se friquean, voltean a ver al Chovi; puta ese huevón se demora, esta conversando con el vendedor. Los cojudos de la esquina se acercan a la mancha que está en la vereda de enfrente, puta, se saludan, Chupos, están mirando para acá, dile al Chovi que se apure, carajo, son más de quince huevones…Uno de los patas, un zambito con pantalón con pliegues y camisa floreada, cruza la pista y nos lanza una mirada. Yo me hago el huevón, los otros, no sé. El zambo va para la licorería, pero se pone al lado de la reja, como para poder vernos aún, el Chovi de mierda que no se aparece… Lo llamaban Guillermo y fue el primero con el que traté directamente antes de ser presentado a los demás chicos de la KGU. Yo sentía que hablaba con un ser de otro tiempo y civilización, poseedor de un entendimiento mágico. Su mirada profunda y cálida, su expresión dura pero afable, me provocaban una extrañeza que jamás llegaría a borrar del todo. Desde el primer día, fui incapaz de dejarme arrastrar por sus dogmas, pues criticaba “inmaduramente” sus rígidas conclusiones, lo cual ellos tomaban como golpes lanzados por un simple intransigente. Aún así era invitado a las reuniones y mientras más cuenta me daba de que no podía ser como ellos, más se acentuaba mi debilidad por su temeridad y mi crítica se bifurcaba viendo su accionar militar y el avance del sistema corrupto que ellos combatían. Dos fuegos inundaban mi mente y engendraban una ilusión desprovista de dirección, un impulso sin más argumento que las canciones de La Polla Records o Eskorbuto. -Mao decía: "Abajo los ídolos" -les recordaba yo-, pero no dudó en poner su cara en las afueras de la casa de gobierno y el Ejercito Rojo consideraba una falta no saludarlo. Esa es una contradicción. Les decía que el tinte mesiánico de su propuesta terminaría relegando todas las libertades por las que había luchado, en nombre de un sacrificio incierto que ellos llamaban coyuntura, y que el discurso que sostenía al "Estado Proletario" era como el fundamento literario de la existencia de un círculo cuadrado. -Si una clase pasa a dirigir el Estado, deja de ser proletaria, se convierte en casta, se desliga de la realidad…


-Las decisiones del líder proceden del debate dentro del Comité Central del Partido. Los miembros del Partido tienen contacto con los representantes de las bases populares y transmiten lo que la vanguardia considera… -Eso es burocracia, centralismo. Un poder desmembrado, interdependiente, federativo bien puede… -¡No! Esa tendencia individualista conduce a la anarquía. Tiene que existir un totalitarismo funcional que asegure el desarrollo del comunismo e impida que el proceso sufra reformas… -Un paternalismo que no acepte cuestionamientos…-decía yo. Ante esto sonreía y cautelosamente respondía: -Claro que habrá disidencias. Pero estoy seguro de que serán aisladas. Luego será necio detener el proceso sólo por un cuestionamiento. Además, para entonces, la sola presencia del Partido bastará para que el pueblo confíe en sus representantes… Volvíamos al tema del caudillo. Para mí, la representatividad era un aspecto de la dominación, pues implicaba entregar toda responsabilidad política, ciegamente, a un grupo de personas que, por el sólo hecho de existir, complicaba la actividad política. -Talvez deba existir una autoridad –replicaba yo-, pero sujeta a una circunstancia para evitar que un grupo se enquiste en el poder. Eso diferencia a la autoridad del autoritarismo… Su mirada era condescendiente, su gesto, arrollador; me hacía saber que yo únicamente vivía el mundo en palabras. Sólo me quedaba contemplar el salón del Centro de Estudiantes repleto de afiches de festivales folklóricos con un envolvente olor a pintura guardada, el ir y venir de jóvenes vestidos sencillamente, impecables y austeros, el aire denso que llegaba desde algún punto en la Universidad, donde alguien lanzaba una consigna en quechua y castellano con tal brío que parecía venir de una lejanía con la que yo nunca podría ensoñar. El zambo se hace el huevón pero nos está mirando. Sigue haciéndose el huevón y esta vez se acerca, camina los cuatro metros que nos separan de la licorería con paso de achorao, con una voz ligeramente ronca nos pregunta ¿Tienes hora, causita?, todos le decimos que no tenemos, puta, el Chovi de mierda. Ustedes no son del barrio, ¿no, causa? ¿Se han perdido? Le decimos que no, compare, lo que pasa es que en nuestro barrio no hay trago, le hablamos lo más cortésmente que podemos, la estamos haciendo bien, el zambo nos recorre con la mirada velozmente y sonríe, luego de un silencio nos pregunta. ¿Qué chucha pasó con su ropa? Son locos, ¿no? El Mula trata de reír y seguirle lo que hasta ahora parece una broma, el zambo mira a los otros patas que están al otro lado de la vereda, pero lo hace con cara seria, yo estoy


asustado, me recuerda a aquella vez en que nos hicieron la bronca en el Centro de Lima, en un concierto en el jirón Huancavelica, cuando todos los fumones del barrio de Chichí, vinieron a tirar botellas y piedras a la puerta, esa vez que le cortaron la cara al Mendo. Ahora el zambo voltea a mirarnos, con otra expresión y otra voz, más serio, con más sequedad, mucho más amenazante, puta, causa, en este barrio no nos gusta la gente marciana que la quiere pegar de bacán, que porque se visten raro, como huevones, se vienen a jurar la cagada. El Chupos habla y, la cagada, se le nota en el tono de voz el miedo que le corta las palabras, no, causita, sólo venimos a comprar, loco, ya nos quitamos, no te hagas palta. Yo también tengo los huevos de corbata, pero cuando estoy así, me quedo callado, se me va la voz. Los huevones de enfrente nos miran asadazos, al verlos me doy cuenta que hay gente que está recontra pasada, dura, se nota que han fumado, tienen los ojos rojos, están arrebatados los cojudos. El zambo sigue con su rollo y esta vez lo señala al Mula y le dice que, puta, barrio ajeno se respeta y tú no me vas a venir a hablar como bacán, ¿ves? Ahí está mi gente, huevón, ahorita les digo que los cosan y se los cachen, así que arranca ya, conchatumare. El Mula no dice nada, menos el Chupos, pero ya estamos caminando hacia la esquina mientras el zambo nos sigue hablando huevada y media, nosotros avanzamos despacio, puta, pero yo sé que estos huevones quieren otra cosa, no se van a quedar tranquilos sin sacarnos la mierda. Ya hemos avanzado unos metros, estamos cerca de la esquina, con el zambo a nuestras espaldas, cuando escuchamos la voz del Chovi que nos llama, ¿a dónde van, huevones? ¿No pueden esperar? Viene gritando, con su voz despreocupada y su caminada de bacán, puta, este huevón ya nos cagó, ahora le hace la bronca al zambo… Salía del colegio dirigiéndome hacia la avenida Brasil y, aunque casi todos mis compañeros tomaban rutas distintas, procuraba que no hubiese nadie más en mi camino. No quería que nadie me viera. Aquella mañana me enteré de que Mónica estaba con el huevón de quinto año que tanto le gustaba. Qué gris se veía la calle, llena de pesadumbre, la misma calle que siempre me llamó a recorrerla era ahora un agreste derrotero de silencio. Al llegar a la avenida decidí caminar hasta mi casa, creyendo que la sensación se esfumaría al avanzar, pero las veinte cuadras que recorrí sólo incrementaron mi desasosiego. Al llegar a la altura de mi casa y disponerme a doblar la esquina, me detuve en el puesto de periódicos habitual e inconscientemente di una mirada a todos los titulares. Todos trataban sobre las consecuencias de la política de shock que el gobierno había aplicado hacía unos meses. Diarios como Hoy y La República realzaban los efectos de éstas sobre la población de bajos recursos. Otros, como Expreso y El Comercio informaban que los empresarios extranjeros nos


veían como buena plaza para la inversión. Todo me llegaba al pincho: capitalistas, el pueblo, el shock, Fujimori; en ese momento todos me eran ajenos. De repente, vi un pequeño titular que logró arrancarme de esa indiferencia. En Argelia, el grupo islámico Hamas, el Partido de Dios, había asesinado a treinta civiles en nombre de su religión, argumentando que toda interpretación falsa de los textos sagrados del Corán debía ser juzgada como ofensa a Dios, y que se debía luchar por una nación en la que los hombres viviesen bajo el mandato de una ley inspirada en Dios, dirigida por un Estado religioso. En este movimiento militaba gente dispuesta a morir, con la convicción de que una vida nueva nacería de sus actos, pues sentía que su lucha iba más allá de la vida y la historia, de este estado material. Pude pasar por alto esa noticia, pudo no significar nada, pero antes de abandonar el kiosko, un titular de igual tamaño, que hablaba sobre una masacre en la sierra a manos de Sendero, me detuvo. Se trataba de quince comuneros asesinados en Junín, cuyos cadáveres habían sido revisados por los forenses, recién después de tres días de ocurridos los hechos. Los pobladores temían que Sendero cumpliera la amenaza de matar a aquel que se acercara a retirar los cadáveres de la plaza mayor del pueblo. Sendero los había sacrificado acusándolos de estar ligados al Ejercito, de traicionar al Estado Proletario y al Gobierno Popular del Presidente Gonzalo. Una vez en mi casa, me dirigí a la cocina. Mi padre dormía en el segundo piso y el silencio sepulcral de la casa me intimidaba. Mi vieja bajó sigilosamente, casi sin que yo lo percibiera. Cuando me servía la comida, le escuché decir: -Te llamó un tal Guillermo, dijo que vayas a verlo…- su voz denotaba cautela, miedo de meterse en lo que no le importaba. Le di secamente las gracias por el recado. Me preguntó, con el mismo tono de voz, quién era Guillermo. -Nadie -contesté. No volvió a preguntar. Veo cómo el zambo voltea a ver al Chovi que viene apurado, miro al frente para ver a los otros huevones, veo que se ponen saltones con la aparición del Chovi. El Mula, el Chupos y yo seguimos lateando, ya estamos a punto de dar la vuelta a la esquina, pero volteo y veo que el Chovi se ha quedado hablado con el zambo. No escuchamos lo que dicen pero yo veo en la cara del Chovi cierto sobresalto y oigo que el zambo le increpa algo fuertemente, el zambo está de espaldas y ha puesto las manos en la cintura mientras habla con él y mira a los que están en la otra vereda. Les digo a los otros que nos larguemos, el Chupos también se quiere largar, pero el Mula dice que ni cagando, huevón, no lo vamos a dejar solo. El Mula, a pesar de ser un matón sin mucho criterio, tiene esa cualidad, es fiel a la ley de su barrio: si tiene que sacarle la mierda a un huevón en mancha, lo hace; si tiene que recibir, también. Aquí cobramos


todos, compare. Nos detenemos, no avanzamos ni retrocedemos. El Mula tampoco es tan huevón de acercarse y armar él mismo la bronca, talvez en el fondo guarda la esperanza de que no pase nada, cosa que yo también deseo, los de la vereda de enfrente van cruzando, primero dos, luego otros dos, van rodeando al Chovi que recién ahora se da cuenta de la huevada y deja de lado la exasperación con la que le habla al zambo. Se pone más cauteloso mientras nota que la mancha esta duraza y que estamos en pierde. Gente vestida igual que el zambo o más humildemente, con los mismos ademanes y miradas agresivas, se acerca al lugar. Uno de ellos se quita el polo y deja ver las cicatrices de su cuerpo; otro fuma frente al Chovi y le arroja el humo a la cara. Aunque el Chovi ha estado en peores situaciones se le nota la angustia, ahora trata de ser diplomático, desde donde estoy hasta lo veo sonreír. Dice algo al zambo mientras le toca un hombro y se escurre por un lado, pasando entre dos huevones. Logra zafarse de la mancha, pero sabe que no debe correr, que con eso estaría muerto. Los huevones que estaban de espaldas voltean y podemos ver sus expresiones, sus miradas penetrantes y rabiosas que se clavan en las espaldas del Chovi que camina hacia nosotros pausadamente mirando al suelo. Ellos también empiezan a caminar, tomando la misma velocidad del Chovi, lanzan frases que se pierden entre el rumor de los pasos que ahora suenan como una marcha, o serán los nervios los que me impiden comprender lo que dicen; incluso hay gente que se ha asomado a sus ventanas, a las puertas de sus casas, dispuesta a mirar lo que suceda y nos señala desde lejos. Las piernas se me doblan y tengo la boca seca y áspera, mi maxilar tiembla, pero trato de contenerlo cuando el Chovi nos da el alcance, pasando por entre Chupos y yo sin decir nada, avanza al mismo ritmo y sabemos que debemos imitarlo. Sin mirar a la turba que viene a sus espaldas, avanzamos. Damos cinco pasos y una piedra pasa por entre nuestras piernas, por suerte no nos causa daño, ha sido lanzada despacio, sólo para asustar. Lo consiguen, porque sin mediar palabra alguna los cuatro aceleramos el paso, le susurro al Chovi, huevón, por aquí no es, tenemos que doblar en la otra esquina. Me dice que siga nomás, chibolo huevón, estás cagándote de miedo. Su tono de voz es firme, trata de mostrarse despreocupado, canchero, llegando al extremo de abrir la botella que tienen en la mano y sorber un trago lentamente. En la otra esquina volteamos, dice el Chovi. Comí muy poco y creo que mi vieja se dio cuenta de que yo estaba muy raro. Pero nunca le contaría nada. Subí a mi habitación, me cambié de ropa y bajé. Me fui sin despedirme y me dirigí a San Marcos. Ese otoño fue uno de los más vertiginosos de mi vida. Verlos enfrascados en conversaciones intelectuales tan elevadas, llenas de términos teóricos y consignas bien aprendidas, resultaba contrastante con mi realidad. La única


razón por la que aún los frecuentaba era porque nunca encontraría gente como ellos en otro sitio: corazones ardientes convencidos. Aunque nunca les di ni me dieron la razón, nunca dejé de verlos así. Valoraba ese compromiso que tanta falta hacía en la gente que me rodeaba, en el colegio, en mi barrio, en la mismísima Mancha Subte. Recuerdo que en una reunión me pidieron una cinta de alguna banda que me gustase. Lo único que llevaba conmigo en ese momento era "No somos nada" de La Polla Records, una de las cintas que más escuchaba en ese tiempo, al lado de otras bandas vascas y algunas brasileras o argentinas. Un mundo entero se quema a sí mismo al hacer pomadas para sus quemaduras Un árbol que arde, de él sale papel para que se escriba que el árbol ardió Los hombres trabajan para poder vivir en fábricas de armas que los matarán Yo me sentía complacido de darles a conocer lo que había delineado parte de mi pensamiento. Pero recuerdo que luego sonó una canción que rechazaba los partidos, las ideologías y los dirigentes: No me sigas si no quieres que yo no te sigo a ti Allá tú y tu ideología, yo tengo la mía ¡¡Odio a los partidos, fuego a las banderas!!! En el nombre de una idea yo no me quiero morir Sentados en sus sillones no me van a dirigir ¡¡Odio a los partidos, fuego a las banderas!!! Vi sus rostros de reprobación y, tratando de apaciguar las aguas, pregunté si en su Revolución las banderas serían vistas como objetos sagrados. -Claro -dijo Guillermo, algo irritado-. Habrá una bandera que simbolice el sacrificio del Pueblo, la sangre vertida en la lucha. Esa canción refleja una tendencia burguesa. Por suerte sólo es una canción. La lucha es lo que cuenta… Solo una canción. Esas palabras retumbaron en mi mente por mucho tiempo, porque sentía que canciones como esa podían explicar el sentimiento que me envolvía durante esos años de búsqueda. Además, cargaba con otra culpa cuando recordaba que no eran las ideas las que me acercaban a los sacos, si no su temeridad, ese riesgo que a mí me urgía. Otra piedra pasa por nuestro lado y no nos toca, esta vez va acompañado de un


grito, causa, ven un ratito, te quiero preguntar una vaina, ven nomás... Otra piedra, otro grito, chochera, ¿dónde compras tu pantalón, ah? Yo también quiero uno… Luego sus insultos son explícitos, ven, conchetumare, ¿por qué te corres? ¿No eres bacán? A ti te hablo, huevón, al atorrante de casaca negra. El Mula voltea por momentos, yo no me atrevo, sólo escucho los pasos y los gritos, el Mula los está mirando, no corras, huevón, pienso, aunque yo mismo correría como loco, los sigue mirando y esta vez el cuerpo se le va hacia delante, el Chupos acelera, corren, el Mula nos dice que corramos que ahí vienen, los huevones de atrás ya están corriendo, nosotros no sabemos hacia donde correr. Ahora las piedras vienen por el aire, nos llueven, escucho el golpe sordo de cada una de ellas al chocar contra el cemento, las oigo rebotar como en un juego de canicas. Luego escucho al Chupos quejarse, le ha caído una en la espalda; se va rezagando, ya hemos corrido cuadra y media y seguimos de frente, no volteamos en la esquina, los huevones ya no nos corretean pero siguen tirando piedras, los insultos hacen que la gente salga a la calle y nos reconozca como extraños en el barrio, alguien grita choros de mierda. El Chovi agarra una piedra, le digo que la deje, va a ser peor, cojudo, nos vas a cagar, qué cabro eres, chibolo, dice y al tirarla reta a los del barrio a seguirnos. Veo que la piedra no le cae a nadie, y en realidad empeora las cosas. Los huevones se arrebatan más, vuelven a avanzar, cogen más piedras, el Chupos está adolorido, la piedra le ha caído en el riñón y casi no puede latear, cojea y trata de no quejarse. Ahora sólo media cuadra nos separa de los matones, la gente de las casas sigue insultándonos, volvemos a correr, esta vez con un poco más de torpeza. A una cuadra de distancia alcanzamos a ver una avenida grande, ancha, un poco mejor iluminada. Desde este momento cada uno debe correr por su lado y tomar un micro o lo que sea, pero desaparecer. Es la cuadra más larga que alguna vez haya recorrido, me falta el aire, mis piernas ceden. En ese instante me sorprende una revelación: ya no estoy asustado. Estoy corriendo, huyendo de una agresión y justo entonces me asalta la maldita manía que albergo hace unos años: siento que debo recordar todo lo que sucede para poder escribirlo. Un pequeño trance… todo se detiene, una sensación aprehensiva llega de golpe, junto con un recuento veloz de los sucesos, la ilación de los hechos, todos juntos en ese instante. Pienso en la historia que sería, pienso en la corrida, el Chovi, en el Mula y el Chupos, el concierto que dejamos, en nuestra ropa, en los huevones que nos persiguen, en el trago, en la noche y la Vía Expresa, y en el Hueco, en el fin de semana, el colegio, en Mónica y la casa de la que huía, en todo lo que me llevó a estar envuelto en esa situación. Trato de atrapar el instante. ¿Por qué estoy aquí? ¿No busqué siempre esto? ¿No formo ahora parte de esas figuras que aparecían en los fanzines y en las revistas? Si, estoy dentro de esa ilusión.


Pero algo falta. Este momento, esta manera de sentir la existencia tiene que ser constante, durar toda la vida, esta magia sórdida, este encanto magro, que crea esta composición, no debe abandonarme nunca. Sin embargo, una piedra pasa rozándome el pantalón y reacciono, vuelvo a estar en mí, me despego de mi encierro obsesivo, vuelvo a estar en una calle de La Victoria, en una corrida que va llegando a su fin mientras nos acercamos a la avenida. El encanto se desvanece, la realidad sobrepasa mi cavilación, y eso me exaspera. Corre, Chibolo, no seas huevón, no te quedes ahí pensando como cojudo... Escucharles decir que la sangre de los revolucionarios "regaba la revolución", me inducía a pensar en un culto a la muerte. Sin embargo, la respuesta que me dio Guillermo cuando le pregunté en cuánto tiempo llegaría comunismo que engendraría al hombre nuevo, me hizo vislumbrar un cuadro terrible aunque extrañamente bello. -¿El comunismo? No lo sé, el comunismo yo no voy a verlo; todo aquello por lo que yo lucho se materializará luego de siglos. El destino del hombre es inevitablemente comunista, es la máxima expresión del progreso y el desarrollo humano. Yo sé que no veré nada de eso. Pero mi mayor anhelo es ver el inicio de ese camino, mi lugar en la historia sólo me permite ser el pasado de la lucha. Pero el espíritu de la Revolución vive ya en todos los miembros del Partido. La certeza de que estaría ausente en el momento en que se concretase el mundo por el que él daba la vida, era lo que borraba en él toda melancolía, pues él estaba mas allá de esta tierra y sabía qué era lo bueno y qué lo malo. No había pasado que extrañar ni futuro que ansiar. El mundo era continuidad, destrucción y creación, y él estaba integrado a la vida universal, donde nada era absoluto. Era conciente de la fugacidad de lo hermoso y las victorias, así que nunca se sentía derrotado y el paisaje era siempre apreciable para sus ojos. La interiorización de ese mundo ensoñado lo hacía trascender y esto se expresaba a través de sus actos, borrando todo rasgo de muerte en él. Todo moría, todo era vida eterna y constante, renovación dialéctica, destrucción creadora. Yo sólo buscaba otro modo de integrarme al mundo. Aquella tarde, Guillermo estaba esperándome en el terreno situado detrás de la Facultad de Ciencias Sociales, sentado en el tronco de un árbol caído. La situación logró intimidarme y me sentí incomodo. Junto a Guillermo, se encontraban un joven trigueño al que conocía de vista por las asambleas, y un moreno de unos 45 años vestido con guayabera celeste y pantalón de gabardina, de cuerpo grueso y baja estatura. Dijo llamarse Esteban. Luego de los saludos, se dio un silencio previo a la solemnidad con que empezó el diálogo. -Tenemos una propuesta para ti- dijo Guillermo-. ¿Tú frecuentas los


conciertos de estos chicos que se dicen Subterráneos, verdad?. -Si…- contesté. El chico trigueño me dijo que entre esa masa había elementos que podían ser captados para la lucha y que sería bueno hacer propaganda entre ellos. Al llegar a la avenida, el Mula y yo tomamos la ruta derecha, el Chovi se va por la izquierda, y el Chupos, no sé. Aquella ruta, nos aleja de nuestro destino, que supuestamente es el Hueco, pero yo ya no deseo otra cosa que largarme a mi casa. Detrás de nosotros viene un micro, una línea que yo nunca he visto, con nombres de lugares que no conozco, pintado de colores chillones. A la carrera, sin detenernos, lo hacemos parar. El chofer trata de detenerse, pero el cobrador le dice avanza, no más, son unos locos. El micro nos deja atrás, y cuando regreso la mirada a la bocacalle de la cual salimos, veo que la horda que nos perseguía ha salido hasta la avenida. Nos escondemos tras un puesto de periódicos en una esquina, sin decir una palabra. Cuando sentimos que otro micro llega a la esquina, nos subimos a él como locos. Cuando el carro avanza, vemos por la ventana a los huevones que nos perseguían con palos y botellas en las manos. Aliviados por un segundo, volvemos a sobresaltarnos cuando notamos que los pocos pasajeros del micro nos empiezan a mirar con malos ojos. Primero pensamos que se debe al hecho de haber llegado corriendo, de haber subido tan alborotadamente, pero luego los cuchicheos indican miedo y rechazo. El cobrador, un viejo robusto y desdentado, con gesto cauteloso, se acerca a nosotros haciendo sonar las pocas monedas que tiene en la mano. Le decimos que sólo tenemos un sol por los dos, tío, esos huevones nos han querido cuadrar, si quiere nos bajamos en la otra esquina. El viejo nos mira desconfiado, y puedo ver en su mano extendida un tatuaje con una cruz y unas iniciales. Siento que todos nos agreden con sus miradas, o talvez sea que ya estoy demasiado paranoico con esta huevada de andar a la defensiva, conchasumare, por qué no nos dejan tranquilos, mierda. Ya, carajo, bájense, dice el viejo desdentado al llegar a la esquina. Algún pasajero grita son choros esos huevones; otros dicen que no, son maricones esos patas. Bajamos del micro y no dejamos que las voces nos afecten más que la situación por la que atravesamos. Nos encontramos en una calle desolada, el micro nos ha dejado al lado de un basural en el que sobresale el cadáver de un perro infestado de moscas verdes. Por suerte hay luz y podemos cruzar la vereda, no nos decimos una sola palabra. Me detengo a ver la calle que se pierde al fondo del horizonte y llega a confundirse con la noche, desde donde estoy puedo ver el Cerro San Cosme y sobre él todas las lucecitas que se despliegan como un enjambre de luciérnagas o como un arreglo navideño. Nos sentamos en la vereda, cansados. El Mula dice putamare, el Chupos, ¿qué chucha le voy a decir a su vieja? Lo noto preocupado y no sé que decir. Veo


los ojos del Mula extraviados, buscando algo en el vacío. Me doy cuenta de que jamás he visto al Mula ni al Chupos a la luz del día. ¿Serán los mismos? ¿Sus semblantes reflejaran la misma insolencia, los mismos gestos grotescos con los que los encuentro cada fin de semana? Ellos siempre se van a su barrio cuando la madrugada amenaza con iluminarlo todo. Son mis hermanos de asfalto, con ellos bailo las danzas de guerra, con ellos deambulo por las páginas de mi eterna historia jamás escrita, las aventuras que sólo viví encerrado en mi habitación, en esa otra vida y memoria. Se me viene a la mente el Chovi y mi divague épico se diluye. Más tarde volveré a ensoñar y pensar que todos estos momentos significan algo en mi destino. Ahora se acerca un micro que va por la avenida Cuba, una transversal de la calle donde está ubicado el Hueco. Lo detenemos y subimos. No va tan vacío como el anterior. Otra vez nos llueven las miradas, pero nio pero mucho tiempo. A lo lejos, desde la zona de los cerros, se escucha el estallido de una bomba que hace retumbar la pista y la deja a oscuras. -Queremos organizar un concierto -dijo Guillermo. Yo permanecía mudo. Sentí cierta desazón al darme cuenta de la magnitud de la propuesta. Me pareció que el sujeto Esteban se daba cuenta de mi vacilación. -Claro que es un proyecto a largo plazo. Ahora lo que queremos es volantear y que converses con gente y grupos- dijo el trigueño. -Pero, ellos se van a dar cuenta…- dije. -No, tú no vas a ir en nombre del Partido, sino en nombre de la KGU. Les dices que es una agrupación cultural que valora su actividad y que desearía darles un espacio. ¿Es lo que les hace falta, no? Mientras él hablaba, yo no me atrevía a mirar a Esteban, el moreno de guayabera. Sabía que ese tipo me escrutaba minuciosamente. Creo que se convenció de que yo no tenía la disposición para el encargo y dijo: -En realidad no es un trabajo para el Partido. No existe nada que ligue a esta actividad cultural con el comité. La KGU puede ser considerada como cualquier asociación. Además, no tienes que contestarnos ahora, aún no se ha preparado un discurso que pueda aparecer en los volantes. -Bueno, les haré saber –les dije-. Es algo que realmente me interesa -mentí, tratando de ocultar mi inquietud. Luego la conversación giro en torno a Martín, quien había viajado a Santiago de Chile, hacía dos meses. -¿Tienes idea de cuando volverá?- pregunté a Guillermo. -No. Parece que tiene problemas. Pero creo que contigo tenemos a alguien con quien suplir su ausencia. Empezamos a caminar conversando sobre el taller folklórico que habían inaugurado la semana pasada y la exposición de fotos de comunidades en


donde el Partido había tomado el poder. Sólo hablábamos Guillermo y yo, el trigueño solamente daba acotaciones y Esteban nunca dijo una palabra. La tarde empezaba a pintar el cielo de naranja y rojizo, y el viento a zumbar en los oídos. Media hora después me despedía de ellos, diciéndoles que me mantendría en contacto. Me dirigí a la salida y sin darme cuenta ya estaba caminando por la avenida Venezuela hacia el Centro de Lima, pensando en Mónica. Dejé que mis pasos me guiaran, pues tenían vida propia y querían ir al Hueco, a La Colmena, querían limpiarme de la tarde y la mañana en esas calles que eran mi hogar. Entonces me di cuenta de que nunca haría lo que Guillermo me pedía, pues recordé las noticias de la mañana y me estremecí al darme cuenta que los postulados de los grupos islámicos y de Sendero diferían, pero que desembocaba en lo mismo: una carnicería ciega en nombre de un ente ininteligible. Nunca le haría eso a los chicos de la Mancha. Esa fue la última vez que fui a las reuniones que tanta inspiración me habían sembrado y que aquella tarde se convirtieron en el colofón perfecto para un día que había nacido sin luz.


EL INCENDIARIO Y EL ÁNGEL Porque el mundo debe despertar/ y el fuego escapar de su cárcel/ de ceniza para quemar/ el mundo donde anduvo la miseria. MANUEL SCORZA.

I Todos en la mancha sabían que el Chusko se tomaba el rollo en serio y que vivía consecuentemente con lo que profesaba. Era uno de los pocos que contaba con el respeto de los intelectuales y los vándalos al mismo tiempo. Yo no había conocido a nadie como él en todo el tiempo que llevaba yendo a conciertos ni en los colectivos anarcos a los que asistí antes de ir al Hueco; no derrochaba falsa intelectualidad, ni vociferaba su rebeldía emborrachándose en los conciertos. Tampoco encontré alguien como él entre los sacos o los martacos que a veces lo buscaban para reclutarlo; los mismos que una vez casi lo matan en una borrachera en Quilca, una madrugada en que lo dejamos solo porque él pidió que nos fuéramos. Kino y yo lo dejamos ir, sin saber que a la mañana siguiente lo encontraríamos con un tajo asombroso justo debajo del hombro derecho. Se lo hicieron con una botella mientras lo perseguían los dos tipos con los que lo dejamos. Cuando contó lo ocurrido, era obvio que deseaba olvidarse de todo ello, así que no preguntamos detalles. Yo nunca supe si fueron sacos, pero recuerdo que en las reuniones nos decía que lo que Sendero hacía desembocaría en una carnicería y que su mesianismo era propio de fascistas. Sobre los martacos decía que vivían una novela guerrillera, una farsa consciente, suicida y mártir, en la que se pregonaba el sacrificio vano, un cristianismo renegado. Decía que ambos sólo reforzaban los estados y enriquecían a los traficantes de armamentos americanos y soviéticos, manteniendo un espectáculo patético que arrancaba a la gente de la realidad para hacerla encarar una crisis creada por ellos. Los acusaba de borregos convencidos de una premisa que aparentaba ser comprometida por su acción desmesurada, que sólo encubría los traumas y ambiciones de quienes la empuñaban. Se deleitaba diciéndoles a ambos que sólo eran cobardes queriendo morir como valientes Los martacos y los sacos deambulaban todo el tiempo por los bares, cada fin de semana, y yo estaba siempre tenso de que apareciera alguien que yo conociera. Habían pasado ya casi tres años desde la última vez que fui a San Marcos para ver a Guillermo. Conforme fui entrando a lo que se podía llamar la "elite" subte, descubrí que las historias que habían llevado a cada uno de sus miembros hasta la mancha simbolizaban realidades duras e implacables, en las que podía vislumbrarse


calladas búsquedas. Yo me esforzaba por descubrirlas en su plenitud, por atraparlas y ser testigo de cada momento crucial de esas vidas, ya que en la situación que yo atravesaba todo era crucial. Ahora sé que lo único que hacía era proyectarme. De todas las historias de vida que conocí, la que más me deslumbró fue la del Chusko. Nunca nadie conoció a ningún miembro de su familia, aunque alguna vez alguien habló de una tía paterna y una prima suyas que vivían en Villa El Salvador, donde él había vivido hasta los catorce años. No podría indicar las fechas exactas, pero él solía hablarnos de la pampa árida sobre la que vio crecer a una ciudad completa gracias a la autogestión, así que yo supuse que se refería a las primeras invasiones. Fue su tía quien lo recogió a los seis años, poco después de la muerte de su madre, quien no vivía con él desde hacía unos meses. El Chusko nunca supo (o talvez sí) de qué murió su vieja. Le habían dicho que sufría del corazón y que un día en su trabajo, un puesto de comida en el Mercado Central, sintió una punzada en el pecho y un mareo. Ese mismo día fue a una posta de su barrio en El Cercado, pues ya casi no mantenía el equilibrio. Al sentarse a dar informaciones, se desplomó. Murió dos horas más tarde y se pasaron dos días buscándole familiares, pues la mujer vivía sola, y trataba de no tener contacto con el padre del Chusko. Ubicaron la casa de Villa gracias a una señora que trabajaba en el Mercado y que vivía a dos cuadras de la casa, una mujer que sabía la historia de los padres del Chusko. Los padres del Chusko se habían separado cuando él tenía cinco años. Un día antes de su cumpleaños vio a su mamá llegar temprano a la casa de su viejo (el siempre se refería a la "casa de su viejo"), con un gesto desencantado, usual en ella, pero que aquella vez llevaba saña y amargura, pues al entrar lanzó la puerta a sus espaldas y empezó a tratar a los objetos con más rabia que de costumbre, sacándose la chompa a jalones y dejándola tirada sobre una silla. Lo que más sorprendió al Chusko, que en aquel entonces era una criatura, fue que ella no le dijera nada por lo sucio que estaba, por no saludarla al entrar y por estar jugando justo en el sillón de mimbre donde tenía prohibido hacerlo. Le extrañó verla pasar de frente a su habitación y oírle hacer ruido en el ropero. Confundido y en silencio, se acercó hasta el umbral de la habitación y pudo ver como su madre se apuraba en meter en sacos de plástico y en maletas, de cualquier modo, todas la prendas posibles. El niño tuvo un ligero temor y supo que algo terrible se deslizaba en silencio por toda la casa. La madre percibió a la criatura, se dio cuenta de la situación y trató de calmarse. Dejó las prendas en la cama y se acercó hacia él, le limpió el moco que le colgaba de la nariz, le secó el sudor de la frente y lo peinó con las manos. Se lo llevó a la mesa, tratando de que el niño olvidase lo que había visto, diciéndole que parecía haber sido ayer que él había nacido, que su


cumpleaños sería más bonito que el año pasado. En la cocina le preparó la leche en polvo que a él tanto le gustaba y le dio la bolsa vacía para que jugase haciendo paracaídas a sus soldaditos. Eso bastó para que él olvidase todo y empezase a preguntarle sobre el día en que el nació. Su madre sonreía mientras le preparaba pan con mantequilla, con bastante mantequilla, lo cual no era común. Cuando él le preguntó si iba a salir a alguna parte, ella le contestó que sólo saldría un momento, que luego regresaría por él y que todo iba a estar bien. Luego siguió hablando sobre el cumpleaños. A los pocos días, su padre le dijo que su mamá se había marchado. El Chusko contó esa historia en el Hueco, al final de una de las reuniones, una noche en que lo encontramos con una herida de bala. Yo no había estado en la reunión, llegué cuando ya había terminado, luego de una de mis caminatas nocturnas por el Centro de Lima. Había pasado más de cuatro horas caminando. Me dirigí al Hueco cuando estaba por caer la noche. Al llegar encontré a todos alborotados. Al principio pensé que era cosa del alcohol, pero luego me contaron que en la víspera habían entrado tres tombos borrachos, armados, sin uniforme y habían golpeado y enmarrocado al Chato, a la Bruja y al Chame; incluso los hicieron echarse y dispararon al suelo, justo a la altura de sus oídos. Los amenazaron con meterlos en cana si no decían "donde estaba la droga". Por ese entonces el Chusko dormía en una de las habitaciones que había en el segundo piso, recién construidas, con puertas y pestillo. El Chusko, al oír los ruidos en el primer piso, despertó inquieto, y trató de no moverse esperando que los sujetos se largasen, pues supo al instante que se trataba de policías. Permaneció inmóvil durante casi veinte minutos, entre las tablas y frazadas sucias, cuando escuchó una llamada y un golpe en la puerta. Una voz rasposa le ordenaba, en nombre de la ley, abrir la puerta, mientras trataba de forzar la chapa. El Chusko miró a un costado y al ver el marco del ventanal desnudo, pensó en huir. Al ver que la voz insistía y amenazaba con disparar, el Chusko salió de las frazadas y, apeándose a la ventana, se dispuso a cruzar de un salto el corredor que había entre el ventanal y el techo de la casa contigua, cuando los disparos atravesaron la cerradura, inundando la habitación con el olor a pólvora. El fragor ensordecedor lo obligó a tropezar en su intento por alcanzar el borde de la ventana, y fue entonces que una bala le alcanzó el hombro izquierdo. El tombo logró entrar y lo primero que vio fue al Chusko en el piso de bruces, inmóvil, sangrando. Luego, con una amenaza y una patada, trató de levantarlo. El Chusko permaneció quieto, evitando respirar, lo que asustó y enardeció más al tombo. Quizás la tenuidad del cuarto, apenas iluminado por la luz de los postes que se filtraba por la ventana, el aire saturado de pólvora y las figuras que lograban percibirse en las paredes -fotos de grupos punk, afiches


de manifestaciones, anuncios de conciertos-, lo inquietaron más aún, y no soportó ver un cuerpo inerte frente a él. Talvez por primera vez en su vida sintió remordimientos por lo que hacía, pero eso no evitó que apuntase al cuerpo caído lanzándole insultos como loco. Al ver que el cuerpo no respondía, huyó, y con él sus compañeros. Cuando llegué al Hueco pude ver las hendiduras que dejaron los impactos de bala en el suelo, en las puertas de la calle y de la habitación donde dormía el Chusko, los casquillos regados y algunas manchas de sangre. Aunque me pareció extraño, no pregunté nada al entrar, sólo saludé a los que formaban, como de costumbre, un círculo en el que corría una botella de pisco con jugo de naranja. Me senté junto a ellos, en el mueble que alguna vez sacamos de un basural en una esquina del barrio, y que servía de cama después de las juergas, de sofá durante los conversatorios y reuniones, y hasta de tarima en algunos conciertos. Sobre él vi sentado al Chusko, con una venda en el brazo, más arriba del codo izquierdo. Bebía como si nada hubiese sucedido y les decía a los demás -el Chato, la Bruja, Chame, Maya, Memo, Erick, Chovi- que seguramente los huevones que vinieron habían estado tasando el lugar desde antes y que buscaban alguna excusa para jodernos. Yo no entendía de que hablaban, hasta que fui a orinar a la parte trasera de la casa, junto al caño, al lado de una ventana sin vidrios desde la cual podía ver a la mancha chupando. Conmigo vino La Bruja, quien me contó lo que había pasado. Mientras La Bruja me hablaba yo no podía dejar de mirar asombrado al hombre de botas militares, cabello corto y semblante mestizo que se confundía entre los que lo rodeaban. Entre ellos, el Chusko hablaba resueltamente acerca de otro asunto, dejando atrás el tema de los disparos. Me cautivó su manera de hablar, el tono de su voz, tan distante, sin ningún interés en vanagloriarse; sus palabras lo mostraban sumergido en los vericuetos de su memoria y su imaginación. Su hilera de dientes perfectos, su sonrisa simétrica y la expresión de sus ojos al ser interrogado, iban capturando mis sentidos. Sentí que tenía ante mí a uno de esos personajes que encontraba en los comics europeos, que aparecían en los relatos anarquistas de inicios de siglo. Bonnot, Ravachol, Radowitski, pensé en ellos mientras lo miraba servir el trago a los demás. Pero aún así, mi fascinación era incipiente, mas bien un poco de curiosidad. Hasta ese entonces habían sido pocas las veces en que habíamos coincidido en reuniones y juergas, aunque desde la primera vez que nos presentaron, una noche en la puerta de la No-Helden, habíamos intercambiado opiniones acerca de la Movida, la situación de los grupos, su postura frente a los medios de comunicación y el sentido de la actividad en la que nos hallábamos imbuidos. Por ese entonces mi politización era tan extrema como desordenada e incoherente (cosa que él percibió muy bien). Aquel primer


encuentro no lo recordé sino después de meses, cuando nos emborrachamos juntos por primera vez. Fue una noche en que salí a caminar sin saber a donde, era un miércoles o jueves; recuerdo que al día siguiente debía ir al colegio, por lo que salí con las botas militares, un jean negro que de tan gastado ya parecía gris, la chompa de colegio y mi mochila. Aunque daba lo mismo que fuera o no al colegio, pues lo más seguro era que me sacarían de la clase por indisciplina y me mandarían a mi casa. Podía caminar por el Centro y perderme en Quilca, entrar a Las Rejas o a Galileo, donde de seguro encontraría a alguien, talvez al Kino o al Poggi. Podía ir al Asta en Balconcillo y huevear hasta el día siguiente con el Maya, Chino Javier y Cachinero. Pero en esa plazuela hacía demasiado frío en las madrugadas y los cartones y periódicos con los que uno se cubría no eran abrigo seguro. Uno amanecía afónico y con dolor de pecho. Además, desde que el Poggi "secuestró" a Alison, ese lugar estaba con roche. Así pues, caminé por la que fue mi ruta mundana durante toda mi adolescencia: Canterac, Plaza del Papa, Plaza Cáceres y Mariátegui hasta el cruce con Carlos Arrieta. Cuando divisé las puntas de la iglesia de la esquina de la cuadra, la que quedaba frente a la sinagoga donde alguna vez un grupo de fascistas colocó una bomba, apuré el paso y en menos de cinco minutos ya me encontraba tocando la reja del pasadizo que daba a la calle y era el Narizón Pepe quien me abría y hacía pasar cordialmente, sirviéndome un trago de yonque. Eran casi las doce de la noche y se encontraba reunida la gente de siempre. Lo que siguió fue lo de rutina: alcohol, cassetera a todo volumen, pogo y drogas; las habituales charlas sobre trivialidades y trascendencias. Al dar aproximadamente las tres y media, sólo quedábamos despiertos Poggi, el Chusko y yo. La sala, con el piso de cemento sucio, alojaba los cuerpos dormidos del Yopi, Juan Gabriel, el Chato Víctor, el Narizón y dos sujetos más de los que nunca llegué a saber su nombre ni su apodo, pero con los que me emborrachaba por quinta o cuarta vez. En una ocasión común me hubiese quedado mirando los rostros tumefactos de los durmientes, me hubiese interrogado sobre ellos y me hubiese asombrado al ver las conclusiones e historias que podía concebir a partir de sus rostros. Pero no esa noche. Aquella era una noche de fiesta en el Hueco: después de mucho tiempo habíamos logrado reunir los destartalados instrumentos que formaban la sala de ensayo. Una tarola sobre una silla, un bombo de banda de colegio y unos platillos de mano eran lo que teníamos como batería, mientras un parlante y un tornamesa hacían de amplificador para guitarra y bajo a la vez. Había también una guitarra eléctrica, de fabricación nacional y un bajo con dos cuerdas. Me


acerqué a la guitarra cuando al fin estuvo libre, pues todos se la disputaban y yo no me atrevía a pedirla. Empecé a rasgarla, tratando de sacar un tema de Eskorbuto. Habían apagado la luz de la sala y sólo quedaba encendido el foco del patio trasero que iluminaba débilmente, delineando apenas los contornos de nuestras figuras. Olor a marihuana y alcohol, colchones de esponja sucios y aire frío entrando por todos lados: el clima de mil noches de búsqueda desolada y a la deriva, imborrables en mis venas. Yo creía que el Chusko dormía, cuando de repente se acercó y me dijo:"¿Te sabes Antes en las Guerras?". Le dije que no y él dijo que me la podía enseñar. Tomó el bajo y empezó a marcar las notas y los tiempos. La tarareaba mientras tocaba y yo trataba de seguirle. Todo eso animó al Poggi, que se acercó a la batería y empezó a marcar el ritmo. El sonido chillón y estridente de la guitarra mal ecualizada, los golpes sordos y retumbantes de la batería y el ruido saturado y grave del bajo inundaron el cuarto y la noche desapareció por un instante, al menos para nosotros. -Canta, Chibolo -me dijo el Chusko. Una sensación de encanto y embrujo me envolvió cuando empecé a cantar. Jualma Eskorbuto, muerto hacía dos años en un pueblo del País Vasco a causa de una sobredosis de heroína, renacía en mi voz. Yo era Jualma Eskorbuto, gritando: Antes en las guerras podías regresar Volver a tu casa, volver a empezar Una vida nueva todo quedó atrás Una vida nueva todo quedó atrás La tocamos completa. Yo no podía creer que cuatro notas tocadas de manera tan simple encerraran todo un himno. La volvimos a tocar, tocamos otras que yo sabía y él me enseño un par de temas de La Polla Records y uno de Ramones. En ese lapso, mientras el Chusko me enseñaba los temas, el Poggi sacó un paco de sus bolsillos. Armó un bate y lo encendió quemándose los dedos. Luego de darle un par de pitadas se lo pasó al Chusko, quien dejó de tocar por un momento para aspirar una bocanada. Yo lo miraba en silencio, mientras trataba de seguir tocando. Hasta esa noche yo no había probado hierba, pese a que me la habían ofrecido incontables veces; siempre algo me detuvo, algún temor o pudor, quizás el deseo de no dejarme llevar por lo que todos hacían. Pero cuando el Chusko extendió su mano con el bate entre los dedos, toda esa memoria se borró y di un paso despreocupado, sin reparos. Quise que todo remordimiento y culpa se alejasen, dejándome limpio, listo para equivocarme. Tomé el bate entre mis dedos y aspiré cerrando los ojos. Se


lo pasé al Poggi, quien se lo pasó al Chusko luego de darle un par de toques. Cuando el Chusko me lo pasó, el bate ya era chicharra y se deshacía entre mis dedos. Traté de aspirar lo poco que quedaba, nerviosamente. -Ya casi no hay nada- dijo el Chusko- Bótalo. Le hice caso luego de quemarme los dedos. Seguimos tocando un buen rato; incluso me enseño otra canción, una de La Polla Records, el grupo que más me gustaba en ese tiempo. Era una canción que lo encerraba todo: Mis colegas quedan tirados por el camino ¿Y cuantos más van a quedar? ¿Cuánto viviremos, cuánto tiempo sufriremos en esta absurda derrota sin final? ¿Cuánto dolor habrá que ver? ¿Cuántos golpes recibir? ¿Cuánta gente tendrá que morir? Mogollón de gente vive tristemente Y van a morir democráticamente Y yo no quiero callarme La moral prohíbe que nadie proteste Ellos dicen mierda, nosotros amén Amén, a menudo llueve... Cuando nos cansamos, buscamos un lugar entre los borrachos regados sobre los colchones y las maderas. Ya todo era penumbra cuando me preguntó mi edad. -Tengo catorce -mentí. Me dijo que era una buena edad para empezar a tocar en una banda, y que yo lo hacía muy bien. Mientras me pasaba el trago tanteando por la oscuridad, me preguntó desde cuando bajaba por el Hueco. Le dije que recién hacía un año, pero que a los conciertos desde hacía dos. Le dije que era el mundo que había buscado durante años, que me inyectaba vida y me obligaba a creer en algo y a pensar sobre las cosas. Le pregunté hacía cuanto que él vivía ahí. Me dijo que había vivido en el Hueco de manera intermitente, yendo y viniendo. A través de la oscuridad su voz se volvía más pesada e imponente, y hasta llegué a sentir en su respuesta algo de nostalgia escondida. -A mi me gustaría vivir aquí -dije, abruptamente-. Podríamos poner un taller de serigrafía, un taller de cerámica, de teatro, música; en fin, se podría hacer de todo. Incluso grupos de estudio… -¿Y por qué no vienes? -preguntó él.


-No lo sé…hay asuntos que tengo aún que resolver. Tú sabes, el colegio, mis viejos que joden… pero igual a la larga terminaré haciéndolo. Él no respondió. Talvez percibió la inseguridad con que hablé, quizás se dio cuenta de que yo mismo no me creía mis proyectos ni mis excusas y prefirió callar, no joder al niño que hablaba huevadas. Además yo ya estaba borracho y no se me podía tomar tan en serio. -No tienes idea de la cantidad de gente que he visto pasar en estos años por este lugar -dijo desviando levemente la charla-. Han pasado ya casi cinco años desde la primera vez que vinimos. Fue el Narizón quien nos trajo, en el 87, cuando nos botaron de un local en el que iba a haber un concierto. Nos botaron por la pinta y porque al dueño le habían dicho que éramos terrucos; dos días antes había estallado una bomba por ahí. Así que trajimos para acá los equipos, que eran una mierda, e hicimos las conexiones robando electricidad de un poste. Fue un concierto de la putamare. Tocó Eutanasia, S de M, Desconcierto, estaba toda la mancha brava de Barrios Altos, gente de La Victoria, y hasta gente de los Conos, que ya había empezado a bajar. La gente se quedó a dormir, a chupar y al día siguiente no se quería ir. Alguien trajo un día una cocina con una sola hornilla, se hicieron las instalaciones eléctricas, trajeron los colchones, pinterrajearon las paredes con spray, pusieron banderolas…hicieron del lugar un squat, un mundillo. La idea era hacer una casa cultural. Había gente con rollo político y otra que sólo estaba por el hueveo. Empezaron las reuniones, las famosas reuniones del Hueco, tratando de encontrar una idea que nos unifique a todos, a los hueveros y los intelectuales, pero todo se fue a la mierda. El Narizón empezó a excluir gente, al Chovi, a la gente de Barrios Altos y a algunos de Balconcillo. Sólo quedaron los intelectuales. Eso fue por el 89. -¿Y luego que pasó? - pregunté ansiosamente.- ¿Cómo es que ahora el Chovi y la gente vienen? -Bueno, es imposible que el Narizón les niegue la entrada. Les estaría dando la razón cuando le dicen fascista solapa. Además en los conciertos, tú sabes, esas cosas se olvidan. -¿Pero no te parece que en realidad sólo debería venir la gente que realmente desea hacer algo? -Sí -respondió-, pero si este lugar se proclama abierto, debe respetar a los demás, al menos hasta cierto punto. El Narizón no puede uniformizarlos. Eso fue lo que le dije y el huevón entendió… -¿Tú le dijiste que ya no discuta con el Chovi? -pregunté. -Bueno -dijo-, era algo que iba a suceder en cualquier momento. Cuando hable con el Chovi me sorprendí que tuviera la voluntad de arreglar las cosas… Supuse que había hablado también con el Chovi y me pareció algo tremendo


que hubiese podido hacerlo entrar en razón. Pensé que eran talvez su calma y seguridad lo que le permitía hacerse entender tanto por el Narizón como por el Chovi. -Desde entonces mucha gente ha pasado por aquí. Muchos como tú, con esa inquietud; otros, una sarta de poseros. He aprendido algo de todos los que pasaron, creo que incluso recuerdo sus rostros fielmente. Todos sembraban algo de esperanza en mí, me hacían creer que todo surgiría con su trabajo. -¿Qué pasó con ellos? -pregunté. -A muchos se los llevó la vida, el trabajo, los estudios. Perdieron su radicalismo, olvidaron todo lo que decían aquí. Otros se frustraron. Les pareció que tanta bronca entre la gente y la falta de ideas claras no los llevaría a nada. Algunos tomaron el camino más radical… -¿Cuál? -Sendero o el MRTA… Incluso algunos murieron por esa huevada. Otros están en cana. A Beni lo mataron una noche en uno de los Conos, cuando lo encontraron haciendo pintas para Sendero. Lo mataron en la comisaría, pero hicieron ver que lo habían matado en una balacera… Tragué saliva y me puse nervioso. Una andanada de recuerdos sacudió mi mente, pero no tardó en marcharse. Escuchando sus palabras me di cuenta de todo el tiempo que me había perdido, de las historias que no viví, esas memorias que él compartía con los "antiguos" de la mancha, que yo sólo conocería por referencia. Nuevamente la sensación de intromisión, el deseo de estar más allá, fuera de mi momento imperfecto y dentro de todo lo que escapaba de mí. Me sentía otra vez ajeno. Sentía el cuchicheo incesante del otro lado de la vida y sentía que no hablaban mi lengua. Todas esas noches perdidas aplastaban mi cabeza sin misericordia. Yo ya no hablaba y creía que él dormía, hasta que él mismo rompió el silencio. Me recordó que nos habíamos conocido en la puerta de la No-Helden, hablando de política y de arte. Recordando esa conversación dijo que yo tenía ideas firmes y criterio. Después de mucho tiempo me sentí halagado de verdad, pues lo que me decían otros de la mancha me sonaba a cumplido complaciente, no los sentía honestos ni directos. Antes de dormirnos mencionó lo melancólico que se veía el Hueco por las mañanas, con todos los borrachos dormidos y el silencio sobrecogedor que contrastaba con las tardes. -Es como que el espíritu de todos los que se fueron estuviera aquí presente, como si hubiesen dejado sus voces…-dijo el Chusko. Yo ya no le respondí. La oscuridad, el sueño, devoraban las últimas siluetas que podía distinguir, los últimos murmullos que llegaban de la calle. Aún así yo eternizaba el momento. Mi ensueño sin rumbo dilataba mis sensaciones y trataba de


rescatar lo valioso de aquella noche. Dado que no viví esos tiempos de gloria subterránea, me aferraría a cada momento como aquel, siendo consciente de su dramatismo enclaustrado, de su embrujo, así como lo hacía con los objetos en el desván de mi abuela. Todo palpitar ajeno a esta tierra me atraía, toda intimidad con los latidos intrínsecos de las cosas y los sucesos. El Chusko, que dormía ya, poseía esa magia perturbadora, la dominaba y se fundía con ella. II Lo tenía frente a mí, con el brazo vendado, con manchas de sangre seca. Me resultó fascinante oírle hablar de la balacera y luego, de un momento a otro, de su vieja. Pasó de un tema al otro sin que yo me percatara; estaba embriagado por su relato. Recuerdo el tiempo transcurriendo con más lentitud, en medio del vértigo de su relato. Al escucharlo hablar de modo tan sencillo, yo ya estaba escribiéndolo. Dijo que los tombos que habían entrado al Hueco eran fumones que él había conocido cuando trabajaba de pasero en La Victoria, cerca de la avenida Aviación. El pasero mayor de la zona era un tío medio maricón, el Tuno, pasero de profesión y choro de residencias en sus ratos libres. -Trabaje con él cuando tenía dieciséis años. Fue la primera persona en Lima que me contrató y me dio casa. El Chovi trabajaba con él hacía más de un año y le dijo que yo había llegado de Villa, que conocía a otra gente, y que eso le sería útil. Mi chamba consistía en estar parado todo el día en una azotea de esteras, al borde de una baranda de tablas viejas. Tenía que avisar quién venía, interrogar a los que bajaban a comprar por primera vez. Desde ahí veía los callejones que se derrumbaban en la calles aledañas, llenas de fumones que ya no parecían gente por lo demacradas y por el estado de imbecilidad en el que habían caído. Huevones que cuadraban a los provincianos que caminaban llenos de bolsas y animales, que cobraban cupos a algunos ambulantes menores o mandaban a sus hijos a robar o limosnear en el Centro de Lima. No comían, no se cambiaban de ropa, casi no hablaban. En Villa no había visto huevadas así…. "Ahí veía que los tombos llegaban a conversar con el Tuno, le decían que se guarde un tiempo porque iba a empezar tal operativo, que tal huevon en la comisaría quería hacer reformas y pegarla de policía bueno y que por eso iba a empezar limpiando su zona. Le decían que en el peor de los casos, bajando un poco la producción y trasladando algo de merca para otro lado, le darían solo año y medio de cana y que saldría en seis meses, que adentro ya él sabía como era la vaina: gente que lo esperaba para hacer contactos nuevos, comercio interno entre los presos. "Tú ya sabes, Tunito, pero no nos hagas roche. Mas


bien, ahorita acaban de desembarcar 25 coreanos y necesitamos que los alojen y los coloquen", le decían. "Llegaban carros de pitucos, con lunas polarizadas y hasta placa diplomática. Chibolos bien vestidos que se cagaban de miedo al comienzo, y después la pegaban de caseritos, y el Tuno los trataba como sus causitas. “Habla, Cremita”, les decía a los pituquitos, “Nos vemos en la Trinchera”, y los cojudazos se sentían del ambiente. "¡Ni a mi ni al Chovi nos gustaba hacerle caso al huevón! Pero que íbamos a hacer. Estábamos hartos no sólo de los malos tratos y de la noica que nos producía tener todo el tiempo a los tombos encima, sino de que en las redadas, éramos nosotros los que pagábamos, mientras el Tuno se largaba tranquilo. También nos llegó al pincho ver como una vez el huevón quiso besar en la boca a un fumoncito que se había quedado a dormir en la azotea; ver como lo manoseaba mientras se reía y lo trataba como a hembra. El chibolo se despertó, asustado y trató de zafarse. El Tuno le dio una patada en la cara y el dijo: “Vienes a fumar gratis y encima te haces la estrecha, cojudo”. El pata era un amigo nuestro que trabajaba con nosotros de vez en cuando. "Al Chovi y a mí se nos quedó la bronca por esos días y mientras caminábamos por el centro de Lima, cerca de la peña Huascarán, vimos un anuncio de un concierto. Eran Del Pueblo, Zcuela Crrada y Leuzemia. Nosotros ya teníamos referencia de esos grupos por los huevones de Tahua, que en ese tiempo eran pandilleros que gobernaban en los colegios, en el Guadalupe, el Melitón, el Bartolo y el Alfonso Ugarte. Nosotros veíamos a los chibolos con sus mochilas pintarrajeadas con nombres de grupos de rock, que resultaron ser los Subtes. Fuimos al concierto, era el año 84 y el pogo era una broncaza. Al comienzo nos asustó, pero luego, cuando escuchamos las letras, los rollos que los grupos se lanzaban en el escenario acerca de la miseria, la sociedad y los gobernantes, el poder y la vida en las calles, los militares y los terrucos, supimos que no mentían, que hablaban sobre nosotros y que había algo más detrás de esa actitud de rechazo; además, notamos que se divertían haciendo lo suyo. Tal vez en ese momento mi vida no cambió, pero a partir de entonces empezamos a bajar a todos los conciertos posibles. "Al Tuno eso no le gustaba. Quería que estuviésemos todas las noches donde él nos pudiera ver. Yo ya me había comprado chancabuques y me había roto el pantalón. El Chovi tenía una cinta de The Clash y la maqueta de Leuzemia, Autopsia, Zcuela y Guerrilla. Juntos compramos unos fanzines en los que entrevistaban a Excomulgados. También teníamos el primer número de Macho Cabrío, que a mi me gustó como mierda y al Chovi le llegó al pincho. Decía que hablaban huevadas muy 'poéticas' y muy 'políticas'. Yo no me cansaba de releerla.


"Por ese tiempo La Parada se iba consolidando como el emporio de los ambulantes y toda la economía informal de los provincianos. Una tarde, al regresar de hacer un recado, cruzamos por Gamarra y vimos que tombos y ambulantes se enfrentaban por una disposición municipal, una de la tantas que pretendía desalojar a los invasores. Estuvimos casi dos horas escondidos en una galería, asfixiados por los gases. Conocíamos a gente que trabajaba cargando entregas de tela y víveres en la zona, gente malograda y gente tranquila, pero toda muy esforzada. Ver lo que pasaba nos jodió en el alma y creo que fue la primera vez que me identifiqué con una causa ajena. Vino a mi mente mi vida en Villa, mi casa y mi vieja, el barrio de inmigrantes que dejé sin desearlo. Nunca supe qué pasaba por la mente del Chovi, pero cuando nos confundimos entre los manifestantes, armados de piedras y palos, sentí que el ímpetu que él reflejaba había sido sembrado por esas canciones y discursitos que aparecían en los fanzines. Tiramos piedras, gritamos, respiramos gas y sentimos que moríamos. El enfrentamiento duró casi tres horas. Esa fue la primera vez que caímos en cana por un asunto ajeno a las drogas. "En la comisaría tuvimos una decepción inmensa al enterarnos que toda la protesta había comenzado a raíz de una coima que los peces gordos de la zona, provincianos explotadores, jefes de los cargadores y distribuidores, se habían negado a pagar. Supimos que durante años la venían pagando sin quejarse, pero que esta vez la autoridad municipal la había incrementado demasiado. Pensé que esa lucha había sido en vano y que para esa gente que compartió la celda conmigo durante cuatro días, no existía justicia ni futuro. Habían peleado por sus puestos de trabajo y por el dinero de otros. "Ahí fue que conocí a estos tombos, los de la balacera. Yo no sabía que eran amigos del Tuno, así que cuando salimos de cana y volvimos a trabajar, no esperábamos encontrarnos con ellos, y menos borrachos. A mí me reconocieron y empezaron a joderme, a decirle al Tuno que yo me le podía rebelar, que era medio terruco y que tuviese cuidado conmigo. El Tuno, borracho, me amenazaba en broma con 'meterme a la cana'. "Un día no lo soporté más y le dije al Chovi que me iría y le pregunté si quería acompañarme a buscar chamba en el Centro. Claro que no le dijimos nada al Tuno, más bien le robamos 3 kilos de grifa y como 10 ligas de pasta. En el Centro logramos vender toda la merca y con ese dinero pusimos una carreta de cassetes y fanzines en las gradas de la Villareal, junto a los de la Nave de los Prófugos. Luego fuimos conociendo a la Mancha, a los grupos, la gente se acercaba a nosotros por lo extraños que les parecíamos. Era la época de la radicalidad, tú sabes, mohicano y casaca de cuero llena de imperdibles. Por ese entonces fue el boom del Rock Subte en los medios de comunicación: Guerrilla Urbana y Leuzemia en la tele, reportajes sobre el origen de la


mancha, escenas de conciertos, un culo de huevadas y nosotros en medio. Entonces conocí a Kino y luego a Poggi. Los dos eran recontra chibolos cuando bajaban a comprarme cintas. Un día me dijeron que buscaban bajista para su banda y me preguntaron si yo deseaba tocar con ellos. “Pero yo no sé tocar bajo”, les dije. “¡Qué chucha, toca nomás…!”, dijeron ellos. A la semana siguiente teníamos cinco temas, y al mes nos invitaron a tocar en un concierto. Tuvimos que ponernos un nombre, tú sabes que es bien jodido… recordé una novela de Roberto Arlt, sobre una sociedad secreta hastiada de los valores y costumbres de una sociedad corrupta, que planea construir una fábrica de gas para aniquilar a la población de una ciudad y al mundo de decadencia y hombres falsos y hacer surgir una sociedad de hombres nuevos. Esos incendiarios me llamaron la atención, el símbolo del fuego como elemento que devuelve a las cosas su estado primario, que elimina lo despreciable. Además recordaba mucho un poema de Manuel Scorza, uno que decía que el fuego dejaría atrás el mundo donde reinó la miseria. Por eso me sentí un Incendiario. Y bueno, lo propuse y a todos les gustó, así que al grupo le pusimos Incendiaria. III El Chusko siguió conversando y escuchando lo que otros tenían que decir. Alguien puso un cassette de Eutanasia en vivo, en un concierto en la Peña Huascarán. El Chusko contó que ese había sido uno de los últimos conciertos bacanes de fines de los 80. Recordó que eran los tiempos en que los terrucos se bajaban torres de alta tensión y que a veces los conciertos se iban a la mierda. Aquella vez tocaba Eutanasia, Voz Propia, Lima 13, Desayunados, Desconcierto. Era todo el auge de la Movida en Lima, casi 500 personas en el local. Un pogo inmenso, una respuesta brutal de la gente. Yo podía sentir, a través de su efusividad, lo que aquel día él sintió. -En eso se fue la luz. Puta, la gente se achoró. Estaba tocando Eutanasia. Por un rato hubo una confusión que parecía iba a terminar en bronca o en algo peor. No se veía ni mierda, un poquito de luz entraba por los vidrios de arriba, pero no era suficiente. De repente, cuando el Kike Eutanasia pidió calma a la gente, alguien entre el público empezó a cantar, y luego otro, después era una mancha y finalmente todo el público cantando con rabia, en la oscuridad y a capela, Rata Sucia de Leuzemia. Era alucinante el coro haciendo retumbar el local… El Chato se sabía la historia, también la Bruja, Maya había estado ahí. Todos menos yo ¿Por qué no estuve ahí? ¿Qué estuve haciendo en ese momento? Mi silencio era la encarnación de mi profunda imposibilidad. Me encontraba entregado a esos pensamientos cuando cambiaron de cassette.


El Chusko puso uno de Eskorbuto, Antitodo. Dijo que con su grupo iba a tocar un cover de ellos pero no sabía si elegir Cuidado o Historia triste. La Bruja le dijo que Cuidado era más fuerte y que a la gente le gustaba más. Volteó a preguntarme si yo estaba de acuerdo. Le dije que yo tocaría El Infierno es demasiado dulce. Les pregunté si habían escuchado lo último de ellos. Me dijeron que ya no podía haber nada nuevo de ellos porque el bajista, Jualma, y el guitarrista, Iosu, habían muerto hacia más de dos años. Yo sabía acerca de la muerte del guitarrista, lo había leído en una RDL reciente, pero lo del bajista me dejó impresionado. Entonces ¿Ya no existía Eskorbuto? Sentí que algo en mí se perdía para siempre, tomando la forma de una nueva imposibilidad. Las fotos de Eskorbuto que yo tenía en mi habitación, sus entrevistas, sus cintas en vivo y las voces incidentales registradas en ellas, todo se arremolinó en mi mente en un momento helado como una caída. -¿De qué murió?- pregunté -De lo que moriremos todos algún día- dijo la Bruja- De sobredosis. El Chato dijo que ellos se empezaron a malograr cuando salieron de cana, porque una noche después de un concierto, se les encontró, al ser detenidos, una cinta en la que había canciones suyas con letras muy fuertes: Nadie es Inocente y Mucha Policía. Canciones sobre el Estado, la tortura y el robo de los ayuntamientos. Ya que no habían cometido ningún crimen se les acusó de terroristas potenciales y se les derivó a Seguridad del Estado. -Imaginate que te canéen por ser punki- dijo el Chato, cambiando las cuerdas de su bajo. En la cárcel eran tildados de ser miembros de ETA, pero los mismos etarras los despreciaban por no responder al modelo de nacionalista Vasco. Estuvieron poco tiempo pero salieron hechos una mierda, decepcionados de todo. El Chato dijo que en los años ochenta en el norte de España se llevó a cabo un plan policial para debilitar a la población juvenil, mayormente de tendencia autonomista o nacionalista, llamado Plan ZEN, Zona Especial Norte. Este plan consistía en introducir droga en discotecas y conciertos, pero también en las cárceles. Así fue que la droga se consolidó como un nuevo medio de represión en Europa. -En una entrevista en México sólo estuvieron Jualma y el batero Paco -dijo Kino-. Iosu estaba en el hospital por una complicación pulmonar. Era además un heroinómano perdido que después de cada concierto terminaba internado y que tenía los brazos llenos de moretones infectados por los piquetes de las jeringas. -Yo prefiero a Sin Dios o a Reincidentes, son más combativos. Por ejemplo Sin Dios nunca toca en conciertos organizados por partidos políticos y tienen


un sello discográfico autónomo y una editorial. Todos sus conciertos son autogestionarios y el precio de sus cintas es casi la mitad del valor de un cassette normal. -Yo no sabía que en Euskadi la heroína la comercializaba la policía… -No te preocupes algún día lo harán acá… -Lo hacen para tenerlos ahuevados y para que no se organicen en colectivos, coordinadoras, ateneos, y todas las vainas que pasan allá. -Allá la cosa es más fuerte, los jóvenes toman plazas, publican boletines, realizan okupaciones… -Si, pero caen un poco en el espectáculo. Okupar es casi una moda ahora. Además, ellos también tienen sus contradicciones, sus broncas entre ellos. ¿Sabías que Sin Dios se tiene bronca con Reincidentes? No deberíamos idealizarlos tanto. -Claro, pero es grande el contraste. Habría que estar allá para juzgar. -Tal vez sólo nos la pintan así, pero es innegable que tienen una tradición anarquista mayor. La Guerra Civil debe ser algo imborrable. -Por eso caen en una nostalgia histórica. Pero, no sólo ahí existe una organización anarquista fuerte; también en Argentina, Brasil y México. -Aquí fue escasa la repercusión anarquista, salvo el Sindicato Estrella que peleó por las ocho horas de trabajo… -Esa no es una victoria ni cagando… -¿Y qué querías? ¿La Revolución? -No es momento de que algo así tenga lugar en el Perú. Puta, te metes un rollo en esos términos y te confunden con terruco… -Sí, es cierto que esos huevones han cerrado muchas puertas, la gente desconfía demasiado… -Hay que tener cuidado, esos huevones están bajando a los conciertos a tasar gente -Desde que empezaron a ofrecer recompensa por la cabeza de Abimael, están desesperados por captar gente. A los del Colectivo Autogestión les dijeron que se les unan, porque sólo así tendrían abogados y contactos fuertes en el extranjero. Ellos no aceptaron, y ahora los están jodiendo, ¡Hasta los acusan de cobardes y traidores al pueblo! -Ah, esos fueron del MRTA, pero los que quisieron cagar al Kike Eutanasia fueron sacos; puta, esos huevones hasta lo encañonaron… -La gente de la Izquierda también es una mierda, los de Patria Roja, MIR, PRT, todos son unos manipuladores de mierda. Sólo buscan hacerse conocidos y luego mandarse como diputados. -¿A ti quién quiso cagarte, Chusko? El Chusko tenía el trago en la mano, casi no había dicho nada. Bebió un sorbo


y sin mirar a nadie dijo: -No sé, yo estaba muy borracho… Todos se dieron cuenta de que él no quería hablar de eso, pero no fue necesario decir algo para romper el incómodo silencio que sucedió a su respuesta, ya que él mismo preguntó: -¿A ti te gusta mucho Eskorbuto, verdad? Le dije que sí, que eran un tótem junto a La Polla Records y Reincidentes. Me dijo que recordaba la noche en que tocamos juntos y me repitió que algún día yo sería bueno haciendo ruido, que todo dependía de mí. Casi todos me decían lo mismo, pero cuando él lo hacía yo percibía un augurio. Quizás toda esa confianza que la gente tenía en mí hizo que me sintiera comprometido, ahondando en mí el deseo hacer algo. Si pensaban que yo era bueno, debía hacer algo bueno por ellos… Esas fueron las noches que realmente me educaron y sembraron la ambición de portar un mensaje, de prender fuego a los espíritus apagados de las calles, al asfalto sombrío repleto de rostros inexpresivos bajo un cielo que adormilaba nuestras fuerzas obligándonos a recordar nuestra miseria. La vida era fea, muy fea en esa casa mía y en esa escuela de sombras. En ambas yo era un extraño, pero en las calles me nacía el deseo de destruir esa ociosa y vacía espera agónica de todas las manos del mundo, de todas las voluntades como la mía; deseaba enterrarla con un impulso desesperado. Quería incendiarme e incendiarlos de vida, con esa magia transparente de mis días de infancia que hoy se nutría del aroma seco del alcohol y los cantos rabiosos, mientras mis ojos pretendían capturar la plenitud de una realidad imprecisa, inexacta, sobresaltada y complementada por aquella voz latente de mi deseo martillante. Incendiar el cielo y las voces, las manos, las mentes, los corazones, con aquel fuego de mis noches, liberándome y empujándome a otros deseos. -¿Cuándo vienes a vivir aquí, Chibolo? Su pregunta me tomó por asalto. Recordé que le había comentado acerca de eso ¡Me sentí ridículo! Se suponía que yo ya debía estar viviendo ahí. Pero mi falta de voluntad y mi inseguridad eran más fuertes y yo no quería aceptarlo. -Todavía no puedo venir. Primero quiero juntar algo de billete para poner un taller de serigrafía o cualquier cosa para mantenerme -le dije, disfrazando mi debilidad pero creyendo ser honesto. -¿Sabes algo de serigrafía? - me preguntó demostrando gran interés. -Eh…no, pero quiero estudiar…-respondí ridículamente. En ese momento alguien tuvo la idea de ir a comprar grifa a Matute. Se ofrecieron la Bruja, el Chato y Maya. También trataron de despertar al Yopi y a Juan Gabriel, pero ya estaban muy borrachos y no se mantenían en pie. Los dejaron durmiendo y nos preguntaron al Chusko y a mí si queríamos ir. El


Chusko dijo que prefería esperar y yo les dije que no tenía documentos y que si había batida estaba cagado. Cuando salieron a comprar, ambos nos percatamos de que éramos los únicos lucidos en la sala. -¿Dónde piensas estudiar?- preguntó. Le contesté que en cualquier lugar barato porque mis viejos no me querían dar mucho billete. Le conté algún proyecto que yo mismo no me tragaba, acerca de implementar algo en el Hueco que nos autoabasteciera. Hablaba impetuosa y atropelladamente, sintiendo que debía dar cuentas sobre lo que hacía. -Quisiera empezar de una vez a ser independiente -dije-. En mi casa me siento muy incómodo, no existe una comunicación verdadera, y a mis viejos les gustaría que yo fuera de otra manera. -¿Te prohíben ser así?- preguntó. -Me hacen sentir culpable todo el tiempo. Además los problemas vienen por el colegio de mierda en el que me han metido. Jodo en el colegio y los del colegio joden a mis viejos. Aunque a veces creo que en cualquier colegio sería igual. Mi viejo reniega, mi vieja llora, dicen que no soy lo suficientemente dócil para dejarme poner en un camino… -Eso es algo normal, los viejos siempre tratan de dar un rumbo a sus hijos con la mejor intención. ¿O acaso te educan para que luego los mantengas? Están limitados por sus experiencias, las mismas de las que se ufanan. No se dan cuenta que ellas forman sus temores, y te los transmiten de una forma que para ti es incomprensible, bajo forma de órdenes. Eso también es normal. Es a ti a quien corresponde librarte de las inseguridades que te siembran tus viejos. Eso no pasa de la noche a la mañana. Lo verás cuando hayas escogido tu camino… Me resultó extraño escucharlo hablar así. Como sus palabras no respondieron a mis lamentos, mi atención se desprendió de él. Sin embargo era imposible escapar de tan certero argumento. Sus palabras quedaron retumbando en mí. Vi que quedaba algo de licor, media botella de pisco con emoliente. Me serví en un vaso de plástico que encontré en el suelo. Cuando le pasé la botella me preguntó: -¿Tú ya escogiste tu camino? Me resultó una pregunta fuera de sitio, hasta ordinaria; me pareció extraño que viniera de él. Pero lo dijo con tal sencillez que pude sentir que hablaba muy en serio. No iba a preguntarle a que se refería, no quería que notase mi falta de perspicacia. Aunque entendía la pregunta, no sabía a que se refería. Desconocía su significado, lo que había detrás de ella. -Claro…, bueno, entre la gente de la Mancha me siento bien -dije-. El ambiente aquí me hace sentir bien, la vida y los intereses de todos aquí son particulares, no me siento un bicho raro…


-No me refiero al entorno en el que te vas a desenvolver -me interrumpió-, ni a la gente que va a estar contigo. Te pregunto si ya sabes lo que vas a hacer. Me pareció que la respuesta era más obvia aún. Le dije que quería formar parte de la Mancha y ayudar a desarrollar una identidad juvenil a partir de las ideas expresadas en el arte y consolidar un circuito que se manifestase cultural, social y políticamente y bla, bla, bla, todo el rollo de siempre. -Ya me contaste eso -replicó, tratando de hacerse entender mejor- y me parece de la putamare. Pero eso es una consecuencia y no un principio. -¿Cómo?- pregunté. Sentí que hablábamos de cosas distintas. -Ese movimiento del que tú hablas es el reflejo de un grupo de individuos que se reúnen para mostrar que han sido capaces de forjar su personalidad a través de una vía distinta a la convencional, más allá de los parámetros impuestos por el interés común; pero son personas que ya han encontrado su camino y que se han realizado en él. Hablaba calmadamente, sin alteraciones. Pude percibir que su respiración y sus gestos no se agitaban. No entendí muy bien aquello a lo que se refería, pero sabía que era algo que encerraba un mundo paralelo y una gama indescriptible de cavilaciones se azotaron contra mí. Me quedé mudo y con un gesto le pedí la botella. Al pasármela me dijo: -Creo que una persona primero debe saber bien a que se va a dedicar, porque uno se refugia de todas las cosas, de todas las fuerzas del mundo, en ello. Al realizar aquello que has tomado como parte de ti, aprendes a conquistar tus satisfacciones y gracias a ellas creces y te esfuerzas por ser mejor. Claro que todo esto al comienzo es difícil, pero es necesario tomarlo como un reto y no como una condena. Suena pesado pero creo que me comprendes. Le dije que no completamente. -Cuando uno descubre que su pasión por la actividad que realiza ayuda a comprender las pasiones de otros, uno se vuelve más resuelto y llevadero. Yo veo que tú no comprendes mucho a tus viejos, veo que no tienes claro a que te vas a dedicar y eso te tiene insatisfecho. Se nota mucho en tu manera de expresar tus proyectos…. Me sentí intimidado, pero sabía que había mucho de verdad en sus palabras, que esta vez fueron un poco más claras. Sin ser duro ni severo en su tono, me obligó a encarar mis pensamientos. Me incomodé un poco. Él casi leyó mi mente. -Disculpa, Chibolo, no te quería joder. Debes estar harto de sermones, pero es lo que pienso. Me pidió la botella y me preguntó: -¿Cómo son tus viejos? La sinceridad y el interés que noté en sus palabras fueron similares a los de


sus otras preguntas. Su pregunta era justo la que yo deseaba oír, así que no supe por donde empezar. -Mi viejo en realidad no es malo, pero no puedo acercarme a él. Talvez por su edad no podemos entendernos. Siempre que llega se queja de que no estoy en la casa, habla sobre mi ropa y de los amigos que tengo. Está pendiente de que no lo deje mal con sus conocidos en ese colegio de mierda. Tiene miedo de que me expulsen y yo muero por largarme de ahí. Quiere que lo reconozca como autoridad en la casa, pero es casi un desconocido para mí. ¿Sabes? Él llegó a vivir a mi casa cuando yo tenía diez años y siempre lo vi como a un monstruo que se metió en mi vida, porque antes de vivir con nosotros sólo era un señor que llegaba a la casa, comía, dormía una hora y luego se largaba. Me preguntaba siempre cómo me había portado en el colegio o en la casa. Como yo llevaba el diablo adentro, nunca me portaba bien. ¡Nunca he sabido con qué derecho me sacaba la mierda! Llegaba incluso a humillarme, casi diariamente. No recuerdo un día de mi infancia en el que no me haya dado al menos un golpe en la cabeza, aún enfrente de la gente. Nunca me sentí en confianza a su lado, ni lejos de él, porque él era el castigador omnipresente. Nunca fue un papá, siempre fue un padre. Crecí temiéndole, y ahora siento que todo aquello se ha convertido en rencor. "Sé que se avergüenza de mí y por eso me quiero largar de la casa. Para no hacernos más daño, porque la que sufre viéndonos pelear es mi vieja. A ella si la tengo en cuenta… aunque es muy sobreprotectora y una chantajista de mierda. Cuando pienso en lo débil que soy y recuerdo que ella siempre estuvo ahí para evitar que yo hiciera frente a mis problemas, la detesto. Crecí sintiéndome incapaz de hacer muchas cosas por mi cuenta, y así, muchos proyectos los he abortado a medio camino. Ella era la única que estaba conmigo en la casa y se la pasaba repitiéndome lo ocioso e incapaz que era, pero a la vez ella hacía todo lo que yo debía hacer: limpiar mi cuarto, ordenar mis tareas para la escuela, prepararme la comida, lavar mi ropa, todo. Mientras cedía ante mis caprichos, me maleducaba y me hacía débil de carácter, quitándome la fuerza de voluntad. "Ahora, cuando le repito estas cosas, se molesta. Me dice que la hago sentir culpable y hasta llora. Le digo que es una chantajista de mierda que no tiene derecho a quejarse por algo de lo cual ella es responsable. Ni ella ni mi viejo tienen derecho a tratarme como lo hacen, no tienen ninguna autoridad sobre mí…” El Chusko había escuchado pacientemente todo mi divague, el cual tuvo el mismo rasgo precipitado y vehemente de las discusiones con mis viejos. Esperaba ver en él un gesto de reprobación, pero cuando miré su rostro, su semblante era el mismo de cuando contaba sus historias.


Empezaba a hacer más frío en el Hueco; nos percatamos de una corriente de aire que se colaba por un vidrio roto. Me acerqué a taparlo con una señal de tránsito que robamos una vez en la Vía Expresa. Mientras lo hacía, tropecé con Juan Gabriel, quien no me reconoció por lo ebrio que se encontraba, hasta el punto de casi hacerme la bronca. Se puso de pie balbuceando incoherencias, sin embargo no estuvo mucho tiempo en esa posición. Se arrodilló y empezó a vomitar. El Chusko lo cogió de los sobacos y lo llevó hasta el baño. Cuando regresamos al sillón, el Chusko me tomó de sorpresa con una pregunta muy cruda, que jamás me había planteado. -¿Te sientes víctima de todo eso? Vacilé antes de contestarle que a mi parecer todos somos víctimas de algo y que hay cosas que no somos capaces de enfrentar y sobrellevar en nosotros. Le dije que todos los hombres eran así. Sin darme cuenta estaba haciendo una apología de la debilidad y el entreguismo. Claro que mis argumentos eran coherentes, pero, mi razón jugaba contra mí. -No lo creo -dijo él-. Hay personas que pueden verlo de modo distinto. -Claro, yo busco descubrir ese otro modo por mi cuenta, porque mis viejos no me enseñaron a enfrentar retos. Soy yo el que tiene que probarse a sí mismo. Ese es el dilema en el que me encuentro ahora, construirme una identidad propia. Mis palabras sonaban convencidas. Pero a él le causaron gracia. Sonrió y resopló, pero sin burlarse. Yo me exasperé levemente y le dije que para todos es difícil cargar su propia cruz. Me dijo que eso era muy cierto, pero que hay algunos que se niegan a cargarla. Eso me despertó el deseo de confrontar su propio dilema, ya que yo sabía que todos, absolutamente todos, tenían un dilema, un problema profundo que arrastraban y ocultaban. No podía mas que ver sufrimiento y dolor en cada persona, pues era el lente con el que el mundo se mostraba ante mí. Ya que todos llevaban un drama dentro, yo quise saber cuál era el suyo. -¿Y tu viejo cómo era?- pregunté sólo por evadirme. En aquel momento escuchamos entrar por el corredor a los que fueron a comprar grifa a Matute. Venían riendo, empujándose por el corredor y haciendo un ruido de los mil diablos al abrir la puerta de fierro. Alegremente decían que la escasez de grifa había terminado y que con lo que sobró habían comprado otra botella de pisco. El Chusko y yo nos alegramos con ellos y olvidamos por completo la conversación. IV Pasó casi un mes desde aquella noche. Nada había cambiado en mi casa ni en el colegio. Salvo que empezaba el tiempo en que las chicas de mi salón


celebraban sus quince años, así que las invitaciones para las fiestas eran cosa común y el tema recurrente. Recuerdo que nunca fui a ninguna fiesta, a pesar de recibir las tarjetas de invitación. Detestaba saber que en ellas me sentiría más extraño que nunca, que la gente se sorprendería de verme, de ver al terruco del salón en un lugar para pitucos. Sabía que vería a Mónica con el chico que ella quería -la Mónica de todas las mañanas en la formación y los recreos, la de las pocas palabras cortantes e hirientes y las risas burlonas a lo lejos, mirándome- y que yo no me sentiría en confianza de acercarme a nadie. Muriendo de miedo y vergüenza, rechazaba agresivamente sus malditas fiestas. Aquella noche Mónica celebraba sus quince años y yo no estaba invitado. Yukio no tenía ningún problema para ir y sería él mismo quien me contaría los sucesos de las fiestas, dejándome una sensación de vacío e insatisfacción, de impotencia y despecho. Me contaría qué chica del salón agarró con cuál huevón, quiénes se pelearon a la salida y por qué razón, quién se emborrachó y a quién lo botaron de la casa. Todo era para mí una cojudez, pero lo que más me jodía era que durante esa época yo no podía visitarlo los fines de semana. No tenía donde pasar las tardes conversando o jugando Nintendo, ni a quién escuchar tocar piano, ni en dónde comer sandwiches de jamonada con queso. Trataba de sacar de mi mente lo que sucedía en algún lugar de la ciudad, a todos esos huevones bailando con sus trajecitos limpios y sus vestidos glamorosos y sus orquídeas en la muñeca, y me dirigía al Centro de Lima a buscar al Chato en su carreta para hacer un trago. Cuando iba por Colmena, a eso de las 11 y media, sentí una quietud poco común en esa zona de la ciudad. Me di cuenta de que había calles transversales cerradas con señales de desvío. Al llegar a la Plaza san Martín vi pocos autos y divisé, en una de las calles que daban a la Plaza Mayor, una tanqueta militar que se desplazaba en dirección a la avenida Abancay. Me llegaba al pincho ver militares, así que tomé la ruta de la calle Belén. Me dirigía hacia la Plaza Francia, que se encontraba a unas cuadras de la Plaza San Martín, iba distraído, mirando al suelo, talvez pensando en una de esas fiestas de mierda, cuando de pronto una voz conocida pronunció mi nombre. Era Poggi, con su casaca de lona gris, toda llena de parches y pintarrajeada con spray, que se acercaba saludándome y diciendo que había un concierto en un bar de esa calle. Era un concierto en un segundo piso, en un local que tenía un balcón desde donde la gente escupía a los transeúntes y donde se encontraba casi toda la gente del colectivo. Esa noche tocaban Voz Propia, QEPD Carreño y Combustible. Caminé una cuadra y encontré el lugar. Entré sin pagar pues conocía a uno de los organizadores y una vez dentro empecé a buscar a alguien con quien hacer


un trago. Vi a mucha gente que no conocía, gente que empezaba a bajar a los conciertos o que estaban sólo de sapazos. Carreño tocaba su clásico Mi vida agoniza y la gente se traía abajo el local pogueando. Tuvieron que retirar las mesas y ponerlas entre el público y el grupo para que no hubiese destrozos en los equipos de sonido. Entre la oscuridad y el alboroto alcancé a ver al Chusko, conversando con algunos de estos nuevos visitantes. Eran tres, dos chicos y una chica, que lo rodeaban e interrogaban, acercándose a él lo más posible, debido al ruido. Uno de ellos tenía una botella de cerveza en la mano y otras dos más a sus pies, lo que significaba que no eran de aquí y que tenían plata, pues era muy difícil en esos tiempos que alguien de la Mancha pudiese comprar cerveza. Me di cuenta que la chica estaba borracha y la vi llevando el ritmo con el cuerpo, lo cual era muy difícil con la música de Carreño. No me acerqué, pero luego, cuando el Chusko se dirigió hacia la consola, para pedir que subieran volumen a la guitarra lo saludé. Me invitó a tomar con sus amigos, pero cuando nos dirigimos hacia ellos, habían desaparecido. Eso era muy común en los conciertos, estar un momento con alguien y luego no verlo más durante el resto de la noche, aunque el local fuera pequeño. No nos importó y empezamos a conversar sobre la próxima reunión; mencioné las tanquetas que había visto al venir y él dijo que también había visto algo raro al venir desde el Rimac. Encontramos al Chovi y a Kino, al Kondor y al Chato, Poggi había regresado con Alison, que lloraba desconsoladamente vaya uno a saber por qué. En aquel momento subía al escenario Voz Propia, la banda postpunk que más me gustaba de la Mancha; verlos era como estar en medio de las historias que sobre ellos se contaba, en los afiches de sus conciertos. Empezaron con El Sueño, luego de que Raúl Montaña intentara hacer un solo de guitarra como introducción. Todo el local gritaba y saltaba, como un latido colectivo, en medio de las armonías oscuras: Tú, tú golpeas mi corazón al soñar Tú, tú me llevas donde no hay frialdad Y al otro lado tras la pared, Hay todo un rito para vivir Sabemos bien quienes han sido Sabemos bien lo que pasó Son siglos de siglos todos por pagar Yo te ayudaré a robar todas las noches Y el culpable va a tener que dejarse ir Y no habrá más mesas miserables Ni una cena para morir


Cuando salimos del concierto eran las dos y media. Las calles estaban desiertas, salvo por las putas. Eramos alrededor de doce almas, y aunque no recuerdo a todos, se me viene a la mente la imagen de nuestras siluetas avanzando por la pista vacía, gritando, riendo, borrachos. Pensaba en la fiesta de mierda de Mónica, y deseé que ella supiese lo bien que me sentía. Fuimos por el boulevar de Quilca hasta Camaná y de allí enrumbamos hacia Plaza Francia. Alguien tenía aún licor en una botella plástica. Era yonque puro y decidimos beberlo en las bancas de la plaza, porque el Hueco estaba muy lejos. Luego nos sentamos al borde del monumento central y conversamos de nuestros temas recurrentes -todos habían notado algo extraño ese día, con los soldados en la avenida Abancay y la Plaza Mayor- hasta que algunos cayeron dormidos. Los últimos en dormirse fueron el Chato, Maya, Poggi, Alison -que seguía llorando-, el Chusko y yo. Yo ya casi había olvidado nuestra última charla; sin embargo, para sorpresa mía, él no. En medio de la charla que se llevaba a gritos y risas escandalosas, nosotros comenzamos una conversación aparte, a media voz y más calmada. -¿Te acuerdas de lo que me preguntaste hace un tiempo en el Hueco acerca de mi viejo?- dijo resoplando y haciendo una mueca que parecía una sonrisa-. Me dejaste pensando desde entonces, un montón de ideas y recuerdos se me han aparecido como almas en pena, cosas que pensé ya nunca más recordar volvieron a tomar vida y me sentí extraño. De todas maneras me sirvió mucho pensar en eso…¿Aún te interesa saber cómo era mi viejo? Me sentí especial al saber que tenía algo que contarme. Él, que era tan especial para todos en la mancha y que había pasado por tantas historias. Creí que empezaría a hablar en ese momento, pero se quedó viendo unos dibujos al borde del monumento al lado del cual hablábamos. Eran una bombita sonriente con la mecha encendida, un puño destrozando una esvástica y un encapuchado con una bandera negra; hacía frío y yo me acurruqué en un rincón del monumento, sobre el pasto amarillento que lo rodeaba. El Chusko miraba el suelo enladrillado de la plaza como para darse ánimos y comenzar. Recuerdo su silencio como parte de aquella noche quieta que encerraba un secreto para todos. -Tú ya conoces lo de mi vieja, ¿no? -Sí, lo mencionaste la noche después de los disparos… -Bueno, te habrá parecido extraño lo que escuchaste; tú sabes que una madre nunca está dispuesta a abandonar a su hijo sin ninguna razón. Es obvio que mi padre tuvo algo que ver… Esa tarde mi vieja se fue para buscar otra casa, ahorrar en un trabajo nuevo y venir por mí algún día. Nunca vino por mí, pero


un día yo también me marché y el culpable fue mi padre, que nunca dejó de echarme la culpa por la partida de la vieja… "Vivíamos cerca del Coliseo Amauta, y recuerdo que ella solía llevarme a los recitales folklóricos de esos tiempos; yo veía las calles aledañas a la zona industrial, llenas de provincianos y ambulantes, como una fiesta enloquecedora en la que salía a jugar con mis amigos, chicos que vivían en ese barrio. Mi vieja era huraña, muy casera, y no le gustaba verme jugar en la calle. Me acuerdo que una tarde había un festival inmenso y yo había salido a mirar, esperándola mientras jugaba con aquellos chicos. Cuando llegó, tuve cierto temor de que se molestase, pero ella se mostró indiferente. "Mi vieja estaba harta de esa casa, pues vivíamos con las hermanas de mi viejo y antes, cuando yo recién había nacido, con mi abuela. Pero mi abuela murió al poco tiempo de que mis viejos se casaron. Sólo ahora sé que ella odiaba esa vida en la que mis tías la vivían jodiendo por haber sido, según ellas, la perdición de mi viejo. Antes de que mi vieja apareciera, la familia de mi viejo se había apoyado en él. Cuando ella apareció, mis tías se sintieron desplazadas. Las muy desgraciadas no trabajaban, con la excusa de que tenían que viajar constantemente a las tierras de mi abuelo, en una provincia de Lima, pero esperaban ser mantenidas por mi padre. Una de ellas nunca se casó; la otra sólo estuvo casada dos años, y luego volvió a vivir con mi abuela. "Mi viejo siempre se sintió responsable por sus hermanas menores, se sentía su protector en esta ciudad cruel; creía que él no debía ser reflejo del padre que les había tocado, un parrandero desgraciado que vivía borracho de fiesta en fiesta, de pueblo en pueblo. La familia de mi padre era de la sierra de Huaral y tenía unas tierras en una comunidad cerca de San Agustín. Mi abuelo, como te digo, estaba siempre ausente y quien se veía obligado a asumir la responsabilidad en esas tierras era mi padre, que desde chiquito tuvo que meter lampa a más de una hectárea por día, sacar la hierba mala que no dejaba que la cosecha brotase sana, hacer zanjas para que el agua de la comunidad llegase a su parcela, transar con la comunidad la cantidad de cosecha que le correspondía entregar. Mientras tanto, mi abuelo se largaba semanas a animar fiestas patronales en otros poblados. Volvía borracho, sin dinero, exigiendo que se le rindiera cuentas de todo lo trabajado. A mi abuela, por ser analfabeta, la engañaban fácilmente en los mercados de otros pueblos, a donde iba a conseguir productos que no llegaban a su pueblo. Los pocos centavos que conseguía, se los robaban los comerciantes y mi abuelo. Tenían que esconderle parte del dinero, decirle que habían cometido algún error y que el dinero se había perdido. Mi abuelo respondía como salvaje, golpeaba a mi abuela y a mi viejo, talvez sólo para sentirse dueño de sus vidas o por la ignorancia en la que vivía. Se marchaba a los pocos días, llevándose el poco


dinero que les quedaba. La impotencia de mi padre era inmensa y eso lo llevaba a refugiarse en el trabajo. Casi no jugaba, cuidaba mucho a sus hermanas y hasta procuraba ir a otros pueblos para comprar él mismo los productos necesarios y así evitar que engañasen a mi abuela. En aquel tiempo mi padre se endureció, dejó de esperar algo de la vida, salvo la felicidad de su madre y el bienestar de sus hermanas, que en aquel entonces eran unas niñas. Aprendió a ser austero, desprendido y sencillo; aprendió a pensar tan sólo en lo necesario y no complicarse la vida por lo venidero, pues tenía que asumir su presente con frialdad. "Cuando llegó el tiempo de que mi viejo estudiase, mi abuelo se negó a darle los viáticos para la escuela más cercana, ya que en el pueblo de mi padre no había una. Él quería que mi padre se quedara trabajando la tierra para siempre. Mi padre quería venir a Lima, quería ser un orgullo para su madre y su pueblo, y lo sería aunque su padre le negase el derecho. El tenía doce años cuando mi abuela vendió la única vaca que tenían en sus tierras para costear el viaje a Lima. Mi padre salió de noche, sin que nadie lo supiese, uno de esos días en los que mi abuelo desaparecía. Mi abuela lo envió a casa de un familiar que ella no veía desde pequeña, un tío abuelo que trabajaba recibiendo y comercializando en Lima las frutas y verduras que la comunidad producía. Mi abuela quiso enviarle una nota de recomendación, pidiéndole que cuidase aquel tesoro que era mi padre, que lo ayudase a encontrar trabajo y lo inscribiese en un buen colegio, que lo cuidase de los peligros de la ciudad, que tuviese la misma paciencia que ella tendría con él, que no dejase que se pierda por el mal camino… Quiso expresar todas las ansiedades y temores de una madre que se separa de su hijo más querido, pero le fue imposible. Mi abuela no sabía escribir más que su nombre. Y fue eso, su nombre escrito en un trozo de papel, lo único que le entregó como recomendación. En ese nombre iban encerradas las más grandes esperanzas del mundo entero. El nombre de mi abuela...” Se calló por un momento y creí que ya no continuaría, cuando dijo: -Mi abuela se llamaba Clementina... Vi su expresión ensimismada y la enmarqué en uno de esos cuadros mentales en los que trataba de atrapar la realidad. Poggi reñía escandalosamente con Alison y ya Kino estaba tirado sobre el pasto seco de la plazuela, borracho. Un niño se acercó a vendernos caramelos cuando el Chusko bebió el último sorbo de la botella y la colocó delicadamente al lado de las demás, diciendo que se las llevaría al Hueco para canjearlas por pollitos de carretilla. Se quitó la casaca manchada de sangre y la tendió para recostarse sobre ella. Sobre uno de los bolsillos puede ver ese prendedor que me fascinó desde la primera vez que lo vi: una estrella negra sobre fondo rojo, rodeada de una frase que encerraba


todo un espíritu, "Amor y Rabia". Envidié su manera de relatar, tan pausada y cautivadora, y su historia, lejana, profunda y llena de la magia que yo no podía darle a mis escritos, aquella de las sensaciones, atmósferas y realidades encerradas y eternas. "A partir de entonces mi viejo se hizo solo -continuó-. Nunca dependió de nadie y a los 16 años trabajaba con su tío y estudiaba en la nocturna. En ocasiones enviaba dinero a mi abuela, a través de los comerciantes de la comunidad que llegaban a Lima. Hizo el colegio en ocho años, en una escuela parroquial en la que a fin de año se sorteaban becas para estudios técnicos en la Escuela José Gálvez. El siempre estuvo entre los mejores alumnos, así que le fue asignada una beca e incluso una pensión por ser provinciano. Se especializó en maquinaria de construcción y a los veinticinco años, cuando trabajaba en Construcción Civil, trajo a mi abuela por primera vez a Lima, luego a mis tías y hasta a mi abuelo. Sólo fueron mis tías las que se quedaron y empezaron a trabajar en lo que los provincianos de esa época sabían hacer mejor: vender en las calles. Los finales de los años 50 y los inicios de los 60 fueron cruciales para que la familia de mi padre lograra cierto equilibrio. La comunidad de mi padre empezó a prosperar con el apoyo de los primeros profesionales que surgían entre los migrantes, quienes construyeron mejores sistemas de regadío, una escuela y una pequeña estación de radio local. Mi viejo también ayudó, pero a raíz de eso, su ambición personal se enfocó en un título universitario. Tenía ya casi treinta años y contaba con pocas horas disponibles que le dejaba el trabajo; debía decidirse por algo que además le diera renombre y prestigio. Ingresó a San Marcos para estudiar Derecho, pero no dejó de trabajar durante el día en las obras de Construcción Civil que por ese entonces construía terminales y subestaciones eléctricas en barrios alejados. En uno de esos barrios conoció a mi vieja. "Mi vieja, que también era provinciana, pero de la sierra de Huánuco, trabajaba vendiendo comida a los obreros. Tenía un puesto de venta en la esquina de una parada cercana a la construcción. Ahí se conocieron. Eso es todo lo que sé de su relación con mi padre, y a pesar de que mis primeros años los pasé con ella, es muy poco lo que recuerdo de su origen, pues, una vez que se marchó, mis tías hicieron lo posible por sacarla de mi memoria. Cuando la mencionaban lo hacían con desprecio, refiriéndose a ella como una mujer que mi padre conoció en una esquina. En ese entonces yo no entendía a que se referían… "Pero, extrañamente, la recuerdo como una persona huraña, que hablaba poco de su pasado, lo que la hacía menos confiable para mis tías y mi abuela, que ya vivían en Lima y habían dejado a mi abuelo, recién en su vejez, cuidando la parcela de la familia. No sé cuanto tiempo duró su relación hasta el momento


en que mi padre la llevó a vivir con su familia, pero no puede haber sido mayor de un año. Al poco tiempo nací, sólo para complicar la situación. Aunque la conservo como un buen recuerdo, el pasado de mi vieja sigue siendo para mí un misterio. En ese aspecto es una extraña; nunca le escuché hablar sobre su tierra, a diferencia de mis tías, que lo hacían todo el tiempo. Recuerdo su sencillez, y ahora pienso que no se dejó amilanar por el daño que le hacían en esa casa, y comprendo que fue valiente. Se me ha quedado grabado su silencio en las tardes en que me llevaba a trabajar con ella en su puesto del mercado, donde había empezado a vender abarrotes y verduras. Recuerdo el olor de la tierra y la madera húmeda, la suciedad en sus manos, el recorrido en el que me extraviaba atravesando el laberinto del mercado, lleno de moscas y animales hurgando en los basurales de las entradas; los rostros de la gente y de los trabajadores que me tenían de mascota. Los puestos de carne, de pollo, de pescado, las fruterías; el olor de los condimentos y la comida al mediodía… Imagínate todo eso a través de los ojos de un niño. Talvez te parezca ridículo, pero en ese entonces el mercado era para mí un mundo. Y el centro de ese mundo era mi vieja. "Guardo su imagen como la de alguien triste, de sonrisa escasa pero sincera. Carajo, esa sonrisa…En ese entonces, verla era como abrir un sobre de figuritas y encontrar justo las que te faltaban, o encender la tele para ver dibujos animados y descubrir que ese capítulo de tu serie preferida nunca lo habías visto, que era uno de los episodios perdidos. Hablaba sola, sí; a veces me asustaba oírla, lo que decía siempre era muy tosco, pero siempre actuó con juicio. Todo lo decía en tono melancólico, sus discursos eran de un pesimismo fatalista, un monólogo de sentencias que nacía de ella pacientemente, pero con amargura. Después de todos estos años sé que era su dolor torturándola, haciéndola sentirse culpable. Nunca llegó a ser bien vista por la familia de mi viejo, quienes hasta llegaron a culparla de la muerte de mi abuela; según ellos, la pena la había matado. Mi abuela estaba desahuciada por el cáncer y, aunque no era el momento preciso para que mis viejos se juntaran, mi viejo quería que mi abuela lo viera casado antes de dejar la vida. Además quería que conociera a su nieto, pues yo ya había nacido. Mi abuela no simpatizó con mi vieja, a la que vio como una mala mujer que se hizo de argucias para cazar a su único hijo. "Con la muerte de mi abuela, mi padre cambió completamente en su trato con mi vieja. Poco a poco le fue echando en cara cada uno de sus fracasos y postergaciones. Le decía que había sido por su culpa que él había dejado de estudiar Derecho y que de haber podido hacerlo, hubiese tenido un mejor trabajo que aquel de maquinista y capataz con el cual poder ayudar a mi abuela y su familia. Veía truncadas todas sus ilusiones de provinciano


emprendedor y en los momentos más álgidos de discusión, le echaba la culpa por mi nacimiento. Cuando ella se fue, toda esa rabia la descargó conmigo. Mi presencia le recordaba esa vergüenza, pues mis rasgos son idénticos a los de mi vieja”. ¿Qué hubiera hecho yo si mi madre me hubiese abandonado a esa edad?, pensé. El Chusko contaba su historia sin ningún sobresalto, como una melodía serena, y sus inflexiones de voz al hacer énfasis en los pasajes más ásperos, mostraban su intención de brindar un bálsamo a esas heridas, su voluntad de comprenderlas y aceptarlas. Todo eso me hizo ver que yo me hundía en un vaso de agua ¡Eran otros los que tenían verdaderos problemas y habían vivido dramas reales! ¡Y yo frente a ellos exhibía mi debilidad, sin ser capaz de vivir acorde a mis privilegios! Sí, yo era un privilegiado ante él y me avergonzaba de serlo. "Entonces mi viejo comenzó a trabajar como burro -dijo-, otra vez para su familia. Pensaba comprar un terreno en Villa El Salvador, construir una casa grande por si alguna vez se volvía a casar. La idea fue de mis tías. Consiguió un trabajo nocturno en un taller mecánico callejero, de aquellos que abren dos zanjas en los arenales de las avenidas y adornan sus carteles con tubos de escape viejos. Rara vez lo veía y cuando lo hacía era para castigarme por algo que yo había hecho, una travesura o una pelea en el barrio. El huevón me partía el alma; me pegaba incluso en la calle, ante extraños, si yo trataba de huir. Llegaba cansado y alterado de su trabajo, almorzaba a las 4 y descansaba una hora. A las 6 volvía a salir y no regresaba hasta pasada la media noche. Yo sólo lo veía en ese lapso, y era suficiente para que crecieran en mí el temor y la inseguridad. "Fueron mis tías las que lo presionaban para que comprase el nuevo terreno, pero no contaron con que mi padre conocería a otra mujer al poco tiempo, un par de años para ser exacto. Esta vez ellas no tenían la coartada que tenían gracias a mi abuela, así que tuvieron que aceptar a regañadientes que mi padre tuviese una relación con la hermana de uno de sus compañeros de trabajo. Durante ese tiempo yo pasé casi al olvido, ya iba a cumplir siete años y me había convertido en un demonio que no respetaba a nadie. Nadie me prestaba atención y a mi no me importaba que me la dieran, o al menos eso creía. Todo se precipitó cuando mi padre se fue de la casa para vivir con su nueva hembra. Aunque no perdimos contacto con él, la vida en casa de mis tías se había alterado: ellas empezaron a amargarse la vida por cualquier cosa y a descargar su rabia en mí. Pero por alguna razón todo eso me daba igual, yo seguía siendo fuerte, nada lograba trastocar mi tranquilidad. Recuerdo las palizas tan duras que me daban hasta cansarse, por cualquier cosa, en las que nunca derramé una sola lágrima. He llegado a pensar que lo heredé de mi vieja; esa


solidez, aquella fortaleza. Pensaba en ella y me daba ánimos… "Pasado un tiempo, casi un año, vi que mis tías ordenaban todo en la casa, lo ponían en cajones y hablaban con los vecinos, contrataban un camión y decían que nos marchábamos. ¿Adónde?, pregunté. Me dijeron que al terreno que mi padre estaba comprando en un barrio del cono sur. No me extraño que nadie me dijera nada, tampoco sentí lastima de dejar el barrio aquel, ya que no tenía a nadie a quien extrañar; todo lo que tenía lo llevaría conmigo. Lo que me fastidió fue saber que tendría a mi padre otra vez cerca. Pero en realidad no íbamos a una casa, ni siquiera a un barrio: era un descampado lleno de chozas de estera formadas en fila, envueltas en una polvareda infernal. Nos quedaríamos ahí hasta que mi padre terminase de comprar los materiales y poner los papeles en regla. Además la junta vecinal exigía la vivencia de los propietarios, de lo contrario dispondría del terreno. Aquella vez mis tías se portaron como nunca, a pesar de que no sacarían mucho provecho con la situación. La casa sería para mi padre y su nueva mujer. "Recuerdo la ruta en aquel micro destartalado que nos dejó al pie del letrero que reconocía a esa invasión como 'asentamiento humano'. Llegamos casi al caer la tarde y la luz empezaba a desvanecerse; mis tías, que ya habían ido antes por allá, se ubicaron preguntando a la gente por la manzana que nos correspondía. Me acuerdo del temor que sentía aquella noche que llegamos, la oscuridad que en algún punto del horizonte confundía la tierra con el cielo, y que sólo se rompía con la luz titilante de las estrellas, la hilera de casitas que parecía se llevaría el viento, el frío que entraba hasta los huesos. Aquella noche dormí inquietamente, pero al despertar todo fue distinto. Los ladridos de los perros, el aroma de las esteras y el polvo, el sol cálido que lo tostaba a uno sin sofocarlo, el viento frío y cortante que me chocaba en la cara cuando salía a correr por el arenal y sacudía las tristes banderitas que se levantaban sobre los techos, las miradas lejanas de los niños que me atisbaban a distancia, la visita cortés del presidente de manzana y del delegado de la junta vecinal, que venían a felicitar a mis tías. Aquella mañana tuve el mejor desayuno de toda mi vida: café con leche, dos bizcochos con mantequilla y jamón; la choza estaba inundada de luz y yo desayunaba mientras mis sentidos registraban alborozados toda esa nueva atmósfera. Ese desayuno era el sabor de una nueva vida. Esa mañana fue lo mejor que me había pasado en mucho tiempo. "Empecé a hacerme dueño de todos los lugares y rincones; fue la mejor época de mi vida, la más sana y pura; así la recuerdo. Mi nueva vida había logrado que mi pasado se desvaneciera, todo se había vuelto sencillo; la memoria de mi vieja era algo que sólo me asaltaba de vez en cuando. Cuando eso pasaba veía a mis tías cada vez más amargadas y decrépitas, las escuchaba regañarme todo el tiempo, diciéndome que el dinero que mi padre les enviaba no


alcanzaba para nada, que todo se gastaba en materiales de construcción. A mi todo eso me importaba un bledo, cuanto más demorase mi padre en venir a la casa, mejor me sentiría. Sólo me interesaba llegar de aquel colegio -otra casita de esteras ubicada a casi dos kilómetros de mi manzana, a la que iba y venía todos los días a pie- y ensuciarme jugando fútbol, volar la cometa que el papá de un amigo nos había hecho a todos los chicos del barrio, hacer bailar mi trompo y jugar con mis canicas o con los soldaditos traídos de mi antigua casa. Así pasó el tiempo y fui convirtiéndome en un monstruo. "Cuando iba a cumplir trece años, llegué una tarde a mi casa y me encontré con la sorpresa de que mi padre había llegado con su esposa. Todo cambió de un día para otro. Su presencia me intimidaba y su severidad se había incrementado, sobre todo ahora que debía mostrarse fuerte frente a su nueva mujer. Yo era casi un desconocido para él. Sin ser consciente de ello, empecé a bajar mi rendimiento en la escuela y me volví huraño con los chicos de la calle, comenzaron las broncas con otros barrios y las quejas le llovían a mi viejo. Me desinteresé de los estudios y quise irme de la casa; para ello pedí trabajo en una carpintería de Chorrillos, durante mis vacaciones, a un amigo del barrio. Después de ese verano, no quise volver al colegio. Mi padre estaba furioso, se sentía avergonzado; todos los días era una riña sin final. Un día llegamos incluso a agarrarnos a golpes. Comencé a desaparecer de la casa durante varios días, a extraviarme en barrios desconocidos y a amanecer en fiestas que me llegaban al pincho. Ahí conocí al Chovi, una noche en una cantina; había traído grifa y pasta desde La Victoria, y la vendía entre los chibolos de la zona. Nos hicimos amigos al toque y compartimos la grifa que le sobró después de estafar a algunos chibolos nuevos en la vaina. Cuando regresaba a mi casa era sólo para volver a pelear. "Esa época debe haber sido muy difícil para mi viejo, tanto como para mí. Nos hicimos mucho daño; fue inevitable. Creo que por esa época él comenzó a darse cuenta de su responsabilidad sobre mí y creo que trató de enmendarse… muy tarde, talvez. Recuerdo que en una discusión mencionó que darme educación era lo único que él podía hacer por mí. ¡Lo odié más aún! Sentí que trataba de chantajearme, de encararme que le había costado cierta suma y que, aún así, estaba dispuesto a seguir gastando en mí. Mencionó que lo mejor sería que yo estudiase algo, que me decidiera a dejar esa vida desordenada que llevaba. Pero ya era tarde; nada que viniese de él tenía mi aprecio. Me repugnaba su responsabilidad, su solemnidad al decirme que me ofrecía aquello que le negó la vida: una educación. ¿Esa era la manera de solucionar nuestros conflictos? El decía que lamentaba haberme dejado de lado durante tanto tiempo y que eso era todo lo que el podía darme. Yo no sentía que eso solucionase nada, eran sus palabras contra la realidad. Yo quería que él


desapareciera de mi vida. Talvez mi rechazo a su ofrecimiento fue lo que más lo hirió y lo obligó a ya no tener contemplaciones conmigo. Todo su despecho lo descargó una noche en que me dijo que sacara mis cosas del cuarto que ocupaba, pues ahí dormiría mi hermano, el bebe que acababa de tener con su esposa. Aquello no debió dolerme como lo hizo, pues se suponía que yo no deseaba estar junto a él; lo que me jodió fue la sensación de ya no tener un suelo firme en mi vida, un refugio y un barrio; y, sobretodo, que a él ya no le importase luchar contra mí. Le escuché decir que si yo no quería nada de lo que él podía darme, que mejor me fuese, que asumiera mi destino. Entonces sentí su orgullo lastimado; permanecí en silencio, con los ojos llenos de lágrimas, tratando de no quebrarme. Se retiró de la salita que aún tenía piso de tierra, y me dejó entre los pocos muebles viejos y las cajas de cartón, los muros de aserrín prensado y los plásticos extendidos bajo el techo de calamina. Esa es la última imagen que tengo de esa casa y de mi padre. Esa misma noche me largué; saqué las pocas cosas que tenía, entre ellas los juguetes olvidados de mi infancia. Nunca más volví a ver a mi viejo. "Salí a caminar por los terrenos deshabitados que aún había en Villa, pues todavía existía una parte que era desierto. Me metí en la zona más oscura, en la loma más lejana, y ahí, en la soledad más profunda, lancé, llorando, todos mis soldaditos al vacío de la noche. Lo hice con rabia y pena, con la misma sensación que me embargó cuando se fue mi madre. Grité y lloré como nunca lo hice de niño y juré que nunca más nada me haría daño. Entonces empecé a borrar mi memoria en los fumaderos y los bares, en los mercados y almacenes de descargue de productos que venían de provincia. Llegué a sentir que jamás había tenido familia. La casa cerca de la avenida Venezuela, ese cuarto dividido por triplays en tres partes, los soldaditos, mi abuela y mis tías, la vereda del barrio, el arenal, los perros, las esteras, las estrellas, el frío, el polvo, el olor de las frazadas, todo, todo se borró de mi mente…” Se detuvo de golpe en ese punto de su historia. Yo estaba embrujado, pero no me atreví a pedirle que continuara. Lo noté en suspenso de un momento a otro, su expresión era una mezcla de desahogo y parquedad. De repente, Kino advirtió un grupo de policías que venía hacia nosotros. Disimuladamente nos pusimos de pie, en voz baja acordamos dirigirnos hacia la avenida Wilson. Despertamos a los que estaban 'muertos' y los empujamos a duras penas. Nos dirigimos hacia el Hueco. Poggi mencionó que era extraño que hubiese tanta policía, a lo cual todos agregaron haber visto más patrullas de lo normal en el Centro. Ya no quedaba trago, pero había dinero -siempre hay dinero cuando falta trago-, así que se decidió comprar algo para animar el camino. Ya en el Hueco, alguno de los borrachos quiso seguir la juerga y puso música, aunque la mayoría se disponía más a dormir. Yo me serví un poco del pisco que aún


sobraba y en ese momento Kino mencionó que ya estaba todo dispuesto para la exposición de fotos sobre la movida subte, que se llevaría en el Hueco, así que debíamos preparar la sala para el conversatorio; luego me preguntó si yo ya tenía al menos un cuento para el primer boletín. Avergonzado contesté que no; sentía que los defraudaba y que me defraudaba a mí mismo. El remarcó que no era importante, pero su manera condescendiente de decirlo me incomodó. Estaba abstraído pensando en la vida del Chusko y en la intrascendencia de mi vida. Sentía que su vida era una síntesis de aquello que yo modelaba en mi interior como mi otra vida, la que yo hubiese querido atravesar para que poder dar testimonio de ella, como lo hacía el Chusko, narrando esa fortaleza. Hubiese querido que otros pensasen en mí así como yo pensaba en el Chusko, como un pequeño mito que se engrandecía y brotaba de los afiches de los conciertos y los cassettes que yo escuchaba siendo pequeño. Me ensombrecí y en el Hueco todo dejó de ser familiar para mí. Me fueron ajenas las voces de los que estaban frente a mí, los muebles sucios y las tablas, las frases pintarrajeadas en los muros. Comencé a deambular entre las habitaciones vacías. Por lo general solía hacerlo pensando en ellas como un refugio para mis ilusiones, como un trozo de realidad robado para crear mis fantasías. Me imaginaba pisándolas en otros tiempos, talvez en los mismos tiempos en que el Chusko llegó a la Mancha Subte; imaginaba esa vida más intensa que la vida tediosa que llevaba, más comprometida y con más sentido que aquella tan vacía; una vida en la que no tuviese que pensar en los que no creían en mí, en la que no tuviese que esconderles nada a los chicos que vivían jodiéndome en el barrio, en ese colegio de mierda; pensaba en mi casa y mis padres, pensaba en Mónica. Ansiaba que esa vida fuera la única que hubiese que vivir, la única con la cual hacerme odiar y amar, en la cual encumbrar mis deseos y aquel mundo justo donde ocurrían los sucesos que me llevarían a estar en paz conmigo mismo, esa gloria silenciosa tan lejana, frente a la cual sucumbiría el tedio insoportable que me sofocaba día a día: la insufrible sensación de que nada pasaba, de estar lejos de la vida, al otro lado. Al Chusko si le pasaban cosas. Y no sólo eso, además era capaz de captar el significado de los hechos que surgían en su camino, interpretándolos, aprendiendo de ellos y compartiéndolos. En aquel momento el Hueco no era un instrumento de mi ilusión: era una realidad concreta, fría, despiadada, ajena, que me gritaba que toda su esencia era ajena a mí, que yo jamás entraría en ella. Me acerqué al lavadero y vi las inscripciones que había cerca de él, las que hizo Chovi jodiendo a Memo, lo que Poggi escribió en la pollada que hizo el Rudi tratando de conseguir dinero para su vieja con cáncer, lo que escribió el Kike Pelao de Eutanasia la noche


de su despedida, antes de irse a Alemania, una de tantas noches en las que no estuve y de la que escuché tantas veces hablar: "Aki les dejo mi voz…mi alma". Me pregunté cuantos conciertos había dado el Pelao ahí, cuantas veces se emborrachó, escribiendo así su historia fatídica y sombría. El Chusko me había contado alguna vez que lo encontró en varias ocasiones solo, en el Hueco vacío, borracho, durmiendo sobre su vómito o hablando solo…¿Cuánta gente había pasado por ese lugar? Yo sabía que todos aquellos que nunca conocí también habían dejado su alma y su voz. Yo lo sentía las veces en que me quedaba solo en el Hueco, lo sentía en el aire… Me cansé de vagar por los cuartos vacíos y regresé a la sala. Ya sólo entraba la luz de la calle por el corredor y la ventana del pequeño patio, habían apagado la radio y estaban acostados en los rincones habituales y las escaleras, sobre cartones y casacas. Me acerqué a las frazadas, pensando que ya todos dormían y me recosté junto a un cajón. De repente escuché al Chusko decirme: -¿Adónde fuiste, Chibolo? Le dije que a veces me aburría con las charlas vacías que surgían durante las juergas. Me contestó que era imposible que eso dejara de ser así, que no siempre se podía hablar de asuntos trascendentes. Él notó que yo estaba algo taciturno y trató de inquirir más. Estuve a punto de hablarle de mi otra vida, de revelarle aquello que el Hueco y la Mancha inspiraban en mi interior, pero me contuve. Creí que a alguien como él mis dilemas le parecerían absurdos, tonterías de burguesito. -A veces quisiera que todo en la Mancha sea como aquello que imaginamos…-dije dejándome llevar-. O que siempre hablásemos de cosas como las que tú cuentas… que la realidad fuese más… no sé, menos imperfecta… Me di cuenta de que lo que decía era desatinado. Callé bruscamente. Traté de desviar el tema como solía hacerlo cuando estaba a punto de desenmascararme. Dije que la historia de su vida era realmente intensa, que en ella no cabía el tedio y que su presente era una evidencia de que ese pasado le había servido de algo. -No fue ese pasado lo que me ayudó a salir adelante -dijo tajante apenas yo terminé de hablar-. No, ese pasado me hizo débil, conflictivo, problemático, incapaz de comprenderme y de comprender a los demás. Lo que decía me resultaba inaudito. Yo habría creído, según mi razonamiento, que él se sentía orgulloso de su historia. La luz tenue de la noche escondió mi expresión de asombro y extrañeza. -En realidad, aquello que me dio rumbo y me obligó a cuestionarme, llegó unos años después, cuando el Chovi y yo habíamos instalado la carreta de cassettes y revistas en las gradas de la Villarreal. Era la época de la radicalidad


y, tú sabes, la familia resultaba ser un lastre, un impedimento, un 'símbolo del sistema', así que yo casi me sentía orgulloso de no tener que rendir cuentas a nadie por mis actos. "Chovi seguía vendiendo grifa, pero ahora lo hacía desde su barrio en Barrios Altos y a mí de tenía de asistente. Fue en una entrega que hice para él que encontré a una de mis tías, a la menor de ellas, a dos cuadras del Mercado Central. No pude evitarla, la tenía justo frente a mí. Al principio traté de alejarme y cuando ella se acercó intenté ser frío, renuente. Creí que me iría a rezongarme por la facha que llevaba, por el tiempo lejos de la casa; creí que se portaría como lo hacía antes. Pero no, nada de eso pasó. Cuando se acercó a mí, lo hizo de la manera más apacible y grata. Parecía otra persona. Empezó a preguntarme como me encontraba, a que me dedicaba; parecía estar interesada realmente. Contesté a sus preguntas secamente, con frialdad. Me pidió que la acompañase unos momentos, porque hacía casi cuatro años que no me veía. Me dio a cargar la canasta que llevaba y empezó a caminar. Estaba envejecida y hasta le noté ciertos achaques al caminar, además del cabello plateado y un diente menos. Calló por unos segundos, mientras caminábamos; yo no podía pensar en nada, y no tenía nada que preguntarle. Cuando volvió a hablar su tono era distinto, muermo y lánguido, lleno de una tristeza apaciguada y profunda que en ese instante me extrañó. Comenzó a hablar de mi padre, lentamente, como sabiendo que era lo último que yo quería escuchar. Dijo que la casa en Villa estaba ya terminada, que mi padre había hecho un gran esfuerzo, que el barrio había crecido y ya era una ciudad nueva. Luego se calló y me miró de reojo. Mirando al suelo dijo que mi padre había fallecido hacía ya casi un año. "No supe como reaccionar, en realidad, ya casi me había vuelto insensible a la memoria de esa vida precedente. A partir de ese momento su relato se convirtió en una evocación llena de gratitud hacía lo que mi padre había hecho por ella, por su familia, por su pueblo y su nuevo barrio. Al comienzo me pareció que exageraba, pero luego me di cuenta de que no mentía. Se conmovió mucho al recordarlo, casi lo tenía como un padre, un ejemplo de esfuerzo y dedicación. Me sentí incómodo cuando habló de lo que mi padre había hecho por el barrio: organizar veinte manzanas de viviendas para un proyecto de iluminación y conexiones de desagüe. Habló también de la familia que había formado en esos últimos años en que yo no estuve. Yo la escuchaba sin saber qué decir ni qué sentir. Dijo que la vida era injusta, pues un hombre como mi padre no debió morir de la manera como lo hizo, víctima del cáncer, sufriendo hasta el último día. "En esos días él quería verte, no dejaba de preguntar por ti…", me dijo. Eso me extrañó… ¿Qué habría querido decirme? Pensé que quería irse de la vida redimiendo sus faltas y sentí vergüenza ajena.


"Para que todo terminara rápido dije que lo sentía, que hubiese querido estar ahí. No quería pensar en eso en aquel instante, ya no quería tenerla frente a mí. Creo que ella notó mi actitud y asumió un tono más condescendiente aún, casi al momento de despedirnos. Fue una despedida larga, claro. Quedé con ella en ir a verla un día muy pronto, mandé saludos para mi otra tía, todo dentro de lo protocolar. Indiferentemente, le pedí que saludara a mi abuelo, si llegaba a verlo. Me cortó la frase y dijo que él también había fallecido, a menos de un año de mi partida. Sin que yo pudiera agregar nada ella empezó a narrar la situación de la muerte de mi abuelo… "Sólo entonces me conmoví, cuando me contó que durante esa época en que a mi abuelo se lo llevaba una infección pulmonar, quien más se esforzaba por cuidarlo y quien pagó el inútil tratamiento a pesar de saber que todo sería en vano, fue mi padre… Me habló de las noches que mi padre pasaba en el hospital cuidando al viejo que nunca veló por él en su infancia, que incluso lo descuidó y maltrató…Decía que lo hizo sin ningún rencor, que pasaba las noches conversando con él acerca de mí… que a veces recordaba su infancia y la época en que se escapó de su pueblo para venir a estudiar porque él, mi abuelo, no le quiso pagar estudios… hablaba de mi rechazo… de lo mal que le había hecho sentir mi partida… haberme ofrecido lo que su padre le negó y que él tanto ambicionó cuando tenía mi edad… mi abuelo le pedía perdón por haberle negado la educación, pues él no se podía imaginar una vida distinta a la que había llevado en el campo… y mi padre le perdonaba. "Me he imaginado esa escena durante años, a partir de ese momento…Esa historia me tocó la vida, fue el inicio de una serie de cambios para mí. Pensé en lo que significaban las oportunidades y el tiempo, en las visiones del mundo que uno tiene, que se transforman con nuestro desarrollo personal, a medida que vamos adueñándonos de nuestro destino y nos dejan ver limitaciones ajenas, debilidades, que nos enseñan a ser tajantes y comprensivos a la vez o en un momento determinado... como lo hizo mi padre al comprender que mi abuelo no podía ser más de lo que había sido… Cuando mi abuelo murió, mi padre era el único de la familia que se encontraba a su lado… "Empecé a sentirme culpable y miserable, no merecía ninguna comprensión, pues yo no había sabido comprender a mi padre en su momento. Desde ese momento empecé a comprender que mi padre, con su rústica mentalidad de hijo de comuneros, intuía que la clave para que el hombre desarrolle sus aspiraciones se halla en el conocimiento y que, en el caso particular que nos envolvía a él y a mí, éste era la única moneda con la que él podía redimir su ausencia…, pero esta vez esa idea no me pareció tan detestable como antes… porque había comenzado a comprender… a comprender que a veces las


relaciones en una familia son distantes, que la comunicación puede ser difícil y que no podemos decidir el carácter de quienes nos tocan como familiares, que debemos aceptar aquello que nos permita estar en paz con ese pequeño mundo que son las personas que nos rodean. Pero eso demanda un esfuerzo y cierta madurez. Si hoy tuviese la oportunidad de recibir algo de mi viejo, no sólo se lo recibiría gustoso, sino que también le estaría agradecido por siempre… aunque nunca pueda sentirlo como el papá que me faltó de chico, aunque nunca pueda sentir esa confianza. Esa sería la única manera de aminorar la distancia, el abismo entre él y yo, una manera de agradecerle por estar aquí, reconocerlo como un compañero en este viaje…” Todo lo que el Chusko decía me resultaba extraño, desconocido. Era un testimonio que escapaba a todos mis patrones; ninguna de las historias de mi otra vida -en las que yo siempre era víctima o victimario- reflejaba esa dimensión, esa hondura. Hubiese querido llegar al fondo de ella, arrancársela del corazón junto con la esencia que ese momento encerraba. En medio de esos dos hombres que se extinguían, su padre y su abuelo, había un elemento enigmático que los había arrastrado hasta esa circunstancia. Yo no podía escribir en mi mente lo que el Chusko narraba, no encajaba con lo que yo conocía como mundo, pues desconocía la naturaleza del perdón. Todas mis historias, todo lo que yo veía en las personas era rencor y dolor, callado y latente, una vulgar excusa para ser débil; justificaba toda miseria y me entregaba a compadecer a los demás…pero aquello que contó el Chusko era distinto, iba más allá. "Ya para ese entonces la vida subte -continuó-, las ideas ácratas, las inquietudes musicales, las convicciones culturales, todo, se había instalado en mí como en un templo. Sentía que las ideas me acogían y que yo las albergaba a ellas, era como mi infancia en Villa, aquella en la que me sentía dueño del mundo, pues me gustaba todo lo que pasaba en los conciertos y tenía gran expectativa en el futuro de un movimiento cultural… Pero el sentimiento de deuda para con la memoria de mi padre, aquella grandeza que nunca acepté porque nunca sentí, rondaba mi vida… debía reconocer que yo obré ciegamente, llevado por impulsos y que no podía poner a mi padre como excusa para mi situación. Me di cuenta de la implicancia de los hechos que me llevaron hasta donde me encontraba y decidí asumirlos como la base de mi futuro. La historia del esfuerzo de mi padre sería para mí un equivalente de la entrega que dediqué a la Mancha, y su ideal de una vida mejor para él y los suyos, equivaldrían a mis convicciones acerca del sistema social, la cultura, la realidad. Mis esfuerzos por sacar adelante a Incendiaria, los boletines, los colectivos y las actividades, serían una manera de saldar mi deuda con él. Era lo único que podía hacer, la única puerta que el destino dejaba abierta para


enmendar todo ese pasado. Sólo entonces llegó cierta paz y orden a mi vida…” Yo pensaba en lo insignificante de mi vida y mi falta de coraje para asumir mi pasado. Se lo mencioné al Chusko, nombrando a mi padre, mi madre y la vida juntos. Le dije que al oírlo hablar me daba cuenta que lo mío no era de consideración. -Entre lo tuyo y lo mío -dijo- no hay punto de comparación, sin embargo lo habrá cuando descubras la manera de interpretar los actos de los demás. Lo que te pasa a ti es algo que sólo tu puedes entender y valorar, eres tú el que debe sacar provecho de lo que te está pasando… -¡Pero si a mí no me pasa nada! -dije- Yo no tengo problemas… -¿Y por qué asumes que lo mío son sólo problemas…? No le contesté. Yo sabía que no había falsa modestia en sus palabras. -Lo mío ha pasado a ser una realidad, un asunto que tuve que resolver. Me hubiese gustado tener otra vida, contar con otros medios para sacar adelante todas mis ambiciones, aquello en lo que creo. Pero la ocasión no se dio y no puedo vivir lamentándome, pues si lo hiciera, todo aquello que te he contado se convertiría realmente en un problema, una piedra pesada que cargar. Pienso que si hubiese estudiado, hoy tendría otros dilemas para los que necesitaría la misma fuerza que necesito para sacar esta vida adelante. Una vez que fui conciente de lo que me llevó a tanta confusión, yo decidí llevar esta vida, aceptando que habían cosas que no dependían de mí… Hubo un silencio sepulcral cuando terminó de hablar. El sueño empezaba a caer en mí, pero la humedad de las frazadas y la posición incomoda en la que me encontraba, más el deseo de retener en mi mente lo que el Chusko acababa de decir, me mantenían despierto. -Eso que has dicho es la puta madre. Merecería ser escrito… -¿Qué cosa?- preguntó -Eso que acabas de decir -respondí-, todo lo que me contaste sobre tu vieja, cuando te dejó siendo chiquito, la manera como tu padre pasó sus últimos años y lo que aprendiste de ello…Todo eso puede transformarse en algo maravilloso. ¿Sabes? Existe una razón por la cual todas las cosas sencillas se me hacen difíciles y no logro satisfacerme… -¿Cuál? -No encuentro la manera de escribir acerca de las cosas que me rodean, no puedo representar la realidad ni capturar su esencia. Siento que lo que escribo está incompleto… Se irguió por un momento, en medio de la oscuridad se dirigió hacia la última botella que quedaba. Todos los demás dormían. Llevó la botella hacia el lugar de donde se había parado y dijo, entusiasmado:


-Me alegra saber que tomas la literatura como algo serio en tu vida…Salud. Bebió un largo sorbo y luego me entregó la botella, agregando: -Ese problema que tienes yo también lo tuve cuando empecé a escribir, poco a poco fui superándolo. Es cuestión de paciencia. Me sorprendió escuchar que él también escribía. No creí que lo hiciera. En todo caso, con ello, terminó de mostrarse ante mí en toda su plenitud, como el ser creativo y lúcido del cual yo no podía escribir… Él era la proyección de mí mismo, el ensueño de mis caminatas, mostrándose entrañablemente como un ser terrenal pero lleno de magia. Sentí cierta envidia, algo de encanto y finalmente un ligero temor que se fue disipando cuando comprobé que su carne y osamenta permanecían en la misma realidad en la que yo me encontraba. Me dormí con la inquietante sensación de haber visto ese más allá del que yo no formaba parte. V Eran más de las diez de la mañana; era sábado y en mi cabeza ya pesaban las dos noches de desvelo que pasaron relampagueando sin que yo lo notase. Iban apareciendo difusamente en mi cabeza las imágenes de las veladas anteriores: la calle oscura por el apagón, Alison llorando, la gente borracha en Plaza Francia, mi molestia por la fiesta de Mónica, los tombos y el Chusko, su historia interminable y el impacto que causó en mí. Mientras caminaba, caía sobre mí una persistente garúa, que no cesaba desde que salí del Hueco. Al despertar le había pedido a Fósforo una luca; nunca le había visto esa cara de trasnochado perdido. Una masa de legañas cubría parte de su ojo izquierdo. Fue el único al que desperté. Los demás permanecían dormidos con la boca abierta, exhalando el tufo harto conocido de la resaca, con expresiones grotescas que retrataban un mal sueño. Antes de salir hice lo que hacía cada madrugada de fin de semana luego de cada juerga. Era un ritual inconsciente: ya que yo era, por lo general, el primero en despertarse, solía tener ante mí una galería de rostros ebrios, macabros y ridículos, expresiones pueriles que, a pesar de las noches de desfogue, en el mayor de los casos inspiraban en mí cierta tristeza. Era el ambiente del Hueco: la madrugada cayendo en silencio sobre los cuerpos castigados por el alcohol, el contraste de todo el bullicio dando paso a la quietud insana de la resaca. Me parecía increíble que los rostros que tenía ante mí fueran los mismos de unas horas atrás, pues no reflejaban la agresividad ni el estrépito con que lanzaban sus frases de lúcida perdición. "¡No te aferres a la vida, Chibolo… Salud!", decía alguien. Me intimidaba la calma macabra de esas mañanas envolventes…¿Qué me arrastraba hacia ellas? El Hueco, la casa de Kino, los locales de conciertos en los Conos, los bares del Centro… Esos


rostros eran carnes mullidas, cuerpos disecados, estatuas de cera con semblantes espantosos. Recuerdo que trataba de aprehender esos rostros y esas almas. Cada historia… Miraba a cada uno de ellos y me sumergía en mí, inventando, dilucidando cuales podrían ser las circunstancias que los llevaron a ellos a formar parte de la Mancha, qué los llevó a estar esa noche conmigo en ese concierto, por qué razón del destino estaban borrachos frente a mí; escribiéndolos. Creo que lo hacía para no sentirme tan solo en ese rincón del mundo donde me había tocado estar. O para no sentirme tan solo en la vida. La resaca punzándome la frente… Mientras me tambaleaba por la calle, pensaba en la historia del Chusko, y en mis proyectos de independencia, en el grupo que deseaba formar y los cuentos que debía escribir para el boletín del colectivo. Hoy, al pensar en ello, una imagen y un ambiente recurren a mí: la de un paraje confuso. Todos mis sentidos recuerdan el temor de dejar lo seguro y lo difícil que era buscarme lejos de mí mismo, como decía el Chusko. Pensaba que la sabiduría no implicaba necesariamente belleza estética ni 'buen vivir'. La sabiduría debía ser algo salvaje y hasta sórdido. En aquel entonces era lo único heroico que yo podía concebir, lo único 'hermoso', aunque crudo y agrio. El enfrentamiento con la fuente de mis demonios era debilitante, oscurecedor, a la vez que carente de sentido; el mártir, el caballero andante que habitaba en mí, se enfrentaba con vehemencia a los molinos, sonriente en medio de su tragedia. Empezaban a llegarme las arcadas por las náuseas y a vencerme el sueño, cuando, luego de haber caminado más de media hora como un zombi tambaleante, crucé la avenida Brasil y entré a mi barrio. Quizá tener la cabeza libre de pensamientos -salvo el deseo de llegar a mi cuarto y tumbarme hasta el día siguiente- me ayudó, aquella mañana, a percibir las calles de manera distinta. Sólo entonces, luego de cuatro años, noté que el barrio había cambiado. El puesto de periódicos ahora tenía una vitrina y estaba pintado de color amarillo; ya no tenía colgado de sus alambres ningún álbum, ni había sobres de figuritas entre las revistas. (Extrañamente, aquella mañana casi no habían periódicos). Había nuevos jardines donde antes sólo hubo tierra seca. Al terminar la cuadra y doblar en la calle transversal a mi pasaje, descubrí un árbol de manzanas y un cerco de granadas. Detrás de ellos, los largos jardines en los que de niño cazaba abejas y arañas, lucían ridículamente pequeños y puedo recorrerlos con una mirada desdeñosa. Antes podía extraviarme en ellos. Entré a mi callecita, el pasaje donde no me quedaba ningún amigo, pues nadie quería parar con un mocoso extraño, agrandado, conflictivo, mal vestido e insolente. Extrañé los años en que luego de jugar canicas en los hoyos de la calle, tocábamos los timbres de las personas más detestables y luego


escapábamos, las cometas de invierno y los paseos en bicicleta en los que un amigo me llevaba en la parte trasera, los partidos de fútbol en medio de los apagones y las peleas… mi paraje de juegos de otros tiempos ya no me pertenecía. Aquella mañana la encontré desierta, con sus casitas de dos metros y medio de ancho y sus fachadas de cuento de hadas. Caminaba con la cabeza agachada, como si ésta se fuera a caer de un momento a otro, con las manos en los bolsillos, contando las fachadas que iba atravesando. Reconocía cada grieta en el piso y cada surco del cemento. Justo antes de llegar al umbral de mi casa, mi mano, instintivamente se dirigió hacía mi bolsillo trasero y de ella extrajo la llave que tenía al extremo de una cadena enredada entre mi cinturón. Luego de meter la llave, empujé la puerta lo más silenciosamente posible. Apenas crucé la puerta y tuve ante mí la sala, sentí que mi vieja estaba en la cocina, que se separaba de la sala por una pared y una escalera. La saludé con voz perezosa, mascullante. No recibí respuesta. Volví a hacerlo, tratando de ser más claro. Ella no volteaba, seguía impasible mientras lavaba platos; luego una frase seca y cortante me daba los buenos días. Estaba demasiado cansado para exigirle que no me tratase como a un extraño. En otro momento lo habría hecho; le habría dicho, en tono lastimero, que no me gustaba verla así, pues yo no era un delincuente ni una persona sin objetivos claros -en ese entonces lo decía honestamente-; le habría tratado de hacer entender mis planes y hacerle ver que ella no tenía la culpa de que las cosas pasaran así. Lo único que ella debía hacer era soportar mi incomoda presencia, mi rechazo, las peleas con mi padre, todo lo que veía la luz a causa de mi confusión y desidia. Pero no tenía ganas. Además no quería que notase el olor de la marihuana impregnado en mi ropa, porque la última vez armó un escándalo, pues le había dicho, cuando descubrió hierba en mi cuarto, que nunca más fumaría. Aquello se lo dije sólo para que dejara de llorar y joder. Subí las gradas y me dirigí al baño. Al mojarme la cara sentí que tocaba un objeto liso y adormecido. Me vi en el espejo y, sí, era mi cara. Mientras sentía mi rigidez, se manifestó la presencia de mi padre. Cuando oí que la puerta de su habitación se abría, me estremecí, casi del mismo modo como lo hacía de pequeño, cuando escuchaba que él Volkswagen azul en el que el llegaba se estacionaba en la puerta de la casa. Traté de salir lo más pronto posible, pero al hacerlo él estaba a medio camino entre su habitación y el baño. "Buenos días", dije mirando al suelo. Él me miraba, llevaba puestas sus pantuflas marrones, un pantalón de pijama viejo y un polo blanco agujereado. ¿Qué tenía que hacer él en la casa a esa hora? Le di la espalda y me dirigí a la escalera que llevaba al tercer piso, a mi cuarto. Subí los primeros peldaños y escuché, en tono firme pero pasivo, mi nombre. Ofuscado, volteé de golpe y, sin mirarle a la cara, le pregunté qué quería. Me


preguntó si esas eran horas de llegar. A regañadientes le dije que era fin de semana. Él conservaba su tono firme y yo, mi fastidio, mis ganas de largarlo. Quería decirle que él no era nadie para decirme ni mierda por mis acciones. Escuché, lleno de ansiedad, su sermón sobre las preocupaciones, la casa, mi imagen, el ejemplo que daba a mi hermana, mis amistades. Al final dijo que quería hablar conmigo seriamente de algo que había pasado. "¿Con quién estuviste?", preguntó. Quise decirle que eso a él no le importaba. "Con mis amigos…", contesté. Me preguntó qué amigos eran esos. Le volví a repetir que era fin de semana. Me pidió que no fuese insolente y que no le hablase de esa manera. Le dije que él no estaba hablándome amablemente. Perdió los estribos cuando le dije que yo estaba calmado y que era él quien hablaba como idiota. Empezó a gritar, a voz en cuello, que yo era un irresponsable y mi vida un desperdicio, que no apreciaba nada de lo que ellos me daban, que era un inmaduro, débil de carácter, un engreído de mierda, un salvaje, un imbécil. Le di la espalda y lo dejé hablando solo. Él trató de seguirme y entonces comenzó a sonar aquella condena que inundaba la casa haciéndola insoportable como una culpa. Escuché la cojera de su pierna izquierda. Sentía sus pasos rozando el piso, arrastrándose como un animal moribundo que se acercaba a mí, mientras seguía gritándome. Me perturbaba su fragilidad evidente y me controlaba de no llegar a extremos. Sentía miedo de lo que podía hacerle. Mis emociones eran oscuras y negativas, no me controlaba y la paciencia se iba acabando. Sin dar vuelta, le grité que me largaría cuando él me lo pidiese, aunque el extraño de la casa no fuese yo. Nuestros gritos se confundieron, eran igual de estentóreos y furibundos, no nos escuchábamos el uno al otro. Di vuelta y vi su rostro, vi todas sus emociones mezcladas, su desdén hacia todo lo mío, su humillación, impotencia y despecho. Podía sentirlo. Ese sujeto, ese anciano me odiaba. Me despreciaba porque no era lo que él hubiera querido. Se avergonzaba de mí, yo era su condena, talvez quien lo ató a ese lastre de familia que todos soportábamos en la casa. Su rostro adoptaba formas trágicas y ridículas, producto de la ira del momento. Le grité que se largara y que no me jodiera. Subí corriendo, tropezando con las gradas, aún levemente mareado. Una vez en el tercer piso, sus gritos eran murmullos, frases inconexas y absurdas. Cuando entré a mi cuarto, una fuerte impresión me sobrecogió. Era el cuarto en el que yo dormía, pero ya no era mi cuarto. Absorto, vi el orden y la limpieza que entonces lucía, las paredes desnudas, sin los afiches y anuncios de conciertos que en ellas coloqué. Mis botellas vacías, latas de pintura y revistas, banderolas y fanzines, todo había desaparecido. Los muros verdes estaban limpios, salvo por algunos pedazos de papel y goma que quedaron luego de ser arrancados los afiches que mi vieja tanto odiaba.


Habían botado bastante de mi ropa, la más astrosa y desaliñada. Permanecí aturdido hasta que una idea vino a mi mente: mis cassettes y discos. Me volqué sobre los cajones del velador en el que los guardaba. No estaban. Un mundo se venía abajo dentro de mí. Me llené de rabia, pero traté de controlarme. No podían haber hecho eso. ¿Por qué lo habían hecho? El malestar de la resaca se confundía con la ira. El mundo que yo atesoraba hacía cuatro años había desaparecido de repente, ese mundo que para mí valía más que la realidad y que me ayudaba a soportarla. ¿Quiénes eran ellos para quitarme lo que ellos no me habían dado? ¿Lo que yo mismo construí con mi imaginación en base a lo que encontré en la calle? ¿Quiénes eran ellos? Me asaltó otra idea: mis escritos. Me dirigí como un loco hacia mis cajones, rebusqué en ellos. No encontré ni rastro, aunque mis libros, sobre el escritorio, estaban en orden. "Mis cuentos no, por favor" pensé. Me sentí humillado. Un ataque de rabia me hizo traer abajo el orden del escritorio. Hubiera deseado arrancar la pintura de las paredes. Los libros estaban por el suelo y yo estaba lleno de rabia, confundido en un ritual vacío que alimentaba mi propia caída. Me deslumbraba el sol que empezaba a brillar filtrándose por la ventana. Caí de rodillas sobre el parquet, deseando ver esa mancha negra de cenizas que iba creciendo cada vez que incendiaba mis escritos. Ya no estaba, sólo habían rastros de ella. Tirado en el suelo, empecé a sentirme miserable. Comencé a gritar frases incoherentes, lo hice con tanta fuerza que mis viejos comenzaron a gritarse entre ellos y luego hacia mí. Después de eso, alguien comenzó a subir. El final de mi farsa se cristalizó cuando escuché la voz de mi vieja. Me impresionó su tono de voz. Mostrándose calmada me increpaba con firmeza por mis gritos, diciendo que los vecinos se iban a enterar de mis rabietas. Le grité que se largara y que no me jodiera, que ya lo había hecho bastante. Dijo que botar toda la 'basura' de mi cuarto era algo que debió haber hecho mucho antes, y que talvez era su culpa que yo fuese como era, por solaparme todo. Empecé a murmurar que ya no me iban a ver más, mierda, que me iba a largar. Ella mantenía esa actitud ajena en ella, hasta el punto de convertir su discurso en amenaza, si te quieres largar, lárgate, que ella no me iba a amarrar. Toda la vida había sentido que de un momento a otro yo me comportaría de esa manera; mientras lo decía, su voz se iba quebrando, volviéndose débil, como un chillido mascullante que decía que yo era su vergüenza, que nunca estaba tranquila cuando pensaba en mí, que me tenía miedo, que cada fin de semana era una tortura y que yo era un malagradecido que no deseaba llevar una vida acorde a mi edad, se preguntaba por qué sus amigas sólo le contaban cosas buenas sobre sus hijos y por qué yo no podía ser 'normal'. Su voz terminó de quebrase y estalló en un sollozo. Pensé en su dolor de madre, me di cuenta que


le hacía daño a todo lo que me rodeaba. Cerré los ojos mientras la escuchaba llorar. Ella empezó a recoger los libros que yo había lanzado al suelo. Con su piedad trémula y dulzona, volvía a ser mi vieja, la misma de siempre. Le grité que dejara de hacerlo, justo cuando los gritos de mi padre se acercaban con su insoportable cojera. "Si quieres, lárgate ahora mismo", me dijo mientras subía las escaleras. El sonido de su cojera me crispaba los nervios. Noté que ya iba por los últimos escalones, y me sentí como el niño que se escondía cuando él llegaba a la casa, ese temor grabado en la memoria del instinto. Su voz rasposa se confundía con los sollozos de mi vieja que le pedía que se callara. Entre lágrimas y ruegos vanos, hacían de la escena un muladar de espíritus caídos sobre sus propias miserias, enmarañados en una historia implacable, un destino trazado en un recodo perdido de sus vidas. Todo ello ante mis ojos… Fui consciente de ello por un momento. Me puse de rodillas, junto a mi cama, sintiéndome cobarde al oír a mi padre amenazándome con partirme el alma. Le dije que si él no estuviera cojo, yo le respondería. Mi vieja trataba de contenerlo, diciendo que ya todo va a pasar, que no vale la pena, peor haces pegándole porque luego se va de la casa más días, los vecinos van a escuchar. ¡Que escuchen, mierda!, yo gritaba. No me importaba que se supiera de mi letanía gratuita y mis lamentos de niño bonito. El viejo volvió a decirme que me largara. Le dije que yo no tenía por qué respetarlo, que él estaba aquí sólo por que un día necesitaste quedarte en una casa para que te cuidaran luego de accidentarte con tu Volkswagen azul, tú tendrías que largarte de aquí, carajo… El color verde agua de las paredes inundó mis ojos como una niebla. Eran lágrimas de rabia y pena. Yo era una espora trémula desvaneciéndose, mientras el viejo decía ya vas a ver, carajo, a ver dime eso de nuevo, esta es mi casa, cojudazo, yo soy tu padre y me respetas… y al decirlo estallaba en llanto. El viejo lloraba. El sujeto del Volkswagen azul estaba herido, yo le había hecho daño, talvez más del que le hizo el accidente que lo postró y le dejó esa amarga cojera. Lloraba como un niño compungido, como lo hacía yo luego de recibir sus castigos desmesurados. Mi vieja, sollozando, se acercó a su lado y lo tomó del hombro. Era espeluznante la crueldad con la que yo podía comportarme y a pesar de ello fui lo suficientemente consciente para aprehender la escena. Escribí el dolor de mis viejos, las historias que los llevaron hasta ese lugar, sus vestimentas y la desnudez de la habitación, la luz tenue. Aquella conciencia no me dejaba en paz nunca. Pensé que su dolor brotaba de mis propias heridas. Deseé la muerte. Una vena de maldad me embriagaba y sacudía, era un demente humillado. Una calma endeble comenzó a reinar en la habitación. Yo mismo me calmé un


poco y me senté en la cama, sobre el colchón mullido sin sábanas. El viejo empezó a retirarse, lentamente, le dije que por favor se apurara. Recobrando su ímpetu, me hizo callar de un grito que hizo retumbar el cuarto. Una vez que había salido del cuarto y empezaba a bajar las escaleras, comenzó mi vieja a hablar. Tratando de ser firme, me dijo: -Tu padre está muy molesto. Esta vez ha sido el colmo…. Pregunté cuál había sido mi delito, y su respuesta me lanzó al vacío. -Nos llamaron de tu colegio -dijo-. Ayer te expulsaron. VI Mentiría si dijese que recuerdo con claridad lo que pasó al día siguiente de la pelea con mis viejos, pues lo pasé encerrado en mi cuarto. Sólo escuché, al ir al baño, decir a mis viejos que lo que había hecho Fujimori era una muestra de autoritarismo que podía tener consecuencias graves. También escuché a algunos vecinos decir que Fujimori era el hombre fuerte que el país necesitaba, pues iba a acabar con la ineficacia del Congreso. No entendí muy bien de qué hablaban, pero sé que, después de todo, no me largué de la casa, que estuve encerrado en mi cuarto vacío unos días, y que luego volví a la calle, a caminar sin rumbo fijo, por barrios desconocidos. Las oficinas del directorio del colegio y los pasillos enchapados, los vitrales, los escritorios finos, los vidrios que sobre ellos descansaban, las persianas, el bullicio de aquel primer recreo en el que yo ya no era alumno del colegio, aquella mañana en que me entregaron mis documentos, todo aquello lo recuerdo sin ilación, con una bruma en los ojos y una voz interior a punto de hacerme estallar. No era el deseo de continuar en el colegio porque éste me agradase, sino porque ya no me imaginaba la vida sin aquellos elementos que conformaban mi ilusión, y que provenían de él. El negativismo dentro de mí ya estaba arraigado Me jodían una vergüenza y rabia confusas, pues yo había hecho todo lo posible para que me expulsaran de ese maldito colegio y sólo entonces comprendía que lo necesitaba para seguir siendo yo mismo, para seguir detestándolo, cuestionando sus preceptos, para demostrar que dentro de él yo era diferente, pues ahí se había moldeado gran parte de ese yo que llevaba a todas partes. En aquellos días, no escribí nada dentro de mí, pues lo que sucedía era una realidad que no deseaba rescatar ni asumir. Mis viejos me habían quitado parte de mi mundo y el colegio me separaba de Yukio y Mónica. -Pero podemos seguir viéndonos…-decía Yukio- Puedes seguir viniendo a mi casa. -¿Y tus padres no dirán nada? -preguntaba yo.- Hay padres que han pedido que no se me permita acercarme a sus hijos, acuérdate…


-No importa lo que digan, tú sólo ven. Sólo la mañana en que me entregaron mis documentos, con los que mi padre me buscaría otra escuela, sentí que empezaba a reaccionar. La voz pausada del director, señalando que no se me expulsaba sino que se recomendaba mi retiro, "por tu bien y el bien de la institución", me acompañó hasta el paradero de la avenida Brasil, donde tomé una combi, en la que caí dormido, y que me llevó hasta el Centro de Lima, hasta la Colmena, cerca del puesto de cintas del Chato Víctor. Habían pasado seis días y yo había perdido contacto con la Mancha. Me acerqué a la esquina de la Universidad Villareal. Ahí estaba el Chato, rodeado de una gente de Los Olivos que buscaba cintas de Narcosis y Leuzemia. -Habla, Chato -Habla, Chibolo…-contestó él. Luego, de algún lugar entre la gente que pasaba por la esquina, apareció el Chusko. Apenas me vio preguntó al Chato: -¿Ya le dijiste? -No, acaba de llegar… Pregunté, con cierta ansiedad, qué era lo que debía saber. -No puede haber reuniones en el Hueco por un tiempo, hasta que todo se calme. -¿Por qué? -pregunté-. ¿Nos echaron del Hueco? ¿Cayeron los tombos? -¿No sabes lo que ha hecho Fujimori? -Sí, pero eso no nos afecta -contesté-. ¿O sí? -Claro. Desde el 5 de abril no existen garantías personales, no hay libertad de reunión. -¿No es algo que afecta sólo al Congreso? -No -dijo enfático, casi molesto-. Afecta a toda la población. Quienes van a gobernar de ahora en adelante son los milicos, porque ellos han respaldado al Chino. Dentro de unos años esto va estar hecho una mierda; habrá persecuciones, cacería de brujas. Luego dijo que el Chino tenía todas las características de un fascista, pues teniendo el respaldo de los militares, había hecho creer a la población que sólo él podía librarlos del pasado nefasto que dejó el APRA y que poco a poco iría sembrando en la población una imagen de salvador y protector, como lo hicieron Hitler y Mussolini. Lo escuché dar apreciaciones apocalípticas acerca del destino que le deparaba al Perú. En ese momento me pareció que exageraba. Más tarde me daría cuenta que era su comprensión de la realidad lo que le hizo avizorar tal futuro. -Ya verás que luego controlarán la prensa, los canales de televisión, llamarán a elecciones fraguadas, perseguirán a gente de oposición, habrá chantaje a empresarios, intervendrán los Juzgados, todo en nombre del orden y con el


apoyo de una mayoría manipulada. Lo escuché preocupado, no tanto por lo que vaticinaba, sino porque, ya que no tendríamos reuniones, un elemento más de mi mundo se venía abajo. Se lo hice saber y él señaló que era mejor actuar con prudencia, pues ya había empezado a aplicarse la Ley de Arrepentimiento, esa por la cual un terrorista delataba a su gente o embarraba a otros para librarse de penas mayores. El Chato, que nos escuchaba atento, dijo que ya un grupo de poetas de Quilca había sido detenido y torturado, y que sólo bastó una llamada anónima para que los detuviesen. -Hay sacos que quieren jodernos, tombos, vecinos, viejas cucufatas, un montón de gente que no nos quiere, tú sabes -dijo tratando de serenarme-. Es mejor que esperemos. ¿Por qué el apuro? Entonces le conté lo del colegio. El mostró interés, aunque el Chato dijo que debía sentirme feliz de ya no estar en un colegio católico. -¿Y en qué colegio vas a estar ahora? -preguntó el Chato. -Mi viejo dice que ya no va a gastar más plata en mí -respondí-, así que me matriculará en un colegio nacional. El Chato sonrió mientras se sentaba sobre la carreta abrazando su guitarra. -Ahora estarás más cerca de la realidad -dijo irónicamente mientras empezaba a tocar. Esa idea, la de estar en mayor contacto con la realidad, se instaló en mi mente y terminó siendo una nueva manera de refugiarme del mundo, pues una vez que empecé las clases en aquella Gran Unidad Escolar, noté que tampoco pertenecía a esa realidad, aunque deseaba tener contacto con las personas que desde un primer momento vieron que me comportaba de manera peculiar. Ese colegio -lleno de chicos humildes, sencillos, provenientes de barrios como el mío, de barrios de la periferia o del Centro-, era una mina de oro para encontrar historias acerca de la realidad, aquella que yo debía retratar para transmitir a través de los boletines del colectivo. Sí, yo había entrado en la realidad, pero me sentía distinto, ya que era el único dentro de ella que era consciente de su naturaleza, de las formas y las historias que en ella se entrelazaban. Era esa conciencia la que me apartaba de los otros chicos. Luego, pasado un tiempo, cuando ya todos en mi salón, y en casi todo el colegio, me conocían como el Loco, empecé a darme cuenta de que la realidad sería tan hostil como lo había sido en mi anterior colegio. Lo llevaba en la sangre. Comprendí que yo no podría encajar en medio de chicos atrapados por sus circunstancias y carencias, obligados a no ver más allá de lo que sus barrios les mostraban. Otra vez estaba solo. Pero había una diferencia. En este nuevo colegio sólo estudiaban varones, así que por ninguna parte florecería una ilusión, pues yo ya no tenía barrio y no frecuentaba a las chicas de mi


anterior colegio. Qué grises aquellos días en los que descubrí que no había material para imaginar libremente, para evadirme de ese mundo de inercia en el que los jóvenes de mi edad vivían sumidos. Las aulas sucias y los gritos en el patio, a través de los pabellones, los uniformes astrosos, los auxiliares prepotentes y los profesores desganados, los partidos de fútbol y las escapadas a los parques aledaños, saltando el muro lleno de trozos de vidrios, pasaron a ser nuevos iconos en mis fábulas, aquellas que vieron la luz en mis caminatas de regreso a mi casa, pues este colegio estaba más alejado de mi barrio. En esas fábulas, revivía elementos de mi pasado hiriente, de aquel mundo antiguo del colegio que me expulsó y de mi frío presente. Mis ilusiones empezaron a desbocarse, mientras recorría barrios que nunca antes había recorrido, en el Centro, cerca de mi nuevo colegio, y camino a San Marcos. Uno de los barrios desconocidos que frecuentaba en esas cavilantes caminatas, en las que mi único afán era renovar mi imaginario, era el de Mónica. Rondaba su calle, furtivamente, durante algunas tardes, con el temor de que ella se percatara de mi presencia, sabiendo que ya no tenía razón para acercarme, como no la había tenido aún cuando estudiaba con ella. Poco a poco su imagen se fue desdibujando en mi memoria, convirtiéndose ya no en algo real, sino en el símbolo de una ausencia. Nunca más la volví a ver. Tenía el corazón muerto y el alma errante, sucumbía ante el desgano y la desidia, y mi ensueño, al volverse fantasía pura, dejó de ser parte de mí, pareciéndome verdaderamente inalcanzable. Necesitaba, para estar en paz conmigo mismo, vivir en el alma de alguien, para que mi historia se desprendiese de mi conciencia, para compartir ese peso y ese mundo que me devoraban. Era urgente que alguien conociera todas la cavilaciones que me azotaban en los micros, en la calle, en el patio y en la cancha del colegio, en mi habitación. Esa voz tenía que expandirse, volverse carne y darme la cara desde donde estuviera. Ya no podía contar con nadie, estaba cada vez más solo. Todo ese instinto de vida, esa fuerza vital que me otorgaba la vigilia se volvía, junto al deseo insatisfecho y mi aura de inadaptado, una nueva condena. Entonces sucedió. Así como en el pasado había concebido imágenes de gente que actuaba de manera acorde a mis expectativas, gente invisible nacida de distorsiones de otras personas de mi entorno, así también di vida a una "compañera", una figura que fue naciendo lentamente entre la bruma de mis cavilaciones, un ensueño compartido, con voz y mirada. Di vida a una diosa, fruto de mi búsqueda, y todo lo que hacía habitualmente apuntaba hacía ella. En cada soledad, ante cada acto, solía pensar: "¿Qué pensaría ella de los que estoy haciendo? ¿Qué haría ella?". Fue esa pequeña demencia la que me ayudó a


sobrellevar esa cordura asfixiante a la que estaba sometido. Una mujer imaginaria que brotó del écran de la Filmoteca de Lima, de los comics europeos que compré con el Chusko en una calle cerca de la Plaza San Martín; su voz tenía el timbre grave de canciones de otras épocas, y su cabello y sus ojos oscuros enmarcaban su rostro invisible. Caminaba conmigo de madrugada y hablábamos sobre lugares lejanos, hechos fantásticos, cosas que nunca vivimos, hechos que nunca pasaron; hablábamos de su pasado gris que la perseguía y yo de mis sueños de escribir la realidad y de llenar de conciencia esas almas vacías que nos rodeaban. Le contaba que había quemado mis últimos cuentos porque no lograban reflejar la crudeza de la realidad. Le contaba de mi vergüenza por ser un revolucionario a medias, le hablaba de Sendero y de la Mancha. Le contaba que talvez un día podríamos hacer que la ciudad despierte de su letargo, convertirnos en los portadores del fuego que no sólo abrigaría nuestro mundo, sino que incendiaría todo el temor y la ignorancia de los seres muertos que deambulaban ante00 nosotros. Le otorgué, para que viviese, el mismo sueño con el que yo soñaba y, luego, la dejé caminar junto a mí. Me acompañaba al Centro, a la carreta del Chato, a Quilca, al colegio, a conciertos, a las reuniones del Hueco, que se habían reanudado cuatro meses después. Mientras ella guardaba silencio, yo actuaba ante su presencia anónima de una manera que llegó a ser espontánea; era un trance silencioso, un murmullo, una nada que lo era todo para mí en esos días. Creo que nadie lo notó, pero en ese entonces, era mi mayor celo y sentía temor, como una criatura, de que se descubriera que mis actos dependían plenamente de su presencia fantasmal. Me acompañó poco más de un año y se despidió de mí de la misma manera en que llegó: sin que yo lo percibiese, en un momento inasible, un período indefinido que luego trataría de ordenar inútilmente. Aquel final, ese verdadero comienzo de algo trascendente, se me había pasado por alto, ¡A mí, que todo el tiempo estaba pendiente de atrapar los instantes importantes de mi vida! Una vez que las reuniones empezaron nuevamente en el Hueco, -cuatro meses después- ya no se trataba de cosas como la identidad subte, la actitud ante los medios, causas de la subterraneidad, ni nada que pretendiese encasillar a la gente. Las reuniones habían empezado a ser más abiertas, había gente que yo no conocía, hasta el punto de que a veces, venía más gente nueva que subtes antiguos. El Chusko había presentado una propuesta para un ciclo de conversatorios en los que se tratarían temas como la economía mundial, las relaciones de poder, cultura política, federalismo, organización y autogestión, similitudes del pensamiento ácrata con el socialismo y el liberalismo, reconocimiento de manifestaciones de esencia anarquista dentro de la


sociedad, en el Derecho, la educación, temas psicológicos, artísticos y técnicos, siempre desde una perspectiva libertaria. -Es lo único que podemos hacer -decía-, esparcir el germen. No podemos decirle a la gente cómo tiene que actuar, sólo podemos actuar de acuerdo a lo que creemos. Si ellos se sienten atraídos hacia lo nuestro, en buena hora. Entre los rostros nuevos, percibía a unos chicos que estuvieron con el Chusko en un concierto de la calle Belén. Junto a ellos se encontraba la chica que los acompañaba esa noche, aquella que bailaba borracha escuchando a Carreño. A todos ya los había visto anteriormente en otros conciertos, pero nunca en los conversatorios, así que nunca me llamaron la atención. En aquella reunión casi no abrieron la boca, sobre todo ella, que solamente escuchaba con atención lo que el Chusko y los expositores decían. Pero luego se les empezó a ver en otras reuniones y en otros conciertos, volviéndose habituales para la Mancha. Luego supe que ella se llamaba Irene, que vivía en Chorrillos, que era mayor que yo por un año, que vivía cerca del barrio de Alison y que por eso había empezado a bajar los fines de semana en la madrugada, cuando sólo estaban reunidos los 'antiguos' de la Mancha, la primera cofradía. Sólo entonces me fijé en ella como hembra. Aquella noche iba vestida con un pantalón negro ceñido y un polo largo y ancho que le cubría los muslos. Me sorprendió ver que el polo tenía una foto de La Polla Records. Su cabello negro no era muy largo, pero era ensortijado y estaba atado sobre uno de sus hombros. Aquella noche bebió con nosotros y fue la primera vez que conversamos. Hablamos sobre La Polla, dijo que era el grupo que más la motivaba y que el polo se lo había enviado una amiga desde España. Sus padres no vivían con ella y había vivido los últimos años con sus abuelos. En un momento en que el alcohol ya estaba causando estragos entre la gente, y después de que el Chato le hiciera la bronca a Poggi, la vi tomar un pedazo de ladrillo y comenzar a pintarrajear las paredes. Lo que dibujó me dejó perplejo: era la silueta de una ciudad, llena de edificios, cerros e iglesias, invadida por figuras que parecían ser lenguas de fuego. Junto a ella escribió: Incendiar la Ciudad. Me acerqué a ella y le dije que ese parecía el título de una de las canciones del grupo del Chusko y le pregunté si lo había escuchado. Me dijo que la imagen de una ciudad como Lima desvaneciéndose le atraía e inspiraba, pues simbolizaba el fin de una manera de apreciar el mundo, que el fuego se llevaba lo caduco, los temores, el oscurantismo en que vivía la gente. Recordé que la había visto anteriormente sin prestarle importancia, pero esta vez presté atención a todos sus ademanes y gestos, sus paradas en el diálogo, sus entonaciones. Inconscientemente, todos los momentos anteriores en los que la vi llegaron hasta ese presente y casi pude verlos instalarse en su figura. Era por fin una persona dentro de mi imaginario. Al ver el dibujo que había


hecho en el muro, un dibujo perfecto y expresivo, alguien entre los borrachos dijo que había cerca de la Vía Expresa un muro vacío y que ella podría hacer en él un mural. Todos se lo propusieron, así que ella terminó aceptando. Luego nos sentamos en uno de los sillones y comenzó a decirme que por fin se sentía en medio de gente como ella, que esto era lo que había venido buscando desde niña: un medio en el cual expresarse. Sus palabras eran firmes, aunque le noté el mismo arrebato con el que yo lanzaba mis discursos. Durante el resto de la conversación le escuché hablar sobre los libros que había leído, sobre sus bocetos y los conciertos a los que había ido, lo que sentía y pensaba de los conversatorios. Aquella noche, luego de que el alcohol y la grifa nos despacharan uno a uno y cuando la penumbra escondía todos los cuerpos, supe que ella soñaba igual que yo, que su ilusión encajaba con la mía y que nunca había habido un inicio para esa historia, pues cuando recordé la vez que la vi bailando borracha, sentí que desde ese momento ella ya era parte de mi mundo. Una tarde, mientras regresaba del colegio con la máquina de pensar encendida, empecé a contarle a aquella fantasma de la que ya hablé y que aún me acompañaba, lo que había pasado en una bronca contra otro colegio. Hablaba sólo, susurraba mirando al suelo, le decía que a José le cayó una piedra en la pierna y que no jugaría el fin de semana en el Batifora contra los del barrio de Meme, que el auxiliar nos vio saltando el muro, ya nos jodimos, mujer, capaz no nos dejan entran mañana al colegio, o llaman a los viejos, pero al auxiliar le puedo dar tres lucas y me borra la falta, sí, pero esa plata la estamos juntando para comprar el cassette de RIP. ¿Te gusta RIP, Irene? Son de la mancha de La Polla Records y Eskorbuto, mira Irene, también en este muro puedes hacer un dibujo, como ese que me enseñaste en tus bocetos, ya vemos como conseguimos dinero y pintura, Irene, ¿puedes dibujar algo sobre una bronca…? Me detuve al darme cuenta que la mujer que me había acompañado desde hacía un año, guardaba silencio y me miraba. Noté que su mirada era la misma, pero que esta vez tenía un rostro: el de Irene.


LA REALIDAD Sobre todo, yo era un ojo, un enorme reflector que exploraba el horizonte, que giraba sin cesar, sin piedad. Ese ojo tan abierto parecía haber dejado adormecidas todas mis facultades; todas mis fuerzas se consumían en el esfuerzo por ver, por captar el drama del mundo. HENRY MILLER, Trópico de Capricornio.

“Lidia se limpia las rodillas desnudas y sucias, acomoda su falda de modo que no toque el suelo y vuelve a jugar, a decirle a su muñeca que se porte bien y a darle de comer en la boca. Es la única forma en que puede tratar de olvidar su tristeza, aquella que la embarga desde que llegó del colegio. El vestidito verde agua que lleva la muñeca, aquel que le regaló la dueña de la casa diciéndole que no le gustaba ver que jugase con una muñeca calata, se ha ensuciado con el polvo de la azotea en donde vive. Lidia acaricia las greñas de su muñeca con las mismas manos con las que se rasca las heridas de los tobillos. Sólo en su casa puede estar sin medias, sólo en la azotea. Pero ahora las heridas no son tan importantes como la garúa que empieza a caer. Levanta los ojos con gesto desilusionado. Su juego ha terminado y con los ojos le pide al cielo que la deje jugar. El cielo no se apiada y pronto el polvo y el agua serán barro. Toma a su muñeca y se dirige a la parcela techada de cartón y madera que es la habitación donde vive con su madre, además de ser cocina y sala. Deja de lado la azotea llena de muebles viejos y atravesada por los cordeles donde la dueña de casa cuelga su ropa. Deja atrás su tierra de juegos...” Dejo de leer. Me doy cuenta de que no hay un objeto fijo en la descripción de lo que atraviesa la niña. Creo que pudo haber empezado mejor, con más intensidad. Lo que quiero es dar a conocer el estado de la niña con relación al mundo en el que vive, y lo único que hago es relatar cojudamente su pasividad. Conchasumare. Dejo el cuaderno sobre mis piernas y suspiro. A mi alrededor percibo el leve olor a orina que exhalan estos salones. Esto es lo que no me gusta de esconderme en la Siberia, en estos pabellones vacíos del colegio. Además los auxiliares deben estar buscándonos. ¡”El cielo no se apiada”! ¡Puta, que cagada!. ¡Que forzado!. Estoy nervioso. Se supone que ya debería haber entregado al menos un cuento para el boletín, pero sigo dándole vueltas a esta historia. ¿Y si realmente no sirvo como escritor? ¿Si es sólo un capricho? “...atrás queda su tierra de juegos, donde nadie la insulta y donde nunca es triste. Ahora hace frío y siente escozor en los tobillos. Afortunadamente es libre de rascarse en su habitación, donde nadie la ve ni nadie se burla de ella. Recuerda con vergüenza aquella vez en que un chico de su salón se burló de


ella diciéndole que tenía piernas muy sensuales. Eso sucedió en frente de sus amigas y por ello el recuerdo es más crudo. Pero eso no es nada en comparación a la tristeza que la embarga ahora. Se quita las sandalias y sube a la cama, a seguir jugando sobre la calidez de las frazadas Los golpecitos de la garúa sobre la calamina se confunden con el ruido de la calle. Su corazón está ansioso pues sabe que dentro de poco llegará su madre. El ruido de los niños jugando fútbol y los perros ladrando se extinguen de pronto. Tras el ruido de un auto que se aleja percibe a cierta distancia, el chirrido de unas ruedas metálicas que se acercan por una esquina de la calle. Ese ruido arranca a la niña de su estado y la envuelve en una alegría festiva. Se acerca su madre. Viene empujando la carreta. Su corazón conoce la hora, el sentimiento que la domina hasta hacerla bajar de la cama para recibir a su mamá” -¡Loco!- escucho a lo lejos, detrás de la puerta del salón en donde me escondo. Es el Negro Marlo que me llama para jugar fútbol contra los de la “H”. Me dice que la mitad del salón tirará tapia dentro de un rato, luego del recreo y que jugaremos en el Batifora del Callao. Mientras habla, escucho a lo lejos un griterío. Me dice que es una bronca entre dos huevones de la sección “I”. Comienza entonces en mi mente ese dilema de atrapar la realidad. Mi mente dice: “Marlo me llamó para jugar fútbol, para saltar el muro del colegio e ir con ellos a la cancha. En el ambiente recargado de una escuela donde yo era un ser ajeno, una persona apartada, uno de los pocos que merecían mi aprecio era Marlo. Había sido el primero que me hizo la bronca y el primero que me defendió cuando otros trataron de pegarme. Había sido él quien me puso el sobrenombre de Loco...” Llevo ya mucho tiempo con este vicio. Vivo muchos momentos de mi vida como si los estuviese relatando. Ya no tengo la capacidad de ver las cosas por sí mismas. Todo es un conjunto de situaciones que llevan a otra situación en la que yo me siento acorralado. Y ahora los verdaderos chicos de la realidad, chicos provenientes de familias como la de la niña sobre la cual quiero escribir, son un material de escritura permanente. Es por eso que quiero atrapar todo momento, cada persona, cada instante de realidad: porque siento que estoy viviendo en ella realmente. Le digo al Negro que ya voy, pero que nos apuremos, porque no quiero que el auxiliar vuelva a verme. Me levanto de la carpeta de madera pintarrajeada, a mi lado, en el muro, hay un retrato de Simón Bolívar, con una cicatriz en la cara, un bate, pestañas de mujer y una inscripción que dice “la loca Ramírez”. Hace casi dos días que no entro a clases y siempre es para quedarme escribiendo o jugando fútbol con los chicos de la realidad. A veces prefiero


estar con el Chino Flores y José, porque no fuman tanto como el Negro y sus historias personales son más interesantes, más dignas de atraparse. Me pongo de pie y surco el salón. Me detengo en la ventana y antes de salir del salón doy una última ojeada al manuscrito: “El alma de Lidia se alegra, pues escucha llegar la carreta. Sabe que su madre llega ya del trabajo, así que ordena sus juguetes rápidamente, con una sonrisa satisfecha, y busca el umbral de la precaria escalera de madera. La tristeza que trataba de ocultar jugando a las muñecas empieza a desaparecer. Escucha como la carreta pasa por la puerta del primer piso y decide no bajar. La voz de su madre es un silbido que despierta en ella serenidad y a la vez la intranquiliza. Es el aviso de un abrazo y una caricia. Cuando estén juntas hablarán del colegio y de la gente mercado. La soledad y el temor de la niña se irán apaciguando, y la preocupación de la madre que contempla como una sentencia diaria los problemas del mercado se desfogará jugando con la niña. Las horas del día se han diluido en la modorra del mercado y la tarde arrastra el descanso. Así, la emolientera llega a su casa, talvez no con el ánimo idóneo para escuchar a su hija, pero con la suficiente diplomacia para saludar a su casera y acomodar la carreta donde corresponde. Quiere olvidar que esa misma tarde, los propietarios del terreno en el que trabaja han sentado una denuncia, a través de la Municipalidad, contra el campo ferial donde ella tiene su carreta, y lo más probable es que los ocupantes pierdan el juicio. Así, con la sensación de irrealidad y el dolor en los oídos, se acerca a la escalera y al poner la mano en la baranda, siente un desfallecimiento, pero continúa. Su hija la espera en lo alto y ella avanza con el espíritu marchito. Al verse, sus sonrisas afloran como un saludo en clave. Un beso en la mejilla y la escena está completa....” -¡Loco! –grita el Negro. Al comienzo me asusto porque pienso que podrían encontrarme los auxiliares. Cuando veo que el negro, el Chino Flores y José me esperan en uno de los jardines que rodean la Siberia, me entra cierta calma. Mi voz interior dice: “Cierta calma se apoderó de mí. Cuando vi a los chicos al borde del muro que íbamos dentro de un instante a sortear. José me hablaría más tarde acerca de su casa y el problema con su padre, como ya lo había hecho antes. Sería un historia hermosa para relatar, para atrapar...el Chino nos invitaría a pasar la tarde otra vez en el callejón de su quinta, en la puerta de su humilde casa, donde dormían todos en un solo cuarto...Jugaríamos como nunca y si llegasen los tombos a levantarnos, huiríamos y yo luego se lo contaría a mis amigos pituquitos...” Una vez que salto el muro y tengo a mi lado a los chicos, casi se me escapa uno de los detalles más importantes. José me pregunta por qué me demoraba tanto


en el salón. Le digo que estaba escribiendo. -El Loco escribe de la putamadre –dice el Chino-. ¿Si o no Loco? Les digo que no es cierto y al hacerlo me doy cuenta de la escena. Percibo el instante, la huida del colegio, nuestros uniformes, nuestros zapatos, el barrio de José sin asfalto, nuestras mochilas y el polvo que se levanta tras nosotros, el muro amarillo pálido del colegio que vamos dejando atrás. Luego son las casas y los parques, el trago barato que compraron los de la sección “E” para amenizar el partido... Mi mente se plaga de ideas y crea emociones intensas al verse en medio de este vendaval de imágenes. Más tarde cuando llega el partido y luego el licor, ya es muy tarde para ir a mi casa, así que me dirijo al Hueco. Talvez podría encontrar a Irene por ahí y talvez le contase como había pasado la tarde. -¿Te puedo leer un cuento? –pregunto entre la media luz que aún quedaba en el Hueco. El olor a licor me despierta y confundo la madrugada con la tarde. -Claro –contesta Irene-. ¿De qué trata? -Sobre una niña que vive en una azotea- contesto. “Sobre los muebles destrozados del Hueco, como en un ritual íntimo, Irene y yo compartíamos nuestras inquietudes. Me sentía afortunado de que aquella madrugada fuese más larga de lo común. Leí mi historia melodiosamente, haciendo énfasis en el dramatismo de la realidad vivida por la niña...Leí para la mujer que me robaba la tranquilidad”. Otra vez ese dilema de mi mente, dominándome... -¿Qué pasa por qué no empiezas? -pregunta Irene. -Ya empiezo, espera- digo. “Al verse, sus sonrisas afloran como un saludo en clave. Un beso en la mejilla y la escena está completa. Por fin están juntas, ambas con sus tristezas e historias. Lidia sabe que de alguna manera su madre le dará un consuelo, que no la dejará desamparada ante su amargura. Pero ninguna contaba con el dilema que estaba por aparecer: ninguna estaba dispuesta a escuchar a la otra. Ambas historias se combinarían en el aire y se disolvería en el ambiente creado por ellas mismas. Silencio a romperse. Una mirada de niña y un cuerpo de mujer adulta sobre un colchón de espuma, desperezándose. La niña se acerca con esa tristeza histriónica que antecede a un relato doloroso que tiene acogida fija. Siente la tranquilidad turbadora que le produce narrar lo acontecido. Es uno de aquellos relatos en los que la niña contempla no sólo su impotencia, sino también la de su propia madre. El relato invade el cuarto, la madre escucha. La vocecita oscila entre desesperada y resignada, de furiosa a suplicante. El relato dice que esta tarde la niña, al llegar de su colegio, se cruzó con otros chicos del barrio, que no


son amigos suyos, que la empezaron a molestar. Niños que le pidieron emoliente. “Emolienterita”, le dijeron y ella sintió vergüenza, tristeza, rabia. El relato dice que se burlaron de su mamá, de la carreta, de su cuarto de madera en una azotea de segundo piso que todos los demás chicos ven desde sus ventanas en sus casas de tres o cuatro pisos; que se burlaron de su juego y de su muñeca vieja y calata; que se habían burlado de ellas y de su condición.” -¿Quién va a ir a comprar trago? –pregunta El Chusko que acaba de llegar haciendo sonar la reja y robando la atención de Irene. En un momento casi todos los borrachos se ponen de pie. Entre las sombras, alguien prende una vela y descubro que había más gente de la que yo pensaba. Debí haber dormido mucho, pues había tomado tres Urbadanes y lo único que recordaba era que pasé la tarde charlando incoherencias con Irene, luego de que perdimos el partido con los del Roque Saenz Peña, luego de la broncaza que se armó y en la que abollaron al Negro Marlo. José y yo nos fuimos a la avenida La Marina y no sé dónde se quedó botado el Chino Flores. Yo tomé un micro que iba al Centro, aunque primero subí a uno que iba por Javier Prado. Tuve que bajar y el cobrador sólo me creyo que me había equivocado cuando me olió el aliento a licor. Una vez en el Centro, fue Irene quien me llevó al Hueco, luego de que fui a buscarla en la carreta del Chato. Y aquí estoy. En medio de los borrachos otra vez, con mi cuento inconcluso, con la mujer que llevo a todas partes y con un dolor de cabeza de la putamare. Cuando ya han regresado de comprar el trago, y el tema de conversación gira en torno a cualquier frivolidad, veo a Irene escuchando hablar al Poggi y al Chusko, muy atenta. Me acerco un poco y le pregunto: -¿Qué te pareció mi cuento? -¿Ah? –pregunta girando la cabeza . -(...) -¡Ah, tu cuento! Bacán, bien bacán... Gira la cabeza y sigue escuchando la conversación. “José era uno de los que mejor jugaba fútbol. Se había vuelto mi amigo desde la primera vez que tiramos tapia para ir a fumar a su barrio, la Huaca, ese barrio sin asfalto que quedaba exactamente detrás del colegio. Me había hablado de su madre, de la manera cómo ella había criado a sus hermanos y lo difícil que fue vivir con su padre por un tiempo. Yo le había dicho que escribía y eso pareció sorprenderlo...” -Ya, el Loco juega conmigo, el Perro, Arévalo y Sarnoso –dice José-. Ya saben, una papa rellena por cabeza pa´l que gana...después no se piquen. Han pasado dos días desde que le leí mi cuanto a Irene y sin embargo sigue


intacto. No me convence ni la introducción ni tengo claro un final. Me doy cuento de que nunca termino lo que empiezo y eso me molesta. -Guárdeme seis papas, tía –dice José y el partido comienza. La señora del kiosco se emocionaba al saber que tendría vendidas seis de sus mugrientas papas dentro de un momento. La señora, una vieja que apenas llega a medir metro y medio, es una de mis intrigas desde que estoy en el colegio. ¿Cómo hace para sobrevivir con la miseria que gana? ¿Por qué es tan sucio su kiosco? ¿Qué hace durante el resto del día? ¿Cómo es el lugar donde vive? ”Justo antes de que empezáramos a jugar, la anciana del Kiosco mostró una sonrisa al saber que luego compraríamos algo de su tenducha escasamente surtida. Era una vieja macilenta, oscura, que apenas hablaba y cuyas manos tenían manchas que nos daban asco al ver que nos acercaba lo que vendía. La interrogante que esta mujer despertaba en mí era cómo puede una mujer terminar los últimos años de su vida vendiendo papas rellenas en un colegio nacional.” -¡Loco! Marca, pues Loco. No dejes que te lleven...- dice José recogiendo la pelota luego del primer gol que anota el equipo contrario por mi culpa. La tarde pasa y ese dilema de mi mente sigue su curso, a veces apagándose, a veces fijándose en trivialidades. El partido termina entre bronca y lamento. Si ganamos no fue por mi esfuerzo, sino por lo goles que marcó José. Luego de comprar las papas, nos trasladamos a la cancha olímpica, o más bien dicho al área de pasto seco donde en los días de garúa intensa se suele escuchar el canto de las ranas que viven entre el limo, y nos sentamos en las construcciones de cemento que se supone son tribunas. -¿Sigues escribiendo, Loco? –pregunta José luego de dar el primer mordisco a su papa. -No, ya no –contesto “Sentía la inseguridad devorándome, como una realidad ineludible y como una sentencia palpable. Era el devenir de una obra infructuosa, de una vida infructuosa. Atrapado en el vértigo de aquella caída me desangraba como un dios muriendo a manos de su propia obra...” -Tengo algo así como un final, pero, ¿Quieres escucharlo? A nadie le interesan los cuentos en este colegio... “El fracaso tendía el destino trazado de antemano y en mis gestos podía sentir la última página que se escribía acerca de mi farsa...” Mi mente no daba tregua, el maldito pensamiento que me aferraba a mi historia interior, a ese tiempo estancado en mi conciencia. Aún así, saqué el cuaderno y leí: “La niña se acurruca en su ruego, ese regazo que la soporta encierra la respuesta a su martirio: la frase con la que la madre borrará todo lamento y


con el cual la humillación será cosa de risa. Pero algo bulle en esa mujer cansada. Una historia también la envuelve y le arranca toda disposición a escuchar y comprender a su hija. Está ensimismada, está en el mercado, entre el gentío, entre las disputas de colegas y enemigos, desconfiando de falsos dirigentes y pensando a donde iría si tuviese que abandonar el local que ocupa. Esa preocupación por darle un futuro mejor a su hija, hace que el objeto de su esfuerzo sea distante. Está ensordecida y ciega. Y de repente, toda esa inclemencia estalla en un rechazo furibundo, en una negativa iracunda a seguir escuchando, en una violenta orden de callar. El rostro de la niña se convierte en un bullicio ahogado, en medio del forzado silencio; es un ruego que se comprime y deja huella. Es un instante cruel e inocente, donde la madre no es consciente de su accionar, de la estela que deja en la memoria de su hija. Una prenda ha caído al suelo. Es una toalla que tiene una figura alegre y que les sirve a veces de frazada. La madre la recoge en medio de quejas que van a pagándose. La niña se disculpa y el silencio ahora es igual de inmenso y distante. Mañana verán ambas cómo responden a sus dilemas.” No quiero dejar de mirar el cuaderno, me da vergüenza mirar a José. Espero que no diga algo hiriente, así que miro para otro lado. -Está bacán, Loco –dice José-. Yo no sé de libros ni cuentos, pero sé que me gustó. -Disculpa que te diga esto, pero a mí mismo no me gusta –digo entre un suspiro-. No consigo mi objetivo. “Yo deseaba el instante en su esencia, la magia del relato enmarcando un dolor, una encrucijada. Y José apenas miraba el suelo, chupándose los dedos y arrancándose los pellejos de las uñas...” ¡En mi cabeza otra vez el maldito pensamiento! El joven que quiere ser escritor pero que no puede escribir, porque está predestinado a fracasar. Esa idea me tortura, es la razón de mi capricho. “Al comienzo fue muy duro el periodo de maduración, pero el joven escritor salió triunfante de todas las intempestivas depresiones causada por su gran sensibilidad...” ¡Que alguien detenga este infierno, por favor! ¡Esto no es vivir! -Loco, los de la D dicen para ir al Melody. ¿Qué dices, vienes? Hay harto trago... Veo que hay algunos que ya están tirando tapia y me doy cuenta de que será una tarde de fútbol y trago en el Batifora. Esa era la realidad para mí. Una condena fantástica y caótica. Y talvez por


llevar mis ideas y emociones de manera tan desordena es que no me satisfacía nada de lo que escribía. O quizás era mi soberbia, el deseo de no querer ser un simple chico como los demás; el deseo de estar por encima de todo y capturarlo para poder narrarlo. Sin embargo, esa tarde cuando llegué a mi casa y quemé el cuento de Lidia sentí que debía volver a empezar, que no estaría tranquilo conmigo hasta no hacerlo, hasta no crear un símbolo de ese tiempo interior mío. Vi las cenizas del cuento y salí a la ventana a ver a la Lidia verdadera jugando en su azotea verdadera, con su muñeca verdadera. Ahí estaba, frente a mí. En una tarde en la que ladraban los perros y los niños crueles jugaban al fútbol. Yo la veía y sabía que su realidad era intensa, aunque talvez para ella no lo era tanto. Para mí, lo que ella vivía era fantástico; para ella, no era más que su realidad. Nunca supe como se llamaba la niña que vivía frente a mi casa en una azotea techada, ni supe cuando se fue del barrio. Sólo supe que no pude atraparla.


EL INCENDIARIO Y EL ABSURDO No me resultas desconocido, viajero: pasaste por aquí mismo muchos años ha. Entonces subías a la montaña tus cenizas. ¿Es que intentas ahora bajar tu fuego al valle? ¿Acaso no temes las penas que se aplican a los incendiarios? FRIEDRICH NIETZSCHE, Así habló Zaratustra.

I Habían pasado ya dos años desde mi ingreso al nuevo colegio. Sin embargo, los sucesos ansiosamente aguardados, que me llevarían a iniciar mi otra vida, no brotaban en mi realidad como tampoco las historias que debía retratar. Me vencían la desidia y el desgano, me entregaba sin reparos a una imaginación desbocada y llena de espejismos, así como a los barbitúricos -que ya llevaba más de un año consumiendo-, sólo para olvidar que era incapaz de atrapar la realidad que se mostraba ante mí. Aquello era una sombra lúgubre que opacaba todo en mi vida: si no era capaz de ser lo que imaginaba de mí mismo, yo no valía la pena como individuo. Ni las palabras del Chusko podían romper aquella barrera que yo me imponía. Es más, ante él, ante el halo de magnificencia que lo rodeaba y lo convertía un ser mágico, yo sólo guardaba silencio. Todo concierto y noche de juerga era una redacción secreta e íntima de sus movimientos y palabras, cada gesto, por aletargado e ininteligible que fuera, era registrado. Lo mismo que hacía en el colegio, con los chicos de la realidad. Otra persona a la que había convertido en personaje de fábula, por su turbadora extrañeza y, a la vez, por su inquietud afín a la mía, era Irene. La contemplaba callado, desenvolviéndose vivamente con el desenfado que alguna vez otorgué al ser de mis ficciones. En los conversatorios y en las actividades, era una de las más animosas y emprendedoras, la que proponía lo más descabellado y, a veces, insensato. Era un reflejo infiel de mí mismo, con las mismas imperfecciones que, por ese entonces, yo consideraba virtudes. Sabía que la quería, la llevaba a todas partes en mis monólogos callejeros, en los patios del colegio, en los partidos de fútbol. Estar a su lado era turbador y apaciguante a la vez. Recuerdo sobre todo la noche en que salimos a pegar afiches por toda la avenida Arenales, para aquel concierto en un comedor popular de San Gabriel. En aquel concierto iban a tocar Incendiaria, Autonomía, PTK y Rupturas. El Chusko nos había pedido que lo ayudáramos a pegar los afiches por toda la ciudad, porque sería bueno salir del Centro y del Hueco. Era el otoño del 94, aunque muchas cosas habían pasado desde la caída de Guzmán -con lo que Fujimori quedaba como un héroe de la patria- y la captura de Polay Campos, jefe del MRTA, la etiqueta de terrorista quedaba


sellado en la frente de todo aquel que se oponía al autoritarismo del Estado. El afiche de ese concierto era sugestivo y provocador: una masa de gente marchando, llevando banderas y lemas contra la autoridad. Irene y yo sabíamos lo que podía pasarnos, pero a ella no le importaba -es más, parecía desearlo- y a mí sólo me importaba estar con ella. Aquella noche le hablé de mi casa y del colegio, de mis primeros intentos de escribir en el boletín del Colectivo, de lo jodido que fue pasar por un colegio católico, de los primeros grupos que escuché y los primeros conciertos a los que fui. Ella escuchaba mientras yo embadurnaba las paredes con el engrudo que habíamos preparado en el Hueco. Me gustaba que no se aburriera, que mis historias no le parecieran tan vacías y aburridas como me parecían a mí. La gente que nos veía pasar con las brochas y baldes en la mano se extrañaba de la satisfacción con la que colocábamos los afiches, y los que se detenían a leer, nos insultaban o miraban con desdén. Ella habló de sus viejos separados, de la casa de su abuelita, de sus viajes al extranjero, de sus talleres de pintura y los cuadros que tenía en mente, incluso me mostró un cuaderno de bocetos con figuras de ángeles y demonios, ciudades en llamas, rostros atormentados, figuras revueltas en una maraña de locura y caos gráfico. Habló también de los primeros libros que había leído y me avergoncé al darme cuenta de lo mal lector que era yo, de mi escaso conocimiento en literatura. Sentí vergüenza de haber deseado escribir y empecé a comprender mi falta de pericia. Cuando habló de su primer y único enamorado, sentí que una corriente recorría mi cuerpo. Cuando dijo que era el peor recuerdo que tenía después del de su madre, me sentí aliviado. Habíamos recorrido la avenida hasta la altura del Canal 5, ella hablaba de lo insegura que se sentía ante su vieja, del terror que tenía de verla volver un día de España, cuando cruzamos por un bar y compramos una caja de vino. El resto del trayecto fue casi mágico: una garúa nos mojó ligeramente, dejando su rostro más pálido y su cabello húmedo, sus labios enrojecidos y sus pestañas pronunciadas. Reíamos de todas las frivolidades que se nos venían a la mente, nos mojamos los zapatos y las medias al pasar por un jardín inundado y por primera vez sentí su piel y su aliento cuando un perro nos asustó con sus ladridos desde una reja. Asustada, me abrazó y dejó caer el resto de afiches que nos faltaba pegar. Cuando los recogimos, estaban inservibles. Eso nos apenó un poco, lo cual, junto con los efectos del alcohol, nos puso en un estado de decaimiento. Empezamos a hablar en otro tono de voz, más lánguido, nuestro paso fue más lento y mientras cargábamos los baldes y las brochas, ella hablaba de la angustia que le producía el hecho de defraudar a alguien. Le dije que yo también era así, que sus angustias se parecían a las de alguien que un día imaginé, a la que busqué cada noche en cada concierto, alguien con quien recorrer la calle


conversando de nuestras historias y proyectos, alguien junto a quien poder hacer algo, alguien como ella…De repente me percaté de que estaba hablando de más, que una parte de ese mundo inmenso tan celosamente guardado en mí, se expandía libremente. Nunca había sentido que podía compartir eso con alguien. Nos detuvimos en el cruce de Arenales con Javier Prado, las luces de los postes bañaban de luz amarilla las veredas y pistas. Me di cuenta que lo que había dicho la tenía confundida. Yo nunca me había declarado a una mujer, no sé si lo que dije esa noche era propiamente una declaración, pero nunca me sentí tan limpio y honesto, nunca nada estuvo más claro en mi vida. Tenía ante mí a la mujer que perseguía en mis caminatas y en mis monólogos nocturnos, me sentía agradecido con cada momento de mi vida y nada me importaba en ese momento tanto como expresarlo. Eso fue lo que le dije. No le pedí que estuviera conmigo, sólo le dije que la quería y que sería feliz si ella sintiese lo mismo por mí. Caminábamos irresueltamente, al parecer mis palabras la perturbaron. Yo no atiné más que a acercarme a ella, a tomarle el hombro y el cuello mientras disminuía la rapidez de mis pasos. Cuando nos detuvimos y la tuve frente a mí, tomé su mentón y la besé. Ella no correspondió a mi beso, y cuando me separé de ella, la noté desconcertada. Me miró por un instante, callada, sonrió y me dijo que yo era un buen amigo, pero sólo eso. Bajé los ojos, miré a otro lado y le dije: -No te he pedido que seas algo más de lo que ya eres... Nos dirigimos a la Vía Expresa, casi sin mirarnos y en completo silencio, cuando ella dijo: -Eres extraño. Siempre hablas como en una canción… Cuando bajamos por las escaleras de la Vía Expresa, hacia los paraderos, para que ella tomase el micro, eran las dos y media de la madrugada. Antes de subir al micro se despidió de mí con un fuerte apretón de manos. Dijo que nos veríamos en el concierto. Pero ella no fue al concierto, que además fue muy accidentado, y en el que yo estaba completamente adormecido por los siete diazepanes que me había metido con el trago. Apenas recuerdo cuando llegaron los policías a pedir el permiso municipal; recuerdo escenas en las que al Chusko y a un dirigente vecinal los increpaban fuertemente, recuerdo al Chato Victor borracho, lanzando por los aires una silleta de plástico, que fue a parar en las lunas de la patrulla. Los tombos decían que alguien había estado haciendo propaganda senderista, y en efecto, recuerdo haber visto los panfletos tirados por el suelo. Después, el alboroto; pero no recuerdo como diablos amanecí en el Hueco. Había pasado un día completo, las pastillas me robaron parte de la realidad que pretendía escribir. Aquella mañana el Chusko me contó que días antes, en Markahuasi, lo habían asaltado tres soldados, le habían quitado la bolsa de


dormir y todo su dinero, con la excusa de que iban tras un desertor con sus mismas características. -¿Y cómo volviste a Lima? -pregunté. -Demoré horas en encontrar la carretera. Cuando la encontré, me quedé dormido, esperando que alguien me recogiera. Me despertaron unos viejitos que hacían ruido con sus animales; me indicaron qué ruta tomar para llegar hasta la Garita de Control, que quedaba a seis horas de ahí. Tuve que ir a pie, y cuando llegué pedí trabajo a un camión que llevaba sal. Si no, no hubiese llegado a Lima para el concierto. -¿Por qué tuviste que ir solo? -le dije- Pudo pasarte algo… -No te preocupes -contestó- La próxima vez te llevaré… Fue la última vez que conversamos en una situación normal, después, cuando habían pasado casi dos semanas, comenzaron a darse los acontecimientos que son el corazón de mi relato. Una mañana en que me disponía a salir al colegio, sonó el teléfono. Mi vieja dijo que era alguien que sólo preguntaba por mí, pero no decía su nombre. Era extraño, nadie solía llamarme a esas horas. Cuando tomé la bocina, escuché la voz de Daniel al otro lado del teléfono. No respondió a mi saludo, sólo dijo: -¿Ibas a ir al Hueco en la tarde? -dijo secamente. -Sí, ¿por qué? –contesté. -No vayas…-dijo con dureza. Su tono era tenso y comprendí que algo grave pasaba. -¿Qué es lo que pasa en el Hueco? -Dile a quien veas que no vaya al Hueco…-dijo sin siquiera escuchar mi pregunta. Traté de preguntarle algo más, pero él colgó y el tono de línea quedó en mis oídos como un eco amenazante. Empecé a respirar un aire ansioso que delataba mi inseguridad frente a una situación que había imaginado cientos de veces. "Los tombos pueden haber entrado y acusarnos de cualquier cosa…", pensaba yo. Ese aire me persiguió hasta la escuela y durante el camino de regreso a mi casa. Por la tarde, aún tenso, salí rumbo al Centro, fui a Colmena, a la carreta del Chusko, pero no encontré a nadie. Sólo estaban los metaleros de siempre en la esquina de la iglesia y las combis que tenían ahí su paradero. Me dirigí a Quilca tratando de ver a Kino, que por ese entonces trabajaba vendiendo libros en el stand del Perro Ponce. Me encontré con el Perro, quien me dijo que Kino no vendría al menos un par de días. Entonces empecé a inquietarme. ¿Qué chucha estaba pasando? Di vueltas por el lugar tratando de esperar y ahogar la inquietud y la incertidumbre, quería pensar en otra cosa, que todo fuera una de las fantasías


en las que tanto me gustaba refugiarme y, mientras lo hacía, se iba apoderando de mí el rasgo neurótico y dramático de aquellos días, el mismo que me daba vida. Sumergido en ese trance avanzaba por Camaná, dirigiéndome a Plaza Francia, cuando escuché que alguien me llamaba a media voz. La luz opaca de la tarde me impidió reconocer de inmediato a Poggi, Mula, el Gordo Memo y la Bruja. Me acerqué a ellos apresurado, se encontraban a unos diez metros, detrás de un kiosko en la esquina de Rufino Torrico y Camaná, tras ellos se extendía un largo muro oscuro, sucio y desnudo, con bordes verdosos bañados de orina. Apenas los alcancé, les pregunté: -¿Por qué no podemos ir al Hueco? Poggi respondió sin contemplaciones, secamente: -El Chusko está en cana, Chibolo. El Hueco está tasado... Mi sorpresa fue mínima, parecía que lo había estado esperando todo el tiempo. -¿Cómo pasó? -Hace una semana fue a ver a Chiki en Canto Grande, el que está acusado de martaco pero que es inocente… -Pero él ya ha ido antes... -Sí, pero ahora Chiki le pidió al Chusko que le entregase una carta a su hermano. -¿Sólo por eso lo han jodido? Eso puede hacerlo cualquiera… -Sí, pero Chiki tiene un hermano que de veras es terruco, es saco, y la carta era para él, aunque no tenía nada que ver con la terrucada. Todo era una huevada familiar… Además, a Chiki le gusta escribir sus cartas con las letras torcidas, bocabajo, como en los fanzines. Puta, los tombos pensaron que era una clave, un mensaje… -Puta, que huevón... -Puta, al Chusko no lo dejaron ni siquiera salir del penal. Al toque lo mandaron a Dincote. Todavía sigue ahí… Alguien entre la mancha dijo que se habían enterado porque un patrullero se colocó en la esquina de la calle del Hueco y que cuando el Chovi y el Kondor pasaron por ahí, los habían detenido y los pusieron contra la pared y anotaron sus direcciones. Los soltaron luego de hacerlos pasear un cuarto de hora, tratando de asustarlos, diciéndoles que mejor era que hablaran, porque sino “terminarían como su amigo”. Fuimos caminando hacía la avenida Wilson. Empezó a hablar Memo, que fumaba tenso y al parecer iba drogado. Dijo que el día anterior había pasado algo raro en la casa de Daniel, que había salido toda la mañana con Sandro a comprar cuerdas y cables a Paruro. Cuando volvieron a la casa de Daniel, la vieja les dice que Sandro había llamado hacía una hora.


-Pero si Sandro ha estado conmigo toda la mañana…- dijo Daniel. -A mí me dijo que se llamaba Sandro -contestó su vieja-. Y quería saber cuándo serían las próximas reuniones. Daniel avisó a Memo que alguien estaba intentando sacar información, Memo avisó al Chovi, éste a Richi, luego alguien le contó a Kino y a través de éste se enteraron todos los que faltaban, que se dieron a la fuga por unos días. Según el itinerario subte teníamos una reunión al día siguiente para conversar sobre la distribución del boletín -que saldría sin el cuento que prometí- y cómo conseguir fondos para el mural que pintaría Irene en Villa El Salvador. -¿Y dónde nos reunimos ahora? -pregunté. -Hemos acordado -dijo Poggi- vernos en la puerta del Museo de Arte mañana a las cuatro, pero no se va a hablar del boletín ni de las actividades. Tenemos que ver qué podemos hacer por el Chusko. Nos despedimos en Paseo Colón y sin darme cuenta, volví sobre mis pasos, hacía la Plaza Francia. En ese momento toda la escena se llenó de fascinación. Vi la Plaza mal empedrada, donde mendigos y locos comenzaban a aglutinarse en la puerta del comedor de la parroquia, al lado de la cual el Narizón Pepe solía vender cintas y fanzines en un caballete con una banderola negra pintarrajeada, donde había escrito "Barricada Subte"; las luces de las tiendas de libros en Quilca, las canciones de Nueva Trova que sonaban al mismo tiempo, confundiéndose; el cuchicheo de los intelectualillos rumbo al Queirolo o Las Rejas; la perspectiva oscura que esa calle creaba antes de atravesar la avenida Wilson y que desembocaba en un parquecito triangular, olvidado y convertido en urinario al paso y morada fatal de locos y maricones. La ruta a mi casa, la ropa que llevaba puesta, los diarios del día que algunos kioskos exhibían con la esperanza de vender a pesar de que el día moría dejando su rastro hastiado y sofocante en todos los transeúntes, pero sobre todo en mí, que había comenzado a martillar mis sienes. Todo tomaba un sentido ardiente, envolviéndome en una situación que permanecía estática en el tiempo y encaminándome inconscientemente a una historia real que yo trataba de ignorar sobreponiendo mi propio orden. Pero era inútil, todo iba más allá, tal vez al más allá que siempre busqué en mis caminatas. Aquella caminata no fue como las anteriores. Al caer la tarde del día siguiente, me dirigí puntual al lugar del encuentro, fui el primero en llegar y estuve muy tenso durante los primeros minutos, hasta que aparecieron Kino y Poggi, luego Chovi y Sandra. Hablábamos sobre el Chusko mientras llegaba el resto de gente. Llegaron todos los del Colectivo, pero nunca llegó Irene. Confundidos entre los transeúntes que pasaban mirándonos con malos ojos, hablábamos sobre conseguir un abogado a través de un organismo internacional como la Cruz Negra Anarquista o avisar a su


tía en Villa El Salvador. El clima de la charla era confuso, algunas intervenciones eran incompletas y temerosas. Algunos decían que esto era consecuencia de meter al movimiento en política, cuando en realidad sólo debería ser cultural. Además, todos nos sentíamos intimidados por las miradas de la calle. Permanecíamos de pie, pues un guardia del Museo nos pidió que nos fuéramos. A pesar de las discusiones, yo podía sentir que éramos una cofradía, que todas nuestras noches de juerga y desmanes, nuestras madrugadas y charlas ebrias, habían servido de algo. Estábamos ahí para ayudar a un amigo. Todo tenía justificación para mí: las peleas con mis viejos, la expulsión del colegio, las bromas pesadas de mis amigos, el rechazo que sentía por parte de Irene. ¿Dónde estaría ella? ¿Qué mirada me dirigiría si me viese en ese instante? Lo de los abogados se resolvería más tarde. Había que hacer algunas llamadas y eso tomaría tiempo. Sandra y Chovi podían ir hasta Villa el Salvador para avisar a las tías del Chusko. Lo importante entonces era que no le faltase nada, ni frazadas ni comida. Sólo entonces me enteré que es recién cuando entras al penal que te dan alimentos, pero mientras estás en Dincote o en la carceleta de Palacio tus familiares te la tienen que llevar. En el caso del Chusko, no podíamos confiarnos en que la tía reaccionase bien ante al noticia, además que la distancia y la falta de dinero serían un problema para ella. Éramos nosotros los que debíamos hacernos cargo. Hablaba Kino: -Lo primero es desaparecer de nuestras casas todo lo que sea comprometedor, porque cuando el Chusko fue al penal, lo hizo llevándole a Chiki cintas de RIP, de Polla Records y Garotos Podres; también le encontraron volantes de conciertos pasados y un fanzine. Además, cayó con toda la vestimenta punkera encima…o sea, estamos quemadazos. -Los tombos han bajado a la casa del Negro Elvis -dijo Chovi- pero no lo hallaron. El huevón ya quemó sus fanzines y ha escondido sus cassettes. -Otra huevada es ver quién le lleva el combo al Chusko -dijo Kino-. No puede hacerlo cualquiera. La mayoría aquí ya ha tenido roches con los tombos. Tiene que ser alguien que esté limpio y que no levante sospechas de nada. El silencio que precedió a sus palabras tenía como fondo el ruido de los micros, los gritos de algunos pirañas y las bocinas endiabladas de las combis. Hubo cierta incertidumbre que sólo se rompió cuando Kino dijo: -Chibolo, ¿tú podrías? La petición me tomó de sorpresa. Sentí cierto estremecimiento mientras preguntaba, con voz lánguida, si estaban seguros de querer que fuera yo quien llevase la comida. Cuando dijeron que sí, sentí que tenía un deber que encarar y por el cual responder. Era mi propia historia enlazada a la de otros, en este


caso a la del personaje de fábula que me embelesaba con sus relatos y su propia vida. ¿Escribiría él mismo acerca de esto cuando estuviera libre? Desde luego que él tendría mucho más que yo para contar. Me dijeron que lo único que debía hacer era llegar a la puerta principal de la Dincote, en la primera cuadra de la avenida España, en el mismo lugar donde habían presentado a Abimael Guzmán encerrado en una jaula, dejar mi nombre, dirección y teléfono, pasar la revisión y responder algunas preguntas. -Tú eres el único que no tiene antecedentes, además, si te ven mocoso talvez no piensen mal y no te jodan… En ese momento Kino me llamó por mi nombre. Sentí que era algo especial. Nadie lo hacía en esa época. Mi nombre resonó crucial en su voz y fue algo que me envalentonó más para llevar la comida al Chusko. Sentía ansias de llevar a cabo mi papel. -Te esperamos aquí mañana a las dos de la tarde, con la comida -me dijo-. ¿A qué hora sales del colegio? -A la hora que yo quiera -contesté-. -Sería mejor que vengas con uniforme. -Nunca voy con uniforme. -¿Tienes documentos? ¿Boleta? ¿Algo? -preguntó la Bruja. -Sólo tengo la partida de nacimiento -respondí-. La boleta la saco el próximo año. -Puede que eso sea bueno -volvió a hablar la Bruja-, pero tú casi no pareces menor de edad, pareces tener más años. Ojalá no piensen que te estás haciendo pasar… -No, huevón, no creo -dijo Kino. Lo que dijo la Bruja me dejó pensando, aunque la peligrosidad fuera llamativa y yo no midiese sus consecuencias. -Estoy seguro que no pasará nada -dije tratando de cortar cualquier conjetura y de mostrarme seguro. Quedamos de acuerdo. Ya se habían encendido las luces de los postes, la tenue luz amarillenta de todas las tardes y noches, y la avenida Wilson parecía ya un hormiguero. Nos despedimos recordándonos no llamar a nadie por teléfono, y si había que hacerlo, llamar desde un teléfono público y dejar el mensaje. Acordamos esconder nuestras cintas y polos, revistas, fanzines, cualquier cosa en la que apareciera algún rollo comprometedor, en casa de algún vecino o amigo. Me jodía un poco separarme de las cintas y tener que arrancar los afiches que tanto me había costado reunir desde la última vez que mis viejos se arrebataron por la expulsión, pero era necesario hacerlo. Mientras me dirigía a mi casa por el Paseo Colón y al llegar a la Plaza Bolognesi y detenerme a tomar un emoliente, me asaltó la idea de que alguien podía estar vigilándome. Me sobresalté y me sentí reducido por el riesgo, la


duda, la paranoia gratuita. Sin embargo, no pude dejar de sentirme pieza importante en lo que se estaba llevando a cabo. La idea se desvaneció cuando empecé a sorber el emoliente que parecía hervir en mis manos. A la mañana siguiente, luego de haber dormido intranquilo, me levanté pensando en lo que tenía que hacer en la tarde. Es más, podría decir que fue el pensamiento que me puso en pie aquella mañana. Mientras jugaba fútbol en el colegio no dejaba de imaginarme qué pasaría. Todos los hechos y conjeturas se mostraban heroicos y hasta nobles, tanto como atemorizantes o trascendentes. José me había puesto en su equipo y aquella mañana jugábamos contra los de la sección H. Yo tropezaba todo el tiempo con los baches de la cancha, sin darle mucha importancia al partido; José en cambio se esmeraba, nos gritaba cuando dejábamos escapar un pase y casi se mecha con el Negro. Luego me dijo que yo estaba ahuevado y que mejor dejase jugar al Chino Flores. Al parecer era demasiado obvia mi situación, de modo que al final del partido -que terminamos perdiendo- se me acercó para hablar. -¿Qué pasa, Loco? -preguntó. -Nada -mentí. Me molestó que justamente él se hubiese dado cuenta y nadie más. Quizá quise dármela de importante y le conté -fingiendo molestia y pidiéndole que no dijera a nadie lo que le iba a decir- por qué estaba así. Se lo dije sin mirarlo, pensando que eso lo conmovería. -Yo tuve que llevarle la comida a un primo que estuvo en cana por choro…dijo sin ninguna pretensión. Lo miré irritado porque mi situación no le había impresionado y encima me salía con que él había pasado por algo similar. Traté de hablarle del Chusko, le hablé de las reuniones, los proyectos y las actividades y mientras lo hacía sentía que no lograba ni siquiera aproximarme a una descripción mínima de la naturaleza del Chusko. José parecía no prestar mucha atención, se distraía mirando a los de la H que habían comprado papas rellenas con la plata que nos habían ganado. Me jodía que no me prestase atención. Mi mezquindad me enceguecía y me hacía intolerante con aquello que no se enfocase en mi situación. Sin ánimo de continuar su conversación, le dije: -Hazme la gauchada, mira que no venga nadie. -¿Vas a tirar muro tan temprano? Le dije que sí, que iba a hacer era algo muy importante. Él escuchaba callado mi discursillo vehemente, lleno de palabras rebuscadas y redundantes. No dijo nada cuando le hablé de la manera en que había caído el Chusko, ni cuando le mencioné que era una prueba de que vivíamos bajo un Estado fascista encubierto. Me callé cuando me di cuenta del ridículo tono melodramático que había adoptado. José me ayudaba a subir el muro poniendo las manos


para que yo alcanzase el borde y una vez que estuve arriba y le pedí que me pasara la mochila, le oí decir, en un tono serio: -No te metas en huevadas, Loco. Desde lo alto del muro le dije que no se preocupara. Pise el asfalto luego de una aparatosa caída, pero llevaba en los labios una sonrisa imborrable. Kino me esperaba en el segundo paradero de la avenida Alfonso Ugarte con unas bolsas blancas que contenían la comida en unos envases plásticos. Llevábamos sopa, segundo y hasta postre. Yo había caminado desde la avenida La Marina, es decir casi dos horas desde mi colegio, y al llegar traté de mostrarme sereno, aunque sentía retortijones en el vientre. Kino me dijo que si en la puerta me preguntaban si yo era pariente del Chusko, yo debía decir que sí, pero que era un primo por parte de su vieja. Me dio el nombre completo del Chusko en un papel y me dijo que pidiera un plumón en la puerta para escribirlo sobre la bolsa. Le entregué mi mochila y le dije que me la entregase en la noche, cuando nos reuniéramos en la puerta del Museo. Me preguntó si ya me había desecho de mis fanzines y de todo lo que fuera comprometedor. Le dije que hacía un tiempo mi vieja había destrozado mis fanzines y que tenía pocas cintas desde ese entonces. -Bueno, Chibolo, no te paltées -dijo Kino-. En realidad no es gran cosa lo que puede pasar. Sólo muéstrate natural. Se despidió. Lo vi saltar el cerco metálico del paradero y me quedé solo. Lo vi alejarse y crucé la avenida. El muro de la Sexta Comisaría me transmitió su frialdad y su mala noche, su desvelo de guardia, y me hizo temblar, contagiándome su apesadumbrada insensibilidad. Avancé temiendo, tratando de no olvidar nada de lo que había sucedido desde la mañana. Crucé la esquina, preso de esos pensamientos, y sin darme cuenta ya estaba en la reja de la dependencia respondiendo al guardián que me preguntaba si llevaba comida o frazadas. Me hizo pasar al patio diciéndome que esperase. Había una fila de personas apoyadas en el muro, todas en silencio, con bolsas similares a las que yo llevaba, con expresiones de angustia, recelo, temor, rabia y llanto contenido. Me coloqué al lado de un hombre canoso y moreno, que tenía las manos cruzadas tras la espalda y vestía un pantalón de drill gastado y una camisa de tocuyo descosida por las mangas. Se encontraba taciturno, pero cuando notó que yo me colocaba a su lado dejó de lado su reserva y me preguntó si ya le había puesto nombre a mi bolsa. Caí en cuenta que lo había olvidado y él mismo me ofreció un plumón azul. Mientras yo escribía el nombre completo del Chusko, el hombre me preguntó si era un pariente mío el que estaba detenido. Le dije que se trataba de un buen amigo. Hizo un gesto que denotaba cierta decepción. Él hubiese deseado que nuestro dolor fuera semejante, pensé. Al verlo, al contemplar su expresión deseé


poder atrapar ese momento y me propuse un día escribir sobre un hombre que atraviesa una situación así. -Yo tengo a mi hermano dentro -dijo rompiendo mis cavilaciones. Su voz era grave y marchita, con la contundencia de la fatalidad. No dije nada, pero el viejo siguió hablando. -Yo le decía que tuviera cuidado, pero él no quería sacarse esa idiotez de "revolución" de la cabeza. Alguien de su trabajo lo metió en ese asunto. Ahora no sé que va a ser de mi cuñada y mi sobrino… La mujer casi se vuelve loca, no se lo esperaba, a su hijito no le hemos dicho nada… Dijo algo más pero no pude escucharlo, una mujer hablaba en voz alta, casi rogaba al guardián que recibía las bolsas. Era una vieja vestida de paisana con trenzas a los costados y sombrero, blusa bordada y chompa de lana, cuya voz parecía pender de un hilo y estar a punto de quebrarse en llanto: -No le va a pasar nada, ¿no, señor? El sólo ha venido a estudiar y esos libros no eran suyos, se los habían prestado, de veras. No le va a pasar nada, ¿verdad? Escuché que el oficial, que llevaba un fusil al hombro y la acompañaba hasta la reja, le decía que todo dependía de las investigaciones y que si él era inocente, no había de qué preocuparse. El moreno se dio cuenta de mi interés por lo que pasaba y dijo: -Esa señora viene hace una semana. A su hijo lo agarraron viniendo de Huancayo. Lo encontraron con los libros esos. Talvez le vieron cara de terruco por ser serrano. La señora no sabe qué hacer, su hijo tiene dieciocho años, no tiene esposo y sus otros hijos también son chibolos, nadie la ayuda… La fila fue avanzando, comiéndose mis pensamientos. Habían pasado quince minutos desde mi llegada, la tensión había bajado, pero renació cuando me encontré frente al oficial que apuntaba el ingreso y al cachaco encargado de registrarlos. -¿Para quién va? -preguntó el que tenía el cuaderno en las manos. Dije el nombre del Chusko. El oficial de la metralleta, se puso el arma a un lado y revisó las bolsas palpándolas con los dedos. -¿Usted es su pariente? -Eh…sí -dije-. Soy su primo. -¿Quién manda la comida? -Nuestras tías. Hasta ese momento el tipo sólo había tenido ojos para su cuaderno y lo que en él escribía. Pero al oírlo que dije, levantó la vista. -Hace una hora vinieron a dejar comida para ese mismo recluso. También dijeron que era de parte de sus tías. ¿No lo sabía?


Me estremecí. Debido al súbito, temor estuve a punto de balbucear alguna estupidez. Pero yo mismo me sorprendí por la naturalidad con que respondí. -Debe ser su tía paterna. A la familia de su papá no la conocemos mucho. El hombre bajó la vista. Creí que todo había terminado cuando el hombre me pidió documentación. -No tengo. Soy menor de edad. Levantó la mirada, esta vez con tono de reprobación e incredulidad. -¿Menor de edad? No pareces… -Tengo mi partida de nacimiento. -Eso no interesa -dijo bruscamente y luego preguntó-. ¿Nombre? ¿Dirección? Yo no había contado con eso. Muchas ideas cruzaron por mi cabeza -entre ellas lo que pasaría si descubrían que yo mentía- pero igual le di mis datos, aunque me cambié el apellido materno. Luego dijo que ya me podía ir. Atravesé el patio con una solemnidad que conservé hasta alejarme de la dependencia. Estaba ya en Wilson, había ya dejado atrás la dependencia y me encontraba en medio de los locales de videojuegos y piratería informática, inundados por el aroma cálido y dulce de las panaderías contiguas. Pensaba en Irene y, ya que no la veía desde la noche en que la besé, me imaginé que a ella poco le importaría lo que estaba yo haciendo. Pensé en los pitucos del colegio del que fui expulsado y en los berracos del Bartolo, ¿Qué pensarían ellos de lo que me estaba pasando? No llegó a mí respuesta alguna, sólo la certeza de que en realidad a mí no me pasaba nada y que lo único que conseguiría contándoles lo sucedido sería su temor, rechazo o burla. Faltaban dos horas para la reunión en el Museo y traté de evadirme de toda presión jugando un par de horas en el antro de videojuegos más barato. Los juegos de autos me hicieron sentir perseguido y los de pelea, agredido, a pesar de lo cual seguí jugando. Al salir, tomé la ruta a toda prisa. Iba mareado y las cuatro cuadras que debía caminar me parecieron eternas. Al llegar, no me sorprendió mucho ver tan puntuales a Chovi, Sandra, Kino, Poggi, pues eran ellos los más interesados en ayudar al Chusko. Pero la presencia de algunos chicos que yo sólo conocía de vista o había saludado apenas en un concierto, me intrigó a la vez que me hizo comprender lo querido e importante que era el Chusko para mucha gente. Eran alrededor de una veintena que apenas vio que yo llegaba cruzando la avenida, se lanzó sobre mí a colmarme de preguntas: cuánto tiempo llevaba detenido el Chusko, cuándo iba a salir, de qué se le acusaba. Les dije que no sabía nada de eso y les mencioné que lo único que había hecho era llevarle la comida. Mencioné que tomaron mis datos en los registros, pero pareció no importarle a nadie. Luego de una barahúnda entre la gente, se impuso cierta calma. Todos querían saber qué íbamos a hacer ahora con el concierto, la


fiesta, el documental, el boletín y el mural, porque era muy arriesgado hacer algo teniendo a un miembro en cana. Alguien entre la masa sugirió que dejáramos por un tiempo las actividades. Como respuesta surgió un tropel de murmullos que parecía el zumbido de un enjambre dispuesto a atacar. Kino dijo que por ningún motivo al Chusko le hubiese gustado eso, que si bien era importante ser prudente, no había que dejarse dominar por el miedo. Uno de los chicos a los que yo no conocía mencionó que si el Chusko decía algo sobre las reuniones estábamos jodidos. Agresivamente le dije que el Chusko era incapaz de hacer eso, pues él era el más comprometido con todo lo que se acordaba en los conversatorios y el más consecuente de todos nosotros. Kino agregó algo parecido; los demás se limitaron a asentir. -¿Y por qué llamaron a la casa de Daniel preguntando por las reuniones? -dijo alguien. -El Hueco está tasado desde hace mucho tiempo -dijo Poggi-. Sólo buscan una excusa para entrar Luego de eso se realizó una colecta para llevarle comida al día siguiente. Todos dieron algo. Algunos, al menos veinte céntimos. Cuando Kino terminó de contar la plata, sin que yo lo esperase, me la entregó. -¿Podrás también llevarle la comida mañana? -me preguntó-. ¿Crees que lo puedas hacer durante toda esta semana? Dije que sí. La reunión prácticamente había terminado. Todos se alejaron en distintas direcciones, algunos se subieron al primer ómnibus que se les cruzó. Yo, que no deseaba llegar a mi casa, me alejé hacia la avenida 28 de Julio, deseando que esa tarde no se extinguiera nunca. Luego de merodear por el Campo de Marte, haciendo de todo lo sucedido una ficción en mi cabeza, recordé que no había comido nada durante todo el día. Entonces me dirigí a casa de Yukio, a contarle lo que me había pasado. La mañana siguiente transcurrió sin ninguna novedad. Nunca llegaron los tombos preguntando de dónde conocía al Chusko, ni hubo ninguna llamada inquietante. El sujeto de la dependencia era el mismo, así que me reconoció y no tuvo que tomar mis datos otra vez. Ya los sucesos iban perdiendo el dramatismo que yo solía impregnarles. Talvez por eso, cuando yo ya no esperaba nada especial, la realidad se mostró como la bestia indomable que es. Al quinto día me había encontrado con Kino a las doce -habiéndome escapado del colegio- y compré la comida con él. Demoramos un buen rato, ya que al muy pendejo se le ocurrió tomarse un plato de sopa, uno de los que yo debía llevar. -Puta, no seas pendejo…-le dije, tratando de no tomar tan en serio el asunto, pues sabía que el Chusko bien hubiera compartido el plato con él y porque Kino, a pesar de tener trabajo, atravesaba una mala situación en su casa.


-Compare, con la comida que le estamos llevando a este huevón, capaz sale un poco más gordito. Ya quisiera yo comer así… Luego de dejar la comida en la dependencia me fui a mi casa, como siempre, caminando. Cuando llegué, mi vieja tenía mala cara y traté de despejar la situación saludándola. Me serví un plato colmado de arroz con guiso y, al sentarme a la mesa, le oí decir con tono áspero: -Te llamó Kino. Supe al instante qué era lo que estaba pasando. -¿A qué hora? -pregunté sin aliento. -A eso de las doce o doce y media. Me pareció raro, porque creo que todos tus amigos saben que a esas horas estás en el colegio. ¿O creen que eres igual de vago que ellos? No respondí, me limité a preguntarle qué era lo que él le había preguntado. -Quería saber cuándo va a ser la próxima reunión. Me dijo que le dejes la dirección y la hora. El hambre se me fue de pronto. Comí a duras penas la mitad de lo servido. Luego subí y ya en mi cuarto busqué en los cajones las cajas de Valium que había conseguido hacía unos días. No las encontré. Quise bajar gritándole a mi vieja, pero me di cuenta de la ridiculez de la escena. Nadie le puede reclamar a su vieja cuando está descubre donde uno esconde las drogas. Estuve molesto un par de horas y la sensación se combinó con un temor silencioso que se iba apoderando de mí. La habitación se empequeñecía y la desnudez arrolladora de los muros, que ya no estaban llenos de afiches, me hacían sentir ajeno. No quería, no podía ir al Centro ni a ningún sitio relacionado con la Mancha. Para tratar de despejarme, decidí ir a casa de Yukio, pues era fin de semana y seguramente se reunirían los chicos del colegio, mis amigos pitucos. En el camino, al pasar por una farmacia, me aprovisioné de algunos calmantes. Creo que encontré cierta calma una vez que, caída la noche y sumergido en la tranquilidad de la inmensa casa, relaté, ante las expresiones de asombro de mis amigos, lo que había sucedido con el Chusko, las reuniones para ayudarlo y lo acontecido en la tarde en mi casa. Fui el centro de la noche, me colmaron de preguntas perspicaces y absurdas, me dijeron que tuviera cuidado y tratase de no meterme en problemas. La última imagen que registré esa noche fue la de ellos bebiendo y jugando en una mesa de billar. Yo yacía a un lado, sobre una banca de madera, adormecido y distante, hablando incoherencias debido a los cuatro Valiums que había ingerido.


El Chusko fue liberado a los cinco días. No le habían encontrado nada comprometedor, salvo sus detenciones por delincuencia común. Aún así, sabíamos que posiblemente lo habían soltado para vigilarlo en medio de la Mancha. Yo sólo me enteré cuando fui a dejarle el almuerzo al día siguiente. Durante todo ese tiempo había mantenido la sensación de estar fuera de lo que realmente estaba pasando y era completamente consciente de que el centro de todos esos acontecimientos era el Chusko, lo cual me provocaba sentimientos encontrados de perturbación y envidia. Yo no hubiera sido capaz de afrontar una situación tan difícil, así que tuve que aceptar que sólo era un arrimado. Me di cuenta de haber estado viviendo la vida de otra persona; no una paralela, sino una falsa, despreciando mi propia vida. Llevarle la comida al Chusko era todo lo que yo podía tener como "aventura". Me sentí un tonto que creía haber entrado a un terreno desconocido y que en realidad no pisaba ni el umbral. Pensaba en Irene y en lo ridículo que me sentiría frente a ella. Creía que con sólo lanzarme una mirada, ella desnudaría mis vergüenzas. Al Chusko sólo pude verlo una semana después de su salida, luego de haber reunido fuerzas para no sentirme un ser demasiado insignificante a su lado. Tras haber pasado toda una tarde huyendo de mí y de esa conciencia, lo encontré en un concierto en No Helden, el último que hubo en esa discoteca antes de que la cerraran los de la Sunat y pasase a ser un instituto de computación. Aquella noche tocaban PTK, Psicosis, Actitud Frenética, Confrontación, Los Rehenes e Incendiaria. Al llegar y ver a Memo junto a dos chicos con casacas negras llenas de púas y con mohicano, me di cuenta de que mi cabello ya no estaba corto y en punta sino más bien largo, caído sobre mis orejas. Noté que no llevaba botas sino zapatillas y que mi pantalón estaba limpio, sin inscripciones. Al comienzo me sentí raro pero luego me dio igual. El umbral oscuro tenía un olor a mierda y orina que se extendía hasta el bar, que se encontraba a unos dos metros y estaba justo frente a la pista, sobre la cual la gente pogeaba. Apenas entré, saludé a todos los que reconocí entre la penumbra. Luego me lancé al segundo piso, que no era más que un balcón de madera vieja desde el cual se veía el tabladillo donde tocaban las bandas. Justo debajo de las maderas roídas del balcón se encontraban colgados los focos de colores que iluminaban el local, lo cual daba a ese lugar una intensa penumbra, por lo que era poco común que alguien subiera. Cuando estuve arriba, me apoyé en la baranda y pude ver el pogo de aproximadamente treinta personas que PTK había desencadenado con "Siente anarquía". El local lucía desolado, tenue y agresivo. Me envolvían la guitarra sucia e inexacta del grupo -aunque Raúl PTK sabía hacer de eso un virtud-, la vehemencia del bajo, tan persistente y machacante y las paredes negras del local, rodeadas de focos verdes y azules que hacían que lo blanco se viera morado o verde o


azul. Sentí los pasos de alguien a mis espaldas y al mismo tiempo un cuchicheo. Reconocí la voz del Chusko. Volteé lentamente y reconocí su figura, su casaca ensangrentada y agujereada, sus bastas del pantalón metidas en las botas de pasadores rojos. Era él, en medio de la penumbra, como un resucitado. Estaba sonriente, con el pecho inflado y la voz estentórea. Una pequeña vergüenza me delató cuando lo saludé de lejos: una mueca, que trató de ser sonrisa, y una mirada lanzadas al suelo. Él dijo mi nombre con fuerza, como si le hubiese dado gusto hacerlo y luego se fue acercando. Me tomó por el cuello toscamente mientras me preguntaba cómo me encontraba, por qué estaba tan sólo allá arriba. Detrás de él fueron llegando algunas personas que yo no conocía. Chicos y chicas que venían a hacer turismo. -Chibolo, te presento a una gente de la Católica -dijo el Chusko-. Miren, él es el chico del que les hablé. Él escribe, toca guitarra, viene a los conversatorios y fue él quien me llevaba la comida cuando estuve en cana. ¿Verdad, Chibolo? Sentí una vergüenza profunda y un ahogo que casi me hace ceder en el instante en que le dijo a una chica que yo era muy talentoso y que en el futuro haría muchas cosas por esparcir la idea. Dijo además que yo era un amigo de verdad, alguien en quien él siempre confiaría y que había conocido en su vida a muy pocas personas como yo, pero nunca a nadie de mi edad, a nadie con mis inquietudes, mi firmeza de pensamiento y mi claridad para esbozar sentimientos e ideas. Lo que dijo luego ya no lo escuché, sólo vi que sus amigos me miraban sonriendo, encantados, como si la descripción que el Chusko había hecho de mí los hubiera deslumbrado, como si yo fuera digno de su admiración. Me sentí ridículo y hasta humillado, me aplastaba todo el peso de mi autocompasión. Pero me sentía impelido a sonreír y ser amable, siempre por el aprecio que sentía por el Chusko. A otro lo hubiera mandado a la mierda, le hubiera hecho una de mis escenas en las que me vilipendiaba masoquistamente. Pero el Chusko inspiraba en mí no sólo lo que ya expresé, sino una indescifrable sensación de incertidumbre que me llevaba a no dar nada por sentado, aún en mis propios asuntos. Nacía dentro de mí un silencio arrollador que bloqueaba mi drama personal, el hilo de mis lamentos. Sus propias palabras eran arengas que yo debía asumir. Esa noche comprobé que el Chusko no era de esta tierra. Cuando dejó de hablar acerca de mí empezó a preguntar cómo iban el boletín y el Manifiesto con el que nos acercaríamos a las bases sindicales. Todo lo que había quedado pendiente debía retomarse ya. Me preguntó cuándo sería la próxima reunión y le dije, balbuceando, que aún no lo sabía, que aún no habíamos quedado en


una fecha. Luego de mencionar que lo más prudente era detener por un tiempo las actividades del colectivo, dijo que el día anterior había visto en La Victoria un muro extenso. Había hablado con el responsable del local, un anciano guardián de autos, que dijo que no había ningún problema. El Chusko ya había pensado en un collage de cuerpos atados y bocas amordazadas, en pintura negra, blanca y roja. Pensó en una frase que se podía escribir en el mural, una frase que leyó en los muros de la carceleta. -Claro que hay que someterla a votación -dijo-, pero el local de todas maneras está disponible. Tenemos que reunirnos para ver los fondos y conversar con la chica que va a hacer el dibujo. ¿Cómo es que se llama? Le di el nombre de Irene e hizo un gesto como tratando de recordar. Yo me interrogaba pensando en su fortaleza y su ánimo, en su voluntad incólume, intacta a pesar de los días de cárcel. -Sólo cuando hayamos preparado el Manifiesto -continuó- podremos tener un conjunto de temas para desarrollar por comisiones sobre temas de economía, de cultura, de educación. Luego buscaremos a gente que esté metida en esos temas, con mayor material y documentación, y personas que no necesariamente se digan libertarias pero que al ver nuestras ideas se sientan identificadas. A esa gente la reuniremos en conversatorios acerca de la idea en las universidades. Por un momento me pareció descabellado pensar que el Chusko se había vuelto más fuerte y convencido de sus ideales, pero poco a poco esa idea fue tomando fuerza. Sentí más que nunca la necesidad de recordar para siempre aquel momento en el que las convicciones de un hombre se reafirmaban, demostrando que ni el encierro ni la tortura podían silenciar sus sentimientos e ideas. La naturaleza del Chusko, expresada por sus historias y gestos, resultó ser un embrujo del que no pude librarme por años, cuando trataba de hacerlo héroe de mis cuentos, aquellos que dejaba siempre para el siguiente día o bien terminaba quemando. Un ser que vivía cada día como el último, un hombre perfecto encerrado en instantes para eternizar, los cuales yo era incapaz de plasmar en relatos. Alguien, desde el micrófono en la tarima, gritó: -¡La gente de Incendiaria! Vaya subiendo… No sé de donde apareció tanta gente. Desde el balcón vi como se desplazaban hacía la parte delantera de la pista, apoltronándose contra la tarima. No vi cuando el Chusko bajó las escaleras ni cuando cruzó el local. Sólo lo vi cogiendo el bajo y probando la afinación, pidiendo que le suban el volumen a su micro. Escuchaba los gritos de la gente que había venido a ver al grupo. Gente de Los Olivos y Vitarte, de Chorrillos y Breña, de San Juan y Villa El Salvador. Yo tenía en la mano un vaso de cerveza que los amigos del Chusko


me invitaron, al beberlo iba registrando en la mente la oscuridad del local y el brillo en los ojos del Chusko al momento de describir sus proyectos, su voz estentórea como un rugido, la abyección del local que exhalaba un vaho húmedo y sofocante a la vez, los gritos de la gente que llenaba todo el espacio disponible para el pogo, que pedía canciones y saludaba al Chusko. El Poggi redoblaba los tambores y se quitaba la casaca de cuero, Kino hacía lo mismo mientras ecualizaba la distorsión. El Chusko empezó a cantar mientras la gente coreaba: Dime por qué estás aquí ¿Acaso sientes lo que pasa a tu alrededor…? II Llegó el invierno del 94 y, mientras me acercaba al fin de mi vida escolar, mi relación con el Chusko era cada vez más fraterna, hasta el punto en que llegué a verlo como un hermano mayor y muchos en la mancha nos consideraban como tales. Si alguna noche no tenía dinero para su pasaje o le faltaba comida en el Hueco, mi casa era un lugar seguro para quedarse a dormir, o nunca le negaba un sol o dos para un trago o un pan con lo que sea y un emoliente. Cada vez sentía más respeto por él y sentía que él me valoraba un poco más día a día. Durante ese tiempo sólo vi a Irene en ocasiones, pero jamás pudimos conversar a solas. Incluso, una noche, cuando nos dijeron en el colectivo que nos acercáramos a volantear en la puerta del PUM para tener contacto con gremios campesinos del Cuzco y Puno, sólo cruzamos monosílabos y nos sentíamos muy tensos. Al menos yo, que no quería hablar de aquella noche en la Vía Expresa, pues sentía que ella explotaría contra mí. La comprendía plenamente… Puede decirse que por ese entonces ya el colectivo funcionaba con cierto equilibrio: la gente que no quería enrollarse con "ideologías" -como ellos decían- se limitaba a ver o a asistir a nuestras actividades, pero ya no trataban de sabotearlas; y la gente "intelectual" había aprendido a no juzgar a los que no se interesaban en el anarquismo. La inmensa cantidad de textos y panfletos que surgieron de esas reuniones, la profundización en el tema de la autogestión y el conocimiento de grupos que no se autoproclamaban libertarios pero que se desarrollaban bajo esos preceptos, como las comunidades de campesinos del 63 en Quillabamba y La Convención en Cuzco, fortalecieron las ideas de los que asistíamos; los debates que se


llevaron a cabo en locales universitarios, donde se hablaba de todas las corrientes anárquicas que existieron desde los tiempos de Stirner, pasando por Bakunin y Kropotkin, llegando a Malatesta, Guerin y Ken Knobb: anarcosindicalismo, anarco-comunismo, anarco-individualismo, federalismo, situacionismo. La caída de los regímenes de oriente y la desmantelación paulatina de Sendero iba abriendo puertas, pero a la vez nos estigmatizaba en medio de una población que veía como un triunfo del gobierno fujimorista la destrucción de las organizaciones populares, la satanización de las ideas socialistas y antagónicas al sistema. Pronto Fujimori sería reelegido, su poder sería cada vez más incuestionable; sus métodos, justificados por su "pragmatismo" y su figura, endiosada por un pueblo agradecido por una paz falsa, sin justicia ni libertades. Al ser testigos de cómo la gente entregaba ciegamente todo su poder de decisión, veíamos cómo se gestaba un monstruo que algún día mostraría su verdadero rostro. El Chusko decía que la crítica anarquista al gobierno fujimorista se basaba no en lo mal que podía llevarse la economía, sino en la forma cómo se administraba el poder, en la estructura del Estado. Yo le escuchaba atento, recordando que él, aquel 5 de abril, había previsto casi todo lo que vivíamos entonces. Cuando el Chusko hablaba en las reuniones acerca de anarquistas de comienzos de siglo, una idea ridícula cruzaba mi mente: que él fuera reencarnación de uno de ellos. Durante las tardes que pasábamos juntos, cuando salía del colegio directo al Centro, lo escuchaba narrar aquellos relatos enciclopédicos acerca de la Revolución Española, las colectivizaciones en Cataluña, la efectividad de las fábricas dirigidas por sindicatos anarquistas que, aparte de la producción normal, debían producir armas para el frente de batalla, donde los franquistas contaban con el apoyo de nazis y fascistas italianos. Hablaba de Buenaventura Durruti con mayor encanto que cuando hablaba del Ché, de las persecuciones que éste atravesó, de sus años en cárceles y su coherencia y sacrificio. Una tarde, sentados en las gradas del Centro Cívico, luego de pintarrajear con spray algunos muros de la zona donde se encontraban las oficinas de la SUNAT, le escuché leer un extracto de Homenaje a Cataluña de George Orwell, donde se narraba -y casi podía sentirse- el ambiente de una ciudad liberada del capital y el Estado: calles con banderas que anunciaban fábricas expropiadas y colectivizadas, donde la gente trabajaba según sus necesidades; trenes y tranvías pintados de negro y rojo, edificios tomados por obreros, campañas de alfabetización y servicios médicos en las ciudades de Aragón, Castilla y Andalucía. De julio a octubre del 36, en ese territorio, la gente se sintió humana por primera vez y ya no parte de una maquinaría en la que sus voluntades eran aplastadas por los


intereses de unos pocos. Una ciudad en la que por doquier se respiraba la creencia en la Revolución y el futuro. -¿Y aquí en el Perú podría pasar algo así? -preguntaba yo. -Talvez no de la misma manera -decía él-. Lo único que se busca es que el poder no esté en tan pocas manos, que se cree un espacio donde se desarrollen estas ideas y actividades. Cuando pienso que la gran mayoría de mis ideas políticas se cimentaron en esas conversaciones callejeras, entre bares y conciertos, en fanzines y canciones, no sólo me siento fuera de sitio por no poseer una formación metódica, sino que no puedo evitar sentir gratitud por sentirme obra del Chusko. La crudeza de algunos temas como la expropiación de los medios productivos, la lucidez con que expresaba la inmoralidad de los que eran históricamente culpables del infortunio de muchos, la coherencia y humildad que mostraba ante sus adversarios, su ánimo de entendimiento, los llevo grabados como la letra de una canción. Sólo él me habló acerca de la corriente colaboracionista en la Guerra con Chile, de los intereses de los hacendados y aristócratas, y de la traición del Estado a los comuneros que lucharon en La Campaña de la Breña, luego de que Cáceres tomara el poder. Él me habló de los Pardo, los Wiesse, los Picasso, el Grupo Romero, me señaló quienes eran los dueños del Perú, pero jamás con el ánimo de envenenarme el corazón, sino de hacerme conocer algo que estaba más allá, lo cual yo había buscado desde niño. Lo prohibido, lo temerario, cobraban en él la forma que yo hubiera deseado poseer para aceptar la vida que llevaba, para escapar de mis debilidades y no sentirme culpable de lo que poseía y no avergonzarme por lo que me faltaba. Sólo cuando él me dibujó una realidad dura pero hermosa a la vez, pude sentir el rumbo de mis propios deseos. Nunca sentí una deuda tan grande hacia alguien y hasta ahora la realidad no ha vuelto a mostrarse tan mágica, tan a la mano como en aquel tiempo. Talvez porque nunca volví a soñar como lo hacía entonces. De vez en cuando reviso los escritos que me regaló por esos días, sus dibujos, poemas y cuentos. Días antes de que tuviera lugar aquel suceso que es el corazón de mi relato, me había entregado algunas de sus fotografías en conciertos, pues en el Hueco podían malograrse por la humedad. Me las había dado una noche en Quilca, en un concierto en el bar Las Rejas, no recuerdo si aquella noche en que aparecieron algunos volantes senderistas que me asustaron un poco o la noche en que se volvió a juntar Leuzemia. Lo cierto es que estaba tan borracho que las fotos se quedaron olvidadas en el fondo de mi mochila vieja, en la que apenas llevaba un cuaderno para todos los cursos, un lapicero, un polo y un fanzine. Pero sí recuerdo que esa noche el Chato me contó que Irene estaba yendo a dormir todos los días al Hueco.


-Parece que no quiere volver a su casa -decía-. Por mí no hay problema en que se quede, pero si la busca su familia, podemos tener problemas. Alison dijo que no sólo dormía en el Hueco, sino en casas de amigas cuando podía. Cuando pregunté por qué lo hacía, Poggi contestó con sorna: -No quiere ir a su casa porque sus viejos han vuelto para vivir con ella… Desde esa noche comencé a buscarla, a preguntar por ella en todos los bares, soportando las bromas pesadas de algunos que veían como algo gracioso que un mocoso como yo anduviese tras una hembra como ella. Pero jamás apareció por el Hueco las noches que fui a dormir, ni estuvo en la carreta del Chato, ni fue a los conciertos a los que yo fui. Siempre alguien me decía que la acababa de ver hacía un instante o me contaba que había estado con ella la noche anterior en una juerga, pero que luego se fue sin decir a donde. -Está muy mal la chica esa -decían-. Un rato la ves muy animada hablándote sobre su vida desde principio a fin y luego la ves odiándose, maldiciendo su suerte. Parece una maniática que se siente víctima de todo lo que le pasa… Yo hacía oídos sordos a todo eso. Sentía que era el único que sabía lo que ella estaba atravesando. Supe que ella estaba viviendo la historia que ella hubiese querido vivir. Y por eso la buscaba: porque entrando en su historia formaría parte de ella y porque ella ya era parte de mi historia, de esa historia grandiosa que un día vería la luz y hablaría de nuestra búsqueda y nuestro encuentro en ese mar de confusión, de mis cuentos y sus pinturas, nuestros pasados, nuestras soledades inmensas y nuestros temores vencidos. Bastaba una mirada suya para que yo ingresase en el orden implacable de sucesos que ella creaba dentro de sí, aquel oscuro túnel impenetrable al mundo con él cual logré comunicarme. Buscaba una palabra, un contacto que me hiciera ser alguien. La tarde en que encontré las fotos del Chusko en mi mochila había recorrido todo el Centro, desde los griferos del jirón Huancavelica hasta el Hueco, donde me dijeron que estaba en la Vía Expresa, en un parque cerca de Matute. Al no encontrarla decidí regresar a mi casa, pero como no prestaba atención a mis pasos por pensar todo el tiempo en ella, terminé en el Museo de Arte. Serían más de las seis de la tarde, pues empezaba a oscurecer, cuando llegué a Las Rejas. Me senté y al ver los poemas colocados en el periódico mural editado por Piero Bustos, vocero de la Asociación Cultural El Sapo, tuve la idea de dejarle a Irene una nota con alguien del bar, diciéndole que todo lo que ella hacía tenía para mí un sentido y que era, a pesar de lo que los demás dijeran, algo valiente. Mientras buscaba mi cuaderno encontré las fotos. Las estaba mirando cuando llegó Piero, quien al verlas me ofreció un poco de grifa a cambio de algunas de ellas, según él para ponerlas en un collage del periódico mural.


-Ese concierto lo organizamos nosotros en el Rímac, hace un culo de años dijo-. ¿Cómo las conseguiste? -Me las dio el Chusko -contesté. -¡Ah! Te las regaló tu viejo. Me jodía que dijeran eso en tono de burla. Sabía que no debía molestarme, pero sentía la malicia de la gente. -Al mediodía estuvo tu amiga por aquí -dijo Piero. -¿Irene? ¿Te dijo a donde iba?- pregunté. -No. Sólo comió y se quitó. Debí haber mostrado una expresión muy amarga, pues al instante dijo: -Estás muy chico para dejar que una comadre te tenga así, Chibolo. Ten cuidado, no vayas a terminar como los huevones que vienen por acá y que tú ya conoces. Como mi compare Cuervo que la otra noche le pegó a su ex hembra en la esquina porque no soporta que lo haya choteado. O como mi compare Tavo, que su mujer, viéndolo hasta las huevas con el trago, aprovechó para vender todos sus libros y hasta su ropa, y el huevón se dio cuenta recién a las dos semanas, cuando la cojuda se fue con otro… Así era él de adorable, todo un periódico mural andante. Cuando se dio cuenta que estaba hablando de más, trató de cambiar de tema: -Manya, Chibolo. Para desfogarte tienes el chongo... -Yo no iría ni cagando donde una puta -le dije-. No es eso lo que me jode, huevón. Era cierto: no era eso lo que me interesaba, pero él no lo entendería. Me miró con cara de muy conocedor antes de irse y me dijo: -Ah, Me olvidaba -dijo-. Si ves a tu viejo dile que hay un concierto en homenaje a Hudson Valdivia y que queremos que toque Incendiaria. Me percaté recién de la muerte del recitador de Vallejo y recordé que el Chusko era su amigo, y no sé por qué me sentí con autoridad para dar por hecho la participación de Incendiaria en el concierto. Entonces llegó Kino. Sentí vergüenza al darme cuenta de que estaba hablando en nombre de un grupo al cual no pertenecía, más aún teniendo a uno de sus miembros frente a mí. Desde el saludo lo noté extraño, y me di cuenta que esperaba que Piero se fuera para recién decirme algo. Es que Piero era tan chismoso…Cuando Piero se había por fin largado, Kino habló: -Chibolo, que bien que te encuentro. ¿Ya sabes? -¿Lo de Irene? -No, huevón. Lo del Chusko -casi se enfureció al decir eso, y yo sentí una rigidez recorriéndome cuando le dije que no. -Está cagado otra vez -dijo. -¿Por qué? Si los tombos ya no lo jodían…


-No, huevón, esta vez no son los tombos los que lo buscan. Bueno, no sólo ellos… Yo empezaba a ofuscarme por su lentitud. Kino se sentó y me dijo en voz baja, con tono dramático: -¿Te acuerdas de la revista Heridabierta? -Si -dije-. La de poesía. -Si. A casi todos los que colaboraban en ella los han caneado. Parece que entre ellos había uno o dos sacos y por ese huevón todos están pagando pato. -¿Qué tiene eso que ver con el Chusko? -Es algo bien complicado, bien jodido. No estoy seguro de cómo se dio. Mira, tú sabes que los sacos no lo quieren mucho al Chusko aunque tenía buenas relaciones con los patas de esta revista, ¿No? Bueno, los sacos tienen infiltrados en la policía y parece que alguno de ellos ha puesto el nombre del Chusko entre los miembros de Heridabierta, o bien pueden haber sido los mismos sacos detenidos los que estén acusándolo para no delatar a uno de los suyos. En fín, eso ya lo sabremos después. Lo cierto es que los tombos lo buscan ahora supuestamente con pruebas y antecedentes. Ahorita el Chusko está escondido. -¿Tú cómo te enteraste? -El fue el primero en darse cuenta, desde la caída de los Heridabierta ya se veía venir. El sabía que entre ellos había un saco que hasta bajaba al Hueco, uno que le pidió que volanteara. -¿Qué? -pregunté. -Sí. Por eso ahora no sólo se está escondiendo de los tombos, sino también de los sacos. Los sacos ya lo habían amenazado para que no hablase de los volantes, pero el saco que ha caído era el que siempre sacaba cara por él. -Pero él está limpio, ¿no? -Claro, pero por eso ha tenido que esconderse, porque ya nadie saca cara por él y los sacos le dijeron que sus datos ya estaban en registros de Seguridad del Estado como miembro del Partido. Les hizo la bronca en un concierto y los huevones salieron como matones. Si hubiesen estado en otra parte, fijo que le daban vuelta. -Pero, ¿por qué le tienen tanta bronca? -Porque siempre quisieron utilizarlo para entrar en el colectivo, para jalar gente. -¿Has ido al Hueco? -le dije-. ¿Has avisado a la gente del Colectivo? -En el Hueco nadie se aparece. No te preocupes. Sólo me faltabas tú. Pero a la gente le he dicho que el Chusko está de viaje en Huancavelica, camino al Cuzco, para traer material de la Mancha de esa zona. La gente no debe saber


que los sacos están jodiéndolo, se asustarían y pensarían que él ha estado metido con ellos… -No, la gente sabe que puede confiar en él. Pero, ¿donde está? -pregunté. -¿Te acuerdas que detrás de la Carpa Teatro del Puente Santa Rosa hay un muro que da a un descampado? -Sí, donde la gente entra a fumar… -Mira, pasando el descampado, tirando para el río, hay un almacén viejo. El Chusko trabajó ahí hace tiempo, ahí guardábamos la primera carreta que tuvimos en Colmena. A ese lugar sólo los angustiados se atreven a entrar, porque ahora que está abandonado hay un olor a mierda y rata muerta. Además, hace un frío de la gramputa. Me acuerdo que una vez… -¿O sea que lo has visto? -le corté-. ¿Cómo está? -Está bien. Tú sabes que él no se apaga así nomás. Está tranquilo. Sabe que es cuestión de tiempo, un par de meses. Pero va a necesitar a alguien que le lleve cosas. Yo tengo que trabajar, lo sabes, y no puedo exponerme mucho porque saben que toco con él, así que ahorita debo estar vigilado… -¿Qué cosas va a necesitar? -Justo de eso quería hablarte. Me pidió que te diera este recado. Empecé a comprender a donde apuntaba todo y me sentí halagado y ansioso. -Quiere que le lleves algunas cosas… Era curioso ver cómo nuestros destinos se entrelazaban sin que yo lo dispusiese, pero me resultaba vergonzosa mi incapacidad para estar a la altura de los sucesos, para asumirlos fríamente, a la vez que envidiaba al Chusko porque él sí ponía a prueba su temeridad. Otra vez estaría ante esa historia y esa personalidad avasalladoras, sintiéndome un ridículo privilegiado, un rebelde de ficción. -Claro que todo depende de tu decisión - dijo Kino-. ¿Podrás hacerlo? -Claro que lo haré -me apuré a decir, dejando caer por fin un peso cada vez más insoportable. III Kino no me había dicho que el muro que tenía que traspasar tenía vidrios incrustados en el borde, ni que había una escalinata de ladrillos sueltos por la que podía trepar tranquilamente. Está claro que la primera vez fue desastrosa y muy difícil, más aún con la mochila llena de cosas -ya me había acostumbrado a tenerla siempre vacía-: ropa, panes con pollo y jamonada, una botella de jugo, libros, periódicos y cassettes. Kino sólo me dijo que debía entrar por la parte trasera del patio de la Carpa, por donde había oficinas y talleres de danzas folklóricas. Debía caminar por el filo de un muro contiguo a una pequeña pendiente desde la cual podía verse viejos vagones abandonados


al polvo y a la humedad del río Rimac. Los rieles lucían un óxido antiguo, un gesto desvelado, hartos de tanta Lima. Era esa desolación cálida y transparente la siempre trataba de atrapar en mis cuentos. Traté de divisar algunas de las ratas que viven por ahí, pero mi vista nunca fue buena. Talvez divisé una, pero seguramente la confundí con las rocas. Las casas viejas en la otra orilla, parecían arrullarse con el transcurso del río. Al mirarlas, me asaltó un pequeño vértigo, así que me apresuré a cruzar el muro de una vez. Así, me encontré en el techo del taller de danzas y desde ahí pude ver el descampado en el cual, en las noches de concierto, la gente fumaba cualquier cosa menos tabaco. Di tres o cuatro trancos para cruzar el taller y luego me dejé caer sobre el pequeño arenal, un terreno que alguna vez estuvo destinado a ser comedor, ya que pude ver un lavadero viejo y seco, bancas largas, mesas plegables sin armar, apiladas y oxidadas. Todo ello bañado por una tarde templada de invierno y azotada por un viento impetuoso. Nunca había visto ese lugar a la luz del sol. Cuando había concierto, lo único que se podía diferenciar en ese lugar era el humo de los bates y tolas, la lucecilla que éstos desprendían, el polvo que levantaban nuestros pies. Sólo podía percibirse susurros rápidos e intermitentes pitadas, el fragor de algún fósforo que se extinguía luego. Recuerdo que la gente coreaba los temas de los grupos que tocaban en el local, grupos como G3, Voz Propia, PTK. Ese lugar fue cantera eterna de la Mancha, pues fue construida por un colectivo de artistas plásticos, contemporáneos de colectivos poéticos como Kloaka y revistas como Macho Cabrío. Ahí se llevó a cabo el concierto del cual leí en un periódico Página Libre de 1986: era un reportaje a manera de testimonio, que describía las actitudes de los grupos, la escenografía y las broncas. Todo narrado desde el punto de vista de un asistente común. Recordé que había visto durante mi infancia infinidad de afiches de conciertos realizados en ese lugar, a los que nunca asistí. Pensé en la exposición de fotos que una vez se realizó en ella, en la que aparecía Leuzemia, Zcuela, Guerrilla Urbana; todas esas almas habitaban los muros y las telas de esa carpa, sus bancas de madera, sus terrenos baldíos. Recordé que entre las fotos que el Chusko me regaló, habían algunas tomadas en algún concierto hecho en la Carpa. Dejé toda esa cavilación de lado, pues sentí que de un momento a otro yo también me oxidaría. Me ensucié al subir, se rasgó mi pantalón y me hice un pequeño tajo en la muñeca al saltar torpemente del muro. El lugar en el que caí era un gallinero con ropa tendida. Una niñita asustada me miraba con la boca abierta. Me di cuenta del error y le pedí que no se asustara mientras me trepaba nuevamente al muro. Al hacerlo sentí que la niña corría llamando a alguien. Me apuré, pero era difícil correr sobre un muro tan angosto. Recordé que Kino había


dicho que el lugar quedaba en dirección al río. Levanté los ojos y vi un patio a unos cuantos metros, lleno de cajas de botellas vacías y estructuras de latón abandonadas. Avancé y me dejé caer nuevamente. Esta vez lo hice sobre una plancha de hojalata que emitió, al recibirme, un estallido sordo. Sentí temor de haberme equivocado nuevamente. La sensación se despejó cuando me vi rodeado de cajas con inscripciones del registro municipal. Me puse de pie tratando de no hacer más ruido mientras me sacudía la ropa. Empecé a llamar al Chusko casi en susurros -por alguna razón pensé que era lo mejor- mientras recogía la mochila. Mi voz fue tomando fuerza a medida que empezaba a intimidarme el silencio del local. Un eco estruendoso colmaba todo el vacío. Crucé el patio hasta llegar debajo de un cobertizo de calaminas, oscuro y atiborrado de cajas y maderas polvorientas. A partir de ahí, el suelo era de cemento ralo. Avancé con los oídos atentos, lentamente, con cautela. El silencio metálico del techo parecía crujir en mi cabeza y el calor de los maderos llegaba hasta mí transformándose en un copioso sudor. Dejé de llamar al Chusko y empecé a deambular entre los vacíos que el lugar mostraba. Encontré pequeños cuartos vacíos, sin puertas, junto a un portón metálico trancado; cilindros llenos de viruta metálica y piezas de camiones, garfios y cadenas, barras de acero cortadas, esmeriladas y limadas. Me di cuenta de que se trataba de una reparadora de piezas, algo así como una tornería. Cuando vi un taladro de pernos en un rincón, recordé que alguna vez trabajé en una tornería como ayudante. Me acerqué a la máquina, que se encontraba a unos cuatro metros, mostrando un cartelito en inglés. Empecé a juguetear con ella, cuando me asaltó la idea de que yo no debía estar haciendo eso, pues la situación era dramática y merecía ser captada en su totalidad. Se suponía que estaba llevándole la comida a un fugitivo, a un individuo fuera de la ley, no podía entonces detenerme en algo tan torpe y banal. Dejé la máquina sintiéndome un idiota ridículo y di la vuelta, cuando, de la nada, apareció alguien apuntándome con un arma a cierta distancia. Me quedé helado. Era el Chusko. Afortunadamente pudo distinguirme al irse acercando y al reconocer mi voz que le decía nerviosamente: -Chusko, te traje lo que me pediste. Bajó el arma y la cabeza, se detuvo y dejó salir un largo suspiro. Me pidió disculpas mientras se acercaba. Lo fui distinguiendo mejor entre las sombras y los haces de luz polvorienta que se colaban por algún orificio de la calamina. Era el Chusko, mi amigo. Me encontraba por fin dentro de su mundo, en sus dominios. Como en una confabulación contra el tedio empecé a comportarme de acuerdo a la situación: le describí ceremoniosamente lo que le había llevado, le comenté lo que se decía acerca de él en los bares, en los conciertos, le conté que nos reuníamos ahora en un parque cerca de la casa de Kino; le


mencioné que los proyectos estaban estancados -como siempre- y sobre una marcha que se llevaría a cabo en contra de las elecciones. Atravesamos el patio lleno de cajas y botellas hasta llegar a una especie de cubículo donde se podía ver herramientas abandonadas. Era un compartimiento sin puerta que dijo haber tomado como habitación. Nos sentamos en el suelo y me preguntó por mi salud, dijo verme cansado ojeroso y tenso. Realmente lo estaba, pero no me interesaba hablar de mí: quería envolverme del aire extraterreno del lugar y la situación. Luego lo vi engullirse los panes y casi ahogarse con el refresco de maracuyá que le entregué. Después, mientras hojeaba los fanzines y comics, le hablaba acerca de insignificancias a las que yo añadía un aura dramática, le preguntaba impertinencias que él no respondía o demoraba en responder. Casi no podía mantener la solemnidad que ameritaba el momento. -¿Cómo te sientes con todo esto? -pregunté sin que me importara delatar mi ansiedad. -Jodido -respondió él-. Te demoraste en preguntar, huevón. -¿Qué? -pregunté. -Es una típica pregunta tuya. -Cualquiera la haría en un momento como este. -No te molestes, Chibolo. No lo dije de mala fe. Siguió un silencio largo, en el que sólo se escuchaba el ruido que hacía al masticar. La luz del día se extinguía lentamente dejando el local con una apariencia soñolienta. -¿Por qué pediste que fuera yo quien te trajera las cosas? -pregunté. -Pues…-dijo con la boca llena-, porque te considero mi amigo. ¿Por qué? ¿No querías hacerlo? -No, no es eso. Claro que quería hacerlo. Pero pudo haber sido otro. -Sí, pudo ser otro -dijo dejando de comer por un momento-. Pero hubiera sido más difícil. Los sacos casi no te conocen y los tombos sólo te han visto cuando fuiste a dejarme la comida. ¿Sabes una cosa? Ese es un gesto tuyo que recuerdo mucho. Nadie había hecho algo así por mí desde hacía mucho tiempo. Cuando me enteré que habías sido tú, te imaginé parado entre toda esa gente llorosa parada en la cola, esperando dejar la comida a sus parientes. Te imaginé preguntando por mí, con tu uniforme y tu mochila, molesto, como paras todo el tiempo, y con las bolsas negras de la comida en la mano … -Yo no paro molesto todo el tiempo… -No lo tomes a pecho, Chibolo -dijo riendo-. Bueno así te describo en un cuento que escribí sobre eso. -¿Qué? ¿Un cuento? –dije sorprendido. -Sí, pero sólo tengo un primer borrador.


Me quedé callado y fue como que él intuyera que yo estaba ansioso por saber más. -Se trata -dijo- de alguien que lleva comida a un amigo y está escrito en primera persona, como un diálogo interior en el que me imagino lo que pensabas en ese momento, los recuerdos y miedos que a uno le pasan por la cabeza. Claro que hay variaciones: no son nuestros nombres y al final el detenido pasa cinco años adentro y se muere. -Oye, pero tú no te moriste… -le interrumpí. Mi frase le extraño tanto que frunció el ceño y pareció avejentarse cien años. -Claro que no. Pero, ¿Qué hay con eso? -No, nada. Me pareció que no era muy fiel a la realidad. Volvió a fruncir el ceño, está vez con más energía. -No tiene que serlo. No tiene que ser fiel a la realidad… No insistí en la discusión pues sentí que pisaba terreno ajeno a mi entendimiento. Me sentí intimidado por la insignificante frase dicha por el Chusko, una frase en la que expresaba su completo desinterés en lo que yo consideraba apremiante. Estuve un buen rato tratando de descifrarla. -No creo que valga la pena escribir un cuento sobre eso -dije poniéndome de pie y casi quejándome-. Sólo hay dos o tres sucesos, casi no hay acción. En un tono áspero y recriminatorio dijo: -¿Y acaso hay algo que valga la pena escribir? ¿Alguna acción? ¿Algún hecho concreto? -Claro que sí -dije convencido-. Además, un cuento así de recargado sería tedioso. -Eso no tiene que importarme -contestó-. Sólo me interesa lograr una semblanza, un conjunto de rasgos, el resto lo crea quien lee… -Eso es difícil. A la gente le puede parecer una imagen estancada, sin pies ni cabeza. -Pues la literatura -dijo- está repleta de esas imágenes. A ti mismo te encanta "percibir los momentos" y "sentir su plenitud". ¿No dices eso? Tenía razón. Me sentí acorralado y caí en cuenta de mi contradicción. -Esas imágenes -continuó- representan los momentos que vivimos realmente a plenitud. Es algo que sucede a cada instante y no se necesita ser "consciente" de ello, ni percibirlo, como tú dices. Están ahí, simplemente. Son recreaciones de nuestra plenitud… Me sentía confundido por el intensidad de sus palabras. Sin embargo su tono y ritmo eran calmados. -No entiendo de qué estamos hablando -dije. -No te preocupes. En realidad no estamos hablando de gran cosa, sólo de una imagen.


No dije nada. Sólo recogí mi mochila ya vacía y le dije que volvería en dos día, pidiéndole que no se tragase en una sola tarde todo lo que le había llevado. Cuando le di la mano, sentí que la tenía más áspera y pesada. Aún lo escuchaba masticar la comida cuando ya me encontraba sobre el techo de calamina, debajo de un cielo oscuro sin estrellas. IV La segunda vez que lo fui a ver, lo sorprendí durmiendo. Mientras se desperezaba yo iba diciéndole que había llegado tarde porque tuve que sacar las cosas sin que nadie en mi casa lo notara. Le entregué una grabadora destartalada, muy antigua, y unos cassettes. -Te hice una selección de La Polla y Eskorbuto -le dije. Emocionado, me agradeció tomando las cintas en sus manos. Luego preguntó si sabía algo de los sacos que lo andaban buscando, pero como yo no los conocía no le pude dar razón. -Hace dos días vi en Quilca a un par de sacos borrachos, regalándose como huevones. Uno de ellos decía haber salido recién de cana, así que no creo que hayan sido los que te buscan. Noté que se sustraía mientras me escuchaba. Le pregunté, toscamente, qué había pasado realmente con esos huevones. -Eh…nada, una cojudez -gruñó mirando al piso y tocándose la frente-. Algo que sólo un imbécil puede hacer: me exigieron colaboración "voluntaria" para sabotear una ONG en Canta y otra en Cañete. Se enteraron de que mi familia era de esa zona y me pidieron que hiciera propaganda, en otras palabras que amenazara a la población. Una noche me invitaron a chupar saliendo de un concierto, diciendo que estaban haciendo un trabajo para la universidad acerca de la Mancha Subte. Sino hubiese sido por eso no hubiera ido con ellos. Fue después del concierto en Villa El Salvador…¿Te acuerdas? -Sí -contesté-, esa noche en que tocaron Los Rezios, Perú No Existe, Incendiaria, y que volantearon los sacos. Yo estaba muy pepeado pero me di cuenta de algo. -No pudimos hablar ni veinte minutos -dijo-, los mandé a la mierda. -Alguien me contó que te habían amenazado -acoté. -Sí, pero también había quien sacaba cara por mí. -¿Quién? -pregunté. Dudó antes de responder y yo no quise hostigarlo. -Alguien cercano a Heridabierta -dijo finalmente-. Pero yo ya conocía a otros. Tú sabes, si trabajas con sindicatos y en universidades llegas a tratar con mucha gente. Era inevitable, pero nunca pensé que me pedirían eso.


En otros tiempos, aquello que él mencionaba hubiera despertado en mí un interés ardiente, hubiese hurgado en los sucesos hasta desentrañarlos, hasta conocer a las personas de las cuales él hablaba. Aquel ímpetu por una lucha invisible se había desvanecido, dejándome una leve sensación de culpa. Mientras veía al Chusko hojear las revistas que le había llevado pensaba si esos tiempos fueron realmente tan trascendentes como siempre pensé, pues de la mayor parte de ellos sólo guardaba imágenes vagas, en las cuales sustentaba todas mis interpretaciones presentes. Fue la primera vez que pensé melancólicamente acerca de esos años y sentí que todo había sido un sueño pesado pero incitante. Pensé que era mejor no mencionarle nada la Chusko. -Esa gente tiene una forma muy enferma de soñar. Lo suyo es un martirio organizado -dijo el Chusko al aire-. Su manera de trascender es muy cruda. -Explícame eso… -le pedí. -Lo que hacen es una manera de reafirmarse como individuos -dijo-. Eso no es malo, todos lo hacemos. Todos buscamos un estandarte para realizar nuestros proyectos, porque todo lo que hacemos tiene una razón de ser, un compromiso. Ellos están buscando la manera de salir de sí mismos y de realizar lo ideal. Pero su pasión le da a las cosas un sentido que no tienen, así que terminan idealizando lo real, viviendo un sueño ciego que ya no es ilusión sino vacío. Algo de lo que dijo me resultó familiar, pero no estaba seguro de qué. A pesar de no entenderlo completamente, sentía que sus palabras me concernían. Soñar, vivir los sueños…tal vez eso. -¿Y cuál sería la manera correcta de trascender? - pregunté. Llevándose a la boca uno de los panes que yo le había llevado, apoyado en la pared de yeso celeste, junto a la cual yacían los cartones viejos que usaba como cama, me dijo: -Es difícil describir eso con palabras. Si es que existe una sola forma, estoy seguro de que se manifiesta de modo distinto en cada persona -dijo antes de tragarse el trozo de pan. Luego me miró y sonrió. Yo no comprendía nada. -No lo entiendes, ¿verdad? -dijo-. En realidad nadie puede señalarte la manera de trascender. Pueden narrarte la manera en que les sucedió, los elementos de su vida que tomaron para maniobrar sus emociones, sus iniciativas y retos. Pero eso está sujeto a la experiencia propia. Conforme vayas obteniendo control sobre ti, te darás cuenta que tu pasión es la medida de las pasiones ajenas. Habló mientras se ponía un polo viejo, con un estampado borroso de D.R.I. que le había llevado entre otras cosas. Cuando calló le dije que eso parecía una alquimia o una ingeniería del espíritu. -En cierto modo sí lo es -contestó-. ¿No lo sientes cuando escribes?.


Aunque su manera de decirlo fue de lo más abierta y sin trasfondos, me sentí intimidado, avergonzado por algo que yo consideraba una insatisfacción. Casi le grité al decirle que yo no era un escritor, que era un inútil escribiendo y que lo único que podía hacer para aliviar esa lástima era quemar mis cuentos. -Creí que te gustaba escribir. Hablas mucho de escritores y manejas bien algunos temas. Tienes un rollo que no he conocido en chicos de tu edad y además… No le dejé continuar. Exasperado le dije que sólo era un mocoso presumido que todo lo que conocía acerca de escritores era lo que había escuchado hablar a otros, y que no era más que un impostor, un intruso en medio de gente verdaderamente creativa. -Todo lo que me escuchas decir en los bares son cosas que se me ocurren -dije desesperándome progresivamente-, interpretaciones de lo que otros dicen, experiencias plagiadas para sentirme a la altura de otros, para esconder lo que verdaderamente soy. Era sólo un mocoso cuando esa idea se metió en mi cabeza. -Pero yo sé que lo haces y que tienes ilusiones puestas en eso -dijo el Chusko. -Sí -respondí-, lo hice durante un buen tiempo, pero sin constancia ni disciplina. Seguramente volveré a hacerlo y otra vez notaré que falta algo, que algo no va bien en mis cuentos o que podrían estar mejores. Seguro volveré a quemarlos. Si sólo pudiera dejar de lado el maldito deseo de ser …de ser… -¿Escritor? -dijo el Chusko. -No sé… -¿O de trascender? -volvió a preguntar llevándose una botella a la boca. Me sentí desprotegido, develado ante alguien que parecía conocer cada uno de mis sentimientos. Esquivando su mirada dije: -No sé cuál es mi problema. Lo que escribo no me gusta. A veces incluso siento que tengo ideas valiosas que luego se desvanecen porque no consigo reunir la voluntad necesaria para emprenderlas… -¿Pero acaso no has escrito alguna vez? -preguntó. -Sí, pero nunca acerca de las cosas que suceden en realidad, nunca puedo ordenar lo que pienso acerca de ella. -Eso no es un drama. En realidad uno escribe poco acerca de lo que piensa. Generalmente uno encuentra temas y situaciones mientras escribe, pero en ese transcurso uno no piensa. Escribir es una acción, no un pensamiento y sólo cuando te sientes a escribir se apagará esa maquinita de pensamientos que tienes en la cabeza. -¿Y si no me gusta lo que escribo?


-Una vez que la maquinita se haya detenido -continuó-, no tendrás dudas. Sabrás que lo escrito se adecua a lo que sientes. Pero para eso necesitas serenidad, sólo entonces podrás continuar. Luego me miró y tomó la botella con jugo que le había llevado. -¿Cuál es el siguiente paso? -le pregunté. Demoró en responder pues bebió de la botella hasta dejarla vacía. Concisamente contestó: -Eso yo no lo sé. Te dije que hay una manera distinta de trascender para cada uno. Tal vez decidas no escribir más o dejes de creer en lo que crees ahora. En todo caso será algo a lo que te llevarán tus propios logros y no tendrás miedo de realizarlo. -¿A qué te refieres con mis propios logros? -A todas las acciones que te acerquen a tu verdadero deseo y que te lleven a enfrentar los temores de tu maquinita de pensamientos. Tu maquinita, al tratar de cuidarte, te aleja de las situaciones que te sacarán del estado en el que te encuentras, te confunde y crea sentimientos falsos en ti. -¿Y cómo aparece esa maquinita? –pregunté. Frente a esa pregunta caviló un instante mirando al vacío. -Para eso no hay una regla. Todos llevamos esa maquinita. Es más, la necesitamos para ordenar nuestro mundo, sólo que en algunos se satura. -¿Por qué? -Por distintas causas. Por cualquier circunstancia adversa que no somos capaces de asimilar y que tratamos de resolver en nuestras mentes. Cuando esa voz interior en la que tratamos de dar rumbo a nuestra vida se satura, nuestra vida misma se jode. Nuestra vida es sólo la ilusión que tenemos de ella y son las cosas y las circunstancias quienes forman nuestra ilusión, nuestra voz interior. -¿Sucede así con toda la gente? -No. Hay gente que satura tontamente su maquinita. -¿Por qué? -Porque poseen una mala actitud frente a las cosas. Qué sé yo, un capricho, una obstinación o un deseo insatisfecho. Como tú, que tienes un deseo profundo de ser algo y sabes que para ello debes realizar una actividad que estás poco dispuesto a realizar, por pereza o porque esperas demasiado de ti. Tu deseo crece, pero no produce, se queda estancado y te siembra esa culpa, esa insatisfacción que trae abajo tu voluntad y empeora tu maquinita de pensar. En tu caso es una mala actitud… Para cuando el Chusko calló, ya no pude volver a ser el mismo. ¿Cómo podía alguien saber tanto acerca de mi mundo interior? Su descripción encajaba perfectamente conmigo. Luego de sumergirme en algún divague autocompasivo por un momento, le escuché decir con la boca llena de pan:


-Déjame adivinar: a veces sueles pensar que estás encerrado en un momento perfecto y que debes percibirlo plenamente para luego escribir acerca de él. Cuando te sientas a hacerlo, no sabes por dónde empezar, te sientes débil e inútil, te odias. Toda esa perfección del instante se te escapa, no puedes con la realidad, no aceptas que sea inabarcable para tu conciencia y la exprimes tratando de que te dé las respuestas a tu impotencia. Hurgas en tu conciencia y en tu razonamiento y, al ver que no hay nada claro, terminas culpándote. Buscas en tu pasado un suceso que haya determinado tu situación y, como eres presa de tus remordimientos, encuentras una época triste de tu vida, sucesos adversos que no puedes superar, y vuelves la mirada y la atención hacia ellos. Conforme pasa el tiempo se agrandan y se vuelven culpables de tus fracasos... Cuando se detuvo le lancé una mirada fría. Él me miró sin inmutarse. -Sí -continuó-, te aferras a un pasado ruinoso que alimenta tu maquinita de pensar. A través de tu maquinita percibes el mundo y vas creando la realidad y tus sentimientos hacia el mundo. Pero no sólo eso: empiezas a soñar sin control con lo quisieras llegar a ser, te imaginas que un día saldrás de la situación en la que te encuentras, pero no mueves un dedo para lograr tus objetivos. Luego surge el temor a tu vida soñada... -¿Cómo? -O sea, has soñado tanto con ser algo que ahora ese mismo deseo te da miedo. Tu propio sueño te aterra. Imaginas otra vida, pero sientes que no podrías vivir de otra manera que no sea sumido en el círculo vicioso de tus pretextos y lamentos y te excusas en miles de cosas para no realizar aquello que desencadenará tus sueños. Nunca escuché a nadie hablar con tal certeza. Me sentí desnudo e intimidado ante sus palabras. No me importaba que mis piernas estuvieran adormecidas sobre el cartón viejo y que el frío del aire me golpease la piel duramente. Miré mi reloj y eran las 2:30. Era uno de esos extraños días de invierno limeño en los que el sol calienta levemente a través de un nubarrón espeso. La luz permitía que todos los objetos a nuestro alrededor lucieran claros a pesar de la suciedad. O tal vez todo lo que el Chusko dijo me aclaró la mente y hasta la visión. Nada irrumpía ya. Ni el chillido de la rata que salió corriendo de debajo de los cartones para esconderse en las cajas de botellas. Ya el escenario no era el de mis fábulas, sino el de una realidad sencilla sin complejidades. -Vivir nuestra imaginación -dijo el Chusko- y hacer que la vida no sea esa monotonía vulgar que es en realidad, darle gracia y sentido a cada cosa, ese encanto que sólo encontramos en los libros. Por eso me gusta la Mancha Subte, porque está repleta de Quijotes.


-¿Qué dices? -Está llena de gente dispuesta a enfrentarse a los molinos de viento. No les importa salir heridos, creen en su nobleza y en sus causas perdidas. Además, todos tienen su Dulcinea ¡Ja, Ja! Reí con él. Aquello me causó una mezcla de gracia y temor, pues sabía lo que me preguntaría a continuación. -¿Has visto a Irene? -No -respondí apagadamente. -¿Demorará en regresar a su casa? Respondí con la cabeza y afortunadamente él se dio cuenta de que yo no quería hablar de eso. Cambiando el tema dijo: -Me gusta la Mancha porque hay mucha gente que sueña de una manera especial. Nuestros sueños son lo único que nos obliga seguir viviendo, son la única realidad. Nos dan fuerzas y crean el deseo de ir más allá, de avanzar en nuestras obras y de asumir desafíos, nos ponen a prueba y nos hacen fuertes. -Pero hay cosas más importantes que los sueños –dije yo, sólo por decir algo, pues me di cuenta de que en mi afirmación había algo incierto. -Talvez -dijo-. Pero si te refieres a la realidad, déjame decirte que sólo es el material de nuestras ilusiones y en esa medida es importante. Son nuestros sueños los que crean un nuevo lenguaje dentro de nosotros, que sirve para comunicarnos con las cosas, con las realidades. Rebautizamos todas las cosas para que tengan lugar en nuestra ilusión y sólo así se vuelven importantes para nosotros. -Pero dijiste que era con la maquinita de pensar que comprendemos la realidad. -Sí -dijo-, pero esa es sólo una de las maneras que tenemos de comprender una parte de la realidad. Pero es sólo una herramienta para conseguir algo más profundo. -¿Y cómo le gano a mi maquinita? -No debes ganarle, debes aprender a usarla. No sólo a tu maquinita, sino también a tu imaginación, tus pensamientos e impulsos, sobre todo a tus impulsos. -Pero eso es casi imposible, es muy difícil. Sobre todo para mí. -Yo no he dicho que sea fácil. Es lo más difícil que pueda haber y es una empresa que se debe retomar constantemente. -¿Eso es trascender? -Podría decirse, porque dejas un estado atrás para llegar a otro. -¿Y cómo llego a eso?


-Con tus acciones y tus decisiones -dijo-. Debes darle sentido a cada una de tus acciones y sentir que cada decisión es la más importante de tu vida. Sólo así te dejarás de sentir víctima o culpable de algo. Luego me sentí algo alicaído. Todo lo que decía tenía un orden que yo no podía aún vislumbrar del todo, pero si sentía la calma de sus palabras, el temple, la convicción y la generosidad con que me las dirigía. Lástima que no lo comprendiese del todo. Además, así como él lo exponía, para mí sería imposible llevar a cabo dicho cambio interior. ¿Con qué victorias contaba yo? ¿De qué hechos podía sentirme orgulloso? Yo no podía decir que alguna vez había atravesado una situación que me obligase a sobreponerme, ni siquiera la menor ausencia ni desilusión. Todo lo que cargaba era aquello que le contaba al Chusko. Lleno de vergüenza, con la mirada en el piso, dije: -Eso es algo que me jode -le dije-, tú lo sabes. Siento que no tengo nada de qué sentirme orgulloso. Mi vida no tiene nada de interesante ni he vivido situaciones inquietantes. Tengo una vida regalada en la que no me ha faltado nunca nada y un pasado repleto de caprichos que se quedaron a medio camino, proyectos como el de los cuentos para el boletín o un trabajo más profundo en el colectivo, una banda, un montón de cosas que dejé a medias... Levanté la cabeza y vi que el Chusko me miraba tranquilamente. Parecía que mis ataques de autoflagelación no causaban en él el efecto que causaba en otros. Sin embargo, pude reunir fuerzas para continuar. -Hubiese querido vivir situaciones que me llevasen a verme a mi mismo como alguien consecuente con lo que profesa. Pero no he sido capaz de eso... Nunca se dio la ocasión ni tuve la fuerza de voluntad necesaria... Me di cuenta de que estaba yendo muy lejos en mi confesión improvisada. Me detuve en un balbuceo, acercándome a recoger una de las revistas sobre los cartones. -¿Lo ves? Te sientes víctima porque las situaciones no se han dado y culpable por tu propia indecisión. Yo no niego que hayas tenido una vida cómoda y que tu espíritu jamás se haya podido poner a prueba, pero eso no te hace menos capaz de comprender lo que te dijo. Estoy seguro que hubieras deseado vivir situaciones de riesgo, como las que ves en los libros o las que te han contado, y que durante todo el tiempo lo has deseado como una manera de escapar de tu vida sin dificultades y aventuras. ¿Crees acaso que una persona con una vida problemática es más sensata o especial? Sentí miedo y vergüenza ante sus palabras. Realmente comenzaba a intimidarme que supiera tanto de mi mundo interior y mis conflictos. -No te asustes -dijo, dándose cuenta de mi reacción-. Eso sólo te pasa porque te sientes muy importante para la gente que te rodea. Crees que el mundo gira a tu alrededor y que todos están pendientes de lo que haces. Necesitas su


aprobación y por ello piensas mucho en lo que ellos piensan acerca de ti. Eres un mocoso que se ha metido en cosas de gente grande y eso te hace sentir especial. Hablas de tus problemas porque eso te hace sentir especial ¿Crees que no nos damos cuenta en la Mancha? Su voz no era la de un sermón, ni siquiera la de un consejo. Sólo iba y venía sin importarle que yo la atendiese o no. El Chusko sólo decía lo que pensaba. Levanté los ojos, con la revista en mis manos, y vi que él también me miraba sin intención de incomodarme. Poniéndose de pie dijo: -Basta con que sepas que es igual que estés o no en este lugar, con que sepas que el mundo seguirá su curso aunque no estés en él y que ni tú ni nadie puede cambiar las cosas ni entenderlas completamente. Basta con que aceptes que un día morirás como todos nosotros y que talvez nadie te recuerde. Sólo así dejarás de preocuparte por los acontecimientos de tu vida. -Pero yo quiero ser consecuente con mis ideas. -Yo también -contestó-, pero eso no quiere decir que mi vida tenga que ser gloriosa y llena de sucesos extraordinarios. El problema es que te acostumbraste a ver tu vida de la forma como te hubiera gustado que otros la vieran... Tu vida se ha visto encerrada en una forma, con inicio y final, de ahí que busques el momento en que comenzó tu calvario y el momento en que terminará. Piensas mucho en la forma de tu vida, sabes que todo objeto influye en esa forma y por eso estás pendiente de todo. Eso es lo que te llena de angustia. Se calló de repente. Se dio cuenta que era demasiado para mí. Ya casi no le seguía el ritmo. Pero le pedí que volviera a explicármelo. Después de hacerlo, me dijo: -No razones tanto tu vida, porque así sólo te importará trascender pero no disfrutarla. ¿No te das cuenta de que nadie puede llevar una vida de novela? No quise mirarlo. Me di cuenta, en ese momento, que el Chusko no era conciente, como yo lo era, del trajín de su vida. Eso me conmovió, a la vez que me produjo envidia, confusión y un fuerte deseo de desaparecer. Talvez pensaba que su vida era una sucesión de hechos dramáticos pero sabía que nada de eso era realmente importante para lograr un acto de creación y trascendencia. Según lo que había dicho anteriormente, la creación era en esencia, ajena a la realidad. La realidad era algo que importaba poco o nada para él. Talvez sólo lo veía como un mal sueño. No soporté le vendaval de pensamientos que me azotaba y me delaté sin darme cuenta. -Yo conozco a alguien que lleva una vida de novela, que parece vivir una aventura todo el tiempo...


Demasiado tarde me percaté de que había dado un paso que no podía desandar. Cuando el Chusko me miró con curiosidad, supe que no podía mentir. -¿Sí? ¿Quién?- preguntó. -Tú -contesté. Luego también me puse de pie, busqué mi mochila y le dije que si no volvía al día siguiente lo haría en tres días. V Irene no aparecía por ningún lado. Llegué a pensar que era a causa de aquella noche en que la besé, pero luego me di cuenta de que ella no me daría tanta importancia. Ni en los conciertos, ni en los conversatorios, ni en las calles donde la gente se reunía a chupar. Tenía la mente dividida entre la ausencia de Irene y la presencia del Chusko. En la escuela, con mis amigos pitucos o aún entre la gente de la Mancha, que desconocía todo lo que le pasaba al Chusko, yo no podía ocultar mi sobresalto. Las conversaciones con el Chusko se habían vuelto casi un rito, un viaje hacia mi propio origen, un reconocimiento del material del cual estaba yo hecho, del funcionamiento de mi esencia. Cada vez tenía que enfrentarme más a la demoledora contundencia de sus palabras, dando inicio a una época de mi vida en la que la introspección se apoderó de mi tiempo interior. Todo pensamiento y hecho era encaminado al desarrollo de lo que el Chusko llamaba una ruptura con el mundo conocido hasta ese momento. Era algo aterrador y agobiante, que me llenaba de angustia. Pero conforme empecé a cambiar, a tomar en serio mis pensamientos, sentí que no podía escapar de ese temor, porque hubiera sido como escapar de mí mismo y de mis propias ilusiones. Llegaba cada tarde con nuevas dudas, nuevas interrogantes que me apremiaban durante días y que el Chusko develaba serenamente. Él era mi equilibrio y mi inquietud. Cada tarde polvorienta, en que lo escuchaba rasgar la guitarra de madera apolillada que le llevé, me dejaba la sensación de conocerme cada vez un poco más, de enfrentarme a mí mismo, a mis temores y mi desidia; a pesar del olor a rata muerta, basura y humedad que llegaba desde el río. En especial aquella tarde en que me dijo: -¿O sea que quisieras ser otra persona? –preguntó el Chusko. -No, quisiera ser yo pero en otro contexto -en ese momento mi sinceridad era tan descarnada como un vientre abierto a navajazos-. Cuando pienso que todo en la vida me ha sido fácil, siento vergüenza, llego a odiarme por no haber logrado nada por mí mismo y detesto todo lo que me fue dado sin esfuerzo. Envidio a los que tuvieron adversidades reales y que han conquistado su valor...


-Eso que dices es muy tonto -dijo sin tono recriminatorio-. No creo que nadie necesite llevar otra vida para darse cuenta que lo único que tiene que enfrentar son sus propias responsabilidades. Pareciera que vas chocándote, tropezando por un camino al que no prestas atención porque te dedicas a mirar caminos ajenos, o porque sueñas con un camino que no es el tuyo. Así, lo único que haces es ir sumando tropiezos y te lamentas de ellos renegando de tu camino. No ves los retos que te muestra, ni las satisfacciones que te puede dar. Llegué, de alguna manera, a visualizar la imagen que él había utilizado. Sentí plenamente, como en un embrujo, el extravío y la desesperación que mi condición encerraba. Era otro lenguaje, dirigido a una parte profunda de mí, aquella que hurgaba en los desvanes de mi abuela y que daba vida a las calles y rincones de mi barrio en la infancia. Era el idioma mudo de los gestos y las sensibilidades. -Oye -dijo el Chusko-. ¿Estás ahí? -Sí, estaba pensando en lo que dijiste. -Es bueno que pienses. -Mientras hablabas, las imágenes venían hacia mí como en una proyección –le dije-. Me gustaría tener esa habilidad para representar las cosas... -¡Y dale con “me gustaría”! -Pero es que en realidad no tengo el talento. -No, no tienes la disciplina ni la paciencia ni la madurez necesaria para aceptar lo que nazca de tu trabajo. Se cansó de hablar y rasgar la guitarra. Se puso de pie y comenzó a buscar cartones. Atravesó uno de los corredores formados por las cajas, donde había colocado un tendedero que tenía colgado un polo, un pantalón y dos pares de medias que no secaban aún después de dos días de tendidos. El sol no daba cara y si lo hacía no entraba de lleno al lugar. Dijo después que debía cambiar su “cama”, porque algún pericote se había meado la noche anterior en ella. -¿Y por qué no me dijiste, huevón? -le dije mientras me ponía de pie y comprendía de donde salía el olor que me jodía desde que había llegado. Mientras me sacudía la ropa le dije: -No puedes negar que mi vida ha sido regalada y que no tengo victorias que recordar que me animen a seguir. No hizo caso a lo que dije. Incluso yo me di cuenta de que la frase era intencionalmente autocompasiva y que sólo trataba de justificarme, de no salir del refugio en el que había vivido durante mucho tiempo porque le temía al mundo. -Un favor, saca esos cartones de ahí. Los voy a cambiar –dijo sin hacer caso a lo que yo había dicho.


¡El Chusko tenía razón! ¡Todo en mí era una farsa, una maldita disposición, una actitud arrastrada como una defensa, una tonta manera de pedir comprensión! ¿Cómo podía librarme de ello? ¿Cómo conseguir una victoria que me encarrilase hacia otra? ¿Cómo percibir las cosas bellas de mi camino y cómo enfrentar los retos? Talvez debía morir o nacer de nuevo. Avergonzado y lleno de angustia, terminé bañado en sudor frío, ahogado en lástima hacia mí mismo. -Chusko...¿Cómo puedo dejar de ser así? -dije con voz ahogada. El Chusko se acercaba con los cajones que había recogido. Sacó los que estaban sucios –los que me pidió que yo sacara- guardando un silencio pavoroso que me angustió aún más. -Ya te lo he dicho. El olor que expelía el suelo era terrible. Tuvimos que alejarnos por un momento. El Chusko botó los cartones en el patio de tierra y tomó algo que parecía una escoba. Se acercó al rincón que era su cuarto y empezó a rasgar el piso. Yo lo seguí. -¿Qué puedo hacer para cambiar? -pregunté con voz de niño que pide perdón. -Ya te he dicho que no tienes que cambiar -contestó fríamente-. Sólo debes aceptar tu vida tal y como es y junto con ella, tus deseos verdaderos. Quizás en realidad no deseas ser eso que dices... Lo que dijo me hizo temblar. ¿Era posible que me desconociese tanto a mí mismo? La idea, aunque descabellada, tuvo acogida en mi saturado juicio. -No te asustes -dijo el Chusko, leyéndome la mente-. Es una duda que te ayudará a reafirmar tus objetivos. -Lo que me pides es muy difícil -dije casi lamentándome, dándome cuenta de la dimensión de mis palabras. Realmente me parecía imposible. Mi manera de expresarme llegó a incomodar al Chusko, tanto así que dejó de barrer para mirarme con ojos de fiera. -Te he dicho que no es fácil. Justamente de eso se trata. ¿No querías una victoria? Pues bien, ya tienes un reto. Ahora, asúmelo. Talvez estás por primera vez ante algo que vale la pena. -Nunca creí que fuera así. -Nunca es como pensamos. ¿Dices que todo el tiempo estás pensando en lo que hablamos aquí? -Sí, no puedo dejar de pensar. Cada cosa, mi casa, la música, el colegio, los libros, todo me hace pensar en lo que debo hacer para cambiar. Me duele la cabeza y tengo miedo de volverme loco de un momento a otro... -Eso es bueno. -¿Qué?


-Quiere decir que ya has comenzado. Estás tomando esto muy en serio y ya no puedes dar marcha atrás. Tienes una conciencia muy beligerante que no te va a dejar tranquilo. Debes sacarle provecho a tu condenada neurosis... -Bueno, pero, ¿Qué debo hacer? -Eso sólo lo sabes tú. Sólo tú eres el dueño de tus símbolos y sabes que significa cada cosa para ti. Nadie más sabe que forma tiene tu ilusión. Ese es tu reto y será una victoria silenciosa que nunca podrás compartir completamente con nadie. ¿O querías una vida como la de los libros? Eso no es para ti. -Sólo quería una vida digna de contarse... como la tuya. Sonrió levemente, hasta que dejó estallar una pequeña risotada que me contagió su calidez. -No digas eso de nuevo -dijo, deteniendo su risa-. Yo nunca escribiría sobre mi vida. Siempre hay cosas más sencillas e impresionantes. Luego de reír, dijo calmadamente: -No creas que lo importante es solamente vivir, atravesar situaciones duras. Es cierto que eso da dureza y templa el espíritu; pero no puedes decir que todo aquel que ha atravesado un sufrimiento es digno de admiración: hay mucha gente que se ve degradada por el dolor, por sus experiencias adversas. Uno puede volverse egoísta, envidioso, incluso cruel, a causa del dolor. Te equivocas si crees que el dolor dignifica al hombre. -Entonces -pregunté-, ¿qué hace a algunas personas más sensatas y sensibles en la vida? -Obviamente no es el dolor -continuó-, sino lo que aprenden en el transcurso de la vida. Por ejemplo, dos hermanos pueden haber atravesado las mismas desgracias; sin embargo, uno de ellos puede aprender a sobreponerse y el otro puede justificarse en su desdicha hasta degradarse. El hecho es el mismo, pero lo que importa es la decisión. No importa lo que se vive, importa lo que se aprende, porque los hechos son vacíos. No te avergüences de no haber vivido mucho; avergüénzate de no haber aprendido nada de lo que has vivido. No insistí, no pregunté nada. No era muy tarde pero quería marcharme. Los pensamientos se agolpaban en mi cabeza y creí que alejándome un poco podría al menos distraerme. Estaba muy cansado, a pesar de no haber entrado a clases. Había pasado la mañana jugando fulbito en el colegio y además había fumado grifa, creyendo que me relajaría, pero después me sentí peor. Recordé que sólo había comido dos panes. Pero por suerte era viernes, así que podía ir donde Yukio. Él me invitaría panes con jamonada u otra cosa, jugaríamos Nintendo o billar en su casa y escucharíamos sus compactos de grunge hasta el hartazgo. Todo eso sólo para escapar un momento de las ideas que se arremolinaban en mi cabeza.


Cuando pensé en mi casa y en la posibilidad de que mi vieja tirase mis cosas otra vez a la basura, sentí que debía largarme de inmediato. Además debía hacer la finta de haber ido a estudiar. Tomé mis cosas mientras el Chusko daba los últimos toques a su “cama”, colocando un nuevo cartón. -Gracias por todo lo que haces por mí -dijo-. Cuando esto acabe te regalaré un ladrillo de grifa y te llevaré durante todo un mes a la Filmoteca. Antes de despedirnos dejó a un lado la escoba y caminó hacia mí. Me acompañó hasta la parte del muro en la que debía trepar mientras decía: -Te parecerá gracioso o pensarás que lo dijo por joderte, pero todo lo que dices sobre mi vida no tiene sentido. Yo mismo a veces tengo fantasías sobre otra vida. Por momentos evado esta realidad y vivo en ellas. Es una ilusión en la que habitan todos los símbolos de mi vida real, pero dispuestos de manera distinta: la manera como yo hubiera deseado que se diesen. Te parecerá ridículo, nunca le he contado esto a nadie... En esa vida viven todos los elementos de mi infancia, las cosas que amé y las que me faltaron. En ese sueño mi vieja está viva y yo soy más pequeño, tengo una adolescencia normal y vivo cosas normales, tengo alegrías sencillas y las cosas pasan de acuerdo a mi deseo. En ese mundo venzo mis temores y perdono a mi viejo, y también le pido perdón. En ese sueño conozco a mi abuelo y lo escucho tocar su guitarra como lo hacía en las fiestas de su pueblo. En ese mundo estoy lleno de gratitud hacia todo lo que me ha sucedido y acepto con humildad lo que mi viejo pudo darme, como un acto de gratitud. En él tengo talentos que no poseo en realidad. Ese sueño me redime de todo lo que pasa en el mundo y me devuelve la pureza, me renueva y me mantiene vivo. Sólo para seguir soñando. Es la única literatura que todos escribimos y la que verdaderamente importa, la que nunca se leerá. “Toda esa vida intensa, como tú la llamas, yo la cambiaría por vivir en ese mundo. No creas que te dijo esto por joder, pero en cierto modo envidio algo que tú tienes. Mira, yo casi no recuerdo las cosas malas que he vivido. Sé que sucedieron, pero no las tengo presentes. El presente para mí es el Colectivo y todo lo que hacemos en él, la banda y mis cuentos. Lo demás no lo he decidido yo. Lo importante no es lo que nos pasa, sino lo que hacemos. Pero tú estás fascinado con esa vida tras los sucesos, por eso utilizas tu memoria sólo para torturarte, porque te importa más escribir sobre tu vida que vivir tu vida. “Esas situaciones de riesgo son eventos que no dispuse en mi vida. Sólo aparecieron. Yo no pude deducirlos, ni a las personas que encontré en ellas. En ese sentido he sido un juguete de las circunstancias y del absurdo. Pero uno no puede vivir así, por eso lo único que nos da poder sobre nuestra vida son nuestras decisiones y nuestra aceptación.


“Digamos que todo aquello, la imposibilidad de decidir los sucesos y las personas, la capacidad de ser concientes de este absurdo y de la crudeza de las cosas, son lo que puede llamarse el armazón de la existencia, lo que escapa a nosotros y que hay que aceptar tal cual. Algo que puede ser a veces muy llevadero y otras, tortuoso. Sin embargo, cuando uno comprende esto, a pesar de sentir miedo e inseguridad, descubre que hay algo más allá de la naturaleza desnuda de la existencia, algo que nos mantiene de pie frente a ese momento helado, en que descubrimos que somos una masa de materia sujeta a la muerte y a la deriva: nuestras propias ilusiones, la imaginación que jamás sondearemos completamente. -¿Tú has llegado a conocer esa realidad desnuda? -le pregunté. -En algún momento todos debemos enfrentarla. Pero eso no viene al caso. Lo importante ahora, lo que debes “atrapar” como un “momento perfecto”, es la certeza de que lo único que te sacará de este atolladero es tu voluntad a través de tus actos: tu fuerza creadora, el único poder que tenemos para transformar la realidad. El eco de sus palabras se quedó en mi cabeza hasta ahora. El silencio que lo precedió me pareció terrible e infinito. La tarde de Lima, que comenzaba a regalarnos una garúa más, apenas dejaba pasar luz por entre sus nubes eternas, y ese ambiente mortecino daba al semblante del Chusko un rasgo ficticio, irreal. Volví a tener la certeza de que él no era un hombre común, alguien de la tierra. -Cuando sea tiempo de que enfrentes el mundo desnudo, estarás solo -dijo de repente-. Esa inquietud permanente que sientes ahora, ese calor que te invade son una señal de que algo va a comenzar. -¿Cómo? -Ya no puedes dejar de pensar en ser mejor; ya sabes lo que debes hacer. No puedes escapar de tus propias ilusiones... -¿Y qué es lo que va a cambiar? -Nada. El mundo seguirá igual. Sólo cambiarán tus ojos y tu voz. Tuve por un momento esa ridícula sensación de que algo se estaba escribiendo en mi cabeza y, casi al instante, reprimí lo que sentía. No debía soñar más, debía actuar. Todo dramatismo debía ser dejado de lado. Esta vez, al despedirme, le di la mano al Chusko, diciéndole que volvería al día siguiente. Cuando di la vuelta, escuché nuevamente su voz. -Un favor más, Chibolo -me detuve sin voltear y lo escuché-. Tráeme papel y lapiceros. Quisiera escribir.


VI Había pasado más de un mes desde la primera vez que le llevé comida al Chusko. Me había acostumbrado al ritual de ropas rasgadas por los vidrios rotos de las paredes y al chirrido del tren de carga de las tardes. En el colegio nadie lo sabía. Sólo mencioné algo a Yukio, quien en el fondo no me hizo caso. Por primera vez tenía algo sólo mío, aunque me destrozase los nervios. No me importaba lo que pasaría, pero pensaba constantemente en el futuro y en especial -no sé por qué- en la muerte. Cada tarde en que me acercaba al refugio del Chusko, mi convicción de escribir y ser mi deseo, se reafirmaba como lo único que podía calmar ese calor incesante que bullía dentro de mí, a la vez que un escalofrío, como un hilo invisible, hacía imposible cualquier reniego o marcha atrás. Las escenas se repetían constantemente: barrer el lugar, lavar la ropa o las sábanas, buscar cartones, pasear entre las cajas, colgarnos de las gruesas cadenas mientras escuchábamos un cassette de Ratos de Porao o Polla Records. En medio de todo ello, escucharlo era un acto de paz; su voz y las figuras que creaba para hacerme entender que mis sentidos estaban desorientados y que un hábito impulsivo de mi mente me empujaba a la impaciencia, eran como un bálsamo que me libraba de la demencia. Durante ese tiempo aprendí a verme como una imagen de mí mismo, y supe que todo en el mundo era una representación, que el valor de las cosas yace en el código en el que nosotros decidimos incluirlas, registrándolas en la memoria de nuestros sentidos y que éste era un trabajo de nunca acabar por el que probablemente mucha gente sobre la tierra había atravesado sin reparar en ello. Nada fue como soñé que sería, pero no me importaba que, para estar acorde a mis ilusiones, debiera llevarle panes con jamón y palta a un perseguido y menos que éste dijese cosas tan importantes y lúcidas sobre mi espíritu con la boca llena. Aquella vez yo estaba ansioso por saber de su libro y no me importó que se estuviese casi atragantando con la comida. -¿Has estado escribiendo? -pregunté estúpidamente. Sin dejar de comer, contestó. -Sí. Ya terminé un boceto de novela corta. Pero creo que se me va a escapar de las manos. Me quedé mudo. Había escrito en un mes quizás el triple de lo que yo había escrito en dos años. -¿De qué tratará? ¿Es una historia sobre la realidad? -No. Es una historia sobre los símbolos de la realidad que yo percibo. Empezó a hablar de la novela. No era autobiográfica y no tenía un personaje principal, más bien varias situaciones en las que los que se veían envueltos actuaban sin tener casi contacto entre sí.


Por un lado estaban los dos chicos anarquistas que iniciaban el relato y era la voz de uno de ellos la que a veces tomaba voz narrativa; uno de ellos había sido universitario, y el otro era un belicoso iletrado, salido de la Mancha Subte. Ambos, a pesar de proceder de estratos sociales distintos, formaban parte del mismo colectivo y tenían las mismas inquietudes, una de ellas era formar una ciudadela autónoma en la periferia de Lima, para lo cual se instalaron en un terreno de un asentamiento humano del Callao. Hasta ese punto, se ha venido desarrollando paralelamente una historia en la que figuran los habitantes del Callao, los primeros pobladores del asentamiento humano que ven con malos ojos a esos chicos raros que se visten como locos. Entre los habitantes figuraba un huancavelicano instalado en Lima desde hacía 25 años. Un personaje resentido y huraño a causa de una estafa bancaria en la que perdió su casa y posteriormente a su familia. Utilizaba un lenguaje florido para expresar su chauvinismo exacerbado. Su nombre era Faustino Roque y tenía 57 años. Cumplido el primer año de invasión, reunió a los oriundos de Huancavelica y propuso organizar una fiesta patronal. Justamente fue en el primer día de fiesta, en el que la banda de huaylash y las cocineras de patasca trabajaban para todos, que tuvieron lugar los primeros incidentes con matones. Había también un matrimonio joven. Él, limeño, del barrio de La Victoria, se llamaba Andrés Valencia. Era un moreno salsero que alguna vez soñó con ser futbolista, pero que al embarazar a su chica, Luisa, se propone llevar una vida distinta, ante el asombro de sus amigos del barrio, que lo tenían como a un héroe por ser tan belicoso y bronquero. Lo que llevó a Andrés a actuar de manera inesperada nunca se supo; pudo ser el recuerdo que tenía de su vieja, que lo dejó al cuidado de un tío, o el simple hecho de que si dejaba a Luisa a su suerte no se sentiría en paz consigo mismo. Luisa era su amor de adolescente. Aunque solía serle infiel al menos unas horas a la semana, su amor hacia ella era su orgullo y su tesoro. Había sido siempre la chica más linda del barrio y él fue el primero que la poseyó cuando eran adolescentes. En casa de ella nadie sabía nada hasta que el embarazo comenzó a notarse y Luisa tuvo que salir huyendo de su padre con la ropa que llevaba puesta. A Andrés, por ese entonces, lo habían contratado unos sujetos para ir a prender fuego a unas chozas que quedaban en el kilómetro 25 de la Panamericana Norte, por el Callao. Fue en esa acción, luego de cumplir con su trabajo, que tuvo la idea de tomar un terreno para su mujer y su hijo. Llega a integrarse a la comunidad, pero un día alguien lo descubre como un ex matón.


Una de las personas que tomó parte de las primeras tomas de tierra era Alfredo Dueñas. Huancaino de 36 años, entregado completamente a su fe cristiana, que tenía el proyecto de levantar una Iglesia Misionera Mundial cuando el asentamiento fuese reconocido por el Estado. Entusiasta y rebosante de alegría y a la vez cargado de temores y fantasmas, había sido en Huancayo un negociante próspero e incluso fue estudiante de Medicina en una universidad del Centro. Vivía en Lima hacía más de diez años y ya desde entonces frecuentaba una iglesia evangélica de Lima. Sin embargo, fue de los más encarnizados en la lucha contra la agresión de los matones, llegando a ver en ellos al mismísimo demonio y vociferando versículos de la Biblia cuando se enfrentaba contra ellos. Entre todos los caracteres masculinos, se desenvuelve Matilde Hinostroza. Madre soltera, con dos hijos, Lalo de quince años y Toni de nueve. Trabaja de lavandera en la casa de un empresario, Martín Avendaño, hijo de hacendados radicado en Lima, ligado al gobierno de Fujimori en los últimos años y a todos los gobiernos en los años anteriores. Es él quien envía matones al terreno del Callao, pues está en guerra con otro funcionario del régimen fujimorista, Rosendo Huarcayo, provinciano venido a más a través de manejos corruptos dentro del programa de vivienda del gobierno. Huarcayo quiere robar de a pocos a cada uno de los pobladores, legalizando sus tierras; Avendaño quiere vender todo el terreno a alguna fábrica y para eso se vale de Agustín Polo, dirigente vecinal quien con el engaño de la construcción de hospitales y colegios, había arrebatado a la población grandes porciones de tierra. Así, esta gente, que al comienzo aparece ante la prensa como “invasores y usurpadores”, pasa a ser gente engañada por la dictadura, cuando un periodista de oposición al régimen descubre que los terrenos estaban destinados a un grupo de militares en retiro y que el dinero cobrado a los lotes legalizados no van a parar a la Caja de Pensiones del Ejercito, sino al bolsillo de cierto asesor. El Chusko contó todo de un tirón y yo sentí de golpe la intensidad del relato. -Creo que irán surgiendo más ideas -dijo el Chusko de repente-. Es un proyecto a largo plazo. Al comienzo eran cuentos dispersos, pero luego me di cuenta que encajaban en el mismo contexto y que podía darles un factor común, que en este caso fue el asentamiento. Pero ese es sólo el marco en el que voy a tallar mis impresiones. Le voy a dedicar mucho tiempo y hasta voy a documentarme. -¿No es algo pretencioso? –pregunté. -No. Lo sería si no estuviese sujeto a cambios. Ahora sólo te hablo de las premisas que van a moverme. Tengo que tener un norte, aunque llegue al sur.


Sentía que su aura se agigantaba ante mí. -Me gustaría tener ese talento tuyo; poder transmitir la realidad.... -No. Yo no transmito la realidad. Transmito símbolos de la realidad y sé que quien lee forma parte del acto creativo, porque es él quien imprime sus propios registros de la realidad. Eso es creación, poder entrar en otros mundos. Aquello que dijo me transportó a la época de mis primeros descubrimientos y aprendizajes, mi adolescencia temprana. Pensé en las fotos de las revistas que me enseñaba Martín, en los fanzines fotocopiados y en los afiches de conciertos, impresos todos con tinta negra sobre papel bulki, y recordé que infinitas veces me produjeron la sensación de ser el umbral a otro mundo. Recordé que alguna vez escribí en uno de mis cuentos que esas canciones me traían recuerdos de una vida que nunca viví y que hubiera deseado ser de tinta y fotolito, mi alma delineada por las rotativas. Pensé en el Hueco y en todos los años que no pasé en él, en todos los conciertos y broncas en las que no estuve, pensé en los que vivieron ahí, los que estuvieron en conciertos, en las canciones que nunca escuché. Pensé en las historias que le contaba a Yukio y las que contaba en el Bartolo; al pensar en eso, pensé en Mónica, y al hacerlo, recordé a Irene. Supe entonces que siempre había querido entrar en su mundo, en su conjunto de circunstancias; supe que mi deseo era ser un elemento, el elemento primordial en el curso de sus acciones; aquel que regulaba sus emociones y sentimientos. Supe que quería ser parte de ella y sentí la imposibilidad escribiéndose en mi frente. -Entrar en otros mundos -dije-, tratar de comprender el mundo de otros a través de sus símbolos... ¿A eso te refieres? No contestó. Sólo hizo una mueca que afirmaba lo dicho -Ojalá sea una obra importante para quien lo lea. -Eso no importa -dijo. -Claro que importa -le dije-. Sobre todo viniendo de una persona como tú. Mírate, estás aquí por vivir de acuerdo a tus ideas, por no traicionar al Colectivo, eres sospechoso de terrorismo prácticamente sólo por ser Subte, has atravesado situaciones en tu vida que muchos no conocen y has sabido salir bien de ellas... Tu voz debe tomarse en cuenta. Me miró un poco contrariado. Parecía que mis palabras lo habían molestado. -Disculpa -le dije-. Ya sé que no te gusta que te hable así. -No es eso, Chibolo -dijo. Cambió su expresión y todo el almacén parecía callarse con él. Se quedó con un trozo de pan en la mano, que ya nunca se llevaría a la boca. Estaba sentado sobre sus cartones y frazadas, apoyado contra la pared y descalzo. Recostó de un golpe la cabeza contra la pared y miró a algún punto en el vacío.


-Talvez no soy lo que piensas, Chibolo... -sus palabras sonaron graves, sus ojos fueron bajando hasta llegar al suelo-. Quizás no soy tan noble como piensas y en algún momento flaqueé en mis ideas. -No digas eso... Luego, retirándose de los cartones y yendo hacía las cajas, dijo: -¿Por qué crees que estoy escapando, Chibolo? -Porque los sacos creen que los vas a delatar con los tombos y los tombos creen que eres saco. -No sólo por eso, Chibolo. -¿Entonces? Se acercó hacía donde yo me encontraba sentado y se puso de cuclillas frente a mí. -¿Recuerdas a los chicos que bajaban al Hueco, antes de que yo cayera en cana por primera vez? -Sí. Los chicos de Católica que bajaron por primera vez a un concierto en Belén y luego a la Helden, con Irene... Me detuve al percatarme de hacia donde me conducía la pregunta del Chusko. Sentí una caída profunda dentro de mí. -¿Ellos eran sacos? El Chusko dijo que sí con la cabeza. -¿Irene también? -Ella era la que sacaba cara por mí. -O sea ¿Está en cana? -No, nada más se está escondiendo El notó mi ansiedad y trató de calmarme diciéndome algo que empeoró las cosas. -Yo también he cometido errores, Chibolo. No debí trabajar con ellos, no debí dejar que fueran al Hueco, ni debí callar cuando volantearon en el concierto de Villa El Salvador, esa noche en el comedor popular en que estuviste recontra pepeado. -¿O sea que dejaste que relacionasen al colectivo con Sendero? ¿Por qué? Se quedó en silencio. -¿Alguien más lo sabe? -Sí, Kino –contestó-. Pero él no estuvo de acuerdo. Yo no pensaba trabajar con ellos todo el tiempo. Creí que podría controlarlos, sólo pedían que los dejase entrar en los conversatorios. Además tenían el control de ese comedor y de otros locales, de varias zonas donde podíamos hacer conciertos, hasta tenían imprentas donde podíamos imprimir el boletín, donde hasta tú ibas a escribir. -No digas eso -grité rabioso-. Yo nunca voy a poder escribir...


Estaba molesto, decepcionado. No podía creer que el Chusko fuese tan inocente para creer que los sacos lo dejarían ir así nomás. -Dime que soy un idiota, Chibolo –dijo de repente-, dime que estas decepcionado. Sólo así podré reunir fuerzas para corregir mi error. -¿Creías en ellos? –pregunté molesto. -No, claro que no. Pero ellos son los únicos que están bien organizados y realmente joden al sistema, joden a la dictadura. Tú sabes que nosotros somos muy pocos y débiles. No contesté, sólo me quedé mirando hacia otro lado. Me dio frío de repente y me puse la chompa gris de colegio que llevaba atada a la cintura. Me sacudí el pantalón y me di cuenta de lo sucio que estaba, como siempre. Tuve ganas de irme y busqué mi mochila. Mientras metía las revistas que pensaba llevarme a mi casa, el Chusko dijo: -Te dije que uno puede equivocarse, que uno siempre mide cada paso, y que a cada paso arriesga algo, sabiendo que luego no podrá lamentarse, sabiendo que en eso consiste su libertad. Bueno, yo arriesgue. Talvez demasiado, pero siempre fui libre, y ahora que estoy frente a otra realidad, mi libertad se renueva ante cada decisión. Además, he aprendido algo. Después de muchos años he aprendido un significado más profundo de lo que es una lucha. Dime, ¿qué entiendes tú por luchar? Aún en medio de mis temores e irritaciones, me di cuenta de la complejidad de la pregunta. Pude haber dado una perorata rebuscada, plagada de términos exagerados y radicales, pero la confusión se había apoderado de mí. Sentí pánico al darme cuenta de que había algo más que desconocía de mí, pues me percaté de que no tenía muy claro lo que era luchar. -Es entregarse a algo, creo... -dije tímidamente-. Como los sacos... Él no hizo ningún gesto, mas bien se retiró de su lugar, como dejándome respirar. Luego, con la mirada en el piso, buscando las palabras más sencillas, dijo: -Te pregunto esto porque hace tiempo te escucho hablar así. Me dices que soy mejor que otros porque lucho por mis ideas, y mírame ahora... Estoy metido en un problema por cometer un error. Condenas a los que no luchan y a todas tus acciones les impregnas ese sentido de contribución a una lucha. Pero veo que tú mismo no estás seguro de qué es luchar. Me sentí incómodo. Más que nunca sus palabras eran disparos certeros contra la desnudez de mi vulnerable estado. Le dije que era algo que arrastraba desde los años en que llegué a la Mancha y tuve contacto con algunos sacos. Esa era la idea de “luchadores” que yo conservaba aún. Le confesé que me avergonzaba de no haber podido ser como ellos y que hasta llegué a pensar que sólo rechazaba sus ideas por esa incapacidad.


-Puede ser -dijo el Chusko-. Pero yo creo que hay mucho de apariencia en ellos. -¡Pero se juegan la vida! –respondí. -¿Pero quieren vivir? ¿Alguna vez te preguntaste eso? Me callé. Todo el heroísmo que irradiaban esas figuras en mí, era ahora una vulgar y débil llama a punto de extinguirse. ¿Realmente buscaban vivir? ¿Creían en la vida? -¿Crees que por que viven y se desarrollan al margen de la ley, están verdaderamente luchando por el pueblo? Te aseguro que hay muchos de ellos que no luchan, aunque empuñen un arma y formen parte de un comité. Algunos de ellos sólo satisfacen sus egos vacíos. ¿No los has visto cuando salen de cana y se exhiben en los bares? Me callé y me impresionó darme cuenta que en esa discusión yo estaba abogando por los sacos. Traté de decir algo, lo que fuese y lo único que salió fue: -¿Y qué es luchar para ti? Creo que le molestó que tratara de entramparlo con su propio argumento, pero igual respondió serenamente: -¿Has sentido que recreas el mundo con otros códigos, que te liberas del tipo de percepción que te fue impuesto y que te impide sentir el mundo tal como es? -Creí que sí lo había hecho. -Cuando tengas claro lo que deseas -dijo algo exasperado-, empezarás a buscar los recursos que te permitan vivir tu deseo; iras acumulándolos y éstos te irán liberando de las dependencias a las que vivías atado. Recuerda: es muy difícil dar un paso en tus ilusiones, si primero no logras una base material para ellas. Eso no es fácil para nadie. Toda la gente lucha por conseguir sus recursos en un mundo revuelto y confuso, que brinda pocas oportunidades por culpa del sistema que tú ya conoces. Hay gente que lucha dentro del mundo de lo establecido; hay gente que quiere luchar fuera de él y transformarlo o destruirlo. Gente que piensa que su lucha es la más importante porque engloba todo y se cree con derecho a decidir por otros. -Pero es algo valioso -repliqué-. Grandes cosas se han hecho pensando así. -A mí también me parece noble, pero esa postura termina siendo insostenible. Lo que hace Sendero, luchar por instaurar un régimen ¿No? Un régimen que traerá beneficios en nombre del pueblo. Lo primero que debes saber para luchar es que no puedes luchar por el pueblo, no puedes hacer nada en su nombre, sólo en nombre de ti mismo y de lo que crees. No puedes darle la libertad, porque el pueblo pasaría a ser tu esclavo


“En realidad esos “luchadores” no creen en sí mismos, pero eso no les impide seguir su propio camino, ciegamente. Talvez logren lo que se han propuesto, entonces ellos serán los nuevos policías, la nueva represión. Ningún régimen va a cambiar al hombre; sólo el pensamiento libre de los individuos. No se trata de cambiar la realidad, se trata de crear nuevas realidades, un espacio en donde se den lugar las expresiones que tú deseas. Esa es la lucha más dura. Al ver que no contestaba, y talvez sólo por no dejar pasar esa ocasión, me preguntó: -¿Por qué luchas? La sencillez de su pregunta me incomodó cuando me di cuenta que no tenía la respuesta. -No sé... para estar tranquilo conmigo... para ser libre... -¿Qué entiendes por ser libre? En mi estado era imposible contestar. Él se percató y no esperó mi respuesta. -Tu libertad puede ser lo más asqueroso que tengas, lo más vacío y sin sentido. Sólo cuando tienes un compromiso con algo de esta tierra, puedes escapar del vacío. Entonces asumes dificultades y te enfrentas a otras dependencias que te hacen aspirar a otras libertades. La libertad se encierra en tu pensamiento y por eso es constante y renovable. -Pero tú hablas de una dimensión personal ¿Y lo social? -¿Crees que alguien que no es libre puede hablar de libertad a otros? Un hombre libre sólo necesita actuar para que el mundo que lleva dentro se manifieste. Un hombre libre es responsable e integro y su libertad lo lleva a ligarse o desligarse de cuanto proyecto considere valioso, pero siempre bajo la misma premisa: no desembocar en un régimen, porque de ser así, su pensamiento estaría estancándose y perdería libertad. Tú aún puedes definir tu lucha y tu libertad. Talvez esa es tu tarea. No es una tarea mejor ni peor que la de nadie; sólo es tuya. Antes de marcharme, el Chusko me pidió disculpas por lo que me había ocultado. Pude ver que realmente deseaba corregir lo que había hecho, pero no había solución a la vista. Le prometí que nadie sabría de ello y él me dijo que no era necesario que se lo prometiese, que él sabía que yo no diría nada. Aun así, lo veía apenado y era como ver a la encarnación de mis historias encerrado en un relato donde tiene que enfrentar la más dura prueba, aquella en la que se jugaba la vida. Lo vi así, como una fotografía y como un instante perfecto, pero inmediatamente me reprimí; supe que debía dejar de lado mis ensoñaciones, que debía asumir la realidad sin ese matiz engañoso que mi imaginación le había dado hasta entonces. Sólo así las cosas pasarían en realidad. Tenía que dejar de ensoñar.


Mientras yo ordenaba las pocas cosas que llevaba en la mochila, sentí que el rebuscaba en las cajas donde guardaba su ropa y los libros que le llevaba. Sacó algo de uno de ellos y se acercó hacia mí. -Toma, Chibolo. Estos son los cuentos que he estado escribiendo desde que estoy aquí. Si algo llegase a pasarme, destrúyelos. Sería bueno que nadie, salvo Kino y Poggi, sepa que tuviste contacto conmigo durante este tiempo. Es lo más seguro. Extendí la mano y recibí el casi centenar de hojas redactadas a mano que el Chusko me entregaba. Supe que era una manera de pedirme disculpas, algo más allá de las palabras, un símbolo. Después de eso estaríamos nuevamente en paz, como siempre, como si nada hubiera pasado. -Vendré mañana. -¿Me prometes que los destruirás si tienes que hacerlo? -Sí –dije sintiendo que repetía la misma respuesta que había dado años atrás cuando me preguntaron si podía escribir. Trepé el muro y esta vez me retiré por una ruta distinta; había descubierto que podía salir al río, llegar al barrio de Monserrat y caminar hasta la avenida Pizarro; ahí tomaría cualquier micro. Mientras me marchaba pensaba en lo maravilloso que sería pasar la noche y la mañana en el colegio leyendo los cuentos del Chusko, y lo interesante de hablar con él al día siguiente acerca de ellos. El calor y la textura de los papeles me inquietaban, la tinta parecía llamarme con ese sortilegio de las cosas de los desvanes y los rincones escondidos de las calles. El lenguaje de las cosas se mostraba nuevamente ante mí, después de mucho tiempo. Cuando llegué a la avenida, pensé en un mar negro en el que navegaban errantes los autos a la luz de los faroles ciegos y, confundida entre ellos, mi ilusión cargada de ansias, deseando aprender a encerrar la inmensidad de ese mar sucio, hostil, cargado de letanía. Luego me percaté de que mi mente se iba llenando del dramatismo que pensaba dejar atrás, me di cuenta que nuevamente eternizaba el momento. Me reprimí. Y pensé que al día siguiente le contaría al Chusko sobre todas esas sensaciones. VII Apenas entré a la casa mi vieja empezó a gritar. Mi hermana, pequeña aún, me miraba con ojos exorbitados. Me di cuenta de que no la había visto hacía días, a pesar de compartir el mismo techo. Subí a mi cuarto, dejando a mis espaldas los gritos retumbantes de mi vieja. Yo mascullaba palabras inconexas. Afortunadamente no se encontraba mi viejo. Cuando llegué al umbral de mi habitación escuché la voz de mi hermana, que subía detrás de mí. Aún escuchaba los gritos de la vieja, y en medio de ellos escuché la voz melosa y aguda de mi hermana, diciéndome que me había llamado una amiga.


-¿Quién? –pregunté. - Irene. Era muy tarde para salir y muy temprano para hacerlo a escondidas. Apenas escuché el nombre de Irene me bañé en un sudor repentino y el estómago se me contrajo. Mi vieja había callado por fin, mi hermana había bajado las escaleras y se metió en su habitación, dejándome solo al lado del lavadero, en la azotea con calaminas. Podía ver desde ahí la calle y pensé que alguna vez estuve ahí con Irene, juntos, fumando grifa, luego de un concierto de Leuzemia en San Marcos, cuando regresamos a pie por toda la avenida Bolívar y entramos a mi barrio. Lástima que no hayamos estado solos: estuvieron con nosotros Poggi y Alison, borrachos, peleando todo el camino, haciendo finalmente las paces en mi casa, mejor dicho en mi cuarto, frente a Irene y a mí. Noté que ella se incomodó y le dije que saliéramos a ver la calle desde la ventana del otro cuarto. Yo aún no sabía que la quería, pero fue una de las pocas personas a las que me atrevía a mostrar mis cuentos y la mancha negra que había en el suelo de mi cuarto, producto de mis cuentos quemados. Me sentí especial cuando me digo que le hubiese gustado leer alguno de ellos. Era apenas una chica loca que iba al Hueco y se emborrachaba pintando los muros con plumones gruesos que siempre llevaba en los pasadores de sus botas. Pero me encantó verla esa noche con su saco azul marino, parecida a uno de los maoístas de los folletines de Martín y sus gestos de temor al tratar de no hacer ruido para que mis padres no se despertasen. Luego, a pesar de que mi padre se despertó y que para calmarlo tuve que gritar un buen rato, empezó a hablarme de sus padres y del concierto, del sonido y las luces, de las letras de las canciones y lo mal organizado que estuvo el evento. Luego dijo algo sobre cine noir y sus dibujos, algo referente a esa noche. Me gustó escucharla hablar a la luz de los postes que se filtraban por las ventanas, la vi por primera vez tan cerca de mí, con los ojos entrecerrados, escuchando The Smiths, balbuceando para no dormirse, cayendo finalmente dormida. Sentía su respiración agitada sobre las mantas que le di para cubrirse. Contemplé su sueño profundo, lleno de gestos de sosiego. Fue la noche más cálida que nunca haya tenido. No pasó por mi cabeza que aquella fuese una de las más importantes de mi vida, aún cuando no traté de capturarla. Desde entonces todo me empujó a lo que sería posteriormente. Luego entré a mi cuarto y, afortunadamente, todo estaba en su sitio. Empecé a angustiarme al saber que debía esperar más de dos horas para largarme sin que se dieran cuenta. Lo peor fue que al estar tan tenso, con los pensamientos que me invadían y con la noticia de la llamada de Irene, olvidé los cuentos del Chusko, o mejor dicho los dejé para un momento adecuado, en que pudiera apreciarlos mejor. Los coloqué en un cajón de la azotea, no en mi cuarto, pues


temí que mi vieja se rayase de nuevo. Fueron dos horas atroces, llenas de divagues y de una angustia creciente que sólo se calmó cuando cesaron todos los ruidos de la noche. Me cambié de ropa para salir, bajé y abrí la puerta tratando de no hacer ruido. La calle vacía, bañada de luz mortecina, mi barrio simétrico y desigual a la vez, los choros que esperaban a quien cuadrar en una esquina de la avenida Brasil, el rugido de un auto solitario y mis botas chocando contra el suelo a un ritmo despiadado; todo me empujaba a dar vida al ambiente mágico que se delineaba en mí. Yo abrazaba ese regalo, dirigiéndome al Hueco. Demoré menos tiempo de lo usual en llegar al Hueco, pero no encontré a nadie en él. Grité desde la reja todos los nombres que se me venían a la cabeza y en especial el de ella. Al ver que nadie respondía me dirigí hacia el Centro. Tenía la esperanza de encontrarla en algún bar. Todo el tiempo durante el camino, una pregunta me inquietaba y daba vida: ¿Por qué me llamó? ¿Por qué quería hablarme? No importaba que nada se registrase en la bitácora incesante de mi mente; mi maquinita casi había cesado. ¿Qué otra cosa podía disipar todo temor si no el cariño que me empujaba a buscarla? Moría por ver sus botas sucias y sus greñas negras sobre su boca roja, verla haciendo pucheros y resoplar de golpe, su voz estentórea y melodiosa cantándome, sus manos sobre mis hombros al caminar por Barrios Altos hablando de las casas antiguas. Necesitaba la presencia de su cuerpo para sentirme frágil y capaz de enfrentar todas las miserias del mundo en su nombre. Cuando atravesé la avenida Arequipa, vi las pistas rotas por algún trabajo de cableado. La tierra y la garúa formaban un barro espantoso. Pensé en cada cosa que ella me contaba: la casa de sus tíos en Cuzco, el camino hasta el pozo de agua, la ocasión en que se perdió entre unos matorrales por perseguir picaflores, sus temores a la noche y a las historias de aparecidos, su promesa hecha al viento de volverse monja si la encontraban pronto y la luz de luna bajo la cual despertó cuando la encontraron. Quería entrar en su mundo... Por última vez en mi vida rogué al cielo un instante para capturar, uno en el que ella me buscara y estuviera libre del pasado, de su adolescencia. Quería que desease que yo la consolara, en esa noche eterna llena de huidas y asfalto mojado, oírle decir que quería hacerme entrar en su mundo de plumones y murales, de bocetos incompletos. Y, en la cumbre de mi deseo, que me entregase grácilmente sus caderas, con ese gesto orgulloso y perturbador que acompañaba su sonrisa, en un abrazo de fuego y pureza. ¡Esa noche era la justificación de mi existencia! Había vivido mil vidas sólo para llegar a las dos de la madrugada a la Plaza Francia y mirar a todos lados, buscándola. Los pasos urgentes, desmedidos, y su ausencia me arrastraron a


los bares: fui a Las Rejas y nadie sabía de ella. Entré a Galileo, a Queirolo, el Acuario, La Selva; recorrí todo Quilca y llegué a la Plaza San Martín. En ella pregunté por una jovencita de cabello negro rizado que se emborrachaba con los mendigos para luego pedirles que posasen para un dibujo. Nadie daba razón. En pleno recorrido hipnótico llegué a La Colmena y entré en bares en los que jamás había entrado. Avancé rígidamente, con los dientes apretados y las manos en los bolsillos de mi casaca de cuero marrón, por la avenida, dirigiéndome a la Plaza Dos de Mayo. En la puerta de un cine porno me llamó la atención la figura de una chibola puta, linda, de cabello negro. Me robó los ojos por un momento, hasta que me di cuenta que estaba a un paso de Malambito, zona roja para los subtes desde la bronca en Inti Wasi, cuando Rompewater bajó con todos los fumones del tío Chichí a hacernos la bronca en la puerta del concierto. Me detuve y di media vuelta, crucé a la vereda de enfrente, donde había apenas un par más de putas y un borracho que venía hacia mí tambaleándose. Quizás fue la situación insostenible que atravesaba o lo proclive que me encontraba a la demencia, lo que me hizo desear hacerle daño al viejo borracho, a quien esperé sobre mi sitio y a quien, una vez que pasó junto a mí, le di una patada en las piernas y un empujón. Un golpe sordo rompió el silencio de la calle y al voltear a ver al borracho en el suelo, vi que no era muy viejo y que desde el suelo me llamaba a pelear. Sin embargo no se movía de sus sitio. Me detuve al llegar al cruce de Wilson con Colmena. Pensé que esa noche ya no la encontraría y que sin embargo era una noche ideal. “No sabes como te he buscado”, pensaba violentamente, “No sabes cuántos bares he recorrido y en cuántas mujeres te he visto esta noche”. Avancé unas cuadras en dirección a la Plaza San Martín. De repente, escuché una voz familiar desde una calle contigua. Era Poggi. Volteé al instante, como un poseído, y me acerqué al lugar de donde llegaba la conversación. Eran Poggi, Alison, Kino, Sandra, Chovi, Memo, la Bruja; comiendo papa con choclo y huevo, en la vereda de Cailloma, todos borrachos. Me saludaron escandalosamente, con alientos ardientes de alcohol y risotadas. -Chibolo, ¿Por qué no viniste al recital de Domingo de Ramos? – dijo Kino, mientras otros me acercaban las pancas con papas aún calientes. -No sabía que había recital ni concierto... – contesté y al instante, como un estallido imprevisto, surgió la pregunta que tarde o temprano caería. -¿Han visto a Irene? Alguien dijo una broma cojuda a la que no respondí. Kino se engullía una papa y demoraba en responderme. Después de chuparse los dedos, dijo:


-Estuvo por aquí. Te estaba buscando. -Ya sé que me estaba buscando ¿Cómo está? ¿No te dijo que quería? -Está bien, un poco más flaca y más rayada, pero igual. Te buscaba para despedirse de ti. -¿Despedirse? ¿Por qué? ¿A dónde se va? -Se va a Chile, según ella a buscar chamba porque quiere ser independiente. Dice que luego se pasa a Argentina... Se me nublaron los ojos y fui muy obvio en mis expresiones, tanto así que a Kino pareció quitársele un poco la borrachera y ponerse serio. ¡Se había ido! ¡Sólo me buscaba para despedirse! Desde entonces la noche fue más oscura. Me sentí ridículo y traté de alejarme, pero en mi desconcierto me delaté aún más. Alguien hizo otra broma cojuda y esta vez los mandé a la conchesumare. Kino trató de tranquilizarme llamándome por mi nombre, algo que nadie hacía en ese tiempo. -Tranquilo, nada sacas poniéndote así...-dijo. -¿Qué te dijo? ¿Cuánto tiempo va estar allá? -Dijo que no sabía cuando volvería, que era algo que debía hacer desde hacía tiempo. Tú sabes que es algo rayada... Me callé. Me jodía que se refiriesen a ella como a una cojuda o una loca. Me volví de espuma, me sentí impotente y sin aliento. El Chovi volvió a decir una cojudez y Sandra tuvo que callarlo de mala manera. La bruja se rió y Poggi le dijo que se callase. Kino me miraba sin decir nada. Por primera vez los vi desde una posición ajena y talvez ellos ya no me veían como a un niño. Dejaron de importarme tanto, dejé de sentir que ellos eran los personajes de mis historias y pasaron a ser comunes mortales, sin las auras con que los había revestido, dejándome sólo una carne pesada y vulgar sobre la calle, formando un collage insoportable de formas grotescas. Me vi frente a ellos y sentí que aún así yo era parte invariable de todo aquello. -Imbéciles –dije lo suficientemente fuerte como para que oyesen. Luego di la vuelta y los dejé. Alguien me llamó cuando doblaba la esquina. Que se fuesen a la mierda. Yo me alejaba a hacia ninguna parte y habría avanzado dos cuadras cuando me percaté de que tenía los ojos llenos de lágrimas, los dientes apretadísimos y mi voz interna odiándome a cada paso. Era un alma en pena, errante y dolida. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿A quién contarle ahora sobre mis historias? ¿Quién sería el combustible de cada ensoñación que me arrancase del mundo? Estaba sollozando en una esquina, la esquina de Wilson y Tacna, pensando si ella pensaría en mí como yo lo hacía en ella, cuando me percaté de que me encontraba en la ruta del escondite del Chusko, la avenida Tacna. Decidí ir hacia él, a contarle todo lo que estaba pasando. No me importaba que luego


me riñese, sabía que ante él podía gritar y mostrarme auténtico. Crucé la avenida y en menos de un minuto ya había avanzado dos cuadras. Endemoniado, pensaba en lo cobarde que había sido al no atreverme a pedirle a Irene que fuera mía; pensaba también en la falsa idea que tenía de ella y tuve la misma sensación de desengaño que me inspiró el Chusko aquel mismo día: pensé que era imposible que realmente ella fuera senderista. Luego pensé que no merecía tenerla porque era incapaz de encarar mis propias metas. Ella no se merecía un fracasado como yo, pero yo sólo la quería para tenerla presente todo el tiempo. Sólo sería capaz de pretenderla luego de demostrarme que era un hombre con confianza en sí mismo. Tenía la cabeza embotada y un terrible dolor en la nuca que más tarde se haría habitual. En ese trance, llegué a la esquina de la Carpa. No había un alma por los alrededores, sólo al lado del puente una niña vendía cigarros y caramelos. Tuve que rodear el lugar, como otras veces, pero ahora debía cuidarme no sólo de la tensión sino también de la noche. La presencia del río se agravaba por el silencio reinante en las calles y sentí claramente el agua sucia arrastrando un tropel de piedras y desperdicios. La tierra tenía el color de la noche y la ausencia del ruido de los autos me estremecía más. Volví a pensar en Irene. A ella le hubiese gustado ver el río tan solitario en la penumbra, le hubiese gustado dibujarlo. Trepaba por el muro, cuidándome de los vidrios rotos, cuando empezó todo. No recuerdo si escuché primero los gritos o los disparos, pero si supe que el Chusko estaba peleando por su vida, a escasos metros de donde yo me encontraba. Un instante helado en el que el fragor de las andanadas me puso cara a cara con un terrible pánico. Toda idea se disipó dejándome vacío de decisiones. Acurrucado al borde del muro pude ver al Chusko disparando agazapado tras una caja y alcancé a ver a dos sujetos que disparaban desde el otro lado del atrio, frente a un cobertizo. El tiroteo no estaba muy apartado de mí, pero aún así no se habían percatado de mi presencia. Podía huir. Estaba dispuesto a hacerlo, pero algo imprevisto me detuvo. Una voz proveniente de una de las casas contiguas al almacén, me dijo que bajara de ahí. Era una señora gorda que amenazaba con llamar a la policía. Sentí otro temor, pero esta vez sí pude reaccionar. Si retrocedía me podían agarrar, así que sólo avancé. Me dirigí inconscientemente hacía la balacera, talvez tratando de acercarme al Chusko, que era el único al que podía recurrir en ese momento. Los disparos se calmaron por unos segundos y entonces pude distinguir las voces y lo que decían. -¡Te jodiste, traidor de mierda! –decía una voz. -¡El Partido te ayudó y no quieres ayudarle! –fue lo último que escuché y comprendí a que se referían.


El Chusko no decía nada. Un silencio terrible se abrió paso sobre el lugar y pude ver cerca de mí a los dos sujetos que me daban la espalda. No me atrevía a decir ni a hacer nada, permanecí agazapado al borde del muro, rasguñándome con los vidrios. Los sacos seguían insultando al Chusko, le decían que era un traidor y que como traidor moriría, como un estúpido anarquista y agente de la reacción. Uno de ellos, un castaño con semblante agrio, revolver en mano, giró la cabeza revisando todo el recinto con la mirada. Fue entonces que me vio. Supe que me vio pues al instante le dijo al otro que se callase y que dejase de disparar, para después empezar a cuchichear. Levanté los ojos buscando al Chusko, esperando equivocarme y que él me viese. Creí que la quietud era una oportunidad de escape, pero luego vi a uno de los sujetos acercarse trotando hacia el muro. El terror me dominaba, la carne embrutecida de mis miembros logró ponerse de pie y traté de huir; pero al no poder retroceder rápidamente, me moví hacia uno de los costados del muro. Entonces el sujeto gritó. Al oírlo traté de agazaparme nuevamente, pero su primer disparo me crispó los nervios. Pensé en la muerte y me sorprendió la naturalidad con que la asumí. Me resigné a morir. Entonces, desde la parte techada del almacén, atravesando el patio de tierra, hacia donde los sacos gritaban, se oyó la voz del Chusko. Un grito furioso, un trueno que impelía al sujeto a dejarme ir, a ni siquiera tocarme. -¡Deja al Chibolo, conchatumare! Dijo esto de manera tan estentórea que me obligó a voltear la mirada hacía él. Lo que vi me dejo atónito. Lo vi cruzar el descampado con el hombro lleno de sangre, disparando al hombre que se dirigía hacia mí. Sus disparos sonaron como un enjambre furioso que atravesaba la carne del infeliz que caía herido luego de que las balas le entraran por la espalda. Entre el polvo levantado por su caída, se escuchó un grito espantoso y pude ver sus gestos, cuando se retorcía sobre la tierra, lleno de angustia. Cuando el hombre cayó, el Chusko ya casi se encontraba a la mitad del patio, por lo que fue blanco fácil del otro sujeto. Cuando vi caer al Chusko grité como nunca creí que lo haría. Sentí un llanto ahogado, una inseguridad cruel. Pero el Chusko sólo estaba herido y aún se movía. El tipo, al creer que el balazo había paralizado al Chusko, salió, luego de un momento, de su escondite. Trató de acercarse, pero sólo pudo sentir el primer balazo que le entró por el hombro, ya que el segundo le entró por entre los ojos, matándolo al instante. Me vi frente al silencio sepulcral que reinaba sobre los tres cuerpos tendidos sobre la tierra, con sangre y polvo gravitando en el aire, como un nubarrón que no se disipaba. Mi pierna rasguñada y el cuchicheo de las casas contiguas


mantenía en mí una inquietud pasiva que me carcomía los nervios. El Chusko empezó a moverse y una extraña tranquilidad llegó hacia mí. Se arrastró jadeante hasta alcanzar el arma caída del último saco que había matado. Luego se puso de pie tambaleando y avanzó una pequeña distancia rengueando. Era conmovedor, terrible y admirable verlo avanzar con la cabeza gacha y el aliento acelerado. Su camisa verde militar manchada de barro de tierra y sangre lo hacía ver como un aparecido. Su avance me parecía estremecedor y sólo cuando vi que se detenía y se acuclillaba tomándose la pierna, me atreví a saltar al patio. No me importó caer estrepitosamente ni torcerme el tobillo, avancé hacia él, temblando, pasando por encima del cadáver del primer saco caído. No quise mirar y pasé velozmente. Llegué hasta donde se hallaba el Chusko y antes de que pudiera tomar aliento y decir algo, él levantó la cabeza y, con aliento entrecortado, dijo: -Chibolo, ¿estás bien? No tuve aliento para responderle, sólo me acerqué para ayudarle a ponerse de pie. Su rostro expresaba el temple de otras noches, pero al tomarlo del brazo noté que había adelgazado. Parecía pura fibra erguida, vestida con prendas ensangrentadas, con el cabello alborotado y la barba mestiza sobre un rostro delgado y enjuto. -Ve por el arma del otro saco, Chibolo –me dijo jadeando. Me acerqué al cadáver y esta vez no pude evitar mirar su rostro retorcido, con aquella expresión que hacía pocos momentos me produjo tanta compasión, así como no pude evitar perturbarme cuando lo reconocí. Era alguien que había conocido en la KGU, el amigo de Martín, Guillermo, el que me pidió que volanteara para el Partido. No tenía tiempo de contemplarlo y sólo avancé con las vísceras llenas de pánico. Cuando estuve junto al Chusko, le entregué el arma y dejé que se apoyase en mi hombro, que me usase de muleta. El olor de su sangre y su sudor era penetrante, así como el frío que empezaba a azotar. Rengueando, llegamos hasta el muro, luego de pasar por encima del otro cadáver. Teníamos que salir de ahí como fuese posible. Empezábamos a escuchar los gritos de la gente acercándose. -¿Podrás trepar? -le pregunté-. Tu pierna está muy dañada... -No es problema –contestó gruñendo y luego pareció resucitar o sacar fuerzas de sus propias heridas, pues trepó al muro con sólo poner las manos en un agujero de la pared y darse un impulso. Luego me ayudó a trepar, a pesar de que el herido era él. Una vez arriba, atravesamos los muros y techos de algunas casas. Ya no podíamos ir hacia la Carpa Teatro, aunque fuera el camino más fácil, pues la


gente de las casas empezaba a gritar y salir, así que nos dirigimos hacia el río, que se encontraba a unos treinta metros en esa dirección. El Chusko avanzaba guiando el camino, a pesar de la herida, que afortunadamente sólo era un roce de bala en el muslo. Las voces de la gente mencionaban a la policía, otras hablaban de subir ellos mismos a atraparnos. Habremos demorado unos tres minutos en atravesar el laberinto de calaminas. El fragor de dos disparos nos obligó a saltar del borde del muro al suelo pedregoso de los rieles. El golpe fue contundente, pero estábamos casi librados. El Chusko dijo que sólo había que correr hasta las casas del río, ubicar un fumadero y quedarnos ahí hasta la madrugada, pero yo tuve miedo. Mientras avanzábamos tratando de correr, podíamos ver, al mirar atrás, el puente que iba alejándose y el muro que colindaba con la rivera sucia y gris. Jamás voy a olvidar el olor sofocante de la tierra y la basura amontonada al lado del río ni las ratas que salían huyendo a nuestro paso. ¿No era eso lo que yo quería que sucediese, lo que quería vivir? ¿Por qué deseaba entonces desaparecer? Mientras huíamos hacia las casuchas oscuras de la rivera, el Chusko me preguntó: -¿Para qué viniste? Como una lanza atravesándome el alma llegó hasta mí el recuerdo de Irene. -Por nada. Estaba chupando en Quilca y de puro borracho se me ocurrió venir...-mentí. Ya no había razón para mencionar nada. Entramos a una barriada oscura, un tugurio insalubre, lleno de casuchas de adobe. El Chusko señaló una esquina y dijo que por ahí había un fumadero de gente que él conocía. Avanzamos hasta la entrada, pero me detuve violentamente antes de entrar. Le dije que prefería irme. Tenía miedo y sólo pensaba en largarme a casa de mis viejos, encerrarme en mi cuarto y no salir por un par de días. El Chusko me miró y no trató de convencerme. Mas bien me dijo que me acompañaría a salir de la barriada, pues había gente que empezaba a salir por las ventanas. A la paranoia surgida por la posible persecución de tombos, se sumó la presión del barrio. Me recordó a aquella noche en La Victoria y a otros problemas que atravesábamos en la Mancha. Doblamos una esquina y pude ver, al fondo, un alumbrado regular, con cierto tránsito de autos. Me despedí del Chusko y me dirigí hacia allá. Fue la carrera más rápida de mi vida. Los rostros que asomaban por las ventanas eran figuras tétricas, de expresión ansiosa y criminal. Los miré de reojo y fue suficiente para escuchar que me insultaban. En la esquina, la calle tenía las veredas rotas y un grupo de gente se emborrachaba en la puerta de un callejón. Sin embargo, el alumbrado me daba cierta calma, la suficiente como para voltear a


ver al Chusko. No alcancé a verlo; sólo se distinguían formas rastreras y oscuras, pero del Chusko, nada. Crucé y fue la espera más larga de mi vida. Fue un milagro que una línea desconocida para mí pasase por esa calle en ese momento. Me trepé, sin saber a donde me llevaría. Sólo me importaba largarme de ahí. Aquella noche mi vieja me escuchó entrar a la casa a las tres de la madrugada. Estaba llorando, diciendo que yo era un perdido. Subí en silencio a mi cuarto, me eché en la cama sin cambiarme la ropa, tratando de dormir. Pero el miedo permanente, la conciencia extrema de mi vulnerabilidad no me permitieron hacerlo. Quise pensar en Irene, pero al hacerlo la imagen sangrante del Chusko aparecía en mi mente y una ardiente culpa me abrazaba en ese momento: la conciencia sucia, el remordimiento por haber dejado solo al Chusko, herido de bala en una pierna y en un fumadero, luego de que me salvara la vida. VIII Desde la noche del tiroteo, el miedo constante impuso rigidez sobre mi cuerpo y mi mente; sólo lograba dormir dos o tres horas por noche, envuelto en sudor y aterrado por las pesadillas. Pasaron más de tres días y aún resonaba en mis oídos el eco de los disparos y los gritos, mi memoria registraba intacto el instante en que los dos sacos se desplomaban y mi voz interna me repetía hasta la saturación que el temor se materializaba en las calles. Ir al colegio o al Centro de Lima implicaba atravesar lugares recorridos anteriormente, que no sólo me recordaban al Chusko, a los sacos y a la Mancha, sino que eran lugares en los que me poseía la culpa, la incertidumbre y el miedo. En cualquier momento, de cualquier lugar, aparecerían unos sujetos con rostros rígido y mirada fría, avanzarían hacia mí sin decir palabra y dispararían mencionando que lo hacían en nombre de la ley o en nombre del pueblo. Así, prisionero de estos fantasmas, me desplazaba al colegio, que se iba transformando poco a poco en un espectro, alejándose como un recuerdo antiguo cuya materia se mostraba frente a mí. Los salones eran lugares vastos sin magia alguna, ya sus rincones sucios no me incitaban a extraviarme entre ellos y sus vitrales descuidados perdieron su aire familiar. Los pasillos, el pasto seco y mal sembrado, el muro que se erguía a nuestro alrededor, los portones con sus cadenas y candados oxidados, todo se fue cubriendo de la presencia infranqueable de la muerte, no sólo de la muerte pura sino de la muerte de mis ilusiones, de mi mitología. La ciudad era un inmenso mausoleo en el que yo era un cúmulo de cenizas a la voluntad del viento.


En el salón, José y Marlo se daban cuenta de que algo raro me pasaba. Yo ya no era el Loco, sino el Mudo. Algunos decían que ya estaba para el encierro. Me jodían y aterraban con la idea de que luego empezaría a tener visiones y a hablar a solas, a temerle al agua y a la gente. Si José y Marlo no me jodían, era porque me tenían compasión, y eso me inquietaba y jodía. Yukio no hacía eso cuando fui a visitarlo; se mostró interesado por mis ojeras y mis temblores en las manos y hasta llegó a pedirme que ya no consumiera tantas pastillas. No le conté detalles, aunque ya le había hablado de la situación del Chusko, pero cuando lo hice todo era todavía un juego. En las reuniones en su casa, yo mismo me sorprendía por ciertos cambios en mi comportamiento: podía dejar boquiabiertos con mi relato a todos esos pituquitos, como hubiera deseado en otra ocasión, pero en ese momento la idea de asombrar a alguien me era completamente indiferente. Ni siquiera hubiese deseado deslumbrar a Irene, quien en ese momento me hacía mucha falta. ¿Dónde estaría? ¿Por qué me había buscado? Tanto a mis amigos pitucos como a mis amigos misios, los empezaba a ver como a entes ajenos, apartados de mi entendimiento. Mis ideas se disparaban, tambaleaban, colapsaban, produciéndome ataques de pánico, haciendo que mis emociones fluctuasen de un polo a otro. Pero mi cuerpo, aunque magullado por la tensión sobre todo en la nuca, todavía comprendía su hábitat y me llevaba, como una criatura perdida, a actuar sensatamente. Talvez ese era el reto del que me hablaba el Chusko: conocer el desamparo del espíritu, la lejanía de la compresión ajena. Quizás era mi oportunidad de asumir que la muerte daba un carácter trascendente a mis actos, creando una sinfonía fatal que yo debía dirigir. El Chusko se había vuelto un espectro infaltable en mis flagelaciones. ¿Le parecería correcta mi manera de actuar? ¿Qué diría acerca de mi situación? La idea de que se encontrara en un fumadero de Monserrat, al borde del río, donde no entraban ni tombos ni sacos, me tranquilizaba, pero deseaba saber algo más de él. No había vivido jamás algo tan intenso. Desde los tiempos en que vivía enamorado de las chicas de los comics y soñaba con conciertos de La Polla Records, un mundo lleno de riesgos y ausencias, pero la situación había lanzado esa ilusión al desván del alma. Justamente mis fábulas narraban soledades estoicas en las que yo era un incomprendido. Pero en aquel momento, nada era más aterrador que mi propio ensueño vuelto materia. Un encierro despiadado que tenía como celda a mi propio cuerpo y como carcelero a mi memoria avergonzada por mis victorias ausentes, los desengaños, la falta de aceptación, la voluntad mermada y el desamor. Creía que la ausencia de Irene y lo sucedido con el Chusko no podían dar paso a


algo peor. Me prestaba a dar batalla a mi pesadilla, pero lo que pasaría después arrancó de raíz todas mis expectativas. Qué equivocado estaba yo al pensar que lo peor ya había pasado. En algún momento debía ir al Centro, a algún concierto. Cuando lo hice al quinto o sexto día desde la balacera, durante un ataque de valentía, el desasosiego que me embargaba era devastador. Los vitrales de las tiendas y los ambulantes, los atoros de autos en las avenidas, el hollín impregnado en los muros altos de las casonas, las veredas rotas y cada rincón de mi recorrido, ocultaba una naturaleza desconocida y hostil. No sé de donde saqué el valor necesario para acercarme a un concierto. Talvez mi obstinada conciencia -la misma que me torturaba- no me permitía permanecer temeroso y pensaba que debía enfrentar el miedo en el centro de la vorágine. Hice todo el recorrido a pie y tuve la sensación de que mis pensamientos corrían a la par con mis pasos. Llegué a Quilca en pocos minutos. Había un concierto en el bar La Rejas, tocaban Mazo, Actitud y PTK. La gente se amontonaba en la puerta, sentada en la vereda del local, haciendo correr una botella. Habían roto uno de los postes de luz de la calle, el más cercano al bar. Una luz llegaba desde una esquina y un débil espectro bañaba las figuras oscuras mostrándolas a contraluz. En ese momento fui indiferente a la escena, ya que quería dejar atrás el temor y que las cosas recobrasen su halo natural, pero todo fue en vano. Cuanto más lo deseaba, mi pensamiento se crispaba y la realidad inmediata se alejaba de mi percepción. Era como si yo no estuviera ahí, como si todo fuese irreal. Irene se hacía presente en todo cabello largo oscuro y rizado, en toda risa de mujer. Era lo único que me hacía pensar que yo aún era real. Cuando me acerqué, traté de saludar al mayor número de gente posible. Mientras les daba la mano y les sonreía, pensaba que ellos no sabían de aquellos por lo que yo atravesaba. Era una nueva forma de autocompasión, sumada a mi desilusión como escritor y a la ausencia de Irene. Estaba conversando con alguien a quien no recuerdo (podía ser cualquiera en ese momento, un perro, un ciego, una puta), cuando alguien me tomó del hombro diciendo mi nombre en voz baja. No volteé instantáneamente, mas bien transcurrió un segundo eterno en el que experimenté un pánico atroz. Volteé por inercia y al hacerlo tuve frente a mí a Kino. “Es Kino”, me dije. Me lo repetí varias veces en mi mente. De tanto hacerlo, Kino casi dejó de ser el mismo. ¿Era realmente Kino? La penumbra envolvente me mostraba su contorno como una aureola y la luz delineaba su cuerpo a la vez que ocultaba su expresión. Su voz surgió como desde ultratumba. Yo aún no me recuperaba de la impresión de tenerlo frente


a mí, así que no le prestaba mucha atención. Decía algo en tono trémulo. De un momento a otro me tomó del brazo y empezó a llevarme a un lado. Yo avanzaba titubeando, tratando de ordenar mis pensamientos, que se habían quedado mudos. Al fin logré distinguir una frase: -... de veras me ha sorprendido –su voz iba de apenada a resignada-, yo creía que estaría seguro ahí. -¿De qué me hablas? –pregunté casi delatándome. -Del Chusko, pues –me dijo mirándome extrañado, percatándose de que nadie más nos escuchara. Al avanzar habíamos llegado a una esquina alumbrada y pude por fin distinguir su semblante molesto y compungido-. Tú debes saber más que yo acerca de él, tú fuiste el último que lo vio, tú le llevabas la comida. Sé que los sacos quisieron matarlo y que de alguna manera supieron que se escondía detrás de la Carpa. No le dijiste a nadie nunca ¿Verdad? Pensé en Irene y mis dudas sobre su militancia en el Partido se despejaron y tuve que decirle lo del tiroteo. -Yo ya sé lo del tiroteo –dijo sorprendiéndome-. Los sacos que el Chusko se bajó eran de peso en el Partido y como no volvieron, los buscaron toda la semana en los bares y en la Universidad. En la Universidad dicen que los habían enviado a matar al Chusko por que les falló en una operación de propaganda. -¿O sea que todavía lo buscan? –pregunté. Kino se mostró sorprendido. Su gesto se volvió impaciente, trataba de lanzar una verdad incontenible, pero no lo lograba. -¿Cómo? ¿No lo sabes? –dijo. -¿Saber qué? ¿Que el Chusko está herido, escondido en un fumadero de Monserrat? -No, Chibolo –dijo alejándose de mí-. El Chusko está muerto. Creí que tú ya lo sabías. No lo creí. Fue el momento más irreal de mi vida. Aún así, desfilaron ante mí las imágenes acumuladas de las tardes junto al puente, en el almacén. Me estremecía la idea, imaginar el momento en que alguien lo encontraba herido en el fumadero, algún saco o algún tombo. Supe que algo de mí se iba con esa muerte. El Chusko se convertía en un ser ficticio que tomaba cuerpo ante mí. Imaginé su sangre, su cuerpo muerto y las balas que atravesaban su carne. Pensé en su expresión y en su ropa, su casaca verde agujereada. Sentí miedo, vergüenza, asco de mí mismo y de mi cobardía. Yo estaba ahí, temiendo, y él allá, enfrentando los peligros, su destino trascendente, su fábula real, con vital inconciencia. Pensé que en su muerte había mucho de gloria.


-¿Cómo lo encontraron? ¿Quiénes? ¿Los tombos o los sacos? –pregunté casi sollozando. Kino me volvió a mirar extrañado y comprendí que había algo más que no sabía. -Ninguno de ellos, Chibolo... -Entonces, ¿qué pasó? -Es una huevada... creí que sabías, huevón... -¡Habla, carajo! Con la parsimonia más pesada que he escuchado jamás Kino dijo: -Lo atropelló una combi cuando trataba de huir al Cono Norte... Aquella noche, en mi cuarto, traté de desahogar mi culpa. Nada se asemejaba a lo que alguna vez imaginé en mis tardes ociosas y mis noches de barbitúricos. Este era un dolor real, certero, una herida abierta a punta de dudas, remordimiento y realidad. Y aunque siempre que pensaba en el Chusko lo hacía pensado en un mundo aparte, esta vez la tragedia tenía forma clara, cruda, con la que el Chusko cobraba humanidad. Era confuso saber que ese “héroe” moría de forma tan ridícula, luego de burlar la muerte como un semidios. El mítico personaje repleto de trascendencia en un contexto, terminaba sus días como cualquier mortal. Lo inesperado se mostraba ante mí como lo único absoluto. Sentía que en la vida nada pasaba como en los libros y en las canciones, sino de manera más fantástica. -No habrá reuniones durante mucho tiempo, Chibolo –me había dicho Kino-. Oye, sólo tú y yo sabemos lo del Chusko. La gente cree que sigue de viaje en Huancavelica y que está trabajando allá. -¿Y cómo es que nadie más lo sabe? -Porque aquí casi nadie lo conoce por su nombre –dijo y sacó de su mochila un periódico de hacía tres días-. Lee. El diario había dedicado un titular mediano a la noticia: “Terruco monse manca cruzando la Panamericana”. Era uno de esos diarios chicha que tenía una foto del Chusko muerto, cubierto con papel periódico, en la portada. Abrí el periódico en la página indicada y vi la foto de un cuerpo ensangrentado cubierto con periódicos en medio de las pista. “El día martes 23 a las 5:00 a.m. se registró en el kilometro 37 de la Panamericana Norte, camino a Puente Piedra, un accidente de tránsito en el que perdió la vida el delincuente F.R.R.H (a) “El Chusko”. El artículo decía que el Chusko era un “criminal buscado durante meses no sólo por sus relaciones con microcomerciantes de droga, sino también con elementos subversivos”. Señalaban que el Chusko “se dirigía hacia un escondite probablemente ubicado en el asentamiento humano “Las Lomas”,


huyendo de un fumadero del barrio de Monserrat, donde había pasado la noche escapando de la policía”. El accidente sucedió cuando “el delincuente trataba de cruzar la carretera con una herida de bala en la pierna derecha”. Al parecer, la combi no lo mató al instante, sino que “permaneció sobre un charco de sangre a unos metros del lugar luego del impacto”. Tres horas más tarde “llevaron el cadáver a la morgue de Lima, donde al buscar su identidad, vieron que era requisitoriado”. “Según una versión policial -decía el tabloide-, las heridas que tenía el delincuente al momento del accidente fueron producto de una gresca entre consumidores de pasta básica, pues trascendió que durante toda la noche estuvo escondido en un fumadero, entregado al consumo de esta droga”. No pude seguir leyendo. Le entregué el periódico a Kino. Vino hacia mí una sensación de irrealidad y temor, un mareo profundo. -Tranquilízate –dijo Kino con voz suave al notar mi palidez. Luego pasó una combi a nuestro lado y tuve la ridícula sensación de que ésta me decía algo mientras se alejaba y nos dejaba con la mirada por los suelos. Oí que Kino me decía, condescendientemente, que el ya había perdido a otros amigos y mencionó a alguno que murió haciendo pintas para Sendero y a otros muertos en las cárceles hacía muchos años... Pensé que antes lo hubiera envidiado por tener una experiencia que yo no tenía, una historia que yo no había vivido, pero esa tendencia había desaparecido de mi mente. No me interesó escucharlo más y me despedí sin darle la mano. Caminé durante dos horas y llegué a mi casa a las tres de la madrugada. Sentía temor de las calles, pero me di cuenta que en mi habitación también tendría miedo. Cada detalle del recorrido me aterraba, pues la idea que se había apoderado de mí había tomado forma y se había consolidado esa noche como una obsesión. Entré en mi cuarto y me tiré al pie de la cama. Quería llorar, ponerme triste al menos, pero la idea me lo impedía. Era la idea que el Chusko había sembrado en mí, aquella de conocer la naturaleza desnuda de las cosas para reordenar mis percepciones, para dejar atrás todas mis debilidades. Tenía que enfrentar las cosas y nunca quebrarme. Sentí el frío de la madrugada entrando por la ventana abierta. Mi mirada se instaló, de repente, en la mancha negra sobre el piso de mi cuarto, que hacía tiempo no crecía por falta de producción literaria. Su forma me invitaba a sumergirme en ella, como una puerta a otra dimensión en la que no estuviese viviendo esa realidad. Pero la idea que el Chusko instaló en mí arrancó ese divague. Todo debía ser realidad. Entonces me asaltó el recuerdo: los cuentos del Chusko. ¡Los había olvidado!


Me abalancé sobre el cajón de la azotea donde los había guardado, con el temor de que mi vieja los hubiese encontrado. Afortunadamente, los encontré. Una vez en mis manos, luego de sentir su aspereza y ver la letra clara y ordenada sobre las hojas del cuaderno que yo le había entregado, quise pensar que el Chusko estaba conmigo, quise revestir el momento de dramatismo, pero la idea sembrada por el Chusko me decía que el Chusko estaba muerto y que aquéllos eran sólo papeles manchados de tinta. Esa era su naturaleza desnuda. Eran sólo objetos, existencias aterradoras. Supe, en un plano racional, que el Chusko estaba más allá, pero no podía sentirlo. Aún así debía leer. Pudo ser un momento perfecto, tenía en mis manos los textos del mito desaparecido, pero ya las cosas no funcionaban así. Sentía a mis ojos leyendo y me repetía que aquel montón de papeles era un cuento del Chusko: Lo único que nos preocupa en las barracas es el tiempo que perdemos, las oportunidades que pasan, no poder ver el sol rojo que alumbra en nuestro cielo, ni disfrutar de las tres lunas sobre los mares dulces en nuestras noches cálidas. Sabemos que allá afuera existen balas para nuestras cabezas, balas con nuestros nombres, balas que nosotros mismos fabricamos. Aquí vivimos todos hacinados, pero haciendo florecer nuestras alegrías y destinos. Talvez suene mediocre, pero somos conscientes de lo que pasa y por eso, tratamos de que las pocas ilusiones que tenemos conduzcan nuestras vidas. Hace tiempo que somos agredidos y siempre supimos que afuera estaban matando gente, pues escuchábamos sus alaridos y sus lamentos. Alguna vez traté de salir a socorrer a alguien pero algo me detuvo, y aún ahora pienso que fue la cobardía o el egoísmo. Me torturaba pensando: “Si hubiese salido de la barraca, esa vida se habría salvado”. Me sentía culpable, cómplice del crimen, parte de la maquinaria que oprimía a los que vivían conmigo en la barraca. Así que un día me uní a aquellos que huían de las barracas, a los que propugnaban el poder para las barracas; empuñé un ideal y una consigna. Me informé acerca de otras barracas y me ilustré acerca del orden que afuera imponían sobre nuestras cabezas. Un orden creado por gente que decía decidir lo mejor para nosotros y por eso disparaba. Me enteré de sus estructuras y sus métodos y al hacerlo sentí que yo estaba en lo correcto, que mi camino era noble y defendía la vida. Mi alma aprendió a vivir llena de muertes nobles y justas que ponía sobre mis hombros. Todo se confundió en mi mente durante una agresión a mi barraca. Desde afuera, los Ordenantes disparaban y exigían silencio a través de sus altavoces y pantallas, sentíamos el ulular de sus sirenas y la intermitencia de sus luces. Estuvimos muy asustados. Afuera buscaban a uno de los nuestros y si lo atrapaban lo juzgarían por subversivo. Recuerdo que todos yacíamos


tendidos en el piso, con las ropas desgarradas y que quise salir a buscar a los perseguidos para socorrerlos, pero me contuve. Entonces, al levantar la cabeza, vi algo que me desilusionó de aquellos que luchaban conmigo. Fue un develar silencioso, un hecho clave de la historia de mi barraca, que condenaba a algunos haciéndolos creer en algo a la vez. Éramos un centenar de cuerpos sobre la tierra. Yo me encontraba en la parte posterior del grupo. Desde ahí veía a mis compañeros con sus respectivas angustias. Sentía una fuerte hermandad con ellos, enfrentando un destino cruel disfrazado de orden. Los Ordenantes buscaban intensamente. Decían que lo hacían por nuestra seguridad. Aludían a un grupo de sujetos que pretendía sembrar un nuevo orden de temor y tiranía, que deseaba el poder a toda costa y no dudaba en manipular a los habitantes de las barracas. Hablaban de nosotros, y en mi corazón sólo se reafirmaba la rabia. Luego, cuando capturaban y mataban a algún Nuevordenante, escuchábamos sus voces apagándose en arengas, consignas disolviéndose en el aire del terreno. Todos morían jurando que un día el Falso Orden sucumbiría ante el Orden de las Barracas, el verdadero poder. Por primera vez, desde que era parte de ellos, compadecí una muerte. De repente, una voz surgió furiosa en medio de los que estábamos sobre la tierra. Era un amigo mío, mi compañero M., que daba consignas e incitaba a los nuestros a levantarse. Levantó la cabeza y el resto del cuerpo diciendo que nadie podría vencer a las barracas unidas y enarboló a los Nuevordenantes. Su heroísmo, inútil aunque hermoso, nos costó caro. Cuando levantó el puño, una bala lo mató casi al instante y se desplomó sobre los demás. Pero los Ordenantes no estaban satisfechos y siguieron disparando. Los cuerpos sangrantes me hicieron palidecer. Me mostraron una verdad que aún me faltaba conocer: la del heroísmo absurdo, la lucha por la muerte como fin, disfrazada de lucha por la vida. Uno a uno se fueron poniendo de pie otros compañeros, mostrando el puño, lanzando loas al caído y cayendo ellos también. Era como un culto, un ritual suicida. Sentí asco al sentirme parte de esa historia. Cuando amaneció, muchos lloraban y otros comprendían que la vida seguía su curso a pesar de los lamentos. Más tarde nos enteramos que los Ordenantes habían atrapado a otros Nuevordenantes. Algunos en la barraca celebraban, pues creían que los Nuevordenantes eran “malos” y “nocivos” para el orden -idea esparcida por los Ordenantes-; otros decían que no era justo, pues ellos luchaban en nombre de las barracas. Escasa luz solar llegaba hasta nosotros; sólo unas cuantas haces de luz rojiza. Al pensar en la humillación de la noche anterior, me consumía la rabia pues sabía que eso volvería a pasar, que los Ordenantes justificarían su razón de ser en la fuerza


y los Nuevordenates, en la justicia, y que ambos, activa o pasivamente, cometerían un crimen contra los que decían defender. Sabía que ambos hablarían de la paz como una herencia para los que llegarían algún día después de la guerra, pero jamás dirían cuando llegaría ese día, pues la guerra aseguraba su poder. Caminaba yo sobre los cuerpos de los caídos, que conservaban aún el rictus iracundo de la última consigna. En mi corazón era tiempo de no sentir, de no permitir que nada me lastimase; alguna vez volverían los días en que los estímulos del mundo me darían y quitarían la vida. ¿Qué podía librarnos de la opresión y de la muerte? ¿Por qué ser insensible ante el dolor de otros, si yo podía estar en su lugar? No era insensible a mi entorno y aunque ya no creía que con el poder en nuestras manos el mundo cambiaría para bien, no dejaba de preguntarme qué hacer para vivir mejor. Sabía ante todo que debía cuidar mi cabeza. Más tarde, pasado el tiempo de duelo por los caídos, me encontraba caminando entre sus tumbas, entre las ruinas de la última incursión. Caminaba sin percatarme, cuando encontré la tumba de M., con una lápida que lo describía como militante de los Nuevordenantes. Aparté la cara y me alejé. Busqué una rendija, desde la cual mirar la superficie, desde donde pudiese ver la luz que los Ordenantes nos negaban. Una puesta de sol lejana se combinó con el susurro del viento, que levantaba a su paso el polvo verdoso de un desierto lleno de rocas en forma de lágrimas. Vinieron a mi mente los recuerdos vividos con mi amigo muerto: su risa, sus intentos de huir de la barraca, sus torpezas, sus bromas pesadas, su mal aliento; vino a mí la figura de su madre y su hermana, pensé en el dolor de éstas mientras recordaba el aroma de su casa y los ladridos de su perro. Jamás lo hubiera culpado por ser un Nuevordenante y supe que nunca lo olvidaría. En las noches, mientras se cocinaba para los Nuevordenantes, en medio de gente que no pertenecía a su causa, yo conversaba con un amigo muy joven, casi un adolescente. Él, lleno de rabia y resentimiento contra el Orden al que vivía sometido, escuchaba con entusiasmo las peroratas de los Nuevordenantes. El ambiente se cargaba de tensión, expectativa, pues el temple del hombre que leía el comunicado del comité central de los Nuevordenantes nos dejaba boquiabiertos. Podía sentir cómo cada frase conmovía a los espíritus maltrechos y adoloridos. Yo ya no me exasperaba al escuchar hablar de justicia, pueblo, compromiso. Entonces mi amigo adolescente se puso de pie y se acercó al hombre que hablaba. Su rostro estaba colmado de esa expresión de convicción que surge del desengaño. Pensé que mi amigo nunca había creído en nada, ni en sí mismo, y comprendí por qué fue tan fácil para él acercarse a los Nuevordenantes y formar parte


de ellos. Talvez deseaba morir como un héroe. Pensé en detenerlo, pero recordé que a mí nadie me detuvo, nadie me dijo cómo serían las cosas. Yo sólo pude negarme amablemente cuando me invitaron a formar parte de su nuevo grupo. Tiempo después, entre escombros de una casa que yo conocía, encontré a un niño llorando. Era el hijo de aquel amigo que vi morir y del cual encontré su tumba, el hijo de M.. Era un niño de unos nueve años y estaba solo, en medio del alimento y la ropa que los Ordenantes le daban para vivir. Lo llamé por su nombre y se acercó hacia mí, con un gesto desconfiado. Le pedí que tomase sus cosas y viniese conmigo, lo que al comienzo no le pareció buena idea, pero logré convencerlo. Caminamos hasta mi casa tomados de la mano, él llevaba sus cosas en una bolsa sobre la espalda y no dejaba de preguntar qué sucedía, que pasaría más adelante y por qué pasaban así los hechos. En mi mente las respuestas tomaban un rumbo desesperado que me impedía quitarle la inquietud. Me azotaba el rencor, la memoria castigada y la excusa. Cuando me preguntó si las cosas un día terminarían, le dije, tratando de no robarle al ilusión, que siempre habría gente dispuesta a sacar adelante sus metas. Se calmó y dijo que ojalá acabara pronto la situación. Le dije, lentamente, que más importante entonces era llegar a su nueva casa y saber a qué se dedicaría. Lo demás podría esperar. Pasó el tiempo y yo me dediqué a construir casas para los habitantes de las barracas, construcciones subterráneas que resistiesen la temperatura del medio. Mi vida pasó a ser tan activa que la tristeza sólo se apoderaba de mí de vez en cuando, para después marcharse prometiendo volver, dejándome libre por un tiempo. Cuando mi hijo -así lo empecé a llamar- creció, sus inquietudes crecieron con él y ya era yo un hombre estancado en la vida como para comprenderlo. Los trabajos que yo hacía con mis compañeros en la barraca, aquellos que nos hacían ser un poco más dueños de nuestras vidas y nos proveían de todo lo necesario, para él eran actividades obsoletas. Él quería más. Quería conocer lo que había lejos de las barracas, en la superficie, quería conocer formas de lograr una vida mejor, experiencias que yo no conocía. Entonces empezó una nueva lucha para mí. Hoy, gran parte de mi esfuerzo está dedicado a lograr que él conozca lo que yo no conocí, que adquiera todo lo necesario para soñar y crear y que sus ilusiones un día den luz a nuestra barraca, más luz que la que haya visto jamás. Me siento orgulloso de enseñarle acerca de los Ordenantes y los Nuevordenantes, me gusta que él se forme un criterio, que sepa cómo llegamos a esta situación y enseñarle a asumir nuestras carencias, dándole todo lo que está a mi alcance y demostrándole que habían muchas cosas que él deberá conseguir por su propio esfuerzo. Veo que él muere por conocer


maneras de llegar no sólo a la superficie, sino más allá y veo que su ilusión crece y desborda todo lo que yo conocí. Veo que ese conocimiento le hace comprender mejor la situación en la que vivimos, las relaciones que mantenemos en nuestra sociedad y veo que actúa a la altura de su ilusión. Veo que el conocimiento y la imaginación lo llevan más allá de donde lo llevarían los Ordenantes o los Nuevordenantes. Cuando me comparte sus ilusiones siento que nada ha sido en vano y me reconcilio con el pasado y tengo esperanzas en sus sueños. Hace poco, ideó una manera de comunicar mejor a las barracas: a través de unas fibras imantadas que crecen como raíces en el subsuelo. Junto con los hijos de mis amigos han instalado una red para nuestra barraca y con ella han ganado poder sobre una parte de la vida social de nuestro medio. Un poder nacido del conocimiento, ajeno al mal esparcido por los Ordenantes; un poder que no se empeña en destruir realidades sino en crearlas. Siento que es una lucha más valida que la de los Nuevordenantes, aunque dicen que la red pasará a estar bajo control de los Ordenantes y nos acusan de colaboracionistas. Ambos, Ordenantes y Nuevordenantes, cuentan con grandes profetas, con grandes teorías y ambos incumplen descaradamente lo que profesan. Aquí la vida sigue en las barracas. Creo que un día me quedaré solo. Cada vez son más mis amigos muertos por los Ordenantes y también hay los que se pasan al bando de éstos, volviéndose tan fríos y lejanos como sus líderes. Algunos se unen a los Nuevordenantes, dispuestos a morir luchando contra el Orden. La gente muere a manos de ambos. Justo en este momento disparan por encima de la barraca, talvez comience otra redada. Quizás esta vez me toque a mí. Abrazo fuertemente a mi hijo, que está muy asustado. Le dijo que cuando amanezca iremos a buscar más fibras imantadas y buscaremos raíces saladas para desayunar, cuando todo pase, hijo mío, haré que te den los secretos de nuestro tiempo para que te fortalezcas y conozcas tu pasado, tu presente y tu destino, y construiremos lugares para que los niños jueguen y sueñen como tú lo haces, para que sueñen con la superficie, con los mares, con el sol rojo, para que sueñen que un día pisaran nuestras tres lunas y aprenderán a vivir en paz o a tratarse mejor, para que sepan que el conocimiento unido a sus sueños crea su destino, cuando todo pase, hijo mío... Afuera, las balas surcan el viento helado de una tarde escarlata... Las imágenes que el relato me inspiró se disiparon casi al instante. Aún cuando sabía que el papel podía cobrar vida en mis manos, la idea me impedía disfrutar de lo que el Chusko me entregaba. Supe que era un cuento que yo


jamás podría escribir, no por ser grandioso, sino por su sencillez. Además, era un cuento para mí. Era un cuento de gratitud. La idea me impidió sentir que aquel era un momento perfecto, una conexión entre el más allá del Chusko y mi vida terrena, no pude ver que el cuento era un portal y que yo había por fin entrado en el mundo del papel y las representaciones. Era el instante que había esperado durante toda mi adolescencia, pero en aquel momento no significaba nada. Todo era conciencia plena de la existencia, de la materia de los objetos, de la crudeza de las circunstancias. Me sentí una hoja al viento y tuve miedo. Sentía la presencia de la mano del Chusko escribiendo sobre el papel, la rugosidad de su textura, el olor de la tinta, pero no sentía el cuento. No sólo había perdido al Chusko, sino que había perdido el lenguaje mágico de las cosas que me acompañó desde pequeño y que me dio forma. Conocer la naturaleza desnuda de las cosas, trascender la ilusión, apagar la máquina de pensar, eran ideas que surcaban mi mente, robándome el aliento, la tranquilidad, llevándome a pensar que de un momento a otro me volvería loco. Al pensar en el Chusko, pensé en todo lo que su historia había hecho en él, su lucidez, su corazón encallecido. Recordé las reuniones del Hueco, la primera noche en que lo vi, sus heridas, el tono de su voz, los conciertos y sus fanzines, sus relatos sobre noches de huidas y juergas, la relación con su viejo, sus inquietudes sobre ello, su reconciliación consigo mismo, su capacidad de perdón, su fuerza. Entonces, me avergoncé de mí mismo, como solía hacerlo siempre que pensaba en ello. Pero esta vez, me asaltó la idea, contundente, de que era imposible sentir lástima de mí mismo y descubrí que era eso lo que me causaba angustia: había dejado de ser el mismo. Ya no tenía pasado, toda historia anterior se tornó una duda, un mal sueño, insostenible pero al acecho. Todo era indefinido y yo podía hacer con mi pasado lo que me viniese en gana y por lo tanto con mi destino. Fue aterrador. Debía encarar la existencia hostil, el caos en mi espíritu y la muerte absurda del Chusko. Sin embargo, todo ello me empujaba a seguir de pie, a no volverme loco. Me asomé al ventanal que daba a la calle, tratando de ventilar mi cabeza. Divisé el techo vacío acerca del cual alguna vez quise escribir, ahí donde jugaba una niña. Recordé que ese cuento lo había quemado hacía tiempo. Vino a mi mente, como un estallido, el pedido que me hizo el Chusko cuando me entregó sus cuentos. “Prométeme que los destruirás si algo me pasa. Te pueden joder sólo por tenerlos en tu casa”, me había dicho. Me llegaba al pincho que me jodiesen, no me importaba. Pero, esforzándome por ser ceremonioso, tratando de recuperar el lenguaje de los sucesos, quise hacer de ése el último momento especial de mi vida, el último que trataría de capturar.


Tomé el cuento y lo reuní con los demás papeles que el Chusko me había dado y pensé en darles el abrigo del fuego, llevar la muerte del Chusko hasta sus últimas consecuencias. Crear un ritual para los dos en el altar de mis cuentos incinerados, aquella mancha oscura que en otro tiempo me atormentaba. Busqué fósforos en el cajón de mis pastillas y apagué la luz. Sólo la luz de la calle, como siempre, iluminaba los primeros destellos crujientes que brotaban del papel amontonado. El olor a cenizas, el papel retorciéndose, las letras escritas desapareciendo, la tinta consumida, las lágrimas en mis ojos inundados de humo en la habitación oscura; todo ello fue real, no fue una historia que imaginé alguna vez y fue la única despedida perfecta que le pude dar al Chusko.


EL FESTIVAL DE LA DESESPERACIÓN Todo arte es a la vez superficie y símbolo. Quienes profundizan sin contentarse con la superficie se exponen a las consecuencias. Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias. OSCAR WILDE, El Retrato de Dorian Gray

Todo es un griterío insulso y repleto de sentido a la vez, todo tiene una implicancia monstruosa que desciende a mi perturbación como una espada que amenaza destrozarme en pedazos. Voy por la calle, sintiendo su peso, la rugosidad de sus veredas. Creo que es una enfermedad, sí, es posible, pero, ¿qué enfermedad? ¿Por qué las cosas se desintegran ante mis ojos y no puedo mirarlas por más de cinco segundos? ¿Por qué dejan de ser lo que realmente son y pasan a ser materia absurda? ¿Por qué ya no entiendo el lenguaje de los objetos? ¿Por qué el papel sobre el que escribo es sólo una fibra de madera y goma prensada, procesada, que ha llegado hasta mí a través de un proceso comercial en el que se ha usado un dinero creado de la misma forma? ¿Es esa su esencia? ¿Por qué las piedras me hablan de su quietud de siglos de silencio? ¿Estuvieron desde siempre en el lugar donde las encontré ayer, en esa plaza? ¿Esa plaza es la misma de ayer? ¿Por qué tengo la sensación de no estar en el lugar en el que estoy, por qué todo es visto desde una pantalla sobrepuesta? Todas las voces son terribles. Puedo comprender la intención ulterior de cada una y darme cuenta de que son portavoces de las almas y esclavas de la palabra. Tanto mundanal se vuelve un silencio de acero. ¿Es una enfermedad realmente? ¡No es normal pensar que no debo pensar y que mis pensamientos oscilen todo el tiempo entre la noción ambigua de un presente que se escapa y la duda concreta de mi propia materialización! ¿Es normal este miedo a algo indefinido, este calor, este dolor en una zona indeterminada, intocable de mi cabeza? Un mareo, una estrangulación en la nuca retuerce mi altivez mientras camino... Desearía poder gritarle a la gente que no debo pensar y que mi pensamiento está ahogando mis sentidos, que ya no siento el mundo frente a mí, sólo soy conciente de él. Es una tormenta interior y a la vez un vendaval cósmico en mis entrañas. ¿Por qué siento, cuando mencionan estrellas, maremotos, plagas, masacres, una íntima incumbencia? Constelaciones disciernen sobre mi destino en su orden y la luz perecedera de sus cadáveres se extingue dejando sobre mí una conciencia atroz. No puedo pensar en el colegio, ni en mi casa. Sólo puedo pensar que Irene se fue y que el Chusko murió. Y no quiero hacerlo. ¿Es esta la naturaleza desnuda de las cosas? Debe serlo. Es similar a lo que describió el Chusko. Pero yo pensé que sería una aventura excitante que podría relatar luego de vivir. Pero ahora tanta violencia me empuja al silencio. ¿Cómo


explicarle alguien que una estrella a muerto en mi interior, que he sentido su calor de millones de años y la he visto extinguirse? ¿Acaso no quería ser conciente de todo? Pues, he ahora frente a mí, dentro de mí, la espuma de las olas, las ablaciones de clítoris en una región remota del África, el peso sordo de los cadáveres regados en las calles de Chechenia, la emisión de una orden para aniquilar a unos rebeldes en Asia Menor, el bombardeo a un átomo de radio sobre una plataforma sellada al vacío, al infinito vacío. Cada cosa llega hasta mí sin vivirla siquiera, con el sortilegio muerto de una mente que bulle y brama. Todo me aterra, la existencia me da miedo. Todo es precario y vulnerable, condenado a la extinción. Mi mente no se presenta como algo concreto. Lo imagino, es una idea multiforme, pero siento que aún no pertenece a esta ceremonia. Pero ¿Por qué vivir si todo es vacío, si cada cosa ha perdido magia? Ya no puedo ensoñar como antes con la gente de mi pasado, la idea no me lo permite...ya nadie me acompaña y la soledad es aterradora. Los sueños son una representación de este presente magro y el pasado ya no se presta para ninguna ilusión. Esa historia que escribía en el centro de mi corazón, ha muerto, ya no puede seguir. No, esa historia tortuosa, ese pasado ruinoso, estéril, debe desvanecerse y con él, todo ensueño de autolástima que arrastre. Entonces mi conciencia no tiene asidero, no tiene pasado. Por eso floto en el mar de lo incierto, a merced de los vientos, las combis que cruzan mi camino, las tiendas de periódicos y las pollerías vacías. Mi mente es una nebulosa que cubre un presente anclado en lo inmediato. ¡Este es el último momento de mi vida! ¡Mi cabeza estallará en cualquier instante! ¡No existe otro momento! Nunca hubo pasado. Si alguien del pasado se presentase ante mí, sólo veré carne sobre una osamenta dirigiéndose al matadero, como todos en la vida. ¿Es que no se dan cuenta? ¿Soy yo quien sostiene la macabra comedia? ¿Son mis ideas o el mundo? Si cesase todo el movimiento muerto a mi alrededor, podría poner orden a mis ideas, pero con la velocidad con que se contraen mis nervios ante cada estímulo no me permitirán lograrlo. Siento una corriente que llega hasta mi nuca y mis manos. Ahora tengo frente a mí a un policía. Sus gafas oscuras y sus zapatos charolados me han hecho sudar. No sé por qué. Talvez porque son inútiles dentro de un universo inútil, tan inútil como yo. Talvez si fuese hábil con las palabras podría darle a esta tragedia una cubierta más vistosa, menos hiriente; si tuviera nervios de acero, soportaría cabalmente este delirio. Pero este es un riesgo que yo he buscado, toda esa presencia agresiva -mi voz que habla mientras mi mente dice “estoy hablando”- le da un dramatismo implacable a mis horas, a cualquier segundo. En mí se libran todas las batallas de la mitología, todos lo dioses mueren, se ahoga el viaje de Ulises hacia el corazón, descendiendo a todos mis infiernos a través de los túneles


nauseabundos del festival de la desesperación. Una obra inmóvil, abortada, un impulso ardiente, pseudomaterial, ininteligible, una asquerosa pretensión. Y mi cuerpo... ¿Qué le sucede a mi cuerpo? Pareciera que se condujese solo, que yo fuera un inquilino. ¿Soy yo quien sonríe todos los días ante extraños que me preguntan cómo me encuentro? Y ellos, ¿están realmente en sus cuerpos? La sensación de habitar fuera de mi cuerpo se conjuga con la conciencia plena de mi visión. Sé que veo. Veo la visión que mis ojos miran y al hacerlo proceso, conjuntamente con dicha percepción, toda información, toda impresión que me devuelve a la máquina de pensar: veo a todos los chicos del colegio. Son ellos y no son ellos. Transmutan, van cambiando, muriendo ante mí a cada instante y no se percatan de ello...macabra función. Veo a mis padres y los desconozco, sin embargo algo me impele a considerarlos como lo que deben ser. Pero, ¿quiénes son? Tengo que lidiar con las palabras en mi mente. Estoy “enfermo”, tengo una “depresión profunda”. Todas la palabras son ecos en mi mente, vibraciones de mis cuerdas vocales que mi memoria retiene. Han perdido el espíritu o talvez nunca fueron nada. Salgo a la calle. Tengo los ojos como una pantalla estática frente a mí. Conciencia permanente de cada movimiento. Nacen y mueren universos mientras me desplazo dejando a mis espaldas una ardiente estela de muerte, indiferencia atrozmente forzada. Un niño se me acerca y me dice que le compre una fruna. Sé que no puedo ayudarlo. Su imagen se desvanece ante mí, como todas las cosas, sin dejar de estar presente. Siento que lo único que puedo hacer por él es tenerle el mismo respeto que debo sentir por mí. Es una tesis que sostengo en como dogma y pienso que el mundo sería mejor si todos actuasen de acuerdo a ello. Avanzo. Mendigos, noche, viento, pasos, casaca, Centro de Lima, pasado, miedo, angustia, disparos, lejanía, piel, vacío, deseo, desesperación, bolsillos, monedas, vereda, poste de luz, combi, carne, frío. Me quedo quieto. Esperar, temblar, respirar, mirar a los costados, torcer el cuello, inclinarse, no dar un paso, exhalar, contenerse, pensar que no hay que pensar, temer, confundirse, avanzar. Avanzar por una ciudad que es un mausoleo. Cada vida es una búsqueda de redención. La imagen de un loco semidesnudo me aterra. ¿Terminaré como él? Temblar, ensoñar, ser consciente del ensueño, saber que hay que continuar. Ahora sé que fui feliz mientras vivía como un fauno dentro de las figuritas de los fanzines, como testigo de los papeles y los fotolitos. Ser prensa, tinta, viento, óleo, habitar la cálida entraña de mi infancia apartada. Comprender el mundo desde mi ensueño, evadir la hostilidad de los sucesos y la materia. Imagino a un hombre que ingresa a un desván. Toma cada objeto lleno de polvo y lo sacude. Descubre el canto oculto de la evocación que se entrega como testimonio dando sentido a la cosa; tan gratuito es el canto, tan lúdico, real, intemporal, y por ello, vivo. Todo objeto posee una memoria que


se transmite a la persona que la tiene enfrente, una magia solemne y relajada, vasta, imperfecta y esférica. Sé que esa magia se ha alejado de mí. ¡Nunca creí que perdería esa capacidad! ¡No poder sentir armonía con las cosas! Ya no cantan las cosas su representación en el mundo sino que acusan su devenir, el peso de la existencia que han sufrido en milenios desde la primera explosión. Extraño a mis amores. La Polla Records ya no me transporta, la yerbaluisa es una percepción obtusa, los fanzines son símbolos de ese ensueño neurótico y maníaco que me arrastró hasta aquí, que dio vida a ese sueño enfermo. Ya no quiero habitar en ese mundo de compasión arraigada, de voluntad sumida en una vergonzosa desidia. Pero aún extraño mis símbolos, aun teniéndolos enfrente. Tengo miedo de estar solo, tengo deseos de salir huyendo de donde me encuentre. Sobre todo ahora que el micro avanza más rápido por la Vía Expresa. Mis brazos penden lerdamente de mis hombros. Mi cuerpo es enemigo, no me comprendo, bien podría no estar aquí. Sin embargo, existo sin esperanza de redimirme de mi condición humana, sin sentido al igual que toda la maquinaria viviente donde se incuba el caos. El mismo caos que corroe mi mente. ¿Y si no es caos? ¿Si en realidad esto es producto de tratar de ordenar todos mis pensamientos? ¿Soy yo quien habla? ¿Soy yo quien piensa? Ese que está frente a mí, en el vidrio de la ventana, ¿no es un aparecido? No me reconozco al verme en reflejos ni en fotografías. ¿Qué me está pasando? Talvez toda historia anterior desemboca en esta escalada de demencia en la que descubro que no soy nada y que mi existencia es apenas una encrucijada, una constelación de circunstancias ajenas a mi voluntad, que estoy sujeto a sus variaciones. ¿Qué hacer entonces con esta realidad? ¿Puedo acaso ser nada? ¿Esa nada no es acaso una idea moldeada por mi experiencia, existente dentro de un universo? Si esa nada existiese sería algo y yo debería asumir la tarea y letanía de descubrir qué soy: existencia, conciencia, percepción. ¿Nada más? ¿Tan sólo eso? La angustia me remece al bajar del micro. La tarde estremece el asfalto, los charcos, el cobrador, el sueño, el letargo. Estoy en una esquina, una avenida en otros tiempos. Estoy en ningún lugar y en todos a la vez. Alguna vez quise atrapar la realidad. Hoy todo es irreal, como que nada hubiese existido nunca. Tengo frío en el alma. Debo avanzar hasta el conjunto de ladrillos y cementos que es mi casa. No hay nadie a mi alrededor. Sólo miles de presencias y ausencias. Estoy parado frente a un cuerpo rígido, gris, oxidado. “Es un poste”, tengo que decirme. Siento que está fuera de mí y que su existencia no ha dependido nunca de mi conciencia. ¿Depende de la conciencia de alguien? Tan sólo se limita a estar ahí. Yo la percibo. Volteo la cabeza -una hazaña- para ver si viene alguien. Vuelvo a poner los ojos –un écran inmóvil codificado- sobre la superficie del poste. La miro, percibo que la miro y soy consciente de mi percepción, y en ese proceso comprendo el


tiempo estancado desde la raíz de ese trozo de metal que yace clavado al suelo. Tiempo, espacio, materia. Mis ojos saben del poste... el poste oxido... mineral extraído, sé del mineral y su proceso, mis sentidos se aletargan, yo veo el poste y soy consciente de la naturaleza del poste... mi conciencia habita el poste... el ego se desvanece, el yo reconoce al poste..., el yo habita el poste y se identifica... quietud, alambre, mi piel, estar de pie, el suelo, yo soy frente al poste, no hay exclusión, el poste posee, yo veo al poste, yo atrapo y comprendo al poste... yo soy el poste... soy el poste. Tengo una eternidad absoluta sobre la tierra y puedo sentirla desplazándose y, aún en quietud, la incesante velocidad de sus universos internos me sacude. Cinética, calor, poste. Soy el poste. Soy y estaré por siempre, absurdamente...la gente que viene, ojos. Una combi que se detiene en una esquina, el cobrador que grita, el motor que ruge frente a mí, mientras la gente pasa frente a mí sin saber de mi estado. Quisiera gritarles, pero si lo hago habré cruzado el umbral de la demencia. Mi ser se desprende dolorosamente de su nueva materia y mi fibra se desplaza hacia mi calle. Conciencia de la calle y la noche, jardín, vidrios, puertas, esquinas, avanza un auto y yo dejo atrás un misterio perpetuo, una nueva angustia, la hilera de luces, la avenida como una parada de centinelas que anuncia mi llegada al terrible mundo de lo descarnado. Todo, a pesar de su gratuidad, me concierne e intimida. Todo tiene implicancia en mi destino, pues estoy solo, más solo que nunca, ya que no llevo a nadie conmigo en mis ensueños muertos. Alguna vez deseé ser absolutamente consciente de la realidad...


LA CONTEMPLACIÓN. Eran las seis de la tarde y ya podía salir del trabajo. Hacía un año que trabajaba como lavaplatos en un restaurante de Lince. Había sido muy difícil hacerlo mientras sentía que el mundo se venía abajo, como si nada hubiese pasado en mi interior, como si el universo hubiese seguido de pie. Finalmente no existían ya instantes perfectos ni realidades atrapadas; y aunque una pequeña parte de mí había muerto, la certeza de haber vivido todo ello en nombre de una ilusión redimía el dolor y la debilidad. Ya no buscaba aquellas grandezas falsas de mi adolescencia, tal vez por eso la vida volvió a tener la magia de siempre y los objetos volvieron a contarme sus historias serenamente. En aquel mundo conquistado, la imagen de mí mismo, que yo perseguía, era a la vez parte de esa riqueza. La realidad se había vuelto un instrumento de mi ficción. Aquella tarde me sentía ansioso, pues por la noche iría a ver a Yukio para imprimir los cuentos que había escrito durante los dos años y medio que precedieron a la muerte del Chusko y la partida de Irene, los cuentos que me permitieron dar orden talvez no a mi vida, pero sí a los símbolos de mi vida, a través de los cuales entró algo de armonía en mi existencia. Eran los cuentos que escribí durante el Festival de la Desesperación. Además quería vender algunos libros que leí en mi adolescencia, los cuales no pasaban de veinte, y cuya venta me tomó toda la tarde. Casi no me había acercado a nadie desde la muerte del Chusko y no sabía qué se decía acerca de él, pues las veces que había ido al Centro fueron sólo para hechos puntuales, el más memorable de ellos, la despedida de Kino, que había viajado a Alemania. Se marchó una semana después y sólo recibí dos cartas suyas. Yo nunca le respondí. Aparte de eso, nunca volví a un concierto. Regresaba de haber vendido los libros en El Averno, en Quilca, e iba por la avenida Wilson, la misma del pasado, pero distinta. Al pasar por la esquina de lo que había sido la No Helden -que se había convertido en centro de idiomas y computación- vi el afiche de un concierto. Nuevos grupos, nueva estética. Supe que extrañaba a la Mancha y que durante todo ese tiempo yo no había dejado de ser uno de ellos, a pesar de haberme vuelto “normal”. Luego tuve deseos de ir a al Plaza Francia, ya no para hacer una escena interior ni nada por el estilo, aunque en otras ocasiones hubiese evitado pasar por ahí. Mi memoria se encalleció y mi cuerpo dejó de sufrir los temores que le inspiraban algunos recuerdos. Luego de atravesar la Plaza, nuevamente en la Wilson, pasé por el Centro Cívico y no pude evitar evocar a Irene, aunque ya no como lo hacía antes. Esta vez era un dejar ir. Durante todo el Festival de la Desesperación, mientras descubría la endeble


condición de mi naturaleza, ella rondó mi memoria y el eco imborrable de su voz me arrullaba en mi desespero. Todo lo que hice durante ese tiempo lo hice en su nombre. Mi trabajo, mi autosuficiencia, mi tolerancia, la energía para soportar el rigor de la angustia, mi silencio y mi bullicio; todo ello lo inspiró su recuerdo, incluso aquellos cuentos que llevaba bajo el brazo. En ellos, ella era el comienzo y el fin. “Dedícate a algo que te ayude a comprenderte, busca en ti una dedicación. De no ser así, corres peligro”, me había dicho el Chusko. No eran cuentos perfectos, eran historias que dejaban a su paso una estela de paz en mi interior. Esa tarde recordé las reuniones del Hueco, el olor acre de las casacas de cuero y las prendas militares, la biblioteca que tratamos de montar en una de las habitaciones, los afiches que enviaba el Kike Eutanasia desde Alemania y España, el mismo Kike que se había llevado a Kino. Recordé al Chovi, que se fue a vivir a Argentina luego de pelear con la chata Sandra, a Poggi y Alison, que para ese entonces ya tenían un hijo y estaban esperando uno más. Recordé a Irene en el Hueco, diciendo, borracha, que el arte debía ser consecuente con la vida, derrochando la fascinación que le causaban los afiches de conciertos, una fascinación sólo comparable a la mía. A ella siempre la persiguió la obsesión por los dibujos, por captar las historias que la empujaron hasta la Mancha, talvez las que me llevaron a mí a escribir. Eso me lo contó a la salida de una reunión en la que el Pishtaco se peleó con el Mendo, luego de ver un vídeo de okupas españoles y mexicanos. Mendo quería meterse a una casa de pirañas y drogadictos del Centro de Lima. Insultó a todos diciéndonos que éramos unos maricones de mierda, burgueses cagados, que él y su mancha sí se meterían ahí. Se puso tan insoportable que el Chusko tuvo que intervenir y decirle que nos dejase trabajar por nuestro lado, deseándole suerte en lo que pensaba hacer. Mendo lo tomó como un insulto e hizo la bronca. Ahí terminó la reunión. Entonces yo salí con Irene. Traté de acercarme a ella sutilmente, aparentando coincidencia en nuestras rutas, aunque yo vivía en Breña y su camino más bien era hacia el otro lado de la ciudad, hacia Chorrillos. Caminamos juntos dos horas antes de que ella tomara el micro. Habló de su adolescencia llena de prohibiciones, en la que sus padres no le permitían salir a la puerta de su casa, de la soledad que sentía en el colegio y las horas que había pasado pintando en las bibliotecas. Sus proyectos de vida eran colosos formidables: ser pintora de vanguardia, con una formación independiente y autodidacta. Quería ser ella misma. Decía que lo importante del arte consistía en hacer de lo sencillo algo hermoso y que la vida no sería vivida hasta que tomase la forma de una imagen clara de la cual uno pueda ser consciente, que sólo así las cosas tomaban vida eterna.


Durante el tiempo en que ella estuvo en Santiago de Chile imaginé miles de veces volver a verla y fue esa fantasía la que fue dejando atrás los efectos del Festival, lo que me ayudó a alejarme de la realidad y a protegerme en mí. Todas las calles y plazas que recorrí aquella tarde estuvieron presentes en mi ilusión y sólo así la realidad dejó de ser aterradora: cuando me apoderé de ella y pude hacerla parte de mi fantasía. Con la cabeza cubierta por el aura del pensamiento, la memoria y la imaginación, avanzaba por la calle Belén, con el dinero de los libros vendidos en el bolsillo. Iba buscando algún burdel donde gastar el dinero obtenido, cuando noté que habían abierto nuevas librerías, tiendas y cantinas, algunas de mala muerte y otras muy bien adornadas. La vereda estaba enladrillada y aquel segundo piso, donde hubo conciertos durante un tiempo, era ahora un restaurante de comida provinciana. Fue ahí donde vi por primera vez a Irene, recordé. Borracha, bailando, junto a los chicos que un tiempo después tratarían de matar al Chusko. Llevaba un polo de los Sex Pistols que le había enviado un tío de Barcelona. Recuerdo que esa misma noche el Chusko peleó en Queirolo con dos martacos. Yo me enteré de eso la noche en que me habló de su padre y su abuelo. Cuando llegué al burdel de la esquina de Belén con Uruguay, me di con la sorpresa de que lo habían clausurado. Pensé que no volvería a ver a la morena que solía atenderme ni a la chiquilla piurana de dieciséis años con la que solía conversar sobre su tierra, de la que escuchaba historias de barrio y colegio nacional. Me marché rumbo al Museo de Arte, para hacer tiempo mientras llegaba la hora acordada con Yukio. Pensé que hacía unos meses no me hubiese atrevido, pues el lugar hubiera empezado a existir frente a mí, con todas sus implicancias, y hubiera tenido que alejarme del lugar lleno de angustia. Cuando llegué a la puerta, todo era distinto: ya no se ingresaba por Paseo Colón, sino por un parque inmenso que se había construido en los últimos años. Exhibían “La Naranja Mecánica”. ¿Cuántas veces la había visto? Aquella vez que fuimos a verla con Kino, Memo, Chovi, El Chusko, Katty, Alison, Poggi e Irene, yo la veía por sexta vez. Pero fue la vez que más recordaba, pues aquella vez Irene se sentó a mi lado y en la oscuridad yo le hablaba sobre Kubrick, Mc Dowell y Burguess. Era la primera vez que ella veía esa película. Cuando salimos del cine, nos dirigimos directamente hacia el Hueco a emborrachamos y fumar. Esa noche Irene habló sobre el divorcio de sus viejos, de las peleas que tuvieron, la tía que la cuidó desde los doce años, de su hermano mayor muerto en la Marina, de su primer viaje a Buenos Aires y Río, el colegio donde estudió y donde conoció al huevón del que me habló aquella vez que durmió en mi casa. Esa noche fue la primera vez que me confió algo suyo, tomándome del hombro, borracha, diciéndome que yo era un


buen amigo porque la escuchaba y comprendía. Serían las tres de la madrugada cuando me pidió que la acompañase a tomar el micro. Todos estaban ya borrachos y el único en pie era el Chusko. Le pedimos que nos acompañase porque él tenía siempre las llaves de la reja. Casi no hablamos durante el camino, pero al pasar por canal 4 el Chusko recordó la noche en que casi lo matan unos militares. Lo escuchamos como quien escucha a un sabio contar la leyenda de un pueblo antiguo. Cuando llegó el micro, Irene nos despidió en silencio. Hasta ese momento, frente a la nueva Filmoteca, el mundo no tenía nada nuevo para mí. ¡Putamare! ¡Se suponía que los instantes perfectos no existían, que esa ficción de carne y hueso era un capricho del pasado, una manera enfermiza de ver las cosas y que esas ilusiones no cobraban vida! Cuando me acercaba a comprar el boleto, reconocí ese cabello y esa silueta de espaldas que leía el panel de programación. Era ella, Irene. ¡Maldita sea! ¡Era lo que había esperado por tanto tiempo, pero ya no formaba parte de mi relato! Sin embargo, ella estaba frente a mí. Me quedé parado tras la fila de la boletería, la gente me pedía permiso y yo seguía sin moverme. Entonces ella me vio. Al comienzo se hizo la desentendida, como buena actriz de su propio drama, esperó a que yo me acercase y se hizo la sorprendida de encontrarme. Estoy seguro que en los segundos que me vio ensayó una manera de llevar la batuta de la situación: se mostraba efusiva y me preguntaba sobre muchas cosas a la vez. A ella parecía no importarle la estupefacción con que yo la recibía y me llevó a un lado de la boletería, donde conversamos un largo momento hasta que se acabaron los boletos. Yo le hablaba del poemario que había publicado y de mi casa, o del trabajo que me habían ofrecido en una cafetería, pero no le mencioné los cuentos; ella decía que había venido a ver sus documentos en San Marcos, porque pensaba estudiar nuevamente, esta vez sociología. -A pesar de todo -dijo-, uno sabe lo que debe hacer para sentirse en paz con uno mismo, para sentir que hace algo para cambiar las cosas... ¿Tú sigues escribiendo? No contesté, sólo le dije que lo que decía era cierto. Sentía que ella era la misma y yo era un traidor a la causa, pero ya no me importaba tanto. Tuvimos que retirarnos cuando vimos el hall del cine desierto -pues las entradas se habían terminado en el lapso de nuestra conversación-, lleno de esa frialdad que solía helarnos los huesos cuando estábamos grifeados. Tomamos la ruta de Wilson hacia la avenida Arequipa. Al pasar por lo que había sido una casa abandonada donde se refugiaban pirañas y fumones, ahora tapiada por la Municipalidad, encontramos pegado en un muro sucio un afiche de un concierto muy antiguo, un afiche que ella y yo pegamos una noche en que nos


mojamos los zapatos, la misma noche en que la besé y le dije que era especial para mí. Conservaba aún ese tono categórico y orgulloso al hablar, apurado y con cierta desesperación por lanzar sus testimonios y juicios. Sus palabras, sin embargo, seguían cargadas de la misma lucidez. Tenía aún esa habilidad para relacionar las situaciones y las actitudes de quienes las atravesaban. -En ese tiempo estábamos en una búsqueda -dijo-, teníamos que hacernos a nosotros mismos, sobreponernos a lo que la sociedad nos imponía... -lo decía sonriendo y luego buscaba ansiosamente mi mirada cómplice, como lo hacía antes. ¿Por qué antes no reparaba yo en esas características de su personalidad? Mejor dicho, aunque me percataba de ellas, ¿por qué no las tomaba en cuenta? Cuando llegamos a la avenida Arenales, recordamos que solíamos caminar juntos por ella, con la boca seca y las cabezas agachadas, con una resaca de los mil diablos, íbamos arrastrando los pies y con las manos en los bolsillos, acompañados por esos silencios tan largos que sucedían a toda borrachera de fin de semana. Se nos vino a la memoria una vez que vomitamos bajo la garúa a las seis y media de la mañana, que nos detuvieron dos policías y que ella tuvo que fingir un ataque de epilepsia para que nos soltaran. Luego estallamos en risas, en medio de ese puente entre el presente y el pasado. En la tercera cuadra de la Arenales encontramos un café antiguo, donde solíamos desayunar luego de salir del Hueco. En realidad no teníamos nada trascendental que conversar, pero ella pensaba que debía hablar, lo supe cuando dijo: -Mejor no tomemos alcohol. Me gusta estar lúcida cuando pongo en orden mis pensamientos -supe que ella no deseaba que las cosas se ordenasen, sólo deseaba imponer su orden a los sucesos. Pero esa era su fe y yo era un elemento dentro de su drama. Hubiese deseado estar en su lugar, poder predecir su ilusión. Ella pidió un café muy cargado y yo un té de hierbaluisa. Cuando tuve frente a mí la taza, el aroma de las tardes de mi infancia inundaba el lugar como una bruma en la que yo me protegía. Entonces ella habló. -Siento que ahora todo está arreglado en mí, sí, ahora puedo ver mi vida desde un plano más elevado ¿Sabes? Es como un rompecabezas, sólo es un problema cuando está desarmado... luego puedes desarmarlo cuando te dé la gana. Creo que por eso es que necesito hablar contigo, hablar con todos los que fueron testigos de mi vida en el pasado; tú representas algo de ese pasado conflictivo en mí, eres como un hito... Yo ya conocía esa historia y en otro momento hubiera seguido mi papel con gusto, pero entonces todo era tan insípido, tan sin fondo, era algo que no hubiese atrapado en mi mente. Por eso quise decirle que se ahogaría más en


sus palabras, que el orden de sus ideas la hundirían en el eterno dilema de repetir su lástima por ella misma. Quise decirle tantas cosas y sin embargo callé, pues sabía que, como siempre, yo estaba fuera de su rumbo. Claro, ella esperaba que yo dijese algo, pues ella tenía el corazón desangrándose en la mano y yo no debía ser una piedra insensible en silencio. -Todos tenemos algo oculto que nos hiere y a veces es bueno sacarlo a flote, mostrarlo sin vergüenza. Es más, exhibirlo hasta tal punto que deje de importarnos... -decía ella. Estuve a punto de decirle que eso pasaba cuando uno no puede desistir de su ego, de su afán de ordenarse sólo en palabras, de justificarse frente a un testigo, pero nunca hacerlo en hechos. -Por ejemplo -continuaba-, mis amigas del colegio. Me molesta que tengan tantos problemas en sus vidas sólo por no detenerse a pensar a dónde van con tanta mediocridad. Sí, cuando las escucho quejándose de sus padres me pregunto por qué no se independizan. Y claro, yo les digo lo que pienso. Y las muy tontas se quedan calladas. No tienen nada que decir, saben que sus razones no son de peso y por eso luego dicen que me gusta salirme siempre con la razón, pero, ¿qué puedo hacer? Yo veo lo mal que están en sus vidas y trato de ayudarlas porque así me olvido de mis problemas... ¿No crees? Retiré la taza de hierbaluisa de mi boca y le dije que me gustaría conocer a sus amigas. Aunque ella sabía que yo era consciente de su maestría en el arte de llevarse la razón, esta vez se dio cuenta que yo no me intimidaba. Ella intuía que yo la veía como una persona que desea que todos se reúnan a su alrededor en busca de consejos y que proyecta sus conflictos en los demás, agigantándolos, encontrándoles siempre una justificación y una técnica para dejarlos atrás. Casi le dije que esa era su única manera de quererse, pero comprendí su situación y me comprendí a mí mismo en el pasado. En la calle, la tarde se desplazaba inevitablemente, con su crisol de luz opaca y su viento cansado, el mismo viento que había sacudido nuestros cabellos sucios y greñudos en otros tiempos, en los cuales caminábamos y conversábamos sobre lo que queríamos ser y hacer: yo escritor y ella pintora, llevar conciencia a los que, a diferencia de nosotros, no poseían el fuego de nuestra sabiduría urbana y salvaje. Hablábamos de nuestros proyectos truncados a causa de circunstancias adversas, apiadándonos de nosotros mismos, y en medio de ello tratábamos de reír, pero no con una risa sana, sino con un delirio: como una manera de dar temor o lástima. Más tarde volveríamos a encontrarnos, a hablar sobre nuestras imposibilidades y, como elementos de nuestra propia desdicha, nos volveríamos a compadecer de nosotros mismos. Ahora sé que éramos los seres que deseábamos ser en realidad. En ese tiempo las palabras eran letras de canciones y los actos eran


rituales, una función en la que algunos sabían que fingían y los que no lo hacían, pretendían que no sabían que todo era un acto. Talvez un día sepa por qué ya no soy así, pero en ese momento sólo podía escuchar a una compañera de “dolor y angustia”, el portal de ese mundo que me arrancaría del vacío de mi vida, la mujer que alguna vez amé. -Nosotros somos esa raza que conoce el sentimiento ajeno y que puede comprender los instantes que determinan la existencia futura de una conciencia –decía como en sus mejores tiempos-. Tenemos la capacidad de retratar el mundo en nuestras obras, hablar del sentido de las cosas y dárselas a quien sufre; podemos hacer que otros contemplen sus vidas en nuestra creación y, así, ayudarlos. Porque es eso lo que importa de todo lo que hacemos: crear para dar. Sólo así justificamos nuestras vidas, al menos así la justifico yo... También es una ventaja nuestra sobre los demás. Nosotros sí podemos justificar nuestra existencia, hemos visto el significado de cada acontecimiento en nuestras vidas y les hemos dado sentido... Todo lo que dijo antes de llevarse la taza de café a la boca era cierto. Pero yo no veía en ella lo que ambos habíamos buscado durante nuestros años indómitos: ese ritmo pausado de nuestros alientos, esa claridad en la mirada, el asombro ante un mundo detenido y calmo. En sus palabras no había nada de ello, ni el más mínimo rastro de paz, mas bien sólo unas profusas ojeras sobre su aún terso rostro. Aún era joven y bonita, pero su frescura empezaba a ceder. Entonces el drama invadió mis pensamientos. Casi me volví testigo de un ocaso temprano, de una vida estancada en el mundo del significante y la introspección absurda, morbosa, despiadada. Ante mí las cosas empezaban a formar una escena, pero ya no de la manera ansiosa de antes: la escena ya no conducía a nada ni me arrancaba de algo, sólo estaba ahí. La eternización de esos momentos había terminado hacía mucho tiempo y yo me estremecía al darme cuenta de lo que ella hacía con ese instante. ¡Maldije todas las historias narradas en canciones y libros y luego me maldije por maldecirlas! Irene sonreía mientras su monólogo de falsa liberación la escondía. Entonces la vi como la Irene de mis cuentos, la del pasado, la que tanto esperé y que ahora iba dejando atrás. -Es una búsqueda en la que nos encontramos -dijo-. Cada uno de nosotros vive una historia, los problemas de nuestra vida son obstáculos por vencer. Sólo exhibiéndolos y minimizándolos podemos librarnos de ellos. Mi paciencia, la incomodidad y el cariño que sentía por ella, casi me obligan a tomarla de los pelos y gritarle a la cara que dejase de lado su capricho de sentirse amada como en una novela o un cuadro; quería gritarle, ordenarle, rogarle, pero callé. Se llevó la taza a la boca luego de un profundo suspiro solemne, como si


hubiese rendido cuentas. Cuando dijo que era una lástima que Kino no estuviera en Lima y que Poggi estuviese tan ocupado para escuchar lo mismo que me había dicho a mí, respondí con un silencio que la intimidó. -No sé por qué estás tan callado -dijo buscando mis ojos como parte de su ritual-. Me han dicho que ya casi no vas a conciertos y que ya no formas parte del Colectivo. ¿Por qué? Era lo último que deseaba escuchar, que ella me hablase de “compromiso”. -No estaría bien que dejes de lado tus ideas –dijo sin esperar respuesta-. Sé que es difícil a veces, yo misma aún lucho contra mis contradicciones porque sé que no puedo ser una revolucionaria perfecta, pero me sentiría vacía si no asumiese mi compromiso social y mis ideas... Junté las manos y las coloqué bajo el mentón. Escuchar ese tipo de discursos me resultaba extraño desde hacía tiempo. Sonreí inconscientemente mientras la miraba derrochar sus conocimientos políticos, sus análisis de la realidad, su ímpetu de mártir. -Me indigna ver algo así –decía-. Yo sé que formo parte de una clase social que no es la oprimida, pero tengo la conciencia de aquellos que viviendo en un ambiente con recursos contemplan la miseria ajena y no pueden ser indiferentes. Saber que uno forma parte de una maquinaria que promueve tanta desdicha y quedarse de brazos cruzados sería mediocre. Ese es mi único dilema. ¿Cómo saber si lo que estoy haciendo contribuye a un cambio social, a avanzar en la lucha contra el sistema? Quise decirle que esa era su manera de sentirse importante, sentirse noble y justa, que hacerse problema por realidades ajenas era su forma de no sentirse vacía. Vino a mi mente una mañana en la casa del Gordo Memo, luego del concierto de la Carpa del Puente donde reapareció Leuzemia. El vaho asfixiante del alcohol impregnado en el ambiente y ella en medio de la brumosa mañana adormecida, la casa de techos altos y las paredes repletas de posters y fotos de grupos europeos y pintarrajeadas de spray; todo daba lugar a su acto. Esa mañana ella fue la primera en levantarse y dirigirse al balcón, abrir la ventana y apoyarse suavemente, para luego tararear en susurros el comienzo de una canción de La Polla Records. “Llegará, llegará, cada burgués recibirá...”, fue todo lo que escuché, luego cantó más bajito, hasta casi arrullarnos a los que nos retorcíamos en medio de las frazadas sucias que nos prestaba el Gordo, las que sacaba de un cajón de madera cuando nos echábamos a dormir en el suelo. La gente seguía durmiendo. Más tarde todos despertarían lamentándose de haber bebido tanto y la resaca invadiría el ambiente con su pesada presencia. Talvez sólo ella y yo éramos conscientes del espíritu de la resaca, pues yo sabía desde entonces que ella trataba de darle forma y voz, que la encerraba en


un marco hermoso de marginalidad, igual que yo lo hacía. Más tarde cargaría con ella, la recordaría en otros momentos similares y más tarde, al relatar a alguien ese momento, la posesionaría esa voz, esa forma. Luego de cantar y mirar la calle, vino hacía las frazadas y se tumbó a mirar alguna mancha del techo, mientras yo me hacía el dormido. Ante mí estaba esa Irene, la misma de mis cuentos, la que se encerraba en sus dramas y los transportaba a la realidad, la que no quería vivir en este mundo, sino en las historias o talvez en las manchas del techo. -¿No crees que son unos idiotas? -decía-. Nunca se expresan, no tienen ningún criterio político, no saben de literatura, no tienen una postura frente a la realidad, se dejan llevar por el consumo y no tienen identidad, se aferran a cuestiones materiales... Bueno, a pesar de todo, siento que algo se debe hacer por ellos, por la realidad, total, para eso estamos aquí... Aquella vez sentí que me poseía una paz y una paciencia ultraterrenales. Yo no lo esperaba. Así como no se espera nada de la vida, en ese bar, esa tarde, con la mujer que alguna vez amé y que estuvo involucrada en la muerte de un amigo, encontré mi pureza perdida en alguna historia, un pensamiento o un capricho. Me vi oponiéndome a la vida y comprendí que ese es el único sufrimiento sobre la tierra. Agradecí mis llantos y mis ausencias, mis reniegos, mis risas de alegrías desesperadas y mis melancolías, mis caminatas de madrugada por una ciudad que devoraba mi sueño, que lo extinguía. Sentí que el odio de ayer se ponía en mi contra, haciéndome dirigir mis energías hacia mi mismo sin ningún resultado y comprendí que se amparaba en el pensamiento morboso creado por el ego. Comprendí mi ropa sucia y mis zapatos rotos, mi cabello sucio, asqueroso. Comprendí mis tardes borracho a la luz de una calle desconocida con “amigos del alma” que había conocido minutos atrás y que nunca más vería en mi vida. Comprendí mis despertares en frazadas sucias, envuelto en la amnesia de la resaca. Comprendí cada canción que escuchaba en ese tiempo, cada palabra, cada nota y grito. Comprendí el caos que alberga la vida y cada intento de escribir que tuve en mi adolescencia, el fuego que envolvía al papel reduciéndolo a cenizas, comprendí el humo y la mancha negra que cada ritual dejaba. Comprendí la muerte del Chusko, los disparos y los himnos de los sacos. Comprendí el tiempo, el sudor de mis sábanas y el sabor del Valium, el aroma de la grifa y el vano intento de las palabras. Comprendí a los viejos que me esperaban en la casa y mis intentos por dejarlos atrás. Todo ello desfiló por mi mente y lo comprendí en un instante, sin formularme ningún pensamiento. Supe que era el momento que había esperado durante esos años de búsqueda, el suceso que me llevaría a vivir una vida mágica. Frente a la mujer que una vez amé, comprendí mi silencio.


El mantel manchado se volvió insoportable, como una ruina recién descubierta. Irene, que en algún momento, sin que yo lo notase, se había callado, mantenía su vista fija en las personas de la calle. Aquellas vidas que ella pretendía rescatar del absurdo, que ella esperaba dar vida. Su piel, tan lejana y ajena para mí, como sus sueños, era el resquicio de un sueño que tuve que dejar volar. Ya nunca nuestras voces volverían a sonar juntas tras las notas de La Polla Records o Eskorbuto, ya nunca más las madrugadas nos cobijarían ni dormiríamos en una casa hedionda y derruida de la avenida Wilson y sin embargo o harían eternamente en mí. Quise, desesperadamente, añorar ese tiempo, deseé que la nostalgia me arrastrase a algún discurso, algún drama vuelto a la vida como solía hacerlo antes. Pero fue en vano. Callé como nunca. -Yo sé que un día comenzará algo en mi vida -dijo-. Sólo espero el momento. Sé que cada cosa que ha pasado en mi vida significa algo que debo rescatar y tener presente, para así darme un futuro. Desde ese momento sus palabras fueron indescifrables. Su imagen se convirtió en la de un mortal cualquiera y eso me aterró. Para no desfallecer, dije: -¿Qué tal tu viaje a Santiago? Por un instante pareció iluminarse, pude ver su sonrisa de otros tiempos. -No tienes idea de las cosas que viví, talvez lo que siempre buscaba aquí, pero esta vez estaba sola y lejos de este escenario. Guardé silencio para escuchar su épica y noté su esfuerzo por recordar cada detalle, por transmitirme lo que su evocación le inspiraba, lo cual me conmovía. Sus manos eran pájaros que iban y venían en una tormenta de palabras y citas a lugares y calles delineando el mapa invisible de su travesía. Su voz era más aguda y sus ojos se extraviaban en algún punto, como si la cubriese un manto lleno de imágenes que ella describía. -Viví sola en una habitación de dos metros de largo por uno de ancho. Tenía un colchón en el piso y de ropero, mi maleta. La casa era de una vieja alcohólica que vivía con su madre, una anciana que me confundía con su nieta. Era una calle del Centro de Santiago, un barrio de clase media, con construcciones antiguas, de techos altos y casas con doble puerta de entrada para las lluvias. ¡Las lluvias! No sabes lo lindas que son las lluvias. Caminar bajo la noche lluviosa, luego de volver de mi trabajo, envuelta en una gran bolsa negra de basura que usaba como impermeable, porque no tenía dinero para comprar uno. Todo el dinero me lo gastaba en cines y teatro, en exposiciones, en cintas. Creo que era la única mesera que se interesaba en eso en el restaurante donde trabajaba, pero no me puedo quejar, al menos nos daban de comer. No me creerías cuanto he caminado en esa ciudad. Todo parecía protocolar, pero yo intuía lo que se avecinaba: la trascendencia, el alma de su historia, el espacio en donde emanarían los matices, las


dimensiones ocultas de la otra realidad de la que ella era testigo, aquella que yo sabía que ella había ido a buscar hasta allá. -Era como estar en los afiches del Hueco, en las fotografías... Dijo que en Chile había un mayor desarrollo de las ideas anarquistas. Habló de conversatorios en universidades de prestigio, con asistencia considerable, con discursos más actualizados y con mayor difusión. Habló de gente que se dedicaba íntegramente a la difusión de la idea libertaria, de intelectuales ácratas desconocidos en el Perú y que tenían espacios en instituciones sociales en las que proyectaban películas anarquistas, documentales sobre la vida de Sandino, el Che, Durruti, Allende, Neruda, Cienfuegos, los Tupamaros uruguayos. Todos eran objeto de culto y polémica en un ambiente propicio para ello. -Recuerdo mucho un concierto con Fiscales, BBs Paranoicos, 2 Minutos y Animal, que se realizó para apoyar al pueblo mapuche, en contra de una medida con la que el gobierno quería quitarles una región para construir una hidroeléctrica. Al concierto asistieron más de 5,000 punkies. Era increíble ver a esa masa bailando folclore mapuche vestidos como punks de postal, con mohicanos verdes, rojos y casacas rellenas de clavos y cadenas. Cuando entrecerró los ojos mirando a un costado, me di cuenta que el recuerdo era intenso y que ella sabía que su relato era el que yo alguna vez hubiera deseado relatar. Talvez ella no quería restregarme eso en la cara, pero era inevitable verla sucumbir ante el encanto de su narración. Luego habló de la casa abandonada donde vivió un tiempo con los punkies. Llegó a ella una noche saliendo del cine, en que se le acercaron a pedirle monedas para comprar una botella de pisco. Ella aceptó sólo con la condición de que la dejarán tomar con ellos. Al comienzo, cuando la invitaron a ir a la Casona, como le decían, ella se imaginó una casa okupada, pero se encontró con un squat de lo más decadente. Los punkies, muy a la europea, vivían pidiendo monedas para emborracharse e inhalar pegamento, casi no comían y no tenían baño ni dormitorios. La Casona era inmensa, abarcaba casi un cuarto de manzana, llena de varios patios techados con inscripciones en chino, por lo que pensó que alguna vez el lugar fue una escuela de artes marciales. Otro espacio parecía haber sido una biblioteca, llena de estantes vacíos y una escalinata que daba hacia un almacén donde encontró una vez el cuerpo de un gato muerto que ellos llamaban “la mascota”. Aunque no fue su casa permanente, Irene pasó muchas tardes y noches con ellos, pidiendo monedas que luego dilapidarían en los bares del Centro de Santiago, como La Capilla, el Siete Siete y el Huaso Carlos, o en las plazas y en el Parque Forestal, detrás del Museo de Arte, donde se reunían los malabaristas, pintores y actores callejeros. Había logrado conocer a todos los grupos chilenos más


importantes: Fiscales, BBs, Santiago Rebelde, Miserables e incluso a algunos argentinos como Ataque 77 y Fun People. Trataba, pues, de mostrar que había logrado traspasar la barrera de su ilusión. Por un tiempo, en un lugar lejano y desconocido, en completa soledad, vivió una parte de su sueño. Pero en ese entonces ella no lo sentía así, me dijo. Todo ese tiempo vivió recordando Lima, tratando de ordenar sus pensamientos y evocando, proyectándose en un futuro por el cual ella no movía un dedo. Quise decirle que todos los instantes perfectos que narraba lograban su plenitud sólo al ser evocados y comprendidos como algo efímero e imperfecto; sin embargo, supe que no era conveniente. Aún así, hubo un momento en su narración en el que quedé perplejo, con una sensación amarga que me recordaba que ese mundo que ella evocaba no había muerto del todo en mí. Sentí una mezcla de envidia y fascinación cuando dijo: -Adivina a qué grupo vi en concierto. Es uno que a ti te encanta... -No lo sé, hay tantos... -¡A La Polla Records! Sólo entonces sentí que yo debí haber estado en ese lugar. Después de mucho tiempo me embargaba ese sentimiento y me di cuenta de que lo había extrañado, que me renovaba y permitía ver las cosas desde otro plano. -¡Tenías que verlos! -dijo-. Son grandiosos esos huevones. Seis mil personas en el monumental del Colo Colo y yo estaba al lado de la barra de contención, en la primera fila, gritando “Ellos dicen mierda”. Yo escuchaba, con celo y entusiasmo, su narración del concierto, lleno de militantes del Guachuneit, un movimiento anárquico de la capital. Me quedé pensando en el concierto aún cuando ella siguió hablando de otros asuntos. Habló de la gente que había conocido en los vagones de la antigua estación de trenes en Quinta Normal, en medio del frío de la madrugada y el calor de la leche en caja con sabor a fresa, las galletas Carioca de chocolate, los panes con longaniza que vendían en el parapeto de las tiendas Ripley o en el bypass de Alameda y Mc Gyver, el ron con sopaipillas que le invitó su amigo Kako la noche en que la detuvieron porque sus amigos casi matan a patadas a un viejo porque les gritó maricones. Cuando me invadió la melancolía y me enternecieron sus esfuerzos por transmitirme, con gestos desbordantes, su mundo, la sentí ajena. Era aún la Irene de mis noches de caminatas por la ciudad, la de mis cuentos, la que me acompañó en esa escuela gris, en los patios y en los salones, la que me ayudó a huir de mis vergüenzas. Tuve la certeza que era esa Irene, pero que ahora había tocado el mundo que habíamos buscado durante años, al cual yo debí renunciar para poder olvidarla. Desde la muerte del Chusko yo había tratado de ver ese mundo con ojos


nuevos, a cierta distancia, sólo así pude vencer el desequilibrio emocional de aquellos días, el temor a la existencia y el peso del ser, la naturaleza desnuda de las cosas. Viví entregado a reconstruir mi vida a través de una dedicación: escribir, aunque no supiese hacerlo, aunque no tuviera talento, aceptando la imperfección de la realidad capturada en el texto. Me perturbé al darme cuenta de que no había manera de explicarle eso... Cuando su relato pareció dejarla vacía y el murmullo de las otras mesas irrumpía en su instante perfecto, pregunté: -Pero, ¿por qué te fuiste? Traté de hacerme el desentendido. Ella sabía que yo conocía sus razones, así que en un momento pareció quitarse la careta, asumir un tono más calmado, retirarse del escenario algo dolida y, tras el telón, empezar a vivir. -Sé que en ti puedo confiar –dijo luego de un suspiro en el que noté que se sentía acorralada-. Además siempre estuviste algo involucrado. Pero no era precisamente de lo que quería hablar. -Pero sé que hubo una buena razón, ¿verdad? -No sé, sólo sé que me sentía incomoda en Lima. La calle se había vuelto un campo de guerra, era intransitable, todos los lugares me decían algo sobre una parte de mi vida. Bastaba un pequeño contacto, para que algo en mí se disparara. Por eso en Santiago no pude hacer una nueva vida. Todo el tiempo tenía a Lima presente. Sabía que había huido tontamente, me sentía cobarde. Vi que su tono orgulloso y su garbo empezaban a declinar y su temperamento irascible empezaba a dominarla. Con mucha cautela le pregunté: -¿Recuerdas que me buscaste? -Claro -dijo-. Te busqué un día antes... -¿Qué me querías decir? -¿No lo sabes? -preguntó asombrada. Cuando le dije, tratando de disimular mi desazón, que yo ya sabía que ella había sido saca, me pidió disculpas, y dijo que en el Partido todo se hacía a ciegas y que ella era sólo engranaje dentro de una maquinaria. -Quería avisarte de lo que iba a pasar –dijo con tono culposo-. En ese entonces yo me escondía por el roche de los Heridabierta y ya no podía sacar cara por el Chusko, que estaba pedidazo por el Partido. Alguna vez mencioné a los del Parido que tú eras muy amigo de él, así que creo que te siguieron. Esa noche te llamé para pedirte que le avisaras que iban a matarlo. Hubo un silencio y mi mirada se clavo en ella, inquisitivamente. Ella esquivo mi mirada y dijo: -Luego me enteré de que fue él quien los mató y que se fue a la sierra. Desde entonces he tenido miedo de volver a Lima, a enfrentarlo... Me quedé helado. Ella no notó mi estupor. Yo creía que ella ya sabía de la


muerte del Chusko. -Dentro de unos días, después de matricularme en la Universidad, voy a viajar a Huancavelica. Me dijeron que el Chusko se esconde allá. Tengo que verlo, tengo que decirle que muchas de las tonterías que hice, las hice pensando en él. Nunca te lo dije, disculpa, porque tú fuiste quien me hizo entrar en confianza con él, desde las reuniones que teníamos en el Hueco, cuando salíamos a pegar afiches. Me sentí más solo que nunca, lejos de todo abrigo. -Yo sabía que él confiaba en ti -dijo casi en tono de confesión, gesticulando dolorosamente, como quien deja salir un recuerdo hiriente-. Por eso me acerqué, porque quería acercarme a él -¿Siempre lo quisiste? -No siempre, tal vez cuando supe que él vivió los primeros años de la Mancha Subte -dijo-, que dirigía las reuniones, que fue apresado injustamente, que era más consecuente y coherente que muchos militantes del Partido y cuando supe que escribía sobre todo eso; tal vez entonces empecé a quererlo. Sentí un vació en el estómago y algo en mí caía desde muy alto, desde el altar que construí para adorar a mi ilusión. ¿Qué puede uno hacer con la gente si éstos no son objetos de su voluntad? ¿Se les puede colocar en algún lugar fijo en nuestra historia? Quizás no, pero ahí estaba el reto, el llamado a la fuerza y a la fe. Además, ¿qué culpa tenía ella de no amarme? -Lo he llevado a todas partes -dijo-. Pero sé que debo apagar lo que siento por él si quiero vivir tranquila. Por eso busco nuestro encuentro, un instante en el que estemos los dos solos para saldar todo mi sentimiento y sentirme vacía. Persigo ese momento que debo aferrar... Me sobresalté cuando me di cuenta de que debía decirle que el Chusko estaba muerto. No me atreví a hacerlo. Sabía que ella se enteraría después y me sorprendí de la fuerza que había cobrado el mito del Chusko. Supe entonces que finalmente el Chusko era para todos lo mismo que había sido para mí. -Tengo que encontrarlo –dijo casi susurrando para ella misma. La noche ya estaba sobre nosotros y se filtraba por las ventanas y apresuraba a la gente y las combis tras el cristal, los postes comenzaban a vigilar y el canto de los pájaros había sucumbido ante el silencio de la callecita por la que apenas pasaba un pareja tomada de la mano. -Siento que este momento es para mí –dijo mirando hacia la calle. Yo callé, entrecerré los ojos y aunque no trataba de “atrapar” el instante como ella lo hacía, supe que jamás olvidaría ese momento. Supe que permanecería en mi memoria como una melancolía perfecta, como en las historias que yo solía narrarme. Callé como nunca, de no haberlo hecho, hubiese gritado. Era el fin de una historia que no tuvo inicio.


-Deséame suerte –me dijo tratando de sonreír. Yo hice lo mismo y sentí sus manos deslizándose sobre la mía, presionando mis dedos con su calor lejano, su suavidad imposible. -Te deseo suerte -le dije. -Me gustaría que escribieses acerca de esto... -dijo. -No creo que pueda hacerlo –le dije. Eran las nueve de la noche, yo ya quería ir a ver a Yukio para imprimir mis cuentos. Además debía estar al día siguiente a primera hora en el restaurante. Estuvimos en silencio durante unos segundos. Decidí volverme de piedra y no permitir que ningún melodrama trastocase mis emociones. Luego pensé en volverme de junco y dejar que la tormenta me inclinase para luego levantarme. Finalmente nos pusimos de pie y nos dirigimos al umbral del bar, sin decir nada. Recordé que el Chusko decía que el destino se manifestaba dentro de la vida misma, en nuestras actitudes hacia ella y que le corresponde a cada uno reconocer lo que ésta y nuestro corazón desean. Mi destino dependía de cómo asumiese yo esa circunstancia tan absurda de ver morir a un hombre ideal de la manera más corriente y saber que la mujer que yo amaba se marchaba tras el fantasma de éste, cegada por la misma ilusión desbordante de la que alguna yo vez fui presa. En la puerta nos azotó un golpe de viento que sacudió su cabellera por unos segundos. Estaba hermosa y sonreía tristemente. Se acercó para darme un beso en la mejilla. Otra vez ese aroma del pasado en su piel me dejó inmóvil. No nos dijimos adiós, sólo nos miramos, dimos media vuelta y nos marchamos. Me marché hacia el Centro, algo en mí me llevaba sin que yo lo controlase. ¿Era este el final de todo lo que había buscado durante años? ¿Esa tranquilidad? ¿Esa conciencia serena ante lo que pasaba? Había en mí un silencio arrollador, producto quizás de mi victoria sobre mis recuerdos estancados. Le dije a Irene que no podría escribir sobre lo sucedido porque era imposible transmitir mi mundo; jamás nadie sabría de mi triunfo sobre mí mismo. Otro silencio vino a mí cuando me di cuenta de que en otro tiempo ese hecho me habría atormentado. Supe entonces que nuestras victorias son sólo nuestras y que nunca nadie sabría del universo demolido en mi interior. Mientras volvía a la calle de mis añoranzas, la avenida Wilson y sus alrededores, una melancolía inmensa me abrazaba, un sentimiento que caía sobre todos los elementos de mi existencia, cubriéndolos de una interrogante, una lúcida y apacible búsqueda de vida, consciente de que el centro de su deseo es impenetrable. Caminé hasta las 11 de la noche como un poseído y mientras lo hacía, una serena voz interior escribía las últimas líneas de la historia que yo jamás


escribiría, como en los tiempos en que trataba de atrapar la realidad. Era la muerte de un tiempo y unos ojos, para siempre. La voz decía: “...ya no hay tedio ni desidia, sólo una contemplación desde la cual me veo. Mira, Irene, están marchando, la multitud de nuestros sueños despierta para siempre; los guardianes oscuros de nuestra pesadilla, de nuestro tiempo estancado. Ellos saben que esa es la única victoria final y han pisoteado todas las mentes a las que quisimos devolver la inocencia. Míralos, van desnudos y llevan en las manos el fuego que les regalamos, las antorchas que guían sus ilusiones, así como guiaron las nuestras... junto a ellos estamos tú y yo, sobre la Lima que siempre hubiéramos deseado que existiese. Están hablando de tus cuadros, mujer, de mis cuentos, del infinito que les regalamos en cada forma y frase, en cada color. Todos ríen y cantan los himnos que aprendimos en las calles, mi cielo, y esos cantos dicen que ya no habrán mesas vacías ni mentes ignorantes, que mañana morirán los ricos y los pobres, los justos y los injustos, los opresores y los mártires...¡Mira el fuego, Irene! Mira como abrasa los edificios y renueva el mundo, mira sus rostros iluminados, mira la avenida inundada por sus banderas de luto y sangre. Suena el tropel incesante que da muerte a la amargura, hemos triunfado... estás conmigo... ya no tendrás más llantos de soledad, estamos donde siempre debimos haber estado... ya no necesito escribirte, sólo dejar que tu ser fluya... escucha esa melodía que te recuerda una parte de tu vida que nunca viviste. Afuera el bullicio y en nuestros corazones el silencio, estás feliz, mi vida, ¿estás feliz?, el silencio de nuestra paz en medio de la guerra de cada día, ese silencio será nuestra ofrenda a la vida... ese silencio, escucha el silencio, escucha...”


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.