04_ CURSO DE GEOGRAFÍA
EL SUR EXISTE
SUPERMERCADO
DOSSIER 50
BONUS TRACK
14_
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EL PUEBLO DE LOS ALBINOS
DICCIONARIO DE LA LENGUA
Toño Angulo Daneri
Iván Thays
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LA BOLIVIA QUE NO CONOCES Edmundo Paz Soldán
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LAS TUMBAS DE PUERTO BERRÍO Juan Manuel Echavarría
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UN ROMANCE ENTRE LIMA Y PARÍS Gabriela Wiener
TALLER DE MECÁNICA Charlotte Pavard
MIS 50 AÑOS Juan Villoro
Joaquín Sabina
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104_
Daniel Alarcón
Liniers
LOS 50 ESTADOS DE EE.UU.
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CONSULTORIO SEXUAL
MÁS DE 50 AFORISMOS
Silvia Sánchez di Martino
Joaquín Sabina
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BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Fritz Berger Ch.
UN BRINDIS PARA ALFREDO BRYCE
COSAS QUE TE PASAN SI ESTÁS VIVO
LOS 50 DE MATRIMONIO
Xavier y Oriol Conesa, y Ana Cecilia Gonzales-Vigil
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MIS (CASI) 50 MUJERES
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Juan Bonilla Las crónicas del especial El Sur Existe pertenecen a una edición conjunta de EtiquEta NEgra y thE VirgiNia quartErly rEViEw, de Estados Unidos. La edición estuvo a cargo de Daniel Alarcón.
Fotografía: Jimena Coronado
89_ La chica Pazos Un cuento inédito de Alfredo Bryce Echenique
06_ QUIÉNES SOMOS
50 AÑO 6 - JULIO 2007
DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe
DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe
EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe
COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Julio Villanueva Chang Juan Villoro
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EDITORES ASOCIADOS España Toño Angulo Daneri tad@etiquetanegra.com.pe Estados Unidos Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Perú Sergio Vilela svilela@planeta.com.pe
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DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe
PRENSA Y RR.PP. Laura Cáceres
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08_ CARTA
SUDAMÉRICA NO EXISTE
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e gusta ver el fin del mundo. Es decir, me gustan esas películas tontas en las que el fin del mundo no llega a ser el fin del mundo: siempre hay un héroe aguafiestas procurando el final feliz. El caso es que las veo, así sean la triste comprobación de que no somos nada. Y no me refiero a los seres humanos que mueren en esa ciencia ficción –al menos no a todos–, sino a los que habitamos, por azar, esta parte del planeta, el Tercer Mundo del mundo: Sudamérica. Vayan al cine y fíjense bien: nunca un meteorito asolará Sudamérica. Nunca. Siempre caen en Nueva York o París o Londres, con suerte en las afueras de El Cairo, sólo porque las pirámides merecen ese tratamiento póstumo de los homenajeados: fueron lo que ya no son. Nunca una bomba nuclear estremeció la Patagonia argentina o la serranía del Perú. Hasta los extraterrestres, cuando vienen a conquistar la Tierra con sus ojos inmensos, armados hasta los huesos que no tienen,
estacionan sus naves en Houston o Roma o Hong Kong, pero nunca en Asunción del Paraguay. ¿Acaso han visto a un boliviano en La guerra de Los mundos? ¿Un chileno volviendo del futuro para salvar a la humanidad? La ficción del cine nos ha despojado de nuestro auténtico derecho a morir en un desastre de dimensiones planetarias. Hollywood nos ha negado el Armagedón. ¿Qué nos queda? Es tan obvia la respuesta que el fantasioso Spielberg jamás se daría cuenta: nos queda la realidad. Salga del cine, prenda la TV, un noticiario, y fíjese bien. Los glaciares peruanos se están quedando sin hielo. En Buenos Aires cae el diluvio cuando no tenía que llover, mientras que al norte del Brasil hay sequías cuando se esperaban lluvias. Un informe de la ONU pronostica que al menos la mitad de los cultivos, en Sudamérica, serán pronto un desierto. Aumentarán las temperaturas y en el Amazonas desaparecerán las áreas verdes. Los veranos en Chile ya se parecen a la idea del infierno, y los ríos se secan, y aumentan los casos de cáncer a la piel. Nos creíamos inmunes y olvidados por no aparecer en el cine, hasta que la ONU, otra vez, dice que el Perú sería el tercer país más vulnerable a los cambios climáticos en el mundo, luego de Honduras y Bangladesh, mientras que en la región –se dice– desaparecería el treinta por ciento de animales y vegetales. ¿Así será nuestro mundo en cincuenta años? Bueno, no seamos pesimistas que eso sólo ocurre en la realidad. Por fortuna, siempre queda el cine, y allí, si eres sudamericano, nunca morirás.
daniel titinger
dt@etiquetanegra.com.pe
10_ CÓMPLICES
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Perú. Escritor. Autor de las célebres novelas Un mUndo para JUliUs, TanTas veces pedro, y ganador del Premio Planeta con el hUerTo de mi amada. Sudamérica es uno de los cien nombres con que en el siglo XIX nos reinventó el eurocentrismo. Regresando de los EE.UU., Martí dijo que, sólo cuando decimos «Nuestra América», sabemos los sudacas de hoy a qué nos referimos.
México. Escritor. Obtuvo el Premio Herralde de novela por el TesTigo. Es autor de los libros de crónicas dios es redondo y safari accidenTal. En México la frontera es algo que queda al norte. Sudamérica es algo lejano, conjetural, pero donde no imaginamos fronteras.
CHARLOTTE PAVARD Francia. Periodista. Colabora con las revistas marie-claire de España e India, y piloTe de Barcelona. Es becaria de la vangUardia. Descubrí Sudamérica o, más bien, el increíble melting-pot sudamericano este 2007. Fue un aprendizaje cariñoso e intensivo de la diversidad de acentos, expresiones y culturas. Un curso acelerado sin haber pisado nunca este continente.
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CECILIA JURADO
jimena coronado
félix busso
JUAN VILLORO
ALFREDO BRYCE ECHENIQUE
JOAQUÍN SABINA
España. Cantante y poeta. Son parte de su prolífica discografía los discos hoTel, dUlce hoTel (1987), física y QUímica (1992), y dímelo en la calle (2002).
DANIEL ALARCÓN
Mi Sudamérica es la Comala de Rulfo, el Macondo del Gabo, la Santa María de Onetti, el Machu Picchu de Neruda, el París de Vallejo y el Amazonas y el Caribe y, más al sur, el dulce coño sur. La misma lengua. Muchas casas dentro de mi casa.
Perú. Escritor. Vive en California. La revista granTa lo nombró como uno de los mejores novelistas jóvenes de EE.UU. radio ciUdad perdida (Alfaguara) es su primera novela.
JUAN BONILLA España. Escritor. Sus cuentos han sido antologados en Basado en hechos reales. Ganador del Premio Biblioteca Breve-Seix Barral por los príncipes nUBios. Ese sótano de la calle Florida de Buenos Aires lleno de librerías, la calle Donceles, un cartel en una calle de San José donde dice «Peluquería de señoras» y abajo, «Librería». Los canales de Tortuguero, la ascensión a Machu Picchu, el barrio de Palermo. Un álbum lleno de millones de cosas recaudadas en diez, tal vez once viajes.
PAOLA DE GRENET
TOÑO ANGULO DANERI
La observación más aguda sobre nuestro continente la ofreció Vallejo: «Hay, hermanos, muchísimo que hacer».
Perú. Cronista. Es editor en Barcelona de la revista ling. Ha publicado los libros de crónicas llámalo amor, si QUieres y nada QUe declarar.
SILVIA SÁNCHEZ DI MARTINO
En Sudamérica se ríe como se juega al fútbol, se juega al fútbol como se baila, se baila como se come y se come como... Si se le diera más libremente al sexo, sin tanta culpa católica-apostólicasudamericana, sería el mejor lugar del mundo mundial.
Paraguay. Periodista. Para resumir Sudamérica, el ya no tan niño pero igualmente terrible Albert Pla me presta un verso: «Lo mal que estamos, pero ay que bien que lo pasamos».
ERIVÁN PHUMPIÚ
Italia. Fotógrafa. Ha publicado en The sUnday Times y rolling sTone. Obtuvo el segundo puesto en el concurso Notodofotofest de Madrid.
Perú. Artista plástico. Ha participado en intervenciones urbanas en Francia, Grecia y México. Es profesor de escuela.
Si quieres un plato vegetariano en Sudamerica, te ofrecen pollo al disco, al vino tinto, a la portuguesa. Pero a veces tienes suerte y te ofrecen ensalada de garbanzos. Y, claro, pollo.
Lo bueno de ser sudamericanos es la facilidad de adoptarnos como familia cuando estamos lejos de la original. Entre nosotros siempre habrá esa complicidad.
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Perú. Artista visual. Ha expuesto sus trabajos en Francia, Estados Unidos, Austria y Suiza. Ha publicado madame frankie sTein. Vive en Nueva York.
XAVIER CONESA
ORIOL CONESA
Extraño el Perú y todo lo que esté dentro y cerca. Extraño el sur de este continente donde el ingenio y las risas son el pan de cada día. Extraño la entrega para sobrevivir.
1. España. Diseñador gráfico y fotógrafo. 2. España. Fotógrafo. 3. Perú. Fotógrafa y editora gráfica.
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ANA CECILIA GONZALES-VIGIL
¿Sudamérica? Es la parte de América que suda para que la otra no tenga que sudar.
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EDMUNDO PAZ SOLDÁN GABRIELA WIENER
Bolivia. Escritor. Enseña Literatura Latinoamericana en la universidad de Cornell, Nueva York. Palacio quemado (Alfaguara) es su última novela. Tres de las siete «nuevas» maravillas del mundo están en Sudamérica. En un poema de Borges, el doctor Laprida, hombre de letras, busca en una muerte violenta su «destino sudamericano». Entre esos dos extremos, un continente.
Perú. Periodista. Escribe para diarios y revistas de América Latina y España. Vive en Barcelona. Cuando vine a España me di cuenta de que los argentinos despreciaban a los chilenos, los colombianos a los ecuatorianos, los ecuatorianos a los peruanos, y viceversa. No sé si somos un pueblo al sur de EE.UU., pero sí sé que hermanos no somos, quizá primos.
JUAN MANUEL ECHAVARRÍA
IVÁN THAYS Perú. Escritor. Ha publicado las novelas el viaje interior y la disciPlina de la vanidad. En el 2001 ganó el premio Príncipe Claus. La palabra Sudamérica me parece, a veces, una invención de cantantes de nueva trova sudamericanos. Sin embargo, en la Copa del Mundo siempre voy por los equipos sudamericanos. ¿Será el Mercedes Sosa que todos llevamos dentro?
Colombia. Artista y fotógrafo. Ha expuesto su trabajo en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos. Sudamérica: laberinto de los laberintos.
SHEILA ALVARADO Perú. Artista Plástica. Editora Asociada de etiqueta negra. Pelilargo es su primer cuento para niños.
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Siempre quise ser una sudamerican rocker.
AICUÑA NO ES UN PUEBLO DE ALBINOS A pesar de lo que digan los boletines turísticos en La Rioja, Argentina
un crónica de toño angulo daneri fotografías de paola de grenet
16_ SUDAMÉRICA
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ADA CIERTO TIEMPO APARECE alguien por Aicuña preguntando por «el misterioso pueblo de los albinos», que es como la propaganda turística llama a este caserío casi secreto de la provincia de La Rioja, a unas veinte horas en autobús desde Buenos Aires. Hoy, por ejemplo, acaba de llegar alguien. Es un lunes por la mañana. La fotógrafa Paola de Grenet y yo estamos desayunando en el hostal La Casa –el único negocio de hospedaje que existe en Aicuña– cuando un auto se estaciona frente al jardín de la entrada. Es un taxi. De allí baja un muchacho de unos trein-
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ta y pocos años, cabello lacio y claro peinado con raya al costado, gafas transparentes de diseño, maletín de cuero, camisa blanca y pantalones oscuros. Hasta octubre del 2005, La Casa era sólo un rancho familiar –el rancho de los Ormeño–, de modo que la entrada no conduce a un mostrador ni a una sala de espera, sino directamente al salón comedor. Allí, a la fotógrafa y a mí, nos acompaña doña Josefa viuda de Ormeño, una de las dueñas del hostal.
–Buenos días –saluda el muchacho al cruzar la puerta, con evidente acento de forastero–. ¿Aquí podría tomar desayuno? –Sí –le responde doña Josefa–. Pase, siéntese. La invitación de doña Josefa ha sonado lacónica. Si la fotógrafa y yo no la conociéramos un poco, diríamos que esta mujer, abuela de tres nietos, desconfía de los extraños. La primera impresión que uno se lleva al conocerla es que hay algo –un recuerdo, una pérdida, una tristeza– que le endurece el semblante. O que está de mal humor. O las dos cosas al mismo tiempo. –¿Qué hay para desayunar? –pregunta el forastero, sonriente, tratando de caer bien. –Lo normal –dice la señora–: café, leche, pan, mantequilla, queso. –¿Algo más? –insiste él. –Mejor dígame qué desea y yo le diré si puedo ofrecérselo. La fotógrafa y yo permanecemos callados. Ella hace como que hojea un libro que tiene sobre la mesa. Yo hago como que la miro a ella. –¿Huevos con tocino, tal vez? –Bien: huevos con tocino –repite doña Josefa, y desaparece rumbo a la cocina. El muchacho se sienta con nosotros. Se llama Benedict Mander, es inglés, periodista, corresponsal del Financial Times de Londres. Le preguntamos qué lo trae por Aicuña. Éste es un lugar, le recordamos, donde es imposible que alguien esté de paso o al que se pueda llegar por pura casualidad. Benedict Mander sonríe ante nuestra pregunta. A decir verdad, para venir hasta Aicuña hay que querer hacerlo, fervorosa y esforzadamente. Es un pueblo que no aparece en la mayoría de los mapas y que no sólo está a doscientos cincuenta kilómetros de la capital de La Rioja, sino a diez larguísimos kilómetros del camino más cercano: una ondeante trocha de tierra y guijarros, más parecida a un circuito de motocross que a una autopista. O como dicen algunos de sus habitantes, Aicuña es un pueblo casi olvidado en el trasero del mundo, más alejado de Buenos Aires, geográfica y culturalmente, que de los caseríos andinos de Bolivia y Chile. –Supongo que estoy aquí por lo mismo que ustedes –dice en inglés y, haciendo un gesto con la nariz y la boca, señala el libro de la fotógrafa, anThropologies oF arT.
Mander se prepara para reír. Es obvio que los tres hemos venido atraídos por la historia de «Aicuña, el misterioso pueblo de los albinos», un artículo de curiosidades turísticas que se suele entregar a los visitantes de La Rioja, junto con un boletín de datos prácticos tomados de la web www. larioja.gov.ar/turismo. Pero la fotógrafa da un respingo: la cara seria, las cejas juntas, la actitud grave. –¿Hasta cuándo piensas quedarte? –lo interroga de golpe, también en inglés. –Sólo hoy –dice él–. Le he pedido al taxista que venga a recogerme esta tarde. –Entonces no podrás hacer nada –dice la fotógrafa–. Es decir, será mejor, por el bien de todos, que no intentes hacer nada. El corresponsal del Financial Times se queda atónito, aunque todavía tiene la boca abierta, como si le hubiesen dado una mala noticia a la mitad de una carcajada. –A la gente del pueblo no le gusta hablar del tema –le explica ella–. Llevamos dos días aquí y todavía no sabemos si podremos hablar abiertamente con alguien. Unos minutos después, doña Josefa regresa trayendo una bandeja con leche, café, pan, mantequilla y dos huevos fritos con tocino. Mander le agradece, moja un trozo de pan en las yemas de los huevos y da un primer bocado. Durante unos instantes, Mander, la fotógrafa y yo seguimos conversando en inglés, de cualquier cosa: cuánto tiempo llevamos en Argentina, si estamos casados, qué edades tenemos. Luego hablamos en castellano para que pueda participar doña Josefa, quien otra vez se ha sentado a acompañarnos desde una mesa contigua. Entonces es la señora quien le pregunta a Mander: –¿Y qué lo trae por aquí?
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ay un albino por cada diecisiete mil personas en el mundo. Así lo ha estimado un estudio de la Johns Hopkins University de Estados Unidos. En Aicuña, según Julio César Ormeño, el
jefe de la oficina de Registro Civil, deben vivir unas trescientas personas. A lo mucho, dice, en ciertas épocas han llegado a ser trescientos cincuenta: es un pueblo tan pequeño que todos juntos cabrían en una sala de cine, incluyendo a los recién nacidos, los ancianos y el ministro pastoral de la iglesia. De ese total, el jefe de Registro Civil tiene censados a cuatro personas albinas, todos hombres: tres que ahora mismo viven en Aicuña y uno que ya de adulto se mudó a otro pueblo a dos horas de distancia. Pero sus archivos dicen algo más: desde fines del siglo XIX se han registrado los nacimientos de cuarenta y seis albinos, sólo en Aicuña. Las matemáticas no sirven para las conclusiones fáciles, pero si alguna utilidad puede tener en este caso la regla de tres es que el índice de albinismo en Aicuña no es uno por cada diecisiete mil personas, sino uno por cada noventa. O como sostiene el doctor Eduardo Castilla, autor de aicuña. esTudio de la esTrucTura genéTica de la población, el coeficiente de albinismo es casi doscientas veces mayor en este pueblo que el promedio en el resto del planeta. Sin embargo, hay una especie de unánime censura sobre esa palabra –albinos o albinismo– que impide mencionarla en voz alta. Es como si fuese un tabú o uno de esos secretísimos entuertos familiares cuyo problema no parece estar en que existan, sino en hablar de ellos. Ocultar, en el fondo, es una forma de querer que algo desaparezca. Pero Benedict Mander no comparte ese código de silencio, así que termina por confesar, no sin cierta cautela, aquello que lo trae por aquí. –He venido –dice en voz baja– a conocer a los albinos de Aicuña. Como si hubiese estado esperando este momento, doña Josefa se levanta de su silla y va a buscar el cuaderno de visitas del hostal. –Lea –le dice a Mander entregándole el cuaderno abierto por la mitad. Es el mismo mensaje que antes ya nos había hecho leer a la fotógrafa y a mí: el de Carlo Brero, un italiano de casi ochenta años que el 28 de septiembre del 2006 se despidió de La Casa con estas palabras: «Vine a este pueblo a buscar genes de albinos y me encontré con la alegría de quando era joven». La carta de despedida del señor Brero, escrita con una caligrafía temblorosa y casi sin faltas de ortografía en castellano, ocupa toda la página. Antes de su firma, agrega: «Me siento contento íntimamente y se me ocurre que es por lo que aquí [se] vive: niños contentos, personas simples, serenas y afables. Se ve amor en el marco de una naturaleza sin estridencias».
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18_ SUDAMÉRICA
Cuando Mander ha terminado de leer, doña Josefa lo queda mirando a los ojos, como si lo interpelara pero a la vez tratara de enseñarle una moraleja. Es como si le estuviera diciendo: «Ya ve, Aicuña es mucho más que un pueblo de albinos». La fotógrafa y yo, que hemos seguido la escena con interés, aprovechamos ese momento para repetirle al corresponsal del Financial Times la explicación que antes nos quedó inconclusa: que llevamos dos días en Aicuña sin haber podido ver siquiera a un albino. Es más, que no tenemos ninguna garantía de que podamos ver a uno en los próximos días. Ya nos lo habían advertido en el camino: la gente de este pueblo tiende a ser huraña, aunque si se siente en confianza con los visitantes, puede ser también muy amable, acogedora y dadivosa. Eso sí, les incomoda profundamente que alguien venga a buscar albinos como si asistiera a un espectáculo de circo freak. Es más, algunos admiten abiertamente que les molesta que vengan periodistas.
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Desde que a principios de los ochenta una revista de Buenos Aires llamada 7 Días (vinculada, dicen, con la dictadura del general Videla) publicara un reportaje en el que se trataba despectivamente a los albinos de Aicuña, muchos de los habitantes del pueblo, que son vecinos y parientes a la vez, se volvieron ya no huraños, sino ariscos y huidizos con los de fuera. El efecto del reportaje fue inmediato y, para ellos, lamentable: de pronto empezó a llegar gente de otras ciudades de Argentina con la sola intención de conocer a los albinos. Querían observarlos, fotografiarlos, saber cómo eran, qué apariencia tenían: cómo podía ser la rutina de un pueblo habitado básicamente por personas de piel translúcida y pelo blanco. Como en una versión colectiva de la historia de FrankensTein, Aicuña era como cualquier otro pueblo recóndito en el mundo, inconsciente de su peculiaridad, hasta que una mirada ajena la puso en evidencia. Al igual que con el personaje de Mary Shelley, fueron los demás quienes los señalaron con el dedo y los trataron como gente rara, diferente, poseedora de una insólita cualidad que los volvía grotescos y atrayentes a la vez. Entonces algunos habitantes de Aicuña recuerdan que si descubrían a un curioso merodeando por ahí, o peor, a un sospechoso
de ser un curioso profesional (léase un periodista), cerraban las puertas de sus casas y no salían hasta que el intruso se hubiese marchado. –Un día vino un fotógrafo a querer tomarnos fotos –me contaría un par de días después Lucio Ormeño, uno de los tres albinos que todavía viven en Aicuña. Cuando habla, Lucio Ormeño no lo hace en primera persona, así se refiera sólo a él. En vez de ello prefiere emplear el plural nosotros para hablar de sí mismo, aun en cuestiones tan simples como nos despertamos a tal hora o teníamos un negocio o nos compramos una motocicleta. Es una extraña forma de hablar que en ningún sentido es compartida por los habitantes de Aicuña. Es él, exclusivamente él. Como si un exceso de modestia –o de algo– le impidiera expresar su individualidad. –No le hicimos caso –prosiguió Lucio Ormeño con su plural tan singular–. Nos hacía preguntas, nos pedía, nos rogaba. Estaba desesperado, pero se fue por donde vino, sin ninguna foto. Ni ofreciéndonos dinero íbamos a posar para su cámara. Lucio Ormeño habría de ser la primera persona con esa infrecuente condición genética llamada hypomelanism con quien conversaría en Aicuña. Pero eso sucedería unos días después. Ahora, junto a Benedict Mander y a la fotógrafa, nos preguntamos si habremos actuado correctamente al venir aquí. Al supuesto pueblo de los albinos. Luego de su primer encuentro con Mander, doña Josefa ha vuelto a ser la dulce y encantadora anfitriona que hemos venido disfrutando –y disfrutaremos– durante nuestra estadía en Aicuña. La señora nos ofrece más café, pregunta si necesitamos algo y anuncia lo que preparará de almuerzo esta tarde: bifes a la milanesa. También dice que cuando vuelva su hijo Dante, con quien comparte la administración de La Casa, de seguro él hallará una manera de ayudarnos. Ya debe estar de regreso, añade, pues sólo ha ido a revisar el riego de su huerto de nogales. Dante Ormeño es un hombre en sus cuarenta, muy robusto, de no más de un metro setenta de estatura, pero con una espalda y unos brazos de leñador que lo hacen parecer más grande. En temporadas de verano, como ahora, tiene la cara enrojecida por
el sol, que cubre con una barba fecunda y un cerquillo rebelde que trata de peinar hacia un costado, aunque siempre se le está cayendo sobre la frente. Un gesto típico de Dante Ormeño, que no tiene nada de vanidoso, es intentar mantener sus cabellos en su sitio. Lo hace a menudo, usando sus dedos como un peine, pero es inútil. Es también un hombre callado. A diferencia del estereotipo que uno suele tener del argentino como un conversador innato y a veces un parlanchín que habla de todo porque parece saber de todo, Dante Ormeño es más bien lo contrario. Es muy difícil, a menos que seas su amigo o te hayas ganado su estima, que sea él quien inicie una conversación. Con alguien como Dante Ormeño tienes que tomar la iniciativa o, si te atreves, pedirle las cosas directamente. Aunque no parezca, él siempre dirá que sí. Benedict Mander le resume su historia, le dice que esta tarde un taxi volverá a recogerlo, que tiene poco tiempo, y le pide que lo acompañe a recorrer el pueblo. Dante Ormeño acepta. El acuerdo tomado en esta sobremesa de desayuno en La Casa es que Mander conocerá Aicuña haciendo un paseo en la pick up de Dante Ormeño. Pasado el mediodía, volveremos a reunirnos aquí para almorzar. Benedict Mander se marchará de Aicuña, como diría Lucio Ormeño, «por donde vino».
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n Aicuña parece que todos se apellidaran Ormeño. El jefe de la oficina de Registro Civil, aquél que se encarga de llevar la cuenta de los nacimientos, matrimonios, divorcios y defunciones, y que nos dio las primeras cifras sobre la población de Aicuña, se llama Julio César Ormeño. El presidente del Centro Vecinal, a cargo entre otras labores de repartir la escasa agua que hay para los cultivos, se llama Marino Ormeño. El ministro pastoral laico que cumple la función de sacerdote –porque la única iglesia de Aicuña no tiene uno– y celebra las misas los domingos, da la comunión, y bautiza y confiesa a los devotos en casos de peligro de muerte es don Alberto Ormeño. La enfermera que dirige y a veces hace las veces de doctora en el Centro Primario de Salud –una impecable posta de primeros auxilios que se transforma en hospital cuando hace falta– es la señora Irma Oliva de Ormeño. Los dueños del hostal La Casa son doña Josefa viuda de Ormeño y sus cuatro hijos, entre ellos el administrador Dante Ormeño. El mejor alumno de la única escuela del pueblo es Julián Ormeño. El único taxista, Juan Edgar Ormeño. Y los cuatro albinos nacidos en Aicuña que viven hasta hoy son, igualmente, todos Ormeño: los hermanos Lucio y Elio Ormeño, y los también hermanos –pero no parientes directos entre sí– Toto y Lucas Emilio Ormeño.
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Lucio Ormeño es el encargado de la cabina telefónica de Aicuña. Tiene una voz privilegiada para eso. Cada vez que timbra el telefax que tiene en el escritorio de su pequeña oficina, él levanta el auricular, espera unos segundos hasta que la llamada se haya hecho efectiva y, sentándose con la espalda muy recta, con los ojos clavados en un punto impreciso a través de sus gafas oscuras y con un vozarrón de locutor de radio, dice: –¡Cabinaaa! Casi siempre es alguien a quien él conoce. Un pueblo de trescientos habitantes no puede tener demasiados misterios, así que Lucio Ormeño también puede ufanarse de haber memorizado unas cuantas decenas de números telefónicos. Incluso a veces, como su telefax tiene una pantallita en la que aparecen los números, se da el gusto de sorprender a sus interlocutores llamándolos directamente por sus apellidos. –Diga, Carrizo –saluda ahora, por ejemplo, a un señor Carrizo que telefonea de un pueblo cercano. Ahora van a ser las siete de la tarde, pero en la calle hay un sol de mediodía. La cabina telefónica de Lucio Ormeño, es decir, su oficina completa, debe tener unos seis metros cuadrados. Allí, aparte de un cubículo para que los clientes puedan conversar en privado, tiene un escritorio de madera y una estantería en la que sólo hay guías telefónicas y cuadernos en los que él ha anotado ciertos teléfonos y direcciones de emergencia. Sus dos únicos adornos de pared son un enorme reloj dorado y unas lucecitas de colores a las que él ha dado forma de árbol de Navidad. Lucio Ormeño trabaja de ocho y media a doce del día, y de seis y media de la tarde a nueve de la noche. Siempre y cuando no haya alguna interferencia en la línea, dice, pues en ese caso su oficina permanecerá cerrada hasta que el problema se haya solucionado. Él sólo se encarga de resolver las averías más sencillas, como reponer los cables y las conexiones desgastadas por el uso. Por ese trabajo a tiempo completo no recibe un sueldo, sino un veinte por ciento del precio de cada llama-
da que se hace desde Aicuña. Las llamadas que responde para sus vecinos son gratis. Al igual que su hermano Elio, Lucio Ormeño es albino, pero evita a toda costa hablar de ello. Cuenta que estudió hasta séptimo grado, cuando la escuela del pueblo no tenía secundaria. Ahora tiene treinta y nueve años y se siente un tanto mayor como para volver a sentarse en una carpeta al lado de chicos más jóvenes. A pesar de su edad, Lucio Ormeño tiene la apariencia y la sonrisa de un niño. Tiene la cara muy redonda y roja, con minúsculas erupciones causadas por el sol, que en esta parte de la sierra desértica de Argentina suele quemar como si uno estuviera permanentemente cerca de un horno de carbón. Eso en verano, porque también, como en cualquier desierto, la piel tiende a quemarse en invierno por esa mezcla feroz de aire reseco, vientos implacables y temperaturas bajo cero. Para protegerse de ese clima violento, Lucio Ormeño siempre viste una camisa de manga larga, de preferencia a cuadros, y debajo, una camiseta de algodón de un color que le haga juego al sobresalir a través de sus botones abiertos hasta el pecho. Es casi imposible que uno lo vea sin sus gafas de sol, ni tampoco sin una gorra de béisbol que usa sobre sus cabellos blancos teñidos de rubio. Cuando termina de hablar con el señor Carrizo, toma un trozo de papel y anota el mensaje que éste ha dejado para alguno de sus vecinos de Aicuña. Así lo hace siempre, con todas las llamadas que recibe. Si el mensaje es muy urgente, Lucio Ormeño saldrá a la calle a buscar a algún niño que esté jugando por ahí para que lo haga llegar de inmediato. Si no, lo guardará hasta la hora en que cierra la cabina y, ya de camino a casa, irá entregando a sus destinatarios todos los mensajes acumulados durante el día. Los niños lo adoran. Es raro que un pequeño pase cerca de su cabina y no entre a saludarlo o a decirle cualquier cosa. Él explica por qué: –Antes de la cabina teníamos otro negocio –dice, empleando como siempre el nosotros para referirse a sí mismo–: una despensa de alimentos. Allí iban los niños y les dábamos caramelos, chocolates, cositas, tonterías. Él mismo sonríe como si fuese un niño. –Luego, cuando abrimos la cabina, también traíamos golosinas. Ahora menos. Tuvimos que cerrar la despensa porque mamá se enfermó. Le pregunto si para trabajar en la cabina telefónica tuvo que estudiar algo. –Nos dieron una capacitación –dice, aunque ya no sonríe. Luego se queda pensando, como si hubiese recordado algo, y agrega:
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–Para quedarnos con la cabina organizaron un concurso. Nosotros lo ganamos. A Lucio Ormeño también le atrae la fotografía. Alguna vez fue su pasatiempo, después de llevar un curso por correspondencia que no pudo terminar porque por ese tiempo, inicios de los años ochenta, el correo postal en Aicuña era –vuelve a sonreír– peor que ahora. Todavía conserva su cámara por si acaso, aunque le han dicho que el tipo de película que necesita ha dejado de fabricarse.
Para explicarse mejor, dibuja en el aire algo que parece un par de binoculares. –Sí, eran los carretes de ciento diez milímetros, con esas fotos que salían muy pequeñitas, ¿verdad? ¡Lindas! Una de las palabras que más repite Lucio Ormeño es lindo, o linda, y todas sus variantes. Al recordar sus épocas de niño, cuando junto a su hermano Elio acompañaba a su padre a los altísimos cerros donde éste debía reparar la antena del único canal de televisión que se veía en Aicuña, Lucio Ormeño dirá «lindas épocas». Al comentar la vegetación de la zona, esencialmente desértica, llena de algarrobos, nogales, álamos
inmensos y cactus de decenas de tamaños y colores, y formas caprichosas, y flores diminutas, dirá «lindo paisaje». Y llamará «lindos» también a la noche, a la luna, al camino y las montañas, una madrugada en que salimos de excursión con la fotógrafa y Dante Ormeño para hacer fotos nocturnas por los alrededores del pueblo. Al cabo de unos días de conversar con él, uno consigue descubrir que aquello que no le merece ese adjetivo tan elogioso –lindo–, en verdad tampoco le merece nada. Lo que no puede ser lindo sólo obten-
drá su silencio. Una evasiva. Una respuesta anodina que significa simplemente que ya no quiere hablar más de ello. –No tenemos por qué cuidarnos –contestó por ejemplo, muy secamente, un día en que le pregunté si por ser albino no debía recibir algún tipo de tratamiento médico. De inmediato, como calibrando mejor el sentido de sus palabras, admitió: –Solamente vemos a un oculista de vez en cuando. Por los ojos, ¿ve? Durante unos segundos inclinó sus gafas oscuras. No se las quitó. Sólo las bajó hasta la punta de su nariz. Tenía las pupilas de color
24_ SUDAMÉRICA lectiva de la historia de Como en una versión co a como cualquier otro Frankenstein, Aicuña er mundo, inconsciente de pueblo recóndito en el que una revista en su peculiaridad, hasta evidencia. Los trataron Buenos Aires la puso en ora de una insólita como gente rara, poseed a grotescos y atrayentes cualidad que los volvía de Aicuña recuerdan es nt ta bi ha s no gu Al z. la ve curioso merodeando, que si descubrían a un hubiese marchado no salían hasta que se
rosado, como todos aquellos que tienen ese tipo de albinismo llamado oculocutáneo, que afecta íntegramente el cuerpo: los ojos, la piel, el cabello. Las pupilas, además, le vibraban de un lado a otro, con ese movimiento involuntario conocido como nistagmus. Luego sería imposible volver a tocar ese tema con Lucio Ormeño.
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l tabú que existe sobre el albinismo en Aicuña no parece limitarse sólo a esta falta de pigmentación en la piel que vuelve a las personas simplemente más notorias. La enfermera que dirige el Centro Primario de Salud, la señora Irma Oliva de Ormeño, es también la madre del otro par de hermanos albinos, Toto y Lucas Emilio Ormeño. La primera vez que la fotógrafa y yo la vimos, encabezaba una procesión en honor de la Virgen del Rosario, la patrona del pueblo. Aquel día era domingo y las campanas sonaban llamando a los devotos a unirse a rezar el rosario y luego a una procesión. A las once de la mañana, la hora del rezo, había unas veinte personas en el interior de la iglesia, la mayoría mujeres y niños. A las dos de la tarde, cuando la romería ya había recorrido la única calle de Aicuña de un extremo a otro, se habían sumado unas cuarenta personas, incluyendo a algunos hombres que acompañaban el rito desde las
puertas de sus casas, ya que adentro, en las pantallas de sus televisores, estaba por comenzar un partido importante de la liga de fútbol argentino. La señora Irma también guiaba las oraciones. Una de esas oraciones decía: «Yo pongo mi esperanza en ti, Señor, / y confío en tu palabra». Casi todos se sabían las letanías de memoria. Además de enfermera, la señora Irma es la mayordoma de la iglesia, lo cual quiere decir que es la encargada de que la capilla esté siempre bonita y adornada con flores frescas, que sus altares y santos estén siempre limpios, y que los habitantes de Aicuña no pierdan el entusiasta fervor religioso que los ha identificado en los casi trescientos cincuenta años de existencia del pueblo. Para cumplir con esa tarea, siempre organiza sesiones de oración para enseñar a los niños los misterios del rosario, e intenta que el párroco asignado al pueblo, el padre Enrique Martínez, venga a celebrar la eucaristía al menos dos veces al año, aparte de ciertas ocasiones especiales, como cuando muere alguien o hay una boda inminente. La rutina diaria de la señora Irma se reparte, así, entre las diez horas que trabaja en el Centro Primario de Salud y el no poco tiempo que dedica a la iglesia. –A veces también tengo que hacer de psicóloga y consejera espiritual –dice una mañana en que hemos venido a buscarla a lo que algunos vecinos llaman todavía la posta médica o la enfermería. Aquí trabaja desde hace dieciocho años, y es evidente que una gran parte de su personalidad la ha trasladado al Centro Primario de Salud: el local luce tan impecable, con un orden y una pulcritud y un olor de que todo está recién desinfectado, que sólo pueden ser atribuibles a una persona como ella. Se nota que el piso de cemento rojo es encerado y pulido cada día. Las paredes blancas no tienen ni manchas ni rajaduras. Las sillas de la sala de espera, también blancas, son todas idénticas. En cada ambiente hay carteles que recuerdan las metas que ha tenido que cumplir en todos estos años: difundir la lactancia materna, prevenir el cáncer de útero, recalcar que la crianza de los hijos es un deber también de papá. Al lado de estos carteles casi siempre hay una imagen religiosa. Una cruz, un Cristo, la Virgen del Rosario. Delgada y de baja estatura, vestida siempre de traje, se nota que la señora Irma cuida cada detalle, incluso cuando habla de sus emociones más intensas. Por ejemplo, cuando habla de sus hijos. Tiene siete hijos. Los casados se han mudado a ciudades cercanas: lugares más grandes, más modernos que Aicuña. Con ella y su marido se han quedado una niña de ocho años; Toto, el mayor de los siete, y Lucas Emilio, quien después de haber pasado por varios
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cambios curriculares en la escuela, al fin acaba de terminar la secundaria. –Toto –dice– es el más introvertido, aunque quizá también el más orgulloso. Su hermano [Lucas Emilio] se ha teñido el pelo de rubio, se cuida un poco más: por él, se iría ahora mismo a recorrer el mundo. Toto no. Él me dice: déjeme así, mamá. Así nací, así soy. De lo que se hereda hay que agradecer a Dios. De pronto, sin perder la serenidad, se le ha ensombrecido la mirada. La señora Irma también recuerda ese reportaje de la revista 7 Días que por lo visto significó una línea divisoria en la historia de Aicuña. La mirada –perpleja, fascinada, quizá torpe– de los otros que puso en evidencia que Aicuña no era un pueblo como los demás. –Nos causaron mucho dolor –dice con ese resentimiento lejano de los que han sido educados para perdonar las ofensas–. Dijeron muchas mentiras: que los albinos no veían bien y por eso no podían trabajar. Que muchachos como mis hijos eran una carga para sus padres. Que Aicuña era un pueblo raro donde todos éramos albinos. La gente empezó a sentir vergüenza, ¡como si no hubiera otros albinos en el mundo! Se interrumpe de golpe y suspira, como si ahora sí necesitara hacer un pequeño esfuerzo para retomar el control de sus emociones. –La voluntad de Dios es así –dice, y en cierta forma da por terminada nuestra conversación–. Aquí no hay nada raro. Nada que no pase también en otros lugares. Sin decirlo, la señora Irma confirma aquello que uno puede intuir sobre la idea que se tiene acerca del albinismo en Aicuña: que más que una condición de naturaleza genética, la mayoría cree que es un capricho del azar, así como cuando uno nace zurdo, miope o con los pies planos y puede encontrar en sus ancestros cierta predisposición para haber heredado esas características, pero sabe que, en última instancia, es el destino, la suerte o Dios quien lo ha decidido así. Y que así como a unos les toca, a otros no. Ni siquiera la señora Irma, que es enfermera y se considera una persona abierta a hablar sobre cualquier tema, admite la posibilidad de que el alto
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índice de personas albinas en este pueblo tenga que ver con que la mayoría se apellide Ormeño. Unas semanas después, el sacerdote Enrique Martínez lo explicará de esta manera: –Es muy probable que sea justamente por eso, porque casi todos se apellidan Ormeño, que nadie quiera hablar de ese asunto en Aicuña. Sentado en su despacho de la iglesia de Villa Unión –el pueblo con aspecto de ciudad más cercano a Aicuña–, el padre Martínez contará que conoce el caserío desde hace veinticinco años y que es el sacerdote asignado allí desde hace una década. Dirá también que ha escuchado repetir a sus fieles un terrible rumor que al parecer empezó a circular en la región a partir del artículo publicado en la revista 7 Días: que la gran cantidad de albinos nacidos en Aicuña es una especie de castigo divino por el incesto que durante siglos han practicado sus habitantes. Esa palabra –incesto– la habríamos de escuchar la fotógrafa y yo varias veces, pero siempre lejos de Aicuña. Desde una cierta ignorancia, no deja de tener lógica: si, en promedio, ocho de cada diez habitantes del pueblo se apellidan Ormeño, vistos desde fuera daría la impresión de que en algún momento debieron tener hijos entre familiares directos. Es más, en Argentina no se usa el apellido materno, lo cual deja la opción de que más de un Ormeño lo sea doblemente, tanto por parte del padre como de la madre. De ahí a la idea del incesto no parece haber más que la especulación maliciosa y, en el fondo, la herencia bíblica del castigo divino. –Eso no es verdad –dirá el padre Martínez–. Pero es difícil explicarle a la gente la diferencia entre una comunidad endogámica, cerrada, aislada y emparentada entre sí por equis razones históricas, y una comunidad incestuosa. La endogamia no es lo mismo que el incesto, eso se puede advertir en cualquier diccionario de bolsillo. La endogamia es el matrimonio –o cruzamiento, según la biología– entre personas de ancestros comunes o nacidas dentro de una pequeña aldea o comunidad aislada genéticamente. El incesto, en cambio, implica un grado directo de parentesco: es decir, cuando hay relaciones sexuales entre hermanos, o entre padres e hijos. Pero la imaginación popular suele ser muy poderosa, y cruel. Al igual que Macondo, de Cien años De soleDaD, hubo una vez en el noroeste de Argentina un caserío donde progresó una estirpe de agricultores de viñedos y nogales y criadores de cabras. Este lugar llamado Aicuña, o también «El Pago de los Ormeño», o más tarde «El Misterioso Pueblo de los Albinos», permaneció aislado durante más de tres siglos, doscientos cincuenta años más que en la novela de García Márquez. Y si en Macondo la endogamia fue cas-
tigada según la clásica leyenda del niño que un día habría de nacer con cola de cerdo, en Aicuña, según alguna gente de los pueblos cercanos, el castigo fueron muchos niños sin coloración en el cuerpo. Exactamente, cuarenta y seis albinos en poco más de un siglo. Sin embargo, parece que el aislamiento de Aicuña tiene que ver con esos mismos pueblos cercanos que ahora difunden su rareza. Algunos dicen que todo empezó con un lío por la propiedad de las tierras. Quiénes eran dueños de qué. O quiénes querían adueñarse de qué. Pero ésta es otra historia –otro tabú– de la que casi nadie habla por aquí.
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icuña es un pueblo de una sola calle. No tiene una plaza central, como la mayoría de los pueblos. Es una calle larga, curva y empinada, bordeada por cerros pequeños, que empieza en unos mil
quinientos metros sobre el nivel del mar y acaba por encima de los mil ochocientos. De un extremo a otro hay unos dos kilómetros de camino de tierra que la gente suele recorrer a pie, aunque los muchachos prefieren hacerlo a caballo y los niños en burro, acomodados hasta en grupos de cinco sobre el lomo del animal. Las casas raramente están una frente a otra, sino en forma intercalada, como en zigzag: una casa al lado izquierdo, al costado un huerto, y frente a ese huerto la casa de la acera derecha, que al lado también tiene un huerto, y así. Para saludarse de una ventana a otra, los vecinos no pueden hacerlo en línea recta, sino en diagonal. Además, algunas casas antiguas tampoco tienen puertas que den a la calle. Para entrar en ellas hay que hacerlo dando una vuelta por el huerto del costado, a través de una reja de madera o de alambres. La verdadera puerta de entrada –lo que uno llamaría simplemente la entrada– está recién del otro lado, de cara a los cerros. Es como si al llegar a Aicuña una parte del pueblo te recibiera de espaldas. Es difícil olvidar lo que uno siente al recorrer por primera vez esta única calle. Entre las dos y las cinco de la tarde, por ejemplo, que es la hora de la siesta, parece que aquí no viviera nadie. Pero conforme vas
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es de cada diez habitant Si, en promedio, ocho Ormeño, vistos desde an lid el ap se ña cu de Ai que daría la impresión de una cierta ignorancia on tener hijos entre er bi de to en om m n gú en al la y quienes creen que familiares directos. Ha es s nacidos en Aicuña no bi al de ad id nt ca gran o que o divino por el incest una especie de castig ticado sus habitantes ac pr n ha os gl si e nt dura
caminando cuesta arriba, por momentos tendrás la impresión de que alguien te observa a tus espaldas. Es una impresión rara. Básicamente porque de pronto volteas, tratando de sorprender al fisgón que de seguro se oculta tras una cortina, y no ves a nadie. Una tarde, después del almuerzo, estamos descansando en la espléndida terraza que tiene el hostal de doña Josefa y Dante Ormeño. La terraza se eleva más o menos un metro sobre el camino de tierra. Desde esta altura, en unos sillones fabricados con varas de hierro y con los asientos forrados con pieles de vaca, el pueblo parece el escenario de una vieja película del Lejano Oeste. Como es la hora de la siesta, el escenario luce vacío. –Fíjense –nos advierte Dante Ormeño a la fotógrafa y a mí–: no se oye nada. Por eso la gente es capaz de sentir hasta el menor ruido y puede distinguir, por cómo suena un motor, si el auto que viene es o no de algún conocido. Dante Ormeño dice que no está exagerando. Cuando era niño, su padre le enseñó a reconocer la camioneta de un vendedor que venía una vez por semana trayendo alimentos que no eran fáciles de conseguir en Aicuña. Recuerda que aprendió a detectar el motor a varios kilómetros de distancia. «Allí viene Don Lulo», se decía a sí mismo, y acertaba. Y así como él, muchos otros podían hacerlo. –Salvo una época en que entró una línea de co-
lectivos, Aicuña ha vivido en un estado de aislamiento casi total –continúa Dante Ormeño–. Ahora las cosas han cambiado un poco. Algunos quisieran que venga más gente, que el pueblo se abra, que los jóvenes sepan que hay otro mundo fuera de aquí, pero no es fácil. Él no lo dice, aunque de seguro lo piensa: entre la gente que está empeñada en que las cosas cambien en Aicuña está él mismo. No solamente ha abierto con su madre y sus hermanos el hostal La Casa, sino que ha convencido a los agricultores de nueces de mejorar sus cultivos para poder acceder a nuevos mercados. También, cada sábado, es uno de los jugadores más entusiastas en un torneo de fútbol en el que participan unos cincuenta vecinos (las mujeres van sólo a mirar, por ahora), y ha comprado para el hostal una mesa de ping pong, una red de voleibol, una computadora conectada a un equipo de música y un enorme televisor que capta canales por satélite, todo de uso gratuito para la gente del pueblo. Desde la aparición de La Casa en Aicuña, es obvio que los domingos por la tarde son más animados. Más familiares, más grupales, más extrovertidos. Los sábados por la noche también suelen llegar a La Casa algunos muchachos a tocar guitarra, jugar a las cartas o beber una cerveza. La cerveza casi siempre es la variedad negra, ésa que tiene un sabor dulzón, y que aquí toman en botellas de un litro, para compartir. Julián Ormeño, un chico de diecisiete años considerado por sus profesores como el alumno más aplicado de la escuela, cree que las cosas empezaron a cambiar realmente desde que hace unos años Dante Ormeño regresó a vivir al pueblo. Fue él, dice, quien entre otras cosas lo animó y le enseñó a tocar guitarra. Dante Ormeño tal vez sea uno de los pocos de su generación que se marchó de Aicuña en busca de mejores opciones de trabajo, tuvo varios empleos, llegó a administrar una bodega de vinos, y regresó. Esta tarde en que estamos descansando en la terraza le pregunto por qué lo hizo: –Mi padre se murió sin poder construir este hostal. Era su sueño. A su padre, don Ambrosio Ormeño, muchos lo recuerdan como el último patriarca del pueblo. Fue director de la escuela, organizó la cooperativa de productores de nueces, consiguió préstamos para fabricar casas de material noble y creyó siempre que si abría un negocio de hospedaje empezarían a llegar ese tipo de turistas que buscan lugares tranquilos para pasar los fines de semana. Y que ese contacto con gente de fuera sería bueno para todos en Aicuña, y no sólo económicamente.
–Aquí –prosigue Dante Ormeño, que ahora ha encendido un cigarrillo y fuma parsimoniosamente– somos como una familia gigantesca. Lo que les duele a unos nos duele a todos. Y tú no puedes cerrar los ojos cuando algo le duele a tu familia. Dante Ormeño debe sentir en el fondo que ha heredado las convicciones de su padre. En dos sentidos: está consiguiendo que La Casa empiece a ser conocida en la zona como una posada de descanso, y también está empeñado en ayudar a sus vecinos, aunque para ello tenga que cambiar esa actitud arisca que tienen algunos frente a los extraños. Como su padre, debe creer que una cosa lleva a la otra. Esa introversión, y su cara más visible, el aislamiento, podría parecer que está ligada a la cantidad de albinos que han nacido en Aicuña desde fines del siglo XIX o, más exactamente, a la difusión que tuvo esta peculiaridad en el resto de la provincia de La Rioja. Al saberse distintos, objeto de la más impertinente curiosidad ajena, se volvieron huraños, hoscos, huidizos, y se cerraron sobre sí mismos. Pero no es así. El alto índice de albinismo se debe más bien a su larga historia de retraimiento. El aislamiento dio origen al albinismo, y no al revés. Si Aicuña no hubiese pasado trescientos cincuenta años sin mezclarse con la gente de otros lugares, quizá no habrían nacido cuarenta y seis albinos en poco más de un siglo. Para que alguien nazca albino, tanto su madre como su padre deben ser portadores de ese gen, y la Johns Hopkins University sostiene que esa probabilidad sólo se cumple en uno de cada diecisiete mil nacimientos. Sin embargo, en un pueblo donde ocho de cada diez personas se apellidan Ormeño, es más probable que ambos padres porten el gen. No tienen por qué ser familiares directos: basta que –así sea lejanamente– ambos desciendan de la misma rama. Si hay algo que de verdad sorprende en este pueblo es el registro minucioso de su historia. Es una historia básicamente genealógica, que no sólo se conserva en los archivos de la oficina de Registro Civil de Julio César Ormeño o en los armarios de la iglesia, sino que está viva en la memoria de sus habitantes. Muchos –y no sólo los ancianos– podrían
«Excepcional. Pocos autores de primeras novelas persiguen con destreza tantos propósitos distintos –historia, misterio, relato ético– o logran coordinar sus desenlaces simultáneos. Radio ciudad peRdida es una auténtica demostración de audacia literaria». Los AngeLes Times
«Radio ciudad peRdida es un libro de una fuerza extraordinaria [...]. La inagotable inventiva y el sentido del detalle [de Alarcón] son ya inigualables». The guArdiAn
Presentación en Lima: viernes 20 de julio. 7 pm. Auditorio José María Arguedas. Feria del Libro. Centro de Convenciones del Jockey Plaza. De venta en librerías y supermercados.
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relatar esta historia como si fuese una sucesión de matrimonios y descendencias de por lo menos quince generaciones desde que en 1663 Aicuña naciera sin figurar en los mapas. Por ejemplo, quién se casó con quién y cuántos hijos tuvieron, y esos hijos, a su vez, con quiénes se casaron, y después los nietos y los bisnietos, y así, hasta ahora. Es una historia básicamente genealógica, pero no deja de ser también una historia económica, ligada a la propiedad de la tierra. Resulta que el pueblo fue en un principio un terreno de poco valor comprado por el general español Pedro Nicolás de Brizuela para que uno de sus hijos, nacido fuera del matrimonio –ilegítimo, tal como se decía por entonces–, tuviese una propiedad que nadie pudiera quitarle. Hay que ubicarse en la época. Durante la colonia española en América, las tierras sólo podían heredarse a los hijos llamados «legítimos». Sabiendo eso, el general De Brizuela compró la estancia de Aicuña para evadir esas leyes de herencia y escribió en su testamento que lo hacía con el fin de «que este pobre [el hijo ilegítimo], por serlo, goce un pedazo de tierra con el que pueda sustentarse, y si algún hijo mío intentase quitárselo, incurra en mi maldición como quien va contra la voluntad de Dios y de su padre». Aun así, sus otros hijos, los oficiales, que fueron ocho, trataron varias veces de apropiarse de la estancia de su hermano. La última vez que alguien intentó adueñarse de Aicuña fue en 1955. Así que no es inaudito que sus pobladores hayan optado durante más de tres siglos por el aislamiento. Pero el general De Brizuela no sólo habría de dejar una extensión de terreno y un conflicto legal sobre su propiedad a los futuros habitantes de Aicuña, sino también el gen recesivo del albinismo. El doctor Eduardo Castilla descubrió en su estudio genético que dos de los ocho hijos oficiales del general fueron albinos, de modo que es casi seguro que él haya sido el portador genético del hipomelanism. Y aquí la historia se divide en dos. Mientras los descendientes oficiales del general De Brizuela se emparentaban sin problemas con personas de
otros lugares, los primeros pobladores de Aicuña se casaban y tenían hijos con sus vecinos de calle. Dicho de otro modo, dieron inicio a su historia de endogamia, esencialmente porque era la forma más segura de mantener la propiedad del territorio que ocupaban. –Años más tarde –dirá el padre Enrique Martínez en su despacho parroquial–, los que se apellidaban Ormeño debieron crecer a mayor velocidad que los que tenían otros apellidos, y de pronto pareció que todos eran familiares directos, aunque no lo fueran. La explicación de por qué los Ormeño pudieron multiplicarse a mayor velocidad que la gente con otros apellidos es sencilla: el primer Ormeño fue un inmigrante llegado del Perú que tuvo ocho hijos con una mujer cuya única hermana sólo tuvo uno. De nueve niños, entonces, ocho fueron Ormeño, que curiosamente es la misma proporción que se ha mantenido hasta hoy. Ahora, en promedio, de cada diez personas en Aicuña, ocho se apellidan Ormeño. Y aunque no dejan de ser una «familia gigantesca», como la llama Dante Ormeño, donde todos son vecinos y parientes a la vez, el lazo sanguíneo no necesariamente es directo. O como dijo Julián Ormeño, una tarde al salir de la escuela: –Yo a todos los Ormeño los llamo tíos, pero a veces no sé ni qué vienen a ser de mí. Éste es el origen del albinismo en Aicuña, de sus más de tres siglos de aislamiento, y también de esa extraordinaria vocación memorística que parecen tener sus habitantes. Para proteger los derechos de propiedad de sus tierras debieron, primero, volverse una comunidad endogámica, dándoles la espalda a otros pueblos cercanos, descendientes también del general De Brizuela, que no dejaban de ser sospechosos de querer apropiarse de su estancia. Ese comportamiento endogámico elevó a niveles altísimos la probabilidad de que se formaran parejas en las que ambos fuesen portadores del gen y tuvieran un hijo albino (esto es, que la herencia genética de De Brizuela empezara a manifestarse). Y por último, para poder enfrentar colectivamente los juicios de propiedad de las tierras, tuvieron que actualizar permanentemente su árbol genealógico. Era la forma de probar que todos los habitantes del pueblo descendían directamente del hijo ilegítimo del general De Brizuela. El rumor de que el albinismo en Aicuña fue un castigo divino a las costumbres incestuosas de sus habitantes empezó a extenderse en esos mismos pueblos cercanos que ahora difunden la historia de «El Misterioso Pueblo de los Albinos» como un atractivo para turistas. Quizá no haya sido una mera casualidad. Tal vez –aunque nadie quiera hablar de ello– haya sido la manera más mundana de castigar a una estirpe que progresó, aislada y recelosa, a partir de una herencia ilegítima.
ilustraciones de josé luis carranza
32_ DICCIONARIO DE LA LENGUA
una palabra de
iván thays
SUPERMERCADO
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persistencia
traducción de césar ballón.
f. insistencia, firmeza, empeño en la ejecución de algo.
n una reunión, a un grupo de amigos se nos ocurrió preguntarnos cuál era nuestra palabra favorita. En medio de los nenúfares, las libélulas, los nefelíbatas y los juegos anagramáticos, apareció la voz de un amigo lingüista, Ricardo Renwick, dictando su palabra: persistencia. Todos lanzamos una carcajada al pensar en esa palabra, ¿cómo podía gustarle? «Persistencia» era cosa de himnos, de libros de autoayuda, de marchas y lemas estalinistas. ¿Cómo podía competir una palabra tan pedestre contra el resto? Pero la palabra «persistencia» ha persistido en mí a lo largo de estos más de veinte años desde que Ricardo la declaró como su palabra favorita. Y ahora es también la mía. No es difícil saber qué ha pasado para convertirse en algo tan importante: las cosas ahora ya no son tan fáciles como antes, y amenazan con ponerse más duras. He tenido que aguantar pérdidas y también despedidas. He querido tirar todo por la borda. Al final, no he resistido la tentación y lo he hecho varias veces: por la borda. (También yo una vez compré una migala y la solté en la sala). Pero, indefectiblemente, desde el hoyo, he decidido hundir la barreta sobre los restos del naufragio y he vuelto a empezar. La literatura, la vida. Es decir, persistencia. La definición del diccionario resulta insuficiente por concreta: «Acción y efecto de persistir», dice, definiendo luego «persistir» como: «Mantenerse firme o constante en algo / Durar por largo tiempo». Pensar en la persistencia es pensar en el insistir, el no rendirse nunca, el saber que incluso luego de la derrota siempre hay lugar para ponerse de pie e intentarlo de nuevo. Pero lo más bello de
la palabra es que «persistencia», para mí, quizá por contagio fonético, agrega al término «insistir» el término «existencia». ¿Qué cosa es la existencia, la vida misma o el impulso artístico, sino el persistir obstinadamente? Obstinado rigore decía el lema de Leonardo da Vinci. Obstinado rigor.
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e encantaría poder escribir un poema hermoso, un poema honesto, un único poema a lo largo de toda mi vida, donde la palabra «persistencia» y la palabra «existencia» terminen rimando. Y que un profesor de colegio copie el poema en la pizarra y les explique a sus alumnos lo que significa la unión de esas dos palabras en una misma estrofa. «Existir es insistir», les dirá. Y bajo esa simple ley, nada notable, ciertamente, brotará entre los muchachos una nueva palabra unida a «persistencia», como es «perseverancia». Me gustaría ser ese profesor. Persistencia, insistencia, existencia, perseverancia. En este juego de palabras que no pretende una explicación filológica, «persistencia» terminaría traduciéndose como «perseverar en la existencia». Y de ahí arrastro el juego hasta una nueva definición: persistencia significa «perseverar para existir» o, al contrario pero lo mismo al fin y al cabo, «existir para perseverar». Me acomodo con ambas frases, ambas frases me encantan. Sí, cada vez más, mientras más rápido pasan los años, me asombro de cómo la palabra «persistencia» termina siendo mi única guía, la única mano a la que me aferro en mi vida y en mi literatura. Una vez me preguntaron en un cuestionario dominical: «¿A quién le rezas?». Contesté: «Le rezo todos los días al Ángel de la Persistencia». Así es. Aún le rezo.
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las nanas robot una profecía de
charlotte pavard
SUPERMERCADO
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[ ¿ P o d r í a n l a s m á q u i n a s s e r m á s e f i c i e n t e s q u e l o s p a d re s en la crianza de los hijos?]
l ingeniero Pedro Monagas estaba desesperado cuando conoció a su hijo recién nacido en la Maternidad de Barcelona, en 1998. Lo llevó a casa, pero de inmediato tuvo que regresar a la Sala de Urgencias al ver que Alex, el niño, lloraba sin consuelo. ¿Puede haber algo más frustrante para un padre que ver a su hijo llorar sin poder entender lo que le sucede? La pediatra le explicó que al niño no le ocurría nada extraordinario. Sin embargo, Monagas, racionalista declarado, necesitaba una certeza. Cuando volvió a casa, se empeñó en averiguar el motivo del llanto de Alex, y así nació el Proyecto whycry: Monagas, un ingeniero biomédico en busca de soluciones para problemas cotidianos, empezó grabando los sollozos de su bebé, y también los de los hijos de sus amigos. Luego analizó más de ocho mil llantos en guarderías y hospitales, y cotejó la forma de sus ondas sonoras. La pregunta iba en pos de un misterio universal: ¿Por qué lloran los bebés? Guiándose por el sentido común y ciertos criterios científicos, Monagas escuchó los sollozos con paciencia y los catalogó según sus diferencias. «Sabía que una onda sonora determinada [un tipo de llanto de bebé] se podía calmar de una manera. Si se tranquilizaba dándole de comer o de beber, ese llanto significaba hambre». Monagas descartó, agrupó y afinó sus criterios. Descubrió, por ejemplo, que la onda del dolor de barriga es la misma que la de la molestia por tener los pañales sucios. Y así creó una categoría que agrupa el enfado, el malestar e incluso el dolor. Después de haber analizado diversos tipos de ondas sonoras, Monagas definió cinco categorías: hambre, aburrimiento, malestar, sueño y estrés. Luego fabricó una especie de juguete electrónico con forma de cubo, que cabe en una mano y tiene dibujados cinco rostros con expresiones infantiles. Éstos se encienden para indicar lo que le ocurre
al niño. Cuando el gemido del niño es enérgico se enciende la luz que señala hambre. Si se trata de un quejido: aburrimiento. Si es un largo lamento interrumpido por pausas sin respirar: malestar. El aparato integra todas las variables y arroja sus resultado veinte segundos después de que se ha producido el llanto. Se llama whycry y tiene un noventa y cinco por ciento de fiabilidad. ¿Será capaz de suplantar el instinto maternal? ¿La capacidad de adivinar lo que siente el bebé –que enorgullece a cualquier madre– vivirá sus días finales? Si tal instinto existe, ¿aceptarán las madres que una máquina se entrometa en la relación personal con su hijo? El whycry plantea preguntas a la imaginación, pero Pedro Monagas prefiere no especular. Para él, el instinto no existe y recomienda no confundir ese concepto con el de «conocimiento adquirido». «Hay personas que nunca han tenido contacto con adultos y no se les ha desarrollado ningún instinto maternal. Lo que existe es un conocimiento que se va traspasando de madres a hijos: al escuchar de una vecina o madre o abuela que hay que darle el pecho al bebé, las mujeres lo aprenden». Por ahora, el whycry –es decir, la máquina– no entiende mejor que el ser humano. No sustituye al psiquiatra ni a la madre, sino que actúa como «una guía de uso» del bebé. Es una especie de manual de instrucciones. Los bebés siempre lloran por razones específicas, nunca por motivos esotéricos. Al tratar de entenderlos, el whycry puede ser treinta y seis por ciento más fiable que los adultos. Según un estudio sobre la crianza, un niño entendido y atendido de manera adecuada será un veinticinco por ciento más inteligente emocionalmente que otro incomprendido. El sistema nervioso se termina de desarrollar durante los seis primeros meses de vida. Cuantas más sensaciones agradables reciba un bebé, más conexiones neuronales se formarán en su cerebro. El niño incomprendido gasta sus energías inútilmente tratando de comunicarse con adultos que desconocen lo que dice. El whycry es el traductor y está en el mercado desde el 2003. Llegó demasiado pronto, según ha dicho Pedro Monagas, pues él considera que los padres no son capaces de concebir que los artefactos electrónicos les ayuden a entender a sus hijos. Entonces será cuestión de tiempo. Quizá en el futuro las máquinas podrían ser más eficientes que los padres a la hora de atender a los bebés y, si eso ocurre, entonces tendremos que aprender a confiar en esas nanas robot que aún no existen. Todavía no.
36_ CONSULTORIO SEXUAL
un diagnóstico de
silvia sánchez di martino
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confieso que he fingido
entir es una necesidad social. La hipocresía, cuando no es malévola, tiene la función práctica de permitirnos zafar de situaciones incómodas: es el lubricante de las relaciones sociales. Hay que sonreírle a la cajera del banco incompetente y coincidir con el tío Ignacio en cuanto a la pena de muerte porque está viejito y sufre del corazón. La sociedad civilizada requiere fingir para disipar la tensión de circunstancias embarazosas y mantener la armonía colectiva. Esto se aplica al sexo. En estos tiempos de sexualidad plástica, fingir el orgasmo es un recurso legítimo. La que diga que no lo ha hecho es virgen o miente. Fingir es un privilegio exclusivo de las mujeres. Es casi imposible para los hombres. Biológicamente, el orgasmo masculino es una necesidad; el femenino, un lujo. La Naturaleza ha otorgado facilidades anatómicas a los hombres por necesidad. En su infinita sabiduría, nos ha resarcido de la desigualdad con la facilidad para engañar, tal como lo demostró Sally cuando conoció a Harry en la película que inauguró el ahora trillado género de la comedia romántica. Es sabiduría popular que las mujeres son sexualmente más complejas que los hombres. Sorprende que, dadas las estadísticas de insatisfacción sexual entre mujeres heterosexuales1, la mayoría no se haya convertido al lesbianismo o al onanismo asistido por juguetes. No todos los hombres son unos simplones sexuales; hay quienes cultivan su erotismo. Tampoco tienen la culpa de que las cosas sean así. El punto es que no se requiere tanta pericia técnica para hacerlos llegar como para realizar el mismo favor a la mayoría de las mujeres. El pene es un aparato más user-friendly. Sin embargo, la Naturaleza, como buena madre, sabe cómo compensar las diferencias entre sus hijos. El orgasmo masculino es más común y también más mediocre.
La mujer no sólo posee la facultad de llegar con más intensidad, sino de hacerlo innumerables veces, capacidad negada al género que se agota pronto. Así como las personas normales no mienten siempre sino cuando las circunstancias apremian, la mujer no finge siempre ni con todos. Si la pareja de turno se muestra egoísta y grosera, no hay por qué premiar la desidia regalando una actuación, por tímida que sea. La etiqueta se mantiene entre personas educadas, lo que en el caso del sexo ocurre cuando los implicados están abocados a la tarea de satisfacerse mutuamente. Es un juego en el que, idealmente, todos ganan; un juego de egos particularmente delicado donde el decoro es fundamental para no herir. Si una ve que no llegará, pero sabe que la pareja está realizando su mejor esfuerzo, es maldad pura yacer inerte mirando el reloj. Fingir el orgasmo es hacer trampa, una trampa benévola para mantener la ilusión del juego. No nos refiramos –todavía– a los casos de parejas estables, donde la confianza mutua teóricamente permite que se den correctivas y recomendaciones, sino a los encuentros esporádicos. El grado de la actuación está en directa proporción al denuedo demostrado. Es prudente mantener durante la sesión un jadeo staccato que progrese en volumen y ritmo a medida que la cópula se intensifica, gemir y convulsionar –ma non troppo– al menos una vez, preferiblemente cuando se intuya que el orgasmo del otro se acerca. A veces, fingir el orgasmo es el único medio viable para escapar a un atentado sexual perpetrado de buena fe. La apoteosis de la mentira –los aullidos, maullidos, espasmos y arañazos dorsales– se reserva exclusivamente para los seres amados. Cuando se está reventando de amor y dan ganas de llorar, fingir es el medio para no arruinar un paisaje de hermosura carnal. No se está fingiendo, se está acompañando en un sentimiento que trasciende el intercambio de fluidos. Confieso que he fingido. Siempre ha sido por una buena causa. Muchachos, no se engañen: les ha pasado y les seguirá pasando. Si una mujer se toma el trabajo de montar un espectáculo, por tibio que sea, es porque ustedes lo valen. 1 Un indicador son las cartas desesperadas que regularmente aparecen en Cosmopolitan y Vanidades.
38_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA manual para valorar el triunfo moral en el fútbol por
SUPERMERCADO
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fritz berger ch.
[ consejos de un phd en ciencias de la autoayuda ]
estas alturas es dable imaginar que la opinión pública ya debe tener bastante claro que lo importante es ganar. Competir es un feble sucedáneo al que se ven limitados los perdedores. Tomemos el ejemplo del Perú. Como bien es sabido, los indicadores económicos de este país señalan que sus ciudadanos ya no tienen por qué seguir considerándose miembros honorarios de ese lúgubre colectivo. Despídanse los peruanos con un «hasta luego» de sus hermanos latinoamericanos que todavía no reúnen el ímpetu suficiente para el despegue final. Nuevas cumbres reclaman la presencia de su país. ¡Sus alimentos dictan las tendencias gastrointestinales! ¡Los turistas se aglomeran para conocer sus ruinas culturales! ¡Los peruanos se filtran en países ajenos, estableciendo redes clandestinas de remesas y trabajo familiar! El mundo entero está conociendo la inadvertida ambición de conquista global que demuestra el Perú a partir de un ejército de mano de obra barata. El balompié, con su poderosa capacidad de enajenar hasta las mentes más avisadas, es la vitrina ideal para lucir este emprendedor voluntarismo. Pero seamos realistas. Atendamos con lucidez al susurro de la derrota atávica. Ganadores, en el sentido literal de la palabra, no son los peruanos. Dictan los hechos que sus diversos representativos nacionales vinculados al más popular de los deportes aún no superan el reto del biotipo menguante y la inseguridad psicológica. En pocas palabras, cada vez que la selección del Perú compite lo único que gana es experiencia. El indicativo inequívoco de esto es la violenta metamorfosis entre las referencias a una misma persona, el director técnico, que en sólo cuestión de horas pasa de ser El profesor Uribe a Ese negro de mierda. El reto se plantea solo: aprendamos a ganar aun si perdemos. Felizmente, el sentimiento es consustancial a la idiosincrasia del peruano y más de quinientos años de insistencia en este afán hace más fácil que este país ruede dignamente en el abismo de la conmiseración.
Por eso, como los peruanos, abracemos con ahínco el nunca bien ponderado concepto de la victoria imaginaria y hagamos de él el norte que guié nuestras vidas huérfanas de victorias, pero hambrientas de consolación en las laxas aguas del Triunfo Moral. He aquí el cómo. 1. La gitanería del fútbol peruano. Este concepto es la viga maestra, la nave nodriza, el motor inmóvil, la matriz genésica, etcétera, del fracaso reiterado. Su versatilidad lo hace aplicable a casi cualquier quehacer humano impregnado de la característica inconsistencia peruana. Acéptela como credo que apuntala y nutre la endeblez de rendimiento y la escasez de ideas. 2. El árbitro hijo de puta. La culpa ajena es siempre útil paliativo del temor a la responsabilidad propia. Con el agravante de que además hay que ser un impotente consumado para seguir un partido vestido de negro y sin poder tocar la pelota. Un individuo así es perfectamente imputable de despertar la mediocridad ajena. 3. La sonrisa de Mendoza. Leonardo, ese visionario del Renacimiento, ya anticipaba en el siglo XVI el desconcertante mensaje de una sonrisa ambigua. Pero su Gioconda naufraga en lo previsible ante el insalvable vacío cósmico que convoca la sonrisa del jugador peruano Andrés El Cóndor Mendoza luego de errar un gol cantado. Adopte ese misterio gestual. Sonría moderadamente luego de provocar un accidente vehicular o después de un comentario desatinado. Será su llave de entrada dimensional a un mundo donde equivocarse adquiere la categoría de rito privado. 4. Nos faltó tiempo. Lo hipotético es el mejor amigo del perdedor. Todo el maravilloso mundo de lo condicional («si hubiera», «podría», «casi») ofrece una mullida y generosa variedad de consolación ante la debacle. En el mundo del «si es que» no existen derrotados, sino un universo infinito de «casi ganamos». Incorpórese usted a él. 5. Matemáticamente es posible. El viejo adagio del vaso medio lleno se extrapola generosamente hasta la variante «está un 1/8 o un 1/16 lleno». La numerología –esto no califica estrictamente como matemática– es una disciplina maleable y moldeable, presta a fungir de sustento a lo pírrico mediante la cuantificación de la ilusión. 6. Hay que pensar en las nuevas generaciones. Nada más moral que el desprendimiento y la proyección a futuro. Esto visto desde el punto de vista meramente formal. Esta frase encierra en su aparente benevolencia una soberana patada al tablero. Alguien más avisado, al escucharla, sabrá oír entre líneas un cristalino «A mí ya no me jodan». Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe
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Monseñor Rivero –las mesas al aire libre, un televisor de pantalla gigante encendido–, hojeo descuidadamente las páginas sociales del periódico El DEbEr, que abundan en concursos de misses y entrevistas a modelos quinceañeras. Sobre el televisor se ve un banderín con los colores de Santa Cruz. Siempre que visito esta ciudad me llama la atención la ubicua presencia de la bandera de franjas verde, blanca y verde del departamento. Está tanto en discotecas como en centros comerciales y casas de vecinos. De hecho, aquí hay más banderas de Santa
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Cruz flameando al viento que banderas de Bolivia. Sería imposible que ocurriera algo similar en Cochabamba o La Paz; en general, las banderas de los departamentos sólo aparecen en las efemérides locales. Un grupo de jóvenes en jeans y camisetas blancas pasa por la jardinera central de la Monseñor Rivero entonando estribillos festivos de orgullo local. Pertenecen a la UJC (Unión Juvenil Cruceñista), uno de los grupos con mayor presencia en la polí-
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tica local. La UJC tiene un discurso consistente: la defensa de los intereses departamentales ante el avasallamiento de Occidente (La Paz). La UJC es una agrupación muy vinculada al Comité Cívico y a los intereses de la poderosa élite económica de Santa Cruz. En el Occidente la UJC es vista como un «nido de fascistas», niñitos de «familia bien» cuya defensa de las tradiciones y logros de Santa Cruz esconde un desprecio a las mayorías indígenas de Bolivia. En el relato de Occidente, la UJC y la Nación Camba (un grupo mucho más radical) sueñan con la secesión del resto de Bolivia. La tensión entre estos grupos a veces degenera en violencia: a mediados del 2005, integrantes de la UJC atacaron a golpes a varios campesinos que se animaron a protestar en Santa Cruz a favor de una Asamblea Constituyente. Y hace poco, en diciembre del 2006, hubo en el municipio cruceño de San Julián –reducto de inmigrantes collas– un enfrentamiento entre grupos defensores del proyecto autonomista de Santa Cruz y campesinos afines al presidente Evo Morales. El choque terminó con alrededor de cincuenta heridos en ambos bandos. Un par de jóvenes se acerca a un puesto de venta de DVD piratas en la esquina. La vendedora, una mujer de tez cetrina, es una inmigrante del Occidente del país, una colla. Quizás por eso hay preocupación en su rostro. Me levanto y me dirijo al puesto de DVD aparentando un aire casual. Escucho a los jóvenes bromear entre ellos y pedir una rebaja: quieren comprar dos DVD por veinticinco bolivianos (uno cuesta quince). Están interesados en Cars y superman. La vendedora se distiende, sonríe y acepta. En ese encuentro se halla condensada la problemática actual del país: existe una desconfianza instintiva entre cruceños y collas que afecta a cualquier tipo de relación entre estos grupos. Para los jóvenes de la UJC, para muchos cruceños en general, los migrantes campesinos en Santa Cruz son los principales culpables de esa Bolivia atrasada con la que no se identifican. La próspera Santa Cruz, para ellos, es el futuro, y hay cierto temor de que los cambios actuales en el país –con un presidente aymara con un marcado discurso indigenista– afecten a ese futuro.
anta Cruz, enclavada en la región amazónica de un país que suele verse –y al que se lo ve– como «andino», es hoy la
ciudad de Bolivia con más habitantes: va camino al millón y medio; uno de cada cuatro bolivianos vive en el departamento de Santa Cruz (en 1950, allí sólo vivía el nueve por ciento de la población nacional). Este departamento es también el más importante del país en términos económicos. Mientras que en las otras regiones la actividad económica sufre de una suerte de parálisis que ha contribuido a que Bolivia se mantenga entre los países con indicadores de pobreza más altos en América Latina, Santa Cruz sigue creciendo. Un tercio del PIB nacional se genera en Santa Cruz, y es en la tierra cruceña donde se recauda el cuarenta por ciento de los impuestos anuales. Casi la mitad de la inversión extranjera en Bolivia se queda en Santa Cruz (a manera de comparación, a la capital, La Paz, sólo llega el quince por ciento). Este dinamismo económico ha convertido a Santa Cruz en un lugar ideal para emigrar. Si bien la emigración interna es la más importante, no es la única: argentinos, brasileros y uruguayos tienen colonias importantes en el departamento, y han prosperado sobre todo en el negocio agrícola. El clima de Santa Cruz es ideal para el cultivo de soya y de caña de azúcar, y los precios bajos de las tierras hacen que el lugar sea tentador para los extranjeros. Años atrás, fui invitado a una fiesta de la colonia brasilera en Santa Cruz y me sorprendió lo numerosa que era. Cley Lazaroni, una mujer de clase media que a mediados de los noventa se había trasladado a Santa Cruz, me dijo que, bien mirado, no había nada de qué extrañarse: –Vendí mis tierras allá, y con el dinero compré aquí cuatro veces más tierras que las que tenía en Curitiba. El orgullo regional y el desarrollo económico hicieron que, a fines del siglo pasado, se hiciera normal una frase en Bolivia: «Santa Cruz es otro país». Los lugares comunes, esos que a pesar de ser tan poco originales nos revelan algo de cómo se ve la gente a sí misma y cómo vemos a los demás, decían lo siguiente: los cruceños, tan francos y poco reservados, te dicen las verdades en la cara (en el resto del país las verdades suelen decirse de manera algo más retorcida). Los cruceños son generosos; ya en 1831, el célebre viajero francés Alcides D’Orbigny escribía:
«Nadie iguala al espíritu de hospitalidad que anima a unos y otros, a tal punto que el vagabundo que quiere vivir en el ocio es recibido en todas partes meses enteros y considerado como de la casa». Mientras que en el valle y los Andes todo es lamento y obstáculos, Santa Cruz tiene un carnaval muy influido por el de Brasil, que desborda optimismo y alegría. En el mundo andino la escasez es la norma; Santa Cruz, sin embargo, es la tierra de la abundancia. La mayoría de los futbolistas de la selección nacional son cruceños. La Bolivia que circula en la prensa internacional es un país con el récord mundial de golpes de Estado y con continuos bloqueos y protestas en las calles. Y en fin: Santa Cruz funciona, el resto del país no. Como dice la socióloga Claudia Peña, los líderes cívicos cruceños han sido exitosos a la hora de instalar en el imaginario nacional la idea de que Bolivia es la «encarnación del pasado», mientras que Santa Cruz es el futuro. El orgullo regional cruceño se halla acompañado a veces por un rechazo visceral a la Bolivia andina. La cruceña Gabriela Oviedo, miss Bolivia 2004, hizo en el concurso de Miss Universo de ese año, en Quito, algunas declaraciones sintomáticas de ese rechazo: «Desafortunadamente –dijo–, la gente que no conoce mucho sobre Bolivia piensa que todos somos indios. Es La Paz la imagen que refleja eso: gente pobre, de baja estatura y gente india. Yo soy del otro lado del país, del lado este; no es frío, es muy caliente. Nosotros somos altos, somos gente blanca y sabemos inglés». La polémica que se armó en las semanas posteriores a estas declaraciones, los pedidos de renuncia a la corona, hicieron que la miss Bolivia se disculpara. Sin embargo, el daño ya estaba hecho y contribuyó a justificar la desconfianza que tienen muchos bolivianos del Occidente hacia una región a la que consideran mal agradecida. Carlos Galindo, un médico cochabambino que vivió durante una década en Santa Cruz, señala que los cruceños son hospitalarios, pero hasta cierto punto: la integración nunca es total. Los collas pueden triunfar económicamente en Santa Cruz, pero para integrarse socialmente deben vincularse a las logias y fraternidades que reúnen a las familias más tradicionales de la ciudad. –Eso sí –dice Galindo–, Santa Cruz es un muy buen lugar para trabajar. Cuando veía por la tele el caos en La Paz, los bloqueos y las protestas, terminaba justificando a los cruceños. Quién va a querer formar parte de esa Bolivia tan negativa.
lo largo del siglo XX predominó un estereotipo negativo del habitante de Santa Cruz. Para los collas del altiplano y los valles, el camba –el campesino, el habitante rural de Santa Cruz– era un hombre simple, de escasas luces, inculto y además flojo. Hasta los años ochenta, era moneda corriente escuchar que el desarrollo de
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Santa Cruz se debía a la inmigración colla. La migración de profesionales calificados –cochabambinos, paceños, chuquisaqueños– contribuyó al desarrollo de la región, pero es falso que sólo esa migración haya sido responsable del progreso. En cuanto al estereotipo de una Santa Cruz inculta y superficial, es verdad que en el departamento no parece pasar un día sin un concurso de belleza: hay reinas de la Soya y del Carnaval, de Antaño e Infantiles, y las páginas de sociales de los periódicos abundan en modelos (las icónicas Magníficas, constantemente invitadas a desfiles en Buenos Aires, Santiago y Punta del Este, son modelos vistas, de manera literal, como modelos a seguir). Una amiga cruceña que leía a Julio Cortázar con fervor me dijo un día, sin ruborizarse, que estaba ahorrando mil quinientos dólares para inyectarse colágeno en los labios y sacarse un par de costillas y así verse más flaca. La presión social que exalta la belleza de la mujer cruceña contribuye a una excesiva cantidad de gimnasios en la ciudad y desórdenes alimenticios como la anorexia en las adolescentes. Santa Cruz tiene un rostro frívolo, pero no se limita a eso: hoy la ciudad se consolida culturalmente. Hay un festival de cine que poco a poco se abre un espacio entre los más importantes de América Latina; un respetable festival de teatro; una feria del libro que, pese a la piratería que asola al país (los libros de Vargas Llosa y García Márquez, a doce dólares en las librerías, pueden encontrarse a tres o cuatro en cualquier esquina de la ciudad), avanza sin prisas pero sin pausas. Se dice que «nadie lee en Santa Cruz», pero en la ciudad se encuentran La Hoguera y El País, dos de las editoriales más importantes de Bolivia.
Santa Cruz no es sólo diversión y cultura, es también un centro vital para los negocios de la región: la Feria Exposición atrae a industrias de todo el continente y mueve millones de dólares en las dos semanas en las que está abierta. ¿Contradicciones? Los estereotipos se resisten a morir, y por ello hoy coexisten las imágenes de la Santa Cruz de los «cruceños» pujantes y productivos con las de la ciudad de cambas flojos e incultos. Esa coexistencia no cambiará pronto. El regionalismo cruceño contribuyó a que se estigmatizara a sus habitantes como «separatistas». En el Occidente del país se sospecha que los actuales movimientos autonomistas impulsados por Santa Cruz son tan sólo el inicio de un intento de secesión: se cree que, en el fondo, los cruceños sienten que les iría mejor sin Bolivia. Sin embargo, autonomía no es lo mismo que secesión. Hay, es cierto, agrupaciones de la derecha radical que reivindican a un Oriente boliviano separado del Occidente (la Nación Camba, sectores de la Unión Juvenil Cruceñista), pero éstas son minoritarias. Como dice Carlos Valverde, conocido comentarista de la televisión, los cruceños se sienten «bolivianos porque les da la gana». En un restaurante cerca de la Manzana Uno –una de las principales galerías de arte del país–, el historiador Alcides Parejas Moreno me dice que no hay que subestimar como «pavada» el impulso separatista. Desde la llegada al poder de Evo Morales –primer indígena presidente de Bolivia–, y de su partido etnopopulista MAS, los cruceños se han sentido excluidos de la toma de decisiones importantes. Pese a su poder económico y a su peso específico, Santa Cruz sólo contribuye con un ministro al gabinete de Morales. Cuando menciono que esto no es una novedad sino una constante histórica (de los sesenta y cinco presidentes de Bolivia, sólo tres han nacido en Santa Cruz), Parejas Moreno señala que, en los últimos veinte años, se había convertido en una tradición de los gobiernos democráticos elegir entre cruceños a todos los ministros del área de toma de decisiones económicas. «Hasta eso se ha perdido», dice Parejas Moreno. Lo cierto es que antes de Evo Morales los cruceños se enorgullecían de estar alejados de la política; eso les permitía concentrarse en lo importante, decían, en el desarrollo económico. Ahora, lo que más duele quizás sea la forma explícita en que Morales
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los ha excluido de la toma de decisiones. Es como si antes los cruceños hubieran estado apartados de la política nacional por decisión propia, mientras que ahora lo están por decisión de un líder aymara que representa a ese Occidente profundo con el que están enfrentados. En palabras de Parejas Moreno, la «aymarización» del país, el uso desde el poder de un discurso antagónico que constantemente hace referencias a un «nosotros» –el pueblo boliviano– en lucha contra un «ellos» –la «oligarquía latifundista» cruceña–, ha ayudado a polarizar aun más a los distintos sectores de una sociedad muy fragmentada. El poder desconfía de Santa Cruz, y Santa Cruz del poder. La desconfianza profunda ha creado una atmósfera envenenada que hace que viejos resentimientos salgan a la superficie. En diciembre del 2006, un cabildo en defensa de la autonomía convocó a cerca de un millón de personas en los alrededores del Cristo Redentor, a escasos minutos del centro de la ciudad. Si bien las proclamas mayoritarias se concentraban en el apoyo a la autonomía, en varios grupos de jóvenes se podían escuchar estribillos a favor de la independencia de Santa Cruz. En el carnaval del 2007 en Santa Cruz, la comparsa coronadora de la reina, los Pichiroses, sugirió prohibir que los grupos folclóricos de Occidente participen en el desfile, bajo el argumento de que estos grupos desvirtuaban la esencia del carnaval cruceño
como una expresión cultural de la región. En el municipio de Montero en Santa Cruz, un mural del destacado pintor cruceño Lorgio Vaca, cuyo tema era la integración nacional, fue prohibido por el concejo municipal pues incluía a la bandera aymara (wiphala). Ante los aplausos de una multitud, un hombre destrozó la wiphala con un cincel. ¿Más datos? El poderoso Comité Cívico Pro-Santa Cruz eligió, en febrero del 2007, al empresario Branko Marinkovic como a su nuevo presidente. José Pomacusi, jefe de prensa de la cadena de televisión Unitel, señala que esa elección ha sido un error que tensará aún más las relaciones entre el gobierno y Santa Cruz. –Los símbolos son importantes –dice Pomacusi–, y en momentos en que tenemos un presidente aymara no es bueno que el principal representante cívico de Santa Cruz tenga un apellido croata. Pregunto: ¿A eso hemos llegado? Los apellidos de algunos amigos de mi infancia, hijos de inmigrantes croatas, alemanes y franceses, eran Satt, Tadic, Bessé, Eterovic. –Sí –asiente Pomacusi–, el gobierno de Evo ha hecho que en Bolivia hoy sea políticamente incorrecto tener uno de esos apellidos. En la batalla de los símbolos, en un país con la mayoría de gente apellidada Rojas y Morales y Mamani, el gobierno lleva las de ganar, pero Santa Cruz no está dispuesta a rendirse sin pelear. Si se ha acusado a Santa Cruz de estar dominada por una oligarquía extranjerizante, Santa Cruz decide elegir como su líder cívico principal a uno de los más notorios representantes de esa oligarquía, un poderoso empresario con un apellido extranjerizante.
no de los principales dirigentes del partido de gobierno, el MAS, en Santa Cruz, es Osvaldo Chato Peredo. Chato, nacido en 1941, es hermano de los legendarios Coco e Inti, miembros de la guerrilla del Che. Coco murió unos días antes que el Che; Inti escapó vivo, pero poco después volvió a organizar la guerrilla y murió en 1969. Chato participó en la guerrilla en 1970; fue arrestado, y luego un presidente de izquierda le otorgó la libertad. Chato es médico. Lo visito en su consultorio, entre los anillos tercero y cuarto de la ciudad. El nombre de la clínica en la que trabaja es «Pre-Vida». No entiendo muy bien a qué se refiere el nombre. En su despacho hay más libros con las obras completas de Lenin que textos de consulta médica. Hay un cómodo sillón en el que me siento, y una cama en la que imagino a Chato haciendo siesta de vez en cuando. A la entrada hay un afiche de sus hermanos y el Che, y otro de Simón Bolívar. Chato, como su apelativo lo indica, es pequeño; tiene el rostro curtido por los años, unos ojillos movedizos, un bigote entrecano. Le pregunto si es difícil ser dirigente del MAS en Santa Cruz.
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–Por supuesto –responde–. Han intentado secuestrarme dos veces. Y a mi hijita de ocho años la insultan en el colegio. Pero ella sabe defenderse y les dice que la culpa de todo la tienen los neoliberales. Le pregunto a Chato si no es un error que Evo Morales, a quien le fue tan bien en Santa Cruz en las elecciones pasadas, haya decidido ir tan al choque con Santa Cruz. –Claro que sí –dice, muy dispuesto a la autocrítica–, hemos perdido a la clase media. No sé si hoy sacaríamos en Santa Cruz un veinte por ciento de votos. Chato dice que el MAS sabrá aprender de sus errores, y que lo primero que hará será hacer suya la idea de la autonomía. –Habrá autonomía, pero no como quiere la élite cruceña; habrá autonomía a nivel de las provincias, de los grupos indígenas, de los movimientos sociales. Luego, buen hombre de los setenta, dice que la élite cruceña está controlada por los Estados Unidos, que en realidad el movimiento secesionista en Santa Cruz es obra y gracia del imperialismo yanqui. –A los norteamericanos les interesa un Santa Cruz independiente, para tener una base militar desde la cual operar en el centro del continente americano. Chato es el que coordina a los médicos cubanos que llegaron al país en los últimos meses como muestra del apoyo de Fidel Castro al gobierno de Evo Morales. Hay alrededor de quinientos en Santa Cruz, dice, la mayoría de ellos en las provincias. Le pregunto si eso no es ceder un poco nuestra soberanía; ¿necesitamos en verdad tantos médicos extranjeros? Chato dice que, a diferencia de los médicos bolivianos, los cubanos no cobran nada y están dispuestos a trabajar en los pueblitos más alejados del país. –Los médicos bolivianos son unos comodones, sólo quieren trabajar en la ciudad. Luego dice que eso de la soberanía es un argumento conveniente pero fallido. –La gente y los medios se molestan porque los
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médicos ponen la bandera de Cuba donde trabajan, pero yo les hago recuerdo que todos los planes de ayuda norteamericana, los de USAID, siempre vienen con una bandera de los Estados Unidos. Si recibimos ayuda de los Estados Unidos, ¿por qué entonces no de Cuba? A la salida le pregunto qué tipo de medicina ejerce. Me cuenta que en Cuba había estudiado para ser médico de campaña en las guerrillas, pero que ahora era un médico psiquiatra dedicado a la regresión. A través de la hipnosis y otros métodos, Chato lograba que el paciente «regrese» a momentos trascendentes de su pasado, e incluso antes de su pasado (de ahí el nombre de «Pre-Vida»). Para curar una enfermedad, era fundamental «regresar» al momento del origen de esa enfermedad. Al salir, no vi pacientes en la clínica; sólo un par de políticos que lo esperaban.
n atardecer, acompañado por Maximiliano Barrientos, periodista cultural de El DEbEr –el periódico más importante de Santa Cruz y el más vendido de Bolivia–, fui a conocer la Villa Primero de Mayo, donde se asientan los cruceños que llegan de la provincia y los collas. Me impresionó la forma en que, después del tercer anillo, las avenidas asfaltadas daban paso a calles de tierra llenas de baches, difícilmente transitables. Maxi no conocía esa Santa Cruz. La ciudad seguiría creciendo y habría cada vez más áreas como ésta, a la que no llegarían los servicios públicos, la mano del alcalde o el prefecto. Le pregunté a Maxi cómo era posible que no conociera la Villa Primero de Mayo. Sonrió y me recordó que el taxista no nos había querido llevar a nuestro destino original, el Plan Tres Mil, «porque ya está muy oscuro y no se los aconsejo, hay muchos malvivientes por ahí». ¿Acaso sólo los periodistas de policiales llegaban a esas zonas? Quizás era la forma en que todavía entendíamos la cultura en Bolivia. Cultura era lo que ocurría en el perímetro urbano de la ciudad –las galerías de arte, las librerías, el teatro–. Quizás con Evo Morales la definición de cultura también cambiaría. Fuimos a una calle llena de chicherías. Las chicherías, esos bares y restaurantes de expendio de chicha, una bebida alcohólica producida por la fermentación del maíz, son un símbolo identitario profundo de los migrantes de Occidente, y muchos cruceños las ven como una afrenta a su identidad regional. Cada cierto tiempo se lee en el periódico que la alcaldía ha clausurado una chichería con alguna excusa. El taxi se despidió advirtiéndonos que tuviéramos cuidado. Entramos a la chichería más concurrida. Sobre una tarima un grupo de cinco melenudos tocaba aires orientales con guitarras eléctri-
cas; había más de veinte parejas bailando en una pista amplia. En torno a la pista estaban las mesas donde grupos de hombres y mujeres en jeans y chompas ligeras comían picante de pollo y pique a lo macho, platos tradicionales del valle y el altiplano. Era lunes, pero el lugar estaba repleto de gente. Había algún rostro oriental, pero la gran mayoría era definitivamente colla. Por un momento sentí que me encontraba en La Paz o Cochabamba. En las mesas sólo se veían botellas de cerveza. Le pregunté a una anciana de trenzas largas y pollera, que vendía los tickets para el consumo cerca de la puerta de entrada, si tenían chicha. Nos explicó que la alcaldía sólo permitía el expendio de chicha los fines de semana. Esa ordenanza municipal mostraba que Santa Cruz todavía se resistía a hacer suya la chicha. Nos dijo que volviéramos el fin de semana, que tendría chicha de la buena. Pregunté dónde la preparaban. Se rió como si mi pregunta fuera muy ingenua. –En Cochabamba, dónde más va a ser –dijo–. La única chicha buena es de Cochabamba. Le pregunté si ella era una colla de Cochabamba. Me dijo que era de Cochabamba, pero no era colla sino «valluna». En los libros de cívica de mi infancia así también se nos conocía a los cochabambinos «vallunos», pero con los años y la polarización nos habíamos convertido en collas a secas. Ahora, sin embargo, la palabra colla en Santa Cruz se la usaba como un insulto; por eso, me dije, esa anciana había decidido buscarse una identidad más neutral, menos negativa en Santa Cruz. Los cochabambinos querían ser «vallunos», no collas.
José Pomacusi me contó que se había esforzado en su hogar por enseñar a sus hijos que todos los bolivianos eran iguales, pero que la lucha era cuesta arriba. Un día, su hijita de cinco años llegó del kinder y le dijo, muy seria: «Papi, dicen que los collas van a venir a Santa Cruz a matarnos, ¿es verdad? ¡Yo no quiero a los collas!». Recordé a la hija del Chato Peredo. Los niños bolivianos de hoy estaban aprendiendo rápidamente de política, creciendo en un ambiente de insultos y confrontaciones raciales y regionales. La banda tocó el himno extraoficial de Santa Cruz, el taquirari «Viva Santa Cruz». Toda la gente en la chichería se puso a cantar a voz en cuello. Al final, entre aplausos, el maestro de ceremonias preguntó quiénes eran de Cochabamba. Casi todos levantaron la mano.
n un quiosco de la Villa Primero de Mayo me compré un disco compacto titulado AutonomíA cArAjo. En la portada se veía el escudo de Santa Cruz. Había canciones como «Autonomía para cambiar», «Sí, sí, sí, soy autonomista», «Llegó la autonomía» y «El león despertó». Las letras de las canciones hablaban de una «Bolivia digna» y de «unidad nacional», pero también había menciones a un episodio histórico que con los años ha ido creciendo hasta convertirse en una suerte de leyenda urbana: cuando, en la década del cincuenta, durante la revolución de Paz Estenssoro, el gobierno de MNR envió sus milicias indígenas a Santa Cruz. Hoy se habla con temor de la llegada de esos «quince mil indios» que aterrorizaron Santa Cruz, saqueando las tiendas y violando a sus mujeres, y que en cualquier momento se puede repetir la historia. Esta vez, sin embargo, los cruceños están dispuestos a hacerle frente a los indígenas «avasalladores». El estribillo de una canción es claro al respecto: Con firmeza, coraje y bravura, nos haremos respetar, somos raza de gente valiente, orgullosos de nuestra región. En enero del 2007 hubo choques en Cochabamba entre campesinos cocaleros seguidores de Evo Morales y gente de la clase media,
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con dos muertos como resultado. Peter Lewy, dueĂąo de la librerĂa Lewylibros, me dijo: –La sensaciĂłn aquĂ es que tenemos que seguir el ejemplo de Cochabamba, si vienen no quedarĂĄ otra que salir a las calles a defender nuestra ciudad. Desde que el aymara TĂşpac Catari sitiara la ciudad de La Paz, en 1781, en el imaginario de la capital boliviana se halla instalado firmemente el espectro de la ÂŤguerra de las razasÂť: ese momento en que, despuĂŠs de siglos de opresiĂłn a manos de los blancos, los indĂgenas del paĂs se levantarĂan para reclamar sus derechos y darĂan fin con los blancos. A principios del siglo XXI, ese imaginario de temor y violencia habĂa llegado a Santa Cruz. El disco compacto terminaba con los himnos a Santa Cruz, al ComitĂŠ Pro-Santa Cruz y a la bandera cruceĂąa.
n paseo por la ciudad de Santa Cruz: Equipetrol, el barrio original de la clase acomodada –hoy han proliferado las urbanizaciones alejadas del centro, con seguridad privada y sistemas de vigilancia sofisticados–, al lado de varios hoteles y hoteles de departamentos de cinco estrellas que ofrecen paquetes turĂsticos tentadores para la clase media boliviana; el pobre barrio San Pedro, de asfaltado precario y constantes inunda-
ciones, situado como un lunar horrible en medio de los dos barrios mĂĄs importantes de la clase alta, UrbarĂ y Las Palmas; el rĂo PiraĂ, donde se pueden degustar platos tĂpicos cruceĂąos como el majao de pato con somĂł. El paso del orden al desorden en los anillos: la ciudad, originalmente, tuvo un envidiable plan regulador de crecimiento. A medida que se expandĂa, se creaban avenidas que la recorrĂan entera y la envolvĂan como anillos. Los primeros tres anillos muestran a una ciudad capaz de controlar su desarrollo. Pero ahora Santa Cruz tiene mĂĄs de siete anillos, y el siguiente siempre es mĂĄs desordenado que el anterior. Los migrantes siguen llegando, hay barrios que se crean de la noche a la maĂąana, y las costumbres van cambiando: ahora hay mĂĄs de cien chicherĂas en esos nuevos barrios. El habitante un millĂłn nacido en Santa Cruz era un bebĂŠ cuyos padres eran migrantes aymaras de Oruro. El Oriente se occidentaliza, las diferentes culturas regionales se mezclan, y el ÂŤpuroÂť Santa Cruz de antaĂąo, de tez blanca y costumbres castizas, no existe mĂĄs. O acaso nunca existiĂł y se tratĂł de una construcciĂłn mĂĄs de aquellos que inventan tradiciones para defender una pureza de la que ellos mismo sno estĂĄn seguros si existe.
n el taxi de regreso al aeropuerto, voy por una avenida llena de moteles de parpadeantes luces rojas, faraĂłnicos cabarets de strippers y grandes letreros con propagandas de Mastercard y American Airlines. EstĂĄ claro que el problema que tiene Santa Cruz es que su peso econĂłmico aĂşn no se traduce en peso polĂtico. ÂżPodrĂa cambiar eso? El analista polĂtico MartĂn Rapp me habĂa dicho que el cruceĂąo era un hombre trabajador, un empresario y comerciante por naturaleza, pero que eso era una desventaja a la hora de leer el paĂs. –Como no hay una visiĂłn ideolĂłgica de la realidad nacional, todo es visto de manera coyuntural. En La Paz, en cambio, la universidad estatal es muy politizada y los cuadros administrativos del gobierno del MAS tienen una carga ideolĂłgica muy fuerte. QuizĂĄs las circunstancias obliguen al cambio. Santa Cruz ha producido grandes lĂderes regionales capaces de defender con coraje los intereses del departamento, pero no ha podido, todavĂa, crear lĂderes nacionales que puedan estar a la altura de los desafĂos histĂłricos del presente. Los cruceĂąos se quejan de que con Evo Morales en el poder se estĂĄ produciendo la ÂŤindigenizaciĂłnÂť del paĂs, en desmedro de la diversidad cultural, sobre todo de las culturas del Oriente. Sin embargo, no es suficiente quejarse y abroquelarse en la defensa de la regiĂłn. Lo que es necesario es que ese liderazgo que ha logrado construir la identidad ÂŤcruceĂąaÂť ayude a construir la identidad boliviana.
LOS MILAGROS LOS TRAE EL RÍO ¿Por qué los pobladores de Puerto Berrío, en Colombia, recogen muertos del río Magdalena y los entierran en su cementerio?
fotografías de juan
manuel echavarría
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ay un extraño cementerio en Puerto Berrío, un pueblo húmedo y caluroso a orillas del río Magdalena, el más importante de la húmeda y calurosa Colombia. El cementerio del puerto no tiene nombre, y tampoco lo tiene uno de sus pabellones, el más colorido y alejado de los demás. Es extraño. Cada tumba de ese pabellón tiene dibujadas dos letras: NN. No name. Y la historia que hay detrás de esas inscripciones hacen que este lugar sea único: en cada tumba hay un cuerpo –o parte de un cuerpo– que los pobladores de Puerto Berrío recogieron del río Magdalena. Puerto Berrío, al este del departamento de Antioquia, tiene unos cuarenta mil habitantes. Su cementerio, más de trescientas tumbas NN, que incluso ya empezaron a invadir pabellones ajenos. Porque el río, que recorre el país de sur a norte, sigue trayendo muertos de la guerra entre paramilitares y guerrilleros. En Colombia aún continúa la vieja práctica de arrojar los cuerpos de las víctimas al río. Algunas, luego de ser mutiladas. Y lo que hacen los pobladores de Puerto Berrío es recoger esos cuerpos –o partes de cuerpos–, darles una tumba e iniciar así un insólito ritual de apropiación: los pobladores adoptan sus propios NN, les dicen «escogidos», y les piden favores y milagros. «Por favor, ayúdame a ganar la lotería y cuidaré de tu tumba», o cosas así. Si la persona tiene suerte, indefectiblemente es gracias al muerto, y así la tumba del NN empieza a tener flores, mármol, inscripciones como «gracias NN por el favor recibido». Algunos NN, de pronto, hasta tienen un nombre. Como el que custodia Toño Cadavid, a quien llaman El Bobo del Pueblo. Cadavid fue bendecido con el número premiado de una lotería, y desde entonces escribió en la tumba de su NN: «Sonia Cadavid». La visita todos los días. Cambió el cemento por mármol e incluso le compró a su NN una ventana de vidrio que abre, en cada visita, con una llave que lleva colgada en el cuello. La primera vez que Juan Manuel Echavarría, el autor de estas fotografías, visitó el cementerio de Puerto Berrío, fue en noviembre, justamente el Mes de las Ánimas.
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Se conocieron. Se amaron. Tuvieron un hijo. Se separaron. Ella vive en París. Él, en Lima. ¿Puede el amor heterosexual de dos personas homosexuales resistir a la distancia?
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una crónica de gabriela wiener fotografías de cecilia jurado
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l pensaba que ella
era un chico y ella pensaba que él era una chica. Se habían conocido
en el barrio y comenzaron a verse cada vez más seguido. Una noche, Melvin se quedó a dormir en casa de Amelia. Él dormía y ella no, así que lo despertó: –Oye, tú no eres hombre, ¿no? Amelia entreabrió los ojos. –Tú tampoco eres una mujer. Así que déjame dormir. Melvin la abrazó y se durmieron. Pero en los días siguientes ninguno sabía qué hacer. En la cabeza de Amelia no cabía la posibilidad de estar con un hombre y estar con Melvin, aunque tuvie-
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ra tetas, era como estar con uno. Además ella era lesbiana. Y machona. Y virgen. Nada encajaba. Para Melvin era casi tan complicado. Se consideraba una persona femenina pero también le gustaba jugar el papel de protector. A fin de cuentas, era un hombre. Y sus acorraladas hormonas masculinas le pedían actuar como el marido de esta chica. Iba a buscar a Amelia a las esquinas donde ella solía beber con sus amigos. Iba allí para pelearse con todos los hombres que le faltaban al respeto y la sacaba a empellones.
–Oye, papito, está bien que parezcas hombre pero no eres un hombre. Primero te haces la valiente y soy yo la que termino pagando los platos rotos. Tu marido soy yo. Vamos para la casa, carajo. En la calle, Melvin es la chica de Amelia y ella es su chico, pero en la intimidad, Melvin le dice a Amelia gordita y Amelia le dice cholo a Melvin. Cuando se emborrachan juntos, Melvin suele gritarle: «Tú eres mi mujer. Yo te conocí siendo una niña y te hice mujer». –Por eso no me va a dejar nunca. Si me deja, lo mato.
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e llegado a París esta mañana en un vuelo directo desde Barcelona, con mi teléfono celular muerto y los pechos llenos de leche. Para venir hasta aquí he dejado a mi bebé de tres meses, pero mis tetas no parecen haberse enterado, siguen con su imparable producción de alimento y tengo la sensación de que estallarán de un momento a otro. Me siento tan culpable de haber dejado a mi niña que pienso si a lo mejor este malestar que va creciendo cada minuto no es mi merecido castigo. Lo peor es que no veo a Vanesa por ninguna parte. En el aeropuerto Charles de Gaulle es hora punta y en los altavoces resuenan advertencias de seguridad cada vez más sofisticadas, algo así como que si llevas un bote de champú en la maleta podrías ser acusado de fabricar explosivos líquidos. Se había ofrecido a recogerme del aeropuerto y a hospedarme en su departamento este fin de semana, pero por ahora Vanesa no da señales de vida. La llamo por teléfono y la despierto. Su voz delata una resaca terrible. Una hora después aparece. Vanesa es un travesti. Ella se autodenomina transexual pese a no haberse sometido a un cambio quirúrgico de sexo. La había conocido en el 2002 en la discoteca Kápital, la más grande del populoso distrito limeño de Comas. Por esa época, Vanesa era indudablemente una de las reinas de las noches gay y acaparaba las miradas con su estilizada figura y su cabellera rojiza al estilo de la chica de El quinto ElEmEnto. Poco después, sin embargo, supe que había viajado a Europa siguiendo la estela aspiracional de muchos transgéneros peruanos. No volví a verla. Hasta esta mañana.
A lo lejos, luce igual que en el 2002, pero de cerca algo parece haberse deteriorado o ido para siempre. Está muy delgada y su huesudo rostro de chico casi se pierde entre sus cabellos ensortijados recién lavados y sin secar. No se ha maquillado. Viste unos jeans ajustados, botas blancas y una chompa del mismo color con cuello de cisne. Pese al frío, no lleva abrigo. Para ser travesti exagera poco, intenta verse como una mujer normal. Su talla small se lo permite. Después de reconocernos, caminamos hacia el tren y noto por primera vez cómo las miradas indiscretas de hombres y mujeres siguen ese cuerpo de mujer que habla con potente voz de camionero. –¿No conoces a alguien en España que se quiera casar conmigo? –me pregunta. Vanesa está de ilegal en Europa. Si los tuviera, pagaría varios miles de euros por un matrimonio que le permita obtener la residencia. Bromea con todos los hombres que la miran. Cada vez que ve pasar a uno más o menos atractivo, me dice: «Ahí va mi marido». Persigue a uno gritándole: «No te vayas, soy la mujer de tus sueños». Dice en castellano: «¿Te la chupo?». Los franceses la miran como si les estuviera preguntando la hora.
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a Policía municipal suelta a sus perros y reparte palos y gases lacrimógenos contra los travestis de Lima. Los operativos tienen nombres muy extraños como «Profilaxis 2006». Desalojan los sitios donde trabajan los travestis más pobres, como uno que se hacía llamar «La pampa de las locas». Meten a las chicas en sus camionetas y las llevan a los calabozos, las violan y las vuelven a tirar a la calle a pesar de que el trabajo sexual en el Perú no está penalizado. Cuando están en la calle, llega alguna banda como «Los mojarras», especializada en atacar a putas y travestis, y entonces pueden darse por muertas. Cada cierto tiempo, un travesti aparece salvajemente asesinado en «extrañas circunstancias» dentro de su peluquería o apartamento. Aunque en el Perú la homosexualidad no es ilegal, el matrimonio entre personas del mismo sexo sí lo es, y no existe una ley antidiscriminación, menos
aun una que aluda específicamente a los derechos de los llamados «transgéneros», como la ley de identidad de género española. Si alguien te viera besar en un supermercado a tu novio o novia del mismo sexo, podría llamar a la Policía. En una encuesta sobre exclusión social en el Perú, el colectivo homosexual apareció como uno de los más discriminados en un país atravesado de desigualdades. El setenta y cinco por ciento de los entrevistados contestó que ve «mal» que dos personas del mismo sexo tengan relaciones sexuales. Y un treinta por ciento todavía piensa que la homosexualidad es una enfermedad mental. En medio de ese paisaje represivo, los trans han formado su particular gueto. Tienen hasta lengua propia. Hablan el «hungarito», un extraño dialecto en clave. Vanesa lo habla con sus amigas peruanas en París. Dice que surgió para despistar a la Policía. Los vocablos se logran aumentando las sílabas y anteponiendo las consonantes «s» y «r». Por ejemplo, «Hosorolasara, chisiricosoros» significa «¡Hola chicos!». Como ejercicio, intenten decir en hungarito esta plegaria que una vez le escuché decir a una transexual: «Dios mío, hazme invisible a la Policía».
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l ginecólogo le anunció a Amelia que el suyo era un caso de «ovario infantil». Ella y Melvin no podrían tener hijos. Soñaban tanto con tenerlos que uno les cayó del cielo. Era la bebé de una mujer anónima que iba a abortarla en un consultorio clandestino. Decidieron quedársela, aunque después la dejarían al cuidado de una tía. No había pasado ni un mes desde que encontraran a la niña, cuando Amelia descubrió que estaba embarazada. Habían tardado meses en hacer el amor. Al principio, porque vivían con la madre de Amelia, en su modesta casa, y dormían los tres en la misma cama. Pero una noche la señora no fue a dormir. Amelia se fue al sofá. Melvin le dijo que sólo quería dormir con ella, que no iba a pasar nada, le dio su palabra de hombre. Su palabra de hombre, claro, no valía nada. Una pareja de chicos gays tuvo sexo heterosexual. A Amelia se le olvidó que Melvin era un hombre con cuerpo de mujer. Y por eso le gustó. Un año después nació Valery. Cuando Valery todavía era una bebé, Melvin fingía darle el pecho. Poco después la niña ya le pedía la teta de silicona a su papá. Pero sabía quién era quién. Amelia le pedía que le trajera sus zapatos y ella le alcanzaba las toscas zapatillas de deporte y no los zapatos dorados de tacón alto de Melvin. Si Amelia se ponía un calzón, la pequeña le preguntaba por qué se había puesto la ropa de su papá y le alcanzaba sus calzoncillos boxer. Melvin le decía a Valery que cuando creciera esos tacos serían para ella y Amelia la llevaba a ver los partidos de fútbol del barrio.
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Valery no era como esos niños adoptados por parejas de homosexuales que la Iglesia considera amenazados por no tener una familia como Dios manda. No, ella no tenía dos mamás o dos papás. Tenía un modelo femenino y uno masculino. Tenía un papá y una mamá. Aunque todo lo demás estuviera revuelto.
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n su primera fiesta en Lima después de haberse puesto tetas, Vanesa vio llegar a esas «mariconas» con sus enormes camionetas, joyas y perfumes caros y pensó que ella quería ser así, exactamente como una de esas transexuales que migran a Europa y vuelven a Lima como unas divas del cine italiano. ¿Cómo lo hacen?, les preguntó. Una le dijo que hacía shows; otra, que trabajaba en una discoteca; y alguna, que tenía un marido millonario. Ir a Milán para un transexual peruano es como ir a Harvard para un estudiante de Derecho. Algunos salen del Perú con identidades falsas, sirviéndose de una muy bien montada red para migraciones ilegales, que, según Vanesa, incluye a gente dentro de la propia embajada de Italia en Lima. A Milán se han ido todas sus amigas, más de dos generaciones de chicas que gracias al trabajo sexual han construido verdaderas mansiones para sus familias en los mismos barrios pobres de la periferia de Lima donde se criaron. Por lo general, no se mudan a zonas residenciales, prefieren construir un segundo y hasta tercer pisos, instalan jacuzzis o piscinas, y se compran un automóvil escandaloso. Chicas que algún día fueron hombres y que sólo mediante la prostitución han podido pagarse costosas cirugías para obtener unos portentosos cuerpos femeninos –su fuente de dinero– que incluyen la operación de cambio de sexo por la que pueden pagar hasta doce mil euros en Europa. Sólo enviando esas remesas han podido restituir su imagen ante los que las juzgaron. Felipe Degregori, un cineasta peruano que prepara un documental sobre la discriminación de transexuales en Lima, dice que ante el rechazo y la marginalidad en que viven, migrar a otro país supone demostrar que ellos pueden contribuir con el progreso de la familia, solucionar sus problemas
económicos y de esa manera ganarse el respeto de padres, hermanos, vecinos e incluso de la sociedad. En Italia un transexual puede ganar hasta trescientos o cuatrocientos euros por día. En Lima, con suerte, pueden reunir entre cien y ciento cincuenta soles diarios, unos cuarenta euros. Centavo a centavo, han dejado de ser la vergüenza de la familia para volverse sus principales benefactores.
Mi hija Georgina piensa que el dinero hace la clase y eso no es así. Georgina es un transexual a la que «le han ido bien las cosas». –¡Tiene cien mil euros en el banco! –grita Vanesa. No sólo le ha construido la casa soñada a sus padres en el Perú, también se ha cambiado de sexo. Vanesa la llama «su hija» porque fue ella quien trajo a Georgina a París. Entre las transexuales latinoamericanas funciona un sistema de madrinazgo. Vanesa es la «madre» de Georgina porque quiso pagarle todos los gastos del viaje, alrededor de unos cinco mil euros, que es lo que cuesta sacar el pasaporte, comprar el billete de avión e instalarse en una ciudad de Europa. Se trata de un préstamo, ni más ni menos. Para la «hija», es la visa para un sueño y debe trabajar cada noche para retribuir la confianza de su «madre». Para la «madre», poder pagarle el viaje a una novata es un signo de categoría y, cuantas más hijas ostente, su prestigio en el mundo de las mariconas será mayor. Vanesa tiene dos hijas en París, pero ella también es la hija de alguien. De hecho, a su «madre» le debe su nombre de mujer: Vanesa. Desde el principio, su «madre» le dijo que sólo había una manera de hacerse rica en Milán. La respuesta tenía cuatro letras: p-u-t-a. A Vanesa le fulguraron los ojos bajo sus falsas pestañas. La Vanesa madre, sin embargo, no es puta, es ladrona. Vive en Milán desde los dieciséis años y es una de las grandes amas del negocio en esa ciudad.
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l 14 de enero del 2003 Vanesa salió del aeropuerto Jorge Chávez de Lima vestida de hombre y con el pelo amarrado en una coleta. Tenía una visa de turista por quince días. Debía llegar a Italia vía Francia. Pero nunca llegó a Milán. Cuando el metro la dejó en el centro de París, todo le pareció familiar. Tuvo una fuerte corazonada: quizá podía hacerlo de otra manera. En esta ciudad tan bonita a lo mejor no tenía por qué ser puta. Llamó a la Vanesa de Milán y le dijo que no podía salir de París. Que le amortizaría la deuda desde ahí y se puso a limpiar oficinas. En una de sus primeras noches en la Ciudad Luz, cuando todavía alquilaba una habitación de hotel, una chica peruana la llevó a la
68_ SUDAMÉRICA A lo lejos, en el aeropuerto de París, Vanesa luce igual que en el 2002, pero de cerca algo parece haberse deteriorado para siempre. Está muy delgada y su huesudo rostro de chico casi se pierde entre sus cabellos ensortijados. No se ha maquillado. Viste unos jeans ajustados, botas blancas y una chompa del mismo color con cuello de cisne. Para ser travesti exagera poco, intenta verse como una mujer normal. «¿No conoces a alguien en España que se quiera casar conmigo?», me pregunta
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mejor discoteca de los Champs-Elysées. Se le acercó un hombre mayor. Alain, se llamaba, era asesor financiero en París. El Viejo, como ella lo llama, la llevó a su casa. Es el relato de su leyenda personal en París. Este es su paraíso perdido. Los seis meses con Alain, cuando pudo comprarse zapatos Gucci, cuando fue a Eurodisney, cuando tuvo un automóvil del año, cuando trajo a sus «hijas». En el Perú, a una amiga le puso una peluquería y a otra le operó la nariz. Lo dice así, como si ella hubiera usado el bisturí. No sólo pudo enviar remesas a Lima, también consiguió visitar a sus colegas en Milán. «Debes trabajar muy bien en París», le dijeron al ver su bolso Dior. En su leyenda personal, Vanesa no es puta, es una chica que tiene «amiguitos cariñosos que la ayudan». O al menos eso es lo que quiere que yo crea. –¿Cuántas mujeres se casan por interés? –exclama–. ¿Cuántas mujeres son putas y no se dan cuenta? En sus anécdotas ella es siempre la que cuida el honor de sus padres y hermanos, la que está con hombres millonarios porque le gustan, porque se encariña con ellos, como una hija con un padre mimoso. –Mis amigas me decían: maricón, deja los complejos, trabaja, aprovecha que eres joven, pero yo quería triunfar de otra manera. ¿Por qué habían cambiado sus planes? Se acomoda uno de sus rulos sobre la frente mirándose en una de las ventanas del vagón y dice: –Me enamoré y me cagué.
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armen se dio cuenta de que su hermano era homosexual porque desaparecía la ropa de su armario. En la familia había otro como Melvin. Un tío. Carmen pensó que a lo mejor era algo genético. Tenía tanta vergüenza que cuando se encontraba con Melvin en una fiesta elegía irse.
Un día Melvin salió en un talk show de la televisión contando su vida. Si lo hace para llamar la atención, dijo su padre, debería ir al psicólogo. Y si lo hace por plata debería ponerse a trabajar. Cuando a Melvin lo operaron del apéndice, el médico le dijo a la familia que tenía un exceso de hormonas femeninas. Sus primeras desapariciones fueron coronadas por los primeros golpes de papá. Carmen piensa que sus padres descuidaron a Melvin por los problemas de pareja. Papá se había ido con otra. Carmen, que ve a la hija de Melvin de vez en cuando, dice que encuentra a su sobrina muy afectada. Está preocupada porque Valery crece en un ambiente que considera inadecuado. Habla con jergas y tiene el pelo recortado «como hombrecito», igual que Amelia. En los últimos tiempos la ha visto muy delgadita. Sabe que quien la cría es la madre de Amelia, una señora muy mayor. Amelia hace su vida loca y deja a la niña, dice Carmen. Cuando viene a visitarla, ella intenta darle de comer pero Valery no quiere. –Tiene el estómago reducido. Según Carmen, la niña siempre le pregunta por qué su papá usa tacones y por qué se pinta la boca. Ella le contesta que su papá es payaso y por eso está disfrazado.
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ajamos en la parada de metro Jon Jaures Quartier, a unos pasos del departamento de Vanesa en la avenida Secretoin, al lado de la estación del norte y del canal L’Uurchk. En el barrio de Vanesa vive todo tipo de gente, sobre todo de clase media. Al lado del canal se congrega un grupo de homosexuales por la noche. Vanesa lo cuenta como si ella fuera una vecina chismosa más y esto le pareciera un fenómeno extraño y no parte de su vida, como es en realidad. Me dice que ya veré el departamento, que es pequeño pero que tiene una gran ventaja: no paga nada por él. Lo alquiló sólo con su pasaporte y un día dejó de pagar. Pasaron meses y el dueño le hizo un juicio pero salió perdiendo porque ahora está acusado de lucrar con ilegales. Si Vanesa gana el juicio, hasta podría quedárselo. Tener un departamento propio en París no es poca cosa. Al entrar al lugar, en realidad un estudio de cuarenta metros cuadrados de un solo ambiente, impresiona el olor. ¿Cómo en París puede oler a Lima? En realidad a ciertas casas de Lima, a ciertas horas del día. Es un olor a mezcla de ropa sucia y comida estofada en agua con arroz y ajo. La calefacción está al máximo. Casi hace calor. Siempre
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está encendida. Sobre uno de los radiadores duerme la gata Chinchosa. Una ruidosa pareja de periquitos australianos pelea dentro de su jaula. La decoración es barroca y parece salida directamente del contenedor de basura. Hay una vieja mesa redonda frente a un televisor gigantesco. Un sofá raído. Un cuadro de un hombre en trineo que atraviesa un paisaje nevado. Una cama al fondo y en la pared unas hojas de palma extrañamente colocadas alrededor de un retrato grande de Vanesa, como si fuera una estampa de la virgen. Adornos de perros dálmatas y floreros rellenos de llaves viejas, botones, monedas de un céntimo. Cuelga de clavos en las paredes una serie de accesorios dispares como una estola de plumas o un gorro de Mickey Mouse, en su versión aprendiz de brujo. Sobre la refrigeradora hay fotos de Vanesa posando con otras chicas también transexuales y una foto de un chico con una niña. La pequeña, que en la foto debe tener unos cuatro años, sonríe pícara y con la mano hace el signo que en el Perú se usa para hablar de homosexuales: un aro muy abierto con el índice y el pulgar. Hay una especie de tienda de campaña montada improvisadamente con sábanas que hacen las veces de puerta. Allí dentro está durmiendo Frederic, el marido de Vanesa. No puedo verlo. Sólo puedo escucharlo roncar y tirarse un pedo. Ella contiene la risa. –¡Uy, papi! Cómo duermes, oye. Levántate ya. Es que ayer nos fuimos a una fiesta y regresamos a las seis de la mañana. Empiezo a sentirme incómoda. –A Frederic lo conocí tres días después de que salió de la cárcel –dice Vanesa mientras llena la nevera. Cómo será dormir bajo el mismo techo con dos desconocidos, un ex presidiario y su novia transexual. Frederic, parisino de nacimiento, fue detenido en Roma con varios kilos de cocaína y estuvo cinco años en prisión. Regresaba con su cargamento del Brasil. Según Vanesa, su novia de ese entonces, una prostituta brasileña, lo usó para sacar la droga. Cuando salió libre, lo primero que hizo él fue buscar a unas prostitutas de las que había sido asiduo cliente, que vivían en este mismo piso y que por casuali-
dad eran amigas de Vanesa. Ella no lo atendió pero conversaron hasta el amanecer. –Por eso no me puedo casar con él, pues hija. Si no, ya tendría los papeles. Uy, imagínate si nos casamos. Yo peruana y casada con un ex narco. Me revisarían de pies a cabeza en todos los aeropuertos. Me muestra unas fotos. En una aparece con un chico rubio. –Ése quería casarse conmigo porque pensaba que era mujer. Cuando le contó la verdad fue una conmoción. –Me dijo que creía haber encontrado en mí a la mujer con quien casarse y tener hijos. Yo le dije: hijos tengo. Pero me dejó. Saca otra foto donde aparece ella con Frederic y su familia en un almuerzo campestre. Se ven muy felices. Ellos saben que ella es gay y la aceptan. Frederic, en la foto, es un hombre de casi dos metros de altura, fornido y calvo. –Es un buen chico pero está desmoralizado. Hay días en que no da ni un euro, pero a mí no me interesa el dinero. Frederic era conductor de autobuses hasta que sufrió un accidente. Iba en su carro a doscientos kilómetros por hora. Cuando lo encontraron, tenía la pierna detrás de la cabeza. Ahora lleva clavos y cobra una pensión de trescientos euros mensuales que alcanza para muy poco. –Lo bueno es que limpia, lava la ropa y cocina con cinco euros.
Buenos días. Frederic sale en calzoncillos largos y polo. –Has dormido como un chancho, oye mierda. Las palabrotas son una constante manera de manifestarse cariño. Frederic va a la cocina y desde ahí grita en tono acusador. –Vanesa, ¿y el pollo? –Está aquí afuera. –Pero todavía no lo has hervido. Eso tarda una hora. El hombre de la casa habla una mezcla muy personal de francés, italiano y portugués. Sólo por la raíz latina podemos entendernos en castellano. –Te estoy diciendo mi amor, mi amor, levántate. Te he dejado dormir para que después no estés de mal genio y mira cómo te pones. Ya, vaya usted a cocinar y no joda. Por un segundo no sé quién es el macho de la casa. En todo caso, parece que ambos quieren demostrar que lo son. Empiezo a sentirme la única chica en esta habitación. Empiezo a sentirme muy sola. –Me estresa este hombre, te lo juro –dice Vanesa. Voy a pasar las próximas cuarenta y ocho horas con una pareja al borde de un ataque de nervios o al borde de la lucha libre, así que más
vale que empiece a buscar algo de qué hablar. Para empezar debería dirigirme a esta especie de Obelix. Le pregunto algo que ya sé: cómo la conoció. –Aquí en esta casa cuando… –Ya le conté, cállate. –No eres muy cariñosa, ¿no, Vanesa? No he podido evitar inmiscuirme. –Yo soy muy cariñoso –dice Frederic en castellano–, pero él no. Recordé que ella en francés se pronuncia él (elle). Vanesa es una mujer encerrada en un cuerpo de hombre. Pero según Frederic, es en realidad un chico encerrado en un cuerpo (falso) de mujer.
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uando se veía como un hombre, Melvin, trabajaba como cobrador de autobuses. Al abandonar su carrera de Hotelería y Turismo para transformarse en mujer, su padre dejó de hablarle. Tenía una frase que siempre repetía: «Hijo maricón al cementerio». Por eso lo metió a practicar karate. Un día el padre le preguntó sobre su obsesión por vestirse como mujer. Si quería podía ser gay, pero no había razón para el escándalo. Él tenía en el banco amigos homosexuales que en su casa vivían una vida y en la calle otra. Por su padre, se cortó el pelo llorando. Por su hija viajó a Europa para trabajar de puta.
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iento un fuerte dolor de cabeza y creo que tengo algo de fiebre. Debo entrar sin demora al cuarto de baño y usar el sacaleches para descongestionar mis pechos o corro el riesgo de padecer una infección llamada mastitis. Extraigo varios centímetros cúbicos de leche sobre la bañera de Vanesa utilizando mis manos, porque no me doy abasto con el sacaleches. La naturaleza puede ser muy cruel. Ahora lo daría todo por unas tetas de silicona. Daría lo que sea por liberarme de mi condición femenina durante unas horas. Vanesa, en tanto, se está cambiando de camiseta. Deja a la vista sus tetas casi perfectas y no puedo evitar las comparaciones. La curiosidad me mata y le pregunto si puedo tocarlas.
«En el sentido más caballeroso del término, Marco Avilés se ha hecho de millar y medio de mujeres. Ha oído, seguido y escrito sus historias en gentil prosa que hace justicia a los anhelos confiados. Dudo que ahora pueda desentenderse de ellos. Como tampoco podrá hacerlo el lector, y menos aun las internas mismas, que los urden y viven bajo encierro. Este libro, para los de afuera, será un catálogo de sueños en medio de una pesadilla. Pero para las de adentro será una ventana en la pared. Algo así como si todos los días fueran de visita». Jaime Bedoya
Presentación en Lima: domingo 22 de julio. 7 pm. Auditorio César Vallejo. Feria del Libro. Centro de Convenciones del Jockey Plaza. De venta en librerías y supermercados.
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Ir a Milán para un transexual peruano es como ir a Harvard para un estudiante de Derecho. A Milán se han ido más de dos generaciones de chicas que gracias al trabajo sexual han construido verdaderas mansiones para sus familias en los mismos barrios pobres de la periferia de Lima donde se criaron. Chicas que algún día fueron hombres y que sólo mediante la prostitución han podido pagarse costosas cirugías para obtener portentosos cuerpos femeninos, su fuente de dinero
–¡Claro! –No se siente nada raro… –Son normales, ¿ves? Hasta se juntan. –Hay como algo durito en el fondo pero son bastante blandas, parecen naturales… –Sí, tuve suerte. –No envejecen nunca. Son mejores que las de verdad. –Normalmente caen. –Ah, entonces también caen. –Tengo una amiguita que parece que hubiera tenido cinco perritos y seis gatitos y cuatro chanchitos. Pero las mías no sé por qué no caen. –¿Y cómo haces? –Nada. Dicen que se pueden reventar pero yo me he peleado a golpes y nada. Operaciones de Vanesa: nariz, prótesis de suero salino en los pechos –lo bueno del suero salino o fisiológico es que si alguna vez la prótesis se rompe el cuerpo lo absorbe, me explica– y muchas hormonas; en realidad, pastillas anticonceptivas. También algo de silicona que ella misma se inyectó en las caderas porque la operación era muy costosa. Compró unas agujas en la farmacia y se encerró en una habitación de hotel. Fue llenando cada hueco de su cuerpo masculino con ese líquido grasiento y al instante apareció ahí una redondez femenina. Las tetas, en cambio, se las operó un cirujano peruano por mil doscientos dólares. –Y no terminé de pagarlas. Sólo le di setecientos dólares. Me dijo que le llevara el resto del dinero
cuando fuera a sacarme los puntos. Nunca regresé. Me saqué los puntos con el cortaúñas. Vanesa se gusta. Es un narciso casi insoportable. Supera en vanidad a todas las mujeres que conozco. Habla de su cuerpo y se felicita por su suerte. Gracias a sus huesos finos ha podido diseñarse un cuerpo muy parecido al de una chica de veintitantos años. Nada que ver con esos transexuales de curvaturas groseras. Vanesa se siente una mujer, ésa es su tragedia, pero ni por eso tiene en mente el cambio de sexo. –A una amiguita le han puesto la cabeza del pene como un clítoris. Ella dice que siente como que se viene pero que no eyacula. Y tengo otra amiga que dice que no siente ni cuando mea. Le dice a su marido: «Métemela». Y él: «¡Pero si ya te la metí!». Yo siempre seré un hombre. No puedo suplantar a una mujer aunque me opere. Ya estoy yendo contra Dios siendo como soy, imagínate si me opero. Me gustaría haber nacido mujer pero no pudo ser. Salimos a dar un paseo por el barrio. Nos metemos en una cabina telefónica. Y mientras vemos pasar fuera a toda clase de hombres como por una pantalla de televisión, me dice la verdad: –No me opero porque si no no sale el negocio. Me operaré cuando ya no me funcione.
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n la foto, Amelia tiene unos seis años. Su mamá le ha puesto un vestido blanco y lazos en el pelo largo. Es su bautizo. A los once años, sólo quiere usar pantalones deportivos para ir al colegio. Cuando su madre le pregunta dónde está su falda del uniforme, ella siempre le dice que está lavada. Un día tuvo que aceptar que su hija era como una de esas chicas que parecen hombres. «Chitos», les dicen en Lima. La había criado como una niña. ¿Qué había hecho mal? Le volvió el alma al cuerpo cuando su hija se enamoró de un hombre, aunque éste no se viera exactamente como uno de ellos. Amelia era un nombre injusto para una chica varonil que jugaba fútbol. Por eso se lo cambió a Michael. Le gustaba estar con hombres pero únicamente para entender sus vestimentas, para saber de qué hablaban, para imitarlos. Sólo podía enamorarse de chicas. Hasta que vio a Vanesa.
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uando menciono a Amelia delante de Frederic, él dice: «Ah, la Michael, la mujer de Vanesa». Hace un mes que no saben de ella. Según Vanesa, Amelia ha estado emborrachándose con la plata que ella le mandaba. Me dice que siempre serán una familia, pero que no le gusta nada su actitud.
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Aunque no me lo ha dicho explícitamente, Vanesa trabaja como prostituta en París. Intenta hacerme creer que irá al Bosque de Bolonia sólo por esta noche, para conseguir unos euros. Hace un momento alguien la llamó por teléfono para pedirle «dominación psicológica y física». Tiene un anuncio con su teléfono en una página web, aunque le da pocos resultados. Cuando vienen los clientes a esta casa, puede cobrarles hasta ciento cincuenta euros por tener sexo en la misma cama donde, me informa, voy a dormir esta noche –No es que sea machista pero si yo le doy protección espero que la sepa apreciar. Le pedí que no me fallara y me falló. Cuando se separaron, Vanesa le dijo a Michael que si algún día se acababa el amor siempre tendría su apoyo y ahora, asegura, sigue enviando dinero para su hija. –Supe que se ha ido a vivir con una prostituta. Yo no soy celoso. Me llamó y me lo contó. Yo sólo le he pedido que se cuide. –Quizás se emborrachaba de nostalgia por ti. –¿Sabes cuánto me gastaba en teléfono hablando con ella? Ochocientos euros, que me los pagaba El Viejo. La llamaba desde la una hasta las cinco de la mañana. Le ponía canciones y llorábamos toda la noche.
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sta noche Frederic y Vanesa me llevarán al Bosque. Le Bois de Boulogne es un parque en el límite oeste de París, cerca del suburbio de Boulogne-Billancourt. Tiene un área de casi nueve kilómetros cuadrados, dos veces y media más grande que el Central Park de Nueva York. Durante la Guerra de los Cien años, el bosque fue la guarida de muchos forajidos. Enrique IV plantó quince mil moreras con la esperanza de alumbrar una industria local de la seda. Su repudiada mujer, Margarita de Valois, tuvo ahí su refugio. El lugar fue transformado en un parque por Napoleón III, en 1852. Los parisinos lo llamaban «El Jardín de los Placeres Terrenales», pero, como la pintura de El Bosco, no es ningún paraíso, más bien podría ser un infierno para almas retorcidas. Robert Bresson tiene una película llamada Las damas deL bosque de boLonia. Le Bois albergaba a cerca de mil quinientas trabajadoras sexuales de ambos sexos, pero a fines de los noventa se hizo una «limpieza» y ahora sólo quedan algunas mujeres y varios cientos de travestis, sobre todo inmigrantes de origen latinoamericano sin papeles.
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e siento muy enferma. Debo tener más de treinta y ocho grados de temperatura. La infección es un hecho. Tengo los pechos como dos piedras de río. Vanesa duerme. Luego de comer el estofado de pollo que preparó Frederic hemos tomado un descanso. Cada hora he entrado al baño a sacarme leche, pero no es suficiente. Necesito ir a un hospital para conseguir un sacaleches eléctrico que extraiga grandes cantidades y así aliviar el dolor. Vanesa se niega a acompañarme, se convierte en un niño caprichoso y desconsiderado cuando alguien intenta alejarla de la cama. Les digo que iré al hospital sola pero el marido se ofrece a acompañarme. Vamos caminando a la maternidad. Allí no tienen el bendito sacaleches. Me recomiendan seguir sacándomela con la mano. Al volver al departamento Vanesa me dice, somnolienta, que a Michael también le pasó esto cuando daba de mamar a Valery. Me enseña como apretármelas.
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unque no me lo ha dicho explícitamente, Vanesa trabaja como prostituta. Al principio intenta hacerme creer que irá al Bosque sólo por esta noche, para conseguir unos euros. Hace un momento, además, alguien la llamó por teléfono para pedirle «dominación psicológica y física». Tiene un anuncio con su teléfono en una página web, aunque le da pocos resultados. Cuando vienen los clientes a esta casa, puede cobrarles hasta ciento cincuenta euros por tener sexo en la misma cama donde, me informa, voy a dormir esta noche. Es más sencillo ir al Bosque; allí gana treinta euros por cliente, pero el flujo es constante y a veces los clientes son más que generosos. –Yo hice teatro para niños, yo bailé en cabarets, yo quise demostrar que las travestis en Europa no venimos sólo a putear, pero como se suele decir: no se pudo. Frederic me dice que el francés no es un ser prejuicioso, que cuando ama no le importa que su amor sea hombre o puta o las dos cosas a la vez. Antes de entregarla a manos de todos los viciosos de la ciudad, él le prepara a su chica un delicioso baño de burbujas que ella rechaza de muy mal humor. –Te he dicho mil veces que no le eches espuma. –¿Crees que soy tu esclavo? –¡Ay, muy macho eres! Vanesa se pone un pantalón ajustado y una camiseta corta. El frío es apoteósico esta noche en París y en el Bosque, me dicen, baja hasta cero grados. Vanesa no lleva abrigo.
–Prefiero morir de frío que morir de hambre. Subimos al destartalado coche de Frederic. El marido de Vanesa conoce a fondo el mundo de la prostitución en París. Antes tuvo otras dos parejas prostitutas. Me cuenta que lleva tiempo trabajando como taxista clandestino para las chicas transexuales, aunque por ahora está parado. Las recogía de su casa y les cobraba diez euros por llevarlas a las inmediaciones del Bosque. Noto que el parabrisas del coche está semidestrozado. Concluyo que no escarmienta y sigue conduciendo a velocidades ilegales. En efecto, corre y se pasa todos los semáforos. –Los que van al Bosque quieren saber qué tienes entre las piernas. Con una frase como ésta, Vanesa es capaz de sacarte hasta de una angustia burguesa como el miedo a la muerte y devolverte a la vida. –Algunos piensan que eres mujer, pero cuando descubren que no lo eres les da lo mismo. Es más, se ponen más viciosos. Su fantasía es decirme que es su primera vez y preguntarme si me la pueden tocar. Después están ahí arrodillados. Cada uno con su drama. Vanesa puede ser muy vulgar pero su fantasía es que la traten como una chica delicada. Cada uno con su drama.
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ichael supo que Vanesa se había enamorado de otro y que pensaba quedarse en París. En el hombro todavía tenía tatuada una imagen de ella, de la primera foto que le envió desde Francia. Al principio se sintió sola y para no seguir sufriendo se buscó otra pareja. Ahora vive con ella y con la pequeña Valery. Es una chica de la que dice estar muy enamorada. A veces Valery mira las fotos de Vanesa y dice: «Mi papá es bien bonita». Michael le ha dicho a Valery que su nueva pareja es su mejor amiga y salen a pasear juntas, con los hijos de ella, a los Valery que llama hermanitos. Según Michael, Vanesa no envía dinero para su hija hace más de un año. Ella sabe que ha tenido problemas pero necesita el dinero más que nunca. Trabaja sellando bolsas en el Mercado Central de Lima,
algunas veces de madrugada. Si llega antes de las ocho de la mañana todavía puede llevar a su hija al colegio. Todo ha vuelto a la normalidad: Melvin está con un chico y Amelia está con una chica.
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l Bosque es profundo y tenebroso: el reino de lo natural. Se presta para toda clase de fantasías sexuales al estilo de eL señor de Los aniLLos. Sólo si enfocas bien la vista, podrás ver unas figurillas humanas completamente artificiales, con pelucas, vestidas con abrigos de piel y botas doradas, y no son precisamente elfos. Una vez, un chico le pidió a Vanesa que lo amarrara, llegó la Policía y ella salió corriendo, dejándolo ahí atado. Cierta noche encontraron a una compañera acuchillada y a otra tuvieron que llevarla en estado de coma al hospital. De cómo sales depende de con quién entres. Vanesa se ha propuesto derribar algunos prejuicios esta noche: me dice que en el Bosque los árabes las insultan pero después les gusta que los penetren. Que hay muchos negros que la tienen pequeña. Y que existen transexuales argelinas. Hay que prepararse para lo inesperado. Frederic nos deja en el punto de encuentro de las peruanas. Allí están dos compatriotas en pleno descanso, comiendo comida china que les venden ahí mismo. Una es Tatiana, la otra «hija» europea de Vanesa. Hablan de una «peluquera», ex profesor del jardín de infantes. Tatiana la acogió en su casa y supuestamente se insinuó a su marido, al que por cierto conoció en el Bosque. –Las que recién llegan siempre quieren alcanzar rápidamente lo que a uno le ha costado tiempo y esfuerzo –sostiene Betina, la mayor del grupo. Su actitud desencantada contrasta con el entusiasmo de una joven brasileña que grita desaforada: ¡Soy mujer, soy mujer! –Siempre la confunden con maricona –se burla Vanesa. La pequeña carioca se abre el abrigo contra el viento y desafía el tráfico con sus pechos desnudos y su diminuta tanga. Las luces la iluminan y por un instante ella es el mascarón de proa de este barco a la deriva. Se baja la tanga, entreabre la mata de pelos y nos enseña a todos con orgullo cómo es una mujer natural. Se pasa un dedo y se lo lame como en una película porno. Sin duda, debe de estar bajo los efectos de alguna droga magnífica. Se sabe que en el Bosque algunas chicas se drogan para soportar el frío y las horas de trabajo duro con sus clientes. –Vanesa tiene un bonito cuerpo y como es pequeña puede pasar por una mujer. En cambio, la brasileña es mujer pero se comporta como un travesti. No es necesario ser una mujer para ser femenina. Betina es lapidaria. Veo a Vanesa con toda su fabricada feminidad alejarse hacia los coches que hacen fila para verla. Si se quedara con nosotros no podría
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La pequeña brasileña se abre el abrigo contra el viento y desafía el tráfico con sus pechos desnudos y su diminuta tanga. Las luces la iluminan y por un instante ella es el mascarón de proa de este barco a la deriva. Se baja la tanga y nos enseña a todos con orgullo cómo es una mujer natural. En el Bosque de Bolonia algunas chicas se drogan para soportar el frío y las horas de trabajo duro. «Es mujer pero se comporta como un travesti», dice una de sus compañeras trabajar. Sobre todo porque acaba de volver Frederic con su porte de caficho intimidante. En ese momento, un Peugeot viejo se detiene a nuestro lado. Dentro hay una mujer. Es la hermana de Frederic, que ha heredado temporalmente el negocio del taxi clandestino. Frederic me invita a un tour relámpago por el Bosque, mientras esperamos que Vanesa haga lo suyo. Soy el copiloto de la hermana. Una mujer grande con gafas llamada Florence que usa un poncho de alpaca, regalo de una de las chicas peruanas. Florence pasó una temporada deprimida y llegó a pesar ciento veinte kilos, me explica Frederic. Ahora ha bajado treinta y seis kilos y está intentando salir, ganándose la vida de esta forma. –Hola, Carolina. Saluda a tu marido –le dice Frederic a una morena muy alta que tirita de frío al lado de la autopista. Frederic es amigo de todas. Las llama desde el carro y me va explicando quién es quién. Esto es América Latina, nuestro continente a pequeña escala. Ésta es argentina. Esta otra es colombiana: le enseñó a bailar salsa a varias. La que se está drogando es uruguaya. Ésta es peruana, pero tiene papeles españoles. Aquélla fue a la que encontraron con la cabeza abierta. A ella le dicen la Ñata y cocina un cebiche delicioso. Ésas de las pelucas son transexuales árabes. Allí donde parece haber un embotellamiento están las mujeres del Bosque. Ése que va ahí es el ecuatoriano que vende comida. Y ésa de ahí es Paloma. Era policía en el Perú. Más allá está Shirley, otra peruana que estudió en la universidad y es muy inteligente. Hay quince o veinte personas que viven en Ecuador de lo que esa chica que está parada ahí hace
con su culo cada noche en el Bosque. Y aquélla que viene ahí tiene sida, pero cuida al cliente. Por estar enferma, el gobierno de Francia le da comida, casa, medicamentos y hasta papeles. Me siento invisible con mi metro sesenta y mis medidas sobrias. Lo que está ocurriendo ante mis ojos es «una de esas cosas para hombres». Y no puedo dejar de pensar en cómo sería un mundo sin mujeres. Después de todo, un transexual no es más que la proyección de lo que un hombre cree que es una mujer. Por eso a los hombres heterosexuales les gustan tanto los transexuales. Porque en estos tiempos son lo más parecido que encontrarán a su ideal femenino. Florence nos tiene que dejar. Frederic y yo caminamos buscando a Vanesa que ya lleva más de una hora desaparecida. –Una vida un poco extraña, ¿no crees? –dice Frederic. –¿Extraña? –Una vida de mierda. Frederic es la persona más sensata de este periplo. Y probablemente también la más sensible.
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ace poco en el Bosque a Vanesa la cogió la Policía. Por ser transexual, puta e ilegal. Casi nada. Para que la soltaran, tuvo que decir que era de Cuba y que en su país mataban a los maricones. Al salir de la cárcel llamó al Perú buscando consuelo, pero allá sólo tenían curiosidad por saber cuándo enviaría el dinero. Por eso se cambió de teléfono. Por eso fue difícil dar con ella. Atrás han quedado los días de bonanza en que se travistió de ángel benefactor para sus hermanas mariconas. Ahora está enamorada de ese caficho bonachón e inteligente, de ese white trash «franchute» que le hace baños de espuma y la trata como a un niño malcriado. Vanesa sale por fin del Bosque como un hada magullada. En una hora se ha hecho noventa euros. Diez se le acaban de caer y está enfadada. Antes de llegar a la casa nos detenemos en una tienda y con el dinero de la prostitución compramos pan, jamón, queso, mantequilla, galletas y chocolate. Ellos quieren invitarme. Luego nos guarecemos en su madriguera con la calefacción a tope y comemos juntos, casi felices. Entonces recuerdo que Frederic también tiene a sus hijos lejos, como Vanesa, como yo esta noche. Me lo contó camino a la maternidad. Su madre se los llevó a Brasil y no ha vuelto a verlos. Todos estamos lejos de nuestros hijos ahora. Me pregunto si, acostados en su cama de marido y mujer donde nunca podrán procrear, piensan en ellos. En Valery, por ejemplo. Yo dejo que un poco más de leche se vaya por el desagüe mientras me doy un baño de agua caliente. Es lo que las chicas del Bosque hacen al volver a casa para sentirse mejor. En la cama donde a veces Vanesa se gana la vida, duermo sobre mi abrigo.
mis primeros cincuenta_ juan villoro. los cincuenta estados del imperio gringo_ daniel alarcón. los increíbles cincuenta de un matrimonio_ familia conesa. las (casi) cincuenta mujeres de mi vida_ juan bonilla. cincuenta aforismos para no soñar_ joaquín sabina ilustraciones_ eriván phumpiú
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Después de anunciar que no había vida después de los treinta, Bob Dylan siguió de largo. Su reciente disco Modern TiMes revela que la época puede estar de tu lado si buscas algo más que su corteza. Lo mejor de cumplir 50 es que luego vienen los 51, número irregular que no exige reflexiones
El drama de cumplir
años un texto de juan villoro
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ace veinte años llegué a mi máximo nivel de vejez. Mi ídolo Bob Dylan había dicho: «No confíes en nadie mayor de treinta». Al apagar las treinta velas me vi al espejo: en efecto, no podía confiar en alguien como yo. Me dispuse a seguir vivo como un trámite, pero salí de la depresión al comprobar que los profetas del apocalipsis juvenil (con Dylan a la cabeza) se la pasaban bastante bien. A partir de ese momento, cada año me pareció mejor que el anterior. Con fiera ingenuidad, me sumí en el algo que podría llamar «éxtasis de la experiencia» y que de pronto me llevó a un callejón sin salida donde contemplé mi cara en el espejo de una motocicleta. Esa astillada superficie, hecha para mirar hacia atrás, revelaba que el tiempo había pasado con inclemencia. «Las
cosas están más cerca de lo que aparentan», reza el lema de los espejos retrovisores. En este caso, lo que estaba demasiado cerca era mi edad. Nuestros diez dedos le han dado al sistema decimal un carácter concluyente. «Podemos asir el diez y sus múltiplos», escribí en un libro: «Manos sobre el tiempo: décadas». El 24 de septiembre del 2006 llegué a una dramática cifra decimal (50) y recordé lo que César Aira escribió en su libro CumpLeaños, justo cuando pasó por ese trance: no sabía cómo se producían los eclipses; si ignoraba eso, podía ignorar cualquier cosa. Días después pasé por el mismo estupor. Fui a una cena donde me presentaron a un japonés. La conversación se dirigió a las preguntas que se hacen al conocer a una chica y el japonés dijo: «Yo pregunto su tipo de sangre». ¿Fileteaba a sus novias en sashimi? El asombro de que su corazón latiera con exactitud hematológica, fue relevado por otro: yo ignoraba mi tipo de sangre, como si hubiera
pasado medio siglo al margen de la civilización. En algún momento lo supe, claro está, pero lo olvidé como si fuera el ISBN de un libro. Revisé las demasiadas cosas que desconozco. Esta incapacidad tuvo un curioso efecto tranquilizador: aún tenía mucho que aprender. Luego vi la película La otra mujer, de Woody Allen, que comienza con una fiesta de cincuenta años en la que todos se burlan de la edad pero anticipa la crisis existencial de la protagonista, una filósofa de éxito que no se ha atrevido a confrontar sus emociones. Para concentrarse en su nuevo libro, renta un estudio que la pone en contacto con otra vida: por la rejilla de ventilación escucha lo que se dice en la pieza de al lado, el consultorio de un psicoanalista. Ahí, una mujer joven habla sin trabas de sus emociones. La protagonista decide buscarla para recuperar la frescura de los afectos y le comenta más o menos esto: «Cuando cumplí treinta pensé que el mundo se acabaría, cuando cumplí cuarenta igual. Ahora
cumplí cincuenta y pienso lo mismo. La diferencia es que es cierto». Para alivio de quienes padecemos esa edad, la película evita el derrumbe de la protagonista. Un dicho de la Edad Media dice: «Dios concedió a las mujeres la gracia de ser interiores». La protagonista de Woody Allen expresa las inseguridades que los hombres tendemos a combatir con remedios ajenos a la vida interior: pastillas para el colesterol, una camisa «juvenil», una novia sub-25. Después de anunciar que no había vida después de los treinta, Dylan siguió de largo. Su reciente disco modern times revela que la época puede estar de tu lado si buscas algo más que su corteza. Lo mejor de cumplir 50 es que luego vienen los 51, número irregular que no exige reflexiones. Uno de los «regalos» que recibí en mi onomástico fue la llamada de un mausoleo que me felicitó por calificar para una tumba «plan joven». Me sentí precoz como cadáver y rechacé la oferta. Sin embargo, eso me llevó a un curioso género literario: buscar epitafios. No encontré ninguno mejor que éste, pronunciado por la tía del escritor Jorge Ibargüengoitia: «La vida quiso que fuera desgraciada, pero no me dio la gana».
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Hasta ahora debo de haber visitado treinta de los cincuenta estados. Adonde quiera que uno vaya en los Estados Unidos, no importa cuánto uno se aleje de los centros urbanos, siempre verá allí el resto del mundo. Este país es gigante. Cincuenta estados ridículamente grandes. Un país con esteroides; narcotizado con dosis casi fatales de televisión, golosinas y dinero, y sostenido –apenas– por una esperanza inmensa e imperecedera
Los 50 estados te pertenecen un texto de daniel alarcón michael kohl k.
una traducción de
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n los últimos diez años, he vivido en más de veinte diferentes apartamentos, casas, cuartos de alquiler o sofás prestados en siete ciudades diferentes y seis estados, en todas las regiones de los Estados Unidos. Como muchos estadounidenses, nací en el extranjero. Además, crecí en el Sudeste, llegué a la mayoría de edad en el Noreste, sobreviví a dos inviernos en el Centro Oeste del país, me rompieron el corazón en el Sudoeste y me recuperé en el Noroeste. He vivido tan cerca de la frontera que solía conducir hasta México para cortarme el cabello, y tan lejos de ella como para recibir miradas de desconfianza de tenderos blancos, que me seguían con los ojos por todos sus negocios, temerosos de que pudiera robarles algo. Viví en un rancho apacible de Iowa rodeado de campos de maíz y, dos años después, en un departamento mi-
serable y tugurizado de Oakland, donde cada veinte minutos pasaba el tren, acelerando a toda prisa rumbo a San Francisco, y sacudía hasta sus cimientos la desvencijada casita de dos pisos. Viví en la ciudad de Nueva York en la época en que era posible comprar una bolsa de marihuana en cualquier bodega de Manhattan, y bailé maniáticamente en conciertos de rock celebrados en los campos fangosos y anegados del viejo hipódromo de Birmingham, Alabama. Hay cosas que no se olvidan: el primer día de primavera en Chicago, cuando el invierno afloja y las muchedumbres se desbordan hacia las orillas del lago Michigan para broncearse. O una noche de karaoke en el casino de una reservación indígena a una hora de Tucson, donde las viejas señoras mexicanas juegan al tragamonedas de cinco centavos entre canciones, mientras sostienen un trago en la mano y rezan por la buena suerte. He conducido a través de los Estados Unidos dos ocasiones, una de ellas a través de Oklahoma luego de una gran inundación, con el río desbordado más allá de sus riberas y el agua sucia bordeando la autopista. He jugado un torneo
de fútbol en una base del Ejército en Texas, en el que perdí vergonzosamente y me senté en el pasto reseco, sudando, llorando, con la certeza de que el calor me mataría. He dormido borracho en la banca de un parque en Nueva Orleans, y he salido al amanecer de un club de jazz de Nueva York sólo para descubrir que había nevado mientras estaba dentro. He perdido la cuenta, pero calculo que hasta ahora debo de haber visitado treinta de los cincuenta estados y, excepto por mis primeros tres años en el Perú, la temporada que pasé en África y, más o menos, un año de vuelta en Lima, he vivido en los Estados Unidos toda mi vida. Todo esto es para decir que desconozco por completo este lugar. Adonde quiera que uno vaya en los Estados Unidos, no importa cuánto uno se aleje de los centros urbanos, siempre verá allí el resto del mundo. Este país es gigante. Cincuenta estados ridículamente grandes. Un país con esteroides; una nación multilingüe y multicultural, narcotizada con dosis casi fatales de televisión, golosinas y dinero, y sostenida –apenas– por una esperanza inmensa e imperecedera. Un país que va a la guerra simplemente porque puede hacerlo. Que compra a sus enemigos y los seduce con su prosperidad. No existen mu-
chas naciones tan grandes como para alojar los sueños de tantos; y cada día hay menos gente en este planeta que no esté conectada de alguna manera u otra, para bien o para mal, a este gigante del norte. Sea debido a Hollywood, o a la atracción de la inmigración, o a la presencia de los soldados estadounidenses en territorios extranjeros, o simplemente al comercio de las transnacionales: hay una imagen de estos cincuenta estados grabada en la imaginación del mundo. Mientras más viajo, esto se vuelve más claro: conoces a un jordano que tiene una prima en Los Ángeles, o a un uruguayo que estudió en Ohio, o al nieto de un ganadero vasco en Nevada. En todos los continentes, en todos los idiomas, las personas hablan sobre la política estadounidense como si ésta afectara sus vidas. Y tienen razón: las afecta. Estos cincuenta estados pueden estar habitados por estadounidenses, pero son la propiedad espiritual y emocional del mundo entero. Hace unos años, yo vivía en Arizona cuando descubrí un restaurante de comida tailandesa alojado en un viejo local de parrilladas del sudoeste. En su interior, una pared estaba decorada con una inmensa pintura del Gran Cañón, pero con un matiz especial. La familia tailandesa que administraba el local le había añadido su toque particular: templos budistas y dramáticos dragones enroscados en medio del austero y desértico paisaje. Me tomó casi todo el tiempo que pasé allí comiendo darme cuenta de lo que habían hecho y, cuando lo hice, estuve muy cerca de llorar. Sorprendente, hermoso. Así el mundo reclama su territorio, parte por parte, un paisaje, un panorama, un estado a la vez.
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Más de
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aforismos
23. Moriré sin descendencia como murió mi padre. 24. La razón, la belleza y la bondad no son sinónimos.
[para no soñar]
25. Muera la muerte. 26. Mañana será otra noche. 27. Qué desconsuelo que el ascensor no llegue al séptimo cielo.
por joaquín sabina
28. Era tan sensato que estaba cuerdo de atar. 29. ¿Nostalgia? Del futuro. Para Pedro y Eida
30. Puede que sí, pero no empujen. 31. Entre los inmorales y los moralistas me quedo con los amorales. 32. Embisto a oleadas y con la cara alta, como los toros mansos.
Siempre pensé que los aforismos eran píldoras de sabiduría barata al alcance de cualquier idiota. Estos también. Pequé, no me arrepiento.
33. Ciertos árboles caídos venden su leña carísima y por capítulos. 34. Llevaba la falda tan corta que se le veían mis pensamientos. 35. ¿Alfredo Bryce? Discutámoslo, pero de rodillas y sin sombrero.
1. Menos los de autoayuda, todos los libros son de autoayuda.
36. Bailar es soñar con los pies.
2. No se trata de no querer venderse sino de no saber. (Aunque doblen la oferta).
37. La mejor vacuna, aunque tome su tiempo, es el olvido.
3. No hago otra cosa que pensar en mí y no se me ocurre nada. (Serratiana).
38. La poesía está en todas partes, incluso en algunos versos.
4. No se canta con la voz, el canto es el alimento del hambre del corazón.
39. Antes nos contábamos la penúltima conquista, ahora lo último que nos ha prohibido el médico.
5. Si todos los partidos sostienen que han ganado las elecciones, ¿quiénes hemos perdido?
40. Las verdades son impías ¿y las mentiras piadosas? Las corbatas de la buena educación.
6. Era un escritor tan exquisito que sólo publicaba primeras ediciones.
41. Lo más duro es curarse de lo que cura.
7. Lo que tiene remedio algunas veces es irremediable.
42. Hay quien predica la igualdad por el procedimiento de cortarles la cabeza a los más altos.
8. ¿Siempre? Pasemos a la siguiente pregunta.
43. ¿Qué importa parecerlo? Hay que serlo (aunque no lo parezca).
9. Todavía tengo un alma (en oferta) que perder. Anímese, Mefisto.
44. Definitivamente envejezco sin madurar.
10. La ocurrencia es a la idea lo que a la joya la bisutería.
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11. Que me devuelvan lo bailao.
45. La vida me ha tratado demasiado bien. Pero soy un desagradecido. Libreta del autor
46. Desengáñese usted, cuando se es joven se es joven para siempre. (Oído a Picasso).
12. La tragedia es la apoteosis de la vanidad.
47. En el gimnasio la gente corre y corre para ir a ningún sitio.
13. El abismo es excitante si no caes en la rutina.
48. Cuando me daba por soñar nunca dormía, ahora que duermo a pierna suelta ya no sueño.
14. Contra la patria chica mundo grande.
49. ¿Cara o cruz? Canto.
15. Dijo que rotundamente no, quiso decir que depende.
50. ¿Culpable o inocente? Anarcotraficante sin remedio.
16. Hay amores eternos que duran lo que dura un corto invierno.
51. Un pesado es ése que encuentras en la calle, le preguntas ¿cómo estás? y te lo cuenta.
17. Le sobraban razones, le faltaba razón.
52. Al lector: ¿Hay alguien ahí?
18. Recoge las palabras de la calle y báñalas en oro.
53. La felicidad no da la felicidad.
19. Exígete a ti mismo demasiado y a los demás lo mínimo.
54. ¿Muertos? Ni de risa.
20. Lo bello no es ni caro ni barato, es singular y escaso.
55. Acabar con la religión va a costarnos dios y ayuda. (Oído por ahí).
21. El sabio se hace el tonto porque sabe.
56. Yo me debo a mi púbico.
22. Una vez tuvo una idea y se creyó que era suya.
57. Las páginas de Borges están llenas de citas a ciegas.
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50 de un matrimonio
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fotografías de xavier y oriol conesa, y ana cecilia gonzáles-vigil
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edio siglo de matrimonio después, en Menorca, una isla en el Mediterráneo español, los esposos Francisco Conesa y María Fàbregues planificaron sus Bodas de Oro con mucho esmero. Cuidaron que cada detalle fuera idéntico al de su matrimonio original: desde las canciones que acompañaron la misa hasta el menú del banquete de la fiesta. Pero, a pesar de su dedicación, hubo una diferencia insalvable que quizá nadie más que
ellos notó cuando llegó ese 4 de junio del 2006, el día de su aniversario número cincuenta. La boda original, cuando Conesa y Fàbregues aún bordeaban las dos décadas de edad, había estado repleta de personas mucho mayores que ellos: sus padres, abuelos, tíos y también amigos de la familia. Medio siglo después, en sus Bodas de Oro, muchos de aquellos invitados ya no estaban más. En su lugar abundaban los jóvenes y los niños: hijos, nietos, nueras, yernos. La familia, después de todo, también puede ser lo que sucede entre el día de matrimonio y las Bodas de Oro.
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Oh, todo es carne y deseo al mirar atrás, y no creo que haga trampas la memoria alineando a todas aquellas mujeres de ficción, junto a las que podría colocar a Azurmendi, la más alta de mi clase, en clase de gimnasia, el vello incipiente en sus axilas (la vi años después, la misma sonrisa de niña mala). Así que contad, entre titulares y suplentes, quince mujeres más
Las (casi) 50 mujeres de mi vida un texto de juan bonilla
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a primera, Debra Paget, bailando tan sensual en La tumba india, de Fritz Lang, después de quitarse su bata azul con motivos blancos, ante una serpiente a la que deja hipnotizada, ante una diosa voluptuosa de piedra y una gradería de monjes budistas a los que se les despierta la kundalini viendo las carnes tensas de la alemana. Tendría yo unos diez o doce años, era un cine de verano, y quedé hipnotizado por aquella danza. Otras carnes tensas del cine de verano y de aquellos años: la argentina Analía Gadé mirándose al espejo en eL monumento, la Raquel Welch de HaCe un miLLón de años, la Sofía Loren de amor, pan y CeLos –quitándose las medias ante un atónito Mastroianni– y
Las esCLavas de Cartago, péplum malo en el que, entre bíceps de gladiadores, asomaban bajo las túnicas muslos limpios de muchachas con las que el Imperio romano iba a comerciar. Pero no todo era erotismo: también los ojos grandes de Joan Crawford en LLuvia o en grand HoteL, donde hacía de hermosa secretaria. También la guitarra de Audrey Hepburn en su ventana. Al cine siguió la televisión: anuncios de medias, una mujer desnuda y rubia montando un caballo blanco por la playa en el anuncio de un brandy, cantantes francesas –me acuerdo de una llamada Lya– que aparecían en programas nocturnos. Y luego llegó a España el destape, actrices malas de pechos generosos y figuras dibujadas por Milo Manara disputaron la atención del niño que yo era a los futbolistas de los cromos: la campeona era desde luego Agatha Lys.
Oh, todo es carne y deseo al mirar atrás, y no creo que haga trampas la memoria alineando a todas aquellas mujeres de ficción –el cine y la televisión siempre son ficción–, junto a las que podría colocar a Azurmendi, la más alta de mi clase, en clase de gimnasia, el vello incipiente en sus axilas (la vi años después en un autobús, anafrodisiaca con el paso del tiempo pero la misma sonrisa de niña mala). Momento cumbre de mi infancia, del fin de mi infancia –«me parece que aquel día empezaste a ser mayor», canta Radio Futura– fue la tarde en que acudí al Polideportivo a ver un partido de voleibol entre las selecciones femeninas de Brasil y Cuba: no todas inyectaban deseo, pero sí el noventa por ciento de aquellas mujeres estilizadas, gigantescas, cubiertas de sol antiguo –así que contad, entre titulares y suplentes, quince más–.
Por el lado intelectual habrá que hacer elecciones también, pero no tendrán que ver con la infancia. Me gustaría entrevistar a Wislawa Szwinsworska, la poeta polaca, a la que pondría en un grupo de poetas que me depararon grandes momentos: Sylvia Plath, Mina Loy, Loorrie Moore (da igual que escriba cuentos), Djuna Barnes. Pero si tengo que quedarme con una, me quedo con la más venenosa de todas: Dorothy Parker, autora de un poemita maravilloso titulado «En resumen», que, después de repasar los defectos de cada método de suicidio (el río está mojado, las cuchillas en las venas duelen, el gas apesta), termina con esta sonrisa espléndida: «Quizás mejor vivir, ¿no?». Pues sí, quizás mejor vivir, y seguir haciendo listas, listas de libros imprescindibles, de ciudades a las que nos apetece ir, de mujeres: listas que cambiaríamos en cada momento para señalar que seguimos vivos. Contad si son cincuenta –teniendo en cuenta que eran muchas las Esclavas de Cartago– y está hecho. Y si falta alguna, ponedla de vuestra cosecha, que seguro que a mí me parecerá bien.
88_ 89 UN BRINDIS PARA ALFREDO BRYCE Andan chismorreando vecindonas. Aquí va mi homenaje.
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coplas de joaquín sabina Puntos y comas, verbena del idioma, buzón del aire, balas de goma,
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renglones con aroma
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LA CHICA PAZOS
a sillón Voltaire. Luna de día, lágrimas de alegría sin telarañas, chabulerías,
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Inés del alma mía, Martín Romaña. Pluma traviesa, amígdalas inglesas, lengua con peros, vino de mesa, tu Tarzán es mi César sin aguacero. Tuya es mi casa, cholita satanasa tan patuquita,
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hielo que abrasa, lagrimón que se casa con doña Anita. Habana loca, Cádiz en carnavales, barrio latino, Lima que enroca los puntos cardinales de mi destino. ilustración de sheila alvarado con fotografías de jimena coronado
Lope, Quevedo y el manco de Lepanto, no se me piquen, curen de espanto con el canto de Alfredo Bryce Echenique.
Bar del Country. Mayo, 2006
osas como aquélla nos ocurren a todos en esta vida, me imagino, aunque sólo hasta cierta edad, eso sí, y por ello es que me cuesta tanto trabajo creer que muchísimos años más tarde, llegado ya a mi alta edad, como elegantemente suele decirse, nos veamos envueltos todavía en tan juveniles acontecimientos de amor eterno, sí, de amor eterno, nada más y nada menos, para ir de frente al grano, precisando eso sí que se trata de acontecimientos sumamente bellos y conmovedores, aunque finalmente tristísimos. No, yo no logro creérmelo, ya, y hasta me niego a aceptar que a mis casi setenta tacos todavía podamos vernos envueltos en situaciones así de inesperadas,
tan increíblemente hermosas y tan sumamente sorprendentes, por bien, por mal, o por requetemal que nos acaben saliendo. Aunque también, por qué no, al borde de mis setenta años de gravedad, por no decir una vez más, de soledad, que hasta trillado nos suena ya, con eso de los cien años del escritor colombiano, pues sí, al borde de mis setenta, créanme por favor ustedes que una historia de amor juvenil que nos sale incluso pésimo, tiene su sabor a gloria, y tiene además su sabor a triunfo, pruébelo usted y verá si no me da la razón. Aunque por supuesto que yo a ustedes, si es que andan acercándose ya peligrosamente a los setenta, antes que nada les deseo de todo corazón un final feliz.
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Estas cosas que les cuento nos ocurren, qué duda cabe, hasta los treinta años de edad, admitamos, pero bueno, estoy dispuesto a admitir también que hasta los cuarenta, o, máximo, eso sí, hasta los alrededores de los cincuenta, aunque claro que en este caso ya sólo nos ocurren cuando se arrastra hasta la muerte un carácter tan sumamente especial como el mío. Sin embargo, tal vez sea más apropiado decir sensibilidad, en vez de carácter, sobre cuando se arrastra hasta la muerte una manera de vivir las cosas tan extraña como la mía, según decían y hasta hoy afirman ellos, o sea los que entonces formaron parte de la inseparable patota de mi barrio, y que aún el día de hoy me siguen tomando por un tronadito, aunque no por un loco de atar, de esto sí que estoy archiconvencido, ya que hay entre ellos unos viejos amigotes que aún veo, muy de tarde en tarde, es verdad, pero que saben del asunto y lo toman con bastante cariño y respeto, a pesar de que risa sí que les causa tanta chifladura mía de aquel entonces y de hoy, chifladura, sí, que es como ellos la califican. Y es que de sesentón avanzado sí que es imposible que nos ocurran nunca más en la vida cosas como éstas. No, de ninguna manera nos pueden ocurrir cosas así, ya, cosas tan extravagantemente adolescentes, por decirlo de alguna manera. Y fíjense ustedes que yo mismo estoy del todo convencido de ello, súper convencido de que cosas como éstas sencillamente sí que es imposible que nos ocurran a edades tan avanzadas como la mía. Sesentón ya, y acercándome peligrosamente a los setenta, además, yo creo que uno por nada de este mundo se anda todavía con estos cuentos de hadas, ni existe o persiste aún recuerdo alguno de adolescencia que nos haga estar, por ejemplo, en la cuadra treinta de una muy larga y florida avenida de antaño, hoy ya bastante venida a menos, la verdad, y que tanto recorrimos en la época adolescente en que subíamos al ómnibus, allá en el centro de Lima, yo para llegar nada más que hasta la cuadra veintidós, en que se encuentra hasta hoy la casa de mis padres,
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mientras que ella sí que continuaba hasta la penúltima parada, ya en Orrantia del Mar y casi al final del trayecto de aquella grisácea línea de ómnibus conocida entonces como avenida Abancay-avenida Salaverry-Orrantia del Mar, y hoy desaparecida hace ya unos cinco mil años. Pero creo haber dicho que iría de frente al grano y al grano voy efectivamente cuando les cuento que el otro día volvía del centro de Lima por la avenida Salaverry, o sea la nuestra, entonces, y que en vez de detener mi automóvil en la casa de mis padres, donde sigo viviendo hasta el día de hoy, juácate, me bastó con caer en un verdadero baño de recuerdos de la chica Pazos para seguirme no sólo de largo sino para terminar además tocando el timbre de la que fue su casa, o sea muchísimo más allá de donde vivo, y sin duda alguna poniendo una impresionante cara de imbécil cuando me abrieron la puerta y al instante se me congeló mi delicioso baño, por decirlo de alguna manera. Y, sin embargo, contra todo pronóstico y experiencia, ya que todo esto parece una enorme mentira, pero resulta que es la purita verdad, créanme que todavía le pueden ocurrir a uno cosas como éstas, y ya ni sé si debo agregar que es bendita o maldita la suerte que hace que aún nos sucedan historias como éstas, siendo además a todas luces alta y alarmantemente sesentones. Pero es así, y punto, aunque debo además agregar que lo que uno realmente siente es que le han metido una suerte de tremebundo gancho al mentón, cuando menos se lo piensa, y esto nada más que para empezar, tomen nota. Pero feliz de él, se los aseguro, pues resulta que además de todo este repentino y espectacular gancho al mentón en manera alguna nos hace ver estrellas ni nada de eso. Por supuesto que nos pega el gran sacudón y que nos remueve hasta lo más hondo los conchos y los rechonchos, e incluso resulta capaz de tumbarnos ferozmente por las lonas de la vida, aunque debo agregar, eso sí, que éste es un desplome tan total como feliz –el que me crea que me siga– y que continúa siendo indoloro y gozoso hasta que
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uno regresa a su casa, y, sin ni siquiera dirigirle la palabra a su adorado gato persa, absolutamente solterón, también, corre a completar su tan agradable desplome en una cama de soltero empedernido, pero ya sin queja y sin nostalgia o arrepentimiento alguno, o sea una simple cama individual de solterón, pero de solterón ya más que resignado, insisto, aunque resulta que esta misma cama en que ahora, por primera vez en millones de años, el cielo y la tierra vuelven a ser purita generosidad y absoluta maravilla, recuperada ternura, y nuevamente, nuevamente, sí, nuestro más inmenso amor, y así, en fin,
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a chica Pazos era linda, una adolescente tan linda que, sin exagerar un ápice, apostaríamos que entre todas las patotas de adolescentes que por entonces hubo en Lima, jamás se vio una chica igual de linda que esa flacuchenta «tocada por la gracia divina», palabras éstas que por cierto le pertenecen a Suspiros Dellepiani
uno tras otro cada uno de estos milagros. Y digo milagros, nada menos que milagros que, de golpe y porrazo, nos invaden y nos colman, ahí tirados en la cama, bien tumbadotes y refocilándonos en una resucitada cama que hasta anoche mismo nos fue hostil, si lo pensamos bien, pero que de pronto ya ni siquiera es la cama del solterón que hasta sólo hace algunas horas fui, sino el lugar bendito, el lugar dichoso, el lugar del encuentro definitivo y total con la chica Pazos. Claro que todo esto sucede siglos después de desaparecida para siempre la chica Pazos, pero sucede también en aquel mismísimo instante, compréndanme, por favor, o tengan un poquito de paciencia, pues muy pronto comprenderán cómo todo se dio en un mágico abrir y cerrar de ojos de los que ya no quedan en este mun-
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do tan prosaico, tan incrédulo, tan materialista, pero qué diablos me importan estas ya, si yo ahora vivo bien tumbadote en mi reencarnado catre y su resucitado, su redivivo colchón, palabra que a ustedes les debe sonar de mucha cultura, esto de redivivo, pero que no es más que uno de esos vocablos que uno encuentra al azar en un diccionario cualquiera, y que yo empleo ahora en mi afán de transmitirles aunque sea una pizca más de intensidad a mi historia, porque es de la chica Pazos de quien se trata y la chica Pazos, para mí lo es y lo será siempre todo. Y además yo les juro que el asunto que me traigo entre manos es muy real, sí, pero que a mí me ocurrió como por arte de magia, o como un verdadero milagro, para ser mucho más concreto y preciso. Y así resulta también que la chica Pazos de hace unos cuarenta años, por este arte de magia purito y tan simple, por este milagro, insisto, pero también por aquel súper gancho súper indoloro a un agradecido mentón, a ver si de una vez por todas nos vamos entendiendo, carajo, tiene ahora, nuevamente, unos catorce o quince años y está regresando del colegio Belén, allá en el centro de Lima, en un ómnibus de la línea Orrantia del Mar-avenida Salaverryavenida Abancay, un ómnibus súper lento, hecho para mi felicidad, de puro lento, claro está, y de golpe ahora tan pero tan lento que mientras yo continúe tumbado en esta cama, pues sí, señores, aquel ómnibus que de golpe me ha invadido y me tiene aquí tan bien tumbado, se diría que ya para siempre, jamás llegará al paradero final de Orrantia del Mar en que ahora se baja del ómnibus en cámara lenta, ¡oh infinita bondad y divina maravilla, la chica Pazos! Un dato más, por supuesto, y es que creo que resulta muy útil también para que yo siga tumbadote al máximo, metido ahora cuerpo y alma en este asunto celestial, por más que ya no sea aconsejable para bordeantes setentones como yo, y aquí sí que Dios ni me asiste ni me existe, y me resulta más bien sumamente indiferente,
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pues se trata ahora nada menos que de la inolvidable chica Pazos, que, cuarenta años después, tiene ahora catorce o quince abriles, qué le voy a hacer yo y los tiene desde entonces hasta hoy y desde hoy para siempre jamás. Y en cuanto a mí, por aquellos años cincuenta y sesenta, en cuanto a mí allá por las sagradas décadas aquellas, pues yo me bajo del ómnibus cinco paradas antes que ella, de vuelta también del centro de Lima, de mis primeros años de Letras y Poesía, aunque últimamente me ha dado por seguirme de largo hasta el final del trayecto, o sea un paradero más allá de aquel donde se baja la chica Pazos. Y es que, claro, qué mal quedaría yo ante mí mismo, si, como es común entre los odiosos y creídos y realmente detestables y presumidos conquistadores de chicas que van por las calles de esta vida, yo me bajara detrás de la chica Pazos y la siguiera y le metiera letra, como se dice, aunque yo más bien diría meter purita verborrea y de la peor. Yo odio estas cosas, la verdad, y hace ya mucho tiempo que me di cuenta de ello, y las odio tanto más cuanto más pienso que a la chica Pazos la podría asustar o disgustar un tremendo manganzón que insiste en caminar detrás de sus calladas y encantadoras pisadas, que además no tarda en ponerse a su altura y, tan previsible y acostumbradamente cretino, en comparación a lo linda y entrañablemente frágil que es ella, le mete de golpe su verborrea, la peor de todas, la verborrea más estúpida y vulgar que imaginarse pueda, tal como lo hace un seductor de radioteatro antañón o uno de esos tipejos de callejuela pura, con una mediopelín ricotipo, con una de ésas que quiere, cómo no, su asqueroso plancito. A mí con cuentos, si salta a la vista que el plancito es cojudo y barato y el malvivir de ambos todavía mucho más barato. Pues no, ni hablar, ni hablar de cosas así de horrendas, y por todas las razones de este mundo, además, o sea que chitón boca y sanseacabó. La chica Pazos es exactamente el polo puesto al citado caso del mal
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vivir a dos, y por supuesto que también yo lo soy. Aunque tal vez para mi mal, en mi caso de varón demasiado educado, fíjense ustedes en la tremenda paradoja. Pero eso sí, si hay algo que yo sé en esta vida es que con la chica Pazos se requiere de un proceder muy fino, y por lo tanto absolutamente diferente al del malvivir, y lo sé porque hay cosas que uno ya llegó sabiendo a este mundo, y que si no se saben ya de nacimiento, pues se aprenden desde la mismita cuna. Y ahora, por favor, pónganse ustedes, aunque sea por un instante, en el caso de que este proceder diferente no exista y el resto de mi vida no llegue yo a cruzar palabra con la chica Pazos. Pues miren, siempre nos quedará aquella tan preciosa y delicada muchachita y aquel estudiante de Letras y Poesía que simple y llanamente se estrelló con que no había ninguna otra manera de proceder en este mundo, maravilloso a pesar de todo, claro que sí, y tan sólo porque en él camina deliciosa la chica Pazos, por más que nunca en esta perra vida lleguemos a cruzar ni una sola miserable palabra. Triste de mí. (Anotación al margen). Y la prueba más contundente de cuanto vengo diciendo es que hace mil años derrumbaron el céntrico colegio Belén en que estudiaba mi chica Pazos –perdonen este posesivo mi, que bien podría ser una licencia poética, pero que, aunque todavía me parta el alma decirlo, no es más que un muy vago reflejo de la más grande ilusión de mi vida– y se mudó también para siempre la Universidad de mis Letras y Poesía, pero aquí estoy yo y por ahí debe andar también ella, nada feliz, estoy seguro, porque además a mí me consta que la pobrecita se casó con un tipo común y corriente, uno de esos grandulones de a dos por medio que van por el mundo sin fijarse bien en nada y que ni siquiera disfruta con los ganchos al mentón que te da la vida, un grandulón corrientazo que sin duda alguna sí se bajó en el paradero de la chica Pazos en este mundo y le metió su
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verborrea tan entradoramente que terminó por aturdírmela todita, hasta ir a parar ambos ante el maldito altar de una iglesia que a punto estuvo de costarme la vida. Y tanta y tanta tristeza, además, mientras que, lo juro –y en ello no deben ver ustedes un ápice de ironía, ni mucho menos de burla o de escarnio– mientras que el viaje en el Orrantia del Mar-avenida Salaverry-avenida Abancay continúa cuarenta años después, y por más que esta línea de autobuses no exista ya, siquiera, hace siglos, y deba ser yo el último mortal que la recuerda, aunque lo cierto es que ahora más que nunca yo sigo viajando con la chica Pazos y su uniforme quinceañero, créanme ustedes. Y todo esto, porque, como en una composición escolar, «Había una vez una muchacha demasiado linda y sumamente colegio Belén y ¡vaya que era risueña! Y por ella suspiraba un muchacho al que sus amigos del barrio, con el mayor cariño, eso sí, aunque también con harta razón, llamaban nada menos que Suspiros Dellepiani, pues era muy cierto que nuestro José Manuel había suspirado hondo, demasiado hondo, y como tan increíblemente profundo que casi se atora o ahoga la primera vez que atisbó apenas a la chica Pazos, aunque claro que no era verdad, no, qué va, que hubiese tenido un verdadero ataque de suspiros que duró además tres horas seguidas y lo condujo de cabeza y ya en coma profundo a la clínica Anglo-Norteamericana, como afirmaba cachaciento Mañuco Lombardi, la gran ladilla y pesadilla del barrio, con su manera esa de no tomarse nada en serio en esta vida. Nuestro muchacho se llamaba en realidad José Manuel Dellepiani, pero ya ustedes saben lo que son los adolescentes y ese carácter de José Manuel hace que, ya también sesentones avanzados, los amigos del barrio de antaño hasta el día de hoy no se refieran a él como José Manuel Dellepiani sino como Suspiros, Suspiros Dellepiani, sí». Pero volviendo al centro de Lima y a la desaparecida línea de ómnibus aquella, esto de los paraderos de aquella línea en el comienzo del viaje que llevaba desde
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la avenida Abancay hasta el fondo de la avenida Salaverry y luego hasta Orrantia del Mar, paradero final, sí que era una verdadera Odisea para Suspiros. Y es que la avenida Salaverry era tan pero tan larga que vaya felicidad la de la chica Pazos y su suspirante cuando regresaban cada uno del centro de Lima, ella del colegio Belén y él, de su Facultad de Letras y Poesía. Entonces sí que todo era al revés, claro, porque él subía primero, y tres paraderos antes que ella, pero precisamente en esto consistía el truco para asegurarse Suspiros que la chica Pazos estaba esperando ya en la parada del jirón de la Unión. Y es que él primero se escondía en este paradero del jirón de la Unión, tremendo loco, fíjense ustedes, pero no bien aparecía la chica Pazos en el horizonte era loca la carrera que el muy chiflado emprendía hasta sus tres paradas más allá. Sus razones tenía, por supuesto, para tanta carrera y angustia, y éstas eran nada menos que, debido a aquel ya bastante lejano paradero, el ómnibus pasaba siempre por ahí con varios asientos libres que cederle con felicidad plena a la chica Pazos, porque lo que es ya en la parada de ella, o sea en plena esquina del tan populoso jirón de la Unión, ahí sí que subía al ómnibus una verdadera turba de pasajeros que, además, se abalanzaba sumamente mal educada y hasta violenta sobre los asientos libres, si es que quedaba alguno, aunque la realidad es que el noventa y nueve por ciento de las veces ni de milagro quedaba un asiento vacío en todito el ómnibus. Pero la chica Pazos, por el contrario, sí que se tomaba las cosas con calma chicha, más que nada, claro está, porque confiaba en su buena suerte, que no era otra que la presencia en un asiento del ómnibus de un muchachón sumamente educado pero aún más callado, un muchachón extrañamente sudoroso y muy agitado, además, como si se acabara de pegar un tremendo carrerón por todo el centro de Lima y sus alrededores, y sólo para alcanzar este ómnibus, aunque extrañamente ahí estaba ahora ya de lo más absorto y comodón en su
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asiento, hasta que se lo cedía, claro, en una muy rápida, cortés y sonriente operación, porque verla subir y llamarla para cederle el asiento eran lo que se dice una sola y misma cosa. De más está decir que todo esto se debía en efecto a un loco sprint previo de Suspiros, del cual ella, deliciosa siempre, ni siquiera sospechaba, un sprint rematadamente chiflado y nada menos que entre varios paraderos del endemoniado centro de Lima, o sea esquiva que te esquiva un verdadero zafarrancho de transeúntes que a su vez iba ferozmente a lo suyo, por no decir nada de aquellos cuyo sprint realmente endemoniado es el de los delincuentes con peligrosidad incluso extrema y con navaja, que huyen salvajemente, botín en mano. El tipo del asiento y el sprint era alto y muy flaco, y, más adelante, cuando la chica Pazos por fin lo conoció, resulta que sus amigos lo apodaban nada menos que Suspiros y que ella algo recordó de los tiempos idos del ómnibus y de aquel muchacho que le tenía siempre un asiento libre, un muchacho siempre sonriente, claro que sí, alto, sonriente y feliz como éste, claro que es él, y tan ingrata se sintió que de golpe le vino a su sensibilidad entera que no sólo el muchacho era de lo más sonriente, sino que también el ómnibus mismo sonreía y ya ni se diga del asiento cedido, ¿o debería decir más bien entregado ya de por vida? Y, sin exagerar un ápice, ya que así lo vivían ahora y, de pronto, entonces también, de lo más sonrientes que darse pueda, ella y él, y de lo más a flor de piel y como queriendo arrimarse, aunque sea un poquitito, ella, –¿y recién ahora me doy cuenta, por ser de nacimiento tan bien educado?– contra el pasajero de al lado, o sea mi cededor exclusivo de asientos, para que de una vez por todas estallara el amor, aprovechando, por qué no, también, el contagio del mismísimo asiento feliz, ya que también éste como que jadeaba o suspiraba mucho, y al mismo tiempo les ofrecía su solidaridad y complicidad toda, a mares, realmente a mares, Dios mío, lo bruta que fui de no enterarme entonces absolutamente de nada.
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Y le hizo muchísima gracia a la chica Pazos aquel apodo, aquel Suspiros del calladísimo José Manuel Dellepiani, Suspiros el del Asiento, en lo más hondo de su corazón, el muchacho torpón y entrañable que siempre le cedía su sitio mas nunca jamás le hablaba, a pesar de que ella le sonría con las cejas y hasta con sus mismísimos ojos, aunque claro que debí sonreírle con los labios, que para eso están, pero una en el fondo era una niña, todavía, y además también como que me di cuenta ya demasiado tarde, de golpe, eso sí, y como en una verdadera revelación, de lo tonta y malagradecida que fui siempre con el gran Suspiros, porque todo aquello que, día tras día, y mañana y tarde, hacía él, significaba que le estaba cuidando y protegiendo, mucho más que reservando, un asiento, para que cuando ella subiera al ómnibus y hordas de la peor educación pudieran atropellarla y hasta aplastarla, la fragilísima y linda chica Pazos estuviera siempre absolutamente a salvo, ella que además andaba todavía entre niña y mujer, aunque jamás se imaginarán ustedes de qué manera tan linda y tan entrañable andaba así la chica Pazos. Y seguro también que Suspiros ya estaba súper listo para incorporarse, para brincar y ponerse de pie, ansioso y gozoso, suspirante y chifladísimo, entregado en cuerpo y alma, y hasta glorioso, a la total cesión de su asiento, y tan pero tan adorable, pensaba, sentía, recordaba ahora a medias, la chica Pazos, aunque mil años después, eso sí, y aunque aún lo ignorara todo acerca del procedimiento chiflado puesto en práctica por él, todo acerca de su loca carrera de un paradero a otro, porque entonces sí que, de haberse enterado ella de todito aquello, le habría dicho, seguro que aún con entrecortada voz, seguro con tan sólo un hilito de tímida vocecita, pero eso sí que con uno de esos hilitos que van desde los pies hasta la cabeza y alcanzan además el corazón y el alma, le habría dicho, sí, ése su hilito de profunda emoción y toda su infinita gratitud en otro hilito más, y cómo, de golpe, todos estos hilitos suman y se transforman en profundo cariño, tal
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vez ya incluso en un hilillo de amor, mientras que, claro, él encajaba un tremendo gancho en el mentón, pero uno de esos ganchos que hacen felices a ciertos hombres muy chiflados, y tan especiales, por cierto, que ya casi no los hay así en este mundo, o a lo más existen tan sólo uno o dos por país en el planeta Tierra y funcionan todos por hilitos. Y enterito, todo esto, mientras, colmado, extasiado, chino de felicidad, Suspiros Dellepiani revivía la gloria, el triunfo, la inmensa victoria de cada mañana y
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ace mil años derrumbaron el colegio Belén en que estudiaba mi chica Pazos –perdonen este posesivo «mi», que bien podría ser una licencia poética–, pero aquí estoy yo y por ahí debe andar también ella, nada feliz, estoy seguro, porque además a mí me consta que la pobrecita se casó con uno de esos grandulones de a dos por medio que ni siquiera disfruta con los ganchos al mentón que te da la vida
de cada tarde de su vida universitaria en Lima, entonces, y ahora también en París, por lo de su postgrado y por supuesto que siempre por lo de sus Letras y Poesía. Y recordaba eternamente Suspiros, parisino ya casi de adopción, ahora, que por entonces cada visita a su lejana Lima era una maravillosa travesía, la felicidad misma, y seguros estamos todos los que en el barrio conocimos a Suspiros Dellepiani, que, si la chica Pazos se hubiese enterado de la tremenda artimaña –bastante desfavorable para él, probablemente–, si siquiera hubiese sospechado la pobre chica Pazos que todo aquel jadeante y sudoroso correr de un paradero a otro era tan sólo para cederle un vulgar asiento, día tras día, mañana tras mañana y tarde tras tarde, durante años, si tan sólo la chica esa tan linda se hubiese enterado de las locas carreras de Suspiros de una parada a otra y a otra y a
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otra más, todavía, durante toda la educación secundaria de ella y también después, estando ya en la universidad, hoy sí que serían marido y mujer, apostamos lo que sea, carajo. Porque ella, por lo que supimos con el tiempo, sentido del humor sí que tenía, y mucho, y además era también sumamente sensible y suma sumamente divertida la chica Pazos. Pero Suspiros dale y dale con lo de su mutismo más absoluto, con la calladísima aunque muy natural y sonriente cesión del asiento, aunque para él ahí terminaban las cosas. Y ahí terminaban las cosas, alegaba, porque la vida contiene promesas de amor y felicidad que no se arreglan, por nada de este mundo, con una grosera persecución por una calle, una persecución que podría incluso aterrar a una chica sumamente fina y delicada como ella. –No, muchachos. Persecución sí que no. Persecución ni aunque me maten. Me niego rotundamente a aparentar siquiera una persecución con la chica Pazos. –¿Y entonces qué, entonces cómo, Suspiros? –Los más grandes dones de la vida nos llegan con otros lenguajes –les replicaba siempre, Suspiros, a sus amigos del barrio, entonces, entre los cuales hay dos que lo son ya de toda la vida. Y agregaba que, no porque uno se baje en este paradero, en vez de en aquél, o viceversa, las cosas de este mundo se van a convertir en milagros, ni mucho menos en amor. –¿Y entonces, cómo, pues, Suspiros…? –Pues eso mismo digo yo, Suspiros, ¿cómo, entonces? –¿Entonces cómo mierda, Suspiros? ¿Qué harás entonces para que la chica Pazos haga algo más que apoderarse de tu asiento dos veces al día durante nueve meses al año? –Ya verán ustedes, amigos, que todo se andará. Y Suspiros, en efecto, se echaba a andar cada día más, y tan feliz. Tan feliz como si a su lado y cogida de su brazo amante, caminara con él, sonriente y encanta-
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da de la vida, la chica Pazos. Y precisamente aquí viene lo más raro, lo más extraño o extravagante del mundo, algo tan excepcional que no sé si lograremos explicarlo bien, nosotros los del barrio, entonces. La chica Pazos era linda, una adolescente tan linda que, sin exagerar un ápice, apostaríamos que entre todas las patotas de adolescentes que por entonces hubo en Lima, jamás se vio una chica igual de linda que esa flacuchenta tocada por la gracia divina, palabras éstas que por cierto le pertenecen a Suspiros. Pero resulta que la chica Pazos creció y se nos casó, carajo, y además se nos casó a cada uno de nosotros, por fin, un día, porque es muy cierto que todos los del barrio sufrimos la pena negra, pero Suspiros, vaya tipo tan extraño, Suspiros simple y llanamente fue el único que no sufrió con tremenda boda, y casi en sus narices. Y así fue, sí, créannos que así fue, y créannos también que, por aquellos misterios que a veces tiene la vida, todos pasamos un trago realmente muy amargo cuando se nos fue con otro la chica Pazos, todos menos Suspiros. Las cosas como son, y la verdad es que todos sufrimos, todos nos emborrachamos, todos lloramos, aunque sea a ocultas, pero de una u otra manera todos acabamos llorando o vomitando borracheras por los rincones el día de aquella cruel y maldita boda. Pero aquí viene lo más increíble de todo, y esto es, como les decíamos, que el único que no sufrió con aquella boda fue el inenarrable Suspiros. Y además, el mismo día, el mismísimo día de mierda de aquella infame boda, cuando la chica Pazos abandonaba la iglesia del brazo de su flamante esposo, el inefable Suspiros tuvo de golpe el más inesperado de los gestos que jamás hayamos visto en nuestra puta vida. Y lindo, además, pero lo realmente maravilloso, lo más maravilloso de todo es que la propia chica Pazos, que hasta entonces jamás había cruzado palabra alguna con Suspiros, con excepción, claro está, del eterno «Muchas gracias» que empleó seguro que un millón y medio de veces cuando él le cedía el asiento del
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Orrantia del Mar-avenida Salaverry-avenida Abancay, de regreso del centro de Lima, pues ese día de la boda como que de pronto nuestra chica Pazos se nos creció. Y no sólo se nos creció sino que se nos puso inmensa, inmensa es la palabra exacta, créannos, y se nos llegó a poner tan infinitamente inmensa, a fuerza de crecérsenos, que buscó y buscó a Suspiros hasta dar con él entre los simples curiosos que se habían apostado a ambos lados del camino que iba de la puerta de la iglesia hasta la limousine en que la flamante pareja estaba ya a punto de desaparecer rumbo a su luna de miel. Y buscó y rebuscó hasta que dio con él, por fin, oculto por completo, ahora, missing, ausente de este mundo y de lo más sonriente, el tipo, y encima de todo como si con él no fuera la cosa –vaya que se las traía de locumbeta, nuestro Suspiros–, escondidísimo detrás del tronco muy anchote de un tremendo arbolazo. Y hasta allí caminó linda la chica Pazos, realmente más linda que nunca y sin que su flamante esposo entendiera tan extraño comportamiento, y es que, blanca y radiante, la flamante señora Pazos caminó sonriente como nunca y allí detrás del árbol le dio un beso eterno a Suspiros y le entregó enseguida su lindo bouquet rojo, palabra de honor. Y lo que le dijo sí que fue súper extraño, tan súper extraño que ahí, el que escuchó algo, o se hizo el loco o es que de verdad no entendió ni jota. Pero aquí somos tres de los del barrio que sí que oímos muy bien y que moriremos jurando que la chica Pazos lo que dijo fue esto, le guste a quien le guste: –Es para ti Suspiros, sólo para ti, mi queridísimo Suspiros Dellepiani. Y guárdamelo, por favor, toda, todita la vida, ¿me lo juras como si fuéramos tú y yo los que acabamos de venir del altar? Y la bestia esta de Suspiros, ¿saben lo que le preguntó a la novia, mientras recibía y recibía, absorto, absorto durante horas, sí señores, lo que se dice horas, y de nuevo mientras seguía recibiendo el bouquet, allá detrás del arbolazo ese, y mientras además el flaman-
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te esposo esperaba ya francamente impaciente y hasta con un puño amenazantísimo en la más correcta y furibunda posición de ataque, aunque no supiera aún contra quien? Pues le preguntó nada menos que si el bouquet se regaba o no, y, en caso de que sí se regara, pues con qué frecuencia. Y cuando ella le dijo que no, que las dejes así nomás estas florecillas tuyas, sólo tuyas y ya para siempre, que las guardes tales y cuales, aunque se te marchiten solitas, al muy animal de Suspiros Dellepiani no se le ocurrió nada menos que besar el bouquet y decirle a la chica Pazos que si hay algo que
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a en París, y en pleno invierno nevado, fue muy especialmente el recuerdo de una blusa de la chica Pazos lo que más extrañaba Suspiros Dellepiani y lo que más lo conmovía. Era una blusa blanca, muy escotada, y que dejaba al aire los maravillosos hombros de la muchacha y también la parte superior del pecho como bronceadito y con ese como asomo de pequitas que arrancaba justo antes de la deliciosa insinuación de unos senos notablemente erguidos, para qué
jamás se acabará en este mundo, y donde quiera que estemos tú y yo, son los ómnibus y los asientos vacíos, esposa mía, aunque yo escogería siempre el mismo viejo trayecto en el Orrantia del Mar-avenida Salaverryavenida Abancay, si tuviera, claro, la gigantesca suerte de escoger de nuevo el trayecto. –Y yo también, Suspiros –agregó, abundó ella, y entonces sí como que estalló una bomba de tiempo, pero una de hace muchísimo tiempo, de muchísimas batallas y muchísimos ómnibus, y tras el besote que se dieron, casi de pies a cabeza, entonces sí que no nos quedó más remedio a los muchachos del barrio que ro-
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dear al enloquecido novio e incluso maniatarlo, todos a una, no fuera a ser que… En fin, una verdadera bestia nuestro Suspiros, porque ahí sí que el flamante esposo estuvo a un tris de romperle la crisma, aunque él como si nada, él ni cuenta que se dio, y más bien giró en redondo, le dio la espalda al rodeado y maniatado flamante, por supuesto que en absoluto sin mala intención, pero sí es cierto que la intención pareció la peor de todas las intenciones, una verdadera provocación, un tremendo desplante, y también es cierto, muy cierto, claro que sí, que poco o nada puede un recién casado que viene saliendo del altar y del santo sacramento del matrimonio y que se encuentra nada menos que ante la mismísima puerta de la iglesia en que acaba de prometerle amor y fidelidad hasta la muerte a nuestra chica Pazos –y mientras le llueve y llueve además el arroz de la felicidad, al pobre diablo– la muchacha más linda de nuestro barrio y de cuanto barrio más pueda existir, en éste o en cualquier otro país del globo, pues sí, muy poco o nada puede en realidad un pobre marido, por flamante que sea, contra un tipo apodado Suspiros, que allá va feliz y en sentido contrario, además, y con el bouquet de la linda chica Pazos, para colmo de males, o así andarían pensando los asistentes a la boda aquella del momento inesperado y rarísimo, el del pelotudo ese llamado nada menos que Suspiros, según dicen por ahí, el flamante novio maniatado, la maravillosa chica Pazos feliz, y, como si nada, el bouquet misterioso y el arbolazo que seguro que alguien colocó ahí la noche anterior, sabe Dios por qué oscuras razones, ya qué duda nos cabe, y por más increíble que todo lo que aquella mañana presenciamos nos siga pareciendo. –Esto empieza muy mal –dijo el primer invitado al baile de la boda al que se le trepó una copa. –Para mí que esto ya se acabó –dijo, muchas horas después, el penúltimo borracho en abandonar la fiesta de la boda, aunque su frase parecía en realidad un comentario a la frase anterior, un agregado o algo así.
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–¿Qué se acabó, la boda o la fiesta de la boda? –les dijo el último borracho de aquella noche, ahí, solita y tambaleante su alma en pena, a las estrellas del cielo, que entre todas resulta que sumaban tan sólo una estrella perdida en un cielo de mierda, aquella noche de pura neblina, e imagínense ustedes ahora qué tal curda la del tipo, porque encima de todo se trataba de una miserable estrellita a la limeña.
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n repepino le importó a Suspiros Dellepiani que la chica Pazos y Ramón Montero, su flamante y millonario esposo, se instalaran en una gigantesca y hermosa casa que quedaba en el quinto pino, con respecto a Orrantia del Mar, sobre todo, lejísimos pues de la casa de Suspiros el del Bouquet, como le llamaban ahora sus amigotes del barrio y sus compañeros de Letras y Poesía, en la universidad. Y eso que, para asombro de todos, empezando por él mismo, la chica Pazos había ocultado en el bouquet su nueva dirección y también su nuevo número de teléfono, más una notita en la que decía, confesando una pena realmente infinita, que por su nueva casa aún no pasaba línea de ómnibus alguna y que cómo iban a hacer entonces ellos dos para lo de su asiento, que aquel asiento de su vida adolescente en el colegio Belén, primero, y de toda su carrera universitaria en la Católica, después, o sea diez años exactos, Suspiros, a ella le haría siempre muchísima falta, y que lo iba a extrañar sin duda alguna demasiado, sí, y decirte demasiado es decirte muy poco, Suspiros, ah, si supieras tú cómo lo voy a extrañar yo todo, mi tan y tan querido amigo. No, no, mucho más que un amigo eres tú para mí, José Manuel Dellepiani, la verdad, o sea que basta ya de Suspiros para nombrarte a ti, en nuestra situación, en nuestro caso tan especial, porque sí, es especialísimo nuestro caso, José Manuel, ya que, por ejemplo, lo de Suspiros es ahora a mí a quien le calza como un guante, mi tan querido, mi…
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Sí, sólo este maldito y como enclenque mi. Pero los muchachos del barrio podemos jurarles que la carta seguía varias hojas más, después de este mi, pero qué le vamos a hacer, conocemos a Suspiros y ni torturándolo le habríamos sacado una sola palabra más. Y hoy que ya todos somos sesentones y casi nunca nos vemos, además, cualquiera de nosotros juraría sin embargo que más allá de aquel mí ninguno vio una puta letra más, desgraciadamente. Y aquel fue –y esto sí que lo puede jurar cualquiera que lo conozca y que estuviera allí– el momento más gancho y feliz en la contradictoria vida de Suspiros Dellepiani. Y con su disecado bouquet en la mano, archidichoso y colmado para siempre, a nuestro parecer, se despidió de la patota del barrio la noche anterior a su partida a París, para preparar su doctorado en Letras y Poesía, allá en la Ciudad Luz, y tener además un gran pretexto para escribirle a la Chica Pazos, según nos confesó, unas cartas cuya sola lectura durara tanto o más que su añorado y larguísimo trayecto Orrantia del Maravenida Salaverry-avenida Abancay, ida y vuelta.
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a en París, y en pleno invierno nevado, fue muy especialmente el recuerdo de una blusa de la chica Pazos, en los días soleados, lo que más extrañaba Suspiros Dellepiani y lo que más lo conmovía. Ella la usaba, claro, cuando ya había terminado el cole y estudiaba en La Católica, y cuando esta universidad quedaba aún en el jirón Camaná y en la plaza Francia. Era una blusa amplia, blanca, muy escotada, y que dejaba al aire los maravillosos hombros de la muchacha y también la parte superior del pecho como bronceadito y con ese como asomo de pequitas que arrancaba justo antes de la deliciosa insinuación de unos senos notablemente erguidos, para qué. Y la sencilla blusa la sostenía por arriba un grueso elástico que la aseguraba muy bien contra cualquier riesgo de deslice y fatal papelón. Y era un tanto
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plisada, asimismo, justo en la parte aquella del elástico, la bella y atrevidilla blusa aquella que también usaron las actrices más bellas en miles de películas de esas de charros y pistolas, aunque también las inolvidables Pier Angeli y Jean Peters y la muy pechichona y atrevida Jane Russell, y que aún se ve a menudo, en lugares tropicales, sobre todo, pero que a nadie jamás en el mundo le quedó tan bonita, discreta y tan especial como a la chica Pazos. Y su falda veraniega era amplia, amplia y con vuelo y apenas plisada, muy lindamente colorida y florida, además, aunque siempre discreta. Y este parecía ser su atuendo más frecuente y más variado, también, ya que en una chica única y tan linda siempre todo es novedad, y lo quieras o no todo le queda también como recién estrenado hoy y de nuevo mañana y pasado mañana y así sucesivamente, para siempre jamás, obsérvenlo bien con la primera chica linda que vean frecuentemente y ya verán cómo me dan todita la razón. Y lo demás en la chica Pazos, aunque jamás nunca se acabe, y sólo por afán de brevedad e incompetencia absoluta para transmitirlo, tal y como era, lo cuente así, pues este lo demás al que me limito lo conformaban sobre todo sus cejas de ensueño, pobladitas, perfectamente anchas, de un terciopelo castaño oscuro y purita armonía, sus ojazos negros, su finísima y perfecta nariz, sus labios de húmeda belleza y bien carnositos sexi, sí, bien bien carnositos sexi, aunque con la debida educación y una deliciosa contención, digamos que de época, por supuesto, y aquella sonrisilla de Monalisa, en la versión cantada por Nat King Cole, que jamás supe si emanaba más de sus ojos o de su boca, y si era sólo para mí o para el mundo entero. Porque la suya, a mi parecer, era una sonrisilla que se desplazaba inquieta ante el espectáculo adolescente y novedoso de la vida, y, misterios de la belleza, así se le fue quedando, y, aunque nunca la haya vuelto a ver, apostaría lo que tengo que todavía hoy sigue igualita, por más que yo nunca la haya vuelto a ver. Yo, en todo caso, así la sueño aún, y, la verdad, por más que
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lo intentara, estoy convencido de que no lograría soñarla de otra manera, ni siquiera debido a la indisciplina total con que se le manifiestan a uno los sueños. Jamás hablamos la chica Pazos y yo durante el millón y medio de viajes que hicimos desde el centro de Lima hasta Orrantia del Mar, salvo aquellas tres o cuatro palabras de cortesía que repetíamos, cual letanía, cada vez que yo le cedía mi asiento, o, más bien, cada vez que yo le cedía su asiento, algo que se desencadenó la tarde aquella en que un tremendo lapsus mío hizo que no le cediera mi asiento sino el suyo, cosa que a ambos nos produjo una suerte de trance, nada menos que una suerte de trance, sí, porque al oírme decir tal disparate ella abrió de par en par y con muchísima emoción unos brazos de amor y apretón y también yo la imité con otros brazos de inmenso amor y entrega total que, por supuesto, iba a desembocar en un tremendo, torpe, maravilloso apretón, pero, mala pata, ahí quedó todo porque el cobrador con sus tickets se nos interpuso sin fijarse en nada, el muy animal, y ya después de pagarle, cuando por fin el aguafiestas ese nos dejó en paz, la chica Pazos estaba de lo más ocupada en guardar sus moneditas del vuelto y también yo anduve de lo más ocupado y avergonzado porque encima de todo tuve que recoger las mil y una moneditas que se me habían caído y desparramado entre los zapatos tumultuosos de un millón de pasajeros, unos zapatos que clamaban casi todos por un lustrabotas, la verdad. Y ya después nació la costumbre maravillosa, en los días de sol, de que la chica Pazos se pusiera su linda blusa blanca y me luciera sus hombros y su pecho pecosillo. Y el pelo le caía sobre todo aquello tan pero tan naturalmente que yo apostaría lo que sea a que jamás se maquilló ni se peinó mucho ni nada, porque a ella con una buena duchita le bastaba para tanta juventud y lozanía y también para esa alegría de vivir que se encarnó en cada uno de nuestros viajes, porque yo no era nada más ni nada menos que el imbécil este que me cede infaliblemente
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el asiento, hasta cuando hay otros asientos libres, un millón de asientos libres, incluso, y acto seguido se me para al lado y empieza a mirar a las musarañas, por más que yo… Sí, por más que ella contuviera su sonrisa y sus ganas de hablarle a este flaco tan imbécil como encantador, y por más que, de hecho, le hablara con la sonrisita aquella Monalisa que se le insinuaba en la comisura de los labios o en las maravillosas esquinitas exteriores de unos ojos chinitos de felicidad, locos por hablarte, deseosos a tope de saber de ti, de tus estudios, de tus películas favoritas, de tus novelas preferidas, y de todo, de todo en esta vida. Pero esto nunca jamás sucedió, porque ahí arriba iba él, bien parado y recompensado al máximo por la vida con tan sólo cada uno de aquellos viajes felices, mientras que ahí abajo iba sonriente y dichosa ella, porque este muchacho es realmente único, aunque por favor, Dios mío, tú que todo lo puedes, haz que me diga aunque sea una palabrita. Y de todo esto, que para ustedes tal vez no significa nada, pero que a estas alturas ya deben estar cuando menos familiarizados con Suspiros y entender lo que les digo, de todo esto vivió diez largos años en París José Manuel Dellepiani. Sus noches, sobre todo, eran su felicidad, pues dos de cada tres veces apagaba su lamparita de lectura, se tumbaba hacia su derecha, para no machucar su inmenso corazón, como le señaló alguna vez mamá, siendo él aún chicón, y ni siquiera se había quedado dormido todavía cuando ya tenía en sus sueños a la chica Pazos con su blusita mexicana, como le gustaba llamarla a él. Pero también había descubierto un recurso más, delicioso e infalible, para contemplarla allá en Lima sin que ella se enterara siquiera. Era su sueño teledirigido, como le llamaba él, por más que nadie le creyera una sola palabra de lo que contaba, y que consistía en cerrar las cortinas del descuidado estudio en que vivía, creando una cierta penumbra a cualquier hora de la mañana o de la tarde, por más soleadas que
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éstas fueran, abstraerse luego por completo del mundo exterior, beberse enseguida dos o tres copitas de un excelente coñac, tal y como exigía la ocasión, naturalmente, y ponerse enseguida a esperar copa en mano la reencarnación o reaparición, que para el caso a él le daba exactamente lo mismo, de la chica Pazos, allá en París. Bastaba con un par de minutos de absoluta concentración para que ella apareciera, y vestida siempre tal como él la prefería, aunque la verdad es que mucha variedad en el gusto, el tal Suspiros sí que no la tenía, pues era siempre o la bendita blusa blanca o el uniforme del colegio Belén con que la conoció, y que qué tendría porque las primeras veces en que la vio con él puesto, no le quedó más remedio que bajarse o incluso casi arrojarse del avenida Abancay-avenida Salaverry-Orrantia del Mar, y correr hasta el primer rincón que encontraba para esconderse ahí y dar rienda suelta a unos vómitos espantosos, producto sin duda alguna de los nervios locos que le producía la mera aparición por el centro de Lima de la chiquilla aquella uniformada de azul y con su sombrerito tan especial. Y además se le caían mechones enteros de pelo, mientras vomitaba, en la más extraña asociación nerviosa que darse pueda, en fin, algo que dejaría turulato al propio Sigmund Freud. Dios mío, qué efectos tan brutales los que le producía, de pies a cabeza y por dentro y por fuera, la chica Pazos, y sobre todo en aquel ya mencionado inmenso corazón, que al primer atisbo de chica Pazos rompía a corcovear catastróficamente.
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arís fue la chica Pazos, antes que nada, la Poesía luego, y en tercer lugar las Letras. Y fue también diez años de su vida en que absolutamente nada cambió Suspiros Dellepiani, ni por dentro ni por fuera. Al Perú volvió de la noche a la mañana, ante la gravísima enfermedad de su padre, que falleció muy poco después de su retorno a casa. Un año más tarde falleció también su
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madre, y Suspiros, hijo único de una pareja ejemplar, aunque entristecida por la falta de más hijos, y sobre todo por la tan deseada mujercita, se descubrió de la noche a la mañana heredero de una muy cuantiosa fortuna. Poco le importó y, fiel a su barrio, y llevado asimismo por una extraña fidelidad al pasado, conservó el viejo caserón familiar, aunque la verdad es que ya ninguno de sus amigos del barrio vivía por ahí y la actual casa de la chica Pazos era desde hace sabe Dios cuánto tiempo un moderno departamento, allá por las Casuarinas, en el lejano y enorme distrito de Surco. Y, en lo de
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lgo atroz le estaba ocurriendo a Suspiros, y era que en las noches se soplaba media botella de un excelente coñac para convocar a la chica Pazos, y que de esa dosis pasó a tres cuartos de botella, con la firme creencia de que si ella tardaba tanto en aparecer era porque sin duda había hecho un viaje al extranjero, tal vez a la Argentina, por ejemplo. Y sin duda de ahí la chica Pazos continuó viaje a Europa, porque Suspiros ya necesitaba una botella entera de coñac para tenerla entre sus brazos
no conocerlo o reconocerlo, pues ni siquiera el chino bodeguero de la esquina, porque ya era otro chino, o el verdulero de la pulpería, porque ya era otro verdulero también, o la japonesa de la jardinería, que también ya era otra japonesa, y ni siquiera quedaba el señor Braiman, el de la farmacia, que ahora se llamaba señor Lebowsky, para servirlo a usted, caballero, pues en efecto creo que sí llegué a conocer a su señora madre, aunque la verdad es que en este momento ni me pregunte por su rostro, porque a una farmacia entra tanta gente, sabe usted... Pero, bueno, en fin, ¿qué deseaba el señor?
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«He muerto», se dijo, muy para sus adentros, José Manuel Dellepiani. «Qué duda cabe de que he muerto». Y respondió que por esta vez no deseaba nada, que sólo había entrado a comprobar que había muerto, aunque al aterrado farmacéutico Lebowsky le aclaró enseguida que se refería a una muerte de otro tipo y dimensión, y ya verá usted, señor, que con el tiempo yo mismo le iré aclarando a qué clase de muerte me refiero, aunque por ahora me tome usted por un loco de remate. Y ya verá, también, señor Lebowsky, cómo al final terminará por entenderme cabalmente lo de esta nueva calidad de muerte, aunque yo por ahora prefiero vivir mi propio duelo a solas. –¿Y de una chica Pazos no se acuerda usted, por casualidad, señor Lebowsky –se atrevió a preguntarle Suspiros, antes de abandonar la farmacia. –Ni idea, señor… –Dellepiani, José Manuel Dellepiani… –No, ni idea, señor Dellepiani. Será que ha muerto también. –No, señor Lebowsky. Esa muchacha más bien se casó y se mudó muy lejos del barrio. –Hará mil años, entonces, también. –Pues no, señor. Porque se casó hace sólo once años y yo estuve en la boda. Lo que pasa es que ella sí que se mudó inmediatamente después de casarse. Y al quinto pino, además, pero luego se divorció y se mudó nuevamente. Pero como de golpe dejó de escribirme, le he perdido la huella, y por eso vine a indagar a su farmacia. Aquí viene mucha gente del barrio y pensé que algún cliente de los de antes podría saber algo. –Pues no se haga usted muchas ilusiones, señor, porque la mía es una farmacia de avanzada, y aquí trabajan doce repartidores que distribuyen por Lima, Callao y balnearios, todo aquello que mi enorme y variadísima clientela me pide hasta desde el Cuzco, a veces, para que sepa usted. –Acabáramos –dijo Suspiros, feliz de haber des-
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enterrado esta antigua palabra que sus abuelos usaban tanto, en la Lima que se fue. Pero el señor Lebowsky ni era su abuelo ni tampoco un viejo limeño ni mucho menos un hombre de Letras, precisamente, y lo que hizo más bien, al escuchar aquella palabra, fue extenderle una mano harta ya de aquel personaje, pegarle un apretón que era todo un aviso, y soltarle, de-fi-ni-ti-va-men-te: –Pues sí, señor, y en vista de que usted no vino aquí a comprar, sino a preguntar y preguntar, y ya creo que hemos acabado, por fin, muy sinceramente le digo que nada deseo tanto en este mundo como que regrese usted, claro, pero a comprar, únicamente a comprar, ¿me ha oído usted bien? –Bienvenido al barrio –le espetó Suspiros, y al antipático señor Lebowsky lo dejó entre la vida y la muerte, de rabia, mientras que él se retiraba también entre la vida y la muerte, pero de pena.
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el tiempo continuaba pasando sin noticia alguna de la chica Pazos, cuyas cartas tan cariñosas a París, omitían al final todo lo referente a su bouquet matrimonial, como era tan habitual entre ellos dos, y que de pronto empezaron a ser notablemente más breves, luego cada vez menos frecuentes, aunque lejos de preocuparse por estas dos cosas, a Suspiros le entró la convicción profunda de que, si bien ella jamás le pidió nada en ninguna de sus cartas, sí esperaba algo de él, sabe Dios qué, pero algo esperaba de él, y urgente, muy urgente, probablemente. Y entonces sí que Suspiros lo arrojó todo por la borda, estudios, tesis, viajes por Europa y hasta el último de sus proyectos, tomó el primer vuelo París-Lima, pero esta vez sí que ya dispuesto a quedarse para siempre. Pero la chica Pazos se había evaporado, realmente, por más llamadas que hiciera, a cuanto Pazos encontró en la lista de teléfonos, como primer o segundo apellidos,
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por ejemplo, y por más que la buscara por el enorme distrito de Surco, pensando que a lo mejor se había mudado de su departamento a alguna coqueta casita, tras su divorcio. Y hasta movió cielo y tierra para conseguir una cita con el alcalde de Surco, quien tras escucharlo atentamente, y mientras lo miraba de arriba abajo con infinita compasión, cumplió con la promesa que le hizo de no descartar una sola gestión que pudiera ponerlo tras las huellas de aquella señora, aunque sin éxito alguno, desafortunadamente. Pero algo atroz le estaba ocurriendo a Suspiros, al mismo tiempo, y era que noche tras noche se soplaba media botella de un excelente coñac para convocar a la chica Pazos, y que de esa dosis pasó a tres cuartos de botella, con la firme creencia de que si ella tardaba tanto en aparecer, últimamente, era porque sin duda había hecho un viaje al extranjero, tal vez a la Argentina, por ejemplo. Y sin duda de ahí la chica Pazos continuó viaje a Europa, porque Suspiros ya necesitaba una botella entera de coñac para tenerla entre sus brazos, y así hasta que el próximo viaje de la chica Pazos fue sin duda al África, y luego al Extremo Oriente o a la India, porque la dosis que el pobre diablo consumía era ya mortal, y de la muerte, precisamente, lo salvó un viejo mayordomo de sus padres que deambulaba aún por aquel barco a la deriva, por aquel caserón familiar en que, en sus interminables horas de vigilia, Suspiros recibía elegantísimo a la chica Pazos e incluso le probaba día tras día que él la amaba desde mucho antes de que los dos nacieran, sirviéndose para ello de los elegantísimos ternos y de las preciosas corbatas de lazo de su abuelo, y las que usaba yo también cuando los dos éramos aún unos niñitos, mi amor, ¿te acuerdas?. Y así vino luego la época del elegantísimo smoking negro de invierno de su papá, que le quedaba realmente pintado, y que Suspiros se ponía para las grandes ocasiones, de la misma manera en que en verano se ponía el finísimo smoking blanco, y finalmente llegaron
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los tiempos actuales, utilizando ya su propia ropa, escogiendo eso sí entre sus mejores prendas para la hora cada día más larga del maravilloso coñac, hasta que un día se encontró de golpe encerrado en un pabellón psiquiátrico. Había sido ese viejo de mierda del mayordomo, claro, pero ya verá el tipejo ese cómo lo pongo yo de patitas en la calle, no bien me den el alta. Pero no le dieron el alta, no, sino que en un descuido mínimo de sus vigilantes, Suspiros se evaporó del hospital con una habilidad que dejó turulatos a médicos, enfermeros, vigilantes, y a los mismos miembros del personal especializado que se encargaba de la alta seguridad de aquel pabellón. Pero lo peor de todo fue que Suspiros no regresó a su casa, aunque sorprendentemente cortó por completo con el alcohol, sin apenas haber seguido tratamiento alguno de desintoxicación, pues acababa de iniciarlo cuando se fugó de la clínica. Lo realmente importante, pensaba ahora, era dar con ella, pero de veras, de todas todas. Y pues di con ella de verdad, ese mismo verano, y absolutamente de casualidad, ya que por la playa de La Herradura jamás se me había ocurrido buscarla, de puro imbécil, por supuesto, porque quién no se bañaba en La Herradura, entonces, ¿quién no, en aquellos años cincuenta y sesenta en que esto de las lejanas playas del sur, que hoy tantísima gente frecuenta, apenas se le había ocurrido a nuestros primeros surfistas? Di, pues, con ella, di con la chica Pazos, con ella misma me topé, y cara a cara, nada menos. Estaba preciosa, realmente preciosa, ya lo creo, aunque en un abrir y cerrar de ojos comprendí que ella jamás me había pedido que regresara a Lima y que no me necesitaba absolutamente para nada, ya, ni ahora ni nunca jamás. Y fue tan absurdo, tan torpe, nuestro encuentro, que encima de todo era más que evidente, con sólo mirarla, que tampoco existía ya para ella bouquet alguno, y que era inútil todo intento de mi parte de arrancarle un instante siquiera de nuestro pasado. O sea que opté por saludarla con la
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misma indiferencia con que ella me saludó a mí, leyendo eso sí en sus labios, y muy fácil, muy cruelmente, las palabras de una indiferencia que en realidad tuve que irle copiando, una a una, leyendo como un sordomudo sus labios esos tan carnosos, tal lindamente dibujados sobre la soñada belleza de su cara. Y qué horror, qué inmensamente triste tener que leer la indiferencia en esos labios que algún día me sonrieron tan lindo, al menos eso creo yo, pero es que hasta el día de hoy me es completamente ajeno el vocabulario de la indiferencia. ¿Y qué más decirles, que ustedes no puedan imaginar ya? Pues tan sólo que llevaba una ropa de baño azul, de las de aquellos años, y de un modelo cuyo nombre no logro recordar, Catalina, tal vez. Era de una sola pieza, naturalmente, pues aquello del bikini aún no se había visto ni en la pecaminosa Francia. Estaba más linda que nunca, eso sí, pero la reclamaba un grupo de chicos y chicas, lo cual, en realidad, fue el pretexto ideal para despedirnos, tal y como nos habíamos saludado. No la he vuelto a ver, y todavía siento pena por ella, claro. Siento de veras mucha pena por ella, sobre todo por la forma tan rápida en que unos años de su vida se habían devorado los anteriores, sin dejar ni rastro de ellos. Y ya me dirán ustedes mismos qué otra alternativa me quedaba en aquel momento, pero tuve entonces la absoluta seguridad de que había muerto para mí la chica Pazos, también. Y qué más contarles ahora, salvo que me equivoqué de cabo a rabo, felizmente, y ustedes ahora ya saben incluso cómo y cuándo. Bendita avenida Salaverry, que me tiene absolutamente feliz hace como mil horas en mi resucitada cama de solterón empedernido, y hasta ligeramente codiciado, todavía, a esta mi alta edad, aunque por supuesto tiene que ser por mi dinero, qué se le va a hacer. Y, por favor, perdonen que les suelte estas cosas así tan vulgares y tan bruscas, pero es que algún callito sí que se me formó, la vez aquella de la chica Pazos.
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