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STUDIA HERMETICA

SHJ I nยบ 1, 2011

Studia Hermetica Journal

Suplemento literario

ISSN: 2174-0399


Dedicated to my family, and dedicated to you Ana.


STUDIA HERMETICA JOURNAL SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 SHJ FEATURES: ISSN 2174-0399. Legal Deposit: GR 760-2011. Year of publication: 2011. Publisher: José Iván Elvira Sánchez. URL : http://studiahermetica.com/ Contact: ivan.elvira@studiahermetica.com Place of publication: Granada (Spain). Periodicity: Irregular. Director: José Iván Elvira Sánchez. Assistant Director: Francisco García Bazán. Scientific Board: Mar Rey Bueno, Miguel López Pérez, Francisco de Mendonça Jr. Languages: English, French, Spanish, Italian and Portuguese.

Studia Hermetica Journal (SHJ) is a free online journal devoted to the study of Hermetism and other ancient philosophical currents, like Middle Platonism, Neoplatonism, or Theurgy. In general terms, we focus our inquiries on Late Antiquity and the reception of these ancient opuses in Renaissance and Modern Times. In addition, SHJ is opened to the rest of the fields normally involved in the so called Western Esotericism, such Christian Theosophy, Mysticism, Masonry, Rosicruacianism, as well as History of Alchemy, Astrology, and Magic, or Occultism. Date of the current publication: April 1st, 2011.

REVISTA LITERARIA STUDIA HERMETICA / STUDIA HERMETICA LITERARY JOURNAL La revista online Studia Hermetica tendrá como anexo la siguiente revista literaria, publicada al mismo tiempo que el boletín científico. Su publicación, por lo tanto, será de carácter irregular y de propósitos exclusivamente artísticos. En dicha revista se publicarán cuentos, poemas, relatos y novelas originales de escritores interesados en los temas tratados en nuestra publicación online, con especial referencia a las filosofías místicas, herméticas y ocultistas. El estilo y el formato de los escritos es libre y la extensión de los mismos podrá variar entre 1 y 20 páginas. Las novelas tendrán una publicación periódica. Se aceptarán trabajos escritos en inglés y en español.

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Studia Hermetica online Journal has the following literary addenda, published at the same time of the scientific bulletin. Therefore, its publication will have an irregular periodicity and it will delivered exclusively thinking in artistic purposes. The journal includes tales, poems, stories and novels, originally created by writers interesting in the matters which we use to deal in our online publication, with special reference on mystical, hermetic and occultist philosophies. The style and format of those writings is free and their maximum lenght must be 20 pages (and their minimum, one single page). Consequently, the novels will be published periodically. We accept writtings in English and Spanish languages.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011

INTRODUCTORY ISSUE I, nº 1, 2011 INDEX LITTERA ELVIRA SÁNCHEZ, J. Iván, Un acto de teúrgia ................................................................ 2-11 ELVIRA SÁNCHEZ, J. Iván, Física y Mística, Cap. I. Simposio en Antioquía ............. 11-28

LITTERA

José Iván Elvira Sánchez UN ACTO DE TEÚRGIA Categoría: Relato. Introducción: Este pequeño relato pretende ser un homenaje a Isaac Asimov, Stanislaw Lem y Jorge Luis Borges. Mi agradecimiento a esos grandes maestros, cuyo arte e intelecto llenó de luz mi alma.

PHILOSOPHY, n. A route of many roads leading from nowhere to nothing. Ambrose Bierce, The Devil’s Dictionary.

La superficie del templo se hallaba cruzada por miles de marcas lacerantes que testimoniaban el curso del tiempo agreste. El viejo filósofo se puso de rodillas e inició su oración: se encontraba en ayunas y con la mente despejada y diáfana, tanto que podía seguir cada uno de sus pensamientos, y dirigir su mente a lugares en los que jamás había estado antes. Su concentración se incrementaba por momentos, y al fin, el mecanismo de la más intrincada de las metafísicas se disipó, y trascendió los defectos y las turbaciones que empañaban su magín; la vulgar cotidianeidad de los sentidos huyó, dejando paso a un estado de absoluta intimidad con lo divino. Supo que era el momento propicio, y una exaltación de pura felicidad se apoderó de él. Y lloró de alegría pese al

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 dolor lacerante de su cuerpo. En un segundo se hizo la noche, y se recordó a sí mismo que la ausencia de tiempo preludiaba una revelación inminente. Quizás alcanzara al fin lo que sus antiguos maestros habían anhelado en vano, y vivía aquel estado de apoteosis tan intensamente que le pareció que su alma ascendía sin freno, tornándose más y más poderosa por momentos. Sentía verdadera euforia. Y en ese trance trató de perfeccionarse moralmente: lo perdonó todo y a todos, y se reía para sí (a pesar de oír sus propias carcajadas estridentes y alocadas) de todo aquello que antes le molestaba y enturbiaba. “El ser humano es un vacío sin tiempo que se desliza en el tiempo… No vale la pena detenerse en sus miserias”, se decía. Y esos eran sus cándidos pensamientos cuando todo cambió. Repentinamente, su felicidad se tornó quietud y su exaltación derivó hacia un estado embriagador pero estático, latente y sin embargo atronador. Sintió cómo era invadido por una apabullante presencia, una presencia que anulaba uno a uno sus sentidos, incluyendo su exaltación y cualquier conciencia de poder anteriormente elevada por el vehículo de su alma. Atónito, comprobó cómo su intelecto iba aumentando vertiginosamente en lucidez. Esa nueva presencia que se abrió paso en mitad de su ritual teofórico comenzó a desprender tanta luz que acabó por ahogarla, y finalmente por expulsar con inusitada violencia cualquier atisbo de radiación, precipitando un atardecer metálico, cercado de una noche tan negra como el mismísimo Hades. El viejo filósofo miró a su alrededor asustado y trató de concentrarse nuevamente: se encontraba aún sobre la superficie castigada del templo, y el peristilo derruido era el único testigo de esta su próxima e inesperada revelación. Al fondo vio la figura de un hombre alto, enfundado en un abrigo de color grisáceo; era tan sólo una silueta, a pesar de todo. Parecía una estatua, pero el anciano sabía que estaba vivo, y que le penetraba el corazón sin piedad. Enseguida supo que sus pensamientos retumbaban en el extraño, creando un eco incómodo e inevitable. Al fin, la presencia fantasmal habló: “Sé quién eres”, dijo con una voz queda, honda, melancólica, dolorosa, y aun así decidida, agradable y terriblemente poderosa. “Por el contrario, yo no siento nada en ti”, contestó el viejo filósofo, casi entre dientes. La silueta avanzó y dejó ver su rostro plúmbeo, débilmente iluminado por una sonrisa amarga. “He anulado tus poderes eróticos, y he dejado abierto el ojo racional de tu alma. Así comprenderás mejor mis palabras”. El hombre titubeó: veía esfumarse lentamente la llama. Todo parecía transcurrir como en un sueño, y sin embargo aquel grado de lucidez

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 era imposible de lograr en cualquier ámbito onírico que conocía. “No es un sueño”, afirmó el filósofo para sí. “No lo es”, confirmó la forma gris. “Jamás he experimentado una presencia como la tuya… No logro entender tu esencia”, continuó el anciano. El recién llegado esbozó una sonrisa paternal. “Todo lo que provoca un sentimiento no puede acercarse a la Totalidad. Yo soy el silencio que dejan tus pensamientos, el ruido y la palpitación de la vida más allá de la vida”. Se hizo el silencio durante unos segundos eternos. Pese a su elevada preparación filosófica, el hombre tardó aún unos instantes en contestar, primero con un gesto negatorio y después con palabras de confusión y de turbación. “Eso sólo podría significar que eres Dios mismo, y eso no puede ser. ¿Cómo la experiencia de la suprema presencia divina puede ser tan…” La silueta contestó acercándose aún más, adoptando un paso quedo pero irresistible. El viejo filósofo pudo apreciar su rostro con mayor nitidez: sus ojos estaban dotados de una honda claridad que culminaba en un pozo negro por pupila; parecía que su mirada irradiaba un halo blanquecino, que atraía toda la oscuridad en derredor. Era la misma claridad del frío hielo, que sin embargo quemaba al tacto, y lo mismo podríamos afirmar del resto de su rostro curtido de hombre maduro; sus facciones eran duras y pronunciadas sin ser desagradables, y las arrugas que trazaban sus contornos invitaban de alguna manera a la confianza de un padre o un abuelo bondadoso aunque severo; su cabello era cano, pero no acertaba a descubrir cuál podría haber sido su color de juventud. En cualquier caso, su silueta parecía nacida de la misma piedra. Lo cierto es que el viejo filósofo tenía ante sí al ser más extraño y poderoso con el que se había topado jamás en cualquiera de sus rituales teúrgicos. De repente sintió miedo, miedo de haberse engañado sobre la verdadera naturaleza de Dios y del cosmos mismo. Si este ser que concentraba toda la luz en una vasta oscuridad era Dios, entonces ¿qué quedaba de aquella Luz Suprema de la que le habían argumentado durante toda su vida? El experimentado filósofo perdió la compostura, y un torrente de sensaciones desapacibles culminaron en un dolor insano. Sentía humillación y quería despertar de ese sueño que no podía ser un sueño. Cuando recuperó el control de sus pensamientos, contempló su propia lucha interior y descubrió que deseaba con todas sus fuerzas que ese ser estático contemplara su dolor, y que se apiadara de él. Se descubrió llorando de melancolía; su alegría se había extinguido. Al fin, el viejo filósofo se decidió a hablar. “¿Por qué me atormentas? Quiero despertar y al mismo tiempo quiero conocer tu naturaleza. Aún me niego a reconocer en ti la máxima naturaleza divina”. El rostro del

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 hombre gris, que se había mantenido impasible hasta ese momento, tan sólo esbozó una leve sonrisa como respuesta. El viejo filósofo supo que sus palabras sonaron falsas; se convenció de que lo que tenía ante sí era una poderosa potencia divina, si bien no acertaba a decir a qué orden angélico pertenecía. Se resistía ante el pensamiento impío y blasfemo de estar ante Dios. La figura plúmbea habló de nuevo: “No soy Dios siéndolo, dado que Dios no puede hablar y existir, según tus enseñanzas. Yo soy uno de sus pensamientos bajo forma humana. Luego para ti soy Dios mismo”. El filósofo se desplomó estrepitosamente, y con increíble parsimonia contempló cómo sus propias lágrimas se derramaban contra el frío mármol. A pesar de todo, sus sollozos no le alejaban del pensamiento puro. Y estos pensamientos se encadenaban a una velocidad imposible, siendo verdaderamente consciente por una vez de la solidez del acto mismo de pensar, y además sin perturbarse por el más mínimo estímulo externo. “Acepto tu naturaleza divina, pero no puedo concebir por qué mi mente se encuentra tan clara y mi alma tan poco iluminada por tu candor y por tu amor divinos…” La silueta gris esbozó ahora un gesto grave, y con una voz que retumbó en sus oídos, pronunció unas palabras que el viejo filósofo no olvidaría: “Dios es el silencio por encima del silencio mismo. Mi presencia no puede alterarte ni elevarte; y tampoco te dejará indiferente; como tú mismo compruebas, estás inerme frente a Mí”. El filósofo enmudeció, y advirtió la veracidad de estas terribles palabras: en efecto, pese a sentir su alma henchida de divinidad, se encontraba aplastado frente al ser omnímodo. La “disputa” con aquel ente era estrictamente filosófica, y nada había que alterara su alma, ni nada que perturbara sus emociones, para bien o para mal. El filósofo decidió seguirle el juego a la estatua: “Si eres Dios mismo, entonces tengo que preguntarte muchas cosas, cosas que han atormentado a mi alma desde que tengo conciencia de ella misma”. La presencia gris asintió grave. “Lo sé, y tu mente se encuentra tan lúcida que estás en óptimas condiciones para formular tales preguntas. Adelante”. El viejo filósofo caviló aún unos instantes, y el diálogo fue como sigue: Filósofo: “¿Cómo tendré la certeza de que eres Dios, si no siento más que vacío y silencio a mi alrededor?”. Dios: “Dios no puede hablar más que a través de sus criaturas, y la pequeña porción que alcanzas ahora a descubrir no puede cubrir más que un pequeño grano de arena en un Pensamiento Infinito. Soy Dios porque no hablo en nombre de nadie. Soy

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 sencillamente esa ínfima porción del lógos que todo lo inunda y a todo subyace, y que ahora adopta tu propia lengua humana para dirigirse a ti”. Filósofo: “¿Cuál es el sentido de nuestra misma existencia y la naturaleza del Ser?”. Dios: “Su sentido es su existencia. El sentido absoluto sobre vuestra existencia no puede buscarse en el interior de vuestra naturaleza. Ahí radica la paradoja. Esa pregunta es palabrería razonablemente surgida de vuestro acto mismo de pensar. No puedes escapar de tu propio sentido, dado que sencillamente existes, y en tu existencia misma hallarás el sentido que anhelas. El ser todo lo inunda, y no existe más principio de contradicción a esto que el propio cambio infinito”. Filósofo (algo turbado): “Y sin embargo, no puedo concebir cómo y por qué el mundo es del modo que es, y la razón misma de sentir y pensar”. Dios (con un gesto de la mano desvía la pregunta, e insta a la siguiente). Filósofo: “Si no puedo entender el supremo acto de la Creación, ¿cómo voy a tener fe en el sentido de mis actos?” Dios: “Tus propios actos hablan de ti, y así con tus pensamientos y creaciones. A cada paso de tu alma, me recorres y me abarcas con mayor profundidad. Para una mente filosófica como la tuya, el sentido último de existir radica en descubrirme y descubrirte (que son la misma cosa); y en una mente pequeña y común, tal sentido es encontrado sin cesar en el propio acto de existir”. Filósofo: ¿Existe vida más allá de la muerte? Dios: “Todo lo que existe y existirá es vida. La putrefacción de vuestros cuerpos es ajena a la intimidad de vuestra alma, que retornará a mí de infinitas formas, porque de hecho, nunca me abandonó. Algunos de tales retornos os serán agradables y otros no; de algunos seréis conscientes, y de otros no. Ningún hombre puede imaginar su destino tras lo que llamáis muerte. Sin embargo, da por segura la permanencia de vuestra llama, porque es a Mí a quien pertenece. De cualquier modo, el misterio de vuestra disolución persistirá por siempre, porque tal es Mi Voluntad. Concentraos en la vida, porque en la muerte nada podéis”. El viejo filósofo permaneció callado durante un buen rato, mirando fijamente a la estatua. Su respuesta le pareció de una intolerable y enervante vaguedad, y de

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 semejante inconcreción surgió una dolorosa y persistente semilla de rencor hacia esta divinidad esquiva y atronadora. Pensó y no profirió otras preguntas al hilo de aquélla: “¿Cuál será mi destino tras la muerte?”, “¿cuál el de los malvados?”… Sabía bien que la estatua nada respondería a esto, y una ligera claridad de confidencia en sus ojos de hielo así se lo confirmó. Decidió continuar con otras materias teológicas. Filósofo: “¿Debemos adorarte de alguna forma?”. Dios: “No. Dios es continuación y vida”. Filósofo: “Luego todas nuestras religiones y filosofías de nada sirven…” Dios: “Vuestros actos y pensamientos os sirven a vosotros para descubrirme a Mí de cientos de formas distintas; tu pregunta no tiene sentido”. Filósofo: “¿Luego no hay religión o filosofía más verdadera que otra?” Dios: “Vuestros pensamientos me abordan de mil maneras distintas, y ninguno de esos pensamientos, por muy sofisticado que sea, llegará jamás a alcanzarme”. Filósofo: “Insisto en que me argumentes a propósito de nuestras doctrinas filosóficas: ¿No hay ninguna en particular que consideres más cercana a tu esencia?” Dios (bajando la mirada y afectando profunda concentración): “Repito que cada una de vuestras aproximaciones incide en aspectos distintos de Mi Ser, y con mayor o menor profundidad; y todas, a su modo, generan Belleza”. Filósofo: “Eso sólo esquiva la cuestión. No se puede concebir que una filosofía niegue tu existencia, y que al mismo tiempo incida en algún aspecto de tu ser”. Dios: “Aquellas filosofías que niegan vuestras pequeñas o grandes ideas de Dios, no pueden negar la Totalidad. No pueden negarme a Mí ni a la Creación. No podéis negaros a vosotros mismos”. El filósofo no quedó convencido con las respuestas del helador personaje que se decía Dios, y tras un momento de cavilación, continuó por unos derroteros que más le espantaban que atraían: “¿Qué sentido tiene el sufrimiento de los inocentes?” Ahora Dios calló. De sus ojos se resbalaban lágrimas y su rostro se contrajo por el dolor. El viejo filósofo contempló atónito cómo aquella divinidad lloraba, y no pudo contenerse ante la propia desesperación que le invadió desde lo más hondo de su ser: ¿Dios podía llorar? Y creyó gritar tan fuerte que movió los cimientos del templo y del

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 mundo mismo. La estatua le miró fijamente y vio cómo sus ojos se tornaban más y más oscuros, hasta cubrir todo su iris, atrapándole en el atronador tornado del horror. Y entonces el viejo filósofo pudo ver y sentir los más viles sufrimientos humanos de los que tan sólo tenía constancia en el pensamiento: locura, enfermedad, pena, tristeza, remordimiento, miseria y tragedia; vio hospitales repletos de niños sollozantes, campos de batalla sembrados de torturados cuerpos humanos, famélicos esqueletos hambrientos que cruzaban verjas inútiles, madres que sostenían a sus hijos inertes, locos que construían un mundo de dolor en su pequeña eternidad, y un sinfín de penurias que no sintió como ajenas. Una cartografía del dolor cruzó su mente, y la mayor parte de ese agudo sufrimiento era gratuito, absurdo, duradero y obsceno. El filósofo aún tuvo fuerzas para elevar la vista, clavando su mirada en la silueta impertérrita. Transcurrió un buen rato antes de que se decidiera a balbucear con rabia contenida: “¿Por qué me torturas de esa forma?”, Dios negó con la cabeza. “No lo hago; mis lágrimas y el profundo conocimiento de vuestro dolor es mi respuesta. He querido que sepas cuáles son mis sentimientos y mi dolor, y que veas que a través de vosotros, Yo sufro.” El filósofo calló de nuevo durante unos instantes, y sintió cómo una fiera y negra cólera se iba apoderando de él. Al fin estalló: “¡¿Pero por qué permites tales injusticias, malvado?!… ¿Acaso te burlas de nosotros?” Dios permaneció impasible durante unos instantes. Al fin contestó: “No”. El filósofo se estremeció y dejó caer sus manos. “¿Por qué al experimentar tu presencia sólo siento dolor y muerte?”… Dios, alzándose como una estatua enorme e inalcanzable, contestó: “Has formulado una pregunta y yo la he contestado. Si me preguntas por la alegría y la belleza del mundo, experimentarás placer y dicha”. Y el filósofo prosiguió aún con otras preguntas, con el ánimo ya menguado. Filósofo: “Entonces, si estás en todas las cosas, eres todas las cosas y ninguna”. Dios: “Sí”. Filósofo (ceñudo y cabizbajo): “¿Formas parte entonces de la naturaleza de las cosas y los hechos más viles y abyectos? Dios: “Sí”. Filósofo: “¿Si es así, entonces para qué perseverar en el ejercicio de la virtud y no caer en el vicio, la maldad y la indolencia?” Dios: “No podéis escapar a vuestra naturaleza y al destino del cosmos entero, que no es ni malo ni bueno. Los mejores de entre vosotros os convertiréis a la fuerza en

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 mis hijos más queridos, porque mejor me conoceréis. Ensanchad el ejercicio de vuestra alma y alcanzaréis regiones ignotas y maravillosas; si no lo hacéis, caeréis en el negro pozo del tiempo, y bajo sus reglas pereceréis”. Filósofo: “¿Y qué hay de aquellos que no puedan conocerte? Cuyos cuerpos y cuya alma se hayan retorcidos desde su mismo nacimiento, o cuyo destino es perecer tempranamente sin apenas dar cuenta de lo sucedido?” Dios: “La vida se esparce por doquier; algunos alcanzaréis la dicha y otros no, pero la lucha continúa en un tiempo que no es tiempo. No podréis dejar de nacer, crecer y morir, porque sois los frutos de la Eterna Visión. Ninguna vida se pierde en vano para Mí”. El filósofo se detuvo nuevamente y se llevó las manos a las sienes en un acto de perplejidad. “Dices cosas terribles con pasmosa e irritante facilidad… ¿Acaso conoces y sientes lo que esto representa para nosotros?” Dios: “Pese a tu sólida capacidad de empatía no puedes juzgar convenientemente la experiencia vital de tu especie. Vuestra libertad es consustancial a la vida misma, y forma parte de Mí”. Filósofo (visiblemente acalorado): “¡Eso no son más que necedades! La libertad está ligada a la virtud y a la naturaleza de cada cual, y nadie es capaz de aprehenderla por completo”. Ante esta afirmación, Dios sencillamente calló, y parecía aguardar a que el filósofo aplacara su cólera. Su silencio era respetuoso y meditabundo, y sus ojos permanecían cerrados. El anciano se calmó finalmente y sintió vergüenza de sí mismo. Decidió que aún seguiría interrogando a la estatua. Filósofo: “¿Qué sentido tienen entonces nuestros boatos y ceremonias religiosos, qué sentido tiene nuestro homenaje a ti?" Dios: “¿Qué sentido tiene la belleza de un amanecer cualquiera, más que por el mero hecho de la belleza que suscita? Yo amo la belleza lo mismo que vosotros, y yo amo vuestra belleza”. Filósofo: “¿Nos amas cuando somos bellos y nos desprecias cuando somos feos…?”

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Dios: “Yo no amo, desprecio y odio de la misma forma que vosotros, pese a que os siento mejor que vosotros mismos. Bien podrías reducir mi respuesta a que os amo, sencillamente”. Filósofo: “Tu amor me resulta doloroso, tanto como el producto de tu Creación”. Dios (esbozando una amarga y leve sonrisa): “Eso es porque ahora me odias, que es como odiarte a ti mismo”. El filósofo se recompuso las vestiduras y trató de aclarar su mente, tomándose para ello un tiempo que se le antojó un océano. Sus ojos tristes recorrieron de nuevo la superficie del templo, y un sentimiento de nostalgia se apoderó de él; nostalgia hacia algo que no podía identificar y aprehender por completo. La cólera se había disipado, y ahora sólo permanecía enclaustrado en un sentimiento de dulce indiferencia. Ya no tenía miedo de esa aparición que se decía Dios; por el contrario, le invadía un sentimiento eterno de extraña confianza y confidencia. Al fin habló de nuevo: “Tengo la sensación de que hablo conmigo mismo, y que yo mismo me respondo”. Y entonces una sensación de inimaginable y absoluta soledad se apoderó del filósofo, que ya perdió todo interés en continuar preguntando. Dios asintió ante sus palabras: “Así es”. El filósofo despertó súbitamente de su trance y observó con una calma pasmosa el precioso firmamento estrellado. Entonces, uno de sus compañeros se le acercó con gran cautela, y le instó a que relatara su experiencia. El viejo filósofo ni tan siquiera le miró, abandonando el recinto despaciosamente. Algunos que le vieron irse afirmaron que su mirada era de lúcida melancolía. Lo cierto es que al anciano filósofo jamás se le volvió a ver envuelto en un acto de teúrgia, y dicen quienes le conocían que retornó a la ciudad y que contrajo matrimonio, y que su vida a partir de entonces transcurrió apaciblemente. Dicen además que partir de ese postrero ritual teúrgico, del que nunca mencionó palabra, escribió abundantemente sobre pergamino y que, según cuentan, su voluminosa obra pereció en Alejandría. No volvió a hablar de filosofía en público ni a intercambiar una sola palabra en simposio o diálogo abierto con otros sabios, y quienes tuvieron la paciencia y el talento de leer sus escritos, convinieron en que abandonó las enseñanzas de los grandes maestros, sin contradecirles abiertamente. Afirman además que pudo haber instaurado su propia escuela, pero que carecía de tales aspiraciones.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Y los que más insistieron en preguntarle sobre este su último acto de teúrgia, sólo obtuvieron por respuesta una enigmática perorata: “Luché contra un espíritu burlón y poderoso, y al final me venció en un absurdo juego de logomaquia”.

José Iván Elvira Sánchez FÍSICA Y MÍSTICA CAPÍTULO I: SIMPOSIO EN ANTIOQUÍA Categoría: Novela. Introducción: Pretendo publicar esta novela junto a los sucesivos números del boletín científico. En ella trazaré un universo ucrónico y fantástico, parcialmente basado en la crisis del s. III. Semejante ejercicio literario no tendrá pretensión alguna de convertirse en una “novela histórica”, y mucho menos buscará el rigorismo académico.

“Decían que este sería el siglo de la revelación final, que el templo de los judíos renacería en Jerusalén, pero que esta vez serían los galileos los que se alzarían en armas contra los griegos. Decían que la guerra en Judea dejaría paso a una tormenta de piedras celestes, y a plagas aún más temibles que las dirigidas por Yahweh a Ramsés el egipcio. Hacía siglos que en Éfeso un galileo había predicho el final y muchos le habían seguido, en un torbellino de locura difícilmente controlable por las autoridades griegas o bárbaras. Nada está claro en nuestros días, ahora que los leales ejércitos de Pablo IV afianzan sus posiciones en Celesiria y amenazan marchar contra nuestra ciudad de Antioquía, en mitad de una de tantas revueltas zelotas, en Jerusalén, la capital de la eterna disputa. El emperador de los romanos, Flavio Claudio J., reclama venganza contra los fanáticos mientras pertrecha un ejército defensivo en Iliria para contener a los macedonios, y Atenas y el resto de ciudades de la Nueva Liga Aquea firman una paz duradera con el Peloponeso. Nadie se atreve a dar el primer paso, mientras nuestros vigías observan atónitos cómo el Sinaí se oscurece, sumido en un tupido y persistente ocaso, y el otrora sol angustioso y acrisolador del desierto se torna en un monzón eterno que hace aflorar una vegetación jamás vista. Decían que la cultura de los faraones había retornado al Mesogeios, a pesar de que hacía dos largas décadas que ningún trirreme había logrado acercarse al puerto de Alejandría: una barrera invisible se había elevado

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 en torno al país del Nilo, desde el reinado del joven Cesarión Ptolomeo Akenathón II. Sólo de vez en cuando se oyen noticias acerca de la ejecución de alguno de sus espías en Siracusa, Rodas, Roma, o Pérgamo. En cualquier caso, los oráculos son particularmente oscuros en estos tiempos, y ningún basileus se atreve a movilizar a sus ejércitos en una ofensiva abierta y total, sobre todo desde la aparición de la Carta a los Atenienses: el inicio de una nueva civilización y de una nueva política religiosa en las naciones griegas; en realidad, pocos conocen el contenido exacto de esta carta, que circula entre las cortes más poderosas con gran secretismo. Se decía, además, que este “manifiesto” estaba escrito en una nueva variante del griego ático, sin relación con la lengua común, la koiné, y que sólo los filólogos más reputados vinculados a la realeza podían leerlo de la forma adecuada; además circulaban copias en arameo, hebreo, copto e incluso en el nuevo alfabeto jeroglífico, cuyos secretos son custodiados en los templos de Hermópolis Magna, a orillas del Nilo…” El rétor carraspeó durante un solo instante, rompiendo el hechizo que mantenía fascinados a los presentes en el simposio. Enseguida elogiaron el discurso inaugural de la Primera Embajada Panhelénica, con un aplauso sincero. Estaban allí las principales personalidades del culto a Baal de la ciudad siria de Antioquía, junto al atractivo embajador romano, Cneo Clodio, que murmuraba algo aparentemente gracioso a su acompañante, un astrólogo de origen judío llamado Josué, de gran renombre en la ciudad desde que predijo el eclipse del año 285, enunciando que grandes cambios se avecinaban para los griegos; junto a él se hallaba Máximo el Teúrgo, el mismísimo preceptor del emperador romano, y uno de los filósofos más poderosos por aquel entonces, que en esos mismos instantes hablaba secretamente con Julia D. Severa, la primera esposa del emperador, una bellísima e intrigante amazona de mediana edad, de inteligencia proverbial, y de la que muchos comentaban era la verdadera regente de los romanos y, sin duda, una de las más influyentes personalidades de nuestro Mar Medio. Junto a ella, varios sirvientes napatienses, ataviados con los lienzos ceremoniales, y seguidamente los philoi del monarca, los consejeros privados de Atalo XXV, y por supuesto el rey mismo, vestido de púrpura y luciendo la preceptiva diadema de oro, al que podíamos ver dialogando despreocupadamente con una de sus concubinas, quizás la más hermosa (y como se comprobaría más tarde, la más peligrosa manejando la cicutina); junto a la jovial pareja se hallaba la familia real, de la que por ahora nos contentaremos con destacar al primogénito, en teoría el único y preferido aspirante al

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 trono: Jonás, un convencido y austero creyente de la fe de los galileos, convertido durante el transcurso de uno de tantos asedios a Jerusalén, durante las terribles Guerras de la Ira; obviamente su nombre de nacimiento era muy distinto: Cleómenes de Antioquía había sido en otro tiempo, un valiente hoplita del ejército real, el orgullo de su ciudad y de sus conciudadanos griegos, y una deshonra para su recientemente fallecido padre Atalo XXIV, que no pudo soportar ver cómo su hijo caía en las garras aquella repugnante secta, y retornaba al hogar patrio hablando del “crucificado”, con la mirada perdida y una virilidad y un futuro reinado arruinados por extrañas creencias y supersticiones; desde luego, ante su alarmante cambio de postura, el ejército dejó de seguirle y a punto estuvo de lincharle, pero en el último instante fue salvado por la intervención de “milagrosos y gloriosos acontecimientos” (esas fueron las enigmáticas palabras de Jonás-Cleómenes); estos “acontecimientos” serán descritos más adelante, baste ahora con decir que en su mirada alternaban la indiferencia, el desprecio y el odio, y que de hecho, nadie sabía el porqué de su asistencia al evento, dado que el tema principal de discusión era el previsible ataque conjunto a las fuerzas galileas, o bien una improbable negociación. Junto a la familia real nos encontramos con el resto de delegados de las ciudades y estados helenos y bárbaros: el salvaje y fortachón Turkán de los celtas, Amílcar X de la mermada Cartago, Demetrio el Oriental, en representación de las antiguas y lejanas satrapías y poleis seleúcidas: Bactriana, Aracosia, Gandara, Partia e Hircania, y otras ciudades independientes como Alejandría Escate, Mararkanda, Taxila y Alejandría Oriental o Kandahar. Juntos formaban una silueta tan heterogénea y desigual que parecíamos estar asistiendo a uno de esos espectáculos de variedades tan famosos en Pérgamo desde hacía décadas. En este simposio se echaban de menos los enemigos y las naciones neutrales, que habían rehusado la oferta de una tregua (o un salvoconducto), a cambio del envío de sus delegaciones: Seleucia, Egipto, Pérgamo, Armenia, la confederación pirata de Cilicia, Gedrosia, y un largo y hostil etcétera, de los que nadie dudaba habían enviado sus propios “embajadores fantasma”, obviamente bajo la forma de espías. Era, por decirlo así, un espionaje consentido pero no por ello menos peligroso, aunque su mera existencia era una oportunidad nada desdeñable de amenazar, criticar y envalentonarse sin tener que aguardar las apariencias diplomáticas oportunas entre griegos.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 El primero que quebró el ambiente de distensión fue Máximo, que erguido y marcial formuló una fraseología ritual ante la que muchos adoptaron una postura suplicatoria, y que naturalmente fue ignorada por los semitas y los cristianos presentes. Tras recomponerse la toga viril con gesto decidido, Máximo habló así: En virtud del Rey Helios nos hemos reunido aquí para debatir acerca de la delicada situación en la que nos encontramos… Las hordas de Galilea se agolpan en mitad de nuestros campos y arruinan nuestras cosechas, mientras que una masa hambrienta de campesinos emigrada inunda las calles de nuestra amada ciudad de Antioquía, provocando revueltas y algaradas. Nuestras mujeres están asustadas y sus hijos lloran ante la futura catástrofe. ¿Qué hemos de hacer? Sólo nosotros podemos dar término a esta desgracia, con prudencia y decisión; con justicia y acierto; y como es de esperar entre griegos y romanos, con templanza y aplomo. Jonás se levantó como una exhalación, y al unísono sintió cómo miradas airadas se le clavaban. Entre esas miradas poco amistosas se contaba, naturalmente, la de su propio hermano Atalo. Jonás-Cleómenes no se acható, sino que con una parsimonia excesivamente calculada dispuso las palmas de sus manos abiertas sobre la elegante mesa de marfil azabache. Y tras unos segundos eternos levantó su mirada, descubriendo una sonrisa cruel y despiadada, que fue interrumpida por Máximo de esta manera: Cleómenes de Antioquía, en otro tiempo fuiste noble, digno descendiente del gran Alejandro; en virtud de tu glorioso pasado, no te atrevas a sugerir al consejo piedad para esos galileos desalmados e impíos porque tú mismo hayas caído en su locura. Máximo quiso continuar su discurso, pero sus palabras murieron ante el gesto adusto de Jonás, por lo que con un ademán de disculpa volvió a tomar asiento, ignorando el gesto reprobador de Julia. Desde luego, Jonás pronunciaría unas palabras que no fueron olvidadas por los presentes hasta el final de sus vidas. Se me acusa de ser un “mal griego”, y se me acusa justificadamente. Pero no toleraré que se me acuse de impío. Yo estoy con vosotros, soy vuestro aliado en la destrucción de esos que llamáis “galileos”, y que yo llamo “perros paulinos”, blasfemos y pecadores que han deshonrado la memoria del Cristo y que ignoran el verdadero significado de las Escrituras que juraron defender. Su bautismo nos abochorna a los verdaderos testigos del crucificado. Su sacrificio no será en balde, y la divina serpiente será hoy testigo de nuestra libertad, porque un nuevo amanecer se acerca para los que

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 tengan fe en la resurrección. Jonás había conseguido el efecto deseado: la sorpresa; los asistentes más airados tan sólo murmuraban algunas palabras malsonantes, y el resto sencillamente estaba desarmado, por lo que se apresuró a continuar: Tenéis razón al odiarlos, porque ellos no son verdaderos cristianos, sino esbirros violentos del Anticristo de Jerusalén, aquel a quien tanto odiáis y teméis, ese Pablo que os aseguro será juzgado severamente por Cristo tras su muerte cercana. Yo os digo: ¡matadlos a todos! ¡Salid al campo y yo os seguiré de cerca con mi antiguo arnés de batalla! Pero lo haré con los míos, con mis buenos hermanos de sangre, y os conduciré a una victoria segura sobre ellos. Esta soflama no obtuvo el efecto que Jonás deseaba, y su propio hermano se incorporó de una manera impropia en un rey, vertiendo el contenido de su copa sobre la púrpura de sus vestidos, exclamando colérico: ¡¿Cómo te atreves, traidor?! ¡Tú que mataste a nuestro padre de tristeza, ahora cómo tienes la osadía de comparecer ante mis invitados con el fin de postularte como estratega!. Los ojos de Atalo restallaban con una furia asesina, mientras los dedos de su diestra acariciaban la empuñadura dorada de su espada. Los ojos de Jonás, por el contrario, se sumieron en la tristeza: Hermano, moriría antes de derramar una gota de tu sangre, y dices bien cuando afirmas que yo envíe a la tumba a nuestro padre, que era el mejor de los hombres, pero debes entender que la salvación de nuestra alma está por encima de nuestros terrenales lazos de sangre… No obstante, recuerda al menos quién fui: yo conduje a nuestras falanges a la victoria en numerosas ocasiones, tanto frente a cristianos como frente a judíos, y también frente a otros griegos traidores, y mis manos pecadoras han dado muerte a cientos de buenos soldados, por lo que encomiendo mi juicio y salvación al único dios que puede dármela. En virtud de ese recuerdo, de mi sobrada competencia militar y asesina, ten por seguro que traicionaré una vez más la verdadera fe, y Dios entenderá el porqué de este desafío, cuando vea la sangre derramada de esos blasfemos, y el reinado del terror de Pablo arruinado, liberando así la tierra sagrada que pisó nuestro Señor Jesucristo, que es también tu redentor. Hasta ellos mismos se combaten, ¿qué esperáis de una nueva fuerza que provoca el desorden entre todos los estados civilizados?. En efecto, se esperaba que Josué el hebreo hablara, y lo hizo de una forma despreciativa e indiferente. Pero lo lamentó rápidamente, al sentir la daga del Jonás en su cuello, que tras un salto irresistible y veloz se había plantado encima de la mesa: Te daría muerte con gusto,

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 bufón insignificante y asesino confeso del mesías, pero mis creencias me impiden hacerlo… Jonás fue interrumpido por los chillidos histéricos de su purpúreo hermano a la guardia, que inmediatamente lo bajaron de su improvisada tarima sin encontrar resistencia. Mientras se lo llevaban de la sala escoltado, Jonás repetía la misma escalofriante letanía: “Yo os conduciré a la victoria”. El judío, visiblemente acalorado, una vez que el joven príncipe fue desalojado, se levantó torpemente e hizo una reverencia al monarca, pronunciando algunas palabras de agradecimiento en arameo. Con el loable fin de distender el enrarecido ambiente, el cortesano encargado de la ceremonia llamó a los coribantes frigios, que en poco tiempo distrajeron a los asistentes con una danza hipnótica inspirada en una conocida obra de Apuleyo el africano. Por su parte, tanto Julia D. como Máximo se despidieron momentáneamente del simposio hasta la noche. “Selene nos será más propicia”, añadió el filósofo; junto con ellos se levantaron diligentemente los delegados más destacados: estaba claro que aquel recinto de estilo marcadamente babilónico había quedado inutilizado tras el desasosegante espectáculo al que acababan de asistir. Junto con la pareja romana formada por Julia y Máximo, se reunieron en el balcón adyacente Cneo Clodio y Demetrio el Oriental; los demás delegados fueron prudentemente agasajados por las prostitutas de palacio, en un hábil intento de alejarles de la poderosa comitiva; sólo el representante cartaginés se retiró airado tras este gesto de desprecio, pero de hecho, hasta el día siguiente no fue advertida su ausencia: tal era la influencia de la otrora magnífica Cartago. Mientras los poderosos se disponían a preparar la reunión nocturna, pequeños espías vigilaban la escena, ocultándose tras los respiraderos, a gran distancia del suelo. Los nombres de ambos espías eran un tanto extraños para tratarse de simples buscavidas. El mayor se llamaba Beatriz y el pequeño Tacritán. Ambos mostraban una amplia sonrisa mientras manejaban la falsa moneda de plata ateniense. “Con esto seré rico y así podré encontrar a mis abuelos en Bizancio”; ella no decía nada ante esos deseos pueriles, ni siquiera sentía compasión, al fin y al cabo Tacritán era uno de los pilluelos más buscados en la ciudad y sabía cuidarse bastante bien solo; tan sólo es que su condición de varón le hacía fantasear en exceso; ella, más pragmática, lograba informaciones muy útiles trabajando como sirvienta o pedagoga para las familias extranjeras más poderosas y adineradas, y en estos tiempos estaba en plena racha. Desde luego el encargo era fácil: espiar y registrar todo lo que fuera dicho en palacio, con el

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 fin de comunicárselo a un hombre extraño con aspecto de vagabundo, y de acento extranjero. Pero no era aspecto del contratante lo que extrañaba a la joven, sino su frío semblante y por supuesto su acento; Beatriz no había oído jamás semejante timbre de voz: “Es casi sobrenatural”, se había dicho, “como de muerto viviente”. Tacritán no había participado en la negociación, y no pudo opinar, pero si hubiera podido asistir hubiera desconfiado del extraño, como desconfiaba de cualquier extranjero dispuesto a pagar tanto por este tipo de “encargos políticos”. En eso, como ya hemos insinuado, estaba equivocado: el dracma ateniense era falso, pero de una falsedad tan refinada que sólo un orfebre judío hubiera notado la diferencia. ¿Has anotado todo, flacucha?. La joven hizo un ademán pidiendo silencio, y en voz baja comentó: Se han marchado los más importantes afuera; ahora nos será imposible escucharles, y estos borrachos y simples no tienen nada que decir, eso está claro. Tacritán trató de ocultar su admiración por ella: verla así, inclinada y enfundada en esa toga transparente, le embriagaba al tiempo que casi le obligaba a no hacer el idiota. No estaba aún enamorado de ella, pero la deseaba secreta y violentamente; normalmente no se hubiera silenciado a sí mismo este sentimiento, pero sentía algo más que atracción… era admiración y una clase de envidia sin mezquindad, como una admiración rabiosa ante un enemigo magnífico. Ella, por supuesto, había aprendido a leer este sentimiento en el rostro de su compañero, pero como todas las mujeres inteligentes, había aprendido a aparentar esa terrible indiferencia femenina que provocaba el deseo y la ira masculinos. Sabía, además, muchas más cosas acerca de su compañero: sabía que era rápido y competente, pero que carecía aún de esa capacidad de introspección que se necesitaba para encargos de esta clase; no obstante, no veía esto como un defecto, sino como una virtud en potencia: era sólo cuestión de mantenerlo alejado, buscando, jugándosela, arriesgándose; moviéndose, en una palabra. Eh niño, eso de “niño” lo mortificaba ve a registrar el aposento del romano o de la romana, o de ambos. Haz lo que tengas que hacer: disfrázate con los trapos de uno de sus sirvientes, o cuélate por algún recoveco y espera hasta que anochezca, o hazte tragar por su gato, pero sobre todo guárdate de ser descubierto, porque entonces no habrá quien se acerque a ellos de nuevo. Él no hizo ningún comentario, tan sólo asintió y le miró los pechos una vez más. “Necesita una lección”, pensó, mientras se marchaba ufano. Y este cometido suicida sería una oportunidad de demostrarle su valía.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Julia estaba harta del legado senatorial, Cneo Clodio Escipión. En efecto, era un presuntuoso y un idiota, pero eso no era lo que le molestaba de él, al fin y al cabo todos los hombres presentaban más o menos las mismas características durante la veintena; le molestaba otra cosa muy distinta de él, algo que podía significar el fracaso de la embajada romana y un fiasco diplomático sin precedentes: la frenética actividad de su miembro viril. Estaba claro que Cneo Clodio era el tipo sexualmente más activo de Roma, y eso lo sabían bien prostitutas de lujo, damas de compañía, sirvientas sonrosadas, primas incautas, y muchachos (e incluso su propia madre, o al menos eso se decía por ahí). Eso podía comprometerlo todo, pero naturalmente según el Senado él era el más indicado para continuar con los altos designios de la casi extinta pero acaudalada gens de los Escipiones. Hay que aclarar que Julia no se opuso a que encabezara la comitiva, y que incluso aplaudió en su nombramiento; sabía bien que a la vanidad masculina había que dejarla obrar, y una vez humillada entrar en escena como la eterna consejera-consoladora. Eso pensaba hacer, pero las frecuentes miradas y sutiles insinuaciones del jovenzuelo la irritaban, por lo que decidió sobre la marcha su humillación pública y muerte, antes de dar un paso siquiera en las negociaciones. Máximo le había preguntado el porqué de su enigmático silencio, pero ella le había contestado con un recurso facilón: “No me encuentro bien hoy, Máximo, confío en que sepas perdonarme”. Además, no era sólo el hecho de que un secreto de estado se le escapara entre las sábanas al bueno de Clodio, estaba además su incompetencia en el terreno político-militar, algo que el propio Clodio sabía esconder muy bien con una retorcida labia de mercader. Pero a Julia D. Severa Claudia no la engañaba. Le bastaba con mirar a los ojos y los rasgos faciales para adivinar la virtud y el vicio de sus interlocutores, una facultad que la convertía en una conspiradora y una negociante extraordinarias; además, su proverbial fidelidad marital la hacía inexpugnable frente a moralistas y censores, y ella siempre se guardó de que así fuera, pese a la pasión que sin lugar a dudas recorría su cuerpo, y que muy pocos conocerían. Ahora mismo, de hecho, Cneo Clodio Escipión daba muestras de su sobrada ineptitud ante Demetrio y Atalo, con un hábil y floreado discurso acerca del “plan de ataque”, mientras la miraba de refilón con una satisfacción intolerable. Por decirlo todo, el plan de ataque era un ejemplo de medianía y falta de visión, pero desde luego no había sido diseñado por Clodio, sino a caballo entre el Senado y un excesivamente tolerante emperador, afanado en otras cuestiones más inmediatas. Porque su marido, aun

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 siendo un hombre de inteligencia fuera de lo común, virtuoso y piadoso, no comprendía en su justa medida el lado oscuro del alma humana, algo en lo que Julia destacaba por encima de los demás. Asimismo, el Senado no conocía (ni se había preocupado por ello) la orografía siria, ni tampoco la forma de luchar de los galileos, ni en general los “condicionantes humanos” de esta tierra desértica y sagrada; la locura podía ser decisiva en la lucha cuerpo a cuerpo, y la legión enviada para cubrir semejante evento, la Gémina VI, acantonada en Hispania Citerior desde hacía dos siglos, era un ejemplo de eficacia sin pasión, y de lealtad y perseverancia sin imaginación; sus mandos principales eran veteranos orondos, orgullosos y razonables, los intermedios, envidiosos y mezquinos para con sus superiores, y la falange estaba forjada en una instrucción dura y en un estado de lucha continua, pero no estaba preparada para una batalla directa contra un ejército de fanáticos religiosos. La emperatriz estaba segura de que la confrontación probablemente no acabaría en masacre, no en balde se había creado un plan de fuga bastante bueno. No, su preocupación mayor no era que el choque de los ejércitos degenerara en una batalla campal que ocasionara la salida de las tropas romanas de Siria, lo que implicaría, sin lugar a dudas, un recrudecimiento de las guerras contra Macedonia y el Ponto, un resultado que se guardaría de evitar por todos los medios; además, también existía la posibilidad de que esta inocente y rápida incursión de castigo se convirtiera en una guerra de desgaste larga y costosa. Los medios económicos destinados para esta empresa eran escandalosamente escasos y comprometían tan sólo a las dinastías Escipión y Claudia, y además el mando romano no podía responder por la competencia del resto de tropas auxiliares, griegas o bárbaras. Julia le daba vueltas y más vueltas a esto, y hacía dos noches que no lograba conciliar el sueño: se había propuesto que esta empresa militar no fallara, es más, se lo había prometido a Flavio, y a menudo escenificaba qué es lo que haría si acababa en rotundo fracaso. Matarse, eso seguro. Se cortaría las venas y moriría lentamente. Pero antes de eso las parcas tenían que hilar el destino que ella prudentemente decidía, y ahora mismo había decidido deshacerse de ese imbécil incompetente de Clodio Escipión. Por su parte, Máximo era considerado un hombre santo y un filósofo de gran poder incluso entre los bárbaros. Había pasado su juventud en Alejandría y conocía muchas de las doctrinas secretas y esotéricas de Egipto; no en balde su maestro había sido el gran Abamón el Platónico, oriundo precisamente de la Celesiria. Y en el fondo era precisamente la razón de que estuviera aquí, acompañando a las tropas: no pensaba

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 permitir que los galileos mancillaran la tierra natal de su querido maestro, y que la ciudad del renacer griego fuera socavada por la secta del crucificado. Para ello había preparado muchas cosas, y por primera vez en su vida sus artes se habían concentrado en la destrucción y no en el amor por el saber. Le había pedido a Helios la victoria, y había pertrechado un verdadero “ejército sagrado”, la nueva temible y secreta arma de los griegos frente a los batallones galileos y judíos. En efecto, había instruido a sus aprendices acerca de la naturaleza de los dioses y las propiedades espirituales de las cosas, y se guardaba muchos secretos para sí, que serían cuidadosamente desvelados en el campo de batalla. Es más, había acudido a Delfos para demandar ayuda a Apolo, y el oráculo “había significado” a favor del bando griego, o al menos eso parecía, a juzgar por las palabras de la sibila: “El sol caerá sobre ellos y se dispersarán entre las grietas”. Estaba muy claro, o al menos eso quería creer. Mientras se mesaba su espesa barba cana miraba a Julia y estudiaba sus rasgos: era una mujer extraordinariamente bella y eficaz, pero poco piadosa. Nunca la había visto recitar plegarias ni hacer ofrendas, sacrificios y libaciones a los dioses, lo que la hacía extremadamente vulnerable a los caprichos del destino. “Es muy soberbia”, se repetía a menudo. “Confía demasiado en sus posibilidades y eso acabará perdiéndola”. No obstante, no lo pensaba con malicia; había visto crecer a esa mujer y la quería como un padre, además había jurado defenderla y llevaría ese juramento hasta el final. Por otro lado, Máximo había sido escogido para la misión por la propia Julia D., según llegó a saber después, pero nunca conoció el porqué ni se atrevía tampoco a preguntar; pensaba que era debido a su implicación personal en esta tierra y a su dignidad religiosa, y desde luego no andaba desencaminado. En cuanto a Atalo, se le notaba muy nervioso y desorientado, y resultaba un cuadro muy peculiar verlo engalanado con las dignidades regias, y manchado de vino y trastornado al tiempo. Atalo era bueno y virtuoso a su manera, pero le perdía su debilidad y su sentimentalismo, características que hacían de él un gobernante justo y bondadoso pero poco útil en momentos tan delicados. El extraño comportamiento de su hermano le había trastornado visiblemente, y se le notaban las ganas de romper a llorar amargamente. Este hecho no era fácilmente tolerado por Julia, toda una romana de pro: sobria, castiza y fría en los asuntos políticos. Julia, con estudiada amabilidad, trató de que el monarca se retirara a sus aposentos hasta la noche, cuando se reuniría de nuevo el simposio, a lo que finalmente accedió, probablemente abrumado por la vergüenza. Seguidamente aconteció un hecho que Atalo ignoraría siempre, ya que su hermano

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Cleómenes fue llamado secretamente a este “balcón de la conspiración”, a petición de la propia Julia, y a pesar de las objeciones de Clodio y Máximo. Mientras llegaba, Demetrio el Oriental, vestido con la antigua moda ceremonial macedonia, de inspiración persa, hizo un recuento de sus aportaciones militares, tanto en elefantes como en tropas locales; sus hoplitas eran pocos, y de hecho esta clase de formación militar escaseó en el oriente desde que el propio Alejandro se retirara a Babilonia con su maltrecho ejército. Cuando Cleómenes-Jonás llegó, la orgía en el salón del banquete estaba en pleno clímax, y una música estridente dejaba paso a una pequeña bacanal, que fue convenientemente ocultada de la mirada reprobadora de Máximo y del resto de dignidades religiosas. Cleómenes llegó cabizbajo y muy serio, ataviado con una sencilla e incluso tosca túnica. No hizo ningún comentario, y estaba claro que sabía por qué estaba allí. Enseguida, como Julia esperaba, Clodio comenzó sus insinuaciones sarcásticas. Era evidente que aquel hombre le había impresionado y amenazaba su “virilidad”; en pocas palabras, podemos afirmar que le tenía miedo. Vaya, vaya, aquí tenemos al galileo. ¡Quitaos ese disfraz y presentaos como corresponde a un hombre civilizado!. Julia miró furibunda a Clodio, que enseguida añadió: Vamos, mi emperatriz, no seáis tan diplomática; ya sabéis que los sirios no son nada sin la cobertura de nuestras legiones. Además no me fío de este sujeto: estoy seguro de que pretende traicionarnos, y que a la primera oportunidad que se le presente volverá a esas tropas que dice comandar contra nosotros. No podemos correr ese riesgo. Julia no contestó, y se dirigió directamente a Jonás. ¿Qué tenéis que decir a las palabras de Cneo Clodio Escipión? ¿Sois realmente un traidor? ¿Vuestra fe doliente precisa del sacrificio de vuestra propia gente, de vuestro hermano?. Esta última pregunta surtió el efecto que Julia esperaba, y Jonás cambió de una postura tristona y pusilánime a otra orgullosa y terrible; sus ojos llamearon e instintivamente su siniestra (porque era zurdo) se dirigió a una inexistente empuñadura. Al final habló: No consiento que ninguna mujer me hable de esa manera en mi propia casa. Tanto Máximo como Clodio se adelantaron amenazantes, y Julia los contuvo con rudeza. Alto; sólo trataba de asegurarme de vuestra lealtad, Cleómenes de Antioquía, o Jonás del crucificado. Ahora estoy completamente segura de que vuestras intenciones son sinceras. Tan sólo os pido que permitáis a mis estrategas pasar revista a vuestros leales. Una vez más, sus palabras generaron el efecto adecuado y esperado. Jonás se

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 relajó y sus ojos se volvieron a apagar. Tenéis mi permiso, y no dudéis señora, de que vuestros mandos encontrarán en mis hombres a los mejores hoplitas de entre los griegos; además son buenos cristianos, que me han servido con lealtad desde que era un joven príncipe; son sólo doscientos, pero contendrán al enemigo como si fueran doscientos mil. Mientras tanto, Tacritán corría entre los intrincados y sucios pasillos destinados al servicio del palacio, ataviado con las ropas de mozo de compañía de la reina bárbara de Gedrosia, que había acompañado a su bonachón esposo al evento, y que ahora se hallaba retozando con una meretriz africana de extraordinarios y cotizados dotes. Más de una vez Tacritán tuvo que evitar los reproches de los jefes del servicio, que no toleraban esas carreras y prisas, al grito de “¡estos incivilizados!, ¡vulgares recogedores de mierda de elefante! ¡Volveos a casa!” Al fin alcanzó una de tantas puertas destinadas a la entrada del servicio, y peinándose y recomponiéndose como mejor pudo, entornó la puerta y finalmente salió a un lujoso corredor, inundado de una luz blanca y pura, que penetraba a través de unas grandes vidrieras dedicadas al céfiro. “Por fin dejo atrás esa pocilga”. Andaba tratando de aparentar maneras, pero su paso era torpe y chulesco, lo que provocaba risillas entre las sirvientas que pasaban a su lado, y la mirada sarcástica de los criados, que le espetaban cosas en idiomas que desconocía mientras reían generosamente. Sólo cuando se encontraba con algún cargo público o dignidad invitada, Tacritán trataba de guardar las formas y hacía reverencias y saludos que hacían las delicias de las nobles esposas y la sonrisa complacida de sus maridos. De hecho, se permitió el lujo de “hacer circular” (así es como denominaba el muchacho a robar) algunas joyas y atavíos descuidadamente dejadas en poltronas y lechos lujosos. Finalmente llegó al ala del palacio adecuada. Ahora quedaba lo más difícil. Beatriz se planchó debidamente su vestido mientras se incorporaba. Una sonrisa de simpatía se le dibujó en los labios al contemplar la carrera del muchacho, y seguidamente caminó hacia la sala del servicio destinada a los pedagogos, apretando el pulcro pergamino de la Ilíada contra su pecho. Beatriz había sido abandonada por sus padres en Antioquía, y había tenido la gran suerte de convertirse en la hija adoptiva de Glaucón, un filósofo local muy digno y apreciado como preceptor de las familias nobles, y que por desgracia ya era muy mayor para continuar manteniendo con remuneradas enseñanzas a su hija cuando ésta llegó a la madurez. Cuando Beatriz flaqueaba en los numerosos peligros en los que se había visto envuelta, tan sólo debía

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 recordar la imagen de su padre apoltronado en un cuartucho oscuro y sucio de los suburbios, hablando con una cándida sonrisa de la luz desprendida por las obras de Platón y de su seguidor, Plotino el egipcio. En ese momento se juró a sí misma que sus vastos conocimientos en filosofía, retórica, poética y gramática servirían para darle una vida digna al anciano, y de hecho así fue, pese a que ese culto trabajo lindaba en numerosas ocasiones con los trapos sucios de las clases políticas locales o extranjeras. Beatriz era hermosa a su manera, sin estridencias o sensualidades excesivas; era de complexión delgada y en su rostro se podía apreciar la serenidad de una cultura sólida y bien afianzada; sus ojos eran almendrados y oscuros y su cabello le caía en divertidas ondulaciones hasta la cintura. Era una mujer bonita, pero que (“afortunadamente”, como a menudo pensaba), no provocaba la locura de los hombres. Un hombre vulgar, de hecho, se vería obligado a centrar su atención en ella para apreciar su gracia femenina; sin embargo, un hombre inteligente, tras un análisis poco profundo vería en ella a la esposa y la amante perfectas. Como la inteligencia escaseaba en Antioquía, Beatriz seguía soltera y dedicada a sus fraudulentos menesteres. Una vez en la sala de los pedagogos, que no era más que una biblioteca de unas dimensiones nada desdeñables, limpia y luminosa, llena de griegos, romanos, celtas, bactrianos, indios, babilonios, fenicios, e hispanos, dialogando acerca de las cuestiones más variopintas: arquitectura, botánica, astronomía, mecánica, religión, gramática… Había allí de todo, desde pedantes insufribles recitando versos de la Eneida en griego (argumentando que en latín sonaba muy mal), hasta brutos que casi llegaban a las manos mientras debatían acerca de quién era mejor estratega, si Aníbal o Alejandro, o bien Pirro o César. También había otros que con miradas y frases enigmáticas pretendían decirlo todo, y la cosa aparentaba ser más una competición “oracular” que una discusión filosófica. Los había incluso que criticaban con sardónico gesto a Platón, dándole la razón a un tal Epicuro, a lo que desde butacas cercanas se respondía con miradas de odio: “blasfemos”. Otros, al fin, decían que la koiné no debía institucionalizarse porque iba en detrimento de la pureza de la lengua griega, y que “ya sólo nos faltaba hablar latín”, etcétera, etcétera. Beatriz se colocó al lado de unos fenicios que decían ser seguidores de Zenón, un filósofo compatriota suyo que “había dejado boquiabiertos a los atenienses”, según afirmaban. Beatriz sonreía y asentía de vez en cuando sin atender a la conversación. Pensaba cómo podía llegar hasta la emperatriz sin levantar sus sospechas, y casi sin proponérselo dio con la respuesta a sus

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 pesquisas. Se levantó rápidamente y cogió un pergamino tremendamente usado y maltrecho de una estantería cercana: se trataba de un tratado de teoría política de reciente aparición, pero que enseguida levantó una polvareda doctrinal considerable, y estaba firmado por un tal J. Romano; algunos decían que habían hablado directamente con el tratadista, y que su talento no era para tanto, otros decían que su origen era bactriano, porque según este sector doctrinal todos estos remotos provincianos eran unos impíos; otros (los más atinados, todo hay que decirlo) señalaban al mismo emperador de los romanos como el verdadero autor. Pero Beatriz estaba de suerte: el verdadero autor, o mejor dicho, autora, del tratado era nada menos que Julia D. Severa Claudia, la emperatriz de los romanos, que había adoptado aquel pseudónimo nada imaginativo con el fin de que circularan en el campo académico sus propias experiencias e ideas políticas. Beatriz había conseguido esa información a través de un editor un tanto baboso y pretencioso que facilitaba abundante material a su padre, y que dio lugar a una interesante discusión acerca de la competencia filosófica de las mujeres. En su polémico y realista tratado político, Julia D. remarcaba la idea general de que la política era un juego de fuerzas humanas y naturales que pueden ser manipuladas mediante una intervención directa y desapasionada, y sostenía además que cualquier medio era bueno para la conservación del estado, incluso el asesinato y la intriga, y que la política religiosa siempre debía atender al culto colectivo de la autoridad, por lo que se debía perseguir sin piedad a todos aquellos profetas y charlatanes de nuevo cuño, que levantaban al pueblo en armas en contra de sus propios dueños naturales, y que se oponían al gobierno legítimo de griegos y romanos. Ahora no podía salir de aquel palacio sitiado y vigilado para conseguir una edición de este raro e interesantísimo ejemplar, lo que podía llevarle días o incluso semanas. Sólo tenía hasta la noche de mañana para conseguir su cometido; la cosa estaba clara: estuvo examinando el ejemplar al menos durante quince minutos de pie, fingiendo interés por la obra, y una vez transcurrido este tiempo y cerciorándose de que no había miradas indiscretas entre aquel público entregado, ocultó el pergamino entre sus ropas mientras simulaba dejarlo en su lugar. Seguidamente abandonó la sala, sin que nadie reparara en ella lo más mínimo. Odiaba hurtar de esa manera, pero era la única solución que consideraba viable. Ahora sólo quedaba esperar a que la ocasión fuera propicia.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Un macabro desierto se extiende ahora ante nosotros. Dos diminutas siluetas se recortan en el inmenso manto arenoso que castiga la tierra baldía desde hace más de cincuenta años. Ambas siluetas miran al horizonte atónitas, mientras que sus monturas, dos buenos camellos napatienses lujosamente pertrechados, braman violentamente… Ahora detengámonos en ambas figuras más de cerca: una se nos revela como un hombre de mediana edad, de piel tostada y rostro adusto y agrietado; por su vestido de paño blanco ribeteado de curiosas figuras geométricas y algunos bordados argénteos, se diría que es un semita helenizado de buena familia. Pasemos a la siguiente figura: un anciano enfundado en bastos harapos de lino y esparto, que una mirada poco experta etiquetaría alegremente de “vagabundo”. Sin embargo, si nos acercásemos más a su arrugado rostro, podríamos comprobar que la expresión de sus ojos es fría y poderosa, y la prominente nariz en la que desemboca es noble y orgullosa; finalmente su mueca de desafío ante la terrible tormenta de arena nos alerta de que estamos ante una criatura malvada y peligrosa, de un poder casi irresistible, que orgullosamente erguido sobre un cayado fija una mirada heladora sobre su acompañante. He oído muchas cosas sobre esta tormenta perpetua que rodea a Egipto, pero verla desde el Sinaí es algo… arrebatador. Su acompañante no podía comprender cómo aquel anciano desagradable, desarrapado y rastrero podía hacer observaciones de esa clase; aún le maravillaba y le incomodaba su terrorífica mirada, en la que uno podía leer una mente siempre despierta, vigilante y feroz; tenía la buena y la mala suerte, además, de ser uno de los pocos mortales que conocía todo o casi todo de lo que era capaz ese “viejo”. Le había visto ordenar personalmente las ejecuciones de muchos hombres y mujeres por lo que a él, un rico y culto fenicio de Tiro, le parecían barbaridades: una mujer que pronunció un susurro “poco habitual” en un rito solemne fue lapidada “por impía”, una conocida secta filosófica “pagana” (como estos galileos llamaban a los helenos) fue exterminada a cuchillo “por manchar la fe con sus sucias insinuaciones sobre Cristo”, un espía egipcio fue sangrado hasta la muerte por escupir ante una cruz, y unas familias fueron desterradas de Galilea por no aceptar la naturaleza divina del Espíritu. En definitiva, era un personaje siniestro, casi repulsivo, pero lo era aún más debido a su mente despierta y maquiavélica, inclinada siempre a descubrir las debilidades del contrario, y a atacar e intrigar de forma precisa, sin contemplaciones ni remordimientos. Cualquier palabra equívoca podía significar la aniquilación ante un “malvado bárbaro” como ese, o al menos eso pensaba el inteligente y culto fenicio.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Sí, es indescriptible y potentísima la fuerza mágica que ha generado semejante… Una mirada furibunda del “viejo” detuvo al fenicio, que esbozó una sonrisa maliciosa. No me provoquéis “purpurado”, he oído que sois un filósofo poderoso estas palabras fueron pronunciadas con desprecio, pero no juguéis conmigo o… ¿O qué? interrumpió el fenicio, conteniendo a duras penas la ira No me amenacéis; aún no tenéis ningún poder sobre el resto de los helenos y los semitas; vuestra secta el fenicio escupió la palabra no va más allá de ser un elemento perturbador para los hombres civilizados. Este breve pacto que mantendremos en nuestros respectivos reinos no será más que un soplo de aire en el vendaval de la guerra que se avecina… Y sobra decir que espero que os aniquile esa legión romana y sus secuaces bactrianos. El anciano murmuró algo y esbozó una amplia sonrisa de satisfacción. Me regocijaré al ver el día en que la Santa Hueste os aplaste como a insectos diabólicos… Porque eso es lo que sois en realidad. Os manejáis entre demonios y serpientes, y ellos al final os comerán; ¡si es que vuestras estatuas no caen primero sobre vosotros! Estas palabras no fueron proferidas con odio, sino con un sarcasmo tal que estremeció al fenicio. Sois un extraño y perverso galileo, de eso no hay duda… Y así acabó la corta y extraña conversación entre Porfirio el filósofo diplomático de Tiro y Pablo IV, el monarca de los galileos. Ambos hombres prefirieron aparcar sus respectivas reservas para contemplar con estupor la gigantesca barrera de arena que se alzaba ante ellos. Enseguida montaron y con gesto brusco se despidieron hasta nuevo aviso. Qué podía estar ocurriendo en Egipto, eso lo sabían muy pocos. Pero nadie, desde hacía muchos años, se atrevía a iniciar una guerra por miedo a la ofensiva de los habitantes del Nilo, comandados por ese “demonio faraónico”. Por eso, ante la ofensiva romana, la única forma que tenían los galileos de guardarse las espaldas (rodeados de enemigos como estaban) era contratar a los renombrados mercenarios de Tiro, la única ciudad independiente de la Franja Oriental, siempre dispuesta a matar a cargo del mejor postor; eso sí, sin comprometerse o arriesgarse más de lo necesario. Y lo que el galileo deseaba ahora de la poderosa capital fenicia era que varias cuadrillas de sus mejores guerreros se encargaran de la vigilancia de las costas egipcias desde su base amiga de

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Chipre, así como desde la vasta frontera con el Mar Rojo. Sus rápidas embarcaciones se encargarían de hacer llegar cualquier noticia de invasión a Tierra Santa. Lo que no sabía nuestro monarca galileo (o si lo sabía, se guardaba un as en la manga) es que los mercenarios semitas no tenían intención alguna de cumplir su palabra, o al menos no se darían prisa en hacerlo: otras razones más poderosas conducían la voluntad de Tiro. Volvamos a nuestro escurridizo Tacritán, que con los bolsillos llenos de “buen material”, se escondió tras una estatua de Sarapis del recién llegado, Cneo Clodio. “Es un romano importante”, pensó nuestro héroe al ver al semental de noble cuna, que con rostro adusto y mirada sardónica aguardaba a algo o a alguien, en la lujosa estancia templaria, una de las antesalas a las habitaciones imperiales. Clodio no se molestó en comprobar que estaba solo; le bastaba con que sus enemigos no le plantaran cara de frente, y además pensaba constantemente en su nuevo reto: calentar la cama de la emperatriz, que según él “se estaba haciendo de rogar”. Estos lánguidos y obscenos pensamientos avanzaron lentamente a otros más inmediatos: ¿dónde se había metido Petronio? Petronio era su lugarteniente, un liberto hispano dispuesto a todo por un Escipión, cuya gladius era famosa en los combates en la arena de Itálica por su ferocidad y avidez de sangre. Clodio comenzó a caminar nerviosamente, y a punto estuvo de rodear a la deidad sincrética y descubrir a nuestro ladronzuelo, cuando una voz sibilina se deslizó desde un rincón inadvertido. He aquí vuestro sirviente más fiel, Cneo Clodio Escipión. Llegas tarde. Me entretuve más de la cuenta con “mis pequeños ojos y oídos” así llamaba nuestro Petronio a sus espías de palacio, y he podido averiguar algunas cosas interesantes. No esperaba menos, mi fiel Petronio. Dime, cuáles son esas noticias. Egipto extiende su brazo en Antioquía, mi señor; se han repartido por palacio numerosos “escurridizos”; pero he sabido el nombre uno de estos molestos enemigos de Roma: Beatriz. a Tacritán casi le dio un vuelco el corazón Es una especie de pedagoga… No he podido localizarla aún, pero supongo que su objetivo sois vos mismo. Ante esta insinuación, el lúbrico Clodio sonrío con descaro.

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BOLETÍN LITERARIO DE STUDIA HERMETICA SHJ, ISSUE I, nº 1, 2011 Bien, dejemos que se acerque a los aposentos imperiales. Que ni tú ni ninguno de tus asesinos le impida el paso; es más, cuando la localices trata de conducirla a mis habitaciones. Busca cualquier excusa. Petronio asintió y se retiró sigilosamente. El corazón de nuestro joven Tacritán martilleaba violentamente: “¡Ella estaba en peligro!” Tenía que avisarla por cualquier medio. No había tiempo que perder. Mientras maquinaba desesperado su plan de retirada, sintió una punzada en el cuello y enseguida se volvió sobre sí mismo, encontrándose de frente con un personaje extraño y perturbador: era un hombre alto y delgado, de edad indefinida y de ojos almendrados; sus desgarbados brazos apretaron los hombros de Tacritán, que no pudo resistirse aunque . La mirada del hombre era hipnótica, apabullante. ¿Dónde está tu amiga, muchacho?, preguntó suavemente, y Tacritán se sorprendió a sí mismo desvelando al intruso su última entrevista con ella, con todo lujo de detalles. Hay que decir, a favor de nuestro héroe, que su mente se esforzaba por tratar de que sus labios no se despegaran, pero estaba inmerso en una fuerza irresistible ante la que era fácil abandonarse: Los ojos negros del extraño se posaron más y más cerca del jovenzuelo, y al fin cayó la noche.

FIN DEL PRIMER CAPÍTULO.

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