Las jóvenes “parchan” solas: imaginarios en la construcción de la relación mujeres y “pandillas”1 Carolina Rodríguez Lizarralde2
Escribir esta ponencia me ha motivado algunos dilemas éticos. El primero tiene que ver con la decisión de acoger o no la categoría “pandilla juvenil” para hablar de lo que aquí me interesa, entendiendo las connotaciones negativas que ésta ha ido adquiriendo en una ciudad como Bogotá. Por otro lado, el recuerdo de mis experiencias con las chicas que he conocido durante mi trayectoria investigativa en el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON), se convierte en angustia cuando me cuestiono la idea de llamarlas “pandilleras” sólo porque hacen parte de grupos de jóvenes en barrios de estrato 1 ó 2 que “parchan” en la calle y suelen ser considerados “pandillas” 3. Pero, ¿qué es lo que se ha entendido como pandilla? Parece haber un consenso en el ámbito académico en la comprensión de las “pandillas” como agrupaciones de diez o más miembros que realizan acciones delictivas y tienden a generar conflictos en distintos barrios de la ciudad (Zorro, 2004): “La pandilla es entonces una agrupación de muchachos populares urbanos asentados en un territorio” (Perea, 2007). No obstante, aunque la discusión teórica parece saldada, existen diferentes criterios para la medición o cuantificación de los grupos que son considerados como “pandillas” y ello indudablemente influye en la manera como se hace visible la problemática en la agenda de política pública de seguridad y convivencia en la ciudad. Las principales prácticas atribuidas a las “pandillas” en Bogotá son robos, atracos, asaltos, homicidios, violaciones, porte de armas y, en general, conflictos territoriales, además del consumo y la distribución de drogas o micro-tráfico. Así, desde mi perspectiva los estudios realizados hacen énfasis en tres categorías: ejercicio de la violencia para el control territorial, consumo de drogas y comisión de delitos. Esto lo muestra el último informe del Centro de Estudio y Análisis en Convivencia y Seguridad Ciudadana (CEACSC), en el cual las “pandillas” se representan como “grupos estructurados de jóvenes 1
Este trabajo hace parte del trabajo de investigación para optar por el grado de la Maestría en Política Social de la Pontificia Universidad Javeriana. 2 Politóloga, Especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Universidad Nacional de Colombia. Investigadora del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la JuventudIDIPRON. 3 ¿Ellas se consideran a sí mismas como “pandilleras”?, ¿Cómo las vemos nosotros y por qué las vemos así? Llamarlas “pandilleras” implica una construcción y asignación de identidad, ¿Cómo se ha hecho esto en la práctica? 1
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-en su mayoría hombres- que se constituyen en responsables de hurtos cometidos en los barrios para obtener el dinero que les permita adquirir y consumir todo tipo de estupefacientes, principalmente. De igual forma, se ven involucrados en riñas que buscan defender un territorio de la intervención de grupos similares, para lo cual hacen uso de armas blancas y armas de fuego, varias de ellas fabricadas de manera artesanal, ante la falta de dinero suficiente” (El Tiempo, Bogotá, una capital con 132 pandillas, 26 de octubre de 2012). La edad se ha convertido en una categoría determinante para la pertenencia a una “pandilla”, pues “el 82% de los colombianos tienen menos de 25 años” (Perea, 2007: 7); en este marco, los estudios ubican que la edad de vinculación más común son los 12 años. Por otro lado, se plantea que los integrantes de las “pandillas” provienen mayoritariamente de las clases socioeconómicas más bajas: “el 63.8% (…) se ubican en barrios de estrato 2, el 28% en estrato 1, el 4.7% en estrato 3 y el 1.1% en estrato 4” (Citado en: Pesca, 2011, p. 67). Así pues el 91% de las “pandillas” se concentran en las clases populares (Pesca, 2011). Esta posición social suele asociarse con el tipo de familia que tienen las y los jóvenes que se vinculan a las “pandillas”, partiendo de la idea de que aquí prima una ruptura física o sentimental con el hogar; desde esta perspectiva, los estudios asumen un modelo de familia prototipo y mono-parental, planteando que padre o madre están ausentes de sus hogares durante la mayor parte del día o que conviven con una nueva pareja –padrastro o madrastra- con la cual el o la joven no tiene buenas relaciones, por lo cual decide salir de su casa y consumir drogas para mitigar la soledad. En el caso de las familias de las jóvenes que están en riesgo de pertenecer a una “pandilla”, los estudios suelen caracterizarlas como escenarios de abuso sexual, de abandono por parte de los padres y de embarazos no deseados, lo cual se convierte en la motivación principal para ingresar al grupo. De acuerdo con esta situación, se supone que las chicas buscan en las pandillas a la familia que no tienen, así como ser aceptadas y protegidas por los jóvenes “pandilleros”. Teniendo en cuenta lo anterior, creo que vale la pena reflexionar sobre la elaboración académica de la categoría “pandilla”. Digo elaboración académica porque pocas veces he escuchado que jóvenes se reconozcan a sí mismos o así mismas como “pandilleros” o como “pandilleras”; al contrario, el uso de esta noción está más arraigada en las afirmaciones de vecinos, de la policía y de las instituciones distritales, desde donde adquiere, sin lugar a dudas, un gran peso en la definición y orientación de las políticas públicas relacionadas con una parte de la juventud bogotana. De igual manera, llama la atención el que tanto los medios como algunos estudios académicos utilicen indistintamente las 2
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categorías “parche”, “pandilla” y “banda” para hablar de ciertas prácticas barriales y territoriales generalmente asociadas a jóvenes; en este sentido, aunque teóricamente éstas categorías suelen definirse relacionalmente en forma lineal (primero está el parche, luego viene la pandilla y finalmente se conforma la banda), en la práctica es difícil establecer con claridad esta diferenciación, en la medida en que los jóvenes se mueven y construyen identidades que no son tan estáticas. Por tanto, la ambigüedad presente en los diferentes estudios produce estigmatización. No quiero ser ingenua negando la presencia de grupos de delincuencia común, de micro-tráfico de drogas y de actores armados en los territorios de la ciudad. Lo que quiero es problematizar cierto uso de la nominación “pandilla” que al vincular de manera directa la permanencia en la calle con el consumo de drogas y con la delictividad urbana reproduce la criminalización de las y los jóvenes de los barrios más pobres de la ciudad, quienes así resultan estigmatizados por sus vecinos, las instituciones, los medios y, en más de una ocasión, también por la academia. Lo que quiero es, en suma, recordar que el lenguaje produce subjetividades y que por ello ser cuidadosas con su uso es un llamado ético. Son pocos los estudios que hablan de las mujeres vinculadas a las “pandillas”; en algunos éstas se mencionan pero sin profundizar en sus experiencias, mientras que en otros sólo se da cuenta de las relaciones afectivas entre hombres y mujeres sin hacer claridad sobre la vinculación de las segundas a las “pandillas”. Teniendo en cuenta esto, otro llamado de atención que propongo en mi intervención es que pensar en “pandillas” hoy requiere, necesariamente, pensar en clave de género y hacerlo desestabiliza aún más la categoría “pandilla”. El género como categoría crítica y relacional en la investigación social reconoce la presencia de dispositivos de poder dentro de un sistema dominante de relaciones género-poder; por ello, la mirada que aquí propongo permite hacer visibles las distintas posiciones de sujeto que encarnan expresiones de masculinidad y de feminidad en un contexto relacional específico: la “pandilla”. Para hacer posible este análisis parto de una revisión bibliográfica de los diferentes estudios sobre “pandillas juveniles” en Bogotá, los cuales me permiten lanzar la siguiente hipótesis: La vinculación de mujeres jóvenes a las “pandillas juveniles” se plantea de manera indirecta y en los estudios académicos no son consideradas en principio como “pandilleras” porque su ingreso al grupo está mediado por una relación amorosa con un verdadero “pandillero”; es a partir de su relación con un hombre vinculado a la “pandilla” cuando a las jóvenes se les permite conocer las 3
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dinámicas internas del grupo y participar de algunas actividades: robos, homicidios, porte de armas, conflictos y consumo de drogas.
Para ir avanzando en el análisis, quisiera comentar que la mayoría de los estudios han sido elaborados por hombres y sus miradas (masculinas y patriarcales) han construido el concepto “pandilla”, invisibilizando el lugar de las mujeres en lo público, subvalorando su papel dentro de las prácticas y colectivos juveniles. Esta invisibilidad también se observa en las metodologías de investigación empleadas. Veamos cómo son presentadas las mujeres en algunos estudios sobre “pandillas juveniles” en la ciudad de Bogotá.
En primer lugar, se plantea que existe una escasa participación de las mujeres (que varía desde el 3% hasta el 17%) sustentada en afirmaciones como la siguiente: “El 93.4% de los pandilleros entrevistados son hombres. La vinculación de las mujeres no puede considerarse como creación de una posición de apoyo a ciertos pandilleros hombres, con los cuales por lo general tienen relaciones románticas, o a todo el grupo, acompañándolos únicamente en ciertas actividades. El 3.4% de ellas efectivamente hace parte de pandillas predominantemente masculinas, (…) y exhiben patrones de conducta que poco obedecen a la construcción social dominante de la feminidad” (Ramos, 2004). Estos estudios sólo reconocen las formas de actuar de los varones, se debe admitir entonces que situar a las pandillas como una experiencia masculina, no es una cuestión netamente cuantitativa, sino coherente con los aparatos hegemónicos e ideológicos de dominación masculina. En segundo lugar, la “mujer” se presenta como un “motivo de conflicto” entre los hombres, ocasionando enfrentamientos por sus “elecciones afectivas” tanto entre los miembros de una pandilla como entre dos pandillas (Ramos, 2004). Se afirma así “que uno de los peores momentos que puede vivir un parche es cuando una de sus mujeres es pretendida por otro joven de otro parche o simplemente de otro lugar. En ese momento se declara prácticamente la guerra que por lo general termina en tropeles bastante fuertes e incluso con la muerte de uno de los jóvenes. Para ellos la fidelidad en las relaciones afectivas es una de las cosas que tienen más claras” (Ardila, 1996: 78). En tercer lugar, los estudios también resaltan la importancia que tienen las “relaciones sentimentales” con chicas “sanas”, es decir, con mujeres que no hacen parte de la “pandilla” y que, en cambio, son juiciosas. Estas chicas son representadas por los investigadores como una ruta de salvación para los 4
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jóvenes “pandilleros”, ya que por ellas se alejan de los “malos pasos” (como la delincuencia y el consumo de drogas) bien sea porque quedan embarazadas o porque se independizan para convivir con “sus mujeres”. Por el contrario, en los estudios las chicas que sí hacen parte de la “pandilla” son consideradas como personas iguales a los “pandilleros”, es decir, como “mujeres malas” que en vez de ayudarles a salir de ese mundo los terminan hundiendo más pues ellas asisten a las farras, consumen a su lado y los acompañan a realizar las vueltas. Por esta razón, “dentro de los parches se encuentran muchas chicas que son madres solteras. Sus compañeros de viajes no se responsabilizan, ellos insisten que solo lo hacen cuando están verdaderamente enamorados y de una chica bien, que sólo de esta manera pueden salir de la vida en la que andan. En estos casos lo primero que hacen es negar la paternidad o por lo menos ponerla en duda” (Ardila, 1996: 79). A su vez, en los estudios se reconoce la fortaleza de las “pandilleras” para asumir su embarazo y personalizarse de la situación, aunque en algunas ocasiones la maternidad es un motivo para abandonar la “pandilla”. En cuarto lugar, los estudios resaltan que las mujeres que se vinculan a las “pandillas juveniles” creen en los príncipes azules, por ello sueñan con encontrarse con una persona que las saque del medio en el que han vivido, ellas no pierden la esperanza de ser amadas por un hombre que las valore y las ame como se lo merecen (Ardila, 1996). Se afirma que estas chicas “fantasean sobre su mundo afectivo” (Ardila, 1996: 81) y que suelen ennoviarse con los jóvenes de la “pandilla” creyendo en promesas y palabras bonitas, y otorgando cierto carácter romántico a momentos que no siempre lo son. De hecho, se señala que ellas siguen con sus relaciones de pareja incluso cuando los hombres están en centros de reclusión; además, admiten la violencia física y aceptan que ellos les prohíban salir de la casa, fumar, bailar y consumir drogas. En último lugar, los estudios plantean que las mujeres que se vinculan a las “pandillas juveniles” lo hacen con el propósito de ganar respeto y sentirse protegidas, por ello suelen buscar como parejas a los hombres más poderosos, es decir, a quienes toman las decisiones al interior de los grupos juveniles. Así lo revela el siguiente relato: “a las hembritas del parche nos llama la atención lo picante que es el man. Pero lo que más trama es que sea ajisoso porque uno dice ‘listo, me meto con este man y más me van a respetar’” (García, 1998: 91).
A partir de estos imaginarios sobre las mujeres que he ido encontrando en los textos académicos que hablan de “pandillas juveniles” en Bogotá, planteo que los discursos que se han ido construyendo y 5
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reproduciendo en la ciudad son androcéntricos4 y, por lo tanto, sexistas. Esta mirada no se limita únicamente a los estudios sobre “pandillas”, pues también caracteriza gran parte de las indagaciones realizadas sobre las llamadas “culturas juveniles”, lo que ha soportado tanto como fortalecido diagnósticos sobre las problemáticas juveniles de los barrios pobres que determinan lo que implica “ser mujer” en esos contextos, así como los principales riesgos a los que las chicas están expuestas, entre ellos, la deserción escolar, el consumo de drogas, la delincuencia y los embarazos a temprana edad. En estas problemáticas se ha centrado la discusión sobre las adolescentes y jóvenes de estratos 1 y 2 en Bogotá durante la última década, marcando el desarrollo de las políticas en la ciudad, impidiendo plantear alternativas de atención a sus problemáticas específicas y fortaleciendo la estigmatización, la segregación y la criminalización. Siguiendo el análisis de la categoría “pandilla” vale la pena preguntarse: ¿acaso las características que se supone definen a una “pandilla” no se corresponden con nuestra construcción cultural de lo masculino?, ¿no son, entonces, la agresividad, la violencia, el riesgo, lo contestatario y la fuerza aquello que toma cuerpo cuando se enuncia lo “pandillero”?, ¿no será que se asume que la presencia de las mujeres en las “pandillas” es reducida precisamente porque se considera que los anteriores no son atributos que las definan, menos aún cuando hablamos de “señoritas” entre los 13 y 18 años?, ¿cómo es siquiera pensable, entonces, que a las chicas se les ocurra hacerse “pandilleras” o involucrarse en noviazgos con “pandilleros”? De esta manera, la prevención que se da desde el Estado y que sostiene la academia está enfocada no sólo hacia las mujeres y sus cuerpos –cuando se habla de reducir el consumo de drogas o de planificar-, sino también hacia sus deseos –cuando se trata de decidir de quién enamorarse o de aprender a descubrir qué hombre es buen partido y cuáles no en un contexto social con pocas oportunidades-.
Además, cuando se defiende que todas las chicas de estratos socioeconómicos bajos que ingresan a las “pandillas juveniles” lo hacen debido a una relación sentimental con un joven “pandillero”, se está asumiendo que ellas sólo pueden ser heterosexuales, mujeres en busca de afecto por parte de un hombre, así como de protección al encontrarse en un nivel inferior a ellos. Estos discursos construyen El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer define el androcentrismo como “Una de las formas más generalizadas del sexismo (la creencia de que un sexo es superior al otro). Se da cuando un estudio, un análisis o investigación se enfoca desde la perspectiva masculina únicamente, presentando la experiencia masculina como central a la experiencia humana y por ende como la única relevante. Consiste en ver el mundo desde lo masculino tomando al varón de la especie como parámetro o modelo de lo humano”. Conceptos básicos de Género CEDAW. 6 4
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un único tipo de “Mujer” ¿”pandillera”? y no contemplan la diversidad de mujeres que habitan los territorios de la ciudad. La mirada que existe por el momento sobre las “pandillas” no permite encontrar a mujeres lesbianas, bisexuales e incluso personas que transitan de la feminidad a la masculinidad, casos de chicos trans. Por ahora, el escenario que se reconoce en los estudios se limita a relaciones que cumplen con parámetros heteronormativos. De igual manera, se debe empezar a problematizar el papel de la “familia nuclear” y el ejercicio de la maternidad que se representa en los estudios académicos sobre las “pandillas juveniles”. 7 Por otro lado, la mirada acá cuestionada asume que las mujeres no ocupamos el espacio público cuando desde la polis e históricamente se nos ha excluido de él, siendo lo privado el sitio que se nos ha otorgado “por naturaleza”. Por tanto, no es bien visto que las chicas que habitan los barrios marginados de la ciudad permanezcan en las calles, los parques y las esquinas –a la luz pública y buscando lo que no se les ha perdido- durante largos periodos de tiempo del día o de la noche y “parchando” con viciosos y ladrones. Esta situación es representada como una pretensión clara por equipararse con los hombres y por ello en pocos casos se le concibe como una actitud, de hecho, contestataria o rebelde; por el contrario, a “estas chicas” se les censura y cuestiona fuertemente, tal como lo expresa un joven al decir que la mujer “no debe hacer lo que uno hace en la calle” (Britto: 201). De igual manera, como anotaba anteriormente, la participación de las chicas en una “pandilla” se limita únicamente a algunas actividades, es decir, no a todas las que realizan o pueden/deben realizar los hombres. Esto se relaciona con lo que he venido discutiendo hasta el momento: los estereotipos de género que se reproducen dentro del grupo juvenil. En varios estudios se reconoce que las mujeres desarrollan tareas específicas dentro de las “pandillas” como portar las armas y las drogas, “cantar las vueltas”, armar los moños o cometer robos pequeños, mientras que en el saber popular se distingue el beneficio de no ser requisadas por ningún policía hombre, lo que les permite encubrir a los jóvenes pandilleros. Ellas también son vistas como “carnada” útil para atrapar a las víctimas de actos delictivos a cargo de la agrupación (García, 1998).
Se parte entonces de imaginarios y representaciones sociales que determinan lo que pueden o no hacer un hombre y una mujer, y que regulan directamente la vinculación a un grupo juvenil identificado como “pandilla”; si bien las mujeres se integran al grupo, su feminidad no se corresponde con “lo pandillero” y por tanto sus acciones no deberían enmarcarse dentro de la masculinidad; ellas están en 7
otro lugar (debido a su esencia), por ende tienen roles diferentes. Como bien lo propone Nelly Richard, no podemos desconocer que existen “marcas de identidad ‘masculina’ y ‘femenina’ que la cultura sobreimprime sobre los cuerpos ‘hombre’ y mujer’, obligándolos al calce anatómico para justificar – sustancialmente- la fijeza de las marcas de identificación sexual” (Richard, 1996: 734-735). Así, las actividades al interior de un grupo identificado como “pandilla” están absolutamente codificadas como masculinas y femeninas, y, además, reproducen los mismos términos. Durante mi intervención he cuestionado la categoría “pandilla”, al considerarla una categoría ambigua que afianza la estigmatización y la criminalización de lo juvenil en contextos sociales de pobreza, y que está centrada en experiencias masculinas que no se pueden asimilar a las de las mujeres, no sólo porque de ellas no se suele hablar en las investigaciones, sino también por la forma cómo se habla y lo que se dice cuando se les menciona. Para mí, estos imaginarios y representaciones sobre las chicas son peligrosos: las definen, les asignan una identidad de género, un tipo único de familia, una forma de ser, de pensar y de soñar como “mujer”, una sola posibilidad de orientación sexual y las mismas motivaciones para vincularse a las “pandillas” en los diferentes barrios de la ciudad. En este escenario, considero que ser crítica con la noción de “pandilla” es una oportunidad para mirar de otra forma, para crear nuevos sentidos y también otros mundos para jóvenes que han sido segregadas y segregados en los territorios. Esto se torna aún más complejo cuando se pretende dar luces a la política social en la ciudad; la necesidad de ubicar esta problemática en la agenda de política pública no puede seguir hablando de “pandillas juveniles” y menos pretender establecer una política anti-pandillas. Es que el simple hecho de usar una mirada androcéntrica para “focalizar” a ciertas personas y determinar los requerimientos que les permiten acceder a los planes y programas distritales (que son vistos como beneficios) me genera temor.
Dado lo anterior, no es mi interés enfocarme en la identificación de problemáticas sociales que dan origen a las “pandillas” y, en ese marco, a las “mujeres pandilleras”. Lo que propongo es una metodología de interseccionalidad, es decir, una lectura cruzada de diferentes formas de discriminación que operan de manera simultánea (edad, género, sexo y clase social); esto me permitirá comprender desde un conocimiento situado cuáles son los entrecruzamientos que se presentan y cuáles podrían ser propuestas diferenciales y diferenciadoras que le aporten a la política de mujeres y equidad de género que existe actualmente en la ciudad. En este sentido, la pregunta de Linda McDowell me parece 8
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pertinente como cuestionamiento a mi trabajo: “¿Qué es lo que convierte un conjunto particular de mujeres en una categoría apropiada para investigar?”.
Este es el camino que estoy empezando a recorrer y que quería compartir con Ustedes en este escenario. Mi intuición me lleva, por ahora, a ubicarme fuera del marco, de las márgenes de los discursos hegemónicos sobre las “pandillas juveniles”. En palabras de Teresa De Lauretis, creo en hacer una construcción diferente del género que, sin salirse del sistema sexo-género, parta desde el espacio representado en los discursos hacia el espacio no representado pero implícito (no visto) que hay en ellos (De Lauretis, 1987). ¡Esta es mi apuesta política!
Bogotá D.C. 3 de mayo de 2013. Bibliografía
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