Catalogo 6pinturas

Page 1

6 pinturas

1_ Maite Centol

4_ Ramón Isidoro

2_ Carlos Coronas

5_ Pablo de Lillo

3_ Isabel Cuadrado

6_ Javier Riera

Uno de los grandes temas sobre los que se ha centrado la historiografía del arte moderno en los últimos años es el del fin del arte (entendido en el sentido de extinción o final de una larga misión de perfeccionamiento y emancipación del ser humano), que ha tenido, también durante los últimos tiempos, en Arthur C. Danto a su más mediático y conspicuo teorizador. Ahora bien, tras la neovanguardia y la postmodernidad, tras esas dos épocas tan ricas e interesantes en el plano de la cultura, aunque a veces injustamente valoradas por la crítica de arte, no cabe duda de que el epitafio que, desde su posición de sepultureros, muchos han querido trazar para lo que era toda una manera, es cierto que a veces cínica, pero muchas otras comprometida, de entender la teoría y práctica de la creación, se nos antoja como poco apresurado, y que, como dijo el siempre luminoso Hal Foster, ese funeral, el de la supuesta muerte del arte, era por el cadáver equivocado. De hecho, este se ha mostrado por momentos (y no ciertamente escasos), tan exultante, complejo y vital como el de cualquier otra época. ......

6


Si el arte había muerto para una parte de la crítica cultural, también podían morir, aunque de otra manera y en otro contexto, las distintas disciplinas o prácticas que lo componían. Y esto es lo que una y otra vez, hasta erigirse en otro de los grandes lugares comunes de la reciente historiografía (casi una letanía), ha venido proclamándose acerca de la pintura, que habría muerto y resucitado, no solo una, sino infinidad de veces, a lo largo de las últimas décadas: con el nacimiento de la fotografía allá por el siglo XIX, con la irrupción de las vanguardias y de técnicas espurias, contaminantes y contaminadas como el collage a comienzos del XX, con su intento de asesinato, o de creación de una antipintura, por parte de artistas como Miró entre 1927 y 1937, con el ascenso del arte de acción y de los conceptualismos durante los años cincuenta, sesenta y setenta de la pasada centuria y, sobre todo, tras el retorno a la misma con fuerza en la década de los ochenta, con su suplantación por otras disciplinas, y en especial por la fotografía, a partir de los años noventa. Ahora bien, enseguida se demostró que esta última defunción que había vuelto a anunciarse de la pintura resultaba ser otra vez falsa y que, sostenida por una resistente minoría que le siguió siendo fiel durante aquellos años, la misma volvió a retomarse con intensidad en los últimos compases del siglo XX y con el comienzo del nuevo milenio. Era evidente que por aquella época la pintura no estaba muerta, ni mucho menos, sino que, como llegó a recordar con acierto e ironía alguno de aquellos artistas en el título a una de sus exposiciones, como mucho había estado de parranda, renaciendo desde una liberadora periferia otra vez con fuerza y alejándose de esa dimensión zombi, ni viva ni muerta, en la que curiosamente habían ido sumiéndose muchas de esas otras disciplinas que habían ido ocupando, en detrimento de la pintura, el centro de la producción y el debate artísticos, pero que, con poca cintura para la renovación o la metamorfosis, ya empezaban a dar claros síntomas de esclerosis y acartonamiento.

Isabel Cuadrado. De igual modo, para el caso asturiano, muy importante fue, en este sentido, la exposición Migraciones pictóricas (Banco Sabadell, Oviedo, 2010) comisariada por Jaime Luis Martín, que él mismo consideraba en su estudio introductorio como continuadora y deudora del discurso de todas las anteriores. En ella, el crítico reflexionó sobre la pintura y sus desplazamientos a través de la obra de nueve creadores afincados en nuestra región de diferentes edades, estilos, registros y tendencias.

Ahora bien, entre el constante trauma y el perpetuo duelo, entre la continua muerte y su inevitable resurrección, esa nueva existencia que cobró la pintura a finales de los años noventa fue, en buena medida, distinta a las otras, y por ello más rica. Así, por un lado hubo artistas que volvieron a la pintura desde la más respetable de las ortodoxias, entendiendo que esta podía seguir siendo una disciplina sujeta a unas técnicas y materiales muy bien acotados, anclados en una venerable tradición, libérrima en cuanto a su decantación temática, y que sólo por ello podía tener en aquellos momentos de impostado neo-nouveau una dimensión intempestiva. Pero también hubo otros que volvieron a la pintura desde las tácticas de la contaminación, la hibridación y el mestizaje de ella misma con otras prácticas, como la fotografía, el vídeo, el cine, la performance, la instalación, etc., llevando a su terreno el concepto que a finales de los años setenta Rosalind Krauss acuñara en ese caso para la escultura, trasplantado ahora para este otro arte, y que al final quedó categorizado bajo el siguiente formulado: la pintura en el campo expandido.

Ahora bien, de ese primer posicionamiento tan pictórico y pictoricista, esto último en el mejor sentido del término, los artistas de los que estamos hablando han ido evolucionando hacia lo que ahora vemos, sin dejar por ello de hablar de sus trabajos en términos de pinturas o de que se los pueda relacionar de uno u otro modo con ella. En algunos casos, como sucede con las propuestas de Maite Centol, Ramón Isidoro e Isabel Cuadrado, las referencias están muy próximas, siendo evidentes las estrategias a las que ya hemos hecho alusión de apropiación, contaminación y reciclaje de la pintura con otras prácticas. En este sentido, los textos de Juan Carlos Gea que acompañan al catálogo son suficientemente clarificadores, por lo que no vamos a insistir más en ello. En otros casos, sin embargo, las referencias podrían parecer a priori más lejanas, como sucede con las obras de Javier Riera, Carlos Coronas y Pablo de Lillo. Sin embargo, esto se puede deber al hecho de que, como ha señalado el último de los artistas citados, muchas veces olvidamos que la expansión de la pintura de la que estamos hablando no debemos solo descodificarla en términos demasiado literales o materiales (medios pictóricos que se proyectan fuera del formato clásico del lienzo, pintura que se apila, lienzos rotos que se convierten en escultura, etc.) o, en segundo lugar, en términos de esa mezcla con otras disciplinas o técnicas a la que nos hemos venido refiriendo (video, retroproyector lumínico y escultura-objeto para el caso concreto de las obras aquí expuestas), sino que también debemos entenderla en clave de expansión de algunas de las ideas o conceptos asociados tradicionalmente a este género, aunque sea para acabar rebasándolo o subvirtiéndolo: la reflexión en torno a un principio tan ligado a la pintura como es el de la luz y sus posibles variaciones, en el caso de Riera y Coronas, y, por otro lado, la proyección y problematización de una idea en principio también tan pictórica como es la de mímesis o reproducción, en el caso de la propuesta de de Lillo. Y más, si se trata de obras, sobre todo las de los dos primeros artistas citados, que sólo pueden llegar a interpretarse correctamente si se conoce el pasado como pintores en sentido estricto de sus creadores, en el que ya estaban las mismas preocupaciones, muy parecidos rasgos de estilo e incluso una mirada sobre el mundo y sus cosas, muy de pintor, igual a la que ahora proyectan desde otros soportes.

Esa expansión del discurso pictórico que se ha dado en los últimos quince años pasaba y sigue pasando por la ruptura de sus límites bidimensionales, materiales y técnicos tradicionales, por el constante cuestionamiento del medio, así como por la práctica interdisciplinaria, mezcla con otras modalidades artísticas y, por ello, consecuente pérdida de la pureza modernista greenbergiana a él asociada. Y a su revisión se han dedicado, como se ha señalado, importantes escritos y exposiciones en los últimos tiempos, entre los que destacan, dentro del ámbito internacional y nacional, las dos monografías tituladas Vitamin P y Vitamin P2 de Barry Schwabsky, así como las tres muestras comisariadas por David Barro Sky Shout. La pintura después de la pintura (Auditorio de Galicia, Santiago de Compostela, 2005), Antes de ayer y pasado mañana o lo que puede ser la pintura hoy (MACUF, La Coruña, 2009) y 2014. Antes de irse. 40 ideas sobre la pintura (MACUF, La Coruña, 2013). O también la que, con cierto carácter anticipador, Javier Hernando organizó bajo el título Pintura sin pintura (Salamanca, 2002), en la que ya aparecían representados dos artistas que repiten en la presente muestra: Carlos Coronas e

Seis pinturas, la exposición que ahora nos ocupa, ahonda en esta estela que estamos relatando. Y lo hace ya desde su escueto y contundente título, auténtica declaración de intenciones y verdadero manifiesto programático. En ella se ha reunido la obra de seis creadores, Maite Centol, Ramón Isidoro, Javier Riera, Carlos Coronas, Isabel Cuadrado y Pablo de Lillo, que de forma más o menos radical juegan con esa noción de pintura en el campo expandido (o amasado, o ampliado, o elástico, por usar otros términos que también se han empleado) a la que nos hemos referido y que, por razones de edad, formación y trayectoria, puede decirse que pertenecen a una misma generación. Todos ellos, dentro de sus lógicas diferencias, comparten en este sentido un elevado grado de formación, un interés por entrar en contacto con distintas disciplinas, un fuerte impulso experimentador e investigador a la hora de acometer su trabajo creativo y un profundo conocimiento del medio artístico tan globalizado que les ha tocado vivir. Y también comparten unos comienzos en el mundo del arte ligados directamente a la pintura, entendida ésta en el sentido más ortodoxo, es decir, como representación de una imagen sobre una superficie bidimensional utilizando pigmentos mezclados con otras sustancias, lo cual hicieron además en un momento, el de esos años iniciales de la década de los noventa, en el que, como se ha dicho, pintar había dejado de estar de moda.

Alfonso Palacio


Maite Centol El trabajo de Maite Centol invita a tomar completamente en serio la identificación entre arte y vida. Sin énfasis, pero con persistencia: en un sentido muy distinto al del Romanticismo, en el que el arte confiere una suerte de desbordamiento trascendente a la vida, o al de la vanguardia, con sus ambiciones cuasi-mesiánicas de subvertir o alterar con armas revolucionarias los valores y las conductas cotidianas. En el caso de Centol, se trata de algo mucho más sencillo: el arte es la vida porque está sumergido en ella sin discontinuidades, porque inevitablemente forma parte de ella como cualquier otra experiencia o acción. Y es vida, en esencia, porque el arte, como la vida, no es otra cosa que una forma de hacer algo determinado en y con el cuerpo, la mente, el espacio y el tiempo que se habita y se comparte con otros. Lo que hace del arte una experiencia específica y una forma específica de actuar viene dado por el modo en el que se usan mente, cuerpo, espacio y tiempo. Como artista, Centol ha experimentado y actuado con todos los lenguajes posibles: dibujo, pintura, escultura, sonido, vídeo, intervenciones urbanas, instalaciones, acciones preformativas, texto… Un tránsito fluido entre medios que se corresponde con la continuidad sin interrupciones del tiempo vital y la acción que lo ocupa. Al hacerlo, exhibe y registra algo sobre la textura esencial de la vida, sobre sus formas más elementales, y también sobre algunos de los acontecimientos que van acaeciendo sobre esa pauta de fondo, desde lo íntimo o hasta lo político o incluso lo histórico. Con todo, Maite Centol se detiene (¿regresa?) a menudo a la pintura como la forma, por así decir, originaria y concentrada de su acción artística. Su idioma materno es el de las formas geométricas, los colores básicos y planos o las texturas del soporte, pero no como expresiones plásticas o trascendentales de la naturaleza

o la realidad o como meros juegos visuales sino como las formas básicas del lenguaje del diseño, en el que Centol se formó. Su pintura retiene ese espíritu de simplicidad y funcionalidad, de belleza aplicable; es un dispositivo que transforma el tiempo en espacio visible y, a su vez, el espacio en un instrumento de medición del tiempo en cuanto tiempo experimentado, vivido o en expectativa de ser vivido. La pintura es el registro visual más escueto de esa medición desde dentro de un tiempo personal o colectivo. Pero, por la naturaleza del proyecto de Centol, ese ejercicio tiende (por un impulso tanto estético como ético) a proyectarse inevitablemente hacia el exterior. De ahí que la pintura, como sucede en su aportación a esta muestra, se convierta en proyecto, también en el sentido de el punto de partida conceptual y esquemático, para nuevos diseños que invaden el otro gran espacio de la experiencia personal y colectiva de este tiempo —las arquitecturas, el medio urbano— y envían hacia fuera valiéndose de una proyección en vídeo los patrones geométricos pintados. Se borra así el límite tradicional del cuadro entendido como un espacio de excepción y su contenido se unifica, se mezcla con el resto del espacio: la pintura sale y se mueve como una piel geométrica que se adapta en cada caso a espacios que siempre son espacios compartidos.


Carlos Coronas En un sentido estricto, un pintor trabaja siempre con la luz: cualquier pintor, en cualquier época, con cualquier técnica, lo sepa o no. La pintura no es más que un vehículo material para modular la energía lumínica en pos de ciertos efectos visibles. Es inevitable que muchos pintores conscientes de ello hayan fantaseado desde siempre, con mayor o menor carga mística, con la idea de trabajar directamente con luz, sin mediaciones, y muchos más se hayan entregado a magistrales ilusionismos para capear esa imposibilidad. Tecnologías lumínicas inconcebibles hasta hace poco más de un siglo han aportado medios inéditos para poner cerco a ese ideal. Carlos Coronas trabaja e investiga con algunas de esas tecnologías. Pero sería inexacto considerarlo sin más un artífice de la luz. Su evolución como pintor ha avanzado en forma de proceso de ruptura y desbordamiento de las técnicas y los formatos tradicionales, en el que el uso de los tubos de neón de colores aparece inicialmente como una especie de acento o énfasis en lo que es aún pictórico pero ya no es pintura, y poco a poco va ganando protagonismo hasta romper completamente con el ámbito restringido del cuadro y adueñarse por entero del espacio pictórico, que es ya la totalidad del espacio en la sala de exposiciones o en entornos más abiertos. Pero, con todo, su obra mantiene un componente sólido, tangible, ajeno a la luz misma. No solo porque, que de un modo u otro, a la vista u oculto, esas estructuras sigan siendo imprescindibles para emitir o modificar la energía lumínica. En Coronas no hay trampantojos, trucos ni ilusionismos: en su obra, la luz se muestra anclada a la materia sólida que constituye la osamenta de sus piezas y también las muestra. Es una suerte de relación simbiótica. Sus fuentes de luz, las barras de neón, funcionan como elementos a la vez gráficos —verdade-

ros segmentos de luz— que se aferran a los elementos constructivos en las arquitecturas esquemáticas, intervenciones murales, esculturas o escenografías geométricas con las que ocupa el espacio; y, a la vez, esos segmentos de luz coloreada pespuntean las estructuras, como en un dibujo resuelto con líneas discontinuas, acotan de forma flotante y misteriosa la demarcación del lugar y dotan de una especial vibración a la rigidez de la materia. La pieza consigue así ocupar el espacio con una sutileza y una cualidad expansiva de la que carecen una pintura, una escultura o una arquitectura convencionales. La simbiosis se extiende al espacio. Los lugares enigmáticos que construye Carlos Coronas no se estructuran como un cuerpo de luz que se opone a la oscuridad y la niega, sino que la matiza y le confiere cualidades inéditas. No es la luz defensiva contra la noche de la naturaleza, sino que está más cerca del nocturno urbano: la luz como forma de habitar, como arquitectura, como síntoma del lugar humanizable o humanizado. Por ahí, claro, se cuela el simbolismo de la cultura, del iluminismo e incluso de la utopía.


Isabel Cuadrado En una cultura que, como la occidental, pivota en torno al sentido de la vista, la ventana es emblema por antonomasia de la relación entre el sujeto y el mundo y, por extensión, de esa relación tal como se verifica en la percepción, el conocimiento y la representación de cualquier género, incluida la artística. Una plasmación técnica de esa analogía —la seminal ventana de Alberti— sustenta de hecho, a partir de las reglas de la perspectiva artificial, el armazón de toda nuestra cultura visual del último medio milenio. De ahí que toda representación artística de una ventana excite de inmediato la expectativa de algún tipo de juego sobre la naturaleza de la representación artística misma. En esta pieza de Isabel Cuadrado ese juego, siempre complejo, se basa en la retórica de la sencillez: un bastidor de ventana de madera fijado a la pared y un dibujo a lápiz, a su izquierda, trazado directamente en el muro usando el bastidor como plantilla. Aunque el orden de la realización de la pieza no tiene que ser precisamente este, que da precedencia al objeto tridimensional sobre el grafismo bidimensional. Más bien al contrario: en el sentido de lectura de los lenguajes occidentales (ese de-izquierda-a-derecha que marca también nuestras representaciones del espacio y el tiempo), el dibujo se sitúa antes del objeto. El juego que propone Cuadrado podría ser, pues, el de la relación entre el proyecto y el producto; o, en términos más específicamente artísticos, el del concepto y el objeto material. Tendemos automáticamente a pensar que el dibujo representa a la ventana real, justo a su lado. Pero, ¿cómo va a ser una ventana un bastidor de madera sujeto a un muro ciego? Y, en todo caso, ¿por qué tendría que representar más o mejor una ventana el objeto en forma de ventana que el dibujo en forma de ventana? Como en toda la obra de Cuadrado, la geometría se muestra aquí no como estructura inerte

sino como principio dinámico, fuerza generatiz que alimenta experiencia estética y reflexión; líneas que demarcan el límite entre el rigor de la forma reducida a su mínimo y la riqueza múltiple del significado; entre la simplicidad matemática y la complejidad de nuestros mecanismos de representación; entre la desnudez de la presencia y la ambigüedad de la interpretación. Con ese escueto mapa viajamos en un recorrido mínimo del concepto al objeto, de este al signo y del signo al símbolo. Y si la ventana es el símbolo de la pintura —entendida como un vano, un mirador a la vez abierto y separado del mundo—, ¿qué puede simbolizar la ansiedad que produce esa ventana que a la vez se representa y se niega a sí misma?


Ramón Isidoro En otro lugar he aventurado que la obra pictórica de Ramón Isidoro viene a ser un trabajo sobre la luz y sus estados, y una traducción al lenguaje de la plástica de ciertas propiedades del lenguaje poético —en particular, lo que podría describirse como su indeterminación—, basándose precisamente en una analogía con las propiedades físicas de la luz; una “poética de la luz”, en cualquiera de los sentidos de la palabra poética: programa estético de trabajo y adjetivo para un tipo de poesía no para ser leída sino para ser experimentada directamente a través de los ojos en lo que Olvido García Valdés ha llamado “estado de especial pasividad”. Tan especial que se vuelve, paradójicamente, activa, interpretativa, tentativa, como toda experiencia artística. También he intentado ubicar el trabajo de Isidoro —esta vez por analogía tanto con el lenguaje de la poesía escrita como con la música, otro de sus referentes constantes— en un territorio que linda simultáneamente con los dos extremos de la indeterminación máxima, de la pérdida de toda forma e incluso de toda presencia sensible: el silencio y el ruido. Como ciertos poetas que le interesan especialmente, la pintura de Isidoro está tentada por esos dos límites y tienta permanentemente a su vez el vasto campo de posibilidades entre ellos pintando de muy distintos modos sugerentes estados de indeterminación mediante la luz. Pero la luz es su medio, no su fin. Siendo esencialmente luz e incluso aspirando a pintar estados lumínicos, la pintura en ningún caso es sola y simplemente luz, sino en todo caso materia iluminada en la que la luz, por así decirlo, se mezcla con algo que no es ella misma. Algo parecido a lo que sucede con la música: que, siendo esencialmente sonido, es también el medio aéreo que lo transporta y, de algún modo, también nuestro cuerpo, nuestro sentido del oído.

Consciente de ello, lo que Isidoro pinta no se asocia en términos simbólicos a la pureza mística ni la iluminación espiritual que han sido tradicionalmente emblematizadas por la luz: pinta los muchos modos en que la luz se nos hace sensible a través de la materia pictórica muy sutilmente manipulada, y por tanto —en nuestra tradición platónico-cristiana—, los muchos modos en los que la luz se hace a la vez impura en su impacto con la materia, incluida la de nuestros sentidos. A menudo esa representación de la impureza de la luz es en sus cuadros nebulosa, vibrante; en otros, como esta (S. T.) P. I. N. T. U. R. A. (cuyo título parece encerrar un énfasis, una exasperación), es más turbulento y más dramático. La pieza es una suerte de retablo cuyas alas liberan luz emitida por el fulgor de las pantallas, pero en cuyo centro se desarrolla una pugna en la que parece resultar incierto — indeterminado— quien vela o desgarra a quién: la oscuridad a la luz o viceversa. Aunque es más probable que lo que Isidoro esté mostrando en el fondo es que, como en los poetas que le interesan, decir el silencio implica romper el silencio y que, al pintar, todo se hace luz. Incluso la oscuridad.


Pablo de Lillo Si se acepta que pintura es lo que hace un pintor, y que lo que hace un pintor no solo es manipular la pintura como materia física sino, genéricamente, trabajar con la presencia física de la imagen visual y sus valores formales como fuente y medio del efecto estético, lo que hace Pablo de Lillo es, ante todo, pintura. O al menos, está hecho siempre desde la pintura. Cuando, como en este caso, manda construir un mueble modular diseñado por Marcel Breuer en los años veinte y lo cuelga boca abajo, anclado a un muro, su lenguaje no es —al menos no de modo nativo— el escultórico o el instalativo; lo que importa no son las cualidades volumétricas, táctiles, matéricas, arquitectónicas, interactivas o incluso escenográficas del objeto tanto como otros dos elementos: el diseño original a partir del cual se trabaja —un dibujo, al fin y al cabo— y el modo en el que la mera alteración de la posición del objeto en el espacio lo exime de su funcionalidad, liberando así una serie de valores autónomos, puramente estéticos. Primero, De Lillo desautomatiza; después enfatiza. La primera operación se basa en lo que los formalistas rusos llamaban ostranénie: el extrañamiento, la alteración de lo habitual que hace que un punto de vista desplazado, una modificación inesperada de nuestra relación con las palabras o las cosas, cualquier acción que las libere de su función y nuestros hábitos, haga revelar a un objeto sus cualidades estéticas. Para eso, el más cotidiano de los objetos podría bastar. Pero el juego es más potente cuando ese objeto, como es el caso, se concibió como una fusión orgánica de función y belleza en un contexto en el que se esperaba algo realmente importante de esa fusión. Quebrarla comporta una violencia. Libera algo más, algo distinto. Este aparador invertido se suma a los muchos objetos con los que De Lillo ha ido amueblando

un vasto espacio neutro, pero no intemporal, mediante el producto de la reiterada y casi obsesiva fisión de esos dos elementos — función y belleza— que la Bauhaus quiso unificar en su utopía mobiliaria e inmobiliaria. Entre ruinas, vertederos y archivos de la modernidad artística, De Lillo encuentra sus materiales de desecho, ya desfuncionalizados en términos históricos, y les añade una segunda desfuncionalización. La belleza extrañada que se obtiene parece el producto de una mutación aberrante en la evolución de la arquitectura, el diseño o las artes plásticas; algo así como si el envío por teleportador o máquina del tiempo de una silla o un mueble Breuer desde los años 20 hasta el presente produjese por sí mismo esa aberración estética a la vez liberadora y melancólica. ¿Y el énfasis? Está en la modalidad de representación de esas formas. En realidad, la mera reproducción invertida de los planos de Breuer podría haber mostrado ya en esencia el efecto estético que interesa a De Lillo; pero la construcción del objeto que prefiguran materializa de una forma infinitamente más rotunda las formas visuales que se quiere liberar. Hay además una cierta desconfianza, quizá una insatisfacción personal hacia la pintura como mera pintura. Por tanto, aquí es el objeto el que representa el dibujo, y no a la inversa. La diferencia con cierto tipo de pintura que recurre a la tridimensionalidad o a la incorporación de objetos es, en realidad, solo de grado. Quizá se trate solo de exasperar la pintura hasta identificarla con su objeto para hacer ver todo aún más claro.


Javier Riera El paso de las técnicas pictóricas tradicionales a la acción directa en el medio natural, el vídeo, las proyecciones lumínicas y las intervenciones en espacios arquitectónicos no ilustra, en el caso de Javier Riera, un abandono de la pintura sino el tránsito de un concepto matérico y expresionista de la pintura al empleo de nuevas tecnologías y formatos preformativos para profundizar en un género tradicional —el paisaje— y en la sustancia misma de la pintura: la luz. Ese tránsito retiene en su origen el aliento romántico que alimentaba su obra anterior, pero emprende al mismo tiempo un viaje hacia lo prerromántico, y aun lo preclásico; hacia la potencia originaria del arte como una mediación humana capaz de revelar algo sobre la esencia de la naturaleza. Mediante el recurso a medios tecnológicos, fríos, Riera depura su trabajo de la huella de toda subjetividad pero mantiene intacta una noción trascendente, casi mística, y a la vez estrictamente científica del paisaje, de modo que este deja de mostrarse como un correlato simbólico de los estados interiores del sujeto que lo contempla, lo absorbe y lo pinta. Lo que el paisaje expresa ahora simbólicamente es, en todo caso, la objetividad misma de la naturaleza y la provisionalidad de nuestra experiencia común —diríamos cotidiana, macroscópica, media—, de la naturaleza. El paisaje real (no el pintado) es aquí a la vez el soporte y el medio, pero sigue sin ser el tema, como no lo es en sentido estricto en el Romanticismo; aunque en este caso lo que se expresa a través de él no es otra cosa que la naturaleza misma entendida, en términos tan amplios y profundos como los que sea posible aplicar a este término, como realidad. En una suerte de plenairismo preformativo que requiere de la inmersión personal en el paisaje para poder trabajar honestamente con él, Riera usa directamente la luz —la natural y

la artificial—, como un pintor tradicional utiliza los pigmentos, que al fin y al cabo no son más que moduladores químicos de la energía luminosa. Pinta con la intervención, y al tiempo la documenta y certifica ese proceso de cambio. Su técnica consiste en filmar en un tiempo real acompasado a la lentitud de los cambios en la luz, en la atmósfera y, sutilmente, en el paisaje mismo, la proyección sobre distintos entornos naturales de formas y patrones geométricos que provienen de sus motivos pictóricos, y que no son inicialmente visibles, sino que van emergiendo lentamente conforme declina la luz ambiental. Es el desdibujamiento y, finalmente, el oscurecimiento y desaparición progresivo de las apariencias visibles de la naturaleza las que dejan brotar esa forma que, no obstante, ya estaba ahí desde el principio, y que viene a simbolizar su configuración última, su belleza profunda, cuya regularidad se escapa al ojo humano. No se trata de negar las apariencias tal como se le revelan, sino de apoyarse en nociones de la ciencia y en las apariencias mismas para insistir en la función más radical y más ancestral del arte: hacernos ver que estamos viendo mucho más de lo que estamos viendo.


1_ Maite Centol

Pero soy optimista…, 2007-2014 Pintura mural y proyecciones 230 × 600 cm

2_ Carlos Coronas

Lampyridae, nº. 3, 2013 Estructura de madera (abeto natural), tubos fluorescentes, balastros electrónicos, regulador de intensidad luminosa y cables eléctricos 200 × 350 × 500 cm

3_ Isabel Cuadrado

Secuela, 2011-2014 Bastidor de madera y dibujo sobre pared Medidas variables

4_ Ramón Isidoro

(P. I. N. T. U. R. A.), 2014 Pintura y retroiluminación 200 × 350 m

5_ Pablo de Lillo

Esszimmer nº. 1, 2014 Madera y objetos 45 × 600 × 30 cm

6_Javier Riera

LB DMS, 2014 Proyección videográfica. Secuencia de imágenes/intervención sobre el paisaje Medidas variables


Maite Centol


Carlos Coronas


Isabel Cuadrado


Ram贸n Isidoro


Pablo de Lillo


Javier Riera


Texto introducción

Alfonso Palacio

alpalacio@yahoo.es

Textos artistas

Juan Carlos Gea

Tel.: 676 567 918 jcgeamartin@gmail.com http://materiaparva.blogspot.com/ www.facebook.com/jcgea

Artistas

Maite Centol

Tel.: 638 499 869 espaciodecreacion@gmail.com www.facebook.com/maite.centolgarrido

Carlos Coronas

Tel.: 679 168 655 carloscoronas@gmail.com www.facebook.com/carlos.coronas.1

Isabel Cuadrado

Tel.: 619 917 901 isabelcuadrado35@hotmail.com http://isabelcuadrado.blogspot.com.es

Ramón Isidoro

Pablo de Lillo

Javier Riera

Tel.: 629 101 803 ramon@ramonisidoro.com www.facebook.com/ramonisidoro

delillo40@yahoo.es www.facebook.com/pablo.delillosauras www.pablodelillo.es www.estudiopablodelillo.com

Tel.: 687 559 926 javierriera1@gmail.com www.javierriera.com

Del 23 de septiembre al 16 de noviembre de 2014 Sala de exposiciones SabadellHerrero C/ Suárez de la Riva 4, Oviedo

Producción y Coordinación: Consejería de Educación, Cultura y Deporte del Principado de Asturias. Viceconsejería de Cultura y Deporte. Servicio de Promoción Cultural, Archivos, Museos y Bibliotecas

Idea, coordinación y diseño de exposición: A Bulto Cultura / Ramón Isidoro Textos: Alfonso Palacio Juan Carlos Gea Diseño Gráfico: Manuel Fernández (MF) Fotografías: Marcos Morilla Impresión: Gráficas Apel Depósito legal: AS-03202-2014 © De los textos y fotografías: Sus autotes y VEGAP



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.