Sulca andares de la ciudad (poemario)

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Revista electrónica

Año10. Nº 8/9. Setiembre 2014. Lima-Perú. www.interculturalidad.org

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andares de la ciudad arturo sulca muñoz

PEATONES SOBRE EL RÍO

atolondrados, los transeúntes caminan sobre el puente trujillo indiferentes al río. abajo, el rímac tiene color pardo oscuro y un gallinazo discurre precipitándose hacia su presa. la escena sucede sin entusiasmo. una señora con su hijo en brazos se apura hasta una combi que se escurre como uno de esos peces que le faltan al magro caudal. “todo canto grande, huáscar, bayóvar” y una salchipapera termina de despachar a un niño hambriento de silencio. “son cincuenta, chibolo.” pero el río tiene hambre de miradas, la respiración entrecortada de un náufrago y angustia de peces pútridos en las riberas. por la noche, al río le obligan a despertarse: el municipio tendió un juego de luces Construyendo Nuestra Interculturalidad. Año 10. Nº 8/9: 1-8, 2014 www.interculturalidad.org


2 que van desde palacio de gobierno hasta caquetá. una familia se detiene en la balaustrada ahíta de aburrimiento. “papá, qué bonitas las luces, mira.” el río no responde. las aguas no reflejan los ojos de ese niño ni de otro. su turbio caudal no es más oído por la salchipapera ni por el cobrador de combi. tristes son los despertares del rímac en el verano será un día más el invisible con ese color insomne a sexo de muertos y la fatiga de perseguir a un dios que ya no habla.

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3 DEL PUENTE, DEL RÍO Y POLVOS AZULES

cuando niño mamá nos llevaba a polvos azules para comprarnos polos y zapatos. los compradores, siempre desesperados y descorteses, me empujaban y me perdía entre los puestos de comida y de cassettes. “este muchacho, caray… apúrate” ¿sería necesario andar tan rápido? pero para mí la visita no era más que dejar pasar el tiempo hasta irnos fuera del campo ferial: allí estaba el río rímac. mamá nos apuraba y mi hermana a punto de llorar. perdido entre el tumulto, yo metía mi cabeza de niño entre las barandas del puente. en la estación seca, el rímac era tan solo un montón de arroyuelos que luchaban por no perderse entre cerritos de basura, meadas de borrachos y una tierra con sed agónica. en época de lluvias, el agua llegaba desesperada desde la sierra con la vitalidad inusitada de los enfermos de cáncer antes de morir. mis ojos se perdían en el opaco reflejo de las aguas. la brisa, los hedores, el ruido de la corriente. nada pasaba, pues todo quedaba escondido en su fatigada aridez. “carambas, este chico.” pero el rímac nunca reveló mi callada fascinación. fue nuestro secreto.

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ELEGÍA DEL RÍO RÍMAC I De noche, frente al Rímac Parado, solo, contemplo la imposibilidad de silencio bajo la luz de la luna. Indiferente, un gallinazo revolotea aún entre unos charcos, luego se va. Sobre el puente Ricardo Palma, el río ya no puede retener la mirada del transeúnte. Nada esperan las palabras para ahogarse en la tierra. Quizá las aguas se carguen este verano, llevándose la neblina, el polvo, el hastío. II Solo, en el micro, veo de lejos los gallinazos del río 1 El río avanza con lentitud de gallinazo de pantano. Los micros se detienen frente a él. Mamá Julia me decía que no me acercara tanto a la orilla porque los gallinazos me comerían como lo hicieron con el abuelo Muñoz. Está bien. El Rímac será un río, pero solo tiene arena caliente de pantanos, en la que mueren locos, perros y borrachos. Los gallinazos casi nunca han llegado a las riberas, salvo cuando olfatean la lenta presencia de la muerte. 2 Camino a casa, siempre ha sido lo mismo: el malecón Checa solitario, los gallinazos espulgándose en pareja, las garzas más cochinas cada día. El micro también avanza con lentitud de gallinazo, Construyendo Nuestra Interculturalidad. Año 10. Nº 8/9: 1-8, 2014 www.interculturalidad.org


5 los pasajeros picotean. El humo de los micros, el cerro San Cristóbal, todo se aproxima silencioso hacia el olvido. A lo lejos, un gallinazo huesudo devora lentamente las carnes de un viejo ahogado por el Rímac. III Echado, en mi cama, recuerdo los gallinazos El abuelo Muñoz fue comido y descuartizado por gallinazos de pantano. Yo nunca conocí a al abuelo, pero mamá me dijo desde chico cómo se lo llevaron esas aves cansadas que yo sólo he visto volar sobre el Rímac. Hace un poco de frío y me levanto a cerrar la ventana en la madrugada. El cuerpo de una mujer permanece tibio y quieto sobre mi cama. Sé que desde mi ventana puede verse el cerro San Cristóbal y, desde allí, el río. Si ella estuviera despierta, seguro me diría cómo forman figuras desiertas los gallinazos en el cielo, cómo devoran a picotazos el silencio. Cierro la ventana y vuelvo a recostarme. Quizás el viejo hedor del cuerpo del abuelo se resistió a las arenas movedizas del pantano, quizás su rastro se extravíe entre el vuelo de estos gallinazos.

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6 SENTADO EN UN RESTAURANTE, SIN COMER

En las mesas del restorán nadie habla. Por la ventana se ve jugar a unos niños con pelotas color fuego, una combi repleta de gente, un camión, un bus interprovincial. No tengo hambre. Llevo tres días sin comer pero solo voy a la misma mesa todas las noches para ver la mariposa nocturna, las palabras inaudibles, el fuego de las pelotas de los niños regados en la pista, el ruido de los camiones por la carretera. No sé si me gustaría tener hambre ahora. ¿Me podrán satisfacer unos canelones, un chaufa o un lomo saltado? Quizá fuese mejor posarse en el techo con la mariposa y de allí contemplar inmóvil el ir y venir de las personas, el estremecimiento de la luna, y luego volar intermitente hasta toparme con el fuego, con las palabras, con los cuerpos desgajados de los hombres y posarme en las sillas y molestar a los comensales hasta que se haga de noche y descansar en el parque.

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7 EL BUSCADOR IMPOTENTE

Frente a casa de mi tía Laura, cuando niño, lo veía casi todas las tardes buscando no sé qué. Andaba siempre frenético por la vereda del colegio Bellido esperando el meneo impávido de alguna muchacha. Era difícil descifrar su mirada o algún gesto bajo las motas de su melena y esa barba ya sin tiempo. Su único traje era una chalina rotosa y mugrienta que llevaba en el cuello o en la mano. Le recuerdo una vez con un chaleco plomo con el que lucía un poco elegante cuando hurgaba entre las basuras de las vendedoras de comida, pero que le duró hasta que unos muchachos se lo arrancaron como si se tratara de una parte de su cuerpo. Nunca alguien del barrio le había hablado, decía mamá: evadían su mirada escondida por la fatiga y se alejaban de su vereda si estaba despierto. Le conocían con el nombre de Mamacita, me acuerdo: cuando sospechaba la figura de alguna mujer joven, caminaba con celeridad y espanto tras ella frotándose el lánguido pene y recibiendo insultos y escupitajos mientras se le escurría el esperma por las manos y salía de sus labios una baba espesa en la que resonaban las desesperadas palabras: “¡Mamacita, mamacita…! ¡Ven acá, mamacita!”. Una tarde, frente al Parque del Avión, un señor vociferaba contra el Mamacita desde el segundo piso de una casa. Desde la calle, Construyendo Nuestra Interculturalidad. Año 10. Nº 8/9: 1-8, 2014 www.interculturalidad.org


8 Mamacita lo miraba con angustia, sin comprender su delirio. Era un hombre gordo y pelado, en camiseta, shorts y chancletas. De repente, el hombre pelado salió de su casa con una velocidad inverosímil y agarró a correazos al Mamacita. Conservo con nitidez en mi memoria el sonido de esa correa marrón de cuero con hebilla gruesa sobre la piel cancina de su cuerpo. Él gritaba, lloraba y otra vez gritaba tan duro desde el suelo balbuseando “¡Mamacita! ¡Ayúdame, por favor! ¡Mamacita! ¡No!” Vi y oí todo desde mi triciclo. Nadie se acercó. Nadie lo miró. Nadie le escuchó. Los vecinos permanecían en sus casas. Los transeúntes evitaban la vereda. Fue la primera vez que presentí el asomo de la muerte. Ensangrentado, sobre un jardín, el Mamacita había cesado de moverse e inquietarse frente al mundo. Preocupada y molesta, desde dentro del parque, tía Laura se percató que me había apartado -hacía rato- de su lado “Vamos, hijito, ¿qué haces mirando al loco?”

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