Bodas de Oro

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El jueves 9 de diciembre de 1948, la prensa tuxtleca dio cuenta de la boda de Arturo y Trini como un acontecimiento social digno de recordar.




Arturo Ulises regresa a su Ítaca Tuxtla “Me pregunto si la identidad personal consiste precisamente en la posesión de ciertos recuerdos que nunca se olvidan” Jorge Luis Borges

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ebo a mi amiga Regina Olivares, la luz sobre la relación entre dos historias que mi papá, Arturo Ramos Cáceres, me contaba de niño. Una era la Odisea homérica, la que narra la vuelta de Ulises desde Troya a su isla de Ítaca, donde lo esperaba su amada Penélope. Un viaje lleno de peligros, aventuras y tentaciones. La otra, su propia historia, la de un niño chiapaneco obligado a abandonar su tierra adonde siempre soñaba volver. Arturo, cual Ulises, emprendió desde el Ajusco su viaje de regreso, también lleno de peligros, aventuras y tentaciones, para encontrar en Tuxtla, a su propia Penélope, Trinidad Maza Solís, mi madre, que además, a decir de más de uno, era, como en los cuentos, una de las muchachas más bellas de la pequeña capital chiapaneca de los años 40. Era Trini bella e inteligente y supo tejer durante varios años el manto que le permitió casarse con el forastero que le robó el corazón, a pesar de la oposición de sus familiares. Esta es la historia, la de su odisea, la que cuenta Arturo aquí. Una historia que esperó paciente en una gaveta de la casa donde vivieron él y Trini, sus últimos años de amor ejemplar. Historia que creo que deben conocer y conservar sus descendientes, pues son, somos, frutos de ese gran amor. Hacer esta publicación, me permite además, otorgar mi reconocimiento a Serafina, Florentina, Rita y Nicolina, quienes apoyaron a que esta historia tuviera un desenlace feliz. Al final, Arturo Ulises alcanzó las playas de su Tuxtla Ítaca. Ahí encontró en Trini, a la más deslumbrante Penélope. Es esta también, una pequeña muestra de amor y gratitud, a las dos personas, a quienes más les debo en la vida: Arturo Ramos Cáceres y Dolores Trinidad Maza Solís. Roberto Ramos Maza Tuxtla Gutiérrez, diciembre de 2023. 5


El parque de Tuxtla en los años 40. Destaca la pérgola que permitía ver el mapa en relieve de Chiapas. Todo, a excepción de la estatua de la Libertad, ha desaparecido. Trini y Arturo pasearon en este escenario. 6


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Bodas de Oro

l autobús se detuvo en la esquina formada por la Avenida Central y la Tercera Oriente dando casi por terminado su viaje Arriaga-Tuxtla, para dar oportunidad a que tres pasajeros se apearan. Como yo no me había movido, el conductor preguntó: “¿en qué hotel se va a hospedar, señor?”. La pregunta me sorprendió de momento, pero después supuse que existía la atención de acercar al pasajero al lugar donde se alojaría y como yo no tenía ninguna idea al respecto, contesté: “aquí me bajo también”. Al poner el pie en el suelo debía haber emulado a Cristóbal Colón doblando las rodillas y besando el piso, porque al fin ya estaba en la ciudad a la que tanto anhelaba llegar, a la que tanto había soñado. Tuxtla me atraía como una verdadera obsesión, sin que en lo aparente existiera una razón suficiente para ello. Cierto es que en esta ciudad recibí las primeras letras y viví más o menos cinco años, pero ahora venía a un lugar donde no tenía familiares, ni amistades, tampoco una ocupación que me permitiera vivir. En las diversas actividades que había tenido en mi vida, había conocido ciudades importantes como Los Ángeles y San Diego en Estados Unidos, y los bellos puertos de Ensenada, Mazatlán, Manzanillo, Acapulco y Salina Cruz. Ninguna de esas ciudades, ni siquiera la capital de la república, me detuvieron en mi firme intención de llegar a la capital chiapaneca. Sin sospechar siquiera, al bajar del autobús estaba como a cuarenta metros de donde se encontraba el poderoso motivo de mi viaje y de mi vida.

Centro de Tuxtla en los años 30. Era la imagen que conservo Arturo de su niñez. Trini paseó por ahí de niña. 7


Al encontrarme parado en esa esquina sin saber qué rumbo tomar, se me acercó un niño descalzo ofreciendo cargar mi equipaje y llevarme a una posada. El sitio adonde me llevó estaba como a dos cuadras y se llamaba “La Posada de Tío Pepe”. El tío Pepe era un señor que recibía jovialmente a sus huéspedes. Este tío me preparó inmediatamente un cuarto, que tuve que compartir con un individuo de origen tabasqueño, un hombre de sombrero tejano, alto, flaco y fibrudo, con la apariencia de haber salido de una película de cowboys del oeste norteamericano. Se apellidaba Incháustegui, según me dio a conocer. Lo primero que hice después de quedar alojado, fue salir a recorrer la ciudad, a la que encontré, como es natural, muy cambiada de como la había dejado ya hacía casi 20 años. Sus calles ya no estaban empedradas sino cubiertas de asfalto. Extrañé los enormes árboles de nambimbo, así como el kiosco que estaba instalado en el jardín frente al templo principal. Al caminar por esas calles observaba, con cierta envidia, los hogares tuxtlecos que mantenían sus puertas abiertas dejando ver sus muebles, sus adornos. Casas donde habitaban familias compuestas de numerosos miembros. La envidia partía de que yo me encontraba solo en este mundo. Mis progenitores ya hacía mucho tiempo que habían partido hacia lo desconocido y, si acaso, tenía hermanos u otros parientes, ignoraba donde se encontraban, pudiendo decir que ni los conocía. Por eso al ver esos hogares se despertaba en mí, el vehemente deseo de tener una familia, sin saber cómo y dónde empezar. A la semana de estar en la posada del Tío Pepe, llegó mi compañero de cuarto con la noticia de que había encontrado otra posada donde había más limpieza, más amplitud y mejor alimentación. Nos pusimos de acuerdo para visitar tal lugar. Caminamos hacia la Avenida Central, llegamos a la esquina donde había bajado del autobús y luego volteamos hacia el oriente de la avenida. A media cuadra, del lado norte, estaba el sitio que buscábamos y del lado sur, observé una casa que llamó poderosamente mi atención. Era una casa con dos balcones y un amplio zaguán con un gran portón de madera. Ese era el sitio al que tenía que llegar, la razón de mi viaje 8


y porqué había pensado tanto en Tuxtla. El sitio era donde mi vida iba a tomar su verdadero derrotero al hallar no una ilusión, sino una realidad que me haría tener un apego real a la vida que hasta entonces no tenía para mí mayor aliento ni incentivo.

Trini a los dieciséis años en el balcón de su casa de la Avenida Central. El niño que la acompaña era Francisco Liévano, hijo de doña Estela Liévano de Ochoa, una gran amiga de la mamá de Trini.

El destino me tenía preparada su trama. Precisamente al pasar frente a esa casa, una bellísima joven, esbelta, de cabello castaño rizado y con un precioso lunar en la mejilla derecha, salió y quedó parada bajo el dintel del portón. Me miró, pero no como se ve a un simple transeúnte, sino que su mirada, aunque fugaz, llegó a su cerebro pasando a su corazón. Lo mismo me pasó a mí, pues aunque no detuve el paso, sentí que la luz de sus ojos al mirarme había penetrado en todo mi ser. Ambos esbozamos una leve sonrisa. 9


Incháustegui y yo cruzamos la calle, pues la posada se encontraba precisamente frente a la casa donde se había asomado la bella joven. Como el nuevo hospedaje nos convenció, decidimos quedarnos. Por la tarde de ese día, estuve haciendo guardia parado en el portón de la posada, con la vista fija en la casa de enfrente, esperando ver la aparición de la jovencita, pero la espera fue en vano: no apareció. Al día siguiente, volví a hacer guardia con la esperanza de que mis ojos se posaran en aquella silueta encantadora y sí salió, pero no notó mi presencia porque con paso apresurado, llegó a la puerta de la casa contigua y penetró en ella. Esa casa era habitada por una familia amiga, que después supe que Trini a los dieciséis años se apellidaba Malpica y como dama de boda. estaba integrada por diez miembros, los padres y ocho hijos, cuatro varones y cuatro niñas, siendo éstas muy apegadas y amistosas con la niña del lunar en la mejilla, a quien esperaba ver, como después supe. Tenía la esperanza de que saliera de la casa donde penetró, para que nuestras miradas se 10


volvieran a encontrar, pero pasó el tiempo y no salió. Llegó la hora de la comida y fui llamado para que tomara mis alimentos, pues si no estaba presente me quedaría sin probar bocado, ya que en la posada no estaban dispuestos a dar de comer cuando el abonado tuviera a bien llegar. Me vi obligado a dejar mi guardia y ese día pasó sin volver a contemplarla. Bien hubiera deseado continuar parado en la puerta de la posada en espera de que apareciera.Pero aparte de que mi permanencia era sospechosa, me era urgente buscar una ocupación, algún trabajo que me permitiera percibir un salario, pues los ahorrillos que había traído, ya se estaban desvaneciendo y yo no había aprendido un oficio y mucho menos tenía una profesión. En la primera oportunidad, me animé y me presenté ante el gobernador del estado en solicitud de trabajo. “¿Qué sabes hacer?” me peguntó el mandatario que acababa de tomar posesión. “Soy mecanógrafo”, contesté y esto me valió que me dieran una plaza de oficinista en la oficialía mayor. Pero la verdad era que no me consideraba un mecanógrafo competente, apenas sí había aprendido a manejar los cinco dedos de cada mano. Eso lo logré al adquirir una máquina de escribir portátil siendo fogonero de un guardacostas perteneciente a la Armada Nacional, que vigilaba el litoral del océano Pacífico. Esa compra sorprendió a mis compañeros miembros de la tripulación, pero a mí me sirvió mucho para aprender a escribir a máquina, pues esperaba ser secretario en vez de fogonero.

En un guardacosta como éste, trabajó Arturo como maquinista a fines de los años 30. 11


A las ocho de la mañana partía de la posada al trabajo. Al salir esperaba ver a la joven, pero no aparecía. Sin embargo, yo suponía que ella me observaba desde dentro de su casa. Pronto supe que la familia de la niña del lunar tenía amistad y hasta cierto parentesco con las propietarias de la posada y esto permitía a la joven llegar para saludar a dichas señoras a las que llamaba tías y que la apreciaban mucho. Decidido a enterarme de todo, supe que una de sus hermanas, la mayor, iba a contraer matrimonio y que la hechura del pastel de la boda había sido encargado a las señoras dueñas de la posada. Esto permitió a la joven llegar para ayudar a la elaboración batiendo la harina. Así tuve la oportunidad, aunque a distancia, de contemplarla largo tiempo.

Doña Rita Calvo, gran amiga de Florentina Maza y dueña de la Posada La Guadalupana. Aliada de Trini y Arturo en la realización de su amor. Trini, a la izquierda, posa junto con el pastel de boda de su hermana María. El día que lo hicieron en La Guadalupana, fue de disfrute visual para el enamorado Arturo. 12


Llegó la noche de fin de año cuando es costumbre darse de abrazos y desearse toda clase de felicidades. Yo estaba en la posada cuando sonaron las doce campanadas señalando el fin de un año y el principio de 1945. Habían pasado unos cuantos minutos cuando llegó apresurada la bella joven con la intención de abrazar y felicitar a sus tías, a las que besó con mucho cariño. Estando yo presente también busqué un abrazo de ella y para mi felicidad, se me acercó y nos fundimos en un fuerte y apretado abrazo y no sólo eso, sino que aproveché para darle un beso en la mejilla donde estaba el lunar. Esa noche no dormí de emoción y quizá tampoco ella, pues habíamos iniciado todo lo que vendría después. La verdad es que no había tenido oportunidad de cruzar palabra con ella y, sin embargo, ya nos considerábamos el uno para el otro, sin necesidad de una declaración, sin utilizar la sobada frase de “señorita, desde que la vi…”. No, nada de eso. Para nosotros nuestro amor ya estaba predestinado. Sólo era esperar que pasara el tiempo y asumir las consecuencias. No hicieron falta las palabras, con las miradas era suficiente. Por eso siempre buscaba estar en mi posición de guardia, esperando que se asomara a la puerta. Nada más que varias veces, en vez de ella, aparecía un señor, como de 50 años, que se detenía en la puerta, encendía un cigarro y miraba

Belsay Maza Maza, nacido en 1899, era hijo de Florentina y Buenaventura Maza, esposo de Esperanza y padre de Trini.

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a las personas que pasaban por la calle. Desde luego, supuse sin equivocarme, que ese señor era el jefe de la familia. También estaba seguro que él ya había pasado la vista sobre mi permanencia en el zaguán de la posada, posiblemente sin prestarme la menor atención, sin que por asomo, pensara que le iba a dar dolores de cabeza, cuando se enterara que su bella hija y yo ya nos habíamos entendido, aunque nada más fuera con las miradas que para nosotros eran suficientes. Supe, por conducto de las señoras de la posada, cómo se apellidaba la familia que se componía de diez miembros: la abuela paterna, una tía abuela paterna, el papá y la mamá, tres hijos varones y tres mujeres. De éstas, dos ya estaban casadas. Sólo quedaba soltera, la más joven y bella de la familia que apenas andaba en la florida edad de los quince años y era por quien había yo venido a Tuxtla y por la que estaba dispuesto a luchar, no por conquistarla, porque esto ya era un hecho, sino por convencer a esa gran familia, que me aceptara como un pariente político al casarme con la joven, lo cual consideraba que no iba a ser tan fácil.

La familia Maza Solís en una foto de ca. 1939. De pie, aparecen Francisco, Norberto, María, Juan Antonio y Beatriz. Sentados: Esperanza, Dolores Trinidad y Belsay. Trini tenía 10 años. 14


En mis largas permanencias en el portón de la posada, había observado que la casa donde ella vivía, tenía dos habitaciones que daban a la calle, separadas por un amplio pasillo. Una de esas habitaciones era la sala y la otra un consultorio, de acuerdo con una letrero que había leído en una de las vidrieras y que decía “Parteras Maza”. Supe posteriormente que la abuela paterna, doña Florentina, había sido la primera doctora titulada en obstetricia en la capital del estado. Era una señora de gran carácter que gozaba de la estimación y respeto de las principales damas de la ciudad, a muchas de las cuales había atendido y ayudado a traer a este mundo a sus hijos. La otra señora Maza, Esperanza, la madre, también era doctora en la misma rama y lo mismo era apreciada y afamada por los valiosos Los esposos Belsay Maza y Esperanza Solís en una foto de la década de los 20 del siglo XX. Se habían casado siendo apenas adolescentes alrededor de 1915. Él de familia coiteca, ella de Tuxtla, aunque de mamá simojovelteca.

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Florentina Maza, partera, nacida en Ocozocoautla en el año de 1879, era mamá de Belsay y abuela de Trini.

Serafina, nacida en 1870 en Ocozocoautla, era una de las tres hijas de Francisco Maza y Trinidad Chanona. Sus hermanas eran Florentina y Amancia. y eficientes servicios que prestaba. La bella joven gustaba de frecuentar la posada para saludar a sus tías, las que la llamaban Trinita. Así supe que su nombre era Dolores Trinidad con los apellidos de Maza, paterno, y Solís, materno. Poco a poco me fui enterando de quienes eran los familiares de Trinita. Tenía una tía abuela de edad avanzada, muy menuda de cuerpo y muy devota; diariamente iba a misa a temprana hora y cuando le era posible, escuchaba dos misas. Tiempo después, ella me platicó que cuando vino a este mundo, su papá la observó tan menudita, tan delicada, que le hizo exclamar: “Esta niña se va a llamar Serafina” y así se llamó en efecto. Fue una persona muy querida. Cuando se referían a ella, le decían la Niña Serafina, en virtud de que nunca contrajo matrimonio. Alrededor de 1930, tuvo el valor de formar parte de una peregrinación que visitaría el Santo Sepulcro en Jerusalén. Un larguísimo viaje tomando en cuenta los medios de comunicación en esos tiempos. Aparte de lo lejano, resultaba muy costoso llegar a la 16


Tierra Santa, pero la Niña Serafina no lo pensó mucho; vendió unas propiedades que había heredado y con el producto, pudo formar parte de la peregrinación que fue el gran suceso de su vida. Para llegar a esos lejanos lugares, en varias ocasiones tuvo que subirse en camellos, al no haber otros medios de transporte. A su regreso le hicieron los tuxtlecos un gran recibimiento, la tocaban, la abrazaban, la besaban. Había mujeres que besaban sus ropas considerando que como había estado en lugares donde anduvo Jesucristo, tenían algo de benditas. La Niña Serafina era muy bondadosa. Gustaba de ayudar a las mujeres humildes que se acercaban a ella contándole sus penas. Puedo estar seguro que fue ella quien, de la familia de Trinita, más me apreció al conocerme. En las tardes calurosas, Trinita y sus amigas y vecinas, todas muy jóvenes, se sentaban en la calle a la orilla de la banqueta para platicar y entretenerse, oportunidad que yo aprovechaba para acercarme a ella y decirle una o dos palabras antes de continuar el camino. Ya las amiguitas se habían dado cuenta que entre Trinita y yo existían unos lazos invisibles que nos ataban, por lo que ellas se mostraban dispuestas a ayudarla cuanto fuera necesario. Arturo salió de su Simojovel natal alrededor de los 4 años, primero a Tuxtla y luego a la Ciudad de México, donde pasó parte de su infancia y su juventud. No obstante que la familia no me había sorprendido hablando con ella o tomándola de la mano, empezó a sospechar que yo la venía cortejando al verme tanto tiempo parado en el portón de la posada. Esto hizo que se le prohibiera de forma terminante que volviera a visitar a sus tías, exponiéndola a un severo regaño si desobedecía. Cuando el papá salía a la puerta y 17


María Maza Solís a los quince años.

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Nicolina Brandi, mamá Esperanza y abuela de Trino.

de

La entrada de la casa de los Maza Solís

Beatriz Maza Solís a los quince años. 19


me veía parado, ya no le era tan indiferente. Sospechaba la razón de mi actitud, pero no la podía impedir. El señor se llamaba Belsay, pero se le trataba con el diminutivo de Chaín. En ese tiempo, él no tenía trabajo y eso le permitía detenerse largo tiempo a la entrada de su casa, donde platicaba con sus conocidos. A veces observaba que estaba sentado leyendo en una mecedora a la entrada de su casa. Esto le permitía vigilar que su joven hija no se asomara a la calle y menos que la atravesara. Cuando los familiares se enteraron que yo tenía interés en Trinita, buscaron la forma de impedir todo acercamiento, considerando que yo no la merecía, pues era un completo desconocido, un empleadillo, a quien nunca antes le habían visto la cara, ni sabían de donde había llegado, ni quien sería mi familia. A lo mejor podría ser un fugitivo de la justicia o un hombre lleno de vicios y mañas. Bien podría repetir el dicho popular que dice “que no se sabe que gallina puso ese huevo”. Efectivamente, en Tuxtla nadie me conocía, pues siendo aún muy pequeño fui llevado a un pueblo cercano al Ajusco, en el Distrito Federal, donde pasé viviendo varios años que, la verdad, no me gusta recordar. Siendo un empleadillo cualquiera, sin un futuro halagüeño, ¿cómo podía pretender la mano de una joven que

Parroquia de San Marcos, principal templo de Tuxtla, con el aspecto que tenía cuando Arturo y Trini contrajeron matrimonio. 20


pertenecía a una familia socialmente distinguida y apreciada en Tuxtla? En ningún sentido eso podía ser, así que debía desistir de tal pretensión y para eso tenían que alejarla de mi mirada y de mis palabras. Pero, si bien no podía dirigirle la palabra por no estar cerca de mí ni un instante, las letras también hablan y hablan demasiado, a veces más que los labios y la lengua. Así es que me puse a escribir y mis letras llegaban a ella con la complicidad de sus amiguitas que eran muy diestras para esconder las cartas y entregarlas a su destinataria. Don Chaín entró en sospechas de que había una correspondencia amorosa secreta, por lo que hizo, en vano, el intento de interceptarla. En las cartas le decía a ella que su familia tenía razón al tratar de evitar nuestro noviazgo, toda vez que yo era un desconocido, no era miembro de ninguna familia tuxtleca con la que tuvieran amistad y tampoco mi situación económica era deseable y que eso les hacía pensar que no podría nunca proporcionarle la vida cómoda a la que estaba acostumbrada. Le hacía ver que eso era razonable, pero que no era en realidad un impedimento tan fuerte como para que nosotros llegáramos a una unión, toda vez que mi cariño me haría esforzarme para proporcionarle una vida feliz. Así pues, toda la familia Maza estaba enterada de mis pretensiones que rechazaba abiertamente, pretensiones que también fueron dadas a conocer a otros parientes y amistades que también opinaban que esas relaciones no debían existir, que me había valido de artimañas para que ella se fijara en mí, que tal vez, hasta la habría hipnotizado para que me viera como un galán digno de ser amado. Por lo tanto, la cortina que buscaban tender entre nosotros, cada vez era más espesa. Pero eso no importaba, pues me conformaba sólo con mirarla. Tuve conocimiento que la iglesia católica consagra el mes de mayo a la Virgen María, razón por la cual, la Niña Serafina hacía que su sobrina Trinita la acompañara diariamente durante todo ese mes a oír la primera misa del día, ya que la había inscrito como Hija de María. Por lo tanto, yo también me levantaba temprano para verla pasar sin acercarme a ella. Cierto día, vi que salía sola del templo, pues la Niña Serafina caminaba muy despacio y me le acerqué para decirle unas cuantas palabras. Una 21


señora que también salía del templo nos vio y murmuró:” ¡qué vergüenza, una Hija de María saliendo de la iglesia y ya está con el novio!”. No me mortificó lo que dijo, sólo pensé: “pobre mujer, qué sabe de amores”. Aun conociendo nuestra relación amorosa y la tirantez de la familia, las señoras propietarias de la posada, a pesar de que cultivaban una buena amistad y hasta tenían un lejano parentesco con los Maza, no hicieron intento alguno en alejarme del lugar. Bien pudieron haber tenido algún pretexto para decirme que ya no me iban a dar hospedaje. Al contrario, conforme fueron conociendo mi carácter, mi modo de ser, me llegaron a tener estimación y se hacían las desentendidas con respecto a la relación entre su joven y bella sobrina y yo. La verdadera dueña de la casa de huéspedes, doña Rita Calvo, era una persona muy bondadosa y cultivaba una estrecha amistad con la abuela paterna de Trinita. Doña Rita atravesaba dos o tres veces al día la calle para llegar a conversar con doña Flora, y como ambas tenían mucho de qué platicar, se pasaban largos momentos en amena charla. No obstante su edad, ambas tuvieron suficiente ánimo para emprender un largo viaje para conocer las famosas cataratas del Niágara. Después decidieron conocer la ciudad de Nueva York, donde se atrevieron a subir hasta la antorcha de la Estatua de la Libertad. Sin ningún contratiempo visitaron diversas ciudades norteamericanas, regresando muy satisfechas de su gira. Una tarde, estando sentado en el comedor de la posada, vi que doña Rita regresaba de su visita a la casa de enfrente y oí decirle a una de sus hijas: “La Trinita se fue a Puerto Arista con doña Nico”. Me pareció que el aviso, con toda intención, no había sido dado a un sordo. Inmediatamente tracé mis planes para ir a ese puerto del Pacífico. Doña Nicolina era la abuela materna de Trinita y vivía en otra casa. Era una persona de edad, pero con mucho ánimo para disfrutar de fiestas y paseos. Yo suponía que ella no estaba enterada de los amores de su nieta, y si lo estaba no demostraba contrariedad, pues era muy amable y condescendiente. En esa época, los medios de transporte eran malos y escasos. Por esto me apresuré a buscar el primer vehículo que partiera a la ciudad de Arriaga y de ahí continué a Puerto Arista. 22


Llegué, busqué a Trinita y la encontré. Toda la tarde estuvimos felices recorriendo la playa tomados de la mano, disfrutando de los bellos momentos que tanto habíamos deseado. Por la noche, bajo la luz de la luna y a los acordes de una marimba, estuvimos bailando largo tiempo hasta que la Mamá Nico la mandó a llamar para que se fuera a dormir. Mientras tanto, en Tuxtla, el mozo de la posada difundió la noticia de que yo me había ido a la playa, noticia que llegó a oídos de don Chaín, quien desde luego, demostró un enojo tal que decidió partir a Puerto Arista para vigilar a su hija. Sin que se percatara, pude ver cuando se apeaba del vehículo que lo condujo hasta ahí, por lo que pensé que era el momento de emprender el regreso, puesto que no nos iba a dejar en paz. Supe después que fue a interrogar a su suegra respecto a con quien había estado Trinita, pero recibió como respuesta: “con nadie, sólo con nosotras”, refiriéndose a ella y su otra nieta, Carmela. La vigilancia que hacían con Trinita cada vez era más estricta, tratando de evitar que ni siquiera la mirara y menos que le pudiera hablar. La llevaban a fiestas y bailes, siempre acompañada por sus padres y, a veces, también de los hermanos y bien sabía ella que yo no podría llegar a invitarla a bailar. Seguramente los familiares pensaban que era bueno llevarla a fiestas, con el objeto de darle oportunidad de que conociera a otros jóvenes que le hicieran abrir los ojos y se diera cuenta que yo no merecía la pena. Ella buscaba bailar solamente con parientes, especialmente unos tíos que eran muy diestros para llevar el ritmo. En esos ayeres, funcionaba el llamado “Casino Tuxtleco” donde, cada mes, se celebraban suntuosos bailes concurridos por lo mejor de la sociedad local. El mes de septiembre, el casino organizaba el más elegante de sus bailes, exigiendo que las parejas fueran vestidas, ellas de blanco y los hombres de traje negro. A la abuela paterna, Doña Flora, se le ocurrió hacer un viaje de descanso a las ciudades de Tapachula y Guatemala, haciendo que la acompañara su joven nieta. La ausencia duró alrededor de un mes, pero a mí me pareció que había tardado más. Ese viaje, como otras tentativas, era para alejarla de mí, buscando que se distrajera, que viera otros lugares, otra gente, otros paisajes, 23


otras costumbres. Esto, sin embargo, resultaba en vano, pues los hilos que nos ataban eran muy resistentes. Eran continuos los regaños que ella sufría. Abundaban para ella también los consejos. Se le decía que no fuera tonta, que se fijara bien que yo era un esto, un lo otro, que no pasaba de ser un empleadillo infeliz sin ningún porvenir, que estaba imposibilitado de proporcionarle las comodidades y el modo de vivir a la que ella estaba acostumbrada. Como nada de eso la hacía desistir, los familiares decidieron tomar la acción directa. Juan, el hermano mayor, ya casado, vivía en otra casa y ya estaba enterado de la situación a la que no le habían encontrado remedio. Él pensó que la única manera era ahuyentarme a golpes. Una tarde que yo tranquilamente caminaba, me esperó a la vuelta de una esquina y me agredió, sin que yo pudiera meter las manos. Todavía me dijo:”esta es la primera advertencia, después será peor”. Ninguna mella hizo en nuestros propósitos con Trini, la agresión sufrida ni los severos y continuos regaños que ella recibía. Yo continuaba viviendo en la posada y seguí dirigiendo mis miradas hacia la puerta de su casa, cada vez que pasaba, cuando iba y venía del trabajo, miradas que causaban el consiguiente disgusto. Su segundo hermano, Norberto, era militar, capitán del Ejército Nacional, un hombre de quien, por su carácter, podía esperar un atentado más grave. Afortunadamente sólo llegaba a disfrutar de pocos días para visitar a su familia, por eso no tuvo oportunidad de hacerme alguna reclamación, ni lanzarme una amenaza con vías de hecho.

Juan Antonio era el mayor de los hijos del matrimonio Maza Solís. Nació en 1917. 24


Norberto, el militar, fue el segundo hijo de Belsaay y Esperanza. Nació en 1919.

Francisco Maza Solís, nacido en 1927, fue el penúltimo hijo de los Maza Solís.

El hermano más joven, Francisco, aún era estudiante de odontología en la Universidad Autónoma de México. Cuando llegaba a Tuxtla de vacaciones y ya sabiendo del problema sentimental, me lanzaba miradas de pocos amigos, esperando tal vez, la oportunidad de intervenir en forma directa. Esa oportunidad se le presentó una tarde que estaba tranquilamente parado en una esquina de la cuadra. Se me acercó con el rostro enrojecido y me dijo, entre otras cosas, que no escuché, que me daba veinticuatro horas para que me fuera de la ciudad y que si no lo hacía, me atuviera a las consecuencias. Como no soy afecto a discutir, quedé callado solo escuchando la advertencia, su amenaza y el plazo que graciosamente me daba para que desapareciera. Yo estaba consciente que esa amenaza ni otras eran suficientes para hacer flaquear a un hombre enamorado, que siempre debe resistir y demostrar temple. Nunca he sido bravucón ni pendenciero, pero considero que para lo que tiene uno incrustado en la mente y en el corazón, deben sobrar fuerzas para defenderlo. Por eso para mí, los plazos y las advertencias se las llevó el viento. 25


Era poco lo que percibía de sueldo como empleado en la Dirección de Educación Federal y lo tenía que distribuir entre pago de alojamiento, alimentación, lavado de ropa y tal vez, algo extra. Buscaba ahorrar alguna cantidad que empleaba en contratar una marimba para llevar serenata a mi novia. En ese tiempo gozaba de merecida fama un conjunto marimbístico que se denominaba “La Poli de Tuxtla”, dirigido por un buen músico de apellido Solís. Se llevaba cargando el pesado instrumento hasta la casa donde ella vivía, rompiendo el silencio de la noche con las armoniosas notas de la marimba que ejecutaba las canciones de moda. El vecindario despertaba pero no había protestas, pues gustaba oír de esa música a altas horas de la noche. El señor Maza también despertaba, se levantaba y abría la puerta de la casa seguramente molesto, pero encontraba que la marimba estaba instalada en la acera de enfrente, por lo que no daba lugar a que hiciera alguna reclamación. Al amanecer surgían los comentarios respecto al “gallo”, sabiendo todos los vecinos para quien había sido dirigido, también sabían de nuestras penas y simpatizaban con nosotros. Ya habían transcurridos dos años de mi arribo a Tuxtla, habiendo dejado atrás bellas ciudades porteñas del Pacífico, sin que ninguna me atrajera para hacer en esos lugares, huesos viejos. Tampoco San Diego y Los Ángeles me detuvieron. Había llegado a los Estados Unidos en 1942, gracias a una contratación masiva hecha entre gobiernos, como trabajador agrícola. Los trabajos que me tocaron desempeñar en los campos californianos eran pesados. Otros compañeros se sentían bastante fatigados al terminar su labor. Mi condición física afortunadamente me permitía realizar el trabajo con satisfacción, sin dar lugar a reprimendas. Trabajar en ese país del norte de forma legal tenía muchas ventajas que muy bien podía haber aprovechado, hasta inclusive, hacerme ciudadano norteamericano. Nunca lo hubiera hecho. Añoraba México, de México, Chiapas, y de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez hasta llegar a la Avenida Central 43. Estoy seguro que bien podría haber hecho mi vida en cualquiera de los lugares por donde pasé y habría vivido bien, pero nunca me habría sentido a gusto. Por esta razón, siempre busqué evitar contraer compromiso 26


Arturo de 24 años en una calle de Los Ángeles, California.

alguno que me dejara atrapado en un lugar que no fuera Tuxtla. Tanto cuando partí en 1937 al puerto de Manzanillo para incorporarme al guardacostas G-22 de la Armada Nacional, o, cuando sin ningún temor, acepté formar parte de una brigada sanitaria que tendría que recorrer pueblos y montañas del estado de Guerrero en 1941, como cuando abordé el tren que me llevó a Los Ángeles en 1942, nadie, absolutamente nadie, me vio partir, ni nadie esperó mi regreso. Era un hombre solitario, sin familiares. Viví varios años con unas personas en un frío lugar en las faldas del cerro del Ajusco, San Nicolás Totolapan, pero nunca las consideré como mi familia, tampoco esas personas me consideraron así. Este el motivo, por el que siempre pensaba en formar una familia, pero esto sólo tenía que ser en la capital chiapaneca. También radiqué en la Ciudad de México y bien me hubiera adaptado a la vida agitada de esa gran capital, pero no, no era allí donde debía quedar. Las dos hermanas mayores de Trinita, ya habían contraído matrimonio. María, la de más edad, con el propietario de un bar. La otra, Beatriz, con un profesor normalista que la llevó a vivir a lugares inhóspitos del estado de Veracruz. Tuve conocimiento que ninguno de 27


los dos esposos había tenido dificultades con la familia Maza ni en el noviazgo, ni en el matrimonio. Era de suponer que ambos fueron recibidos con entera satisfacción porque los conocían ampliamente, por provenir de familias de reconocida solvencia moral y también porque conocían sus antecedentes que auguraban que llegarían a ser buenos esposos, que sabrían muy bien querer y apreciar a sus compañeras, que podrían muy bien criar y educar a los hijos que llegaran. Los problemas, los disgustos, las dificultades habían llegado con la más joven y bonita de las hijas, a quien consideraban merecedora de un buen partido por sus cualidades físicas y morales y por pertenecer a una familia honorable y muy conocida en la ciudad. Todos estos buenos deseos no se pudieron lograr en vista de que llegó un arribista, un pobretón, un completo desconocido, que no ofrecía perspectivas de un futuro halagüeño y que, sin embargo, consiguió a primera vista, penetrar en el corazón de ella. Uno de los conocidos de la familia hizo, refiriéndose a mí, el comentario mordaz de “que no era justo que la mejor mazorca, la comiera el peor cochi”. De ahí que venían haciendo todos los esfuerzos para que mi pretensión no diera resultado. Dos años después de mi llegada a Tuxtla, ella y yo seguíamos en las mismas, sin que los fuertes regaños, los golpes y las amenazas sufridas nos hicieran desistir. Cada vez más extremaban la vigilancia para que ella no me viera, ni yo a ella. Menos que le hablara y mucho menos que recibiera, leyera y escondiera una carta mía. La situación había llegado a su extremo y no se encontraba la manera de ponerle fin, un fin como lo deseaba la familia, es decir, que yo me alejara por completo y ella se olvidara de que yo existía. La familia consideraba que Trinita aún estaba muy joven y por lo mismo, no debía tener mucha prisa en buscar un amor. Como esa situación no podía durar toda la vida, pues ya había acarreado innumerables disgustos, para ponerle fin, la abuela paterna, doña Flora, exigió a sus familiares que me permitieran entrar a la casa para visitar y platicar con Trinita, puntualizando que esas visitas solamente serían dos veces por semana, jueves y domingos, de ocho a diez de la noche. Me llené de gusto cuando 28


se me dio el aviso, pues al fin iba a conversar con ella con entera libertad. Sentí una viva emoción el día que traspasé el umbral de la casa. Sentí como un triunfo después de tanto tiempo de luchar y esperar. Los vecinos del rumbo, que estaban enterados de nuestros sinsabores, estuvieron expectantes cuando hice mi entrada llevando un ramo de flores. Ella me pasó a la sala donde nos sentamos viéndonos uno y otro, tal vez creyendo que estábamos soñando. Las dos horas de visita a la que teníamos ya derecho se me hicieron muy cortas. No hay que suponer por qué ningún familiar se asomó. Por aquel entonces, continuaba trabajando por las mañanas en una oficina federal y por las tardes y parte de las noches laboraba en un periódico local, donde corregía y redactaba notas. El director del diario era un señor originario de Michoacán, ya bien curtido en las lides periodísticas, de carácter bravucón a veces y complacientes en otras. Los jueves le solicitaba permiso para ausentarme de trabajo a fin de cumplir con mi cita de amor; ya sabía él que a las diez de la noche, yo retornaba apresurado para continuar. No obstante que el domingo tenía el día completamente libre, no me dejaron ampliar el horario de visita a casa de los Maza. Bien sabía que el darme la oportunidad de entrar a la casa para platicar ampliamente con la joven hija, llevaba la intención de que ella me conociera de cerca, que me oyera hablar, que supiera cuales eran mis pensamientos para que de una vez se diera cuenta de quién era yo, a fin de que pudiera decepcionarse y dar fin a la relación. Afortunadamente no fue así, pues en vez de un rompimiento, nos sentimos más unidos. La familia juzgaba que ya era bastante haberme permitido llegar de visita dos días a la semana, pero nada más. No podíamos Trinita y yo, ir al cine como lo hacía la mayor parte de los enamorados. Tampoco a una fiesta, si acaso logré acompañarla a un baile, siempre bajo el vigilante ojo de papá y mamá, y a veces, también de los hermanos. Esta situación duró otros dos años, sin que en ese lapso, aun con permiso, sus familiares demostraran un poco de cordialidad conmigo. Cuatro años ya hacía de haber llegado a Tuxtla a encontrarme con la que sería mi compañera de toda la vida y 29


como ineludiblemente tenía que llegar una fecha, pedí a Trinita que en mi próxima visita, estuvieran sus padres, para hacerles la petición formal de matrimonio. Como carecía de algún familiar que a mi nombre hiciera la petición de mano como era costumbre, lo tuve que hacer yo personalmente. Así fue que el día señalado, ya me esperaba Trinita con sus papás, a quienes saludé con respeto y sin mayores preámbulos, les dije que propiamente ya teníamos cuatro años de novios y que ya era tiempo que esa relación llegara al matrimonio, por lo cual le pedíamos su autorización para fijar fecha y hacer todo lo concerniente al respecto. Ellos me escucharon y considerando que no había otra alternativa, después de haber hecho tantos esfuerzos para evitarlo, se mostraron de acuerdo. El señor Maza me hizo ver si estaba consciente de la forma y el ambiente en que había vivido su hija, que siempre había disfrutado de toda clase de comodidades, de atenciones y cariño. Por mi parte, declaré que estaba completamente enterado de mi responsabilidad y que haría y pondría todo lo estuviera a mi alcance para que ella disfrutara una vida feliz a mi lado, procurando que no le faltara absolutamente nada, y depositando en ella todo mi cariño y mis atenciones. La Niña Serafina propuso que la boda tuviera lugar el día 8 de diciembre, fecha que fue aprobada, y como aún faltaba mucho para que llegara diciembre, hubo tiempo suficiente para los preparativos. Se encargó el vestido y demás prendas, se nombraron padrinos, se contrató la música y se buscó a personas que se encargaran de los arreglos florales. Las señoras de la posada se comprometieron a preparar las viandas y el pastel de boda. Como no hay fecha que no se cumpla, llegó el 8 de diciembre de 1948. El gusto y la emoción me impidieron dormir, por lo que a temprana hora ya estaba preparado para la ceremonia. A las siete de la mañana llegué a la casa de enfrente a esperar y me senté a la entrada como cualquier invitado. Cuando la novia estuvo arreglada, se inició el recorrido del cortejo. Ella iba del brazo de su hermano Norberto, el militar, en vista de que su papá tenía una comisión en el norte del estado y no 30


pudo llegar a tiempo. Yo llevaba del brazo a doña Esperanza, mi suegra, y éramos acompañados por los padrinos, familiares y amigos. El recorrido a pie hasta el templo era de unos 300 metros, sobre una alfombra de juncia. Cuando pasamos por una esquina, donde varias personas estaban viendo el cortejo, escuché una fuerte voz que dijo: “¿no qué no?”. Me quedó grabada la frase. El templo de San Marcos estaba bellamente adornado con orquídeas traídas desde las montañas de Coita por don Onésimo Gómez, y el piso estaba cubierto por abundante juncia. El sacerdote nos recibió en la entrada y nos condujo al altar donde se celebraron los ritos de la ceremonia nupcial. Una señora amiga de la familia y poseedora de una bella voz, Alicia Esponda, entonó el Ave María de Schubert, y al salir fuimos acompañados por la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Vinieron los abrazos, las felicitaciones y todo lo acostumbrado, para después caminar de regreso hacia la casa de la familia donde se tenía que celebrar la ceremonia civil. Afortunadamente todo llegó a su fin como tenía que llegar, a pesar de que antes de partir para el templo, había llegado a pensar que existiría por allí un ferviente deseo de que me diera un patatús u ocurriera algún inconveniente que frustrara la ceremonia. 31


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Poco tiempo estuvimos en nuestra fiesta, ni siquiera comimos pastel, pues tuvimos que abordar el automóvil que nos condujo a Arriaga, donde tomamos el ferrocarril que nos llevó a la Ciudad de México, donde permanecimos algunos días hospedados en una casa a espaldas de la Catedral en la calle de Guatemala. 35


Al retornar a Tuxtla, fuimos directamente a ocupar la casa que previamente habíamos alquilados para vivir en la calle Primera Norte. Era una casa muy modesta, pero la llenamos de mucho amor, de mucha alegría y comprensión. Hice, desde luego lo necesario para incrementar mis ingresos, para que nada faltara en el hogar que acabábamos de formar, pensando desde luego, que la cigüeña no se andaría con muchos rodeos y que muy pronto llegaría el primer fruto de muestra unión. Efectivamente, antes de un año, ya teníamos la feliz llegada de una hermosa niña que vino a alegrar aún más nuestra vida. La llamamos María Teresa. Ya éramos tres los miembros de la familia Ramos Maza. Esto quería decir que no tardaría mucho tiempo en que nos viésemos en la necesidad de buscar una casa más amplia. La encontramos luego, precisamente frente a la casa donde mi esposa había vivido y junto a la posada. Llevábamos ya en esa casa dos años cuando llegó otro miembro de la familia, un robusto varón a quien también recibimos alegremente. Con Arturo ya fuimos cuatro. Volvimos a tener la necesidad de buscar otra casa para tener mayor espacio y no tardamos mucho en encontrarla, amplia y muy céntrica, en la Avenida Central y 5ª. Oriente, aunque con mayor pago de alquiler. En esa casa, ya habiendo cumplido casi cuatro años de casados, la cigüeña nos hizo el tercer obsequio consistente 36


en una bonita niña de cabellos rizados. Con Laurita, ya éramos cinco los que integrábamos la familia. Conforme la familia iba creciendo, también crecían los gastos y las responsabilidades. Aún conservaba mi trabajo de oficinista, pero como no era suficiente logré crear una agencia de publicaciones al obtener la concesión de la venta de periódicos y revistas editadas en la metrópoli. Esta feliz circunstancia nos permitió vivir con mayor desahogo y hasta logramos adquirir nuestro primer automóvil: uno de marca Fiat con el que hicimos algunos paseos. Ya llevábamos casi diez años de matrimonio, cuando arribó el cuarto miembro de la familia: un varoncito que, como a todos los demás, lo recibimos con mucha alegría. Roberto vino a redondear nuestro grupo familiar, ya éramos seis, cuatro ellos y nosotros dos. Era de pensarse que nuestra tarea de procreación había terminado. Estábamos contentos y satisfechos con nuestros descendientes.

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Con ellos también nos llegó un notable mejoramiento en nuestras actividades comerciales. Lo que me permitió adquirir un negocio de papelería que fue próspero. Continuamos nuestras actividades comerciales al fundar una librería que también tomó auge y llenó una función cultural en la ciudad. Todos esos desempeños nos proporcionaron, como es natural, llevar una vida más cómoda que nos ha permitido irla pasando muy bien. Nada más tenemos el sentimiento de que los familiares nos han ido dejando. Abuelos, suegros, cuñados y concuños ya han partido hacia otro mundo desconocido. Quedan afortunadamente, las dos hermanas Maza mayores, mis dos cuñadas, a las que gustosamente visitamos con frecuencia.

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Aquella unión que formamos un ocho de diciembre está compuesta hoy por cuatro hijos y siete nietos: Mónica, André, Simón, Rossana, Laiza, Arturo y Joseph. Un bisnieto ya anunció su pronta llegada. Lo recibiremos también con mucho cariño.

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Tenemos que reconocer que no nos ha ido mal. Hemos tenido, como es natural, altas y bajas. Nuestros negocios crecieron, fructificaron y se acabaron, pero nos proporcionaron lo suficiente para vivir con cierta holgura y comodidad. Faltan algunos días para que cumplamos cincuenta años de matrimonio, ¡caramba, medio siglo! La verdad es que Trinita y yo hemos visto pasar estos cincuenta años plácidamente rodeados de nuestros hijos y nietos que siempre nos han proporcionado alegrías. Nuestra salud nos ha tratado más o menos bien, de acuerdo con nuestro largo caminar por la vida, y lo que debemos recalcar es que ¡nos seguimos amando!

Al llegar a estos cincuenta años de matrimonio, me ha llegado, eso sí, una preocupación. Es que últimamente he tenido conocimiento, ya leído o escuchado, que para que un matrimonio sea duradero, resulta que es necesario saber si los signos zodiacales de cada uno son afines. Yo soy escorpión y ella libra. ¿Será que podremos llevarnos bien? Porque pensamos seguir unidos otros cincuenta años o más. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, diciembre de 1998.


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