Iscreb Llicó Inaugural Curs 15-16

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Los caminos de la literatura hacia Dios Sobre el valor de la ficción narrativa y del artificio retórico para la fe cristiana Gabriel Magalhães1

Profesor del Departamento de Letras en la Universidad de Beira Interior y miembro del “Centro de Estudos Comparatistas” de la Universidad de Lisboa.

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Permítanme que comience por expresar la gratitud que debo al profesor Antoni Matabosch, la persona que me invitó a estar presente hoy aquí ante ustedes. Esta presencia empezó a perpetrarse en un desayuno en la hospedería de Montserrat, donde ambos nos encontrábamos, y todo sucedió paladeando el célebre chocolate matinal de la abadía. Les confieso que esta invitación me asustó: no soy teólogo, sino un simple curioso de todas las espiritualidades. En fin: un coleccionador de las mariposas del alma, que no posee diploma de entomólogo. Al final, acepté, quizá un poco debido al embelesamiento provocado por el chocolate del monasterio, quizá también porque, cuando se trata de hablar del Señor, uno debe decir “presente”, en un tiempo de tantas ausencias espirituales. Estar aquí ante ustedes, en el “Institut Superior de Ciències Religioses de Barcelona”, es, para mí, un gran honor. Querría saludar a las personas presentes, en primer lugar a su eminencia reverendísima el cardenal Lluís Martínez i Sistach, bien como a todas las autoridades religiosas, y también a las civiles. Una palabra muy especial para los profesores y los alumnos de esta institución, diciéndoles de entrada que enseñar, aprender las cosas de Dios no es, como espero demonstrar, entretenerse con dinosaurios culturales, sino estar en el lugar donde mejor se comprende el presente y donde con más esperanza se otea al futuro. A todos, pues, sin excepción, agradece este portugués que les habla en castellano, porque una parte de mi vida es española, sintiéndose muy honrado por encontrarse en Catalunya, cuya gran cultura y hermoso idioma respeta y admira profundamente. Cuando empecé a preparar esta lección sobre literatura y espiritualidad, me sentí perdido en dos océanos: el amplio Atlántico de tantos milenios de

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creación literaria y el inmenso Pacífico de la larguísima historia de las materias espirituales. Ante estos horizontes asustadores, por lo que tienen de inmensos, me di cuenta de que corría el serio riesgo de naufragar, cometiendo la grave indelicadeza de arrastrarlos a ustedes conmigo en ese desastre. Todos, pues, estaríamos aquí, en este aula, a la deriva en una balsa, agitando pañuelos desesperados. De hecho, los caminos de la literatura hacia Dios es uno de estos tema sobre los cuales se puede ir diciendo todo, y al final no se ha dicho nada. Había, pues, que construir un barco para que esta singladura no se perdiera. Y la madera del casco de esa nave que ahora les propongo para nuestro viaje consiste en dos puntos específicos del campo literario: el de la ficción narrativa y el del artificio retórico –de las figuras de estilo–, que analizaremos en relación con la fe cristiana. Para hacerlo recorreremos la obra de autores místicos como el beato Ramon Llull o santa Teresa de Jesús, pero también visitaremos los libros de Cervantes, de Calderón, de Neruda, de Kafka o de Pessoa. De forma que ya tenemos velas, que serán las páginas de estos escritores, laicos y consagrados. No obstante, el timón y la brújula de esta carabela espiritual serán –qué otra cosa podría serlo–, los Evangelios, mientras que en la bodega viajará toda nuestra memoria de la Biblia. Y la proa de esta navegación apuntará hacia ese futuro –que todos deseamos– en que se recupere la conexión entre literatura y espiritualidad, entre ciencia, razón y creencia, entre la fe y el mundo contemporáneo. ¿Ficción literaria? ¿Qué tiene eso que ver con creencia religiosa cristiana? Esto se preguntarán, creo yo, las personas presentes. Y recordarán, con razón, que –adaptando aquí un dicho portugués–, el cristiano huye de la palabra “ficción” como el diablo huye de la Cruz. De hecho, algo que siempre tememos es que los puntos esenciales de nuestra fe, como, por ejemplo, la encarnación de Dios en Jesus, su milagrosa concepción en María, su vida y sus muchos milagros, su muerte y su resurrección, se consideren como cuentos chinos, como fantasías. De forma que la palabra “ficción” suele ser un invitado peligroso en la mesa de la vida cristiana. Ya hay mucha gente insinuando que lo que anunciamos no puede ser, para que nosotros mismos nos ocupemos de la importancia de la ficción en nuestra fe. Pero, de hecho, esa ficción es relevante. Muy relevante, incluso. Y nosotros, los católicos, le damos un amplio margen de acción, sobre todo en las imáge-

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nes que nos permitimos. Esas creaciones visuales constituyen una hermosa cabalgata de fantasías. No sabemos cómo era la Virgen, pero dejamos que Rafael nos la retrate en sus Madonas de suave seda espiritual. Nada conocemos con seguridad sobre el rostro físico de Jesús, pero ahí están Velázquez, Caravaggio o el Greco, para sacarle una fotografía con sus pinceles. Le concedemos a Miguel Ángel el privilegio de que haga, en dos ocasiones, el reportaje en piedra del momento en que María tuvo en brazos a su hijo muerto2. Y todo esto son imaginaciones, que admitimos como tales, aceptando que las firmen sus autores: una virgen de Leonardo siempre será de Leonardo. Ninguno de nosotros ignora que no se trata, de ningún modo, de la María real. He dado una serie de ejemplos cultos, que quedan bien en esta circunstancia académica, pero lo mismo podríamos decir sobre el museo de las imágenes más populares del catolicismo. Murillo, quizá, nos podría valer como una transición: sus hermosas jóvenes cotidianas que se transforman en Vírgenes inolvidables nos recuerdan ese otro mundo de la fantasía religiosa de la gente sencilla. Una enérgica fuente visual de la que han brotado, por ejemplo, Señoras con muchedumbre de espadas clavadas en el corazón. Entramos en el álbum de las estampitas, donde a veces nos surgen manifestaciones de arte mayor, como los trabajos de “Aleijadinho”3, un gran escultor anfibio, con algo de artesano y algo de genio del barroco. Sin embargo, cuando salimos del ámbito encantado del mundo visual, culto o popular, en el cual nos permitimos casi todo, en el cual hay pintores que se pintan a sí mismos como “ecce homo”4, artistas que se representan como 2. Se trata de las dos versiones de la Pietà que hizo Miguel Ángel Buonarroti: la del Vaticano, tan célebre, y la menos conocida, inacabada, que se encuentra en Florencia. Cf. Frank Zöllner y Christof Thoenes, Miguel Ângelo: vida e obra, Köln, Taschen, 2010 (traducción portuguesa de Maria do Rosário Boléo y Francisco Paiva Boléo de un original alemán del 2008): pp. 26-37, 353-355. 3. Se trata de Antônio Francisco Lisboa, un artista que a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII trabajó en el actual Brasil, entonces imperio portugués, muriendo en 1814. Su estilo impactante articula elementos del barroco y del rococó con una clara huella de la artesanía popular. 4. El gran pintor portugués António Carneiro se retrató a sí mismo como “Ecce Homo”, en un lienzo que le había sido encargado por una institución social de inspiración religiosa: la Misericordia de Oporto. Cf. Laura Castro, António Carneiro, s. l., Edições Inapa, 1997, pp. 34-35. El cuadro no fue aceptado por la obra social que hizo el encargo, por considerar que no se había cumplido el programa iconográfico previsto, siendo después vendido al ayuntamiento de Matosinhos (Portugal).

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pellejos en el escenario tremebundo del Juicio Final5, creadores arrebatados, como Dalí, que dan a la figura de la Virgen el rostro de su amada6, en fin, cuando entramos en el terreno de la palabra, dejando atrás los hechizos de las imágenes, entonces nos atrincheramos, nos parapetamos detrás de la palabra “verdad”. Y ahí cerramos filas: todos es real, todo cierto en la Biblia y en sus Evangelios. Cuando se pasa de la pintura a la palabra ahí empieza la tendencia a la ortodoxia. Y, no obstante, los Evangelios están llenos de ficciones. Me refiero, por supuesto, a las parábolas de Jesús, que son eso que, en literatura, llamamos microrrelatos. O sea, que nuestro querido Jesucristo, a la hora de comunicar con la humanidad, no desechó las posibilidades de la narrativa de ficción y, muy concretamente, de ese cuento breve, a veces brevísimo, que es la parábola. No estoy con esto intentando probar que Jesús es un escritor: nada de eso. Travestir al hijo de María de otra cosa, vistiéndole la camisa a cuadros del revolucionario de izquierdas, o la toga grecorromana de filósofo ilustrado, constituye uno de los errores más frecuentes de quien pretende ocuparse de temas espirituales. No: a lo largo de esta conferencia, Jesús será siempre la segunda persona de la Santísima Trinidad, Dios hecho hombre. Pero también un Dios que cuenta cuentos, como lo hace una madre, todas las noches, a su hijo. No sé si se han percatado ustedes de la absoluta sencillez, de la total humildad de lo divino, que todos los días amanece el mundo, sin pedirnos una venia o un recibo firmado por nuestra parte de lo que acaba de hacer por nosotros. Uno de los problemas que tenemos los cristianos es esta costumbre de imaginar a Dios como algo demasiado grande, cuando en realidad lo prodigioso de Él es que sea sobre todo demasiado pequeño, de tal modo que su grandeza viva en la figura humana, sobre todo en los más pobres, más desvalidos de nosotros, acercándose, en cada segundo, al carácter infinitesimal de nuestros instantes. Dios es infinito, estereofónicamente eterno, se merece todos estos adjetivos esculturales, y muchos otros, pero cuidado porque esta 5. Es el conocido auto-retrato de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. El pintor se refleja en el pellejo de san Bartolomé. Cf. Gilles Néret, Miguel Ángel: 1475-1564, Köln, Taschen, 1998, pp. 78-79 (la traducción española de esta obra es de Carlos Caramés). 6. Me refiero a cuadros muy conocidos como La madona de Port Lligat (1950) o Corpus hypercubus (1954).

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grandeza puede ser como una venda en los ojos que no nos permita verlo entre los pucheros de santa Teresa7. Y Jesús es, pues, un Dios que cuenta cuentos8. Exactamente como lavó los pies de los discípulos9, o pidió perdón para los que lo crucificaban10. Todo entra en esta lógica de ser mayor su infinitud cuando se hace más pequeña. ¿Por qué usó el hijo de María esos microrrelatos que son las parábolas? Ya se han dado para esto motivos históricos contextuales y teológicos, muy bien presentados11. Yo querría, hoy y aquí, presentarles una serie de justificaciones literarias. O sea, ver esta cuestión desde el prisma del profesor de literatura, profesión que ejerzo, y de novelista, afición que también cultivo, sin dejar de ser el creyente que les habla. En primer lugar, digamos que a los seres humanos las narrativas nos encantan porque en ellas se realiza nuestra humanidad. De hecho, un animal funciona como una colección de momentos: entusiasmados en el caso de los perros, o altivamente señoriales en el caso de los gatos, vertiginosos y cantados en la vida de los gorriones. No niego que un animal aprenda materias pavlovianas y que identifique a personas, pero vive sobre todo en cada momento, y no carga con el peso de saber que su vida es una historia, eso que solemnemente llamamos una biografía. Los animales tienen vida, y la tienen intensamente, pero no tienen biografía. No sufren el peso del pasado, ni las agonías del futuro: todo, o casi todo, es en ellos presente.

7. La célebre afirmación se halla en el Libro de las fundaciones, capítulo 5, justo en la conclusión del número 8: “Pues, ¡ea!, hijas mías, no haya desconsuelo, cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y exterior.” 8. Hay otras dimensiones en las palabras de Jesús. Por ejemplo, cuando lo que dice funciona como vocablo genesíaco, origen de milagros: palabra divina, tan creadora y poderosa como la del Padre. El profesor Josep Otón lo explica muy bien: Josep Otón, La mística de la Palabra, Maliaño, Editorial Sal Terrae, 2014, pp. 29-30. En este estudio nos ocuparemos sólo de la palabra narrativa que se manifiesta en las pequeñas historias que Jesús cuenta. 9. San Juan, 13: 1-20. 10. San Lucas, 23: 34. 11. Creo que el gran clásico sobre el tema es la obra de Joachim Jeremias, Las parábolas de Jesús, un texto al que sólo he logrado acceder a través de una reseña de Julio Fontana. Otro libro muy interesante: Padre Gonçalo Portocarrero de Almada y Zita Seabra, As palavras da Palavra: dicas sobre as parábolas de Jesus, Lisboa, Alêtheia, 2013.

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Por consiguiente, el ser humano, además de un animal racional, es también una narrativa. Y, por ello, sólo nos sentimos felices cuando sentimos que nuestros días se enhebran en una historia: construyen un recorrido con paisajes pasados y horizontes de porvenir. Para ser hombre, tenemos que asumir un trayecto: una peregrinación. Nuestra historia termina siendo nuestro verdadero DNI. Todo lo humano genera narrativas: personales, en el caso de cada uno de nosotros, colectivas, en el caso de las naciones a las que pertenecemos. Y todo eso configura la misteriosa historia de la humanidad. Pero, a pesar de todo esto, podemos tender a vivir como los animales: centrándonos en el abismo del instante. Y todos sabemos que esto puede ocurrir: se trata, incluso, de un fenómeno muy contemporáneo, aunque, por supuesto, también se puede rastrear en todas las épocas. Dejamos así a un lado nuestra humana condición para explorar cada segundo de nuestro cuerpo en una apasionada investigación de la piel de los momentos, que termina dejándonos vacíos de todo lo que somos. Y, como Jesús sabía que esto puede ser así, nos llamaba a regresar a nuestra humanidad, a través de una historia, de un cuento, que nos obligaba a volver a nuestra propia historia, al cuento de nuestra vida. De hecho, leer o escuchar un relato siempre implica pensar también, un poco, en nuestro propio recorrido. De esta forma, a través de una narrativa, despertamos de la hipnosis, del sonambulismo de los quehaceres cotidianos. Y así tenemos de nuevo, delante de nosotros, el horizonte de ser personas. Este estado de enajenación se describe muy bien, en los Evangelios, en la historia del hijo perdido12. De hecho, este joven decide abandonar su camino: su existencia pierde el hilo de tener un sentido. Ya no es la construcción de algo, un edificio de gestos, de rumbos que se alza día a día. Al contrario, su vida se transforma en un delirio de instantes, en un centelleo de placeres, en una borrachera de goces caóticos. Nos dice Lucas que “desperdició sus bienes viviendo perdidamente”. El adverbio “perdidamente” es aquí esencial: este muchacho ya no sabe hacia dónde va. Se ha borrado el mapa que brillaba en su espíritu: esa cartografía de luces secretas que alumbra nuestra singladura.

12. San Lucas, 15: 11-32.

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Jesús siempre intenta que dejemos de vivir “perdidos”, olvidados de nuestra dignidad. De hecho, este participio se va conjugando en los Evangelios, sea asociado a una oveja13, o a una dracma14. Las parábolas pretenden, precisamente, que nos acordemos de que somos humanos. Algo que se nos olvida con facilidad. Pero no es esta su única finalidad. Sirven también, en segundo lugar, para entrever, para columbrar el sentido del mundo. En efecto, las historias, sean parábolas o no, también valen para eso. Los niños, por ejemplo, aprenden la textura de la realidad ensayando el teatro de la vida con los cuentos que cuentan a sí mismos. Y lo mismo nos pasa a los adultos: determinadas novelas nos aclaran el sentido del escenario social, histórico que nos ha tocado vivir. Son libros que cambian nuestra visión de lo real. Por consiguiente, Jesús, al actuar así en sus microrrelatos –dándoles a sus historias la capacidad de desvelar la lógica de las cosas–, está usando una de las posibilidades del arte narrativo. Veamos un ejemplo de esto en la célebre parábola del trigo y de la cizaña15. En este relato, se nos explica uno de los grandes enigmas de la vida: por qué el mal permanece en el mundo. Algo que, con frecuencia, nos parece una injusticia: casi una prueba de la inexistencia de Dios. El Mesías nos dice que ello ocurre porque el bien y el mal están de tal manera mezclados, que eliminar la maldad ahora mismo podría conllevar la condenación de algo que, con el tiempo, llegaría a ser bueno. En fin, esta parábola nos explica, de este modo tan sencillo, pero tan meridianamente claro, el misterio de la permanencia del mal, que es en el fondo un plazo dado al bien para que crezca hasta su espiga de mayor altura. Otra parábola fundamental por lo que tiene de revelación de la lógica cósmica es la que se centra en el salario de los trabajadores del viñedo del Señor16: a todos se les paga lo mismo, aunque hayan trabajado más o menos, lo que conlleva aceptar que la justicia divina se basa en criterios de bondad absoluta, que van mucho más allá de nuestros enjuiciamientos todavía muy

13. San Lucas, 15: 3-7. 14. San Lucas, 15: 8-10. 15. San Mateo, 13: 24-30. 16. San Mateo, 20: 1-16.

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marcados por el egoísmo, y a veces incluso por el odio y el resentimiento. Por consiguiente, siempre habrá en los diagramas de la providencia líneas que no entendemos, raros círculos dibujados por el compás de Dios. Además, en tercer lugar, las historias sirven para investigarnos a nosotros mismos. Eso hacen los niños y las niñas cuando se imaginan en distintos papeles, a lo largo de sus juegos: aprenden su propia valentía, haciendo de valientes, en forma de vaqueros o de tortugas ninja. En las historias que se cuentan a ellos mismos, ensayan sus personalidades, sea presumiendo de princesas o ejerciendo de policías o, incluso, corriendo la suerte de los ladrones que se escapan del imperio de la ley y del orden. Lo mismo hacemos los adultos cuando leemos una novela: seguimos con ese juego, decidiendo si queremos o no queremos ser Quijotes, ser don Juanes, ser coroneles Aurelianos Buendías, o, en clave femenina, regentas de Clarín, Laurencias de Lope, niñas malas de Vargas Llosa. Todos los libros donde se cuentan historias son como espejos donde se reflejan distintos posibles rostros nuestros. Este es uno de los motivos de que, en determinados momentos, una obra literaria nos enganche poderosamente. Ello suele ocurrir cuando ese libro posee la capacidad de convocar todas las máscaras de nuestra alma, todos los heterónimos –diciéndolo en clave pessoana– de nuestro ser. Se trata, por ejemplo, de novelas que leemos al borde del abismo de nosotros mismos, completamente fascinados por el asombro de que un escritor haya sido capaz de iluminar lo que llevamos escondido por dentro. Y de decirnos, a través de la encrucijada de varios personajes, cuáles son las distintas sendas por donde puede encarrilarse nuestra biografía. Es como si viéramos nuestro pasado y nuestros posibles futuros en la película de aquellas páginas. Son muchas las parábolas de Jesús que colocan ante nuestros ojos esas diversas posibilidades de nuestra vida: ello ocurre, por poner un caso, en la del buen samaritano17. La historia nos plantea el dilema de ser como este hombre generoso, o como el sacerdote o el levita que pasan de largo. Se trata de distintas opciones que surgen ante nuestra libertad de elección. Ocurre exactamente lo mismo en la parábola del gran banquete18: somos libres de no 17. San Lucas, 10: 25-37. 18. San Mateo, 22: 1-14. También en san Lucas, 14: 16-24.

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comparecer, como hace la mayoría de los invitados, o de ir sin el traje nupcial, o sea, estar sin estar preparado para estar donde estamos, como desgraciadamente ocurre con muchos creyentes oficiales, a los que se les olvida el traje más verdadero de su alma. En la misma línea encontramos la parábola de los dos hijos19: el que dice que va y después no va, y el que, negándose en un principio, finalmente se decide por la afirmativa. Todo esto constituye un museo de posibilidades humanas, entre las cuales elegimos nuestro propio camino. Quizá sea por esto que estas historias saben tanto a desafío. Jesús nos las propone y, a menudo, las concluye con una interrogación: “¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”20, pregunta el Mesías al doctor de la ley, que también lo había interpelado previamente a la narrativa de la parábola del buen samaritano. De hecho, sentimos que estos cuentos son preguntas sobre lo que queremos ser: sobre el sentido que, una vez conocida nuestra dignidad humana, queremos dar a nuestros pasos. En mi caso, la parábola de este género que más me ha desasosegado es sin duda la de los talentos21: todos somos ricos, un talento, o una mina, es un valor inmenso. Pero ¿qué haremos con ese capital, que constituye también una enorme responsabilidad? En cuarto lugar, las historias, las ficciones tienen también una cuarta y curiosa finalidad: sirven para decir la verdad en un mundo que nos impone sus mentiras. Cada época existe bajo el peso, bajo la sombra de las falsedades que toca respetar en ese tiempo. Normalmente, todas esas patrañas se articulan de algún modo con los intereses de grupos dominantes. Intereses tan cruciales, que el fundamento ideológico de su existencia no se puede de ningún modo discutir. En la España del siglo XVII, el poder de la nobleza constituía un hecho objetivo, concreto –una piedra donde uno tropezaba cada día–. No obstante, a través de la fábula literaria, sea ella la historia de Fuente Ovejuna, escenificada por Lope, o El burlador de Sevilla, con su noble D. Juan, pueden los autores criticar a este estamento.

19. San Mateo, 21: 28-32. 20. San Lucas, 10: 36. 21. San Mateo, 25: 14-30. En san Lucas, como sabemos, los talentos se transforman en minas: 19: 11-27.

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Lo mismo pasa con el Qujjote: en una sociedad de heroísmos oficiales, la novela de Cervantes nos permite reírnos un poco de esa heroicidad, aunque sigamos respetándola e incluso queriéndola con una parte de nuestro corazón. La ficción es la verdad que se puede decir, declarándola de entrada como mentira, de manera que sea tolerable para los poderes fácticos de las grandes burlas sociales. Podríamos decir que los novelistas son un poco como los juglares, a los que se permiten cosas intolerables cuando perpetradas por otras personas. En la ficción se incuba, en un sistema social, el proceso de llegada a la conciencia de la verdad. Jesús también vivió en una sociedad esposada por la mentira. Y también Él, que era la verdad, usó la ficción para afirmar realidades que resultaban inaceptables para su época. En la parábola del buen samaritano, que ya hemos comentado, queda claro que la religiosidad oficial no tenía la profunda autenticidad de los gestos de las buenas personas de cada día. Se trata de algo que Jesús plantea como historia inventada, pero que sentimos ser cosa real. Algo que no se podía decir, pero que así, ficcionalmente, se dice. Lo mismo ocurre con la espantosa parábola de los labradores homicidas22: de nuevo en clave de fantasía, Jesús escanea la mente de sus enemigos, diciendo, fantásticamente, lo que en ella existe realmente. No es que Jesús actuara así por miedo: sencillamente a veces hay cosas tan insoportables que sólo de esa manera ficcional se pueden decir. ¿Cómo explicarle a un asesino que está pensando matarme, sin generar un ambiente de odio descontrolado? Quizá la ficción nos sirva para ello. Estas fantasías que dicen la verdad no manifiestan, de hecho, ningún temor por parte de Jesús, sino lo que siempre pauta su comportamiento: el amor. Servirse de lo posible en vez de machacar con lo real revela una vez más la infinita delicadeza del Salvador. Jesús, que era la verdad, que es la verdad23, usó, pues, la ficción. Se sirvió de un género literario para acercarnos al misterio del universo. Y aquí entra una de las finalidades más importantes de las parábolas: se trata de darnos tiempo de conocer nuestra alma y de decidir con serenidad. Jesús no quiere presentarnos la luz de la verdad de golpe, en un momento de vértigo que

cegaría absolutamente nuestros ojos acostumbrados a las tinieblas. Toda esa luz, a pesar de su bondad, terminaría en ofuscamiento. La parábola funciona, ya lo sabemos, como una linterna, una media luz, que permite que nuestras pobres pupilas pecadoras vayan aprendiendo la claridad. Por ello, Jesús dice aquello de que a los apóstoles todo se les revela, pero a los demás las cosas se presentan en parábolas, “porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden”24. Se trata, pues, visto que todavía no ven, de que vayan viendo poco a poco; visto que no oyen, de que vayan empezando a oír y a entender. La parábola surge, pues, como un ejemplo más de la infinita paciencia divina: un modo más del amor. Creo que esto nos obliga a lanzar una mirada nueva al Antiguo Testamento. De hecho, como dijimos al principio, cuando entramos en el terreno de lo escrito, de la “escritura”, los cristianos a veces nos empeñamos en afirmar que todo es, literalmente, cierto. Cuando, al contrario, debemos considerar que, si el Salvador se sirvió de la ficción en su trabajo de evangelización, resulta natural que en el corpus veterotestamentario nos encontramos con secciones que sean también de tipo ficcional. Se tratará siempre, como en el caso del Mesías, de historias no reales, no objetivas, que pretenden llegar a la verdad, aunque lo hagan por el camino de la imaginación. Y el hecho de que no sean relatos históricos, verificables por algún tipo de arqueología bíblica, no les retira una pizca de grandeza. Inútil, pues, discutir si Dios efectivamente creó el mundo en siete días. Es tan baladí como discutir si Dulcinea era o no natural del Toboso. El Génesis, en mi modesta opinión, funciona como una ficción inspirada, en la cual, a través del velo de la imaginación, nos surge el resplandor de la verdad: hay un Creador, alguien que ha pensado una obra majestuosa, marcada por un movimiento evolutivo –para el cual los días de la semana actúan como alegoría–, y en la cual el ser humano ocupa un lugar particular, de clara eminencia. En este sentido simbólico, literario, nada de lo que leemos en el primer libro de la Biblia contradice los postulados científicos y las observaciones hechas por los investigadores.

22. San Mateo, 21: 33-41. 23. San Juan, 14: 6.

24. San Mateo, 13: 13.

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Dejo a las especialistas la determinación de qué apartados bíblicos deben ser leídos en clave ficcional. Vuelvo a recordarles que esta es sencillamente otra mejilla del rostro de la verdad. No ignoro que, a veces, será difícil separar la inspiración que siguió el camino de la fantasía, de aquella que representa un registro, una memoria más precisa de hechos concretos. Sabemos, quienes trabajamos en el ámbito de los estudios literarios, que estas fronteras no siempre son fáciles de dibujar en el mapa de lo que se ha escrito. Pero les propongo que acepten lo siguiente: no debemos tenerle miedo a la ficción como parte de la verdad, porque el mismo Jesús, que es nuestro guía, tampoco lo tuvo. De hecho, la Encarnación del Salvador no puede ser vista nada más como un fenómeno físico: algo que tiene lugar prodigiosamente en la flor suprema del vientre de la Virgen María. Jesús también encarna en el útero mucho más vasto de todo lo humano, con excepción del pecado. Encarna, pues, también en el lenguaje, y en sus diversos usos, entre ellos uno capital: el de contar historias. Si el hombre es, por naturaleza, un animal narrativo, si narrar es, para él, casi tan importante como pensar, natural es que Jesucristo también haya contado cuentos. Su bajada del cielo no se reduce a un hecho orgánico, biológico, también conlleva la adopción de una serie de comportamientos antropológicos típicamente humanos. Nos falta, todavía, una función más que cumplen las historias. Ellas no sólo subrayan, con su fluorescencia mágica, nuestra humanidad; no se limitan a pintarnos el mundo; no se reducen a un espejo donde empezamos a vernos, ventana empañada de ensueños donde a nosotros mismos nos dibujamos con la punta del dedo; son algo más que mentiras viajando rumbo a la verdad; porque, en efecto, los textos narrativos también constituyen una de las mejores maneras de introducir el debate. Para empezar a ver un tema, a reflexionar sobre una cuestión, a veces una historia es la mejor manera de abrir el juego. Jesucristo usó la parábola también con esta finalidad. Por ello, es normal que estas historias que contó, que nos sigue contando, se enmarquen dentro de discusiones públicas. Por ejemplo, la parábola del rico insensato surge después de que a un curioso caradura de los Evangelios se le hubiese ocurrido pedirle a Jesús, que parecía tan bueno, que fuera a hablar con su

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hermano para que este último prescindiera de la mitad de su herencia25. Se trataba, pues, de usar el Salvador para sacar tajada. El Mesías narra entonces la historia de aquel hombre pudiente que murió en el mismo día en que inauguraba su nuevo granero26. En este caso, el relato constituye una forma, muy sugerente, de debatir el valor de los bienes terrenales con aquel discreto sinvergüenza que tanto los buscaba. Esta finalidad de debate también explica que, en algunos casos, las parábolas salten cuando el Mesías habla con los fariseos, que son, en muchas ocasiones, claros rivales dialécticos de Jesús. Además, en los momentos en que presenta las parábolas ante la muchedumbre, suele haber una exclamación, de sentido enigmático, o una meridiana interrogación, que lanzan la discusión sobre lo que ha sido contado. Así se entiende mejor la aparición repetida de expresiones como “El que tenga oídos para oír, que oiga”27 o de pura preguntas, como “¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?”28, en la narrativa de los dos hijos, o “¿qué hará a aquellos labradores?”29, en el cuento de los agricultores homicidas. A lo largo de este texto, hemos visto a un Jesús muy humano, flotando en ese humanísimo gesto de contar historias –uno de los primeros que compartimos con nuestros hijos, cuando empiezan a hablar– y me temo que alguien piense que estoy transformando a Cristo en un escritor, exactamente del mismo modo que se le ha visto ya como filósofo o revolucionario anarquista. Son éstas algunas de las más habituales visiones sesgadas del Salvador; sesgadas porque ocultan lo que el hijo de María es: el Mesías, el hijo del Dios vivo, como dijo Pedro en hora inspirada30. Sus parábolas constituyen, pues, un modo más de cumplir su misión, y no una obra literaria. Sin embargo, no deja de ser conmovedor verlo abrazado a nosotros en las historias que nos contó. Y también es interesante demonstrar cómo los 25. San Lucas, 12: 13-14. 26. San Lucas, 12: 15-21. 27. San Marcos, 4: 9 o 4:23. Este tipo de exclamación nos surge, en forma idéntica o muy parecida, en san Mateo (11: 15, 13: 9 y 13: 43) o en san Lucas (8: 8 y 14: 35). 28. San Mateo, 21: 31. 29. San Mateo, 21: 40. 30. San Mateo, 16: 16. También en san Marcos, 8: 29.

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grandes narradores que vinieron después, autores de novelas fundamentales, comparten las técnicas que Cristo usó, y que son el barro con que se moldea el ánfora de las ficciones. Pensemos, por ejemplo, en ese admirable escritor místico que fue Ramon Llull. Su obra Romanç d’Evast e Blaquerna es, como yo mismo he escrito, una catedral redactada31. Una de las más hermosas construcciones de la cultura occidental del siglo XIII. Pues bien: también en este trabajo del sabio místico mallorquín podemos encontrar las finalidades que se hallan en las parábolas32. Efectivamente, la biografía ejemplar de Blaquerna, su vuelo existencial, nos enseña que cada uno de nosotros tiene como misión dejar un surco en este mundo, en el que debemos sembrar las semillas de los gestos de cada día. Todos los personajes de la obra sienten el reto de que su paso por la tierra les permita llegar al otro lado de sí mismos: aquel más allá de cada persona, en el que nuestra pobre vestidura humana se transforma en túnica casi divina. Se trata, pues, de saber cómo subir al altar secreto de nuestra santidad. El libro se diseña, por consiguiente, como un enorme atlas de aventuras del alma, cuyas hojas nos invitan a descubrir nuestra propia senda rumbo a la luz. Por otra parte, la narrativa de Llull constituye un diccionario del mundo, desentrañando el sentido de la realidad de aquel lejano medievo, algo que se hace al mismo tiempo a través de una mirada racional y de unas pupilas alucinadas, mirada y pupilas que abarcan, no sólo los paisajes de la cristiandad –cuyos defectos se critican–, sino también los suburbios de lo que el autor considera “infidelidad”, contra los cuales deberíamos promover una cruzada mental. La obra también tiene, pues, algo de un reportaje que recorre ciudades y bosques solitarios, conventos y palacios episcopales, incluso la compleja curia romana. En tercer lugar, los varios rostros de los personajes –por ejemplo, de Nathana, joven insinuante y después ejemplar abadesa, de Evast, noble señor y posteriormente ejemplo de laica santidad, del emperador, primero político y al final eremita– nos desafían a escoger la mejor versión de nosotros mismos. 31. Me refiero al artículo “La catedral de Ramon Llull”, La Vanguardia, 28-9-2015, p. 44. 32. La edición que hemos leído ha sido la siguiente: Ramon Llull, Romanç d’Evast e Blaquerna, ed. crítica de Albert Soler y Joan Santanach, Palma, Patronat Ramon Llull, 2009.

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El recorrido de las criaturas de ficción sirve, de este modo, como ensayo general de nuestros propios trayectos biográficos: un ensayo que tiene lugar en los tablados de la fantasía, pero que vale casi como si fuera realidad. Porque lo que se vive en la suave cabeza de la lectura queda ya medio vivido para nuestro futuro. Además, a través de esta ficción y sirviéndose del recorrido del protagonista, Llull propone en el marco de la fantasía cambios que cree indispensables en el plano del mundo real: sobre todo nos encontramos con un ímpetu reformador del mundo eclesiástico que nos deja en la boca un regusto conocido: el sabor picante del Papa Francisco. De hecho, la peregrinación de Blaquerna recorre la Iglesia Católica desde sus bodegas hasta sus más altas cumbres: hasta la misma nube blanca del pontificado. Las críticas que el escritor mallorquín plantea, siempre dentro de la más honrada ortodoxia, se vuelven más viables porque todo es una historia, una ficción, que permite revolucionar la situación sin haber cometido la desmesura de montar una efectiva, dramática, incierta rebelión concreta. Qué maravilla esto de que la narrativa pueda empezar a cambiar el mundo, a partir de su propia niebla de ensueño, que después se va diluyendo, se va esfumando hasta finalmente dar lugar a todo un amanecer de cosas nuevas en el lienzo de la realidad. Uno diría que la ficción, tan humana que es, tiene también algo de divino, porque nos acerca a la dimensión creadora del Padre. Y podríamos incluso añadir que la eternidad probablemente sea ese momento absoluto en que lo imaginado coincida con lo real, sin ningún desajuste entre las dos cosas. Y, cuando Cristo nos dice que, si tenemos fe, podremos decirle a un monte que se desplace en el espacio, y el accidente geográfico nos obedecerá33, lo que nos está planteando es un nivel de espiritualidad en el que no existen distancias entre lo interior, lo que llevamos dentro y solemos considerar ficción, y lo exterior, la llamada realidad. Por fin, también la narrativa del autor de Vida Coetánea propone debates, hasta tal punto que gran parte de ella consiste precisamente en conversaciones entre sus personajes, aunque a veces también nos aparece el coloquio

33. San Mateo, 17: 20. También, en el mismo evangelista, 21: 21. En san Marcos, 11: 22-23.

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secreto del protagonista consigo mismo. Todo se discute en Romanç d’Evast e Blaquerna: reina en la obra la pasión del intercambio de ideas; algo, en realidad, muy catalán. Toda la novela se construye, de hecho, como una demonstración dialogada de las grandes verdades de la fe cristiana. El libro final, la llamada “Art de contemplació”34, funciona como un intensísimo monólogo de Blaquerna, que en realidad constituye asimismo un coloquio, porque en el interior del personaje charlan, cual heterónimos, la voluntad, la memoria y el entendimiento. Claro que podríamos plantear que, como Llull es una luminaria del catolicismo, esta identidad entre un libro suyo y las parábolas nos parece algo natural. Pero lo mismo pasa con una pluma mucho más laica, como la de Cervantes. En su célebre Quijote35, podremos trazar un recorrido muy semejante al que hemos llevado a cabo en Romanç d’Evast e Blaquerna. Por consiguiente, la cercanía de las parábolas no ocurre sólo respecto a las ficciones de inspiración católica, sino, más bien, a todas las grandes ficciones de la historia de la humanidad. Hemos visto que las parábolas nos invitan a vivir, a salir de nuestro sonambulismo existencial, asumiendo la aventura de cada día. Hemos afirmado, además, que cualquier historia nos vuelve a situar en nuestra condición humana. Precisamente eso es lo que realiza nuestra entrañable caballero andante: sus salidas deben entenderse como intentos de volver a estar vivo, a sentir la sangre valsando plenamente en el salón de baile de venas y arterias. Antes de volverse loco, nuestro ilustre manchego había caído en esa trampa de coleccionar los monótonos instantes de una existencia vacía. El Quijote también propone –y con qué intensidad lo hace– el drama del sentido de nuestro paso por este mundo. Y en la extraordinaria novela cervantina nos encontramos asimismo con un recorrido del mundo, a través de las andanzas de su protagonista: un periplo que constituye un modo de analizar el sentido de la realidad. ¿Es ésta cruel,

34. Ramon Llull, op. cit., pp. 523-576. 35. Usamos en nuestro trabajo la edición, muy conocida, publicada por Ediciones Cátedra, en dos volúmenes, bajo la responsabilidad de John Jay Allen. Esta obra forma parte de la colección Letras Hispánicas.

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completamente incapaz de acoger los sueños de una persona de bien como el Caballero de la Triste Figura? ¿O, al contrario, el libro nos demuestra que siempre es posible vivir nuestros sueños, si tenemos el valor de enfrentarnos con las asperezas del mundo concreto? Mucho se pueden debatir estos puntos, y no está claro si debemos considerar esta narrativa como el informe de una desilusión o, de forma opuesta, como una reivindicación del derecho a la fantasía. La novela nos presenta, además, una enorme galería de espejos, en la cual podemos mirarnos para ir descubriendo nuestra personalidad: para ir ensayando lo que somos, lo que podremos ser en esa película mental que será nuestra lectura de la obra. De hecho, está en nuestra mano elegir el perfil de torre gótica del amante utópico de Dulcinea, o la simpatía regordeta, sólo en apariencia cuerda, del sólido y románico Sancho Panza. En realidad, el conocedor de la obra sabe que las modalidades más interesantes de ser humano que la novela plantea se revelan en los segundos planos, en la entretela del texto: por ejemplo, ese narrador que dice “yo” y que persigue, construye una fantasía sin perderse de la realidad quizá sea un horizonte personal más interesante que el de los dos grotescos y amables protagonistas. Que el Quijote es una ficción que, por ser ficción, se puede permitir una crítica radical de la realidad es algo que nadie pone en duda. De hecho, en 1605, cuando sale a la luz la primera parte de la gran novela, el heroísmo todavía era la ideología oficial de los pueblos peninsulares. Una heroicidad que Camões, en cierto sentido el Cervantes portugués, había plasmado treinta y tres años antes, en su epopeya Os Lusíadas36. El modo cómo el autor de las Novelas ejemplares se permite dudar de la realidad del sueño heroico constituye algo que sólo se puede hacer porque se realiza en las páginas de una obra de ficción. De nuevo comprobamos que lo narrativo, con su oficiosa falsedad, nos permite cuestionar las verdades oficiales. Y de este modo llegar a una visión más verídica de las cosas. Finalmente, en el Quijote nos encontramos con la misma pasión por el debate que existía en el texto de Llull y que habitaba, también, como hemos visto, las parábolas, sirviendo normalmente de colofón a las historias que Jesús

36. Este libro, que es el gran clásico de la Literatura Portuguesa, se publicó en 1572.

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narraba. En la novela de Cervantes, los constantes diálogos, entre el caballero y su leal escudero, o entre estos y otros personajes, reflejan precisamente esa tendencia al coloquio que es, casi siempre, amago de discusión más o menos filosófica. A veces, esta dimensión de diálogo de ideas puede ocurrir en el interior de D. Quijote, como en Llull se desarrollaba en la intimidad de Blaquerna: tal ocurre, por ejemplo, cuando el Caballero de la Triste Figura pronuncia el célebre discurso sobre las armas y las letras, un excelente ejemplo del modo como la ficción puede integrar la disputa intelectual37. Vemos, pues, la cercanía funcional que existe entre las parábolas y un libro laico como es el Quijote. Aquí podríamos argumentar que todas las grandes obras literarias de la historia de la humanidad poseen una excelsitud que las acerca a lo sagrado. Y, de hecho, es posible comprobar que los países transformen a sus mejores autores en profetas de su cultura. Las literaturas nacionales, con sus cánones de obras geniales, nos recuerdan un poco la Biblia que se construye para la bandera de cada nacionalidad. Vamos desde las jarchas y el Cid hasta Unamuno y Lorca, como desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Por eso, considerando que lo extraordinario en literatura siempre es un poco sagrado, creeremos natural encontrar semejanzas entre las obras maestras y las parábolas. Pero todo este pensamiento, que he desarrollado en el párrafo anterior, está equivocado. Nada más peligroso que estos sistemas literarios excesivamente nacionalizados. Esculpimos para los escritores estatuas de profeta de una patria, como la del portentoso Moisés de Miguel Ángel38. No obstante, encerrar a los autores dentro de unas fronteras representa un modo de darles forma de murallas, cuando de hecho sus textos suelen comunicarse intensamente con el exterior. Debido a su magnitud, las creaciones más excelsas de las letras no son jamás sólo de un país. El Quijote no debe considerarse propiedad privada de España, tal como Llull pertenece, por lo menos, a Europa y a Occidente. No encerremos lo que, al cabo, se ha escrito para abrir horizontes. 37. Este discurso sobre las armas y las letras se encuentra en la primera parte, de 1605, en los capítulos XXXVII y XXXVIII. 38. Cf. Frank Zöllner y Christof Thoenes, Miguel Ângelo: vida e obra, Köln, Taschen, 2010 (traducción portuguesa de Maria do Rosário Boléo y Francisco Paiva Boléo de un original alemán del 2008): pp. 218-219.

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Las literaturas nacionales sólo existen con el vigor que tienen porque, a través de ellas, se ha intentado inocular un nacionalismo radical en las personas. Ese virus constituye uno de los grandes problemas de la actual Europa. Por lo demás, como Jesús es humilde, las grandes líneas de su comportamiento narrativo se encuentran igualmente en géneros literarios considerados menores, o por lo menos marginales. No sería propio de nuestro Salvador que sus parábolas se relacionaran sólo con las grandes plumas, conviviendo exclusivamente con los mayores ingenios de una lengua: nada más contrario a la actitud vital de Cristo, que siempre quiso estar al lado de las pequeñas historias de los hombres. Y, en efecto, en su dimensión de narrador, el Mesías nos surge también al lado de los géneros más llanos, más usuales, casi diríamos vulgares. Si consideramos la novela negra, que encaja en los mercados de la literatura popular –los mercados de la gente común, por los cuales Jesús siempre circuló– nos daremos cuenta de que, en ella, se encuentran las mismas tendencias de los cuentos del hijo de María. Como estamos en Barcelona, tomemos, un poco al azar, un texto como Los mares del Sur, de Vázquez Montalbán39. En primer lugar, esta novela negra, tanto como el Quijote de Cervantes, o como el Romanç d’Evast e Blaquerna de Llull, se perfila como un largo memorial sobre el sentido de las vidas humanas. El autor escribe una obra sobre la existencia que, día a día, ha sido a su vez escrita por el personaje Stuart Pedrell. Y el lector infiere, a través de esta narrativa, que su propia biografía también se está redactando, aunque sea invisiblemente, como se registra también la del detective Carvalho. El resultado de la convivencia con estas páginas de ficción no puede ser otro que el de regresar a la responsabilidad de vivir: lo que las parábolas proponen, “asume el sentido de tu vida”, es lo que plantea este texto de Vázquez Montalbán. Por otra parte, el libro realiza un recorrido exhaustivo de los escenarios barceloneses: estamos ante un diaporama de la ciudad o, quizá mejor, ante una endoscopia a la vieja Barcino. Los mares del Sur se construyen, pues, como catálogo de las fuerzas sociales de esta gran urbe europea y global; como una cámara de palabras que se desplaza por la metrópoli barcelone 39. Usaremos la siguiente edición: Manuel Vázquez Montalbán, Los mares del Sur, 13ª ed., Barcelona, Planeta, 1989.

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sa, desde las zonas pudientes, con sus residencias lujosas y sus despachos planetarios, hasta los barrios bajos, con sus edificios endebles y una música de navajas en las esquinas. En el fondo, este libro funciona como el listín telefónico de las tendencias, de las ideologías, en fin, de casi todas las voces de la extraordinaria Barcelona de los años setenta. Y, en ese listín, podemos encontrar nuestro propio nombre. Porque, de hecho, en el escaparate de personajes de la novela, hay un poco de todo: diversos modos de ser humano que se nos plantean como posibilidades para nuestra propia humanidad. Uno puede elegir, como reflejo de sí mismo, el escepticismo del detective Carvalho, que vive con la máscara de gas de su irónica melancolía siempre ajustada al rostro para sobrevivir a los bombardeos envenenados de una realidad española que no es la por él deseada; pero también puede interesarse por figuras más idealistas, que todavía creen en la revolución, como la joven comunista que fue amante de Stuart Pedrell. Al leer estas páginas, nos vemos obligados a mirarnos en el espejo de las personas que ellas nos ofrecen, y eso siempre será excavar en la verdad de nuestra cara. Por otra parte, la idea base de Los mares del Sur –la de que la llamada transición española fue un pacto con muchos de los diablos del franquismo, configurando una democracia real pero claramente incompleta40– es algo que, por aquellos años, sólo se podía plantear con tranquilidad en un guiso ficcional. Porque, propuesta de otra manera, más política, sobre todo más concreta, esta concepción de las cosas resultaría algo indigesta para la mayoría de los ciudadanos de a pie, que consideraban esa misma transición como un enorme logro cívico, y por lo tanto el sistema constitucional resultante como una perfecta máquina legal. De nuevo, la ficción sirve para acercarnos a la incómoda verdad de las cosas, sobre todo cuando esta espesura de lo real se opone a lo que podríamos llamar políticamente correcto. Porque la novela siempre es, básicamente, un modo correcto de ser incorrecto. Finalmente, el libro de Montalbán posee una arquitectura de múltiples diálogos, pues el recorrido del “private eye” constituye una colección de conversaci 40. Cf. Manuel Vázquez Montalbán, op. cit., pp. 189-190. Destacamos este pensamiento de Carvalho, que se encuentra en la p. 190: “En ningún programa electoral se prometía derribar lo que el franquismo había construido.”

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ones con los más diversos estamentos barceloneses. Además, los amigos del detective gallego –la prostituta Charo, su ayudante Biscuter e incluso una entrañable perra adoptada–, funcionan como dínamos de más diálogos, de tal modo que, al final del libro, la flamante España de finales de los setenta colea en nuestro interior como un problema que tenemos que debatir con nosotros mismos. Cumple así este libro la tarea de proponernos un problema y su discusión. Quizá el lector piense en este momento que he acercado demasiado las parábolas de Jesús a las pobres y perdidas palabras de los escritores. No obstante, consideremos que Jesús es humano y, por consiguiente, también es narrador: también es narrativo. Su práctica de contar historias se integra en su Encarnación. Tal como vemos, en los Evangelios, que comía o bebía o dormía, también verificamos que narraba. Y, tal como comiendo comía como nosotros, del mismo modo, narrando, sus narrativas comparten características con las historias que los seres humanos cuentan, contarán y han contado. No obstante, debo afirmar que, en las parábolas de Jesús, existe un sello divino, que las demás historias creadas por los hombres no tienen, y que consiste en lo siguiente: sus parábolas no tienen el más mínimo miligramo de intencionalidad literaria, centrándose sólo en el viaje a la verdad que representan. Son, pues, piezas de una pureza, de una sobriedad casi absolutas, características que las distinguen de las obras literarias que hemos mencionado. El arte de Dios es así: absolutamente sin arte, sin las pretensiones de ello, y por esa misma razón absoluta y completamente artístico. De hecho, en el Quijote, a pesar de toda su genialidad, sentimos una pretensión literaria, una especie de calderilla estética, que se refleja, por ejemplo, en algunos de los poemas que se integran en el texto, en uno u otro caso de un modo no plenamente justificado. Como sabemos, Cervantes era un apasionado de las musas, y se le nota este honroso vicio de cuando en cuando41. Lo mismo pasa, y de qué manera, en Llull, que en ocasiones se pierde en el terco

41. Claro que, cuando se trata de alguien como Cervantes, somos comprensivos, pero la verdad es que algo nos empuja a saltarnos la “Canción de Grisóstomo”, al inicio del capítulo XIV de la Primera Parte. Este documento apoya la verosimilitud del desdichado amante y su dramático final. No obstante, el texto lírico pesa en la obra y en la lectura. Jesús jamás pesa en lo que dice: todo es suave, breve, natural.

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cumplimiento de las fórmulas matemáticas de su mística narrativa42. E idéntico fenómeno podemos detectar en Manuel Vázquez Montalbán, cuyo estilo literario patina a veces hacia una verborrea que refleja bien las nieblas mentales de Pepe Carvalho43. Todo esto que sobra surge, en el fondo, porque las obras literarias son como nuestras vidas, en las que también, por muy cristalinos que nos propongamos ser, sobran siempre tantas, tantas cosas. El arte de los seres humanos, por muy bueno que sea, siempre resulta excesivamente artístico: en él se reflejan miedos que ya no debíamos tener y ambiciones que debiéramos haber desechado. La literatura se escribe aún de este lado de la vida, con todo lo que tiene de sombra de una luz que todavía no conocemos plenamente. Podemos ser capaces de sombras brillantes, de oscuros resplandores, pero la purísima claridad de las palabras sólo la encontramos en las parábolas del hijo de María. Textos que no pretenden nada, absolutamente nada, literariamente hablando, sino sencillamente un reflejo narrativo de la verdad. Así es el arte de Dios: a los cuadros de un amanecer siempre les falta ese exceso de estilo que flota en los ambiciosos pinceles humanos. Por ello, una madrugada siempre es tan sin pretensiones, y tan hermosa. Y, si tuviéramos que colgar esos lienzos en una sala de exposiciones, quizá nos avergonzara un poco su pura, completa sencillez, que es lo máximo del arte, porque ya arte no es. Las parábolas de Jesús son, pues, narrativas, pero no lo son exactamente como nuestras narrativas. El Salvador se acerca a nuestra humanidad, encarnando también en el hecho de contar cuentos; empero, sus historias parten hacia la verdad con una capacidad de propulsión, una naturalidad de estrellas fugaces, que no poseen los pretensiosos cohetes de nuestras novelas. Esto que hemos visto en lo que respecta a la ficción, a la narrativa, también lo veremos en lo que concierne a los artificios retóricos. Una vez más, nuestra tendencia sería pensar que nada andaría más lejos de Jesús que esa pretensiosa máscara tallada por las figuras de estilo, por eso que llamamos, a veces con algún desdén, retórica, ornamento verbal. Y resulta curioso comprobar

que una vez más nos equivocamos. Una vez más el Salvador está mucho más cerca de nosotros de lo que pensábamos. Cristo es capaz de todo lo humano, con excepción del pecado, y el vals de palabras que se pinta en las figuras de estilo también pasó por sus labios que, siendo divinos, tan humanos aún hoy nos parecen. De hecho, un lenguaje sin retórica funciona sencillamente como un conjunto de etiquetas, de códigos de barras del mundo. Por consiguiente, el artificio verbal no es una cosa mala, una moneda falsa de los idiomas, sino todo lo contrario: una manera de que el lenguaje se pueda zambullir en el misterio del mundo. Estamos, pues, equivocados cuando censuramos la palabra en estado de figura: negar esta posibilidad de los vocablos equivale a cortarles a las palabras sus posibles vuelos. Un uso del verbo que fuera sólo objetivo sería tan triste como ver hojas amarillas cayendo de los árboles de las cosas. Por consiguiente, si la narrativa es propia de lo humano, también la poesía –o sea, el vuelo de las palabras hacia el ser con alas de la belleza idiomática– caracteriza nuestra humanidad. De hecho, tal como todos vamos siendo más o menos narradores, igualmente todos nosotros tenemos un poco de poetas líricos. En realidad, como ya se ha observado, las metáforas saltan en los mercados44, empapan los coloquios amorosos, de la misma manera que las paradojas o las ironías hacen piruetas en nuestros diálogos cotidianos. Sin esta dimensión transcendente, los idiomas humanos sólo serían la mitad de sí mismos. Le faltaría a cada vocablo el cielo que nace de su uso creativo, lírico. Y la prueba innegable de que el juego verbal se justifica, de que lo que llamamos ornamento en realidad funciona como viaje a la esencia, de que la retórica puede ser una mística, la encontramos en el calibre estilístico de las palabras de nuestro Salvador. Es posible, incluso, rastrear algunos recursos de estilo más comunes en sus frases sublimes, tal como las conserva la memoria de los evangelistas. Por ejemplo, una de estas estrategias más habituales consiste en el uso de la paradoja que, con tanta frecuencia, salta de sus labios. En efecto, la antítesis constituye uno de los colores del discurso del hijo de María.

42. Esto es particularmente visible cuando el autor mallorquín pretende desarrollar ejemplos que de alguna forma constituyen una aplicación práctica del credo: Cf. Ramon Llull, op. cit., pp. 352-418. 43. Por ejemplo: Manuel Vázquez Montalbán, op. cit., pp. 88-90.

44. Es la célebre afirmación de Du Marsais: “en un día de mercado se oyen más figuras que en un día de sesión académica” (Du Marsais citado por José María Pozuelo Yvancos, La teoría del lenguaje literario, 4ª ed., Madrid, Ediciones Cátedra, 1994, p. 26).

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Son abundantes, de hecho, estos planteamientos paradójicos: desde la frase impactante que algún día dijo a un posible discípulo –“deja que los muertos entierren a sus muertos”45– hasta una idea que se repite varias veces en los Evangelios y que consiste en que el que quiera ganar su vida la perderá, y el que la pierda por amor a Dios y a los hombres la conservará46. En efecto, una profunda tensión antitética recorre estos textos sagrados de cabo a rabo, y ello es un modo de enseñarnos que la razón divina va más allá de la humana. Tenemos que nacer de nuevo –otra paradoja, que Jesús dirige a Nicodemo47–, progresando así para un nuevo tipo de pensamiento, que no puede ser el diagrama de la estricta racionalidad. Realmente, casi me atrevería a decir que la paradoja es lo que resulta del pensamiento tocado, alumbrado por el resplandor de amar. El lenguaje deja de ser una regla de medir el mundo, transformándose en la fusión apasionada de cosas que, en un principio, eran irreconciliables. Querría aquí recordar algo que santa Teresa nos comenta en su Libro de la vida: dice ella que los letrados pueden no ir más allá del segundo grado de oración, lo que ella llama la segunda agua, la que se saca del pozo con una noria: la célebre oración de quietud. Y esto ocurre, para la mística abulense, porque son las personas más cultas incapaces de la locura –una locura que es entrega de uno mismo– necesaria para llegar a las cumbres más altas de la oración48. A partir de Jesús, la paradoja vive en el corazón de todo el Occidente. Ya San Pablo se refería a la sublime locura de la Cruz, que era lo más cuerdo que había49. Y este viaje por los reinos de la antítesis recorre los siglos, desembocando por ejemplo en la “música callada” de San Juan de la Cruz50. Un autor que, con su célebre verso “Un no sé qué que quedan balbuciendo”51, nos explica, de manera inolvidable, el tema que ahora estamos desarrollando: la verdad más profunda 45. San Mateo, 8: 22. También en san Lucas, 9: 60. 46. De hecho, esta idea antitética se encuentra en los tres evangelistas sinópticos (san Mateo, 16: 25; san Marcos, 8: 35; san Lucas, 9: 24) y también en san Juan (12: 24-25). 47. San Juan, 3: 1-20. 48. Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, capítulo 15, 7 y 8. 49. Primera Carta a los Corintios, 1: 18-31. 50. Es el célebre verso del “Cántico Espiritual”: san Juan de la Cruz, Poesías, ed. de Paola Elia, Madrid, Castalia, 1990, p. 108. 51. Op. cit., p. 107.

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del mundo no es fácilmente accesible para el lenguaje, que se transforma en un tartamudeo que sólo se resuelve si deslizamos rumbo al paraíso de lo poético. Paradojas similares a las de Jesús, o a las de los santos, las encontramos en poetas laicos, para usar una palabra hoy en día muy de moda. En uno de sus célebres sonetos, reflexionando sobre un sueño erótico que el poeta, en la duermevela del casi despertar, no sabe si sueño fue, Quevedo afirma52: Y dije: “Quiera Amor, quiera mi suerte, que nunca duerma yo, si estoy despierto, y que si duermo, que jamás despierte. Mas desperté del dulce desconcierto; y vi que estuve vivo con la muerte, y vi que con la vida estaba muerto.”

Los muertos que enterraban a sus muertos de Jesús y que, por consiguiente, seguían vivos, aunque no vivían verdaderamente (¡cuántas veces nuestra vida es la muerte diaria de sí misma!), se transforman, en estos endecasílabos, en los zombis del deseo. El erotismo nos surge como una penumbra donde morir se mezcla con vivir. También en Calderón de la Barca, las antítesis brotan por todas partes, parecidas a saltamontes de la hermosura. Una de sus obras maestras, La vida es sueño, se configura precisamente como un largo recorrido por la dimensión paradójica de la existencia de los seres humanos. Y, de nuevo, nos surge un eco de la confusión entre muerte y vida, que ya habíamos visto en Jesús. Segismundo se define a sí mismo como alguien que existe en un desierto “siendo un esqueleto vivo,/siendo un animado muerto”53. Y, un poco más adelante, nos confiesa: “soy un hombre de las fieras/y una fiera de los hombres.”54 Como vemos, la concepción antinómica de la realidad, este uso de la paradoja acercan el discurso laico al divino. Las herramientas son semejantes, como veremos, pero el resultado, el espíritu que lo habita, será distinto.

52. AA. VV., Poesía lírica del siglo de oro, ed. Elías L. Rivers, 6ª ed., Madrid, Cátedra, 1984, p. 332. 53. Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, ed. de Ciriaco Morón, 22ª ed., Madrid, Cátedra, 1995, p. 93. 54. Op. cit., p. 94.

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Y no se piense que el conferenciante ha hecho trampa, buscando ejemplos en la literatura barroca, cuya tendencia al claro-oscuro verbal es muy conocida. En realidad, el cometa de la paradoja también centellea por los cielos de literatura mucho más reciente. Piensen en ese asombroso título de un gran poemario de Pere Gimferrer: Arde el mar. Un libro que marcó una época55 y donde nos encontramos con el estallido de las castañuelas de los sentidos contradictorios propios del universo. Da la impresión de que la lógica del cosmos va más allá de la matemática del lenguaje, y por consiguiente las palabras tienen que superarse a sí mismas, dejando a un lado su semántica más habitual, como quien se desnuda de un uniforme, alcanzando de ese modo un atisbo de verdad. Comparando las antítesis de Jesús, reproducidas en los Evangelios, con las de los autores literarios nos damos cuenta de algo que ya habíamos visto cuando hablamos de la ficción narrativa. Cristo habla con la limpidez de un río que corre: no se transforma jamás en la Fuente de la Cibeles de querer ser literatura. Sus frases, pues, son como un cristal, pero sin cristal: limpidez incorpórea. Al contrario, en las paradojas humanas siempre hay unas ganas de brillar que las desarrollan, las esculpen como estatuas, pero también las oscurecen. Jesús es poeta porque los seres humanos lo somos, porque eso forma parte, como un órgano más, como un hueso más, de su Encarnación. Pero el hijo de María no desea ser poeta en el sentido literario, social de este término. Usa las palabras, cierto, pero las usa como modo de redención, y no como instrumento de una carrera de hombre de letras. Lo que pasa con la paradoja ocurre también con otra figura de estilo que florece de vez en cuando en la verde campiña de los Evangelios. Me refiero a la metáfora, que en ocasiones se precisa incluso en comparación, sabiendo nosotros que una metáfora es una comparación que se comporta mal, porque se le olvida ese gesto de buena educación que es la partícula “como”. Comparaciones y metáforas, las hay de diversos tipos, desde la de que el ojo es la lámpara del cuerpo56, tan interesante, sugerente y enigmática, hasta la 55. Este poemario de Pere Gimferrer, publicado en 1966, fue una gran sorpresa en aquel momento y, en mi opinión, constituye una obra indispensable del siglo XX español. 56. San Mateo, 6: 22-23. También en san Lucas, 11: 33-36.

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tempestad verbal con que zarandea a los fariseos, a quienes, como todos recordamos, llama serpientes, raza de víboras, asemejándolos a sepulcros blanqueados57. No falta, pues, el resplandor metafórico o el espejo comparativo en el discurso de Cristo. Tal como no falta, por supuesto, en el canto lírico de los poetas más terriblemente humanos. Metafórico es Góngora, y Quevedo, su enemigo vital: en el fondo todos los poetas lo son, y tal vez todas las personas lo seamos un poco también. Leyendo a Lorca, sus metáforas nos encandilan: una lucha es un toro que se sube por las paredes, las navajas son grandes alas de ángeles negros, y la víctima queda con el cuerpo “lleno de lirios/y una granada en las sienes.”58 No obstante, pasa lo que hemos visto antes: cuando un autor usa la metáfora, la pule demasiado, para que sea una piedra preciosa que relumbra en todas las direcciones. Al contrario, la luz que sale de las metáforas de Cristo pretende ser una sola luz, que sigue un solo camino. Aunque a veces, por supuesto, la tradición nos haya legado frases, figuras de estilo algo más enigmáticas, un poco obscurecidas: quizá a causa de las manos transmisoras, por las cuales han tenido que pasar para llegar hasta nosotros. Para comprender esta sencillez cristalina de la estilística de Dios, cuando pronunciada por los labios del Hijo, recordemos de nuevo ese momento de la vocación de los apóstoles, según Mateo y Marcos. “Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres.”59 En Lucas, la frase se dirige sólo a Pedro: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres.”60 En ambos casos, nos encontramos ante una expresiva metáfora, construida con base en lo que los futuros discípulos estaban haciendo, su oficio piscatorio, cuando se encontraron con el maestro. Pero una vez más las palabras de Cristo funcionan como luz que pasa por la transparencia de un cristal, sin vidrieras literarias. Se usa, de hecho, el artificio retórico, pero ello se hace con una tal intención de verdad, que no sentimos el truco de lenguaje que se ha realizado. 57. San Mateo, 23. También en san Lucas, 11: 37-54. 58. Federico García Lorca, Romancero gitano, ed. de Mario Hernández, octava reimpresión de la primera edición revisada, Madrid, Alianza Editorial, 2005, pp. 52-53. Estos versos se encuentran en el poema “Reyerta”. 59. San Mateo, 4: 19. También en san Marcos, 1: 17. 60. San Lucas, 5: 10.

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Comparemos ahora esta transparencia divina con un poema de Neruda, el séptimo texto de su célebre obra Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Nos dice la voz lírica de esta composición: “Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes/a tus ojos oceánicos.”61 Aquí, precisamente, ya relumbran las confusas vidrieras de la creación literaria humana. El poeta se asume como pescador, tal como en la metáfora evangélica, pero ahora no sabe qué pesca, del mismo modo que los ojos de la amada se transforman en una explosión de emociones acuáticas, marítimas, al mismo tiempo inmensas e incomprensibles. Y, por todo esto, el mundo es ahora más oscuro, aunque asimismo, sin duda, más hermoso. No opera la meridiana claridad de Jesús, sino el complejo relumbrar de la emoción de los hombres. Uno casi diría que los Evangelios son divinos precisamente porque son sencillos. Tal como el arte con que nos encontramos en el paisaje de cada día se caracteriza por su sencillez. El lenguaje de Cristo recuerda la simplicidad de un amanecer, la discreción de un rayo de sol en un recodo de la vida. Esa limpidez que el llamado arte clásico ha buscado incesantemente, sin lograr jamás la pureza del pincel, de la pluma divina. Porque el clasicismo suele derivar hacia un formalismo, que está a gran distancia de las palabras de nuestro Salvador. Ellas nunca son protocolarias: funcionan, realmente, como el agua que corre de una fuente enigmática, mística. En esa agua, podemos encontrar el hidrógeno y el oxígeno de la química de la retórica humana, pero el líquido resultante posee un grado de pureza muy superior. Sería muy interesante preguntarnos por qué las dos figuras más eminentes de los Evangelios son la metáfora y la paradoja: de hecho, se trata de dos recursos estilísticos que acercan realidades. En el caso del proceso metafórico, dos cosas, que en un principio no tienen nada que ver, se articulan la una con la otra: la pesca con el apostolado, en las palabras precedentes de Jesús. En la antítesis, la relación se crea entre dos cosas opuestas, que sentimos, incluso, como irreconciliables. Pero, en ambos casos, lo que caía lejos se acerca, se abraza, se funde. Y el secreto está aquí: a través de la metáfora y de la paradoja, el Salvador nos habla de ese amor divino que, en el cosmos, todo lo conjuga con todo, aunque 61. Pablo Neruda, 20 poemas de amor y una canción desesperada, Buenos Aires, Losada, 1998, p. 53.

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esas totalidades puedan ser divergentes, antitéticas. Nos encontramos, pues, ante dos recursos estilísticos ideales para poner en escena el amor del Padre. Cuando Cristo dice sobre los incrédulos que son “ciegos guías de ciegos”62, usa precisamente estas dos figuras de estilo: la metáfora que vive en la comparación de falta de fe con la ceguera, y la paradoja que opera en el hecho de que un ciego pueda ser guía de otro ciego. Y es curioso constatar cómo, a través del amor que subyace a estas figuras de estilo, se expresa el desamor humano. Un desamor que Dios sigue amando, porque cuando una paradoja nos habla del mal de las personas, otra surge para contarnos el amor del Padre. Por ejemplo, el hecho de que habrá últimos que serán los primeros, o sea: algunos de estos ciegos podrán ver con más claridad que los que siempre han disfrutado de vista63. Y también las metáforas que se refieren a nuestra incredulidad –por ejemplo, esta de la ceguera– se ven corregidas por otros juegos metafóricos: en efecto, nuestras pupilas ciegas pueden transformarse, si aprendemos a mirar –como antes hemos visto–, en maravillosa lámpara de nuestro cuerpo, que ilumina lo que somos64. Tal como fue narrador, porque contar historias forma parte de nuestra humanidad, del mismo modo Jesús fue poeta, porque todos lo somos, aunque lo seamos silenciosamente, en el hechizo cuotidiano de nuestras emociones más secretas, que a veces jamás llegan a expresarse a lo largo de toda una vida. Por lo tanto, también en este caso la poesía venía, por decirlo de alguna manera, incluida en el “pack” de la Encarnación. Un lirismo –este, el de Jesús– que en ocasiones vibra de un modo muy claro, casi ascendiendo al tono de un cántico. Por ejemplo, en lo que afirma sobre las flores65: Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? 62. San Mateo, 15: 14. También en san Lucas, aunque dicho de otro modo: 6: 39. 63. Está en los tres evangelistas sinópticos: san Mateo, 20: 15; san Marcos, 10: 31; san Lucas, 13: 30. 64. Ver la nota 52. 65. San Mateo, 6: 28-30. También se encuentra esta declaración en san Lucas, 12: 27-28.

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La magia verbal se ejerce aquí al personificar a los lirios, que se visten mejor que Salomón. Como si una flor campestre fuera, para Dios, tanto como una persona. Incluso más: tanto como un rey. Entendemos de este modo que humanizar a las flores, personificarlas o aun coronarlas, conlleva divinizar a los hombres. Porque, si los lirios son individuos, son reyezuelos de los paisajes de primavera, nosotros somos hijos del Padre, somos descendientes suyos, hermanos de Jesús y, por consiguiente, miembros del cuerpo divino. De nuevo esta figura de la personificación nos surge en poetas laicos, por ejemplo en esa obra admirable que es el Romancero gitano, de Federico García Lorca. En el “Romance de la luna, luna”, que abre este poemario, se nos dice66: La luna vino a la fragua con su polisón de nardos. El niño la mira, mira. El niño la está mirando. En el aire conmovido mueve la luna sus brazos y enseña, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño.

Ahora la luna ya no viste de modo salomónico: su traje es un “polisón de nardos”. Todo se complica más, como es propio de la literatura humana. El polisón era, según el diccionario de la RAE, un artilugio que las mujeres decimonónicas se ponían para que los vestidos abultaran por detrás. Por consiguiente, los versos deslizan por una hermosa media luz, que nos deslumbra, pero que se encuentra lejos de la limpidez de Jesús. Porque, repitámoslo, Cristo jamás pretendió ser autor literario, sino sencillamente cumplir con su tarea de Mesías, de Mesías destinado al dolor y a la redención del género humano, y aunque murió recitando un poema –o sea, rezando un salmo de David67–, su relación con el lirismo siempre se planteó como una estrategia más de su plan salvador. Él, que era el autor de todas las cosas, no necesitaba ser escritor, lo que en el fondo equivaldría a crear de 66. Federico García Lorca, op. cit., p. 47. 67. San Mateo, 27: 46; san Marcos, 15: 34.

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nuevo lo que Él mismo había creado. Anotemos que, con frecuencia, los novelistas se comportan como si quisieran que su obra fuese una edición revisada y corregida de la Biblia. Pasó algo así con Saramago, que veía las injusticias del mundo como un posible error de Dios, en el fondo falta de capacidad técnica para encauzar el universo: algo que tendría que ser enderezado a través de las magníficas obras de este escritor portugués68. Esta no es, por supuesto, la actitud de Cristo. No obstante, aunque pasó al lado de la literatura, sin atravesar sus fronteras, sí que usó los recursos propios de esta arte. Porque el trabajo con las palabras es algo propio de nuestra condición humana, que Él asumió plenamente, sin la sombra del pecado. La fatalidad del uso de la retórica –que hemos visto en los Evangelios– puede también identificarse en la obra de santa Teresa de Jesús. En este año en que se celebra el quinto centenario de su nacimiento, resulta aleccionador señalar los paralelismos entre la voz de sus escritos y la de Cristo, tal como esta se refleja en la partitura del Nuevo Testamento. Creo que a alguien que se enamoró tanto de la segunda persona de la Santísima Trinidad, hasta el punto de sentirla como una compañía cotidiana, un suave amigo que le daba la mano69, le gustaría comprobar que también sus escritos dan la mano a Jesús. Y lo hacen, no sólo por todo el amor que, rebosando abundantemente, desafía las resistencias racionales del lector ante sus textos, sino también por las soluciones estilísticas que estos presentan. Como sería de esperar, Teresa pretende un lenguaje sencillo, sin galas, sobrio y escueto, casi como si quisiese vestirse con palabras de esa tela basta, áspera de algunos trajes monásticos. Hemos visto que eso es lo que inicialmente uno piensa: que las palabras creyentes tendrían que ser un desierto de la retórica, donde cada vocablo sea sencillamente lo que es. Un idioma reducido al hueso de su verdad, sin recurrir a cualquier artificio. Porque las acrobacias del estilo representarían, en el fondo, una vanidad lexical, un circo frívolo de la sintaxis. Al comenzar su importantísimo Libro de la vida, la santa elige, pues, esta sobriedad para su modo 68. Este talante de protesta ante lo divino en la sociedad humana se expresa en varias obras del autor, siendo, quizá, las dos más relevantes El Evangelio según Jesucristo, de 1991, y Caín, del año 2009. 69. Véase, por ejemplo, el capítulo 22 de su Libro de la vida: una parte de esta obra que la santa dedica a la presencia de la humanidad objetiva de Cristo en su experiencia de oración.

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de escribir. Efectivamente, Teresa considera que no tiene letras70, y, al principio del texto, las palabras caen, pues, de su pluma como secos sarmientos. No obstante, cuando empieza a contarnos sabrosas experiencias de oración, ascendiendo al primer piso de la de quietud, descubre que la imagen verbal tiene que ser usada si queremos ser capaces de decir nuestra alma71. Por consiguiente, la retórica no es un lujo, del cual debamos prescindir, sino todo lo contrario: la llave que abre las habitaciones más misteriosas de la casa de nuestro espíritu. La santa de Ávila llega de este modo a la misma conclusión que nosotros formulamos analizando el Evangelio: los artificios estilísticos pueden ser la lámpara de nuestra alma. Porque si el saber mirar, el saber instruir y limpiar las niñas de nuestros ojos enciende nuestro cuerpo, del mismo modo el lenguaje es capaz de aclarar nuestra alma. Porque, repetimos, las palabras a veces son la lámpara del alma. En una cita preciosa, cuyo conocimiento debo a una entrevista dada por Julia Kristeva72, Teresa lo explica perfectamente. Vale la pena extenderse un poco en nuestra transcripción de estas frases de la santa que forman parte de Camino de perfección73, una obra –recordémoslo– en que la escritora mística se dirige a sus compañeras conventuales: 9. Pues hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas, en fin, como para tal Señor; y que sois vos parte para que este edificio sea tal, como a la verdad es así –que no hay edificio de tanta hermosura como una alma limpia y llena de virtudes, y mientras mayores, más resplandecen las piedras–; y que en este palacio está este gran Rey, que ha tenido por bien ser vuestro Padre; y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón.

70. Véase, por ejemplo, el número 7 del capítulo 10 del Libro de la vida. 71. Se trata de algo que queda muy claro en el número 6 del capítulo 11 de esta obra. 72. Cristiana Dobner, “Modernidad de una mística: entrevista con la intelectual atea Julia Kristeva, que estudió largamente a la santa de Ávila”, Donne chiesa mondo, suplemento de L’osservatore romano, edición especial en español, marzo 2015, nº 1, pp. 2-3. Esta edición se integra en la revista Vida nueva, nº 2.934, del 21 al 27 de marzo de 2015. 73. Teresa de Jesús, Camino de perfección, ed. de María Jesús Mancho Duque, 9ª ed., Madrid, Espasa Calpe, 1996, pp. 197-198. Se trata del número 9 del capítulo 28 y del inicio del número 10 de ese mismo capítulo.

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10. Parecerá esto al principio cosa impertinente –digo hacer esta ficción para darlo a entender– y podrá ser aproveche mucho, a vosotras en especial; porque, como no tenemos letras las mujeres, todo esto es menester para que entendamos con verdad que hay otra cosa más preciosa, sin ninguna comparación, dentro de nosotras que lo que vemos por defuera. No nos imaginemos huecas en lo interior.

Estas palabras impresionantes lo explican todo: primero tenemos una larga comparación, que, dada su dimensión, puede considerarse una alegoría; a continuación viene la justificación teórica del uso de esta cristalería estilística: como dice Teresa, se trata de “dar a entender”, de explicar, Pero, además, existe también la finalidad de tomar conciencia de nuestra vida íntima: de abrir, con la ganzúa de las palabras, las salas de nuestro espíritu. Si el lenguaje, con todo su vuelo retórico, no existiera, si no se usaran los poderes mágicos del idioma, que son en realidad un reflejo en los vocablos de dimensiones transcendentes, correríamos el riesgo de creernos “huecas en lo interior”. Admirable expresión, que es asimismo denuncia de la situación de la mujer, excluida de la cultura más encumbrada y, por consiguiente, vaciada de una parte de su humanidad. Pero, hoy en día, ¿cuántas personas hay, tanto caballeros como señoras, que están siendo ahuecados por la sociedad de la imagen, expoliados del dulce misterio de sí mismos? Muchos, como sabemos: las antiguas represiones se ejercen ahora de nuevos modos, pero con una misma intensidad antigua. Lo que Teresa fue descubriendo, mientras cumplía la orden de escribir sus libros –un decreto firmado habitualmente por sus confesores74–, es que la hermosura del lenguaje es divina: que la palabra constituye uno de los terrenos de encuentro entre Dios y el ser humano. Por lo tanto, lo que un idioma tiene de “ficción” –usando aquí el término exacto de la santa para lo que nosotros llamamos artificio retórico–, corre paralelamente a lo que los vocablos tienen de sagrado: de verbo de Dios. Con palabras creó el Padre el cosmos, y con palabras desarrollamos nosotros la comprensión de ese mismo universo. Y ese lenguaje debe usarse en toda su plenitud. No se nos ocurriría quitarle brillo a las estrellas, considerándolo un lujo: no cercenemos, pues, el centelleo 74. Ese es el modo cómo nace el Libro de la vida: santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 4ª ed., Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1987, pp. 1, 3.

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de las voces. Hagamos lo contrario: aprovechemos ese relumbrón para aclarar nuestra vida, nuestra alma. Por consiguiente, no debe sorprendernos que nos encontremos, en la obra de la santa de Ávila, con figuras cercanas a las que recorren los Evangelios. Son muy conocidas sus paradojas, donde podemos escuchar un eco de las del Salvador. Tropezamos con estas piruetas de sentido en sus poemas, en el célebre que empieza “Vivo sin vivir en mí”, pero también en un texto más fluido, más coloquial, como esa obra escrita en medio de muchas tareas diarias, entre las cuales la de hilar75: el admirable Libro de la vida. En estas páginas, militantes de la sencillez y de la espontaneidad, nos surgen, no obstante, volteretas semánticas como: “Veíame morir con deseo de ver a Dios y no sabía adónde había de buscar esta vida si no era con la muerte.”76 O estas líneas igualmente acrobáticas77: No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios el alma y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma –como he dicho– estar muriendo de este mal.

El hecho de que la antítesis brote también en los parterres de las creaciones más corrientes de la escritora de Ávila nos demuestra que la paradoja no es un capricho retórico de la santidad, sino, al contrario, la única manera de decir lo indecible, ese “no sé qué que quedan balbuciendo” las criaturas, de que nos habla San Juan de la Cruz78, y cuyo tartamudeo sólo se resuelve cuando uno se zambulle en el remolino antitético. También la escritora de Castillo interior usa la metáfora: de hecho, como hemos visto, metafóricamente había Jesús definido a Pedro y a los apóstoles como “pescador de hombres” o “pescadores de hombres”; Teresa a sí misma igualmente se presenta a través de una metáfora, que es asimismo hipérbole de modestia: soy “piélago de males”, dice, trazando su autorretrato79. Donde antes 75. Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 4ª ed., Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1987, p. 59 (número 7 del capítulo 10). 76. Op. cit., p. 193 (número 8 del capítulo 29). 77. Op. cit., p. 194 (número 10 del capítulo 29). 78. San Juan de la Cruz, Poesías, ed. de Paola Elia, Madrid, Castalia, 1990, p. 107. 79. Santa Teresa de Jesús, op. cit., p. 108 (número 8 del capítulo 18).

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se navegaba por los mares de la predicación y del apostolado, ahora la santa se decide por el submarinismo de la conciencia del propio pecado, que se manifiesta justo al lado de los hermosísimos bancos de coral de la experiencia mística. Tal como Jesús había humanizado a los lirios del campo, para decirnos que nosotros, los hombres, somos ante Dios más que humanos, del mismo modo la autora de Camino de perfección establece curiosas relaciones entre la zoología, por una parte, y la humanidad. Ejerciendo la misma modestia que ya hemos visto, se considera a ella misma un “gusano tan vil”, epíteto que nos surge una vez más en el Libro de la vida80; pero esta oruga metafórica se transformará, algunos años después, en el gusano de seda de Castillo interior o Las moradas81. Casi que podríamos decir que el alma da lugar a un pequeño jardín zoológico: cuando arrebatada por el vuelo del éxtasis, se transforma en una paloma82; cuando cansada, sumida en el pantano de la indiferencia, se asemeja a un asno que pace83. Curiosamente, la sutil sombra del mal suele surgir bajo la forma de un sapo84. Sin embargo, quizá lo más curioso en el decir de Teresa –ese decir, como sabemos, a veces tan dicharachero–, son sus grandes alegorías, que, de hecho, funcionan como algo equivalente a las parábolas de Jesús. Si en los Evangelios topamos con la narrativa del sembrador85, en el Libro de la vida nos encontramos con la conocida creación alegórica de los cuatro modos de regar el huerto, siendo que este último es el alma de cada uno y el agua, por su parte, representa nuestra vida de oración86. Estas cuatro maneras sirven como cemento de sentido, como herramienta estilística para expresar la cuaternaria subida al vuelo más alto de la plegaria. Lo curioso es que este sistema de riego interior parece surgir como consecuencia de la sembradura que

80. Op. cit., p. 112 (número 2 del capítulo 19). 81. La metáfora surge, por ejemplo, en el capítulo 2 de las “Moradas quintas”: santa Teresa de Jesús, Castillo interior o Las moradas, 7ª ed., Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1999, pp. 97-105. 82. Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 4ª ed., Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1987, pp. 83 y 129 (número 3 del capítulo 14 y número 24 del capítulo 20). 83. Op. cit., p. 205 (número 18 del capítulo 30). 84. Op. cit., pp. 38 (número 8 del capítulo 7), 74 (número 3 del capítulo 13) y 144 (número 13 del capítulo 22). 85. San Mateo, 13: 1-23; san Marcos, 4: 1-20; san Lucas, 8: 4-15. 86. Santa Teresa de Jesús, op. cit., pp. 63-64 (números 6, 7 y 8 del capítulo 11). Después esta alegoría se va desarrollando a lo largo de esta obra.

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Cristo nos propone en la parábola antes mencionada: la alegoría de Teresa suena a una continuación agrícola de la historia que Cristo había contado. Después del tiempo de la siembra, que cabe al Salvador, a los apóstoles y a sus sucesores, viene el momento de regar lo sembrado. La más célebre alegoría teresiana es la del castillo interior, que se encuentra en la obra con ese mismo título: una imagen que dibuja, que pinta nuestro espíritu, esculpiendo sus muchas moradas87. Tan conocida es, que no entraremos en ella. Pero esta creación alegórica nos valdrá precisamente como bisagra para entrar en una nueva dimensión, ya casi conclusiva, de esta lección inaugural. En nuestra exposición hemos defendido la cercanía entre la expresión verbal de Jesús con el decir humano de alguna literatura, o de textos místicos teresianos. Como hemos visto, la plataforma de esta proximidad es la palabra, divina pero también humana, y su uso lírico o narrativo, tan propios de nuestra humanidad, que también se revelan en la Encarnación del hijo de Dios, nacido de María. Este texto lucha, pues, por romper el exilio, el ostracismo al que, en nuestra sociedad, se ha votado todo lo que es de Dios. De hecho, hay una osmosis entre lo literario y lo sobrenatural. Algo de que tuvieron conciencia otras culturas, como –ejemplo muy conocido– la de los griegos y de los romanos, cuando dieron a esa cercanía el rostro de las musas y de Apolo o la forma de una fuente donde se bebía el agua mágica de la poesía. Fue el modo que tuvieron de expresar algo que aquí igualmente hemos explicado: la palabra y su ejercicio como posible punto de encuentro entre el hombre y Dios. Pero la verdad es que todo lo que el ser humano hace de más sublime continúa algún tipo de raíz divina. La ciencia funciona como un largo cumplimiento del célebre reto “Buscad, y hallaréis”88, al mismo tiempo que la técnica equivaldría un poco a nuestro modo de hacer milagros, consecuencia de nuestra fe científica. En su gran obra clásica, Philosophia Naturalis Principia Mathematica, Newton enlaza lo divino con lo racional89, y Einstein comentaba, 87. La alegoría del castillo aparece en el número 1 del capítulo 1 de las “Moradas primeras”, siendo que funciona como una imagen que estructura todo este libro redactado en el año de 1577. 88. San Mateo, 7: 7; san Lucas, 11: 9. 89. Este enlace con lo divino surge, por ejemplo, en el capítulo “General Scholium” de la obra de Newton que hemos mencionado: Isaac Newton, Mathematical Principles of Natural Philosophy and his System of the World, Berkeley/Los Angeles/London, University of California Press, 1934, pp. 543-547.

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rebosando ironía cáustica, que en su época las únicas personas verdaderamente religiosas que quedaban eran, en realidad, los científicos90. Y lo que decimos de los hombres de ciencia podríamos afirmarlo sobre los filósofos. El sueño que aquí se expresa es el de una sociedad libre, totalmente libre, en su aventura por las lejanías del conocimiento, y al mismo tiempo inspirada por la fe, sin que esta cierre las puertas de nada; exactamente como Jesús nos dijo que el camino era estrecho91, nos señaló posibles baches y piedras, pero jamás taponó cualquier vía para nuestros pasos. Este modelo social, que se presenta también como una propuesta epistemológica, podría ser el paraíso recuperado de Occidente. Y la verdad es que somos tanto más felices cuanto más nos acercamos de este planteamiento. El cristianismo se abraza a los pobres, de hecho esa es su identidad, pero, en el caso occidental, le hemos añadido la articulación entre el saber y el creer, algo que viene, por lo menos, desde san Agustín y llega hasta la actualidad. Muchas veces me he preguntado si el conocimiento es, en realidad, un valor evangélico. Tengo claro hoy en día que el poder político no lo es. Por supuesto, un cristiano puede ejercer como hombre público, cumpliendo esa tarea o vocación dignamente, y en provecho de todos, como propone el Papa Francisco92; pero el cristianismo en sí mismo en ningún caso deberá transformarse en un sistema político. Sería como si ocurriera una segunda encarnación, ahora en un cuerpo sociológico: lo que algunos han llamado el adviento del Espíritu Santo93, una idea que, en mi opinión, confunde y enmaraña dos dimensiones distintas. Siempre que esto ocurre surge lo que yo llamaría una “desencarnación” de Jesús en la Iglesia. Algo que sucedió en los tiempos de la monarquía por derecho divino y que ha pasado asimismo en las erupciones revolucionarias de izquierdas con tonalidades cristianas. 90. Albert Einstein, Ideias and Opinions, London, Souvenir Press (Educational&Academic), 1973, p. 40. El padre de la teoría de la relatividad atribuye la frase a un contemporáneo, pero sin mencionarlo. Por consiguiente, se trata de una cita de otro con la que Einstein está plenamente de acuerdo. 91. Es la célebre frase sobre la “puerta estrecha”: san Mateo, 7: 13; san Lucas, 13: 24. 92. Este planteamiento del Papa se encuentra en el número 205 de su carta apostólica Evangelii Gaudium, que se publicó en 2013. 93. Me refiero a las conocidas teorías de Joaquín de Fiore (1135-1202) sobre las tres edades que, básicamente, representarían una proyección en la historia humana de la Santísima Trinidad.

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¿Y el conocimiento? ¿Es un valor cristiano? Jesús no se sabe que tuviera biblioteca, como declaró Pessoa94, con deliciosa ironía, y además Cristo dijo aquello de que las cosas sagradas estaban ocultas a los sabios y a los entendidos95. Se le nota lejano a los doctores de la ley, pero reconoce su papel: haced lo que os digan, nos aconseja, pero no lo que ellos mismos hacen96. En el fondo, lo que Cristo rechaza es el saber usado como palanca de poder social, como tribuna de la propia importancia. Algo que pasaba ya en su época, y que también sucede hoy en día: el conocimiento como corona, como cetro de mando. Pero ¿y el otro conocimiento? ¿El que sencillamente busca la verdad de las cosas? A ese, Jesús siempre lo amó y lo acogió, empezando por el momento en que no era más que un recién nacido. Los magos de Oriente constituyen una perfecta personificación de este otro modo de saber97: de un lado, la sombra de los doctores de la ley, del otro la estrella que perseguían sus majestades lejanas. Si formamos parte de su comitiva, con nuestra investigación de otras astronomías, iremos en el camino correcto. Y un rey mago fue también Nicodemo, cuando se acercó a Jesús por la noche98, en el fondo guiado por la misma estrella de sencillamente querer saber la verdad de las cosas. Y a Nicodemo Jesús lo abraza con sus palabras y, por todo lo que pasa en la Pasión, comprendemos que se hicieron amigos99. Existe, pues, una ciencia, una sabiduría que Jesús ama, porque forma parte de nuestro recorrido humano, y todos nuestros conocimientos podrían perfectamente articularse con la fe, bastando para ello que fueran la verdad de sí mismos y no proyectos de poder alternativo: casi nuevas religiones. Por consiguiente, la búsqueda es algo humano, tal como humana es la palabra, y Cristo ama y comprende la una y la otra. Además, practicó la palabra y él mismo enseñó, integrándose en el río de lo que decimos y de lo que buscamos. Y ese compartir suyo 94. Esta frase del poeta portugués surge en un conocido e irónico poema titulado “Liberdade”, o sea, “Libertad”. 95. San Mateo, 11: 25-26; san Lucas, 10: 21. 96. San Mateo, 23: 3. 97. San Mateo, 2: 1-12. 98. San Juan, 3: 1-21. 99. Como sabemos, es José de Arimatea quien se organiza, en compañía de Nicodemos, para dar sepultura al Señor: san Juan, 19: 38-42. La presencia de Nicodemos revela una gran y valiente amistad por Jesús.

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de estas dimensiones de nuestra humanidad demuestra que ellas son correctas. Volvamos, pues, al castillo interior de Teresa. Estamos, precisamente, ante un instrumento alegórico que sirve para la espeleología del alma. Se trata de algo así como un reluciente escafandro que nos permite zambullirnos en el misterio de nuestro ser. No debemos considerar este castillo como un juego retórico, una acrobacia lingüística, sino todo lo contrario: una manera de llegar a nuestra esencia100. La hermosura estilística que pueda haber en esta imagen no es lo que se busca: lo bello que acaso se manifiesta en la expresión intenta nada más llegar a la belleza mayor de lo que habita dentro de nosotros. Es una belleza que viaja rumbo a otra belleza: a la Belleza, con la mayúscula del absoluto. Por consiguiente, aquí nos encontramos ante ese abrazo entre lo literario y lo espiritual del que hemos hablado: ante esa complicidad practicada entre el sentido de las palabras y el sentido del ser. En los años veinte del siglo pasado, Franz Kafka redacta una novela, en la cual también existe un castillo y que así se titula precisamente: El castillo101. Resulta interesantísimo comparar esta fortaleza del escritor checo con el baluarte teresiano102. Ese cotejo nos permite comprender dos tiempos distintos de la historia de la humanidad: el bastión teresiano funciona como un viaje al misterio que desemboca en un purísimo aeropuerto de transparencias. Al contrario, el castillo de Kafka, ese inalcanzable edificio al cual intenta llegar el agrimensor K., siempre sin éxito, representa todo lo contrario: la imposibilidad de descubrir ese suave musgo de entender el mundo, de comprender el universo. La construcción de Teresa es de cristal, la kafkiana proyecta una sombra negra de pesadilla. Si la alegoría de la santa de Ávila funciona como un viaje al sentido de lo que somos, la de Kafka nos encamina al sinsentido de todo. ¿En qué castillo vivimos nosotros hoy en día? ¿En cuál de ellos habita la mayoría de nuestra sociedad? Muchos aún recorren las estancias, las moradas 100. La propia Teresa explica este viaje, esta búsqueda interior muy bien: Castillo Interior o Las Moradas, “Moradas Primeras”, capítulo 1, número 2. 101. La novela se publicó en 1926, dos años después de la muerte de su autor. El texto habría sido redactado a partir de 1922, quedando inacabado. 102. Cuando revisaba este artículo, he investigado si ya existía algún trabajo sobre este tema. Como sería de esperar, la comparación ya se ha hecho: Ilia Galán, El castillo: Teresa de Jesús ante Kafka, Madrid, Dykinson, 2015. No he podido consultar esta obra.

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del edificio que nos propuso la escritora del Libro de la vida. Pero también hay muchísima gente que se ha convencido de la sombra del castillo kafkiano y que, por consiguiente, decide consolarse de su desastre existencial disfrutando de todo lo que existe aquí abajo. Se trata de organizar un gran festín que nos consuela del descubrimiento de que no hemos sido invitados al banquete de eternidad. Algo así como la parábola de la fiesta de bodas del Evangelio103, pero sin boda: una fiesta que sea sólo eso, fiesta, tristeza disfrazada de alegría hipnótica. Cuando pasa esto, las narrativas ya no son un viaje rumbo al sentido, redescubrimiento de nuestra humanidad y del río del mundo, ya no son tampoco un modo de decir la verdad a través de la ficción y, finalmente, dejan de hacer esas preguntas que ponen en nuestras manos la mitad del mapa del misterio, con el deseo de que dibujemos nosotros lo que falta de la carta náutica de la felicidad. Por consiguiente, una narrativa se transforma en el juego, en la enajenación de su fantasía, y en ella ya no hay nada más. Leer es montarse en una pompa de jabón que, cuando estalla, en el fondo nos deja más tristes que antes. Y lo mismo sucede con los artificios de la retórica, que se espesan, olvidando de su cristal místico. El lenguaje se vuelve autista, y la obra de arte un sonambulismo melancólico. Por otra parte, dejamos de tener el sentido del valor de un texto porque este siempre depende de la capacidad de una obra para contemplar horizontes. Y, como ya no hay amplios panoramas, lo único que cuenta es el criterio de las ventas: las cifras se transforman en la manera de calibrar las creaciones literarias. Ya no nos interesa hacia donde viaja el tren de las palabras, sino sencillamente cuántas personas se han montado en los coches. El resultado es este gran alud de vacíos que nos contempla desde los escaparates de las librerías. Viajes sin viaje, podríamos decir. Palabras sin Palabra. En el fondo, alucinaciones, sin visión, sin contemplación. El propio autor se ha transformado en una imagen entre imágenes: un espejismo más. Permítanme que, para ilustrar este estado actual de la literatura, cite a mi compatriota Fernando Pessoa. De hecho, como afirma Enric Juliana104, 103. San Mateo, 22: 1-14. 104. Enric Juliana, La deriva de España: geografía de un país vigoroso y desorientado, Barcelona, RBA, 2009, pp. 237-239.

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el poeta luso intuyó el mundo de relatividades que, en 1935, cuando murió, apenas empezaba a perfilarse en el panorama occidental. Por esos años, aún campaban a sus anchas fundamentalismos nacionalistas que transformarían a Europa en un mar de cadáveres. Pero el escritor portugués adivinó que habría un tiempo en que se impondría una niebla de sinsentidos, o sea, escribió en verso la profecía que Kafka redactó en prosa. Una profecía de la cual somos en parte el cumplimiento. Por consiguiente, nuestro poeta nacional constituye un excelente ejemplo que demuestra cómo las narrativas dejan de ser una historia del ser y los artificios retóricos un atisbar del misterio. De Pessoa, me permitiría citar un texto, muy conocido en mi país, que plantea todo esto con meridiana claridad. La cita la haré en la traducción castellana que, para este poema, propone el escritor Miguel Viqueira105: Autopsicografía El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el dolor que de veras siente. Y los que leen lo que escribe, en el dolor leído sienten bien, no los dos que él tuvo mas sólo el que ellos no tienen. Y así en los raíles gira, entreteniendo la razón, ese tren de cuerda que se llama corazón.

Llaman poderosamente la atención las varias repeticiones de palabras relacionadas con la idea de simular: “fingidor”, “finge”, “fingir”. Por lo tanto, la literatura se interpreta como una quimera, algo que ya no tiene una relación radical con la verdad. Se trata, pues, de un embrión de sueños sin ningún tipo de cordón umbilical que lo alimente de transcendencia: el objetivo es, como 105. Fernando Pessoa, Obra poética, tomo I, ed. bilingüe de Miguel Viqueira, Sant Cugat del Vallès, Ediciones 29, 1981, pp. 174-175.

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dice el poeta, entretener la razón. Aquí el verbo “entretener” resulta crucial: ya no se trata de descubrir, de llegar, a través de la ficción, narrativa o retórica, al saber. Sin acceso a la verdad, la literatura se transforma en un puro juego: un tren de cuerda. Y nuestras emociones también son lúdicas, porque ese tren de cuerda se llama corazón. Este juego, a partir de ahora, constituye la naturaleza humana. Y este es el juego, de hecho, que tantos de nosotros jugamos en la actualidad. En efecto, el poeta demuestra, con su inteligencia agudísima, diamantina, que esta dimensión se encuentra presente en los varios lados del gesto literario: del lado del autor, que finge tan completamente que llega a fingir su propio dolor; también del lado del lector que descubre, no los dos dolores del poeta –el real y el fingido–, sino el que el lector jamás tuvo. O sea, que a través del poema quien lee descubre en sí mismo, como personal, un sentimiento que antes no había tenido. Que, en el fondo, no es suyo. Entre tanto espejismo, sólo hay una cosa real en el poema de Pessoa: el dolor. Lo único en este texto que no es un juego de pompas de jabón lanzadas al aire de los versos se encuentra en ese sufrimiento sordo, oscuro: auténtico combustible de la máquina de la ficción. Y es ese el malestar que, hoy por hoy, sustituye a la fe que, antes, abría las ventanas del gesto artístico a la transcendencia. Este encerrarse de la ficción en sí misma, dando lugar al ensimismamiento contemporáneo, rima con un mundo de paredes cerradas, sin puertas ni ventanas. Nuestro mundo. En el cual se trazan pintadas imaginarias, que nos entretienen, para distraernos de los muros que estrangulan nuestras existencias. La quimera sólo quimera del arte, de la literatura de este tiempo resulta que, en el fondo, opera como un gigantesco trompe l’oeil tecnológico, que nos permite olvidar el cemento triste de nuestros días. Se ha llegado aquí a través de dos fases: en la primera de ellas, la ausencia de lo divino era otra manera de recordar a esa divinidad. Lo dijo Pessoa de un modo expresivo: “no haber dios es un Dios también”106. Porque muchas de las revoluciones que se soñaron, se intentaron o se realizaron en el pasa-

do siglo XX ocurrieron como epifanías que se habían olvidado de sí mismas. Las palomas pentecostales se posaron invisiblemente en el hombro del Che fotografiado por Alberto Díaz, alias Alberto Korda107. Hubo, además, personas que se crucificaron en el madero de la revolución, con la corona de espinas del marxismo-leninismo. Ciertas nacionalidades se transformaron en religiones: en fundamentalismos. Y en las aventuras científicas siempre hubo tierras prometidas de diversos tipos y un amago de milagros técnicos. Esta memoria olvidada, esta amnesia recordada del cristianismo marca profundamente todo el siglo XX. En el fondo, fuimos religiosos sin darnos cuenta de que lo éramos. Porque, como muy bien dijo Pessoa, que no exista Dios también puede ser una existencia de Dios. Sin embargo, en la actualidad, nos adentramos en un territorio que Pessoa, fallecido en 1935, no conoció ni pudo columbrar. Se trata de una fase en que no haber Dios representa realmente que Dios se apaga del panorama social. La conciencia de este fenómeno nuevo, muy reciente, cuyo principio podemos fechar en los años 80 del siglo pasado, algo que tiene poco más de treinta años, nos ha colocado ante una realidad nueva. Una realidad que estamos percibiendo sobre todo a través de la decadencia de nuestras instituciones políticas, económicas, culturales. Porque todas ellas, como vimos que pasaba con la literatura, tenían algún tipo de conexión con la raíz transcendente y, una vez perdida esta, se transforman en barcos a la deriva. De hecho, esta impresión que tenemos de desorientación, de que no sabemos hacia dónde vamos, representa una consecuencia de la ausencia de la brújula, del astrolabio de la fe. Hablo, evidentemente, de una fe inteligente, con los ojos abiertos. Pero no quiero de ningún modo ser catastrofista. No me parece el enfoque justo de nuestro presente. Creo que estamos equivocados, muy equivocados, si nos dejamos llevar por un tenebroso pesimismo espiritual cuando nos acercamos al mundo contemporáneo. De algún modo, esta actitud revela una enorme falta de lucidez en lo que respecta a la historia del cristianismo o a la propia figura de Jesús. Y, quizá, para darnos cuenta de una vez que no somos

106. En el original portugués, la frase exacta es: “Não haver deus é um deus também.” Fernando Pessoa, Poesia – I: 1902-1929, ed. de António Quadros, Mem Martins, Publicações EuropaAmérica, s. d., p. 189.

107. Es la célebre, icónica imagen del Che, a la que se le suele dar el título “Guerrillero Heroico”: una foto obtenida por Alberto Díaz Gutiérrez, más conocido como Alberto Korda, el día 5 de marzo de 1960, según la Wikipedia portuguesa.

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la cenicienta de las varias épocas cristianas sería muy instructivo presentar citas de autores espirituales que vivieron en fases aparentemente más favorables. Inmediatamente nos daremos cuenta de que no fueron tiempos tan buenos. Empecemos por Ramon Llull: fue alguien que vivió en parte en el siglo XIII, la centuria que tuvo el privilegio, en su comienzo, de ver en acción a san Francisco de Asís, a santa Clara, su compañera, y a san Antonio de Lisboa. Un tiempo cuyas páginas, si las pasamos, nos ofrecen un increíble álbum de santos y de santas. Entre ellos, santo Tomás de Aquino, san Alberto Magno, santo Domingo de Guzmán, san Raimundo de Peñafort. Nos encontramos también en un momento de la historia de Europa en que se construyen magníficas catedrales, que son, por una parte, plegarias de piedra, y, por otra, reflejos del cielo en la tierra. La de Santa María de la Regla, en León, se edificó sobre todo a lo largo de todo este siglo. No obstante, ¿qué nos dice Llull en el Romanç d’Evast e Blaquerna, una obra terminada muy probablemente en el año 1283? El místico mallorquín se queja de la falta de religiosidad, de la crisis del espíritu. Uno, al leerlo, diría que estamos ante un contemporáneo nuestro, teniendo en cuenta el modo cómo se queja de la amnesia de Dios que se revela en la tapicería social. Justo al final de esta narrativa, surge una situación muy curiosa. El puro y santo Blaquerna se encuentra con un juglar108: Blaquerna demaná al juglar qual era son ofici e lo juglar li dix que ell era juglar: –Bells amichs –dix Blaquerna–, l’ufiçi de juglaria fo atrobat per bona entenció, ço es a saber, per loar Deu e per donar solaç e consolació a aquells qui son treballats e turmentats en servir Deu. Mas en temps som venguts que quaix home no husa de la final entenció per que los uficis foren començats al començament; cor lo començament de clergues fo fundat sobre bona entenció en primer, e aço mateix se segueix dels cavallers, juristes, artistes, metges, merchaders, religioses, ermitans e tots los altres uficis. Mas ara som en temps/sdevenguts que, cor hom no-n husa

108. Ramon Llull, Romanç d’Evast e Blaquerna, ed. crítica de Albert Soler y Joan Santanach, Palma, Patronat Ramon Llull, 2009, pp. 577-578.

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tan fort con deuria, de la entenció per que los uficis e les sciences son, per aço es lo mon en error e en treball, e Deus es innorat, desamat, desobeit per aquells qui son ubligats a amar e conexer e obeir e servir Deu.

Palabras impresionantes y muy inesperadas en el siglo XIII: nos dice el beato que los oficios se realizan sin conectarlos con lo divino, con la finalidad transcendente que tienen; por eso, el mundo vive en error y con problemas, y en fin “Deus es innorat, desamat, desobeit”. Diríamos que Llull, para escribir estas cosas, no vivía en el santo siglo XIII, sino en la babilónica Barcelona de este tiempo. Pero no: sus quejas nos llegan efectivamente a partir de una edad media, oficialmente considerada muy cristiana. Estas mismas quejas, incluso algo más amargas, las escucharemos en el célebre “Llibre d’amic e amat”, la más famosa sección del luliano Romanç d’Evast e Blaquerna. Si podemos considerar esta obra como una catedral escrita, algo que hemos planteado en otro texto109, esta parte la tomamos como las vidrieras de este templo de la espiritualidad y obra maestra de la literatura. Pues bien: también ahí salta la desilusión con la incredulidad de la época que le tocó vivir al autor. Blaquerna nos dice: “– A, enteniment, volentat! Ladrats e despertats los grans cans qui dormen ublidants mon amat! A hulls, plorats! A cor, suspirats! A memoria!, membrats la desonor de mon amat, la qual li fan aquells que ell ha tan honrats!”110 Resulta curioso escuchar esta crítica a la ingratitud de los hombres respecto al Amado, a Jesús, a Dios: no nos esperaríamos algo así en pleno siglo XIII. Pero quizá esto no nos sorprenda tanto si recordamos la exclamación pública que se suele atribuir al gran santo de Asís: el amor no es amado111. Lo que encontramos en Llull nos aparecerá también en santa Teresa de Ávila. Una vez más nos situamos cronológicamente en una centuria, la de quinientos, en que uno diría que casi todo el mundo era creyente. De nuevo nos topamos con un siglo de grandes santos: por supuesto, nuestra querida 109. Ver nota 27. 110. Ramon Llull, op. cit., p. 458. 111. Esta atribución de la tradición resulta, en realidad, muy dudosa. Se puede consultar, en internet, este artículo sobre el tema: Álvarez A., Cristian. «L’amore non è amato (El amor no es amado): en torno al origen y la leyenda de una frase atribuida a san Francisco de Asís». Franciscanum 163, Vol. LVII (2015): 441-477.

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Teresa de Jesús, pero también san Ignacio de Loyola, san Francisco de Borja, san Pedro de Alcántara, san Juan de la Cruz, y esto limitándonos a la piel de toro ibérica. Pues ¿qué nos cuenta Teresa de Cepeda y Ahumada, ella que no salió de la Península, pero la recorrió intensamente, a causa de sus muchas fundaciones? La santa escritora afirma, de hecho, en su Libro de la vida, “andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas, que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante, según se tiene por bueno andar en las vanidades y contentos del mundo”112. Uno podría escuchar esta frase, este andar las cosas del servicio de Dios “tan flacas” (quizá con una sintaxis, un léxico un poco más actuales), en la España contemporánea. De hecho, es cierto que, hoy por hoy, los que creen también tienen que “hacerse espaldas unos a otros” para salir adelante, o sea, protegerse y animarse mutuamente ante la realidad presente. En otro momento de esta obra, Teresa comenta que el mundo –aquel mundo de la centuria de quinientos, que todos tendemos a considerar tan cristiano e incluso tan católico–, tenía “tan olvidadas las cosas de perfección de grandes ímpetus que tenían los santos”113. Algo que, igualmente, podríamos afirmar en estos comienzos del siglo XXI, una época en la que un santo se asemeja a un extraterrestre y su comportamiento, cuando no asume tonos aceptables de solidaridad social, puede tomarse como una rareza o una enfermedad. Presentemos una última cita de la santa de Ávila, palabras suyas que nos comprobarán que el tema de la incredulidad es una campanilla que suena en muchos momentos del Libro de la vida. Sostiene la carmelita: “Veo tanta perdición en el mundo, que –aunque no aproveche más decirlo yo– de cansarme de escribirlo me es descanso, que todo es contra mí lo que digo”114. Una frase elegantemente paradójica, auténtica acrobacia verbal, voltereta de palabras de gran hermosura, en que Teresa revela una humildad que a veces no tenemos nosotros: denuncia la perdición del mundo, pero se incluye a ella misma

112. Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 4ª ed., Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1987, p. 44 (número 22 del capítulo 7). 113. Op. cit., p. 177 (número 15 del capítulo 27). 114. Op. cit., p. 180 (número 20 del capítulo 27).

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en esa riada de pecados. Como dice, tan expresivamente, todo lo que afirma contra la situación de su tiempo contra ella lo dice; los pecados de su época son, asimismo, faltas que ella ha cometido. Nos encontramos, pues, ante una maravillosa lección sobre cómo debe quejarse un cristiano si pretende criticar a sus contemporáneos. Es, en parte considerable, a causa de esta preocupación por la degradación general de la creencia cristiana que Teresa se lanza en la aventura peligrosa de reformar el orden carmelitano. Una terrible visión del infierno115 –desagüe lógico de su siglo, alcantarilla espantosa que se tragaría a su tiempo o, por lo menos, a muchos de sus contemporáneos– la lleva a considerar fundamental idear espacios de oración redentora. Claro que el motivo mayor fueron los pedidos del mismo Jesús116. Pero lo que importa es tomar conciencia de que, a su manera, Teresa también fue una nueva evangelizadora. Las citas de Llull y de la autora de Castillo interior o Las moradas nos conducen a una conclusión evidente: el cristianismo siempre es crisis. Siempre es, como dijo nuestro querido Jesús, una espada que divide a las personas117. Siempre es lucha, sin que nunca deba ser guerra. Y, de hecho, nosotros, en esta contemporaneidad nuestra, si miramos bien las cosas, no debemos quejarnos. ¿Era más fácil ser cristiano en tiempos del imperio romano, con el martirio en el horizonte? De hecho, este tema de los que se sacrifican nos demuestra que la fe cristiana posee una dimensión crítica: mártires siempre los hubo, aunque el lugar del calvario vaya cambiando de sitio. Lo que pasaba en Roma, en el circo romano, hoy pasa en Siria, en Pakistán, en Nigeria. Siempre habrá alguien que se abrazará enteramente a la Cruz de Cristo. No es esta una visión pesimista, al contrario. Los creyentes solemos ser un poco perezosos, a la hora de cumplir con los deberes del cristianismo. Y, cuando uno escribe que perpetuamente ha habido y perpetuamente habrá mártires, que la creencia que profesamos funcionará en todas las épocas como una crítica y una crisis, parece que le ha tocado ser el aguafiestas de la fe. Porque, exactamente como Pedro y los apóstoles, lo que en el fondo nos 115. Op. cit., pp. 218-221 (números 1-7 del capítulo 32). 116. Op. cit., p. 223 (números 11-12 del capítulo 32). 117. San Mateo, 10: 34; san Lucas, 12: 51.

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gustaría tiene mucho que ver con una nueva sociedad aquí y ahora, donde triunfe el bien y la justicia. Es esa restauración de Israel, de la que sus discípulos todavía hablan antes de la Ascensión118. De hecho, el bien y la justicia tienen que ir triunfando pero, aquí y ahora, nunca triunfarán completamente. Esa es la imperfección vital del cristianismo y, al mismo tiempo, su infinita lucidez: una lucidez que se puede comprobar oteando los panoramas de la historia. Porque el reino de Dios se asemeja a una sublime moción de censura a la realidad que sólo triunfará del otro lado de esta vida: en la vida plena de la eternidad. Y cuando el cristianismo triunfa socialmente se transforma en una caricatura de sí mismo. Y ello explica las palabras de Llull y de Teresa, que existieron en épocas oficialmente cristianas. De hecho, pensemos un poco: ¿era más fácil profesar nuestra fe cuando había que hacerlo con una espada en las manos, degollando musulmanes junto a los muros de Jerusalén? ¿Cuál sería la sensación de defender el cristianismo en un siglo en el cual se quemaba en la hoguera a los judíos? No quiero ni tan siquiera imaginar la impresión de brutal angustia en que vivirían los buenos cristianos de aquel tiempo. Quizá ello explique la clausura teresiana: un modo de no ver los horrores de un cierto tipo de religiosidad oficial. La reforma carmelita se hace porque el catolicismo político, oficial, es, a su manera, tan horroroso como la más pura y dura incredulidad. Exactamente como, en los Evangelios, los fariseos y los doctores de la ley son más criticados por Jesús que los pecadores119. El Papa Francisco ha intentado el acercamiento ecuménico a otras religiones. Sigamos sus pasos y pongámonos en la piel de un buen musulmán del tiempo presente. Y yo pregunto: ¿le será fácil vivir en países, en movimientos de islamismo oficial, donde, en nombre de la fe, se cometen todo tipo de crímenes bárbaros? ¿Le será agradable ver cómo, en nombre del profeta y de Dios, se cometen enormes salvajadas? No, no le será fácil. Como también no lo fue para los buenos cristianos en la época de las fogatas de la inquisición. Y lo más probable, en estas épocas negras, es que los buenos cristianos, los puros de corazón hayan corrido el riesgo de arder en las llamas que se desti 118. Hechos de los Apóstoles, 1: 6. 119. San Mateo, 21: 31-32.

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naban a los pecadores. Del mismo modo que es muy posible que los buenos musulmanes de esta época tengan serios problemas con el islamismo oficial. Sintamos, pues, el carácter frágil del cristianismo actual como lo que verdaderamente es: una bendición. O, por otras palabras, la verdadera textura del reino de Dios, que recuerda una pequeña semilla120: el proyecto divino siempre tiene este rasgo a un tiempo tan débil, y tan infinitamente fuerte. En vez de quejarnos, centrémonos, pues, en las tareas de este tiempo, que son dos y que de algún modo personifican los dos pontífices que, gracias a Dios, tenemos. Por una parte, está el reto social asumido por el Papa Francisco, que es lo más urgente. El buen samaritano que la Iglesia debe ser se ha encontrado en su camino con un ser humano robado por los salteadores de la globalización. Urge, por lo tanto, montarlo en el suave asno de la misericordia y llevarlo a una hospedería: el hospital de campaña de Francisco121. Pero, al mismo tiempo, sigue siendo crucial la tarea que asumió y que representa Benedicto XVI, el papa emérito. Se trata de que Occidente recupere la conciencia del carácter indispensable de su lubricante cristiano. Sin el cual nuestras instituciones, políticas, económicas, culturales, empiezan a chirriar de un modo disonante y, al cabo, espantoso. Actuando así, intentando que se despierte de nuevo la conciencia de nuestra espiritualidad occidental, estaremos actuando como cristianos, cumpliendo nuestro deber de misión, pero también somos ciudadanos, porque se trata asimismo de la felicidad de nuestros países. Esta conferencia ha pretendido ser un eslabón más, una semilla escrita de ese gran trabajo que nos cabe a todos nosotros. Y en ese sentido los que aquí estudian, los que aquí enseñan, tienen una misión fundamental: les deseo mucho éxito, y el adecuado fracaso cristiano, mucha alegría, la plenitud y la serenidad de la fe, la persistencia de la esperanza, y sobre todo amor, amor, amor, en el ejercicio de ese trabajo. Muchas gracias a todos, y que Dios los bendiga.

120. San Mateo, 13: 31-32; san Marcos, 4: 30-32; san Lucas, 13: 18-19. 121. La afirmación surge en la entrevista a Antonio Spadaro, que tuvo lugar el día 19 de agosto de 2013 y que se puede consultar en internet. Pero el Papa Francisco ha repetido la frase en otras ocasiones.

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Octubre 2015

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