Puriq Kuna (los que caminan). Del tiempo del mito al tiempo sasachakuy. Apuntes sobre la violencia.

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PURIQ KUNA (LOS QUE CAMINAN). DEL TIEMPO DEL MITO AL TIEMPO SASACHAKUY . APUNTES SOBRE LA VIOLENCIA EN AYACUCHO, PERÚ

Isabel NEILA BOYER

«Antes vivíamos tranquilos, felices, hacíamos fiestas, bailábamos, nos alegrábamos. Había corrida de toros, tocaban la corneta, el arpa, el violín. Allí tomábamos. No había ninguna preocupación, ninguna pena, comíamos bien, nos reuníamos, bailábamos. No había miedo ni nada. Poco a poco esto fue desapareciendo, y después, cuando surgió el terrorismo, peor, ya no hubo nada y la gente abandonaba el campo y se fueron a Huamanga. Dejaron sus casas abandonadas y éstas se hicieron galpones, se destruyeron. Lo mismo pasó con sus chacras. Por eso ahora todo está abandonado, desolado. A mí también me llevaron a Huamanga, pero yo no me acostumbré. Extrañaba mi casa, mis chacras, mi pueblo… y me regresé. No me gusta la ciudad porque allá todo se logra con dinero. Si no hay dinero no hay nada y yo, ancianita como soy, de dónde voy a sacar dinero. Aquí hasta juntando los desperdicios puedo hacer leña y cocinar. Aquí el agua es gratis, no cuesta; en la ciudad sí. Hasta el agua se tiene que pagar, de todo se paga allá. Aquí vivo feliz, el campo me da felicidad, y en la época de la maduración (puquy) nuestras frutas van madurando, el maicito que hemos sembrado nos dan sus frutos, tenemos papita silvestre bajo la tierra. Escarbamos y comemos, nada nos falta y no necesitamos dinero. Aquí todo es gratis y feliz vives aquí. Así era antes, y ahora también estamos retornando a esa tranquilidad.»

En el campo ayacuchano, como me contaba la anciana doña Manuela en San Luís de Picha (distrito de Vinchos, provincia de Huamanga) durante la primavera del 2003, la vida poco a poco está retornando a la tranquilidad característica de los tiempos previos al terrorismo. Cosa muy distinta ocurre en la ciudad de Huamanga, o Ayacucho, desde cuyo corazón se puede alzar la vista hacia los cerros que la rodean y contemplar los espacios difuminados del tiempo sasachakuy. 1 Miles de viviendas de adobe y calamina se disimulan con la tierra, y sólo en la noche centenares de pequeñas luces indican que allí hay algo que pasa inadvertido y ajeno a la vida de la ciudad. También a lo lejos las vidas de las gentes que aquí habitan aparecen difuminadas, y solamente cobran nitidez cuando los «cargadores» esperan a las puertas del mercado un día de suerte, las «mamitas» acuden

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Sasachakuy es uno de los términos quechuas, quizás el más generalizado, para referirse al periodo de

‘violencia política’ que sufrió Ayacucho durante casi dos décadas. Pero Sasachakuy también hace referencia a la idea de disturbio, bien sean enfermedades, calamidades e incluso la muerte (PRATEC, 2002: 167). Otra expresión frecuentemente utilizada para remitir al tiempo sasachakuy es «tiempos difíciles»; expresión que encaja con la traducción literal de este término. Igualmente es empleada la palabra quechua manchaytimpu o «tiempo del miedo».


por las casas pidiendo ropa sucia para lavar o los niños aguardan en la plaza con un cepillo y una caja de betunes en la mano a que alguien se aposente a descansar en los bancos del parque. Como advertía doña Manuela, la vida en la ciudad es mucho más compleja que en el campo y trascurre al ritmo que el dinero circula de mano en mano. A quienes han perdido sus chacras o no pueden retornar a ellas todavía por inseguridad, desconfianza o temor, carecen de trabajo y no disponen de «plata», las dificultades de vivir en Ayacucho se les acumulan y sólo les resta el sufrimiento. «Aquí en Huamanga sufro mucho», me explicaba doña Julia, natural de San Francisco de Pujas (provincia de Vilcashuamán): «A mi hija menor le dije: en Ayacucho sufro mucho, tengo hambre, tengo sed y no tengo adónde acogerme. No tengo de dónde sacar porque no tengo plata. No puedo, no tengo en qué trabajar, no tengo a nadie. Cuando estoy en la casa ni dormir puedo, doy vueltas y vueltas en la cama, solamente la cabeza me duele y todo eso me hace sufrir». Al sufrimiento causado por las carencias económicas de gran parte de la población que habita «arriba» de Huamanga, hay que sumar la marginación que padecen cuando bajan a la ciudad. «Llenos de hijos nosotros vinimos porque no teníamos casa. Todo este barrio, señorita, los vecinos todos somos así, barrio marginal. Todos de cabecera para arriba ya somos marginal. Nosotros somos migrantes de otros sitios, así de provincias, así de anexos. Entonces hemos venido de miedo, de cosas que ha pasado; pero eso también aquí ha pasado. Aquí hasta ahorita somos marginados de terroristas a veces, verdad señorita. Nosotros parece traumada o enfermos de mental estamos porque todo eso nosotros no hemos superao todavía». Como cualquier ayacuchano en Perú, la gente que habita en los asentamientos humanos de Huamanga es objeto de sospecha por terrorismo en el corazón de la ciudad y considerados ciudadanos de segunda clase, como me comentaba María, del barrio marginal «11 de Junio». Ayacucho es una ciudad que creció vertiginosamente hacia los cerros durante la década de los ochenta a consecuencia de la población desplazada del ámbito rural. Durante el tiempo del terrorismo decenas de asentamientos humanos se formaron debido a la emigración forzada del campo ayacuchano a esta capital. Muchas son las familias que aquí viven en condiciones de extrema pobreza, con fuertes sentimientos de desarraigo, marginación y soledad. El bullicio de sus calles al atardecer y la música de las chicherías 2 no consiguen difuminar el rictus de sufrimiento de una ciudad que ha padecido los embates de la ‘violencia política’, más bien aportan los ritmos a la tristeza y la soledad que algunos tratan de mitigar con el alcohol y el pandillaje. Ni siquiera los enjambres de luces que titilan en los cerros pueden aportar algo de luz a la vida de centenares de 2

Locales de modesta apariencia ubicados fundamentalmente en los barrios aledaños de las ciudades donde

se sirve chicha (bebida de maíz fermentado) y se escucha «música chicha»; música popular urbana asociada a barrios de inmigrantes y, como dicen, «gentes de mal vivir».


personas que cotidianamente se lamentan de los problemas que acarrea vivir en Ayacucho. Aquí trabajo es una palabra que carece de significado, pero en la ciudad, a diferencia de lo que ocurre en el campo, el dinero es necesario para subsistir y ayudar al cuerpo en el duro ejercicio de pasar de un día a otro. Entrada la noche muchos de sus barrios periféricos como Carmen Alto, San Juan Bautista, Vista Alegre, Maravillas o Jesús de Nazareno, se hacen peligrosos e intransitables debido a la presencia de pandilleros, de quienes se dice que no dudan en quitarle a uno la vida por una fruslería y hasta llegan a dejar los cuerpos de sus víctimas calatos (desnudos). Aparentemente el miedo de ahora es distinto al terror que antaño, hasta hace tan sólo un par de décadas, acartonaba el cuerpo, aunque no por ello deja de sentirse con intensidad por todos y con pena y preocupación por cuantas madres han de afrontar en soledad la educación de sus hijos. Para ellas existe una asociación entre pandillaje y subversión que sale a relucir en cualquier conversación sobre los peligros actuales. Dicen que «anteriormente más peligroso fue. Ahora casi igual. Antes los terroristas; por todo lao parecían muertos. También los pandilleros casi igual: matan, violan». Tres son los motivos que con más frecuencia se esgrimen para que una persona se «convierta» en pandillero; causas que no son excluyentes las unas de las otras sino que más bien se relacionan entre sí. Por un lado se alude al descuido de las madres viudas, a quienes se achaca la culpa: «... sus madres-padres culpables para que sean pandilleros. Le dejan mucha libertad. Ya mucho con amigos andan. Ya se descuidan. Las señoras no les importan sus hijos. Donde quiera sus hijos andan, tranquilos sus mamás. Nosotros no dejamos que anden mucho». La otra explicación del pandillaje se relaciona con la carencia de empleo para los jóvenes: «... por no tener trabajo, por no tener ocupación los jovencitos se están dedicando al pandillaje, a tomar, a beber vicio. Tienen cuchillo lo que han cortado. Borrachos están caminando, no son sanos. Hablando, ofendiendo a cualquier persona, a mayores también. No caminan solos sino tres, cuatro o cinco, siempre ofendiendo. Antes era tranquilo, no había esas cosas de pandilleros. No sabíamos qué cosa eran pandilleros. Ahora mis hijos están aprendiendo hablar pandillero también. Cuando no le sigues padremadre entonces ya se encuentran, se paran en las esquinas. Sus mamás mucho les dejaba y entonces sus mamás les dejaba lo que quiera andar. Mucho andar, a poco a poco se van a pandillaje. Entre amigos se caminan». La tercera explicación es una consecuencia de la carencia de empleo, y más que nada la esgrimen las mujeres como una advertencia: «... a los niños no hay que dejarles para que sean ociosos». 3 3

En la actualidad hay aproximadamente en Ayacucho 83 pandillas juveniles registradas. Su evolución ha

sido creciente desde que surgiera la primera en el año 1989. Entonces muchos de sus miembros fueron asesinados por integrantes del

PCP-SL

(Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso). Después de la captura

de su líder, Abimael Guzmán, y del derrumbe del

PCP-SL,

entre 1992 y 1996, aparecieron 18 pandillas juveniles


De los pandilleros se enfatiza, además, su estética y costumbre de vestir de color negro, con las prendas al revés, mostrando las costuras, y se comenta que «una persona sana no camina así». En la mentalidad ayacuchana, la carencia de empleo que favorece el ocio y empuja a «caminar» provoca, sin duda alguna, que las personas se vuelvan de otra manera; pero además de los evidentes cambios estéticos y comportamentales, opera una transformación más profunda que quiebra los principales parámetros de la identidad del runa 4 y acerca a la alteridad. Tal metamorfosis tiende a expresarse en términos de enfermedad. Unquy, enfermedad, es entendida en Ayacucho no sólo como un estado corporal, sino como otro modo de ser asociado a personas que tienen gustos, ánimos y preferencias particulares, constituyéndose en una manera transitoria de ‘otredad’. De este modo, la afirmación de los pandilleros como personas enfermas alude, más que a otra cosa, a su inclusión en una categoría de personas diferente y opuesta a la que acoge el concepto de runa. Pero también unquy, en la visión de las familias campesinas de esta región, es considerada en sí misma como una persona que puede ser parte del ayllu o wiñaq unquy, enfermedad que creció y vive en la comunidad, o puriq unquy, enfermedades que caminan y están de visita. De estas últimas se dice que recorren los caminos regionales, por ello los ancianos, en ocasiones, las esperan apostados en las zonas estrechas de los senderos con warakas, hondas, para desviarlas hacia otros lugares; igual a como desde tiempos prehispánicos lo hacen para ahuyentar al viento, el granizo y la helada, y a como en más. De 1996 a 1998 su número se vio notablemente incrementado, aumentando en 23 las ya existentes. En los últimos años, entre 1998 y 2001, son 41 las que han surgido. Aunque también hay algunas pandillas mixtas, estos grupos son en su mayoría compuestos o bien sólo por varones («las sombras», «los gladiadores», «los cirujanos», «los sangrientos», «los desalmados»...), o exclusivamente de mujeres («las gatúbelas», «las diablas», «las vinchas negras»...). La gran mayoría de pandilleros reside en los asentamientos humanos (AA. HH) formados a partir de la emigración forzada del campo ayacuchano a la ciudad de Huamanga a raíz de la ‘guerra sucia’ en el ámbito rural. Gran número de ellos proviene de familias desestructuradas que han perdido alguno o varios de sus miembros. La carencia de oportunidades reales para los adolescentes respecto a la inserción en la sociedad a través de la obtención de un puesto de trabajo, y el deficiente sistema educativo, son motivos ya constatados para que comiencen «a andar en malas juntas». De este modo, en Ayacucho el pandillaje es interpretado como expresión del desarraigo juvenil, de la exclusión social y el olvido institucional que sufre fundamentalmente la población emigrada. En parte de ahí su identificación con la «música chicha», cuya temática supone una exaltación de estos sentimientos. Respecto a las pandillas juveniles en Huamanga ver, por ejemplo, De León (2002) y Prado (2003). 4

Término en lengua quechua para designar al ‘ser humano’. ‘Ser humano’, en Ayacucho, no equivale a la

noción de persona ya que ésta última es una categoría más amplia que abarca a determinados elementos de la Naturaleza, fenómenos atmosféricos, personajes del folklore, etc. Por su parte, el concepto de runa remite primeramente a cualidades morales que se traducen físicamente en una corporeidad concreta y diferenciada de otros seres que, aún siendo personas, han quebrantado cualquiera de las normas éticas que rigen el comportamiento social y, por tanto, sufrido una metamorfosis física que los conduce a adoptar una corporalidad distinta a la propiamente humana.


ocasiones enfrentaron a los senderistas o puriq kuna, «los que caminan». Y es que es frecuente que se afirme que «el unquy es vientecito», o que se diga de la enfermedad que «es una persona, está en el aire y camina junto a los vientos». De cualquier modo, cuando las puriq unquy logran acceder a la comunidad, es preciso proceder a su despacho amistosamente ofreciendo pagos rituales de las comidas que gustan porque, como dicen, son bien antojadizas, munapsu, (PRATEC 2002: 157-166). Rasgo de carácter también compartido, como veremos, por el granizo y la helada, quienes también caminan junto a los vientos, y los senderistas cuando hacían su irrupción en las comunidades. 5 Actualmente, la preocupación y el miedo al pandillaje se conjugan con el temor a un rebrote de la subversión. A este respecto, son los momentos que indican cambios, fundamentalmente los periodos electorales, los más temidos. «Tenemos mucho miedo», expresaba una mujer de Huayllay (distrito de Luricocha, provincia de Huanta) apenas unos años atrás, «... Y si entra otro gobierno, de repente va empezar de nuevo y nos van atacar. Estamos muy atemorizados y ya no podemos ni dormir bien, tenemos mucha inseguridad. Ya no hay tranquilidad». El rebrote de la subversión, como el auge del pandillaje, son hechos que se entienden subordinados a las políticas nacionales de empleo. «Yo diría que depende de nuestro gobierno», me decía una mujer, «… o sea, del gobierno vienen trabajo, apoyos. Como no había trabajo hubo la violencia durante el gobierno de Belaúnde y Alan García. Ahora si hay trabajo a ello se dedicarían más a trabajar para comer; como no hay trabajo, hay escasez de cosas, suben las cosas, ahí se dedican a caminar en la calle». En lugares donde la pobreza extrema viene a ser una constante en la vida cotidiana de gran parte de la población, como ocurre en Huamanga, los cambios de gobierno levantan, además de temores, grandes expectativas en cuanto a la mejora de las condiciones de vida que pasan, en gran medida, por obtener una ocupación. Inmediatamente esta posibilidad estimula las reflexiones acerca de la situación de miseria y el ocio obligado de un contingente importante de población. Estas cávalas tienden tanto a remitir al pasado de ‘violencia política’ como al presente de pandillaje; momentos ambos que parecen definir la ralea de Ayacucho y que en opinión de muchos antiguos componentes de las Rondas Campesinas o Comités de Autodefensa (CAD) justifican hoy su continuidad. 6 5

En este punto es justo advertir el estado de confusión de la que se ha denominado ‘guerra sucia’ en cuanto

a la asignación de los acontecimientos violentos ocurridos en las comunidades. 6

En los años ochenta se formaron dos tipos de Rondas Campesinas en Perú: las «rondas campesinas

pacíficas, democráticas y autónomas», reconocidas así por el gobierno de Alan García Pérez en la ley 24571, y creadas fundamentalmente para defenderse sin armas contra el robo de ganado o abigeato en los departamentos norteños de Cajamarca y Piura, y los Comités de Defensa Civil o Rondas Contrasubversivas de la sierra central creados para defenderse con armas contra el

PCP-SL.

Estas últimas fueron reconocidas en


Una explicación muy asidua en esta zona cuando se pregunta qué motivó la lucha armada es que «... si hubiera trabajo, una estabilidad laboral, ¿quién se dedicaría a estar andando en eso, en ‘guerra sucia’?». Con idéntica frecuencia es posible escuchar que los jóvenes están «caminando en eso del pandillaje» porque para ellos no hay trabajo. De manera que ambos modos de comportamiento, pandillaje y subversión, o de «caminar», se explican como una consecuencia lógica de la inactividad. Una mujer expresaba en una denuncia por desaparición efectuada ante la Defensoría del Pueblo: «Mi esposo era totalmente inocente, no es culpable […] Como era profesor trabajaba, él no caminaba nada. Si lo hubieran agarrado en una acción o si hubiera encontrado algo en otra casa sería culpable, pero lo ha agarrado de mi casa cuando estaba durmiendo» (Defensoría del Pueblo 2002: 217). La idea de caminar, como trataré de ilustrar en este artículo, se encuentra íntimamente vinculada a la del ocio, y ambos gestos –ocio y movimiento– parecen ser en Ayacucho elementos esenciales para significar la violencia en este departamento peruano. De este modo, en las páginas que siguen, voy a intentar sugerir que en esta región andina la violencia, sea del tipo que fuere, siempre es pensada con relación a una categoría moral, el ocio, y a un tipo particular de movimientos expresados con el verbo «caminar». Estos movimientos entran dentro del mismo campo semántico de la noche, lo foráneo y marginal, el desorden, la enfermedad y la muerte, y se oponen a aquellos otros que significan la raigambre a la tierra y el cultivo de la chacra: día, familia, comunidad, sistema rígido de roles sociales, salud. De este modo, la estabilidad física que implica el cuidado de la chacra parece definir al runa, perfilar su corporalidad y garantizar el orden y el bienestar. Por otro lado, el movimiento y el ocio en Ayacucho parecen ser las principales características de todo un consorcio de personajes que pueblan el imaginario y amenazan la salud, la vida y la sociedad del runa. Ya desde los tiempos del mito, violencia, ocio y movimiento constituyen los tres vértices de la geometría que da cabida a la ‘otredad’ y frente a los cuales se construyen y reconfiguran categorías referidas a la corporeidad y a la noción de ‘ser humano’ en esta región de Perú.

EL TIEMPO DEL MITO. EL VIENTO Y LOS HERMANOS OCIOSOS EN AYACUCHO

noviembre 1991 mediante el decreto legislativo 741 del gobierno de Alberto Fujimori Fujimori como Comités de Autodefensa (CAD); hasta entonces eran denominadas por la población como Montoneros, Defensa Civil o simplemente Rondas Campesinas. Sobre el desarrollo y actividad de los

CAD

durante el conflicto armado ver

Tomo II, sección segunda, Cáp. 1, punto 1.5.: «Los comités de autodefensa», del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2003.


«El viento son personas como nosotros», decía don Cruz Ccallo de la comunidad de Acotocco en Cuzco. 7 El viejito Melchoco Choqñe que enferma los ojos cuajándolos de legañas; el «liso» Tutuca o Tohac Wayra, que irrumpe en los pueblos levantando y arrasando todo cuanto encuentra a su paso y Chaki Q’aja Wayra, 8 quien únicamente antoja vino y maíz. Ellos tres son los vientos errantes, hermanos que fundamentalmente en la época de la cosecha se dedican a corretear de aquí para allá haciendo acopio de los alimentos cultivados por los campesinos. Su mamá, dicen, les cocina ollas y ollas de comida que engullen en un abrir y cerrar de ojos, el mismo tiempo que tardan en desaliñarse. Así, su aspecto se imagina deplorable porque «la ropa gastan rápido» y «viejo nomás ya andan» (PRATEC 2002: 126). Desde antaño, a estos vientos, wayra, que circundan el cuerpo humano se les ha tenido en consideración en las prácticas rituales destinadas a salvaguardar el bienestar de los campos cultivados, pero también han sido protagonistas en las exégesis nativas de diversas aflicciones de carácter dermatológico, nervioso y reumático; e incluso han sido referidos como los causantes de la muerte de algún individuo cuando cruzado éste en su camino ha sido «levantado» y robada su alma. El viento, o los vientos, al igual que tantas otras cosas más del mundo natural y sobrenatural que en Ayacucho también tienen la consideración de persona, pueden ser entonces –como lo son en otras regiones de los Andes (Rösing 2003: 600-635) y de Mesoamérica (Galinier 1999; Lupo 1999)– dañinos para el bienestar individual y comunitario o inofensivos, en cuyo caso no merecen atención ritual ni tienen cabida en la enumeración de entidades que pretenden perjudicar al hombre y comprometer su estado de salud. El viento, me explicaba la señora Teofila de Ayacucho, «también es maligno». Pero viento, decía, «son maligno de nuestros abuelos». Pareciera que son así desde el tiempo del mito, 7

En Ayacucho se efectúa un ejercicio continuo de identificaciones entre algunos elementos de la naturaleza

y las personas que complementa la comprensión de la morfología y la fisiología del cuerpo, así como produce una diversificación en la tipología de personas con las que el runa puede interactuar. Además sustenta la idea, muy arraigada en este departamento peruano, de que la apariencia física no es arbitraria sino que viene estrictamente condicionada por la moral social. De este modo, el hecho de que elementos de la naturaleza sean concebidos como personas, constituye una manera de domesticarla y apaciguar su comportamiento en un medio que, lejos de ser apacible, resulta especialmente duro para la vida. Así, creer, afirmar y expresar que determinadas cosas del mundo natural son personas, lleva a presuponer que, aunque puedan causar daño, existe la posibilidad del entendimiento mediante el diálogo ritual y la reciprocidad basada en las ofrendas. Es decir, que siempre hay lugar para la negociación del comportamiento, para lo que llaman «una buena existencia». 8

Según el diccionario quechua-castellano Simi Taqe (1995), ch’aki significa ‘seco’. Qaja no aparece

registrado, siendo casi homófono el término qasa, que equivale a helada. De este modo, Chaki Q’aja Wayra podría ser el viento seco o la helada.


momento en que coincidieron con «los hermanos ociosos». Desde entonces ellos: Melchoco Choqñe, Tutuca o Tohac Wayra y Chaki Q’aja Wayra –como los llaman en Cuzco–, levantan temores y precipitan los rituales que tienen por objeto proceder a su despacho para conquistar, aunque sea temporalmente, su indiferencia con respecto a las personas y las chacras que garantizan la salud y la subsistencia de la unidad familiar. «Acá yo me termino, acá yo termino ya mi sufrimiento. Ustedes que sigan su vida», les decía en el mito una madre a sus tres hijos ociosos. Ellos, desde siempre, la habían hecho creer que acudían a la chacra a trabajar cuando en realidad el día lo pasaban jaraneando. Mientras tanto, y no con poco esfuerzo, ella les preparaba la comida para su regreso. Con estos avatares, cuentan, la señora se había vuelto más y más anciana, y hasta sus piernas habían dejado de responderle; dicen que la «mamita» ya no podía caminar. Fue entonces cuando pidió a sus jóvenes hijos que fuesen ellos quienes se encargaran de abastecer la despensa. Les sugirió que preparasen un terreno para el cultivo. «... Háganse su chacra para sembrar papa», les dijo, y gateando por el suelo logró mendigar las patatas necesarias para la siembra. Los tres hijos ociosos, en lugar de sembrarlas, las cocinaron y se las comieron, indicando a su regreso otras chacras como el fruto de su trabajo. Pero hubo de llegar el día en que la «mamita» no tuviera qué cocinar para que conociera la verdadera condición de los tres hermanos. Dicen, «... había ido por el suelo gateando, como sea, y sacao unas cuantas papas». La primera vez los dueños de la chacra hicieron caso omiso y la disculparon por el robo al tratarse de una pobre ancianita: «No importa, pobre anciana. Esta vez se ha sacado pero no voy a decir nada». Y así fue hasta que la señora acudió nuevamente a sacar «papitas». En ese momento la informaron del comportamiento antisocial de sus tres hijos: «Tus hijos, por aquí, por allá, todo el día vagueando con sus amigos, emborrachando caminan, no saben trabajar». Ya consciente de las escasas cualidades para el trabajo de su descendencia, la anciana madre decidió darles un castigo. Después, me contaba la señora Teofila de Ayacucho, «... un viento se ha venido, se ha llevado alma y cuerpo. Ese, ese es viento. Ese es ventarrón que andan llevando las casas para arriba, subiendo como un trono, como qué cosa, como un remolino. Dicen que habla todavía: ¡Fuiu, fuiu, fuiuuu...! […] Ese viento se ha levantao uno de sus hijos, el viento, el ventarrón. Aire, aire nomás es hijo de esa mujer». Decía también ella que a otro de los hermanos ociosos se lo llevó el viento para ser granizo, y que es por eso que el granizo no es castigo de Dios sino que es gente. Está tan vivo que hasta «... cuando lo miran su adentro, tiene sangre». Y fue también el viento quien en este tiempo reclutó al tercero de los hijos para que desde entonces malograse los campos de cultivo: «... rancha lo que se dice,


¿no? Eso hace secar, hielo, hielo. En las mañanitas, a veces, donde que amanece ese hielo no florece nada». 9

9

Así me fue narrado el que se ha denominado en la literatura antropológica mito de los hermanos ociosos:

«Dicen anteriormente una señora tenía tres hijos, tres hijos jóvenes, y la señora anciana se había vuelto. Ociosos eran esos tres hijos. Hacían creer a su madre: “Mamá estoy trabajando”, “mamá estoy yendo a trabajar”. Su mamá, como sea, por donde sea, preparaba su comida: aunque sea enfriando, aunque sea qué haciendo. Más y más anciana se ha vuelto la mamá. Entonces ya no podía caminar la mamá y ha dicho: “Hijos, como sea, por donde sea, háganse su chacra para sembrar papa”. “Sí mamá, ya hemos hecho una chacra grande. Ya hemos abrido. Ya mamá hará falta papa”. La mamá –pobrecita, pobre– en el suelo gateando se ha pedido de acá, de allá, una limosna. Papitas han dao uno u otro. Entonces esa papa ha dado al hijo. Los hijos, los tres, se han salido a comer esa papa por ahí. Tanto cocinando comieron todo, así, y entonces a la mamá habían dicho: “Sí mamá, ya hemos sembrado en tal sitio”. “¿Cuál es nuestra papa hijo?”. “Ahí está mamá. Ahí está nuestra papa; esa es nuestra papa”. Su papa de otro era. Entonces la mamita no tenía ni qué cocinar: había ido por el suelo, gateando, como sea, y ha sacao unas cuantas papas. Se ha hecho traer y la mamita se ha cocinao; así se ha hecho esperar a los hijos. Los hijos por ahí estaban jugando, paseando. Entonces dueños habían dicho: “No importa, pobre anciana, esta vez se ha sacado pero no voy a decir nada todavía”, diciendo. Otra vez se ha ido a sacar; ahí sí había dicho: “Esta chacra es de nosotros”. “Tres chacras han sembrado mis hijos”, diciendo. “¡Nooo!, esta chacra es de nosotros, de nosotros es. Tus hijos por aquí, por allá, todo el día vagueando con sus amigos, emborrachando caminan, no saben trabajar. Nosotros hemos dicho: trabaja pue con nosotros, te vamos a pagar, te vamos a dar (cuando le ayudas en la chacra a sembrar te dan un pedazo para ti, entonces tú te puedes llevar de la cosecha), si quiera eso es algo”. Pero nada, dice que no lo obedecían. Entonces toda la familia habían dicho así. La mamita: “No importa, lo que ha sacado llévate mamita. Te ayudamos hasta su casa”. Le han ayudao a llevar y entonces la mamita: “A qué hora van a llegar mis hijos. Borrachos ahorita están tomando, bailando, jaraneando por allí”, había dicho. La mamita se frotó sus piernas, se frotó sus piernas; sus pulpas que tenía ha hecho caldo con esas papas. Entonces sus hijos llegan: “¡Mamaaa, mamaaa!, tenemos hambre”. “¡Ay hijito!, aquí está, aquí está”. Se sirvió al hijo, a los tres, cuando: “¡Qué rico!”. Se han comido carne dicen. “¡Mi mamá, mi mamita me quiere!”. “Sí hijo, te quiero. Si ustedes son trabajadores ¿no? Allá nuestra papa he traído hijo, esto he cocinado; ahí está, con papa y con todo he sancochado [cocido]”. “Sí mamá, sí mamita”. Se han comido todo, los tres comieron ya tanto, ya tanto... “Ahora sí: Hijo, con este mis piernas, mis cuerpos, ya me comiste, ahora sí. Acá yo me termino, acá yo termino ya mi sufrimiento. Ustedes que sigan su vida”. Un viento se ha venido, se ha llevado alma y cuerpo. Ese, ese es viento. Ese es ventarrón que andan llevando las cosas para arriba, subiendo como un trono, como qué cosa, como un remolino. Dicen que habla todavía: “Fuiuuu, fuiuuu, fuiuuu...”. Entonces ese viento se ha levantao uno de sus hijos, el viento, el ventarrón, aire, aire nomás es hijo de esa mujer. El otro, al hijo se ha llevado así viento nomás, él va ser granizo. Ese granizo es gente, no es castigo de Dios. Granizo tiene así, cuando lo miras por su adentro, tiene sangre; vivo está. Así paró. El otro ya también, lo que se seca, hace secar; racha lo que se dice, ¿no? Eso hace secar: hielo, hielo. En las mañanitas, a veces, donde que amanece ese hielo no florece nada, comienza a malograrse la tierra. Esos son los tres hijos de una madre que ha hecho sufrir. Son personas. Ellos pueden tropezar hasta árboles de su raíz, sale todo haciendo hueco. ¡Qué poder tienen! Ese mal pues, ese mal te puede recoger. A cuántas mujeres, a cuántos niños se han levantado, se llevan, sueltan de arriba sin vida ya. Como botan, después ya se muere porque se han llevao su alma pue. Así es. Ese es viento malo, ventarrón» (Teofila Bautista Huamán, Carmen Alto, Ayacucho, 2003) .


De este modo, junto al viento o ya como ventarrón, como aire nomás, han continuado su vida los tres hermanos, los cuales, hasta el día de hoy, irrumpen en las chacras ajenas cuando el maíz está ya maduro y la «papa» a punto para su escarbe. Es en estos días cuando son más temidas sus travesuras, y cuando la actividad ritual se multiplica para evitar su visita y salvaguardar el bienestar de la cosecha y por ende del cuerpo humano. 10 Desde entonces así pasan ellos su vida, de aquí para allá, jugando, paseando, tomando y aún bailando. Todo el día holgazaneando porque no saben trabajar. Y es que estos vientos, como personas que son, «... también se camina[n] como nosotros: alegres, tristes, o a veces borracho», decía don Pablo Rimachi de Ayacucho, y «... es donde nosotros nos topamos sin saber con el carácter que viene» (PRATEC 2002: 196). Resultado de este contacto, de toparse con ellos, es la enfermedad, el atolondramiento y las fuertes jaquecas que aparecen después de ser «levantado», o también la muerte y, por qué no, el desbarate de las chacras cuando llega el granizo de jarana y con hambre, o la sigilosa helada, acabando con los cultivos cuando los productos están en maduración. Estos wayra, como personas que son, poseen su propio carácter y es esta idiosincrasia la que pauta cuál va a ser su actuación sobre el organismo. Pero también cada uno de estos caracteres lleva pareja una apariencia física que facilita a los campesinos, al runa, la ejecución de las prácticas profilácticas apropiadas para cada ocasión, ofreciendo, además, una idea acerca de cual será el mal que sobrevenga al individuo, la familia y la comunidad en caso de no surtir efecto. Así, en Ayacucho, que algunos vientos sean como seres humanos, y además «malignos», viene justificado también por el mito de los hermanos ociosos, quienes fueron llevados por el ventarrón y el viento y ahora los acompañan en sus travesuras. Como existe con las enfermedades que caminan o puriq onqoy, parece igualmente existir una relación entre algunos vientos que resultan perjudiciales para la salud y amenazan la integridad personal y comunitaria y estos tres hijos de una madre que, como decía la señora Teofila, «han hecho sufrir». Unos y otros son ahora objeto de preocupación por parte de los campesinos, quienes siempre disponen de una historia vivida que confirma la cualidad salvaje y dañina de estos seres. 11

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Sobre estos modos de violencia en el altiplano aymara, Bolivia, y con referencia explícita a estos tres

«flojos» hermanos y al ventarrón en la figura del anchachu, ver Fernández Juárez (1998) y «Violencia Ritual en los Andes Bolivianos» (en este volumen). 11

Para establecer algunas similitudes entre las concepciones de los vientos en Mesoamérica con las

referencias a ellos hechas en los Andes ver, por ejemplo, Galinier (1999) y Lupo (1999). La consideración del viento o el aire como persona, como ser animado cargado de fuerza, poder y con una idiosincrasia definida; la ambivalencia de las entidades eólicas; la correspondencia y relación entre el ventarrón, el diablo y las almas condenadas, así como su gusto por alguna de las entidades anímicas que componen a la persona, son aspectos que también se registran entre los nahuas de la Sierra de Puebla y los otomíes de la Sierra Madre en México.


«¡Satanás!, tú no me vas acercar», le gritaba la señora Teofila al ventarrón cuando éste se aproximaba como un remolino, llevándose a su paso las casitas de calamina y tropezando árboles, arrancándolos con su raíz y haciendo hueco en el suelo. Ella me confesaba haber sentido miedo en más de una ocasión y tener que escaparse en nombre de Dios hacia otras direcciones para que no la cogiera, o aún en momentos de valentía, hacerse a un lado para permitir su paso. Retirarse al costado y mantener el sombrero sobre la cabeza cuentan que son el mejor de los modos de evitar la fiebre y las jaquecas que puede ocasionar en el caso más leve este «aire borracho» (ibid.: 196). Pero sin duda alguna, al ventarrón hay que huirlo porque es sabido su poder para agarrar y llevarse el alma de la gente; por ello, luego de ser una persona «levantada», fallece sin más remedio. A Tutuca o Tohac wayra le agrada sobre todo alzar del suelo a mujeres y niños. Consciente de ello la señora Teofila, sin esperar respuesta alguna, se preguntaba: «¡A cuántas mujeres, a cuántos niños se han levantado!, se llevan, sueltan de arriba sin vida ya. Como botan (arrojan), después ya se muere porque ya se han llevao su alma pue. Así es. Ese es viento malo, ventarrón». 12 Entre la población quechua de este departamento, el ser humano es concebido como una totalidad compuesta por un cuerpo y un alma, el espíritu o ánima como ‘fuerza vital’, el ángel y varias entidades anímicas de carácter menor que también se glosan como espíritus y cuyo número varía dependiendo del género del sujeto. 13 Al respecto me decía la señora Teofila: «Espíritu es otro, ángel es otro, nuestra alma es otro. Alma es igualito yo, a mi tamaño, que vive en mi corazón. Pero esa mi alma debe tener espíritu». Durante la evangelización en el Perú se predicó la idea del alma como un hombre interior que habitaba en las entrañas del cuerpo y que disponía de vida eterna. Aún al día de hoy así se piensa que es en Ayacucho, y se imagina como un segundo cuerpo de distinta consistencia a la carne pero igual en imagen que vive después de enterrado y desaparecido el cuerpo

12

La «agarrada» de uno de los hermanos ociosos por parte del ventarrón puede ser entendida, siguiendo la

lógica ayacuchana que rige los castigos cuando una norma de conducta social es quebrantada, como una condenación. Es más, apuntaba la señora Teofila que el ventarrón se lleva alma y cuerpo como en un trono. En Ayacucho es frecuente que los «condenados» que aparecen en los caminos durante la noche lo hagan sobre un trono, empleándose también esta palabra como sinónimo de alma condenada. Al respecto, ver Tito Dávila (1993). En el altiplano aymara es el dueño del oro vivo, el anchachu, quien en ocasiones, y gracias a su polimorfismo exacerbado, adquiere la apariencia de un remolino que envuelve a las personas para hacerlas perder el juicio. Esta pérdida del juicio es interpretada en los Andes como la pérdida de una de las entidades anímicas que componen a la persona. Es importante advertir, como lo hace Fernández Juárez, que entre los rasgos característicos del anchachu están la avaricia y la gula (1988: 150 y «Violencia Ritual en los Andes Bolivianos», en este volumen). 13

Sobre las entidades anímicas que componen al runa en otros departamentos peruanos ver, por ejemplo,

Espinosa (1997: 95, 195) y Marzal (1991: 225).


carnal. 14 Tan igual es a él que dentro de sí alberga el espíritu que la vitaliza, pero a pesar de que su existencia se dijo ilimitada, ha de cuidarse para no enfermar o, peor aún, morir. El espíritu, el ánima o la ‘fuerza vital’, lo que es recubierto por cuerpo y alma, es quien en realidad goza de la vida eterna prometida en las «pláticas» destinadas a la conversión. Al menos es así como lo entiende actualmente doña Manuela Fernández, quien me decía: «...espíritu es el ánima que cuando el alma muere se va al cielo o al infierno». Pero este espíritu, también se dijo en las «pláticas», era como el camay (samay), aquella fuerza que en el pensamiento amerindio dotaba de vitalidad a todo cuanto había en la Naturaleza. 15 De este modo, y al igual que lo era el camay, el espíritu se tornó imprescindible no sólo para la vida misma sino, además, para la salud, y útil por tanto, más que en la vida extraterrena, en el mundo de aquí. Por ello, hasta el día de hoy, ha de ser objeto de múltiples atenciones para que permanezca al interior del cuerpo garantizando el bienestar. Evitar el «susto», que sea agarrado por los wamanis (cerros) y la pacha (tierra) que suelen antojarlo, o aún que poco a poco se debilite a causa de una alimentación inapropiada, son los modos consensuados de cuidarlo y retenerlo dentro de uno mismo, siendo este componente anímico, además del estado del cuerpo que le sirve de reflejo, el que padece los modos de violencia que nos ocupan y el que actúa como elemento diferenciador entre el runa y el resto de personas. 16 «La helada, el granizo y los vientos pueden afectar nuestras chacras en cualquier momento», le decía don Juan Crisisto de la comunidad de Aymahui Quenariri, distrito de Acora, Puno, a un miembro de la asociación «Chuyma Aru» de apoyo rural, y proseguía comentándole: «... pero eso tiene nomás su secreto. Para que estas personas no puedan 14

Sobre la concepción contemporánea del alma como un cuerpo interior ver La Riva (2000). Respecto a la

idea de alma difundida durante el proceso evangelizador en el Perú véase el análisis efectuado por Taylor (2001) de la plática a todos los indios de Fray Domingo (1560). 15

En su Lexicón ([1560] 1951), traduce Fray Domingo el concepto de ánima como camaynin, proporcionando

como sinónimos los términos camaquenc y fongo (asadura del animal, corazón del animal, corazón de la madera y entrañas). Igualmente aparecen en la Grammatica o arte de la lengua general de los indios de los reynos del Peru ([1560] 1995: 173), los términos camaquen o camayin para designar al ánima o al espíritu. Para un análisis sobre los conceptos de camac, camay y camasca véase Taylor (2000: 1-17). Sobre la idea contemporánea del samay en Ayacucho ver Neila (2006). 16

La existencia al interior del cuerpo de la ‘fuerza vital’ glosada como espíritu o ánima, se encuentra

íntimamente relacionada con cualidades morales esenciales que distinguen al runa del resto de personas; entre ellas la fundamental en Ayacucho parece ser el trabajo, siendo el ocio la principal cualidad de aquellos seres que representan la ‘otredad’. En este sentido hay que entender la consideración de los ociosos como «otras personas», como enfermos, al igual que se hace de los pandilleros, y con otra corporeidad como lo demuestran los tres hermanos del mito, e incluso que se advierta, como veremos más adelante, de quienes han sufrido los embates de la ‘violencia política’ y no han logrado restaurar su modo de vida tradicional. Al respecto de estas consideraciones ver Neila (2006).


afectar a nuestras chacras antes, mis abuelos, sabían sembrárselo aparte para que ellos tengan sus propias chacras y sabiendo esto, tanto la helada, el granizo y el viento saben decir: Como ya tengo mi chacra ya no voy a molestar, me iré a otras chacras. E incluso dicen que saben cuidar las chacras» (ibid.: 45). No ha sido entonces la fértil imaginación de la señora Teofila, ni su asombrosa capacidad narrativa, las que han insuflado vida y dotado de personalidad al ventarrón, el granizo y la helada. Al contrario, parece existir sobre estos aspectos un consenso que se plasma en las múltiples variantes del mito de los hermanos ociosos que se suceden a lo largo de la cordillera andina. 17 Lo que sí es propio de cada lugar son las maneras de hacerles frente para que, como decía este puneño, no puedan afectar a las chacras. Y es que Chaki Q’aja Wayra, desde que los tres haraganes recibieran su merecido, ya en pocas ocasiones viene solo, pues siempre este viento caprichoso que desea le alcancen vino y maíz es acompañado por el granizo y la helada. Refería doña Alejandrina Arohuanca que antes de que la helada alcance la comunidad, «... clarito se manifiesta el clima por las tardes, por ejemplo, la venida del viento de la zona alta, lo cual nos indica que va a caer la helada». Es entonces cuando en San Carlos, distrito de Acora, Puno, hacen sobrar la comida de la cena, y ataviando con ella los platos nuevos la abandonan en la chacra y «como viene de hambre», comenta, «... la helada se come esa comida y se va sin tocar la chacra». También en Puno, como en Ayacucho, se sabe que «la helada es un joven que viene a buscar su comida» por eso, cuando quiere llegar, otros optan por dejar la olla destapada para que se sirva a su antojo y no acuda a fastidiar el sembrío. Pero la helada no siempre anuncia su llegada, es más, la mayoría de las veces suele ser sigilosa y únicamente arriba cuando cree que la gente se ha dormido, restándole al runa la oportunidad de mostrar su generosidad y talante hospitalario. Incluso para estas ocasiones se conocen modos de evitar que se detenga en las tierras de cultivo echando en los labrantíos guano de cuy (conejillo de indias). Entonces la helada sabe decir: «Todavía están caminando, no se han dormido», y es que, «... en las noches el cuy siempre camina, no duerme y sale a comer» (ibid.: 85).

17

Otras versiones de este mito en que también se efectúa la identificación de los hermanos ociosos con el

viento, la helada y el granizo son analizadas por Taipe y Orrego (1997). Asimismo, para su análisis y referencias en otras regiones de los Andes, ver también Muñoz Bernand (1986: 145-148), donde los hermanos ociosos se transforman en arcoiris, y García Miranda (1999). Como bien dice este último, la trama de este relato panandino varía de pueblo a pueblo y de informante a informante, pero se puede registrar en el norte, centro y sur del Perú, en el altiplano Boliviano, entre los Kañaris de Ecuador y seguramente en las zonas andinas de Chile y Argentina. Un aspecto práctico importante del mito, como ciertamente señala, es que lleva a saber identificar la presencia del granizo, de la helada y de los vientos cuando las nubes adquieren determinadas formas, colores, alturas y movimientos. De acuerdo a estas predicciones, los campesinos emplean los medios conocidos desde tiempos prehispánicos para ahuyentarlos: fogatas, gritos, cantos, detonaciones...


Así, bien mediante los rituales de despacho, bien proporcionando comidas o recurriendo al engaño, como también hacen en Choccoro, Ayacucho, donde ponen al medio de la chacra la calavera del caballo para que mientras grita «¡wikikikin!» asuste a la helada con su corretear nocturno (ibid.: 170), los campesinos esperan ver a la mañana siguiente que su terrenito goza aún de buena salud y promete garantizarles la despensa para el consumo, la dádiva y los intercambios. Del granizo, en cambio, existen divergencias en lo que respecta a su modo de llegar y actuar. En algunos lugares como en Tikani, distrito de Moho, Puno, piensan que de él hay que cuidarse más que de la qasa, helada, ya que suele irrumpir en cualquier momento del día debido al apetito desmesurado que lo impele a alimentarse de la qamasa, el sabor del ganado y el cultivo, dejando las habas como mascadas, insípidas, y enfermos a los animales. Al menos eso decía el puñeno don Tiburcio Cahuana: «Cuando era niño sabía venir el granizo. A las habas total sabe golpear. Como mascado por el chancho [cerdo] sabe dejar. La cebada sabe estar madurando amarillo. Mi abuelo sabe decir que esa cebada ya no tiene sabor porque está sacado su qamasa […] La qamasa seguro que es el sabor. Cuando el granizo se lleva la qamasa, entonces ya no tiene sabor» (ibid.:39-41). Como se apuntó anteriormente, y aunque actualmente no de manera explícita, en Ayacucho se imagina al ser humano y a muchas otras cosas más de la Naturaleza, como el ganado o los cultivos, compuestas por un aire, un sabor o un aliento que Fray Domingo de Santo Tomás identificó con el nombre de camay. Pero el camay, o samay, es mucho más que un aire físico recogido dentro del cuerpo, es la ‘fuerza vital’ que anima y sostiene al hombre y a todas las demás cosas de la Naturaleza (Garcilaso [1609] 1963; Muñoz Bernand 1986; Rostworowski 1988; Taylor 2000; Platt 2001). 18 Una suerte de sustancia primordial que poseen las chacras, los animales y las entidades tutelares; e incluso determinadas piedras que mediante su aliento constante propician la reproducción del ganado y la procreación de las personas (Van den Berg 1985; Platt 2001). Es, en definitiva, aquello que favorece el desarrollo, el crecimiento y la salud de todo cuanto rodea al runa y del runa mismo. Como advertía don Tiburcio, sin sabor, sin qamasa, quedan los cultivos

18

Esta distinción entre viento o aire que rodea al organismo, wayra, y samay o aliento, aire que radica en el

interior del cuerpo, también está presente en otros países del área andina como Ecuador (Carpenter 1992: 122; Muñoz Bernad 1986: 138, 183-186). Parto de la idea del samay como sinónimo del término qamasa y, por tanto, como advierte don Tiburcio Cahuana, de sabor. A pesar de la distinta manifestación, como aliento (samay) o como sombra (qamasa), ambas comparten idéntica función con respecto al sujeto. Qamasa, dice Polia Meconi (1996), en el idioma aymara actual toma la acepción de sombra. Van den Berg, por su parte, advierte lo mismo y afirma que es una de las almas humanas que guarda íntima relación con la fuerza o debilidad de una persona respecto a los demás. Es esta sombra o qamasa la que puede perderse a causa del ‘susto’ (1985: 154).


cuando el granizo los ataca, igual a como lo hace el cuerpo del asustado en Ayacucho, 19 o a como van quedando poco a poco aquellos que han sufrido la presencia del viento y los hermanos ociosos en sus chacras y han perdido la fuente de vitalidad que los sostenía. Y es que los alimentos obtenidos en la chacra son esenciales no exclusivamente como aporte de energías para el trabajo sino, además, para el mantenimiento de la ‘fuerza vital’ del individuo. En momentos esperados o en cualquiera, estas personas pertenecientes al espacio no doméstico, salvaje, y exterior de la comunidad pueden asaltar los terrenos de cultivo e irrumpir en las casas enfermando al campesino y ocasionando graves pérdidas, acabando con todo cuanto propicia la alimentación del runa. Le comentaba Ciprián Phuturi Suni, natural de Sicuani, Cuzco, a Darío Espinosa que «... el granizo es hambruna, se origina por la miseria, el granizo es salvaje y está en los pueblos donde se siente el hambre. El granizo grande y el granizo pequeño [...] Este granizo es para escarmentar, el granizo y la helada son salvajes. Si es que a las sementeras le da el granizo o la helada ya no habría ningún alimento» (1997: 85). La hambruna es también, sin duda, una de las maneras más sutiles de violencia que existen en Ayacucho. El granizo y la helada lo que hacen es terminar con los alimentos que proporcionan al campesino el aliento y el ánimo necesario para la vida y el trabajo agrícola. Arrasando las chacras, y como creen, restándole a la cosecha su sabor o vitalidad, actúan de manera indirecta sobre el estado anímico del sujeto quien, sin alimentos, ve disminuida su ‘fuerza vital’ indispensable para el mantenimiento de la salud y el trabajo propiciador de alianzas. De este modo, la salud y su reflejo en el buen ejercicio de las actividades que requiere la vida cotidiana, constatan la presencia al interior del cuerpo del espíritu o samay. Es más, en las dolencias que implican su ausencia, uno de los síntomas más comúnmente referido –a parte de la idea de estar secándose– es que no se 19

La práctica ritual destinada a curar el ‘síndrome cultural’ del ‘susto’ en Ayacucho, el qayapu o «llamada»,

aporta datos valiosos para ilustrar la creencia en la presencia de un aire interior al cuerpo que se erige como la principal entidad anímica del ‘ser humano’. Respecto al qayapu me decía don Alejandro Ccoragua, curandero, lo siguiente: «El qayapu es un sabor que se da al celebro en su nombre. Una creencia toda hay que hacer. En su cabecita se agarra y se dice su nombre y se reza pues con una fe. Justo que la fe y el mismo sabor que le das, con eso ayuda y se sana. Se reza en nuestro divino Dios, creyendo con fe también de que se sane; y haces una creencia y sana. El sabor en el celebro, nuestro sabor, nuestro mismo, quiero decir, nuestra inspiración se le da. A la vista, si está más grave está abierta la cabecita y ahí se le da el sabor y entra al celebro. Ahí entra el saborcito y como es increíble se salvan. Es por su nombre mismo, el nombre de la persona. Y se reza Padre Nuestro, y se reza Ave María. Eso se reza y se pone un alcoholcito con agua en el celebro nomás. Se prepara así con plantas, por ejemplo con molle, eucalipto. Con eso se sahuma y algún sabor se le da en el celebro y en diez minutos ya están sanos». Adviértase la sinonimia entre «sabor» e inspiración puesta de manifiesto en estas palabras. Sobre el samay y el ‘síndrome cultural’ del ‘susto’ en Ayacucho ver Neila (2006).


dispone del ánimo necesario ni la fuerza suficiente para trabajar. De manera que estos hermanos ociosos quiebran un proceso continuo de retroalimentación que se concreta en cultivos arrasados que desencadenan la hambruna. Por su parte, la carencia de alimentos provoca una disminución de la ‘fuerza vital’ y, finalmente, este estado físico y anímico se refleja en el descuido de la chacra. Hay además del viento y del ventarrón otro tipo de aire que tiene menos poder que el temido vendaval, que «es como segundo hijo» y posee menos fuerza según la señora Teofila, o que es como un viejito cuya presencia deja los ojos legañosos, tal y como diría don Cruz Ccallo del Cuzco. Bien con una u otra apariencia, aunque en ambas con escaso «poder» para afectar seriamente la salud del cuerpo hasta el extremo de causar la muerte, éste es como aire, como un soplo. Pero aún así no es inocuo para el organismo, pues cuando te da, o «te choca», como dicen, el cuerpo se enferma de «mal aire»: «Un soplo de aire que te da y una enfermedad, mal aire, te ha entrao a tu adentro. Un soplo de aire debe estar en tu corazón, debe estar en tu estómago. Pincha estómago, comienzas a escupir espuma porque te ha dado aire. Te sientes mal: tus ojos se apagan, se adormece tus cuerpo. Ya no hay aliento, ya no hay alivio ni para hacer nada. Ese es mal viento», me contaba doña Ricardina Benzedú de Ayacucho. Debido a su singular manera de actuar sobre el organismo, a este aire se le ha conocido en la medicina nativa como «golpe de viento» o «golpe de aire», «colado» o «viento colado», o simplemente bajo la denominación de wayra, aire. Como ya indicaban Valdizán y Maldonado ([1922] 1985: 91-101), o Valdivia Ponce posteriormente (1975: 106), es el agente etiológico más frecuente de un sinnúmero de enfermedades que tienen que ver con la idea del choque o su introducción en el organismo, así como con el binomio calor/frío presente en toda América. 20 La historia de estos tres hermanos ociosos que fueron cogidos por el ventarrón y el viento, así como la del «mal aire», me la contó la señora Teofila en el transcurso de una de nuestras 20

conversaciones

sobre

los

peligros

y

las

enfermedades

que

afligían

El «mal viento» o «mal aire», algunas veces golpea y choca contra el cuerpo produciendo parálisis en las

extremidades, rigidez en el cuello, tic faciales y conjuntivitis. En otras ocasiones se cuela a su interior y se instala en las entrañas, justo en lo que se considera la cavidad central del organismo, y lo satura porque también allí se aloja la «fuerza vital» o samay que toda persona precisa para la vida y el desempeño del trabajo propiciador de alianzas. Es entonces cuando las jaquecas se suceden, cuando aparecen urticarias o sobrevienen los dolores en el pecho y el abdomen, cuando surgen trastornos gastrointestinales, etc. Pero más importante que todos estos males físicos, es que una vez traspasadas las fronteras del cuerpo y acomodado en él, no hay aliento ni alivio para ejecutar las actividades que demanda la vida cotidiana. A su colisión o introducción en el organismo se atribuyen una inmensa variedad de dolencias cuya curación se realiza principalmente mediante fricciones de hierbas maceradas en alcohol y sahumerios con diversas plantas que, según la creencia popular, lo precipitan nuevamente al exterior. Sobre este tipo de wayra ver Valdizán y Maldonado ([1922] 1985); Frisancho (1973); Valdivia Ponce (1975); Lira (1985); Inostroza (1983); Cavieses (1993); PRATEC (2002).


fundamentalmente a los campesinos ayacuchanos. En Ayacucho, la experiencia de numerosas dolencias de diferente índole confirma la cualidad maligna de estos tres tipos de viento. Ellos, aunque pertenecientes a la exterioridad del organismo, ponen en relación aspectos esenciales que remiten a la concepción del cuerpo humano, del runa y a cualidades morales substanciales sobre las que se asientan tales nociones, en tanto a cada conjunto de comportamientos parece corresponderle en Ayacucho un tipo de cuerpo que lo signifique. Pero además, los wayra, parecen ser el soporte de expresiones de violencia aparentemente dispares, como lo son determinadas enfermedades (puriq onqoy), la amoralidad condensada en el ocio fundamentalmente, y el desorden social que tuvo su expresión álgida durante los tiempos del terrorismo con los puriq kuna. De este modo, algunos wayra, y los hermanos ociosos que los acompañan, se disponen como imágenes arquetípicas, como veremos después, que han condicionado la percepción de la ‘violencia política’ ocurrida principalmente durante la década de los ochenta, así como la del problema actual del pandillaje. Al mismo tiempo, explican e ilustran la relación entre violencia, ocio y movimiento que se sustenta en los discursos sobre los peligros del tiempo sasachakuy.

TIEMPO SASACHAKUY: «HASTA AHORA SEGUIMOS VIVIENDO ESOS AÑOS DIFÍCILES» «Con ese sasachakuy tiempo dejó de respetarse entre los ayllus de nuestras comunidades, porque en los sitios que se practicaba el pagu ritual, ojonales de las lliwas, puquiales, cuevas, se dormía o descansaba sin importar el respeto que se tenía. En esos momentos sólo nos interesaba nuestra vida, es por eso que a medida que va pasando el tiempo, la mayoría de la población somos enfermos porque no se pudo sanar totalmente. Además, la pachamama, los puquios, los ríos, los animales, también están enfermos con el susto.»

21

Doña Severina Inostroza (PRATEC 2002: 194)

21

El pagu o pagapu, pago a los apus (cerros), es un rito propiciatorio orientado a obtener un mayor

rendimiento de las tierras, a la fertilidad del ganado y a evitar las sequías, las heladas y el granizo. También se dispone a modo de agradecimiento por la cosecha obtenida, y con objeto de restablecer el equilibrio y componer a la persona cuando ésta ha perdido alguna de sus entidades anímicas. Para un análisis más amplio de este rito en Ayacucho véase Delgado (1984) y Cavero (1988). Los puquiales son arroyos formados a partir del agua del subsuelo. Resultan más peligrosos cuanto más cercanos se encuentren a su nacimiento u «ojo» y cuanto menos utilizados sean en las labores cotidianas.


Durante más de una década, y concretamente los años que van de 1983 a 1991, 22 fue un tiempo llamado por la gente del campo ayacuchano sasachakuy, término que en lengua quechua viene a indicar la dificultad para desempañar actividades o llevar a cabo cualquier propósito (Simi Taqe, 1995). Las narraciones que remiten al tiempo sasachakuy aluden al periodo de ‘violencia política’, ‘guerra sucia’ y lucha armada entre compoblanos que asoló el departamento entre 1980 y 1995, dejando miles de víctimas mortales, decenas de comunidades arrasadas y centenares de desplazados (Theidon 2000 y 2003). Pero cuando las gentes del campo hablan de estos años y contestan sobre qué significa tiempo sasachakuy, son el miedo, la confusión y el desorden, la enfermedad y fundamentalmente la ruptura con el modo de vida tradicional lo que describen como característico de este periodo. Antes de estos años, dicen los campesinos, la vida pasaba tranquila y en abundancia. Las tradiciones eran respetadas, y la reciprocidad y ayuda mutua continuaban guiando las relaciones interpersonales. El bienestar individual y comunitario quedaba patente en el cuidado habitual de la chacra, cuya apariencia servía, además, para diagnosticar el estado de la sociedad en su conjunto y el desarrollo de correctas relaciones entre las personas y de estas con las divinidades tutelares. La salud del cuerpo estaba entonces controlada en tanto cada uno de estos aspectos (respeto a las tradiciones, ayuda mutua, reciprocidad, cultivo de la chacra...) venía a ser determinante para alejar a la enfermedad y a la muerte. «Felizmente antes del 80 fue regular la vida», opinan muchas personas, «... después comenzó la muerte. Tanto los militares mataban y los subversivos». El miedo en unas fechas connotadas por la violencia casi se da por sobreentendido en los testimonios acerca de estos años, y suele aparecer como referencia transversal cuando se indica que la vida en aquel «tiempo difícil» ya no era como la de antaño. La cotidianeidad en las áreas rurales de Ayacucho antes de la década de los ochenta quedaba circunscrita a dos ámbitos esencialmente: la chacra y el hogar doméstico. Estos dos espacios servían como referente para definir al runa, y se constituían como lugares privilegiados para las relaciones sociales que se hacían extensivas al resto de la comunidad. No es de extrañar 22

En 1983 el gobierno peruano declara el estado de emergencia en todo el departamento de Ayacucho, con

ello comienza la intervención militar en la zona. En este año empiezan a formarse en las comunidades campesinas las llamadas Rondas Campesinas o Comités de Autodefensa Civil (CAD). Durante los meses posteriores los actores de la violencia se diversifican y se inicia la que se ha venido denominando ‘guerra sucia’. En los años que van desde 1983 a 1991 el conflicto armado se intensifica, siendo en este periodo cuando se registran mayor índice de muertes, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, torturas... Este tiempo se erige como un periodo de gran confusión para la población campesina que no sabe a quienes asignar los acontecimientos violentos ocurridos en sus comunidades, máxime cuando cada vez más los campesinos se involucran en la lucha y comienzan a producirse enfrentamientos entre ellos mismos. Al respecto ver el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) y el texto de la Defensoría del Pueblo de Perú (2002).


entonces que las respuestas a cómo fueron esos «años difíciles» centren su carga narrativa en las dificultades e imposibilidades de trabajar con normalidad, así como en el alejamiento diario de sus hogares hacia entornos ya de por sí hostiles en el pensamiento andino tales como cerros, puquios o quebradas. Así bien, si la violencia llegó a cada quien de distinto modo, su vivencia se hace al menos general tanto en el ámbito rural como entre la población emigrada a las ciudades. Al menos eso parecen indicar los tópicos que constantemente se reproducen en las exégesis sobre el tiempo sasachakuy. 23 «En esos años difíciles casi ya no sembrábamos en nuestras chacras», decía un campesino cuando se le preguntaba acerca del tiempo sasachakuy, «... más que nada estábamos dedicados a cuidarnos y a salir en las patrullas, no había tiempo y en nuestras chacras casi ya no sembrábamos, y ya no había nada para comer ni plata para comprar. Nuestras familias también ya eran como abandonadas. Tomábamos o chacchábamos 24 un poquito para darnos ánimo y mitigar el hambre». Siempre con el temor de que de un momento a otro aparecieran los terrucos 25 , los militares o los ronderos para atacar a la comunidad, los campesinos pasaban el día y la noche como «vigías» y «centinelas». «Esa era nuestra vida», dicen, y dedicaban una y otra jornada a velar los cerros por donde llegaban esas gentes. Las labores de vigilancia absorbían las horas antes consagradas al cultivo y cuidado de la chacra provocando, además de una insostenible situación de miseria, la sensación de estar incumpliendo los deberes familiares correspondientes por género y edad. Una y otra vez los campesinos advierten el desvío de su atención y sus energías del cuidado de la chacra al cuidado del propio cuerpo y al mantenimiento de su integridad física. En este sentido es cuando emplean reiteradamente la expresión dedicados a cuidarnos, ejerciendo esta protección a través de las labores de vigilancia en las patrullas

23

En los testimonios referidos sobre el tiempo sasachakuy es posible identificar una serie de tópicos que,

sometidos a análisis, nos proporcionan claves esenciales para la comprensión de la ‘violencia política’ en Ayacucho. Para más información sobre estos tópicos, y concretamente los referidos a estados corporales, véase el apartado «Las secuelas de la violencia» del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003). 24

Chacchar, término quechua que alude al acto de masticar hojas de coca.

25

Terrucos es una de las palabras más comunes empleadas en Ayacucho para denominar a los miembros

de Sendero Luminoso. Voz que deriva del término terrorista, fue prestada, como bien indica Theidon (2003: 118123), del discurso castrense respecto a los senderistas. Otros términos utilizados para nombrar a los terrucos poseen un elevado componente descriptivo que atañe fundamentalmente a la moralidad y a la forma de vida practicada por esa gente. Temas, por otra parte, que han sido tradicionales en la construcción de la ‘otredad’ o para la deconstrucción de la humanidad en este departamento. De este modo, se los llamaba también malafekuna –gente de mala fe–, tuta puriq –los que caminan por la noche–, «gringos», «otromundanos» y puriqkuna –los que caminan–.


de defensa civil y, en su caso, mediante las constantes huidas a los márgenes de la comunidad. El cuidado del cuerpo desplazó al hombre de la actividad que siempre le había definido, el trabajo en la chacra, y en muchos casos obligó a la mujer a asumir funciones que antes y durante el conflicto armado eran entendidas como propias de los varones: el mantenimiento de la economía familiar y la participación activa en la defensa de la comunidad. Si bien esta práctica no fue un hecho generalizado en el campo ayacuchano, la participación femenina en los Comités de Autodefensa Civil fue precisa en lugares y situaciones donde la escasez de comuneros no garantizaba una vigilancia eficaz. Entonces se hubo de echar mano de las viudas, quienes por la carencia de dinero y la ausencia del esposo se vieron sujetas a tomar las armas y a colaborar en el cuidado de sus pueblos. «Era una época difícil», comenta un campesino, «… hasta las mujeres ya sabían manejar armas, hasta vigilaban. Es que en unas fechas pagaban hasta 10.00 soles al peón para que haga la vigilancia, entonces ellas mismas vigilaban por no pagar». Así, tanto varones como mujeres participaron de uno u otro modo en las labores de defensa que suplían la actividad agrícola y convertían «la noche en día», lo cual acarreó, además, que la enfermedad hiciera mella en sus cuerpos. A causa de las continuas noches despistando el sueño con el batir de la mandíbula para lubricar el bolo de coca con un poquito de saliva; de la exposición del organismo a la lluvia, al frío y al viento; y del descuido en el cuidado personal como consecuencia de las largas estadías fuera del hogar, sobrevino la enfermedad. Se quejaba amargamente un antiguo integrante del CAD de Quinua (distrito de la provincia de Huamanga, Ayacucho): «... nosotros estábamos sacrificando muertos. Han muerto con brionco, han muerto con reumatismo, pero nosotros no hemos sido reconocidos por nadie». Este mal, el bronco, es especialmente mencionado en los Andes y actúa como una suerte de ‘metáfora maestra’ que a partir del pecho y los pulmones hace alusión a las relaciones y obligaciones entre géneros y generaciones. La tos, la bronquitis y la neumonía son males que aparecen asociados fundamentalmente a personas que están bajo el cuidado de una mujer (Anderson 2000: 103). De este modo, el estado corporal remite a una situación de violencia social en la que el abandono de las actividades cotidianas y la práctica de nuevos modos de comportamiento se plasman en el cuerpo a partir de la aflicción. Durante la ‘violencia política’ el cultivo de la chacra pasó a ser una actividad marginal en la vida cotidiana, lo cual motivó el empobrecimiento de los pueblos y las familias. Únicamente algunos eran los días dedicados a atender los cultivos, y la jornada de trabajo fue recortada siempre con objeto de disponer del tiempo suficiente para ocultarse en la noche o salir en la ronda. En otras ocasiones fueron organizados grupos de trabajo y turnos de vigilancia en los cerros que garantizaban una mínima seguridad, pero aún así la chacra


se resentía porque su atención no era la suficiente. 26 La ansiedad provocada por esta situación de cuidado permanente no siempre fue soportada. Algunos varones salieron de sus localidades en busca de trabajo a la selva o en las capitales de provincia, huyendo, además, del reclutamiento forzado por parte de los militares, o de la misma presión de sus compoblanos para participar en el resguardo de la comunidad. Esto derivó en una imagen de abandono de los pueblos y en la asunción por parte de las mujeres de la economía familiar y del mantenimiento del hogar. Una mujer me comentaba que «... en aquella época los varones estaban marginados por los dos lados. Más estaban marginados los varones porque venían más a buscarlos a ellos (el ejército y la guerrilla). Entonces las madres, mayormente, estaban asumiendo padre y madre para sus niños». Como rememoraba doña Manuela en las palabras que dan inicio a este artículo, las comunidades y los hogares comenzaron a presentar el mismo aspecto que las chacras, abandonadas, como enfermas, ya no como casas sino con apariencia de galpones a causa de los saqueos y los incendios. Doña Juana H., natural de Uchurajay (distrito de Huanta, provincia de Huanta), me comentaba: «El sufrimiento en esta localidad era bastante, no podíamos cómo vivir: día y noche vivíamos en sufrimiento, en la oscuridad, niños, ancianos, jóvenes. Entonces toda la gente decidieron irse, fugarse de este lugar, irse a otro sitio, ya nadie vivía ya acá. Sus casas han empezao a ser solitarios completamente... La gente se fueron a Lima una parte, otros se fueron a la selva al trabajo, unos cuantos se vinieron acá, Ayacucho, pero... en la población ya no quedó nadie gente hábil, gente sana ya no había. Solamente había ancianos, inválidos.»

26

Al respecto, le comentaba un campesino a un miembro del

PAR

lo siguiente: «No sembrábamos lo

suficiente por falta de tiempo porque estábamos entregados a Defensa Civil. Salíamos en grupo a sembrar y de repente llegaba a nuestros oídos la señal de un silbato y teníamos que dejar de sembrar y todo esto trajo como consecuencia el empobrecimiento del pueblo [...] No teníamos tiempo para sembrar porque priorizábamos el ponernos a buen recaudo, nos cuidábamos. De un momento a otro aparecían por los cerros, por allí nos hacían caminar esos hombres que eran malos elementos. Cuando los divisábamos teníamos que dejar de sembrar, abandonar la chacra, dejar el campo, y varones y mujeres correr a la población, a nuestras casas, y protegernos. Sólo se quedaban los niños cerca de la casa pastando nuestros animales, pero había veces en que también se lo llevaban nuestros animales y entonces todos nos ocultábamos. Sufrimos mucho en esos años. Los niños lloraban por hambre, hasta los adultos llorábamos. No teníamos tiempo para nada. Nos dedicamos a protegernos y cuidar nuestras vidas».


De este modo, en ese tiempo en que la chacra, el hogar y la propia comunidad aparecían descuidadas, improductivas, y mostraban síntomas de malestar y enfermedad, son muchos los que comentan que sus familias también eran como abandonadas. En este sentido, otro campesino de Huayllay decía: «En la época difícil casi ya no sembrábamos en nuestras chacras y por eso casi no teníamos qué comer, tampoco podíamos ir a trabajar para otros a cambio de un pago porque estábamos cuidándonos de cualquier incursión. Nuestra familia también parecía abandonada». Como puede imaginarse, esta situación trajo consigo secuelas físicas debido a la carencia de alimentos y al desgaste orgánico, lo cual acarreó una percepción de abandono corporal y personal que se mimetizaba con el también abandono sufrido por la chacra. Wakchakun es la palabra quechua empleada en el campo ayacuchano para indicar que la tierra de cultivo se encuentra enferma por falta de cariño, de atenciones, cosa que ocurre cuando su dueño se aleja de ella y deja de frecuentarla. Entonces los campesinos dicen chacraqa wakchakunmi, es decir que tiene pena, está enferma de tristeza y se siente huérfana. Don Agustín Ichaqaya, de la comunidad de Chuymay, Ayacucho, advertía que para que esto no ocurra «... a nuestra chacra siempre hay que estar visitando (hatuykuna) para acompañar (runachanapaq), por lo menos para alzar piedrecitas, asustar a las perdices, y eso le alegra a la chacra. También visitando a nuestras chacras, por lo menos orinando en los bordes, llevamos guanitos aunque sea en las ojotas». Cuando la chacra deja de ser trabajada pierde su vitalidad, y este resquebrajamiento de su salud, dicen los campesinos, se expresa en su «aire» y en el «enflaquecimiento del suelo» hasta el extremo de advertir que «ya se está viendo la costilla de la chacra» (PRATEC 2002: 160). 27 Don Isidoro Sangama, de la Amazonía Alta de San Martín, indicaba también que «... cuando se hace chacra no se le debe abandonar, sino seguir cuidándola. Una chacra es saludable cuando es una chacra bien cuidada, una chacra que no se abandona, y si a una familia le tratas bien, esa familia también vive bien, con gusto trabaja. Igual es la chacra y el monte. Esas son las chacras productoras, las que son criadas con cariño» (ibid.: 233). No es casualidad, entonces, que tanto se enfatice el estado del campo y las dificultades para mantenerlo productivo en los relatos acerca del tiempo sasachakuy, ya que a través de 27

La pérdida de la salud de la chacra viene indicada, según los campesinos ayacuchanos, cuando aparecen

plantas como el piquy ichu (Stipa Sp), chillca (Baccharis pentlandii), chichicara (Lepidium Bipinnatifidum)), murmu (Astragalus L.), remilla, cancerqura y mullaca yanaruru. Igualmente la recuperación de la vitalidad, del «aire» o samay, es anunciada por diversas plantas. Decía don Erasmo Núñez, del barrio de Unión Portero en Ayacucho: «Nos alegramos cuando nuestra chacra comienza a recuperar su aire, y es cuando aparecen esas plantitas como son las cebadillas, trébol, ortiga yupayku, que son señas de su buena salud. Cuando recupera su aire de vuelta está apto para darnos de comer» (PRATEC 2002: 161).


ellos se está efectuando una referencia velada al estado del cuerpo y la persona en un contexto de violencia. En buena medida, la vitalidad, el bienestar y la productividad del runa, e incluso su estado anímico, se relacionan íntimamente con la salud de la chacra que indica, además, la salud del entorno y la naturaleza, sallqa (ibid.: 20, 72, 168). Y es que en el bienestar anímico y orgánico del campesino ayacuchano intermedian un conjunto de acciones, rituales o no, para con la naturaleza y las divinidades tutelares entre las que se encuentra el cuidado de la chacra. Pero cuando su abandono, como es el caso, provoca la desprotección del individuo y la comunidad, el sujeto ha de velar directamente y sin mediaciones por sí mismo, ejecutando estrategias que suponen una ruptura respecto a uno de los modos acostumbrados de cuidado personal. Es en este contexto donde se hace comprensible el énfasis y la reiteración de la expresión dedicados a cuidarnos. Si bien existe un consenso para expresar que se vivía con miedo, «todo el día mirando los cerros», o que se dormía «sin sacarse los zapatos una sola vez», es más común escuchar que durante esos años se viviera cuidándose. El peligro provenía también del incumplimiento ritual y de las repercusiones de la violencia sobre el modo de vida tradicional que abocaba a pasar noches enteras, y aún días, en lugares despoblados como quebradas, cuevas o puquiales. «Ya no parábamos en nuestra casa», comentan algunas mujeres, «... nos íbamos adentro a las quebradas, a las cuevas, y vivíamos siempre cuidándonos. Cuando a veces ellos entraban, nosotros amanecíamos en lugares despoblados». A parte de la carencia de tranquilidad, lo que más impactó a las mujeres fue la necesidad de abandonar sus hogares y pertenencias para cobijarse en el campo. De este modo, si vivir cuidándose era fundamentalmente para los varones obviar el trabajo de la chacra y participar en las Rondas Campesinas, esta expresión indica para las mujeres la huida de sus casas y el cobijo más allá de espacio doméstico de la comunidad. Lloraba una mujer de Huayllay recordando los continuos saqueos y robos que practicaban tanto los militares como los terrucos. Ella contaba «... ellos entraban primero a las casas y saqueaban, y como las casas eran de paja incendiaron a una. Nosotros por miedo no podíamos apagar, entonces de una casa pasó a otra y a otra el fuego y se incendiaron cuatro casas conjuntas. Allí se quemó toda nuestra despensa: maíz, papa, trigo, cebada. Todo, todo se incendió y no teníamos nada para comer». «Padecíamos mucho de nuestra alimentación», decía otra señora, «... no había tiempo para cocinar y tampoco teníamos nada. Por otra parte ya no dormíamos en la casa, nos escapábamos, y sólo con la coquita mitigábamos el hambre, el frío, la tristeza. La mayoría de la gente vivíamos sólo comiendo la coquita, chacchando, ya no volvíamos a nuestras casas y no podíamos cocinar y nuestro hambre era distraído por la coquita». Todos estos sucesos que significan el tiempo sasachakuy originaron la ruptura de la costumbre en las pautas de comportamiento de las comunidades campesinas de Ayacucho. Una costumbre que viene a


ser garante de la salud y la vida. Los campesinos sintetizan el respeto, el cariño, el compartir y la permanente conversación con todo cuanto les rodea en «la costumbre». El no practicar bien, u olvidar estas costumbres, se manifiesta en el malestar del mismo hombre, de sus cultivos y sus animales (ibid.: 189). La costumbre de recordar a las entidades tutelares, la costumbre de la reciprocidad con todo cuanto rodea al runa, la costumbre de la ayuda mutua, la costumbre del cultivo de la chacra y la alimentación acostumbrada, sufrieron un quebranto que hasta el día de hoy no se ha logrado restituir. «Allí estábamos en una situación muy difícil, era una vida muy difícil». Esta dificultad para vivir se expresa en el enunciado del siguiente testimonio registrado por un miembro del PAR

en 2001. Unas palabras que condensan todo cuanto actualmente significa tiempo

sasachakuy: – «Como no sembrábamos casi nada, y como también nuestros animales se lo llevaron, sólo Dios sabe cómo comiendo sal y bebiendo agua hemos estado, como si nos lo arrebataran todo. Hasta el día de hoy seguimos sufriendo, las viudas hasta ahora siguen sufriendo, los bebes y los niños siguen sufriendo. Quedaron huérfanos de padre y de madre y ya otra gente crían a esos niños. Y en cuanto a la siembra también nos atrasamos y casi no teníamos ni qué consumir. No había mano de obra, y se pasaba la época de sembrío y nos quedábamos así porque estábamos abocados a cuidarnos. Y por todas estas razones nos acabamos físicamente. Envejecimos muchísimo por falta de alimento y por no dormir bien. Por las malas noches sufríamos en el frío, nos dolía la cabeza, nos hemos envejecido prematuramente. Mal dormimos y mal alimentados, en constante zozobra y angustia unos nos debilitamos totalmente y otros hasta quedaron ciegos. Conocimos los dolores de cabeza. Todo eso nos pasó.» – «¿Por qué sufriste más?». – «Por las constantes malas noches, por las constantes escapadas, por dormir al aire libre en lugares inhóspitos donde nos daba el aire, el frío, y cuando nos mataban llorábamos mucho y por eso perdimos la visión. Por tanto llanto hasta nuestra vista se apagó. Ya no estamos bien.» – «¿Qué es lo que más sentiste?». – «Mi cabeza, sí, mi cabeza me duele mucho. Ahora ya me duele todo el cuerpo. Cuando me apeno y reniego por algo, o lloro, o recuerdo los peligros que vivimos esas fechas y lloro, entonces mi cabeza duele mucho más, duele mi cuerpo, duelen mis huesos por demás. Hay momentos en que me siento bien y otros en que me pongo mal, y por eso he decaído físicamente, por eso ha llegado el raquitismo, por tanto sufrimiento.»


Sasachakuy fue no sólo un tiempo de lucha armada sino, además, un tiempo connotado por la enfermedad que viene a significar el fin del equilibrio y de las relaciones pertinentes con todo cuanto rodeaba al runa. Aún al día de hoy se comenta con frecuencia que entonces las personas estaban fuera de sí, como locas, que andaban por los cerros calatas (desnudas), asustadas como la pachamama, los puquios o los animales, según refería doña Severina Inostroza (ibid.: 194). Pero si vivir cuidándose, vivir extrañados y estar como abandonados son algunos de los tópicos mediante los cuales se evoca el tiempo sasachakuy, la expresión ya tampoco somos los mismos es el tópico que sirve de ilación para indicar la continuidad hasta el día de hoy de las tribulaciones que comenzaron con el inicio de la ‘violencia política’. La expresión de este cambio alude a tres cuestiones que entiendo han sido referentes esenciales de la identidad de la población campesina ayacuchana: la vigencia de un estilo de vida conforme con las tradiciones y los principios morales que garantizan la convivencia, la distinción de roles en función del género, y el propio cuerpo como reflejo de las correctas relaciones entre los hombres y de estos para con las divinidades tutelares. Ya se ha visto cómo la ‘violencia política’ supuso un quiebre en la vida cotidiana, y la manera en que éste se perpetúa hasta la actualidad en los casos de la población emigrada. «Bastante gente han vuelto, pero ahorita ya no son los mismos, están personas nuevas. El resto se han ido, ya no regresan. Otros han envejecido y ya tampoco somos iguales», comentaba una mujer de Huayllay. También he apuntado cómo a consecuencia del embate de la violencia sobre la población masculina, las mujeres tuvieron que asumir con rapidez los roles antes propios de los varones para salvaguardar el bienestar y el mantenimiento de la familia. Al respecto, una participante en los «conversatorios» sobre la violencia llevados a cabo por encargo del PAR decía: «Antes siempre el varón se diferenciaba porque estaba primero y último la mujer; siempre estaba relegada porque tenía que cocinar, lavar y ver a los hijos, y el varón hacía el quehacer del campo en la chacra. Pero ahora ya no somos iguales […] El varón, por ejemplo, tiene que lavar, cocinar; lo mismo las mujeres van a la chacra...». Igualmente he indicado el cambio corporal como mimesis de los cambios ocurridos en la sociedad: «Hemos vivido diez años en violencia, por eso somos enfermas. Nos hemos vuelto brutas. Lo que éramos antes ahora somos otras personas». Si antes del tiempo sasachakuy el estado normal del individuo era la salud, el bienestar, allim kay, ahora se encuentran condicionados por la enfermedad. Como ya he apuntado en varias ocasiones, en Ayacucho la enfermedad hace que el runa, el ‘ser humano’, se vuelva de otra manera, se convierta en otra persona; creo que este es el sentido de la reiterada expresión ya no somos los mismos. De una persona que goza de buena salud y cuyo estado anímico es favorable, se dice que tiene un «aire» (semblanza) característico, y la expresión empleada para designarlo es «allim kay», «vivo kay», «qali, qali, qali kay»; es


decir, estar ágil, estar bien y ser muy alegre. Por el contrario, se llama unquy, enfermo, al individuo decaído, y de él se comenta, como de la chacra abandonada y enferma, que está «sin aire» (ibid.: 158-160). Así, sin aire, sin vitalidad por las carencias que impuso la ‘violencia política’, por los saqueos de las comunidades y el susto permanente, se encuentran quienes han padecido los embates de la violencia en Ayacucho. Tal vez de modo similar a como cuando el granizo y la helada irrumpen sorpresivamente en las comunidades acabando con las chacras. Pareciera que la violencia, sea del tipo que fuere, afecta fundamentalmente a una de las más importantes entidades anímicas del sujeto, la ‘fuerza vital’ glosada como espíritu o ánima, aquella que tutela el comportamiento y nos habla de los desequilibrios sociales. Por último, y para concluir este epígrafe, quisiera remitirme a las palabras de don Albino L., natural de Huayllay, a uno de los entrevistadores del Programa de Apoyo al Repoblamiento en 2001: «... De llegar llegaron, pero no los conocía, venían por los cerros sorpresivamente. Ellos querían que nosotros nos uniéramos a ellos, y nosotros no quisimos porque era nuestro derecho vivir en nuestro pueblo bajo el consentimiento y amparo de nuestro Dios, respetando a nuestros semejantes y queriéndonos, obedeciendo a nuestras autoridades. Así vivíamos desde antes. A nosotros no nos gustaba el engaño de esas personas, tampoco ir contra la ley, todo eso analizamos y no quisimos estar del lado de ellos. No quisimos caer en sus engaños, y a consecuencia de todo esto nos tomaron por sus enemigos y nos fastidiaban constantemente. Aparecían sorpresivamente por los cerros e incomodaban a niños, ancianos, varones, mujeres… y en otras veces se los llevaban nuestros animales. No teníamos para comer, sin embargo a ellos, de donde sea, teníamos que alimentarlos. No aceptamos esta situación y vivimos momentos muy tristes […] Hemos pasado una vida muy lamentable. Ya no podíamos. Nos veíamos obligados a dejar a nuestros animalitos de casa abandonados y escapar sólo nosotros. Las autoridades nos llamaban, acudíamos, pero nosotros no nos hemos ido a ninguna parte, por eso hasta ahora seguimos viviendo esos años difíciles, porque nos hemos 28 visto obligados a dejar nuestras casas en nuestros pagos , allá arriba, y reagruparnos todos

aquí en Huayllay. Pero aún anhelamos retornar a nuestros lugares, a nuestros pagos de origen, porque no nos acostumbramos todavía aquí. Extrañamos el campo abierto. Quisiéramos reagruparnos y volver a nuestros respectivos pagos. Aquí no tenemos lo suficiente, con las justas hasta la leña conseguimos sólo para cocinar. Todavía no estamos tranquilos, nuestros animalitos están hasta tarde en los corrales y en otros casos hacen daño en chacras de los vecinos y eso nos genera problemas. No estamos cómodos ni a gusto aquí. Con este problema también nuestras tierras se han empobrecido, nada de lo que sembramos da buenos frutos, por eso hasta de alimentos padecemos los que sembramos en pequeñas cantidades.»

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Anexo de una localidad mayor.


«Hasta ahora seguimos viviendo esos años difíciles porque nos hemos visto obligados a dejar nuestras casas en nuestros pagos», decía este campesino cuando ya hacía años que la ‘violencia política’ se daba por terminada en Perú. Ello indica que el tiempo sasachakuy abarca mucho más que la década de ‘guerra sucia’, y que para la gente de las áreas rurales que aún viven reagrupados en localidades mayores, o los desplazados a la ciudad que no se han «acostumbrado» y no pueden retornar como lo hiciera doña Manuela, la violencia continúa aunque, como dicen, se haya tranquilizado. De este modo, lo que en múltiples ocasiones se engloba en las consecuencias de un conflicto, son en algunos lugares como Ayacucho el mismo conflicto en su vigencia. Entonces, si bien pudiera parecer que con el fin de la lucha armada se hubiera dado término al tiempo llamado sasachakuy, la continuación expresada en las narraciones que arrancan en los años ochenta de los sufrimientos, las amarguras por la supervivencia familiar y las enfermedades que se padecen al día de hoy, nos indican que la vida como era antes de la ‘violencia política’ continúa siendo difícil de realizar. Y aunque desde el punto de vista político la violencia tocó ya a su fin, desde la perspectiva popular el tiempo de ahora no es más que una continuación de la penosa situación de vida iniciada en la década de los ochenta.

... ELLOS ENTRABAN JUNTO CON EL RAYO, LA ESCARCHA Y EL VIENTO Cuando en las noches de vez en cuando el toro brama, los habitantes de Huayllay se dicen con mucha preocupación: «… seguro nuevamente algo va a pasar». Ya antes de la venida de los «años difíciles», del tiempo sasachakuy, algunos animalillos malagüeros andaban anunciando su llegada. Al respecto, le comentaba una mujer a un miembro del PAR hace aproximadamente cinco años: «Así fue, entró la perdiz y dormía allá en la torre, después el búho o la lechuza. También entró dentro de la ciudad el zorro, el acacllo. Luego los toros, las vacas lloraban en las noches anunciando la muerte de sus dueños. Cuando entraban los senderistas y hacían grandes fuegos y se iban, entonces todas las vacas, cual si estuvieran aullando, gritaban bramando con desesperación sin motivo aparente. A la vaca que lloraba, lo vendieron, a toro que igualmente lloraba, lo vendieron, porque eran malagüeros y anunciaban algo fatal». 29 29

Todos estos animales, bien por el medio que les es propio, bien por sus costumbres o atributos,

representan en cierto modo la idea que en Ayacucho se tiene de la ‘otredad’. En un análisis sobre las representaciones de los animales en la cultura quechua, Cayón Armelia (1971) señala que tradicionalmente el canto del búho cerca de las casas es interpretado como anuncio de la muerte de alguno de sus moradores. Canta: «tukú, kurutututu-tuukú kurutututu»; significando tukuy en lengua quechua «acabar», «terminar». Su canto dice entonces: ¡Termina!, ¡Termina! Por otro lado, en las comunidades se piensa que el zorro es el perro de los Apus, y a veces de los gentiles. Es considerado un animal dañino y a él se compara a los evangelistas y a los ladrones que niegan su participación en los robos. Chupasapa (rabón), se les dice a los evangelistas por no


Aún hoy, poco más de una década después del conflicto, en la vida actual de muchos ayacuchanos hay momentos especialmente sensibles en los que se teme un retorno del enfrentamiento armado; o indicios, como el bramido de un toro, que se interpretan como una vuelta del «senderismo». Los periodos electorales, como se puso de manifiesto en la introducción, y fundamentalmente las huelgas del sector educativo, son vividas por la población rural con gran tensión e incertidumbre, y las sensaciones de miedo, inseguridad e intranquilidad que fueron cotidianas tiempo atrás reaparecen nuevamente. Desde el inicio del enfrentamiento armado el miedo en Ayacucho dejó de ser arbitrario, y los hechos sociales que acontecen son examinados con relación al pasado de ‘violencia política’ que sufrió este departamento. Aún recuerdo la tensión y expectación con la que muchas personas vivieron la VIII huelga general del SUTEP (Sindicato Unitario de Trabajadores de la Educación Peruana) entre mayo y junio de 2003. Decenas de educadores llegados de todas partes del departamento acamparon en la plaza mayor de Huamanga. Trajeron sus colchones y frazadas (mantas), las ollas para cocinar y las pancartas rojas donde en letras blancas o amarillas podía leerse el eslogan: «Por una línea sindical clasista». La reivindicación respetuosa y pacífica de esta ocasión no sirvió de ejemplo para el año siguiente donde, nuevamente y durante los meses de junio y julio de 2004, se produjo otra huelga indefinida en Ayacucho de una facción «radical» del SUTEP escindida en 2003 y encabezada por Robert Huaynalaya, Fuerza Magisterial (Comité Nacional de Lucha o Comité Nacional de Reorientación y Reconstrucción del SUTEP). 30 En ambas ocasiones, y

haber sido bautizados y no poseer compadres. La perdiz (yutu), en cambio, se dice que es la gallina de los Apus y representa a personas poco sociables que se andan escondiendo. Una especie de pájaro carpintero andino que hace sus nidos en los troncos vacíos de los árboles muertos es el acacllo (colaptes rupícola). También se le conoce con el nombre de «pito» o «gargacho». Por su parte, más el toro que la vaca, es en los Andes símbolo del viento, y se relaciona directamente con ciertos fenómenos atmosféricos como el arcoiris y con personajes míticos como los hermanos ociosos (Muñoz Bernand 1986: 149-151). De este modo, esta mujer está efectuando una comparación entre los miembros del

PCP-SL

y distintos animales que simbolizan la muerte,

lo foráneo y la ruptura con la sociedad. 30

El 21 de junio de 2004 los maestros de Ayacucho acatan una huelga indefinida convocada por Fuerza

Magisterial en demanda de aumentos salariales y del reconocimiento de su gremio por las autoridades de educación. Un día después, los profesores toman los locales de la Dirección Regional de Educación de Ayacucho (DREA) y el Centro Artesanal Nagasaki. Cuatro días más tarde, aproximadamente 200 maestros aprovechan la puesta en marcha de una feria artesanal para apoderarse de la sede de la Municipalidad. En la madrugada del 1 de julio, la policía ingresa sorpresivamente a la

DREA

y la Municipalidad para desalojar a los

ocupantes, quienes se vuelcan en convocar a la población. Después de estos acontecimientos se produce una sucesión de hechos violentos que tienen su inicio en los disturbios ocurridos en Ayacucho el día 2 de julio. Los locales de la municipalidad, las sedes del Gobierno Regional y del Poder Judicial son atacados por los manifestantes, resultando parcialmente quemados. El hotel San Francisco, propiedad del alcalde ayacuchano D. Gerardo Ludeña, y su domicilio, sufren la misma suerte. Los enfrentamientos dejan una treintena de heridos.


como viene aconteciendo desde 1979, fue inevitable la asociación política de algunos huelguistas con Sendero Luminoso. D. Omar Quesada, presidente del Gobierno Regional, declaraba públicamente la posibilidad de que en las protestas pudieran haber infiltrados del PCP-SL;

afirmación que igualmente defendió el Presidente del Consejo de Ministros D.

Carlos Ferrero Costa. Ya en los comienzos del «senderismo», en 1978, se produjo entre los meses de mayo a julio una huelga indefinida del SUTEP que volvió a repetirse al año siguiente. En 1979 la huelga magisterial duró tres meses, de mayo a septiembre, y se convirtió, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), en eje del movimiento popular y en punto de convergencia de las distintas fuerzas de izquierda. Coincidencia o no que estos paros y protestas se efectúen durante los mismos meses del año, para la gente de a pie tal asociación parece contener, además, raíces más profundas que relacionan distintos modos de violencia con determinados periodos anuales que en el pensamiento andino encierran una elevada carga simbólica. En la sierra ayacuchana el año se encuentra dividido en dos ciclos climáticos: la estación de lluvias, puquy, entre noviembre y abril, y chiraw o estación seca que abarca los meses de mayo a septiembre aproximadamente. Me comentaba al respecto doña Manuela Fernández que «... en la época de abundancia, en la época de lluvias, no hay enfermedades porque la lluvia lava todo y se lo lleva todos los males. Linda es esta temporada. Todo es vida, todo es verde, hay abundancia de todo [...] En la otra temporada, chiraw, es de carencia de lluvias, ya también todo es seco como ahora. Allí vienen las enfermedades que son pasajeras o viajeras [puriq unquy] y las que crecen [wiñaq unquy]». También durante este tiempo de sequía, concretamente en los meses de junio y julio, se teme la presencia de la helada y el granizo que afectan al sembrío y a los ganados tiernos. Ya en 1976 sugería Isbell que estos dos periodos del año podían contener mensajes simbólicos, y advertía, efectuando una sobreposición de los doce meses del calendario incaico descrito por Guamán Poma con estas dos estaciones naturales, que el tiempo de sequía, chiraw, era un tiempo significado por las actividades del estado (censo, distribución de tierras, etc.). El breve análisis de estos indicios, y las exégesis del pandillaje, nos están remitiendo al fortalecimiento de una categorización ayacuchana de la ‘otredad’ durante el tiempo

También en esta ocasión se establecen conexiones entre estos hechos violentos y Sendero Luminoso, quienes se creen infiltrados entre los huelguistas. Sobre la cronología de estos acontecimientos, y sus conexiones con el PCP-SL,

ver Degregori (2005) y el discurso del Ministro del Interior, D. Javier Reátegui, a la Comisión Permanente

del Congreso el 7 de julio de 2004, ofrecido por la Oficina de Comunicación Social del Ministerio del Interior (OCOSMIN). Sobre el papel del magisterio ayacuchano en el conflicto ver Tomo III, Cáp. 3, punto 3.5: «El sistema educativo y el magisterio», del Informe Final de la CVR (2003) y Sandoval (2004).


sasachakuy, así como a la reafirmación de la noción de runa por oposición a las dos cualidades esenciales que definen y diferencian al otro: el ocio y el movimiento expresado mediante la idea de «caminar». Si bien en la actualidad son los pandilleros quienes caminan, años atrás la contundencia de esta expresión acaparó la violencia extrema ejercida por los miembros de Sendero Luminoso, quienes fueron llamados puriqkuna. «... Comenzó cuando una noche vinieron […] De ahí vinieron. Ahí estábamos tranquilos y de un momento a otro vinieron. Senderos seguramente habrán sido porque encapuchados con sacos entraron a la casa. Y esa noche también, creo, el cielo se puso bien oscuro, feo, feo, feísimo de un momento a otro; no había ni las estrellas, nada, feo, feo. Y de ahí lo sacaron a golpes a mi papá, así y... le estaban llevándole, por la carretera, por las chacras, hacia otro lugar, a la ceja de la... de Huallay, esa ceja. Y yo lo sijá [seguí] a su atrás, con una distancia, viendo, viendo, viendo y... ya estaba a la ceja de Huallay, por ahí, y uno viene y regresa. Le seguí y se fueron corriendo ya después. Me atajaría, y eso que estaba avanzando. Me detenió a mí, y conversando, y me dejó. Corriendo el otro se fue. Como era pequeño no podía alcanzarle y desaparecieron. Se desapareció detrás del cerro y volví en oscuras, ¿no? No podía caminar, todo.»

Pasados ya más de veinte años de los acontecimientos que Edward relata, aún al día de hoy recuerda cómo el cielo se oscureció hasta el extremo de opacar a las estrellas, y lo difícil que le resultaba seguir a esas personas que mostraban tanta habilidad para caminar por los cerros en la oscuridad absoluta de una noche cerrada. El caminar en estas circunstancias les valió los calificativos de tuta puriq (los que caminan por la noche) o puriqkuna (los que caminan). Con ellos se pretendía indicar que eran gente acostumbrada a deambular de un lugar a otro, aparentemente carentes de los vínculos afectivos hacia aquellos elementos que arraigan al campesino ayacuchano a su comunidad. Y se hubieron de imaginar entonces como otro tipo de personas, porque en Ayacucho la «gente común», los runas, pertenecen a una comunidad, viven en familia y del cuidado de la chacra. Tres años antes de que la señora Teofila me narrara el que se ha denominado «Mito de los hermanos ociosos», el cual pone en relación un modo de comportamiento, o de «caminar», con determinados fenómenos atmosféricos, doña Marcelina C. L., haciendo memoria de los acontecimientos ocurridos durante los años 80 en su comunidad, Huayllay, le narraba a un miembro del Programa de Apoyo al Repoblamiento lo siguiente: «Moriremos todos, decíamos pues. No estábamos tranquilos porque cada vez que venían mataban a las personas y vivíamos con mucho ‘susto’. Cuando transcurría un tiempito ya estábamos en zozobra cuidando por qué cerro iban a entrar. Ellos entraban junto con el rayo, la escarcha


y el viento». 31 Con esta asociación entre los miembros del PCP-SL y el viento, la escarcha y el rayo, en definitiva con el ocio, parece que los campesinos están efectuando un ejercicio de substracción de humanidad a estos individuos cuya forma de «caminar» se hallaba en oposición a los modos de conducta que definen al runa. Así bien, más allá de la veracidad de que los terrucos en muchas ocasiones aprovecharan la oscuridad de los cielos para hacer su irrupción en las comunidades, se está indicando, como ya lo hiciera en su día Fray Domingo de Santo Tomás aludiendo a las palabras de Eurípides y Platón, que tales individuos eran malos ciudadanos y representaban a la misma muerte. La ociosidad, decía Fray Domingo en su «plática» para todos los indios, «no es otra cosa sino una sombra y figura de la muerte» (1560). Como imagen de la muerte, como rayo, escarcha o viento, o como granizo, ventarrón y racha, fueron pensados «los que caminan», los puriqkuna. Ellos, al igual que estos personajes que hacen enfermar al individuo, provocan su muerte y echan a perder las cosechas, fueron un día hombres verdaderos. Gentes que igual que ellos se dedicaron al cultivo de la chacra, actividad cuyo abandono y comportamiento impropio les supuso perder la humanidad y la corporalidad que un día tuvieran. En esta línea, los campesinos de las alturas de Huanta (provincia de Ayacucho) le contaron a Kimberly Theidon (2000 y 2003) mientras realizaba su trabajo de campo, que los senderistas siempre atacaban desde la puna y que, con frecuencia, llegaban junto con el viento, haciéndose casi imperceptibles. 32 Ella ya advirtió que el enfrentamiento entre los campesinos de la misma comunidad o comunidades anexas, principal aspecto de la que se ha denominado ‘guerra sucia’, fue acompañado por la construcción de diferencias en base a una lógica moral binaria que distinguía a los terrucos del runa. La construcción de la ‘otredad’ en este contexto de violencia se basó fundamentalmente en categorías morales, como los propios nombres dados a los miembros del PCP-SL lo indican, lo cual tuvo 31

«Lliwchanchikchiki

wañusun

nirqanikum,

sapa

hamus

pankum

wañisyta

apamunku,

chaymi

mancharisqallaña kawsarqaniku. Ña achka niraq punchawruna pusaruptinqa, pawaq pawaqllañam kaq kanissu. Mayhin urqutach hamurunqaku nispayku urqukunata qawaq kaniku. Illapawan kuskam, qasawan, wayrawan kuskam qamuqku...». 32

En la puna y en los cerros, en contraste con el espacio civilizado de la comunidad, viven las cosas no

domesticadas. Es el lugar de procedencia de muchos personajes míticos y fenómenos atmosféricos a los que el runa tiene cierto respeto y temor. Es el espacio por antonomasia de las qarqachas, incestuosos convertidos durante la noche en «llamas demoniacas», de los condenados, de las uma puriq o «cabezas voladoras» de brujas, del ñakaq o «degollador» con el que en numerosas ocasiones se identificó a los terrucos, y de donde vienen las puriq onqoy buscando al individuo desafortunado que se cruce en su camino. A propósito de todos estos seres ver, por ejemplo, Cavero Carrasco (1990); Tito Dávila (1993); Ansión (1987, 1989); Morote Best (1988). Expresiones de esta dualidad de espacios y de formas de movimiento asociadas a ambos campos semánticos se manifiestan, además, en la música (Martínez Cereceda, 1990, 1996 y 1998) y en los textiles andinos (Cereceda, 1993).


irremediablemente consecuencias corporales que se traducían en una pérdida de humanidad. Le comentaba un hombre: «Los matamos y vimos sus cuerpos. Algunos eran mujeres. Tenían tres ombligos y su sexo estaba en otra parte. Yo los vi». Otras personas le decían que «... los malafekuna tenían una marca abrasada en la misma carne de sus antebrazos. Todos llevaban la marca». Opino, a diferencia de lo que Theidon expresa (2003: 121), que las oposiciones morales obligaron, como parece indicar el mito, a una reconstrucción del cuerpo de los terrucos. Ello explicaría, como bien subraya después, que para convertir nuevamente a los senderistas en seres humanos, para volver a considerarlos runa igualña (gente común como nosotros), fuera fundamental para los campesinos el arrepentimiento y el perdón público, el respaldo de una familia y la asignación de las chacras ya abandonadas a los que los comuneros denominaron «recogiados» (refugiados). Mama Marcelina le contaba al respecto: «Para que pudieran trabajar la comunidad dividió las tierras, para que pudieran construir sus casas les daban tierra y chacras para trabajar. Todavía están trabajando, y como nosotros están comiendo. Se han vuelto runa masinchik (gente con la que trabajamos, gente como nosotros)» (ibid.: 134). En oposición a estas palabras, las que me dijo Rodelia Ochoa una tarde cuando me comentaba cómo los terrucos entraban casa por casa apuntando el nombre de las mujercitas y los varones jóvenes para después «llevarlos». «A mi prima también se ha llevado, la ha llevado. Tenía veinte años, el otro mi primo tenía dieciocho años. A ellos lo han llevado. Lo han capturao, lo han llevao... pero cuando tenía como tres meses se ha escapado y dice que dormían en cierro [cerro], así... bajo de ichu, ichu, paja y cierros pe [pues]. Así, en adentro dice que metían, ahí dormían. No soportaba hambre, hambre era lo que no soportaba y hacía tomar pólvora. Pólvora nomás tomaban dicen». Por ello, el ocio, el movimiento y su opuesto, el trabajo en la chacra, desempeñan un papel esencial para pensar en categorías andinas de identidad, así como en su resignificación en escenarios de conflicto. Estos aspectos vienen sirviendo de base para expresar modos de violencia sólo aparentemente distintos en esta región del Perú. Para concluir, decir que los desplazamientos forzados a los núcleos urbanos, las salidas nocturnas para hacer la ronda, la huida con el fin de refugiarse en puquiales, cuevas o quebradas; las incursiones de los senderistas en las comunidades, y su entrada desde los cerros junto con los vientos; el tránsito de pandilleros por los asentamientos humanos y sus andanzas nocturnas por el centro de la ciudad, o el pulular de personajes del folklore que han quebrantado alguna de las normas sociales que velan por la salud y la vida, nos están indicando que la violencia en Ayacucho es un hecho que como ningún otro impone la idea de movimiento a su ejercicio. «Los que caminan», puriqkuna, llaman las gentes del campo ayacuchano a los terrucos. Pero lo cierto es que Ayacucho, en este tiempo sasachakuy,


está de uno u otro modo en movimiento permanente. Precisamente por ello es posible hablar de violencia en un sentido amplio y actual, porque aquellos que construyen su identidad y corporalidad en base al arraigo a la tierra y al cuidado de la chacra han tenido que desenraizarse de ella para sobrevivir, y hubieron de imaginar los modos de solventar sus semejanzas con esos otros que entendían se movían por propia voluntad. Como he tratado de ilustrar a lo largo del artículo, el establecimiento de diferencias corporales, bien en términos de enfermedad o de metamorfosis propiamente dicha, ha salvaguardado la identidad del runa. De este modo, este movimiento, que explícitamente supone desplazamientos de personas de un lado a otro, conlleva también unos ajetreos neuronales que conducen a la afirmación y construcción de categorías de pensamiento referentes la identidad en un contexto en donde los encuentros y las confrontaciones fueron múltiples.

Agradecimientos: El trabajo de campo que sirve de base para este artículo fue, en parte, realizado gracias a la participación en el proyecto «Supresión de los traumas de la violencia en jóvenes de Ayacucho a través del conocimiento de valores tradicionales de la cultura quechua», dirigido por el profesor D. Julián López García. Por otro lado, la Fundación Ramón Areces me proporcionó el apoyo y el financiamiento necesario para continuar con la investigación. Asimismo mi agradecimiento a distintas instituciones y ONG ayacuchanas como TADEPA (Taller de Promoción Andina) y PAR (Programa de Apoyo al Repoblamiento)

por

la

documentación

de

diferente

índole

que

me

cedieron

desinteresadamente. A Chirapaq (Centro de Culturas Indígenas de Perú) por facilitarme el trabajo en algunos asentamientos humanos de Huamanga, y a la Madre Covita y sus colaboradoras del Hogar de las Hermanas Dominicas del Rosario por proporcionarme decenas de entrevistas con población desplazada del campo ayacuchano a esta ciudad. También mi gratitud al profesor D. Antonio Sulca Effio y su esposa, Dña. Inés Acosta Chávez, por las transcripciones del quechua al castellano y viceversa que fueron esenciales a la hora de comprender algunos conceptos que se analizan en estas páginas; y a los profesores Jesús Adánez, Julián López, Manuel Gutiérrez y Pedro Pitarch por sus sugerencias y comentarios. Mi agradecimiento infinito y admiración a todas aquellas personas (fundamentalmente mujeres) que amablemente, y en un contexto de desconfianza generado por la violencia, me narraron sus historias de vida y me hablaron de «los que caminan». También a quienes aún el temor hacía guardar silencio, porque sus silencios me motivaron a escribir estas páginas.

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