50 sombras de grey

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Si Lo Leyeras


50 Sombras de Grey Me miro en el espejo y frunzo el ceño, frustrada. Qué asco de pelo. No hay manera con él. Y maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma y me ha metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales, que son la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi pelo. No debo meterme en la cama con el pelo mojado. No debo meterme en la cama con el pelo mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más controlarlo con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después observo a la chica pálida, de pelo castaño y ojos azules exageradamente grandes que me mira, y me rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una coleta y confiar en estar medio presentable. Kate es mi compañera de piso, y ha tenido que pillar un resfriado precisamente hoy. Por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista de la facultad con un mega empresario del que yo nunca había oído hablar. Así que va a tocarme a mí. Tengo que estudiar para los exámenes finales, tengo que terminar un trabajo y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a hacer esta tarde es conducir más de

doscientos kilómetros hasta el centro de Seattle para reunirme con el enigmático presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Grey, un enorme edificio de veinte plantas, una fantasía arquitectónica, todo él de vidrio y acero, y con las palabras GREY HOUSE en un discreto tono metálico en las puertas acristaladas de la entrada. Me siento, saco las preguntas del bolso y les hecho un vistazo maldiciendo por dentro a Kate por no haberme pasado una breve biografía. No sé nada del hombre al que voy a entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta. La inseguridad me mortifica y, como estoy nerviosa, no paro de moverme. Nunca me he sentido cómoda en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una charla en grupo, en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertida. Para ser sincera, lo que me gusta es estar sola, acurrucada en una silla de la biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no removiéndome en el sillón de un enorme edificio de vidrio y piedra.

Grey es muy joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, con un elegantísimo traje gris, camisa blanca y corbata negra, con un pelo rebelde de color cobrizo y brillantes ojos grises que me observan atentamente. Necesito


un momento para poder articular palabra. De acuerdo. Me gusta. Ya está, lo he admitido. No puedo seguir escondiendo mis sentimientos. Nunca antes me había sentido así. Me parece atractivo, muy atractivo. Pero sé que es una causa perdida y suspiro con un pesar agridulce. Ha sido solo una coincidencia que viniera. Pero, bueno, puedo admirarlo desde la distancia, ¿no? No tiene nada de malo. Y si encuentro a un fotógrafo, mañana lo admiraré a mis anchas. Me muerdo el labio pensándolo y me descubro a mí misma sonriendo como una colegiala. Tengo que llamar a Kate para organizar la sesión fotográfica. Pasa los días voy a su casa impactada con todo no puedo parar de mirarlo es demasiado bello. Llega el ascensor y entramos. Estamos solos. De pronto, por alguna inexplicable razón, probablemente por estar tan cerca en un lugar tan reducido, la atmósfera entre nosotros cambia y se carga de eléctrica y excitante anticipación. Se me acelera la respiración y el corazón me late a toda prisa. Gira un poco la cara hacia mí con ojos totalmente impenetrables. Me muerdo el labio. —A la mierda el papeleo —brama. Se abalanza sobre mí y me empuja contra la pared del ascensor. Antes de que me dé cuenta, me sujeta las dos muñecas con una mano, me las

levanta por encima de la cabeza y me inmoviliza contra la pared con las caderas. Madre mía. Con la otra mano me agarra del pelo, tira hacia abajo para levantarme la cara y pega sus labios a los míos. Casi me hace daño. Gimo, lo que le permite aprovechar la ocasión para meterme la lengua y recorrerme la boca con experta pericia. Nunca me han besado así. Mi lengua acaricia tímidamente la suya y se une a ella en una lenta y erótica danza de roces y sensaciones, de sacudidas y empujes. Levanta la mano y me agarra la mandíbula para que no mueva la cara. Estoy indefensa, con las manos unidas por encima de la cabeza, la cara sujeta y sus caderas inmovilizándome. Siento su erección contra mi vientre. Dios mío… Me desea. Christian Grey, el dios griego, me desea, y yo lo deseo a él, aquí… ahora, en el ascensor. Eres… tan… dulce —murmura entrecortadamente. El ascensor se detiene, se abre la puerta, y en un abrir y cerrar de ojos me suelta y se aparta de mí. Tres hombres trajeados nos miran y entran sonriéndose. Me late el corazón a toda prisa. Me siento como si hubiera subido corriendo por una gran pendiente. Quiero inclinarme y sujetarme las rodillas, pero sería demasiado obvio. Lo miro. Parece absolutamente tranquilo, como si hubiera estado haciendo el crucigrama del Seattle Times. Qué injusto. ¿No le afecta lo más mínimo mi presencia? Me mira de reojo y deja escapar un ligero suspiro. Vale,


le afecta, y la pequeña diosa que llevo dentro menea las caderas y baila una samba para celebrar la victoria. Los hombres de negocios se bajan en la primera planta. Solo nos queda una. Te has lavado los dientes me dice mirándome fijamente. He utilizado tu cepillo. Sus labios esbozan una media sonrisa. Ay, Anastasia Steele, ¿qué voy a hacer contigo? Las puertas se abren en la planta baja, me coge de la mano y tira de mí. ¿Qué tendrán los ascensores? murmura para sí mismo cruzando el vestíbulo a grandes zancadas. Lucho por mantener su paso, porque todo mi raciocinio se ha quedado desparramado por el suelo y las paredes del ascensor número 3 del hotel Heathman. 6 Christian abre la puerta del copiloto del Audi 4 x 4 negro y subo. Menudo cochazo. No ha mencionado el arrebato pasional del ascensor. ¿Debería decir algo yo? ¿Deberíamos comentarlo o fingir que no ha pasado nada? Apenas parece real, mi primer beso con forcejeo. A medida que avanzan los minutos, le asigno un carácter mítico, como una leyenda del rey Arturo o de la Atlántida. No ha sucedido, nunca ha existido. Quizá me lo he imaginado. No. Me toco los labios, hinchados por el beso. Sin la menor duda ha sucedido. Soy otra mujer. Deseo a este hombre desesperadamente, y él me ha deseado a mí. Lo miro. Christian está como siempre, correcto y ligeramente distante. No entiendo nada. Arranca el motor y abandona

su plaza de parking. Enciende el equipo de música. El dulce y mágico sonido de dos mujeres cantando invade el coche. Uau… Mis sentidos están alborotados, así que me afecta el doble. Los escalofríos me recorren la columna vertebral. Me cuesta mucho procesar todo esto. He sido tan inocente que pensaba que pasaría una noche de pasión desenfrenada en la cama de este hombre, y aquí estamos, negociando un extraño acuerdo. Lo sigo hasta su estudio, una amplia habitación con otro ventanal desde el techo hasta el suelo que da al balcón. Se sienta a la mesa, me indica con un gesto que tome asiento en una silla de cuero frente a él y me tiende una hoja de papel. Estas son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te daré. Léelas y las comentamos. NORMAS Obediencia: La Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar. Sueño: La Sumisa garantizará que duerme como mínimo siete horas diarias cuando no esté con el Amo. Comida: Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4).


La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta. Ropa: Durante la vigencia del contrato, la Sumisa solo llevará ropa que el Amo haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario. Si el Amo así lo exige, mientras el contrato esté vigente, la Sumisa se pondrá los adornos que le exija el Amo, en su presencia o en cualquier otro momento que el Amo considere oportuno. Ejercicio: El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal cuatro veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa. Higiene personal y belleza: La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno. Seguridad personal: La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios. Cualidades personales: La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el

Amo no esté presente. El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo. Madre mía. ¿Límites infranqueables? le pregunto. Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro acuerdo. No estoy segura de que vaya a aceptar dinero para ropa. No me parece bien. Me muevo incómoda. La palabra «puta» me resuena en la cabeza. Quiero gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a algún acto, y quiero que vayas bien vestida. Estoy seguro de que con tu sueldo, cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que llevaras. ¿No tendré que llevarla cuando no esté contigo? No. De acuerdo. Hazte a la idea de que será como un uniforme. No quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana. Anastasia, necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer ejercicio. Pero seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres? Quiero que sean cuatro. Creía que esto era una negociación. Frunce los labios. De acuerdo, señorita Steele, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres días por semana, y media hora otro día? Tres días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio cuando esté aquí. Sonríe perversamente y le brillan los ojos, como si se sintiera


aliviado. Sí, lo haré. De acuerdo. ¿Estás segura de que no quieres hacer las prácticas en mi empresa? Eres buena negociando. No, no creo que sea buena idea. Observo la hoja con sus normas. ¡Depilarme! ¿Depilarme el qué? ¿Todo? ¡Uf! Pasemos a los límites. Estos son los míos me dice tendiéndome otra hoja de papel. LÍMITES INFRANQUEABLES Actos con fuego. Actos con orina, defecación y excrementos. Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre. Actos con instrumental médico ginecológico. Actos con niños y animales. Actos que dejen marcas permanentes en la piel. Actos relativos al control de la respiración. Actividad que implique contacto directo con corriente eléctrica (tanto alterna como continua), fuego o llamas en el cuerpo. Uf. ¡Tiene que escribirlos! Por supuesto… todos estos límites parecen sensatos y necesarios, la verdad… Seguramente cualquier persona en su sano juicio no querría meterse en este tipo de cosas. Pero se me ha revuelto el estómago. ¿Quieres añadir algo? me pregunta amablemente. Mierda. No tengo ni idea. Estoy totalmente perpleja. Me mira y arruga la frente. ¿Hay algo que no quieras hacer? No lo sé. ¿Qué es eso de que no lo sabes? Me remuevo incómoda y me muerdo el labio. Nunca he hecho cosas así. Bueno, ¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo? Por primera vez en lo que parecen siglos, me ruborizo. Puedes

decírmelo, Anastasia. Si no somos sinceros, no va a funcionar. Vuelvo a removerme incómoda y me contemplo los dedos nudosos. Dímelo me pide. Bueno… Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé le digo en voz baja. Levanto los ojos hacia él, que me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido. ¿Nunca? susurra. Asiento. ¿Eres virgen? Asiento con la cabeza y vuelvo a ruborizarme. Cierra los ojos y parece estar contando hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado. ¿Por qué cojones no me lo habías dicho? gruñe. Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas le digo con voz entrecortada e insegura. Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche. Me tiende la mano con ojos brillantes, ardientes… excitados, y la cojo. Tira de mí hasta rodearme entre sus brazos. El movimiento me pilla por sorpresa y de pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Me recorre la nuca con los dedos, enrolla mi coleta entorno a la muñeca y tira suavemente para obligarme a levantar la cara. Está mirándome. Eres una chica muy valiente me


susurra. Me tienes fascinado. Sus palabras son como un artilugio incendiario. Me arde la sangre. Se inclina, me besa suavemente y me chupa el labio inferior. Quiero morder este labio murmura sin despegarse de mi boca. Y tira de él con los dientes cuidadosamente. Gimo y sonríe. Por favor, Ana, déjame hacerte el amor. Sí susurro. Para eso estoy aquí. Veo su sonrisa triunfante cuando me suelta, me coge de la mano y me conduce a través de la casa. ¿Por qué me dijo que no podía hacer el amor? Haré lo que me pida. Me agarra de la coleta, la deshace y jadea cuando la melena me cae en cascada sobre los hombros. Me gustan las morenas murmura. Mete las dos manos entre mis cabellos y me sujeta la cabeza. Su beso es exigente, su lengua y sus labios, persuasivos. Gimo y mi lengua indecisa se encuentra con la suya. Me rodea con sus brazos, me acerca su cuerpo y me aprieta muy fuerte. Una mano sigue en mi pelo, y la otra me recorre la columna hasta la cintura y sigue avanzando, sigue la curva de mi trasero y me empuja suavemente contra sus caderas. Siento su erección, que empuja lánguidamente contra mi cuerpo. Vuelvo a gemir sin apartar los labios de su boca. Apenas puedo resistir las desenfrenadas sensaciones ¿o son hormonas? que me devastan el cuerpo. Lo deseo con locura. Lo cojo por los brazos y siento sus bíceps. Es sorprendentemente fuerte…

musculoso. Con gesto indeciso, subo las manos hasta su cara y su pelo alborotado, que es muy suave. Tiro suavemente de él, y Christian gime. Me conduce despacio hacia la cama, hasta que la siento detrás de las rodillas. Creo que va a empujarme, pero no lo hace. Me suelta y de pronto se arrodilla. Me sujeta las caderas con las dos manos y desliza la lengua por mi ombligo, avanza hasta la cadera mordisqueándome y después me recorre la barriga en dirección a la otra cadera. Ah gimo. No esperaba verlo de rodillas frente a mí y sentir su lengua recorriendo mi cuerpo. Es excitante. Apoyo las manos en su pelo y tiro suavemente intentando calmar mi acelerada respiración. Levanta la cara y sus ardientes ojos grises me miran a través de las pestañas, increíblemente largas. Sube las manos, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja lentamente la cremallera. Sin apartar sus ojos de los míos, introduce muy despacio las manos en mi pantalón, las pega a mi cuerpo, las desliza hasta el trasero y avanza hasta los muslos arrastrando con ellas los vaqueros. No puedo dejar de mirarlo. Se detiene y, sin apartar los ojos de mí ni un segundo, se lame los labios. Se inclina hacia delante y pasa la nariz por el vértice en el que se unen mis muslos. Lo siento junto a mi sexo. Cada vez q me muerdo el labio me dice que no lo haga que le da ganas


de follarme…. Y cada vez que desobedezco una de sus normas me pega con cualquier cinturón del colgador me dice inclínate sobre el banco me susurra. Vale. Puedo con esto. Me inclino sobre el cuero suave y mullido. Me ha dejado quedarme con el albornoz puesto. En algún rincón silencioso de mi cerebro, estoy vagamente sorprendida de que no me lo haya hecho quitar. Maldita sea, esto me va a doler, lo sé. Estamos aquí porque tú has accedido, Anastasia. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas conmigo. ¿Por qué no lo hace ya de una vez? Siempre tiene que montar el numerito cuando me castiga. Pongo los ojos en blanco, consciente de que no me ve. Levanta el bajo del albornoz y, no sé bien por qué, eso me resulta más íntimo que ir desnuda. Me acaricia el trasero suavemente, pasando la mano caliente por ambas nalgas hasta el principio de los muslos. Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más susurra. Soy consciente de la paradoja. Yo corría para evitar esto. Si me hubiera abierto los brazos, habría corrido hacia él, no habría huido de él. Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso. De pronto ha desaparecido ese temor nervioso y crispado de su voz. Él ha vuelto de dondequiera que estuviese. Lo noto en su tono, en la forma en que me

apoya los dedos en la espalda, sujetándome, y la atmósfera de la habitación cambia por completo. Cierro los ojos y me preparo para el golpe. Llega con fuerza, en todo el trasero, y la dentellada del cinturón es tan terrible como temía. Grito sin querer y tomo una bocanada enorme de aire. ¡Cuenta, Anastasia! me ordena. ¡Uno! le grito, y suena como un improperio. Me vuelve a pegar y el dolor me resuena pulsátil por toda la marca del cinturón. Santo Dios… esto duele. ¡Dos! chillo. Me hace bien chillar. Su respiración es agitada y entrecortada, la mía es casi inexistente; busco desesperadamente en mi psique alguna fuerza interna. El cinturón se me clava de nuevo en la carne. ¡Tres! Se me saltan las lágrimas. Dios, esto es peor de lo que pensaba, mucho peor que los azotes. No se está cortando nada. ¡Cuatro! grito cuando el cinturón se me vuelve a clavar en las nalgas. Las lágrimas ya me corren por la cara. No quiero llorar. Me enfurece estar llorando. Christian me vuelve a pegar. ¡Cinco! Mi voz es un sollozo ahogado, estrangulado, y en este momento creo que lo odio. Uno más, puedo aguantar uno más. Siento que el trasero me arde. ¡Seis! susurro cuando vuelvo a sentir ese dolor espantoso, y lo oigo soltar el cinturón a mi espalda, y me estrecha en sus brazos, sin aliento, todo compasión… y yo no quiero saber nada de él. Suéltame… no… Intento zafarme de su abrazo,


apartarme de él. Me revuelvo. ¡No me toques! le digo con furia contenida. Me enderezo y lo miro fijamente, y él me observa espantado, aturdido, como si yo fuera a echar a correr. Me limpio rabiosa las lágrimas de los ojos con el dorso de las manos y le lanzo una mirada feroz. ¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así? Me restriego la nariz con la manga del albornoz. Me observa desconcertado. Eres un maldito hijo de puta. Ana me suplica, conmocionado. ¡No hay «Ana» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Grey! Dicho esto, doy media vuelta, salgo del cuarto de juegos y cierro la puerta despacio. Agarrada al pomo, sin volverme, me recuesto un instante en la puerta. ¿Adónde voy? ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo? Estoy furiosa, las lágrimas me corren por las mejillas y me las limpio con rabia. Solo quiero acurrucarme en algún sitio. Acurrucarme y recuperarme de algún modo. Sanar mi fe destrozada y hecha añicos. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Pues claro que duele. Tímidamente, me toco el trasero. ¡Aaah! Duele. ¿Adónde voy? A su cuarto, no. A mi cuarto, o el que será mi cuarto… no, es mío… era mío. Por eso quería que tuviera uno. Sabía que iba a querer distanciarme de él. Me encamino con paso rígido en esa dirección, consciente de que puede que Christian me siga. El dormitorio aún está a oscuras; el amanecer no es más que un susurro en el horizonte.

Me meto torpemente en la cama, procurando no apoyarme en el trasero sensible y dolorido. Me dejo el albornoz puesto, envolviéndome con fuerza en él, me acurruco y entonces me dejo ir… sollozando con fuerza contra la almohada. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué he dejado que me hiciera eso? Quería entrar en el lado oscuro para saber lo malo que podía llegar a ser, pero es demasiado oscuro para mí. Yo no puedo con esto. Pero es lo que él quiere; esto es lo que le excita de verdad. Esto sí que es despertar a la realidad, y de qué manera… Lo cierto es que él me lo ha advertido una y otra vez. Christian no es normal. Tiene necesidades que yo no puedo satisfacer. Me doy cuenta ahora. No quiero que vuelva a pegarme así nunca más. Pienso en el par de veces en que me ha golpeado y en lo suave que ha sido conmigo en comparación. ¿Le bastará con eso? Lloro aún más fuerte contra la almohada. Lo voy a perder. No querrá estar conmigo si no puedo darle esto. ¿Por qué, por qué, por qué he tenido que enamorarme de Cincuenta Sombras? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo amar a José, o a Paul Clayton, o a alguien como yo? Ay, lo alterado que estaba cuando me he ido. He sido muy cruel, la saña con que me ha pegado me ha dejado conmocionada… ¿me perdonará? ¿Lo perdonaré yo? Mi cabeza es un auténtico caos confuso; los pensamientos resuenan y retumban en su interior. Mi subconsciente


menea la cabeza con tristeza y la diosa que llevo dentro ha desaparecido por completo. Qué día tan terrible y aciago para mi alma. Me siento tan sola. Necesito a mi madre. Recuerdo sus palabras de despedida en el aeropuerto: «Haz caso a tu corazón, cariño, y, por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor». He hecho caso a mi corazón y ahora tengo el culo dolorido y el ánimo destrozado. Tengo que irme. Eso es… tengo que irme. Él no me conviene y yo no le convengo a él. ¿Cómo vamos a conseguir que esto funcione? La idea de no volver a verlo casi me ahoga… mi Cincuenta Sombras. Oigo abrirse la puerta. Oh, no… ya está aquí. Deja algo en la mesita y el colchón se hunde bajo su peso al meterse en la cama a mi espalda. Tranquila me dice, y yo quiero apartarme de él, irme a la otra punta de la cama, pero estoy paralizada. No puedo moverme y me quedo quieta, rígida, sin ceder en absoluto. No me rechaces, Ana, por favor me susurra. Me abraza con ternura y, hundiendo la nariz en mi pelo, me besa el cuello. No me odies me susurra, inmensamente triste. Se me encoge el corazón otra vez y sucumbo a una nueva oleada de sollozos silenciosos. Él sigue besándome suavemente, con ternura, pero yo me mantengo distante y recelosa. Pasamos una eternidad así tumbados, sin decir

nada ni el uno ni el otro. Él se limita a abrazarme y yo, poco a poco, me relajo y dejo de llorar. Amanece y la luz suave del alba se hace más intensa a medida que avanza el día, y nosotros seguimos tumbados, en silencio. Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica dice al cabo de un buen rato. Me vuelvo muy despacio en sus brazos para poder mirarlo. Tengo la cabeza apoyada en su brazo. Su mirada es dura y cautelosa. Contemplo su hermoso rostro. No dice nada, pero me mira fijamente, sin pestañear apenas. Ay, es tan arrebatadoramente guapo. En tan poco tiempo, he llegado a quererlo tanto. Alargo el brazo, le acaricio la mejilla y paseo la yema de los dedos por su barba de pocos días. Él cierra los ojos y suspira. Lo siento le susurro. Él abre los ojos y me mira atónito. ¿El qué? Lo que he dicho. No me has dicho nada que no supiera ya. Y el alivio suaviza su mirada. Siento haberte hecho daño. Me encojo de hombros. Te lo he pedido yo. Y ahora lo sé. Trago saliva. Ahí va… Tengo que soltar mi parte. No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea susurro. Abre mucho los ojos, parpadea y vuelve a su rostro esa expresión de miedo. Ya eres todo lo que quiero que seas. ¿Qué? No lo entiendo. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejarte hacerme eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú. Cierra otra vez los ojos y veo que una miríada de emociones le cruza el rostro. Cuando los vuelve


a abrir, su expresión es triste. Oh, no… Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo. Se me eriza el vello y todos los folículos pilosos de mi cuerpo entran en estado de alerta; el mundo se derrumba bajo mis pies y deja ante mí un inmenso abismo al que precipitarme. Oh, no… No quiero irme susurro. Mierda… eso es. Dejarlo seguir. Se me vuelven a llenar los ojos de lágrimas. Yo tampoco quiero que te vayas me dice con voz áspera. Alarga la mano y me limpia una lágrima de la mejilla con el pulgar. Desde que te conozco, me siento más vivo. Recorre con el pulgar el contorno de mi labio inferior. Yo también digo. Me he enamorado de ti, Christian. De nuevo abre mucho los ojos, pero esta vez es de puro e indecible miedo. No susurra como si lo hubiera dejado de un golpe sin aliento. Oh, no… No puedes quererme, Ana. No… es un error dice horrorizado. ¿Un error? ¿Qué error? Mírate. No puedo hacerte feliz. Parece angustiado. Pero tú me haces feliz contesto frunciendo el ceño. En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas. Oh, Dios… Esto se acaba. A esto se reduce todo: incompatibilidad… y de pronto todas esas pobres sumisas me vienen a la cabeza. Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad? le susurro, estremecida de miedo. Menea la cabeza con tristeza. Cierro los ojos. No soporto mirarlo. Bueno, entonces más vale que me vaya murmuro, haciendo una mueca de

dolor al incorporarme. No, no te vayas me pide aterrado. No tiene sentido que me quede. De pronto me siento cansadísima, y quiero irme ya. Salgo de la cama y Christian me sigue. Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad digo con voz apagada y hueca mientras me marcho y lo dejo solo en el dormitorio. Al bajar, hecho un vistazo al salón y pienso que hace solo unas horas descansaba la cabeza en su hombro mientras tocaba el piano. Han pasado muchas cosas desde entonces. He tenido los ojos bien abiertos y he podido vislumbrar la magnitud de su depravación, y ahora sé que no es capaz de amar, no es capaz de dar ni recibir amor. El mayor de mis temores se ha hecho realidad. Y, por extraño que parezca, lo encuentro liberador. El dolor es tan intenso que me niego a reconocerlo. Me siento entumecida. De algún modo he escapado de mi cuerpo y soy de pronto una observadora accidental de la tragedia que se está desencadenando. Me ducho rápida y metódicamente, pensando solo en el instante que viene a continuación. Ahora aprieta el frasco de gel. Vuelve a dejar el frasco de gel en el estante. Frótate la cara, los hombros… y así sucesivamente, todo acciones mecánicas simples que requieren pensamientos mecánicos simples. Termino de ducharme y, como no me he lavado el pelo, me seco enseguida. Me visto en el baño, y saco los vaqueros y la camiseta de mi


maleta pequeña. Los vaqueros me rozan el trasero, pero, la verdad, es un dolor que agradezco, porque me distrae de lo que le está pasando a mi corazón astillado y roto en mil pedazos. Me agacho para cerrar la maleta y veo la bolsa con el regalo para Christian: una maqueta del planeador Blanik L23, para que la construya él. Me voy a echar a llorar otra vez. Ay, no… eran tiempos más felices, cuando aún cabía la esperanza de tener algo más. Saco el regalo de la maleta, consciente de que tengo que dárselo. Arranco una hoja de mi cuaderno, le escribo una nota rápida y se la dejo encima de la caja: Esto me recordó un tiempo feliz. Gracias. Me miro en el espejo. Veo un fantasma pálido y angustiado. Me recojo el pelo en un moño sin hacer caso de lo hinchados que tengo los ojos de tanto llorar. Mi subconsciente asiente con la cabeza en señal de aprobación. Hasta ella sabe que no es el momento de ponerse criticona. Me cuesta creer que mi mundo se esté derrumbando a mí alrededor, convertido en un montón de cenizas estériles, y que todas mis esperanzas hayan fracasado cruelmente. No, no, no lo pienses. Ahora no, aún no. Inspiro hondo, cojo la maleta y, después de dejar la maqueta del planeador con mi nota encima de su almohada, me dirijo al salón. Christian está hablando por teléfono. Viste vaqueros negros y una camiseta. Va descalzo. ¿Qué ha dicho qué? grita,

sobresaltándome. Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental. Alza la vista y no aparta su mirada oscura y pensativa de mí. Encontradla espeta, y cuelga. Me acerco al sofá y cojo mi mochila, esforzándome por ignorarlo. Saco el Mac, vuelvo a la cocina y lo dejo con cuidado encima de la barra de desayuno, junto con la BlackBerry y las llaves del coche. Cuando me vuelvo me mira fijamente, con expresión atónita y horrorizada. Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo digo con voz clara y serena, desprovista de emoción… extraordinaria. Ana, yo no quiero esas cosas, son tuyas dice en tono de incredulidad. Llévatelas No, Christian. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero. Ana, sé razonable me reprende, incluso ahora. No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Taylor por mi coche repito con voz monótona. Se me queda mirando. ¿Intentas hacerme daño de verdad? No. Lo miro ceñuda. Claro que no…Yo te quiero. No. Solo intento protegerme susurro. Porque tú no me quieres como te quiero yo. Ana, quédate esas cosas, por favor. Christian, no quiero discutir. Solo necesito el dinero. Entorna los ojos, pero ya no me intimida. Bueno, solo un poco. Lo miro impasible, sin pestañear ni acobardarme. ¿Te vale un cheque?


dice mordaz. Sí. Creo que podré fiarme. Christian no sonríe, se limita a dar media vuelta y meterse en su estudio. Echo un último vistazo detenido al piso, a los cuadros de las paredes, todos abstractos, serenos, modernos… fríos incluso. Muy propio, pienso distraída. Mis ojos se dirigen hacia el piano. Mierda… si hubiera cerrado la boca, habríamos hecho el amor encima del piano. No, habríamos follado encima del piano. Bueno, yo habría hecho el amor. La idea se impone con tristeza en mi pensamiento y en lo que queda de mi corazón. Él nunca me ha hecho el amor, ¿no? Para él siempre ha sido follar. Vuelve y me entrega un sobre. Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa. Señala con la cabeza por encima de mi hombro. Me vuelvo y veo a Taylor en el umbral de la puerta, trajeado e impecable como siempre. No hace falta. Puedo irme sola a casa, gracias. Me vuelvo para mirar a Christian y veo en sus ojos la furia apenas contenida. ¿Me vas a desafiar en todo? ¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser? Me encojo levemente de hombros, como disculpándome. Él cierra los ojos, frustrado, y se pasa la mano por el pelo. Por favor, Ana, deja que Taylor te lleve a casa. Iré a buscar el coche, señorita Steel anuncia Taylor en tono autoritario. Christian le hace un gesto con la cabeza, y cuando me giro hacia él, ya ha desaparecido. Me vuelvo a mirar a

Christian. Estamos a menos de metro y medio de distancia. Avanza e, instintivamente, yo retrocedo. Se detiene y la angustia de su expresión es palpable; los ojos le arden. No quiero que te vayas murmura con voz anhelante. No puedo quedarme. Sé lo que quiero y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres. Da otro paso hacia delante y yo levanto las manos. No, por favor. Me aparto de él. No pienso permitirle que me toque ahora, eso me mataría. No puedo seguir con esto. Cojo la maleta y la mochila y me dirijo al vestíbulo. Me sigue, manteniendo una distancia prudencial. Pulsa el botón de llamada del ascensor y se abre la puerta. Entro. Adiós, Christian murmuro. Adiós, Ana dice a media voz, y su aspecto es el de un hombre completamente destrozado, un hombre inmensamente dolido, algo que refleja cómo me siento por dentro. Aparto la mirada de él antes de que pueda cambiar de opinión e intente consolarlo. Se cierran las puertas del ascensor, que me lleva hasta las entrañas del sótano y de mi propio infierno personal. Taylor me sostiene la puerta y entro en la parte de atrás del coche. Evito el contacto visual. El bochorno y la vergüenza se apoderan de mí. Soy un fracaso total. Confiaba en arrastrar a mi Cincuenta Sombras a la luz, pero la tarea ha resultado estar más allá de mis escasas habilidades. Intento con todas mis fuerzas mantener a raya mis


emociones. Mientras salimos a Fourth Avenue, miro sin ver por la ventanilla, y la enormidad de lo que acabo de hacer se abate poco a poco sobre mí. Mierda… lo he dejado. Al único hombre al que he amado en mi vida. El único hombre con el que me he acostado. Un dolor desgarrador me parte en dos, gimo y revientan las compuertas. Las lágrimas empiezan a rodar inoportuna e involuntariamente por mis mejillas; me las seco precipitadamente con los dedos, mientras hurgo en el bolso en busca de las gafas de sol. Cuando nos detenemos en un semáforo, Taylor me tiende un pañuelo de tela. No dice nada, ni me mira, y yo lo acepto agradecida. Gracias musito, y ese pequeño acto de bondad es mi perdición. Me recuesto en el lujoso asiento de cuero y lloro. El apartamento está tristemente vacío y resulta poco acogedor. No he vivido en él lo suficiente para sentirme en casa. Voy directa a mi cuarto y allí, colgando flácidamente del extremo de la cama, está el triste y desinflado globo con forma de helicóptero: Charlie Tango, con el mismo aspecto, por dentro y por fuera, que yo. Lo arranco furiosa de la barra de la cama, tirando del cordel, y me abrazo a él. Ay… ¿qué he hecho? Me dejo caer sobre la cama, con zapatos y todo, y lloro desconsoladamente. El dolor es indescriptible… físico y mental… metafísico… lo siento por todo mi ser y me cala hasta la médula. Sufrimiento. Esto es sufrimiento. Y

me lo he provocado yo misma. Desde lo más profundo me llega un pensamiento desagradable e inesperado de la diosa que llevo dentro, que tuerce la boca con gesto despectivo: el dolor físico de las dentelladas del cinturón no es nada, nada, comparado con esta devastación. Me acurruco, abrazándome con desesperación al globo casi desinflado y al pañuelo de Taylor, y me abandono al sufrimiento. TE OBSESIONARÁ, TE POSEEIRÁ Y QUEDARÁ PARA SIEMPRE EN TU MEMORIA.



María Gutiérrez Ivanna Rosa Vargas Ruiz


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