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ESTÁ DE MODA

SUPERMERCADO

DOSSIER: CIELITO LINDO

BONUS TRACK

12_

26_

48_

40_

Luigui Amara

Erik Refner

50_

56_

EL ÚLTIMO CONCIERTO

DICCIONARIO DE LA LENGUA

Marco Avilés Hurtado

Álvaro Bisama

30_

28_

EPIDEMIA BOLAÑO Jorge Volpi

68_

VOLVER A SER VIRGEN

Alfredo Bryce Echenique

79_

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

CIUDAD DE MÉXICO

BAGDAD Farid Matuk

CONSULTORIO SEXUAL Francisco Bardales

88_

COSAS FUERA DE MODA

RECETARIO DE COCINA

Varios autores

Eugenia Mont

VIAJE AL MEDIO ORIENTE Daniel Alarcón

Fritz Berger Ch.

78_

VETERANOS

52_

KATMANDÚ

96_

LINIERS

Álvaro Coler

54_ LIMA

Eloy Jáuregui.

56_

GUATEMALA

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Eduardo Halfon

87_ Ficcionario

por Javier Calvo

Los niños perdidos de Londres



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AÑO 6 - ABRIL 2008

S E G U N D O

T I E M P O

DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

PRODUCTORA Isa Chirinos isa@etiquetanegra.com.pe

EDITORES ASOCIADOS España Toño Angulo Daneri tad@etiquetanegra.com.pe Estados Unidos Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Perú Sergio Vilela svilela@eplaneta.com.pe

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya Enrique Felices

EDITORES DE PROYECTOS Fernando Cárdenas Frias fc@etiquetanegra.com.pe David Reyes dr@etiquetanegra.com.pe

DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán

ARTE FINAL Fiorella Yovera Castillo

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TRADUCTORES Jorge Cornejo Calle jorgecornejo@terra.com.pe César Ballón

REDACTORES Miguel Ángel Farfán Richard Manrique

CORRECTOR DE ESTILO Jorge Coaguila jorge.coaguila@gmail.com

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOS Huberth Jara / Gerente marketing@etiquetanegra.com.pe Judith Aliaga / Asistente de marketing marketing1@etiquetanegra.com.pe

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DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTA PERÚ / Distribuidora Bolivariana PANAMÁ / Panamex CHILE / Metales Pesados

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06_ CARTA

EL ÚLTIMO PEATÓN

no lo he leído. Me lo contó un amigo –por Skype– que hasta ahora reposa en una camilla de un hospital de Nueva York. Allí se recupera de su último accidente como peatón. Por culpa de un taxista despistado, en su futuro inmediato, él tampoco caminará. El cuento

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de Hamilton, sumado al aburrimiento diario, lo han n científico construye una má-

tenido pensando: «Creo que en el futuro nadie cami-

quina que le permite saber cómo

nará», me dice, y suena profético. Las metrópolis del

serán los habitantes de la Tierra en el fu-

mundo están plagadas de automóviles y son cada vez

turo. Colocaba dentro de ella a cualquier

más hostiles al peatón. Mi amigo cruzó la pista, y allí

ser vivo, activaba un botón, y el mismo

casi encuentra el fin. Su accidente, pienso –y lo imagi-

espécimen aparecía evolucionado. Un

no cubierto de una capa de yeso– quizá sea parte de la

día, el científico quiso experimentar en

evolución.

carne propia esa evolución,

Caminar se ha vuelto un acto pri-

ingresó a la máquina, cali-

mitivo, y es lógico pensar que en el fu-

bró doscientos millones de

turo, si no conduces un automóvil, sólo

años, y esperó. Fue su ayu-

sobrevivirás si no tienes los pies en el

dante quien abrió la com-

suelo. Ciencia ficción: es probable que

puerta, y allí dentro sólo

existan máquinas tubulares que nos

encontró

gigantesco

transporten de un lugar a otro. Porque

cerebro con tentáculos. El

las máquinas también evolucionan y los

científico, con la evolución,

aparatos ya son dueños absolutos de las

era un hombre-cerebro. No

ciudades. Cuidado. Allí donde el hom-

un

tenía boca (usaba la telepatía). No tenía

bre caminaba con placer, hoy los peatones son sólo

brazos ni piernas. Su única actividad era

forasteros. Caminar está pasando de moda. El peatón

pensar. No caminaba. El ser humano del

pronto será un animalito a merced de las máquinas.

futuro sería eso.

Un animalito con tentáculos.

El cuento se llama «El hombre que evolucionó» y le pertenece al escritor de

daniel titinger

ciencia ficción Edmond Hamilton. Aún

dt@etiquetanegra.com.pe


Tae

lmess, ine. Barthe th e akam b a z Eli lando N o R y n o Sun Yo

sy mtronic a de Sa ung. z o in p s E Sams Ronald Om de Roberto

Samsung develó una nueva gama de monitores Samsung, líder mundial en monitores LCD, lanzó al mercado peruano nuevos, versátiles y elegantes modelos con características agregadas. Fue durante un cóctel realizado en San Isidro en el que se develó lo nuevo del catálogo para el 2008, y en el que estuvieron presentes el presidente de Samsung Electronics Perú, Yunebai Park; el gerente general de Samtronics, Freddy Gonzales; entre otros altos directivos y empresarios.

o, une Ch ,Nam J ng Seok. k r a P i a o Yune B arthelmess,J B th e b a Eliz

L

r LCD Monito la noche. lla de a estre


08_ CÓMPLICES

JORGE VOLPI México. Escritor. Autor de la trilogía En busca dE Klingsor (1999), El fin dE la locura (2003) y no sErá la TiErra (2006). Ha publicado el libro de ensayos literarios MEnTiras conTagiosas.

DANIEL ALARCóN Perú. Escritor. Editor asociado de ETiquETa nEgra e investigador visitante en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de California Berkeley. Su primera novela, radio ciudad pErdida, fue publicada en el 2007. Creo que alguna vez estuve de moda, pero no me acuerdo bien.

Las ideas –lo sabemos por Richard Dawkins– se comportan como los genes. Buscan reproducirse e infectar el mayor número de mentes. A veces ocurre que las ideas se multiplican en proporciones alarmantes, y dan lugar al cáncer o a epidemias. Las modas son epidemias de ideas. ¿Qué hacer frente a ellas? Lo mejor es estar protegido con la única vacuna posible: la voluntad crítica.

RICARDO COLER Argentina. Periodista, médico y fotógrafo. Autor de El rEino dE las MujErEs y sEr una diosa. Publicará este 2008 su nuevo libro ETErna juvEnTud.

RENéE KANTOR

Estar a la moda es una manera de saber quién soy. Pero, una vez que estoy totalmente a la moda, soy tan parecido a los demás que, si no hago algo para diferenciarme, vuelvo al anonimato.

Argentina. Periodista. Publica en medios de América Latina y España. Vive en Francia. Mi hija de ocho años me pide con inigualable insistencia que le compre esos horribles pantalones slim. Me niego, pero sé que no por mucho tiempo. Eso es la moda.

DAVID HIDALGO Perú. Escritor y periodista. soMbras dE un rEscaTE (Planeta, 2007) es su primer libro de no-ficción. Conduce el blog «El club de lo insólito», en la web del diario El coMErcio.

ELOY JáUREGUI

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Perú. Escritor, poeta y periodista. Profesor de la Universidad de Lima. Publica en diarios y revistas del Perú y del extranjero. Es autor del libro de crónicas usTEd Es la culpablE. La piel y el magma del espíritu sólo existen con la moda. El diseño de los sueños arma el constructo del pelaje moral. Moda inmoral es igual a deshabillée inactual e inmodal.

En cierto distrito de Lima un odontólogo fabrica paneras, lámparas y llaveros con huesos humanos. Dudo mucho que sus artículos se pongan de moda, pero envidio su convicción para mofarse del miedo, típica de un genio o de un loco.


08_ 09

JAVIER CALVO España. Escritor. Autor de las novelas El dios rEflEctantE (2003) y Mundo Maravilloso (2007).

FARID MATUK Perú. Economista e historiador. Ha sido jefe del Instituto Nacional de Estadísticas e Informática del Perú. Vive en Iraq. Tiene un videoblogg en CNN. De joven disfrutaba del «punk»; de viejo disfruto ser «cypherpunk». De joven veía el futuro en los «soviets»; de viejo veo el futuro en el «copyleft».

foto: carla mckay

En mi cabeza están de moda la epigrafía, los crímenes reales, los jardines ingleses, mi mujer, mellow candle, los jueves de noche en Flamingo’s, la comida biológica y la martirología paleocristiana.

áLVARO BISAMA

Chile. Escritor y profesor de literatura. Es columnista de El MErcurio de Santiago. Ha publicado los libros de crónica Zona cEro y PostalEs urbanas, y la novela caja nEgra (Burguera). Como vengo de una generación catódica entiendo la moda como una ideología de terror que danza entre la bestialidad de los concursantes de Proyect Runway, las lágrimas de Elton John por Lady Di y Versace, y la sensación insoportable del relato de las aventuras de Paris Hilton. Ya pueden constituir el más hereje, apócrifo e indeseable de los evangelios contemporáneos.

LUIGUI AMARA México. Poeta y ensayista. Es autor de El PEatón inMóvil y soMbras Max y su ojo subMarino (FCE-FLM, 2007).

suEltas. Su libro más reciente (para niños) es las avEnturas dE

ERIK REFNER Dinamarca. Fotógrafo. Publica en Paris Match, nEwswEEk, thE nEw york tiMEs, entre otros diarios y revistas. Ha ganado el World Press Photo y la Visa de Oro de Perpignan. He fotografiado muchas campañas de moda este año pero lo que más me llamó la atención es el estilo y el material retro que se está usando. Usualmente compró ropa de segunda mano en Copenhagen, París y NY, y me impresiona lo bien que se ve. Nunca he entendido la moda de las gorras de baseball. Éstas no te hacen ver mejor, sólo esconden las caras bonitas de las chicas.

Envejecen más rápido aquellos que se esfuerzan por estar a la moda. La histeria del último grito hace que terminen por parecerse al periódico de ayer.

FRANCISCO BARDALES Perú. Escritor, periodista y blogger. Ha publicado el libro de crónicas iQt (rEMixEs). Es productor y guionista de películas fantásticas en la selva amazónica. La moda es el acto más audaz de reivindicación de la vanidad. Debido a ella pronto se desecharán los discos compactos y las ortodoxias religiosas. Pero gracias a sus vaivenes puedo expresar mi excentricidad sin que los dictadores del buen gusto me lapiden instantáneamente.


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foto: carlos machado

EDUARDO HALFON

Guatemala. Escritor. Ha publicado los libros Esto no Es una pipa, saturno (Alfaguara) y El ángEl litErario (Anagrama). La editorial Pre-Textos publicará El boxEador polaco en el 2008. Vive en España.

áLVARO BARCALA

No hay instantes más patéticos que cuando reconocemos, tan fugazmente como una epifanía o como un vistazo relámpago en algún espejo sorpresa, que somos parte de una moda.

España. Artista y dibujante. Ha expuesto sus trabajos en Londres, Berlín y Madrid. Vive en Berlín. La moda está en todo y de moda está pasar por ella. Mi armario contiene una toga romana, calzoncillos de santo, un libro que no entiendo y una percha escarlata.

EUGENIA MONT Perú. Periodista. Becaria del China Scholarship Council. Ha trabajado desarrollando proyectos periodísticos en el grupo El Comercio. Vive en Pekín.

GUILLERMO GIACOSA

Estar a la moda es aburrido si todos los demás también están a la moda. Basada en esta frase, China ha pasado del aburrimiento absoluto a la diversión sin límite.

Argentina. Periodista. Fue becario de la Unesco en África, Asia y Europa. Escribe una columna en el diario pErú 21 de Lima. Ha publicado la autobiografía Jugar a vivir. La moda sirve para encubrir nuestro temor al cambio y crear la ilusión de progreso y transformación, sin que nada sustancial se altere.

LUIS CASTELLANOS Perú. Artista plástico. Enseñó en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Prepara su próxima muestra individual y dicta talleres en Edith Sachs.

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Supongo que, lo más cerca que estuve de lo que conocemos como moda, fue cuando mi madre me cosía la ropa de los modelos que salían en la revista Burda.



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E N E R O

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n músico de moda puede parecer un

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héroe distanciado del hogar. Un Ulises que extraña a su familia. Vive sometido a una agenda militar de viajes y conciertos y entrevistas y presentaciones en la televisión y en la radio. En el Perú, año 2008, los músicos más populares son los que integran las orquestas de cumbia, y viven su éxito atrapados en autobuses que pocas veces pasan más de dos noches seguidas en una misma ciudad, como infatigables bomberos dispuestos a aliviar los incendios del gusto de un país. –La fama es estar lejos de la familia –asegura Fernando Aspericueta, tecladista y director musical del grupo Los caribeños de Guadalupe. Guadalupe es el lugar de origen del grupo, un pueblo de la costa norte del país, a unas nueve horas en autobús desde Lima. Hoy es un viernes de marzo por la tarde y en el autobús donde viajan Los Caribeños el éxito se vive como una calmada rutina que los músicos cumplen con la perplejidad de quien asume que su vida ya es una odisea. Durante las giras, dice Aspericueta –cabello corto, voz melodiosa–, hay

temporadas en que los dieciocho integrantes del grupo (muchos de ellos con más de veinte años de carrera) deben pasar hasta dos meses sin pisar sus casas, sin abrazar a sus hijos, sin besar a sus esposas, sin... Las abstinencias en aumento calibran el éxito de un artista. La moda es maniquea. O eres o no eres. En el Perú, la cumbia norteña, como se le llama al estilo musical de grupos como Los Caribeños, está de moda. Todos los días hay conciertos de esa cumbia en algún lugar de Lima. Los vocalistas de las orquestas de cumbia son los nuevos galanes que reinan en la prensa popular. Las productoras de televisión graban miniseries sobre la pasión y triunfo de los grupos de cumbia más exitosos. Casi todos los canales de señal abierta tienen programas de cumbia. Hay concursos de cumbia donde cantan cumbia y bailan cumbia. Se abren academias para aprender a cantar cumbia. Una empresa de teléfonos celulares contrata a músicos de cumbia para que publicite a ritmo de cumbia sus productos. Los secuestradores van a la caza de los músicos de cumbia. La mejor canción del año 2007 fue una cumbia, «El embrujo», y no parecía la comprobación de un maleficio musical. El mejor cantante de ese año fue un vocalista de cumbia. En las fiestas privadas se baila cumbia. En los barrios más pobres siempre hay un concierto de cumbia; y quizá haya uno en este preciso instante. Los grupos de cumbia se presentan en las discotecas más exclusivas del balneario más exclusivo de Lima. Y hasta se dice que el tenor Juan Diego Flórez, uno de los más célebres del mundo, ofreció algo de cumbia en la fiesta de su matrimonio. El Perú baila cumbia de la misma manera que Puerto Rico baila el reguetón. Si vives en Lima, comprobarlo es sencillo: recorre el dial de la radio, haz zapping en la televisión, asómate a la calle. Esta historia ocurre allí. En la calle, el autobús de Los Caribeños se mueve como un gran mastodonte tatuado. Es un Mercedes Benz plomo que exhibe el logotipo del grupo: dos palmeras sobre las que se eleva un sol anaranjado. Un signo ante el cual los transeúntes aglomerados en los paraderos de las avenidas reaccionan coreando el nombre o mirando con intriga el fugaz paso de la celebridad. El vehículo ha partido desde las afueras de un hotel de Los Olivos, ese distrito de Lima donde viven los nuevos ricos de la ciudad. A las seis de la tarde, las anchas avenidas de la zona parecen un firmamento caído. Los neones de docenas de discotecas, restaurantes y casinos brillan desaforadamente, como si estuvieran inmersas en una secreta competencia de luz. Los locales más grandes anuncian en bandero-



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las de colores los inminentes conciertos en vivo del Grupo 5, América, Los Hermanos Yaipén, Papillón, Kaliente y de otras orquestas de cumbia que se riñen palmo a palmo la popularidad. El Perú es un país-cumbia y Lima, su capital. Pero a comienzos de los años sesenta, éste era un lugar más amable con la moda exterior, y cualquier ritmo extranjero podía tener su éxito asegurado. Entonces la cumbia se expandía desde Colombia hasta las provincias del Perú, como un virus secreto que cautivaba a pequeñas agrupaciones de barrio. La cumbia

a una gira de dos semanas por Europa. Y serán aun más Ulises extrañando a sus familias. Fernando Aspericueta, el director del grupo, dice que su padre y fundador murió en el 2002 sin haber dado un solo concierto en Lima. Ahora él se quita la camisa negra atravesada de rayas blancas, se recuesta en una butaca y se dirige a uno de los vocalistas más populares del grupo: «Oye, Darwin, no pises los asientos», le dice. «Ronald, deja de joder a tus mayores», le grita a otro que está repartiendo besos volados entre los soñolientos. La fama puede marear, sobre todo cuando tienes que vivirla en el encierro de un autobús. Unas semanas más tarde, Aspericueta habrá separado de la orquesta

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LOS PRODUCTORES DE TELEVISIÓN GRABAN MINISERIES SOBRE EL TRIUNFO DE LOS GRUPOS DE CUMBIA EN EL PERÚ. SE ABREN ACADEMIAS PARA APRENDER A CANTAR CUMBIA. LOS SECUESTRADORES, ÁVIDOS DE DINERO FRESCO, VAN A LA CAZA DE LOS MÚSICOS DE CUMBIA. EL MEJOR CANTANTE DEL 2007 FUE UN VOCALISTA DE CUMBIA. HASTA EL TENOR JUAN DIEGO FLÓREZ, UNO DE LOS MÁS CÉLEBRES DEL MUNDO, OFRECIÓ ALGO DE CUMBIA EN LA FIESTA DE SU MATRIMONIO era una música de culto. De culto popular. Por esa época, Lima todavía se veía a sí misma como una ciudad de arquitectura afrancesada que trataba de seguir las modas del mundo, y donde nadie podía advertir que el futuro musical sería éste. Menos que llegaría en un autobús. Menos aun de Guadalupe. Ahora la movilidad de Los Caribeños se desplaza sobre una ciudad-cumbia rumbo a un canal de televisión-cumbia, cumpliendo su rutina-cumbia, que es lo que ahora le gusta al país. Pero dentro del autobús la cumbia no existe. Sólo abunda el agradable silencio de la radio callada. Algunos «caribeños» se han quitado los zapatos para pescar ese sueño siempre alterado por la agenda. En media hora, deben presentarse en un programa de televisión para adolescentes, donde han estado una decena de veces en menos de un año. Antes de la medianoche, llegarán a un barrio de clase media para dar un concierto hasta las cinco de la mañana. De inmediato, y sin tiempo para que sus espaldas toquen un colchón, seguirán viaje rumbo a una provincia del norte del país. Al día siguiente, un domingo, estarán de vuelta en Lima, donde darán un concierto cada día hasta el jueves. Entonces ya podrán descansar en el avión que los llevará rumbo

a Darwin, a quien una muchacha del club de fans acusaba de haberla violado. Pero esta noche, él prefiere hablar sobre la primera gira a Europa, donde darán conciertos para las colonias de peruanos en España e Italia. La cumbia peruana es una música nómada: viaja allí donde su público migra. De las provincias a Lima. De Lima a Europa, a Estados Unidos. También a Chile y Argentina, dice el director apoyándose en una ventanilla, dispuesto a capturar algo de sueño. En la primera fila del autobús de Los Caribeños va Jocymar Farfán, un vocalista de la orquesta que no viajará a Europa. Es un muchacho de veinte años, mejillas con hoyuelos y cabello prieto, que apenas lleva un mes con el grupo. No ha tenido tiempo suficiente para conseguir una visa, pero no parece estar triste y es el primero en bajar cuando el vehículo se detiene en las puertas de América Televisión, en un barrio de casas envejecidas. El grupo atraviesa la calle donde algunas seguidoras seleccionan a los más guapos para hacerse fotografías con ellos. Los más guapos, como Jocymar, también son los vocalistas. Son la cara de la orquesta y, en el mundo de la cumbia, gozan de una celebridad que los vuelve relativamente apátridas. Pueden cambiar de grupo por razones similares a las del delantero de fútbol que ficha por un nuevo equipo. Jocymar, por ejemplo, fue convocado para reemplazar a un vocalista que se fue seducido por un mejor sueldo a otra orquesta. Lo probaron en un concierto ante diez mil personas. Hasta entonces él cantaba en un grupo de salsa, en Lima, y jamás había enfrentado a un monstruo como ése. Al hacerlo ese día, dice, sintió por primera vez «lo que es la fama de verdad».


Deyvis Orozco y el grupo NĂŠctar.


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Las canciones le salían a ritmo de salsa, recuerda el director del grupo, pero cantó con valentía. El puesto era suyo. En Lima, los salseros no suelen ver con buenos ojos a sus colegas de la cumbia. Para ellos, ésta es una música provinciana, sospechosa y fea. Jocymar dice que algunos de sus amigos aún lo miran como a un desertor. Tuvo que pensarlo mucho para cambiar de ritmo. Su padre, un bailarín de música afroperuana que ha recorrido el mundo con el grupo Perú Negro, le habló muy serio. Jocymar recuerda lo que le dijo más o menos así: «Jocymar, piensa: hay salsa cubana, salsa puertorriqueña, hasta salsa colombiana. Y ahí se termina todo. ¿Acaso has escuchado hablar de una salsa peruana? Si quieres conocer el extranjero como artista, tienes que hacer una música que sea netamente de tu país. Los cubanos con su salsa. Los brasileños con su samba. Los peruanos con su cumbia». Jocymar habla moviendo mucho los brazos, como subrayando esas frases que él considera premonitorias. –Con mi grupo de salsa yo era popular en Lima, brother, pero no conocía más que esta ciudad –dice–. Con los Caribeños, en un mes, ya estuve en medio país. Dentro de medio año me voy de gira a Estados Unidos. Mi carrera está acá. Mi viejo tiene razón. Al peruano ya le gusta su música peruana. En los pasillos del canal, los asistentes de producción gritan que el programa va a comenzar. El estudio está repleto de adolescentes entrenados que gritan y aplauden mientras Los Caribeños se distribuyen en el set. Por allí se ve a Aspericueta tomando sus teclados, y a Jocymar en la fila de los vocalistas, hinchando el pecho, como si además de ser un vocalista de cumbia, quisiera demostrar que está contento de serlo. «¿Son los mismos integrantes de antes o son más?», bromea el animador del programa mirando esa cara nueva en el grupo. «¿Qué hacen en las giras?». Luego sigue una canción en playback. Las espigadas modelos bailan, y la secuencia termina cuando ni siquiera parecía haber comenzado. Cortes comerciales. El animador se hace fotos con los integrantes del grupo antes de que éstos partan rumbo al autobús. Es la apresurada partitura de la agenda. Uno de ellos se retrasa. Anota algo en un papel arrugado y se lo entrega al conductor del pro-

grama con un rostro de ruego. Es un saludo a su esposa, que vive en un pueblo a poco menos de nueve horas en autobús desde Lima. Ella se llama Gianina Máchica. Hace un mes que él no la ve. Saludos para ella.

La fama, para un músico de cumbia, implica ciertas obligaciones envidiables. Las chicas pueden ser muy cariñosas. Pero ser besado por cientos de fanáticas en pocos minutos podría obligarte a disimular una fiebre que deberías guardar en cama. Pero no puedes. Es la dictadura de la moda. Hoy es una noche cálida en las faldas de un cerro de Villa María del Triunfo, un distrito al sur de Lima de casas que no terminan de construirse. El autobús del Grupo 5 de Monsefú (Monsefú: lugar de origen del grupo, al norte del país) se ha estacionado en las afueras de un coliseo de piso de tierra, donde ya comenzó un concierto que durará unas cinco horas. Cinco horas podría ser una prueba de resistencia imposible para un cantante bien entrenado, pero John Kevin Sarmiento, con fiebre, sólo es uno de los seis vocalistas de la orquesta que van alternando el micrófono principal, dosificando así sus energías, postergando el sueño. Cinco horas de concierto garantizan que más personas puedan entrar al coliseo comprando más entradas y que se vendan más cajas de cerveza, con lo cual la gente alcanzará ese estado de eufórica ebriedad en que una canción de moda puede ser lo único que importa para seguir en pie. Un concierto de cumbia, casi siempre de cinco horas, involucra a mucha gente que vive de esos espectáculos (dieciocho músicos, una veintena de técnicos, el personal de seguridad, los empresarios que contratan al grupo, los auspiciadores) y el dinero es una montaña aparente que se prorratea pronto hasta que se convierte en los ciento setenta dólares que, en promedio, guarda en su billetera cada músico. John Kevin, por ejemplo, que esta noche ha bajado del escenario después de cantar una canción para aplacar los gritos de las muchachas que hacen una fila en pos de una fotografía, una firma, un beso, John Kevin, sólo un beso. John Kevin sólo quería tomarse un respiro en medio de la fiebre que lo aqueja cuando las chicas cariñosas lo atrapan a besos. Tiene veinte años, viste un pantalón negro, camisa gris y un peinado que lo asemeja a Mr. Grass, ese muñeco de hirsuta cabellera vegetal. Su rostro luce unas pronunciadas ojeras debido a esa fiebre que lo persigue desde la noche anterior, cuando sólo pudo dormir unas horas después de un concierto. A la mañana siguiente debía estar en una conferencia de prensa anunciando la próxima miniserie sobre la historia de la orquesta. «Por favor, manda unos saludos a la cebichería Rosita», le dice una muchacha abrazándolo por la cintura mientras una compañera



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apunta con un celular. «Un beso para Pierito, que el domingo es su cumpleaños», dirá John Kevin, después, complaciendo a otra mujer que lo mira a través de una cámara de video. «Kevincito, Kevincito», lo llama ahora una señora de cabello rubio, aretes brillantes, que se acerca sosteniendo un vaso de cerveza en la mano en forzoso equilibrio sobre el piso de tierra seca. La mujer lleva un manojo de gargantillas, extrae una de ellas y la cuelga en el cuello del vocalista. La placa tiene las iniciales de su nombre en oro,

–Yo le doy a este boom de la cumbia unos dos años más –dice el tecladista del Grupo 5, Luis Cabrejos, mientras el autobús recorre la ciudad rumbo a otro concierto. Es una noche de marzo, en Lima, y Cabrejos luce cansado; está lejos de parecer un clarividente. El grupo ha pasado siete días de gira en Argentina, y ahora, de vuelta, el trabajo vuelve a parecer esa odisea incesante: por la mañana, una cita en la embajada de España

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LA CUMBIA SE EXPANDÍA DESDE COLOMBIA HASTA LAS PROVINCIAS DEL PERÚ, COMO UN VIRUS SECRETO QUE CAUTIVABA A PEQUEÑAS AGRUPACIONES DE BARRIO. LA CUMBIA ERA UNA MÚSICA DE CULTO. DE CULTO POPULAR. LIMA TODAVÍA SE VEÍA A SÍ MISMA COMO UNA CIUDAD QUE SEGUÍA LAS MODAS DEL MUNDO. AÚN NO ERA LA CIUDAD-CUMBIA QUE ES AHORA y esa seguidora guarda una similar para cada uno de los vocalistas del grupo. Se llama Isabel Anglas de Ginés y dice que celebró su cumpleaños cincuenta y seis con un concierto privado del Grupo 5 (un regalo que a sus hijas le costó casi diez mil dólares), y que desde entonces trata de no perderse ninguna de sus presentaciones, así tenga que recorrer media ciudad, como esta noche. Cada concierto es una caja de Pandora llena de posibilidades desconocidas. Una noche, cuenta John Kevin, apartándose de la multitud, un hombre se le acercó en una fila similar y le pidió que le enviara saludos a su hija, que al día siguiente iba a cumplir quince años. Días después, el cantante recibió una llamada de un primo suyo que le habló de una fiesta a la que había asistido, y donde el regalo de los padres, después de que la agasajada hubo bajado las escaleras en su vestido de princesa, era una pantalla gigante donde John Kevin aparecía saludando a la muchacha con un beso volado. La fiebre de la cumbia deja esos recuerdos agradables, pero ahora la fiebre de verdad, su fiebre, vuelve a agobiar a ese cantante. Él dice que le gustaría descansar, estar en casa jugando con su karaoke, ensayando esas nuevas pistas de ópera italiana que ha comprado. Pero no puede. Es su turno en el escenario.

para tramitar las visas y después entrevistas con la prensa; por la tarde, visitas a la radio; por la noche, otro concierto. Cabrejos dice que pasa tanto tiempo en esa butaca del autobús que hasta le ha puesto un sobrenombre. –Mi cama –dice acariciando la mullida superficie donde viajaba estirado. No tiene puestos los zapatos y cada cierto tiempo responde las llamadas de su novia en el celular. –Yo creo que en dos años la gente ya podría querer un cambio. Pone un ejemplo. A principios del 2000, él acaba de entrar al Grupo 5 y era un joven de veinte años que soñaba con dos cosas: conocer el extranjero y casarse. Lo primero ya lo hizo. Lo segundo ocurrirá pronto y, por eso, dice, trata de ahorrar al máximo el dinero que gana por tocar en cada concierto. Pero aquel año 2000, en las grandes ligas de Lima, al Grupo 5 no lo conocía casi nadie. En las radios de esta ciudad sonaban otros grupos y otro tipo de cumbia. Las bandas de moda llegaban de la selva del país y su música mezclaba ritmos amazónicos, brasileños y algo de tex mex. La tecnocumbia era un reinado de mujeres que bailaban frenéticamente en el escenario y explotaba al máximo los sintetizadores. En los diarios y revistas de la ciudad se hablaba de ese ritmo de provincias que estaba a punto de conquistar a las clases sociales más altas. «Rossy War, la artista más popular del Perú», escribió un periodista sobre la diosa absoluta de ese momento, y narraba, con sorpresa de profeta, que en algunas ciudades del Perú había visto conciertos de hasta quince mil personas. «La juventud blanca o blancoide de la clase media está tecnocumbiambizada»,


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añadía el mismo cronista explicando una época en que hasta el presidente Alberto Fujimori debía recurrir a la tecnocumbia para animar sus aburridos mítines de campaña electoral. Por esa época, el joven tecladista Luis Cabrejos, solía viajar a los conciertos de su grupo en furgonetas incómodas que lo dejaban adolorido, y se preguntaba si es que algún día su orquesta sería tan popular como la de Rossy War. Poco después, la moda bostezó y la tecnocumbia fue a parar a algún cajón del olvido. De modo que esta noche de verano, ocho años después de aquel furor ajeno, mientras el moderno autobús del Grupo 5 avanza por una autopista de Lima, en la cúspide de su propia popularidad, el tecladista Luis Cabrejos trata de no marearse. Dos años más, dice él, advirtiendo que un tiempo después la gente también podría aburrirse de la cumbia norteña. De la misma manera ocurrió con la tecnocumbia. Todo pasa de moda. Pero, a veces, preguntarle a un músico popular si algún día dejará de gustarle al público es tocar una melodía desafinada. Semanas atrás, el Grupo 5 había dado un concierto en el Centro de Convenciones del Hotel María Angola, un local donde se han presentado estrellas internacionales del rock y la salsa. La orquesta celebraba sus treinta y cinco años y, para ello, había invitado al Grupo Niche, una orquesta colombiana de salsa muy famosa en Latinoamérica. Elmer Yaipén, el director del Grupo 5, observaba la ardiente masa de miles de personas desde un rincón del escenario. Había muchachas que aventaban sujetadores al escenario. Había parejas de oficinistas liberados del trabajo. Había turistas con cámaras fotográficas. –No creo que esto vaya a pasar de moda – gritó Yaipén para que su voz pudiera ser escuchada entre el estallido de las canciones. Estaba sentado en una silla, envuelto en un terno, y de rato en rato acomodaba una pierna que llevaba enyesada debido a un balazo. Hacía unos días, regresando de un concierto al sur de Lima, unos asaltantes de carreteras habían emboscado su camioneta. –Esto es demasiado grande –gritó Yaipén–. Es como si las clases altas se hubieran dado cuen-

ta de que la música que se hace en las provincias también es buena. Como la comida peruana. Es algo parecido. Darse cuenta. Hubo un tiempo en que nadie daba nada por la cocina peruana, y un día, de pronto, los peruanos descubrieron que era deliciosa. Descubrir. ¿Pero quién descubrió a quién? ¿Los grupos de cumbia descubrieron el gusto del público más exclusivo de Lima? ¿Fue ese público el que de pronto se enamoró de la cumbia? Como en todo misterio, también en esta historia alguien tuvo que morir.

Hoy es una tarde de abril, y Deyvis Orozco, el líder y vocalista del grupo Néctar, tiene la cara magullada, los brazos ensangrentados y el cuerpo lleno de islas moradas. «Me van a secuestrar en la telenovela», dice casi sin mover los labios, mientras una maquilladora se apodera de su cabeza con el ímpetu de un escultor ante su obra de arte. A él, que ahora es la estrella de una telenovela sobre el mundo de la cumbia, le gusta que lo llamen Bomboncito, el Bomboncito de la Cumbia, pues recuerda que a su padre lo llamaban el Bombón. «Era bastante guapo», dice dejándose masacrar de mentira. Deyvis Orozco tiene veintiún años y vive una acelerada popularidad desde esa lejana mañana en que, a punto de echar a correr por la desesperación de saber que su padre había muerto, abrió la puerta de su casa y allí, delante de él, encontró el inicio de esta historia. Deyvis quería correr hacia un teléfono público y llamar a la Argentina. Esa mañana, los noticieros mostraban unas imágenes espeluznantes desde Buenos Aires: una camioneta incendiada cerca de una autopista y una voz en off que explicaba que allí se encontraban los restos de los ocho integrantes del grupo Néctar, el que entonces lideraba su padre, Jhonny Orozco. El grupo era popular en los barrios pobres de Buenos Aires y en las colonias de peruanos de esa ciudad. La cumbia, música nómada, va allí donde su público está, y en Lima no estaba de moda. En esas zonas de Argentina, sí. Néctar estaba de gira cuando su camioneta se estrelló. Era mayo del 2007 y entonces Lima bailaba a regañadientes el reguetón. Hasta ese día la cumbia, más que un género musical, parecía una herramienta que los sociólogos escuchaban para explicar el país. Cumbia: una música de provincias llevada a la ciudad por los migrantes. En los años ochenta, se le llamaba «chicha», como una bebida de maíz de los Andes, pues en Lima la bailaban sobre todo los migrantes que bajaban de las montañas. Ellos construían sus barrios en los arenales y en los cerros de la capital. La «chicha» era una música, pero sobre todo una amenaza social. «Era el soundtrack del desborde popular», explica el sociólogo Santiago Alfaro, sentando en un sofá de su casa, como quien se apresta


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22_ ESTRELLAS

a narrar una película. La trama: los pobres, a ritmo de cumbia, se devoran la ciudad. Tiempo después, a fines de los años noventa, Lima ya es una ciudad devorada por un mar de pueblos jóvenes; villas miseria, le dicen en otros países. Favelas. Florecen discotecas en esas zonas. Los migrantes, que ya tienen hijos y hasta nietos, se divierten bailando tecnocumbia. «La misma chicha con distinto tecno», escribió un periodista en el 2000, y luego advertía: «Argentina ya se achichó», y así explicaba que los grupos peruanos habían generado en ese país una ola de imitadores. Néctar, en Buenos Aires, era uno de esas orquestas que había llevado la cumbia, de manera discreta, de una Lima reguetonera al extranjero, hasta que su camioneta se estrelló. Morir, en el Perú, puede ser la carrera profesional más corta para alcanzar notoriedad. Casi un año después del accidente, y poco antes de entrar a grabar un capítulo más de su telenovela, Deyvis Orozco recuerda que, aquella mañana de la tragedia, el teléfono de su casa no tenía línea. Él quería llamar a los empresarios que habían contratado a su padre y, cuando abrió la puerta de su casa para salir en busca de un teléfono público, se encontró con una muchedumbre de vecinos preocupados y de periodistas que estiraban hacia él sus micrófonos, preguntándole sobre su padre. Sobre Néctar. Sobre la cumbia. Ahora Deyvis Orozco vive en un departamento cercano a los estudios donde graba la telenovela, una zona residencial rodeada de clínicas y con un centro comercial donde estacionan camionetas de lujo. Pero aquella mañana aún vivía en Comas, un barrio de las afueras de la ciudad, adonde los periodistas suelen llegar para informar sobre tragedias. Como ese día. Pero ese día la noticia tenía el sonido de la cumbia. ¿Qué había sido de ella durante tantos años? Sorpresa. Los canales de televisión empezaron a informar sobre ese peruano ejemplar, el líder de Néctar, que exportaba música peruana al extranjero. Se grabó una miniserie sobre su vida. Los homenajes póstumos se multiplicaron. El presidente Alan García condecoró a la banda caída en el servicio del deber. Las viejas canciones de Néctar grabadas muchos años antes volvieron a sonar en las radios. Se hicieron conciertos de homenaje. Todos sentían dolor por ese grupo partido, y los

periodistas de Lima volvieron a interesarse en ese gran mundo-cumbia que de los barrios de migrantes y de las provincias, donde decenas de orquestas, durante cuatro décadas, con distintos estilos recorrían, con más suerte, las autopistas del gusto popular. De pronto todos querían saber de la cumbia. Todos querían bailarla. Esta tarde Deyvis Orozco dice que también en su telenovela todos bailan la cumbia, y lo explica así: él, en la ficción, también se llama Deyvis y es el hijo de un músico de cumbia que acaba de morir. Deyvis hereda esa orquesta. Tiene dinero y quiere progresar. Para eso se inscribe en una academia de arte. «La más cara de Lima, donde hay gente de posición económica alta», dice. «Deyvis viene de un barrio, y la gente piensa que, porque viene de allí, no tiene educación. Pero Deyvis conquista a la chica más bonita de esa academia, y poco a poco esas personas de clase alta van conociendo su música». Y al final, por supuesto, todos bailamos cumbia.

Se le podría llamar el Beethoven de la cumbia, si es que Bethoven hubiera sido un escritor de canciones. Estanis Mogollón es ese genio oculto cuyos temas cantan o graban casi todos los grupos del norte del Perú (como los Caribeños y el Grupo 5), y hay quien hasta lo ha llamado el Rey Midas de la Cumbia: todo lo que compone se convierte en dinero. Esta mañana de abril Mogollón está al teléfono en su cómoda casa de Máncora, un balneario del norte del Perú, donde termina de preparar una maqueta de ocho temas que, unos días después, venderá a una orquesta. Antes, cuando trabajaba como vigilante de seguridad en una empresa, vivía en una choza de esteras junto con su esposa y sus cinco hijos. Por entonces, componer era un asunto que no le daba dinero. Un día, recuerda, un músico se llevó uno de sus temas a cambio de un cebiche y unas cervezas. Eran tiempos tristes. Ahora la moda de la cumbia le ha dado una casa de tres pisos, un automóvil, una moto para su esposa, pero también la imposibilidad de tomarse unas vacaciones. Mogollón compone desde que tenía diecisiete años, pero el furor, ya se sabe, comenzó no hace mucho, y él puede señalar un momento preciso: el día en que su canción «El embrujo» reventó las radios de Lima. «Nunca la gente ha llamado para pedir tanto una canción», diría otro día el programador de una emisora, recordando esos meses del año 2007 (después de la muerte de Néctar) en que se pasaba al menos quince veces al día, tres veces más que cualquier otro tema de moda. Mogollón recuerda que aquélla era una vieja canción entre sus cuadernos de trabajo al que un día, cuando «andaba escaso de temas», le puso música y se la hizo escuchar al director de una orquesta. Luego se grabó y se puso en los conciertos. Desde entonces, casi no hay grupo que no haga un cover de «El embrujo» para complacer a ese público que suele corearlo de memoria. «Diiicen, que porque te quiero tanto, yo que tuve tantos amooores, seguro me has embrujaaadoooo. Qué


Orquesta Internacional Grupo 5 de MonsefĂş.


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impooortaaa. Si es así, déjalo ahí, hechizado, encantado por ti. Qué más da, soy feliz, no, no rompas ese embrujo, mujeeer, déjame por sieeempre junto a tiii». «El limeño, aunque a veces se las quiera dar de muy sofisticado, siempre ha sido pachanguero», explica el sociólogo Santiago Alfaro lo que parece inexplicable: una melodía pegajosa que invita a bailar y a cantar. «La cumbia que se hace en el norte del país ha dado en la yema del gusto. Sólo habla del amor, y nada hay más universal que eso, nada es más hedonista que eso. Éste es el soundtrack del Perú de ahora, que ya no quiere avergonzarse de sí mis-

Rossy War ya no está de moda. Lo sabe y lo disfruta con ese optimismo de quien dice haber hallado cosas buenas en el reposo. Tampoco viaja en autobús. Son las dos de la tarde y ella recorre la ciudad en su propio automóvil rumbo a su casa-restaurante de Chaclacayo, a media hora de Lima, donde suele pasar la mayor parte del tiempo administrando su carrera con esa tranquilidad que dejan los ahorros del éxito. Ha salido de un canal de TV, donde no ha cantado, como hubiera sido lo normal en el pasado, sino que ha participado en una conversación sobre la infidelidad en las parejas maduras. A sus cuarenta y dos años, mantiene la figura menuda

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A PRINCIPIOS DEL 2000, EL TECLADISTA DEL GRUPO 5 SOLÍA VIAJAR A SUS CONCIERTOS EN FURGONETAS INCÓMODAS QUE LO DEJABAN ADOLORIDO, Y SE PREGUNTABA SI ALGÚN DÍA SU ORQUESTA SERÍA TAN POPULAR COMO LA DE ROSSY WAR. TIEMPO DESPUÉS, LA GENTE SE OLVIDÓ DE ROSSY WAR. EL TECLADISTA CREE QUE AL NUEVO BOOM DE LA CUMBIA LE QUEDA DOS AÑOS MÁS mo porque ya es un país que tiene dinero». Entonces, como tienes dinero, bailas lo que quieres, y esta historia también parece la fábula de un país que, por primera vez, decide pachanguear de verdad con su propia música (ya no con un ritmo importando) sin avergonzarse de ello. Suena bonito, pero la moda es inexorable y no se detiene ante las moralejas. ¿Cuánto puede resistir un país bailando lo mismo antes de cambiar el dial? «“El embrujo” ahora se escucha sólo unas cinco veces al día», dirá aquel locutor de radio, calculando la temperatura de la fiebre musical de su público. Quizá sea el invierno, en Lima, que a fines de abril empieza a enfriarlo todo. Tal vez es la moda, que se infla y se desinfla para pedir un cambio. «Es curioso», dice el compositor Mogollón en su casa. «En los años noventa, yo hacía la misma música, esta misma cumbia romántica, y entonces a nadie le gustaba. Ahora hasta los niños la piden en las radios». ¿De qué depende que no pase de moda? Él, que es compositor, dice que la responsabilidad es de los grupos, que deben mantener su seriedad, su contacto con el público y conservar la esencia romántica de ese ritmo. Aunque en el presente las profecías todavía parecen melodías desafinadas. Las orquestas de cumbia siguen de moda. Y hasta Estanis Mogollón, que es compositor, también quiere ser conocido como músico y ha fundado su propio grupo, la Stany Band, en honor a sí mismo. Hasta tiene un autobús.

que a fines de los años noventa podía resistir trescientos conciertos cada año. Entonces hasta el presidente Fujimori la escuchaba en vivo durante sus fiestas de cumpleaños. Ella era la cantante más popular del país y la estrella más brillante de ese lejano boom de la tecnocumbia. Luego la moda se fue, tal como llegó, llevándose a todas sus estrellas. Hay una manera de recordarlas. Hay un concurso en la televisión donde algunas de esas viejas glorias compiten arrebatándose para demostrar que conocen la letra de las canciones de moda. Las de la cumbia del norte, claro. El premio, además de diez mil dólares, es una corona que no garantiza ningún reinado. Rossy War, que fue la diosa máxima, no haría eso. Ella elige otros programas para presentarse, como el de esta tarde. Antes, dice, desdeñaba ese tipo de invitaciones por atender otros asuntos de su carrera. Ahora sabe que la televisión es muy importante. El público baila la música que puede ver. Rossy War dice que ya puede disfrutar de su familia. Su odisea terminó. Recuerda que una vez, en plena popularidad, estuvo a punto de dejarlo todo. Había pasado dos meses sin ver a sus hijos, y cuando regresó a Lima, a punto de viajar a los Estados Unidos, el tutor de uno de ellos le explicó que el niño ya no quería estudiar. Sentía que sus padres se habían olvidado de él. Entonces ella conversó con su esposo y decidieron hacer menos conciertos, pero cobrar más por ellos. Desde entonces, pasaba más tiempo en casa y descubrió que ese hijo había aprendido a tocar la guitarra sin que ella se diera cuenta. ¿Un consejo para las estrellas actuales de la cumbia? «Que ahorren su platita y que estudien», recomienda Rossy War, desde su automóvil. Ahora su hijo es un joven de veintiún años que estudia ingeniería de sonido. Le gusta la cumbia. –Va a ser un gran músico –dice, como si pudiera sentir algo así como una nostalgia del futuro.


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26_ DICCIONARIO DE LA LENGUA Psicotronia

una palabra de

Pseudociencia que investiga el control mental producido por medios electrónicos.

a palabra no aparece en el diccionario. La primera

presente: una calidad de la luz (la iluminación reventada de teleseries como cuna

vez que alguien la usó con fines no científicos (aun-

dE lobos);

o una teoría del futuro (las explicaciones desquiciadas de nuestros politó-

que, en verdad, hablar acá de ciencia es algo más que relati-

logos sobre las restricciones de nuestra democracia); o un modo de entender la reli-

vo) fue en una oscura cinta de Chicago llamada El

hombrE

gión (las reflexiones de Philip K. Dick sobre la posibilidad de que él mismo viniera

La cinta tiene que haber sido realmente mala,

de aquella dimensión paralela que correspondía a la de sus novelas) o el sexo (con el

psicotrónico.

al punto que el crítico de cine yanqui Michael J. Weldon se

Marqués de Sade en algún número de los invisiblEs, bailando en un disco-calabozo

robó el término para describir aquella clase de películas de

de San Francisco mientras se da cuenta de que sí, el futuro ha cumplido y superado

ciencia ficción explotaition baratas o estúpidas que adoraba.

sus expectativas) o la política (todas, pero todas las explicaciones sobre la muerte de

Pero lo anterior, da lo mismo. A mí, la palabra me gusta del mismo modo en que me agrada la idea equivocada que

Kennedy, el poder televisivo de Laura Bozzo, la potencia sexual de Menem). La energía psicotrónica no reside en las manos o los ojos de los gurús que la

convoca: la de una ciencia falsa y estúpi-

proclaman –muy en serio– como una cien-

da, la de un saber imposible e irreal. La

cia del control mental. Internet está llena

psicotronia es, en realidad, una especie

de ellos. Por el contrario, late al nivel de la

de saber neurótico, la física cuántica de

calle, en la estética de las radios AM que

una estupidez diaria capaz de despertar a

invaden la madrugada del éter latinoame-

los muertos, de dotar de discernimiento

ricano. No en vano recuerdo haber escu-

a los zombis, de hacer que Santa Claus

chado ahí, en el semisueño que antecede

viaje a Marte para llevarle una Navidad

a las pesadillas, historias horribles o ma-

a los extraterrestres. La psicotronia se

ravillosas.

exhibe de este modo como una rama de

Recuerdo una, para terminar: una mu-

un conocimiento más que nada literario

jer detallaba al aire, llorando, cómo su vida

(Susan Sontag escribió sobre su versión

se había ido al carajo. Le echaba la culpa

Neanderthal, a la que llamó camp), ca-

a unos rayos invisibles que alguien o algo

paz de explicar lo inexplicable como

desconocido le estaba lanzando. La mujer,

una metafísica terminal, como algo que

que había nacido en el sur de Chile, decía

suena a una ciencia incierta que puede

que se había mudado a un conventillo de

incluir en el mismo club a los dictadores

Santiago. No había terminado el colegio y

latinoamericanos, a los villanos televisi-

sólo le quedaba trabajar como empleada

vos, a los científicos locos o a los psicó-

en una casa del barrio alto. Pero eso no es

ticos dibujos animados japoneses.

lo que importa. Lo que importa es que la

Obviamente, mi agrado por la pa-

mujer contaba que en ese conventillo se

labra, por el concepto, es un gusto ad-

había enamorado y había quedado emba-

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quirido en miles de malas películas, en

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álvaro bisama

razada de un obrero. Luego había empeza-

la televisión basura, en las obras de Jorge Luis Borges y

do el desastre. Su hombre la había abandonado, había perdido al bebé y después, en

Alberto Laiseca (el escritor psicotrónico latinoamericano),

una infección inexplicable, el ojo derecho. Todo sonaba triste. Todo sonaba terrible.

en el universo deshilachado de las teorías de conspiración.

La mujer aseguraba que habían lanzado energías sobre ella. Rayos láser, decía. Me

Porque la psicotronia es más útil que el realismo mágico a

mandaron rayos láser psicotrónicos, repetía. La psicotronia me hizo perderlo todo,

la hora de explicar nuestra realidad. En un mundo de tec-

decía. Ella, mirando su universo roto con sólo un ojo, lloraba al otro lado del dial.

nologías precarias como el nuestro, es necesario también

Las palabras se le volvían lágrimas y balbuceos, sílabas rotas. El locutor la consola-

manejar la teoría de una ciencia subdesarrollada y menor.

ba. Yo escuchaba todo en mi habitación y a oscuras, mirando cómo en las tinieblas

Eso es la psicotronia, signifique lo que signifique.

se dibujaban siluetas sin forma.

Así, el adjetivo «psicotrónico» alude a un montón de cosas que se escurren en tantos signos contradictorios del

Estaba aterrado. La palabra tenía su poder y su peso. Tenía miedo. Un miedo psicotrónico.



28_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

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Manual para hacer deporte sin levantarse de la cama o hermoso de tener una visión holística del mundo es que uno termina reconociendo océanos donde sólo había charcos, para parafrasear una tonada al gusto de la juventud de hoy. Pocos verían, por ejemplo, posibilidades de salud y bienestar en una vida confinada a los cuatro lados de una cama. Pero si algo debe revolvernos el estómago es el adocenamiento. Rebélese contra la tiranía del deporte al aire libre. Reniegue de toda competición limitada por reglas, campos o uniformes. Por el contrario, reivindique las bondades de no levantarse de la cama durante largos periodos. Entonces, indague: ¿Es posible realizar actividades que favorezcan la buena salud sin salir del lecho ni cambiarse el pijama? He aquí el cómo. 1. Ventile sus pliegues.- Las últimas tendencias del bienestar coinciden en que el elongamiento –mal llamado stretching– es premisa clave de la salud músculo esquelética. La regeneración celular se potencia con la extensión de fibras y articulaciones. Y es lógico deducir que el mismo efecto puede lograrse sobre los pliegues naturales del cuerpo humano. Empiece por aquellos entre los dedos del pie, y deje que la leve brisa propia de la separación forzada los recorra terapeúticamente. Una vez ventiladas esas junturas, auscúltelas con las manos realizando un suave masaje circular que incentivará la irrigación sanguínea. Repítase el ejercicio en sobacos, nalgas, papada, entrepierna y debajo de los pechos, en el caso de las mujeres debidamente dotadas. A los varones se les recomienda mantener el miembro viril al margen de esta experiencia, pues la misma podría desnaturalizarse. 2. Falanges al día.- Hoy resulta normal tumbarse en la cama con la inmejorable compañía de al menos tres controles remotos: TV, cable y home theater. Dichos aparatejos ofrecen una posibilidad deportiva

un consejo de

fritz berger ch.

al alcance de los dedos. Los estudios indican que el televidente promedio utiliza sólo dos dedos para manipular el control remoto. Usted no tiene por qué sumarse pasivamente a la estadística: innove. Que el meñique se ocupe de los canales impares. Que el anular se haga responsable del volumen de sonido. Que el dedo medio fluya entre el cable y el DVD. Al cabo de tres semanas de esta rutina dactilar, combinada con la metódica exploración de los pliegues (ver punto 1), su apretón de manos volverá a ser el de un hombre vigoroso. 3. Cardio-sábanas.- Las actividades bajo sábanas representan una sana actividad lúdica que suele aparecer en la temprana infancia. Luego, con la pubertad, llegan estimulantes quehaceres manuales bajo ese manto protector que, con algo de suerte, llegan a practicarse en compañía. Al adulto sedentario, ya habiendo quemado etapas, se le presenta una nueva opción agazapada bajo la tibieza de la sábana propia: el ejercicio cardiovascular. Una reacción atávica, presente en todas las culturas donde se da el uso de cobertores de tela para dormir, es la de envolverse en ellos cuando uno deja escapar una ventosidad. El reconocimiento de los propios olores coadyuva a la afirmación de la personalidad, forjando la autoestima del individuo. Esta reacción instintiva, también conocida como Cámara de gas, es una inadvertida ejercitación de bronquios y pulmones en virtud de la respiración honda y diafragmal que demanda para aprovechar al máximo la rápida dispersión de los aromas. Recuerde algo: Esta práctica será inútil si no se cuenta con el soporte previo de una cena rica en menestras y legumbres. 4. Dieta de cama.- Nada más inconveniente para el deporte que un estreñimiento alevoso. Por el contrario, comer en el lecho sin reglas ni consideraciones de etiqueta repercute en un posterior proceso digestivo laxo, óptimo en distensión de esfínteres. Al cabo del cuarto día de haber comenzado ese régimen nutricional, el interesado puede intentar una dieta shock. Para ello se alimentará sólo de las migajas y restos de comida que encuentre sobre la cama. Setenta y dos horas después, el individuo adquirirá la figura esbelta que otros, ni siquiera con meses de entrenamiento en el gimnasio, podrían alcanzar. En su versión extrema esta dieta prescinde incluso del agua. Pero sobre las virtudes inmunológicas de la «orinoterapia» nos explayaremos en otra de nuestras mensuales reuniones.



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E N E R O

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Antes de morir, el escritor Roberto Bolaño entendió que estaba a punto de alcanzar la fama. Pero tal vez no imaginó que iba a ser definido como «uno de los escritores más relevantes de su tiempo», como «una epidemia», como «el último escritor latinoamericano». ¿Habrá literatura después de su muerte?

un texto de jorge volpi ilustración de

mario segovia guzmán



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Bolaño, cuando todavía no era Bolaño sino Roberto o Robertito o Robert o Bobby –no sé de nadie que lo llamara así, pero da igual–, creció, como todos nosotros, a la sombra de esa pandilla todopoderosa y aparentemente invencible, esos superhéroes vanidosos reunidos en el Salón de la Justicia que montaban en Barcelona o en La Habana o en México o en Madrid o dondequiera que su manager los llevase. Bolaño los leyó de joven, los leyó de adulto y tal vez los hubiese releído de viejo: nombrándolos o sin nombrarlos, cada libro suyo intenta ser una respuesta, una salida, una bocanada de aire, una réplica, una refutación, un homenaje, un desafío o un insulto a todos ellos. Todas las mañanas pensaba cómo torcerle el pescuezo a uno o cómo aplicarle una llave maestra a otro de esos viejos que, en cambio, dolorosamente, nunca lo tomaron en cuenta o lo hicieron demasiado tarde. Si hemos de pecar de convencionales, convengamos con que la edad de oro de la literatura latinoamericana comienza en los sesenta, cuando García Márquez, que aún era Gabo o Gabito, pregunta: ¿qué vamos a hacer esta noche?, y Fuentes, que siempre fue Fuentes, responde: lo que todas las noches, Gabo, conquistar el mundo. Y concluye, cuarenta años más tarde, en el 2003, cuando Bolaño, ya siendo Bolaño, se presenta en Sevilla y anuncia, soterradamente, casi con vergüenza, que su nuevo libro está casi terminado, que la obra que al fin refutará y completará y dialogará y convivirá con La Casa Verde y Terra NosTra y rayueLa y sí, también, con CieN años de soLedad , está casi lista, aun si ese casi habrá de volverse eterno porque Bolaño también presiente que no alcanzará a acabar, y menos aún a ver publicado, ese monstruo o esa quimera o ese delirio que se llamará, desafiantemente, 2666.

Somos una pandilla de escritores jóvenes, o más bien de escritores un tanto traqueteados, incluso viejos o casi decrépitos, aunque sí bastante inmaduros, todos menores de cuarenta años, reunidos en otro congreso de escritores jóvenes –jóvenes por decreto, insisto–, en la fría y acogedora ciudad de Bogotá. Treinta y ocho escritores (falta uno de los invitados) listos para discutir sobre un tema soso y vano como

el futuro de la literatura latinoamericana, signo evidente de que los organizadores del encuentro no saben que, desde la muerte de Bolaño, la literatura latinoamericana ya no tiene futuro sino sólo pasado, un pasado bastante elocuente y rico, todo hay que decir. Los treinta y ocho que estamos allí, en Bogotá, admiramos la ciudad y admiramos la forma de bailar de las chicas locales –tarea muy bolañesca– y, mientras tomamos mojitos y aguardientes, nos comportamos como colegiales, quizá porque desearíamos ser colegiales. Ajeno a nuestra apatía, el público insiste en preguntarnos por el futuro de la literatura latinoamericana, por su presente (que en teoría encarnamos), y por los rasgos que nos diferencian de nuestros mayores, es decir, de los escritores latinoamericanos que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días. Nos miramos los unos a los otros, confundidos o más bien perplejos de que a alguien le preocupe semejante tema, procuramos no burlarnos –a fin de cuentas somos los invitados, el presente y el supuesto futuro de la literatura latinoamericana–, y respondemos, a media voz, lo más educadamente posible, que no tenemos la más puñetera idea de cuál es nuestro futuro y que hasta el momento no hemos encontrado un solo punto común que nos una o amalgame o integre –fuera de nuestro amor por Bogotá y por los mojitos–, pero como a nadie le convencen nuestras evasivas, por más corteses que sean, nos esforzamos y al final encontramos un punto en común entre todos, un hilo que nos ata, un vínculo del que nos sentimos orgullosos, y entonces pronunciamos en voz alta, envanecidos, sonrientes para que las fotografías den cuenta de nuestras dentaduras perfectas de escritores latinoamericanos menores de cuarenta, su nombre. Bolaño, decimos. Bolaño. El paraguayo admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos admiramos a Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la puertorriqueña admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a Bolaño, los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta los chilenos admiran a Bolaño. Poco importa que en lo demás no coincidamos –excepto en nuestra fascinación por los mojitos y el aguardiente–, que nuestras poéticas, si es que tan calamitosa expresión aún significa algo, no se parezcan en nada, que unos escriban de esto y otros de aquello, que a unos les guste encharcarse en la política, y a otros abismarse en el estilo, y a otros nadar de muertito, y a otros hacer chistes verdes o amarillos, y a otros irse por la tangente, y a otros machacarnos con detectives y asesinos seriales, y a otros más darnos la lata con la intimidad femenina o masculina o gay: todos, sin excepción, queremos a Bolaño. ¿Extraño, verdad? Creo que a Bolaño le hubiese parecido aún más extraño, aunque también hubiese aprovechado para darse un baño en las aguas de nuestro entusiasmo, qué le vamos a hacer. Porque lo más curioso es que, en efecto, los escritores que tienen más de treinta y


34_ INMORTALES

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nueve años, once meses y treinta días –con las excepciones de algunos hermanos mayores, en especial el trío de rockeros achacosos formado por Fresán, Gamboa y Paz Soldán– por lo general no admiran a Bolaño, o lo admiran con reticencias, o de plano lo detestan o les parece, simple y llanamente, «sobrevalorado» (su palabra favorita). Si no me creen, vayan y hagan el experimento ustedes mismos: busquen un escritor menor de cuarenta (los encontrarán sin falta en el bar de la esquina) y pregúntenle por Bolaño: más del ochenta por ciento, no exagero, dirá que es bien padre o güay o chévere o maravilloso o genial o divino. Y luego pregúntenle a un escritor mayor de cuarenta (los encontrarán en el bar de enfrente o en un ministerio o en una casa de retiro) y verán que en el ochenta por ciento de los casos tiene algún reparo que hacerle, o varios, o todos. En esta época que detesta las fronteras generacionales, que desconfía de las clasificaciones, de los libros de texto, de los manuales académicos, de los críticos mamones, en fin, en esta época que reniega de esa entelequia que sólo los más bellacos siguen denominando canon, resulta que los menores de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno que se aproxima a lo paranormal y que posee innegables tintes religiosos –Bolaño para Presidente, God save Bolaño, Bolaño es Grande, Yo♥Bolaño– cabe preguntarse, evidentemente, ¿por qué?

Ahora todos conocemos la prehistoria: cuando era joven y todavía no era Bolaño y vivía exiliado en la ciudad de México, Roberto o Robertito o Robert o Bobby participó en una pandilla o mafia o turba o banda –por más que ahora sus fanáticos y unos cuantos académicos despistados crean que fue un grupo o un movimiento literario–, cuyos miembros tuvieron la ocurrencia de autodenominarse «infrarrealistas». Una pandilla o mafia de jóvenes iracundos, de pelo muy largo e ideas muy raras, macerados en alcohol y las infaltables drogas psicodélicas de los setenta, que se dedicó a pergeñar manifiestos y poemas y aforismos y sobre todo a beber y a probar drogas psicodélicas y, de tarde en tarde, a sabotear las presentaciones públicas de los poetas y escritores oficiales del momento,

encabezados por ese gurú o mandarín o dueño de las letras mexicanas, el todopoderoso, omnipresente y omnisciente Octavio Paz. Luego de vagabundear por los tugurios de la colonia Juárez o de la colonia Santa María la Ribera, de echarse unos tequilitas o unos churros (de marihuana: nota para el lector español), Mario Santiago y Robertito Bolaño se lanzaban a la Casa del Lago y, cuando el grandísimo e iracundo Paz o alguno de sus exquisitos seguidores se aventuraba con un poema sobre el ying y el yang o la circularidad del tiempo, irrumpían en el recinto y, sin decir agua va, lanzaban sus bombas fétidas, sus consignas, su chistes y aforismos para dejar en ridículo al susodicho o susodichos, o al menos para hacerlos trastabillar y maldecir y ponerse rojos de coraje. Estos happenings, que sólo en los sesenta podían ser vistos como modalidades extremas de la vanguardia o como guerrillas poéticas efectivas, apenas tenían relevancia y sólo algún periodicucho marxista o universitario reseñaba las fechorías cometidas por esos mechudos que atentaban, sin ton ni son, contra las glorias de la literatura nacional. En México de entonces bullían las imitaciones de enragés y situacionistas franceses, las imitaciones de angry young men británicos, las imitaciones de jipis gringos, y nadie se tomaba demasiado en serio sus exabruptos (excepto Paz, que solía tomarse un té de tila cada vez que pensaba en ellos). Lo más probable es que nunca nadie hubiese vuelto a acordarse de las acciones y payasadas de los infrarrealistas –con excepción de Juan Villoro y Carmen Boullosa, sus pasmados contemporáneos–, de no ser porque veinte años más tarde, cuando Bolaño estaba a punto de convertirse en Bolaño, se le ocurrió volver la mirada hacia sus desmanes adolescentes y con esa burda argamasa construyó su primera gran novela, Los detectives saLvajes, trasformando a esos jóvenes inadaptados en personajes románticos (maticemos: torpemente románticos) o al menos en algo así como héroes generacionales para los jóvenes de los noventa, tan desencantados y torpes como ellos, sólo que con menos huevos. Tras veinte años de incubación, Bolaño desempolvó los recuerdos desvencijados de su juventud mexicana, de sus amigos malogrados, de esos poetas de pacotilla, e inventó la última épica latinoamericana del siglo xx. Los realvisceralistas que pululan en las páginas de Los detectives saLvajes son unos perdedores tan patéticos como sus antepasados infrarrealistas pero, maquillados con las ingentes dosis de literatura que Bolaño se embutió a lo largo de veinte años, encontraron una cálida acogida entre los jóvenes latinoamericanos de los noventa, para quienes se transformaron en símbolos postreros de la resistencia, la utopía, la desgracia, la injusticia y una renovada fe en el arte que entonces no abundaba en ningún otro lugar (y mucho menos en el realismo mágico de tercera y cuarta y hasta quinta generación). Cuando Los detectives saLvajes vio la luz en 1998, la literatura latinoamericana se hallaba plenamente establecida como una marca de



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fábrica global, un producto de exportación tan atractivo y exótico como los plátanos, los mangos o los mameyes, un decantado de sagas familiares, revueltas políticas y episodios mágicos –cosa de imitar hasta el cansancio a García Márquez–, que al fin empezaba a provocar bostezos e incluso algún gesto de fastidio en algunos lectores y numerosos escritores. Frente a ese destilado de clichés que se vanagloriaba de retratar las contradicciones íntimas de la realidad latinoamericana, Bolaño opuso una nueva épica, o más bien la antiépica encabezada por Arturo Belano y Ulises Lima: una huida al desierto después de tantos años de selvas; la búsqueda de otro barroco tras décadas de labrar los mismos angelitos dorados; una idea de la literatura política lejos de los memorandos a favor o en contra del dictador latinoamericano en turno (bueno, reconozcamos que Fidel sobrevivió a Bolaño). No fue poca cosa. Esta novela mexicana escrita por un chileno que vivía en Cataluña fue ávidamente devorada por los menores de cuarenta, quienes no tardaron en ensalzarla como un objeto de culto, como un nuevo punto de partida, como una esperanza frente al conformismo mágicorrealista, como una fuente inagotable de ideas, como un virus que no tardó ni diez años en contagiar a miles de lectores que por fortuna no estaban vacunados contra la escéptica rebeldía de sus páginas. Sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives saLvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo RayueLa. Habrá que esperar, eso sí, para saber si en cuarenta años nosotros, los ahora menores de cuarenta, volvemos a Los detectives saLvajes sin sentirnos tan decepcionados como los mayores de cuarenta que han vuelto a leer RayueLa. Como dice un amigo, sólo el tiempo lo verificará.

A fines de 1999 Bolaño ya se había convertido en Bolaño: además del laboratorio llamado La LiteRatuRa nazi en a méRica y de algunos textos menores o que en todo caso a mí me parecen menores, había publicado dos obras maestras: un milagro de contención, fiereza e inteligencia, estReLLa distante, en mi

opinión su mejor novela breve, y Los detectives saLvajes. Había ganado el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos. Todo el mundo empezaba a hablar de Bolaño, y más después de sus viajes a Chile, donde, como chivo en cristalería, decidió vengarse de un plumazo de todos sus compatriotas –y en especial, no sé por qué, del pobre Pepe Donoso–, con algunas excepciones que debían más a su excentricidad que a su patriotismo (Parra, Lemebel), y donde protagonizó un sonado y vulgar rifirrafe con Diamela Eltit por desavenencias gastronómicas y odontológicas y no, como podría esperarse, por desavenencias literarias (aunque Bolaño tenía serios problemas para diferenciar lo cotidiano de lo artístico, o de hecho creía que lo cotidiano era, con frecuencia, lo artístico). En los años siguientes, Bolaño escribió libros excelentes (noctuRno de c hiLe , su tercera obra maestra), escribió libros regulares (amuLeto, ambeRes) y, como cualquier gran escritor, también escribió libros francamente malos (la insufrible monsieuR Pain, los irregulares Putas asesinas y eL gaucho insufRibLe). De hecho, voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables. Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un despropósito continuar destripando su computadora para publicar no sólo los textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos, cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su grandeza o que incluso la estropea un poco –como si cada línea salida de la mano de Bolaño fuese perdurable–. Recapitulo: tras la publicación de Los detectives saLvajes y hasta el día de su muerte, Bolaño publicó una tercera obra maestra, noctuRno de c hiLe , donde avanzaba en su fragorosa inmersión en el mal que habría de llevarlo a 2666; publicó varias recopilaciones de cuentos que a algunos les gustan pero a mí no; publicó otras novelas cortas; y sobre todo se dedicó a preparar en cuerpo y alma, como si estuviera condenado –porque estaba condenado–, el que habría de convertirse en su último libro, su obra definitiva, su canto del cisne: esa novela que dejó inconclusa pero que siempre dijo que quería publicar aún de forma póstuma –a diferencia de los retazos y las notas de la lavandería–, la «monumental», «ciclópea», «inmensa», «inabarcable» (los adjetivos obvios que le concedió la crítica) e impredecible 2666. Aunque su temprana muerte provocó que Bolaño no escribiese tantos libros como planeó (y como hubiésemos querido sus lectores), es el creador de una obra lo suficientemente amplia, rica y variada como para que cada escritor, cada crítico y cada lector encuentre en ella algo estremecedor o novedoso. Así, los amantes de la prosa, los que tienen


En esta época que detesta las fronteras oídos musicales y los un ojo con riesgos formales, parageneracionales, que desconfía de obsesivos de la retórica dojas y ambigüedades sintácticas, los libros de texto, de los críticos pueden sentirse maravicon su amor por la incertidummamones, en fin, que reniega de esa llados por su estilo, ese bre y el caos, que ellos estudian entelequia que sólo los más bellacos estilo un tanto desmañaal microscopio y luego explican siguen denominando canon, resulta do pero nunca afectado aludiendo a los fractales, a la reque los menores de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno o manierista (una tara latividad y a la física cuántica, a que se aproxima a lo paranormal y española que él deteslos árboles rizomáticos y a otras que posee innegables tintes religiosos taba y de la cual huía), palabrejas aún más raras, tan del –Bolaño para Presidente, God save ese estilo lleno de acugusto de estructuralistas, postesBolaño, Yo Bolaño– cabe preguntarse, mulaciones, de polisintructuralistas, deconstruccionistas evidentemente, ¿por qué? detones, de coordinadas y demás -istas, que a Bolaño tany subordinadas caótito fascinaban (no por nada él fue cas, ese estilo que, como cualquier estilo personal, es infrarrealista e inventó a los realvisceralistas) y de las que, como es tan fácil de admirar como de imitar (y de parodiar u evidente, siempre se desternilló. homenajear, como intento en estas líneas). Otros, en cambio, los amantes de las historias, los defensores de la aventura, los posesos de la trama, se descubren fascinados por sus relatos circulares y un tanto oníEn Sevilla, en el congreso de jóvenes escritores al que asistió en ricos, llenos de detalles imprevistos, de digresiones el 2003 y que terminaría por ser su última aparición pública, un escritor y escapes a otros mundos, de incursiones paralelas, joven se acercó a Bolaño, el maestro indiscutible, el sabio y el aeda, y llenos, incluso, de una especie de suspenso que nada le preguntó con ingenuidad y veneración y respeto qué consejo podía tiene que ver con la novela policiaca que Bolaño tanto darle a los escritores jóvenes, no sólo a quienes estaban allí reunidos detestaba (aunque menos que al folletín). Otros más, para escuchar sus profecías, sino a los escritores jóvenes de todos los los amantes del compromiso, esos que no se resignan países y de todas las épocas. Y Bolaño, que siempre buscaba descona ver la literatura como una entretención, como un certar a sus interlocutores –y en especial a los críticos– respondió algo pasatiempo de eruditos, como un vicio culto, encuencomo esto: les recomiendo que vivan. Que vivan y sean felices. A sus tran en los textos de Bolaño esa energía política que fanáticos más recalcitrantes, a aquellos que lo veneran como al nuese creía extinta, esa voluntad de revelar las aristas y vo demiurgo de la literatura, quizá les moleste esta anécdota verídica los meandros y las oscuridades del poder y del mal, (muchos testigos podrían comprobarla). A mí me fascina. Bolaño intuía ese ejercicio de crítica feroz hacia el statu quo, esa que iba a morir muy pronto y susurraba que, más allá de la fama y más nueva forma de usar la literatura como arma de comallá de los libros y más allá de la literatura, está eso: la vida. La vida bate sin someterse a ninguna dictadura y a ninguna que a él se le acababa, la vida que entonces él ya casi no tenía. ideología, esa convicción de que la literatura sirve para algo esencial. Unos más, esa reducida pero cada vez más poderosa secta de adoradores de los libros que hablan de otros libros, los enfermos de literatura, Murió Bolaño y a los pocos meses nació 2666, su obra más ambilos autistas a quienes la realidad les tiene sin cuidado, ciosa y vasta y arriesgada, su maldición y su herencia. Pese a su estado los hinchas de la metaliteratura de Vila-Matas, de la más o menos inconcluso (imagino que Bolaño habría pulido sus págimetaliteratura de Piglia, e incluso de la metaliteratura nas hasta cansarse), es una de las novelas más poderosas, perturbadoras (que a mí me parece subliteratura) de Aira, también e influyentes escritas en español. Aclaro: aunque en algún momento el hallan en Bolaño una buena dosis de citas, de oscuras propio Bolaño sugirió separar sus distintas partes a fin de obtener algureferencias literarias, de metáforas eruditas, de mena ventaja económica para su familia, 2666 sólo puede leerse completa, ditaciones sobre escritores excéntricos. Vaya, hasta sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar por la marea de quienes aún disfrutan con los fuegos de artificio de la su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el torbellino de sus experimentación formal sienten que Bolaño les guiña personajes, el tsunami de su estilo, el terremoto de su crítica, y jamás


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como cinco novelitas de tamaño más o menos aceptable. Durante los años en que se consagró a redactar 2666, Bolaño quizá intuía que se trataba de un proyecto insensato e imposible, de una empresa superior a sus fuerzas, o por el contrario quizá 2666 lo mantuvo con vida hasta el límite de sus fuerzas, más o menos sano, durante esos años, pero en cualquier caso el dolor y la premura y la nostalgia ante la vida que se esfuma impregnan cada una de sus páginas. Desde su publicación en el 2004 han comenzado a decirse cientos de cosas distintas y contradictorias sobre 2666, se han tejido en torno a ella otras miles de páginas, algunas lúcidas, otras banales, otras absurdas, otras simplemente azoradas, sobre este inmenso libro que se esfuerza por escapar a las clasificaciones y a los adjetivos (pero no a la acumulación de adjetivos). Hay quien mira 2666 como quien se asoma a un abismo o un espejo empañado; quien considera que es una gigantesca glosa al Boom o una negación del Boom o el sabotaje extremo del Boom; quien glorifica su feroz denuncia política o deplora sus trampas literarias o su ambición o su soberbia o su inevitable fracaso; quien encuentra en sus páginas la mayor decantación del estilo y las obsesiones de Bolaño o quien denuncia el manierismo en el estilo y la repetición constante de las mismas obsesiones de Bolaño; quien bucea en ella en busca de galeones hundidos y quien la escala como una cumbre nevada y mortal; quien no tolera su injurioso y procaz recuento de atrocidades y quien se carcajea con sus atajos y sus salidas de tono; quien estalla de indignación ante su desmesura –señalar, ni más ni menos, el posible secreto del mundo– y quien se perfuma con sus metáforas hilarantes y grotescas; quien se asfixia en sus desiertos y quien se hunde poco a

poco en sus pantanos; quien se empeña en desentrañar sus sueños –los sueños menos verosímiles de la literatura en español– y quien, de plano, se salta páginas y páginas; quien al terminar su lectura se convierte en fiel discípulo del bolañismo –otra religión del libro– y quien de plano abandona la fe y se dedica, más prudentemente, a la orfebrería o el arte conceptual, que es casi idéntico. Y esto es así porque apenas han pasado tres o cuatro años desde su publicación; porque, como Bolaño sabía como lo sabía Nietzsche, su obra fue escrita con la certeza de que sería póstuma; porque lectores y escritores y críticos apenas han comenzado a saquear sus cavernas, a remover sus arenas, a desbrozar sus tierras, a desecar sus marasmos, a civilizar sus selvas, a alimentar a sus fieras, a clasificar a sus artrópodos, a vacunarse contra sus plagas, a resistir sus venenos. Y porque, como su título anuncia, 2666 fue escrita como una bomba de tiempo destinada a estallar, con toda su fuerza, en el 2666. Lástima que, como él, nosotros tampoco lo veremos.

En Sevilla, donde se disponía a leer «Sevilla me mata», pero donde no alcanzó a leer «Sevilla me mata» frente a una docena de escritores jóvenes –jóvenes por decreto vuelvo a decir– que lo admiraban y envidiaban y lo escuchaban como a un mago o a un oráculo, una noche Bolaño repitió, una y otra vez, el mismo chiste. Un chiste malo. Un chiste pésimo. Un chiste de esos que no hacen reír a nadie. Un tipo se le acerca a una chica en un bar. «Hola, ¿cómo te llamas?», le pregunta. «Me llamo Nuria». «Nuria, ¿quieres follar conmigo?». Nuria responde: «Pensé que nunca me lo preguntarías». Cinco, diez, veinte variaciones del mismo tema. De ese tema fútil, banal, insignificante. De ese chiste malo. De ese chiste pésimo. De ese chiste que no hace reír a nadie. Pero los escritores jóvenes congregados en Sevilla lo escuchaban arrobados, seguros de que allí, en alguna parte, se oculta el secreto del mundo.



VETERANOS En Dinamarca, hay un grupo de deportistas cuyo último logro consiste en persistir. Lucen bastante saludables, algunos tienen más medallas que los atletas vigentes de su país y otros hasta superaron los cien años de edad. ¿Cuál es la meta de un deportista en el tramo final de su vida?

retratos de erik refner

Alhman Nielsen

Noventa años. Campeón olímpico en lanzamiento de disco.



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Heinrich Sell

Sesenta y ocho a単os. Saltador de garrocha.


desde méxico_ luigi amara desde bagdad_ farid matuk desde katmandú_ ricardo coler desde lima_ eloy jáuregui desde guatemala_ eduardo halfon


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El cielo de Ciudad de México Esa obra maestra de la polución, que alguna vez fue transparente

un texto de luigi amara

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oy parece una broma, una retorcida bufonada, aquella imagen mítica de la ciudad de México como «la región más transparente del aire». Cuando Von Humboldt la acuñó en el siglo XIX para referirse al alto valle de México, cuando Alfonso Reyes la retomó en su poema Visión de AnáhuAc, ninguno podía sospechar toda la carga de ironía gaseosa que el futuro habría de depararle. Más que derrumbarse, aquella imagen se ha ennegrecido y, como todo bajo este cielo, ha adoptado un cariz turbio, en parte por la revoltura de cosas que está en juego, en parte por la coloración excrementicia a la que propenden los crepúsculos. El cielo de la ciudad de México ya no se juzga en términos de la cualidad de su luz, sino en términos de la saturación de sus partículas suspendidas. No es un asunto de transparencia, como quería la literatura de mediados del siglo pasado (Carlos Fuentes, Octavio Paz), sino de toxicidad y mal olor. El cielo ha ganado en densidad y se ha vuelto palpable; su textura recuerda menos al humo de una chimenea que al vaho que despide el enfermo: gérmenes, desaliento, pus. Encima de todo aquel que camina por el Distrito Federal hay por lo menos tres cielos superpuestos: el primero, una borrasca de mal humor permanente, tensión eléctrica que anuncia la precipitación de la ira. Es una capa compartida de la atmósfera –casi una idiosincrasia–, que cuando parece disiparse es

sólo para dar lugar al remanso de lucidez de la migraña. El segundo cielo tiene nombre: la nata. Es una capa densa y ominosa, una costra que hiede y nunca cicatriza de lo que alguna vez llamamos aire. Aquí la cloaca no solamente transcurre por debajo del suelo, siempre presta a desbordarse; también se estanca en lo alto y persevera como una nube de mal agüero sobre nuestras cabezas. El tercer cielo es de ozono y es asimismo irrespirable. Lo surcan aviones que parecen decididos a aterrizar en las azoteas y algún helicóptero de la Policía. Por las noches, una confusión de reflectores se empeña en glorificar nuestros desechos volátiles. En lugar de señales de auxilio a la manera de Ciudad Gótica, aquí los reflectores alumbran en lo alto, con una potencia de miles de vatios, nuestra inmundicia flotante. (Detrás de este tercer cielo hay tal vez otro más, pero ya nadie piensa en él. Tampoco nadie se pregunta si es un cielo desierto o la cuenca de un ojo cruel y miope). El cielo medio –o la nata– es un palimpsesto de exhalaciones. Hollín y azufre, heces y plomo, ácidos y cochambre se entregan a las altas temperaturas para ascender y reescribir cada tarde la página de nuestra asfixia. El servicio meteorológico, consternado porque la gente acostumbraba escudriñar el cielo para saber si salía a la calle con tapabocas o con paraguas, comenzó a emitir boletines sobre la calidad del aire. Como no existía una unidad de medida confiable, o como quizá los parámetros internacionales arrojaban que todos los habitantes del valle de México deberíamos estar ya muertos, se inventó una, de nombre engañosamente autóctono: «imecas» (Índice Metropolitano de la Calidad del Aire). Bajo el cielo que alguna vez se disputaron aztecas, tlaxcaltecas y chichimecas, más de doscientos puntos indican «contingencia ambiental», un eufemismo para


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El cielo de Bagdad O cómo contemplar el firmamento entre misiles, morteros y francotiradores

un texto de farid matuk

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ra agosto del 2007 y me esperaba un trabajo en Iraq. Como experto en reconstruir sistemas estadísticos, he pasado buena parte de mi vida profesional viajando a países en emergencia: Yugoslavia después de Milosevic, Nicaragua después de los sandinistas, Bolivia después de su hiperinflación. Así que llegar a esa república árabe en guerra parecía una tarea difícil, mas no imposible. Estaba en un error. Cuando quise encontrar la ruta más cómoda para aterrizar en Bagdad, descubrí que el aeropuerto no era un destino válido en internet: no existen vuelos regulares a un cielo plagado de misiles. El punto más cercano a esa ciudad era Amman, la capital de Jordania; una vez allí, debía abordar un avión de la Fuerza Aérea Americana, la única manera de atravesar ese cielo belicoso. Llegué a Amman a las once de la noche del primer sábado de agosto. A la mañana siguiente, estaba listo en la recepción del hotel, junto con cuatro desconocidos, aguardando a que nos trasladaran al aeropuerto. Por razones de seguridad, nuestro vuelo no tenía hora fija de despegue. Siete horas después, la nave partió por fin llevando a bordo el correo para los soldados y a un grupo de pasajeros civiles, entre los que me contaba. Por curiosidad, había leído un artículo que resaltaba la «flexibilidad» de los aviones Fokker para aterrizar y despegar en Bagdad. Mi pregunta era obvia: ¿En qué consiste un «avión

flexible»? Una periodista que realizaba su undécimo viaje a la zona lo explicó así: «El avión llega al aeropuerto de Bagdad volando a los usuales diez mil metros de altura, y baja rápidamente en tirabuzón». De esa manera, me dijo, no se les daba tiempo a aquellos que tenían misiles al hombro cerca del aeropuerto. Volví al mismo aeropuerto una noche de octubre. Debía viajar a Erbil, la capital de la región del Kurdistan, en el norte del país. Esta vez lo hice a bordo de un viejo Boeing de Iraqi Airways. Estaba seguro de que no era un avión «flexible», y tenía curiosidad por saber cómo sería el despegue. A la hora programada, la nave se alejó del espigón y se dirigió hacia el extremo de la pista. Una vez allí, las turbinas empezaron a acelerar y, de pronto, todas las luces del avión se apagaron: las de afuera, las de adentro y también las de seguridad. Sin embargo, nadie lucía sorprendido, y la máquina despegó en lo que parecía una maniobra rutinaria. «En la noche, con las luces apagadas, no nos pueden ver», me explicaron. Se referían, por supuesto, a aquellos que tienen misiles al hombro cerca del aeropuerto. Un mes más tarde, de día, volaba hacía Amman en un vuelo comercial de Royal Jordanian cuando entendí con precisión de qué se trata la «flexibilidad» de los Fokker. Éste era un avión blanco que no llevaba símbolos de ninguna especie, tenía una tripulación sudafricana y había sido alquilado por la aerolínea. Como es usual, la nave se posicionó en la pista y despegó. Le pregunté a mi compañero de asiento cómo evitaríamos a aquellos que tenían misiles al hombro cerca del aeropuerto: «Sencillo –me respondió–. El avión rota noventa grados y se eleva en espiral». Cuando llegó ese momento, por las ventanas de un lado se podía ver la pista de aterrizaje en picada; mientras que, por las del otro, el cielo asomaba transparente.



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El cielo de Katmandú

Una nube oscura sobre los templos un texto de ricardo coler

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Buda le cortaron la nariz y, en su lugar, dibujaron un garabato. Dicen que fue para resaltar su modestia. Sus ojos no los tocaron y son enormes, pintados y abiertos. Además son celestes. Es extraño; los que viven en Katmandú tienen los ojos oscuros y, cuando levantaron el monumento del Buda, Nepal estaba cerrada a los extranjeros. Por eso es difícil que el tono celeste de sus ojos lo hayan elegido fascinados por un rubio o una rubia de ojos claros. Debe haber sido por el color del cielo. La «Stupa» es una construcción enorme. Una campana de piedra blanca de cien metros de diámetro apoyada sobre la tierra. En la punta hay un cubo y, en cada uno de sus lados, dos ojos celestes y una nariz cortada. Los creyentes dan vueltas a su alrededor mientras recitan una oración sin sentido, un mantra. Repetir la misma frase, conservar la cadencia, los coloca en un nivel superior y les abre una puerta para nosotros cerrada. Miro a los fieles, después a los monjes y finalmente al cielo. Es un cielo cualquiera. Cualquiera menos budista. Juntar al cielo con la religión es una idea temeraria. Creer que los muertos ascienden y que desde allí nos observan, además de resultar un tanto persecutorio, es una falta de respeto al pudor de los que continuamos vivos. En Katmandú las almas no suben a un cielo superpoblado, sin espacio suficiente y ocupado por espíritus de otros credos. En Katmandú vuelven a la tierra y se reencarnan. Así logran mantener las alturas con un número

ecológico de almas. Un cielo sin muertos y sin el riesgo de que alguna vez algo falle y se nos caigan encima.

Los budistas de Katmandú son una minoría, la mayoría son hinduistas. Por eso voy hasta el templo de Shiva. La parte más alta es plana y puedo recostarme y mirar hacia arriba. Ahora estoy apoyado sobre cientos de años de veneración a un dios destructor. Dicen que destruye para después construir. Vaya uno a saber. Lo cierto es que desde esta perspectiva el cielo parece encapotado por la misma tela sucia que se veía desde la Stupa. Un cielo desubicado. Desentona con los templos, los sitios de meditación y los lugares sagrados.

Plaza Durbar, en el centro de Katmandú, parece detenida en lo que debe de haber sido el medioevo asiático. No hay calles, ni vehículos, ni oficinistas apurados. La gente carga sobre sus espaldas lo que necesita trasportar y las vacas descansan en la mitad del camino, aburridas y sagradas. Pero al cielo no pudieron detenerlo y la claridad que había cuando construyeron los templos y eligieron el matiz de los ojos del Buda pasó a la historia. ¿Es lo mismo? Al menos lo colores son otros. Con luz opaca parecieran resignados o en retirada franca.

Unos días antes de dejar Nepal voy hasta las montañas. Más de dos mil metros por arriba de la ciudad. Es una mañana fresca y estoy agotado. Cuando me aburro de emocionarme con el Everest


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En Katmandú las almas no suben a un cielo superpoblado, sin espacio suficiente y ocupado por espíritus de otros credos. En Katmandú vuelven a la tierra y se reencarnan. Así logran mantener las alturas con un número ecológico de almas. Un cielo sin muertos y sin el riesgo de que alguna vez algo falle y se nos caigan encima

miro hacia abajo, hacia el valle de Katmandú. Recién entonces puedo comprender por qué me picaba la garganta y nunca dejé de toser. El valle está cubierto por una nube oscura, como si fuera una tapa siniestra y gris, aprisionada entre las laderas. Eso es lo que se ve. Nada de cielo cuando se camina entre los templos.

En el centro de Katmandú están prohibidos los vehículos, pero en el resto de la ciudad el tráfico es un escándalo. Todo lo que se emana en estado gaseoso sube un poco y después queda inmovilizado por una trampa geográfica que no le da escape.

Los que se conmueven mirando hacia arriba se engañan. Cuando le rezan al cielo, las plegarias las recibe un dios de turbo diesel. Pero en las montañas el aire es límpido y el cielo es verdadero y de color celeste. Un cielo cierto. Con eso podría quedarme en paz si nunca me hubiera enterado de que el cielo celeste ni es cielo ni es celeste. El color es una ilusión, producto de la radiación difusa, fruto del choque de los rayos del sol con la atmósfera. Y «cielo» es un concepto antiguo, de cuando se creía que los planetas estaban ubicados en un espacio cerrado, similar a una bóveda. Estas verdades mejor olvidarlas porque el amor suele ser proclive a la astronomía. El Sol, la Luna, el cielo y las estrellas siempre jugaron un papel fundamental en el discurso que solemos dar antes de robar el primer beso o en el poema que escribimos a las apuradas y entregamos con alguna esperanza. Y en ese punto, el cielo siempre ayuda.


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El cielo de Lima Un suelo de colores, agobiado por un techo gris y depresivo

un texto de eloy jáuregui

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ingún limeño sueña con llegar al cielo. Ese limbo a la intemperie es plúmbeo y sucio y todo lo contrario al firmamento de la salvación que se supone celeste para la dicha eterna. La bóveda azulada que baña de ambrosía, como reza un valse, no existe. Luis Loayza, ese ensayista limeño postrado en las ubres del olvido, afirmaba en su libro E l sol dE lima que el cielo limeño era una falacia gris de los fastos de nuestra vieja grandeza nacional. Si el antiguo Perú era el «Imperio del Sol» y Lima, su capital, entonces la megalópolis debería ser el vórtice soleado hasta el hartazgo. Pero como ese aserto era limeño, irónicamente resultaba precario más que falso. Frente a una postal caribeña, de niño descubrí que el cielo de mi ciudad era andrógino como sus estaciones disfrazadas. El verano en Lima es anémico por su hibridez solar. Dura apenas unas semanas y es suficiente para el bronceado precario. Por ello, el limeño es melancólico de nada. Su esplendor de un edén utópico lo tornó apocado, neblinoso y taciturno genético. Una mañana limeña es cínica. No existe mayor presión en el imaginario citadino

que ésa que ejerce su pedazo de esfera superior o su techo. Y nuestro sueño del cielo propio nos torna cojudos, término limeño parido con lúcida precisión por carencia de esplendor. El historiador limeño José de la Riva-Agüero y Osma se admiraba en su texto PaisajEs PEruanos del resplandor del cielo de los Andes. En sus palabras, salmodia: «de su embrujo místico, prestancia solariega y de su herencia sincrética y de síntesis». Cierto, miraba más el cielo que las estribaciones arrugadas y sangrientas de la cordillera. Otro limeño cojonudo como el poeta Martín Adán, en la casa dE cartón, ubica su visión desde los pagos de Barranco, el balneario limeño liberal y civilista. Desde su pórtico su cielo es curioso. Al revés, otea al limeño desde las vaginas que le ofertan las nubes y lo descubre moroso de color, aburrido de niebla y donde «el sol pugna por librar sus rayos de las trampa de un ramaje en que ha caído. El sol –un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo–». En 1851, Herman Melville, en su eterna persecución de su ballena blanca, descubrió que ésta vivía de panza sobre el cielo de Lima. Por eso escribió que la impresión que deja este techo gris limeño es la de un cielo hipócrita, indeciso y mortecino. Y advertía que el carácter de sus habitantes era refractario a esa imagen dura y hostil que soportan durante ocho o nueve meses. Los de hogaño dirán que el cielo se amariconó con los españoles. Pero huacas y huacos precolombinos describen ese croma «panza de burro» que viene de antiguo y rige los sueños, los potajes y


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Frente a una postal caribeña, descubrí que el cielo de Lima era andrógino como sus estaciones disfrazadas. El verano es anémico por su hibridez solar. Dura unas semanas y es suficiente para el bronceado precario. Herman Melville, en su eterna persecución de su ballena blanca, halló que ésta vivía de panza sobre el cielo de Lima. La impresión que deja este techo gris, escribió, es la de un cielo hipócrita, indeciso y mortecino

el sexo de los limeños. Un cielo de plomero como éste merece los colores del orgasmo más intenso y yo miro a Lima matizada, vivaz y multicolor con los ojos cerrados cuando llego a mi cima carnal para envidia de otros. El gris de Lima no pudo ser derrotado ni por los pinceles de sus mejores paisajistas locales. Menos por el ojo viajero de los extranjeros. El ilustrado médico naturalista Hipólito Unanue decía como consuelo, al inicio de la Republica, que Lima era ese remanso de una «eterna y continuada primavera». Pero fue el historiador Ernst Middendorf quien, en honor a la verdad, aseguró que la falta de lluvia de ese cielo plomizo, cargado de nubes, su falta de luz más que la de calor, producía el decaimiento moral de los citadinos. Otro historiador, Raúl Porras Barrenechea, sumido en esa depresión apolícroma, aseguraba que esta villa del Señor, no obstante,

era una: «ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores». La Lima mía no merecía ese cielo. Y es que a mi edad debo advertir que el cielo limeño está en la tierra, en su escenografía y en la entraña del palpitante mestizo, yuxtapuesto y atravesado limeño. Esta megalópolis apocalíptica es de insolente alegría. Y yo digo que no conozco lugar más regocijado y festivo que éste, que a punta de patadas tuvo que inventar la gama pátina de su cielo. Lugar sin límites, puto y pigmentoso. Tornasolado y pícaro. Esmaltado y violento. Hay una Lima de cielo en hambruna. Esos cinco millones que habitan en las cumbres de la miseria de todos los cerros que rodean la ciudad. Hay una Lima de cielo ciego. Esa masa que es informal y delictiva. Hay una Lima andrógina de cielo con vellos para aquellos racistas que van al gym y comen brócolis con paté. Hay una Lima «novoandina» para estos que toman pisco sour y juran que el cielo está en Miami. Hay una Lima acojonada, de música, poesía y grafitos tatuados con el primer navajazo. Digo que no conozco casa sin cielo ni arquitectura sin cielo raso. Digo que cuando me muera no quiero ir al cielo, me basta con mi suelo.


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El cielo de Guatemala Un firmamento furioso sobre una ciudad violenta un texto de eduardo halfon

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ensé en decirle que era fútil buscar metáforas en el cielo. Que eso no sólo era irracional, sino que también ingenuo. Que era juego de niños o acaso de psicólogos mirar hacia arriba y encontrar allí, entre las nubes, la forma del gatito recién escapado, o el mismo rostro que tenía el padre ausente, o toda una metáfora de la realidad del país. Me quedé observándolo bañar tiernamente unos rosales blancos. Llevaba yo veinte años sin ver a Chico, el jardinero, cuando esa tarde llegué a la casa de mis papás, en Guatemala, y lo descubrí regando la grama. Sentí una mezcla de pudor y nostalgia mientras lo contemplaba desde adentro, a través de la seguridad de una puerta de vidrio. Entendí que él había seguido llegando durante los últimos veinte años, un día a la semana, cada lunes, a cuidar el mismo jardín, pero yo llevaba mucho tiempo lejos –primero fuera del país, luego viviendo por mi cuenta–, y hasta entonces no lo había vuelto a ver. Empujé la puerta de vidrio y salí al jardín. Aunque él ya estaba viejo, había cambiado muy poco. Su piel seguía tersa y morena. Su pelo estaba igual de azabache, su bigote igual de ralo. Llevaba puestas las mismas y enormes gafas de sol, las mismas botas altas de hule negro. De su cinturón de cuero colgaba probablemente el mismo machete. Se sorprendió un poco cuando le estreché la mano. Hablamos un rato, contándonos casi nada y rememorando algunas de mis supuestas travesuras de niño, mientras Chico

apretaba su pulgar y regaba una lejana buganvilia color sangre trepada en una pared. Hubo entonces una breve e incómoda pausa y le dije que me había dado mucho gusto verlo de nuevo, pero que tenía que regresar a la casa. Y no sé si no me escuchó o no le importó, pero él sólo subió la mirada y permaneció así unos segundos, viendo hacia arriba en silencio. Luego muy suave, como con miedo, como si fuera un terrible secreto, dijo: Qué violento es el cielo aquí, ¿verdad, joven? Yo subí la mirada y me quedé buscando la violencia del cielo, inútilmente, absurdamente. ¿Violencia? ¿Qué violencia en el cielo? ¿De qué estaba él hablando? Chico lanzó el chorro de agua hacia unos rosales blancos y, casi hablándoles, susurró: Así en el cielo como en la tierra, ¿verdad, joven? Me quedé callado, viendo a Chico regar tiernamente esos rosales blancos y pensando en decirle que era fútil buscar metáforas en el cielo, pero concentrándome, por supuesto, en encontrar alguna posible metáfora, cualquier posible metáfora, en aquel cielo primaveral, según él, tan violento. Se me ocurrió que, en los meses de lluvia, el cielo guatemalteco se puede ennegrecer en cuestión de minutos y luego, violento, sí, y con una creatividad asombrosa, volver a un azul puro e intenso igual de rápido. ¿A eso se refiere usted, Chico? ¿Podría ser eso, tal vez, una metáfora del sombrío número de mujeres guatemaltecas asesinadas y luego olvidadas? En sólo un año, más de seiscientas. Pero mujeres guatemaltecas no sólo asesinadas y luego olvidadas –asesinatos impunes, en su mayoría– bajo ese cielo repentinamente ennegrecido y azulado. Esta realidad nacional, Chico, es mucho más negra, mucho más azul: sus cadáveres aparecen


54_ 55 Renato Osoy

En los meses más fríos y ventosos, el cielo de Guatemala despliega extraordinarios y violentos atardeceres teñidos de color mandarina y lila y escarlata. ¿Podría ser esa violencia cromática una metáfora de algo? ¿De un país que se esconde detrás de sus coloridos tejidos folclóricos, de sus postales de lagos y volcanes, o de sus lindas florecitas mientras la mayoría de guatemaltecos vive en la pobreza?

torturados, violados, descuartizados, calcinados, atados con alambre de púas, rotulados con cuchillazos, o como mejor o quizá peor explicó estos casos de feminicidio la presidenta del Centro de Investigación y Apoyo a la Mujer: «Es impresionante la creatividad para matarlas». ¿Un cielo demasiado temperamental y bruto? En Guatemala, Chico, una mujer maltratada sólo puede llevar a los tribunales a su esposo si las heridas han permanecido visibles en su cuerpo durante diez días. ¿Un cielo violentamente machista? En Guatemala, Chico, un violador todavía puede librarse de la condena si acepta casarse con su víctima –claro, con que ésta tenga más de doce años–. Chico botó la manguera, caminó hacia el grifo y lo cerró. Observándolo, yo me concentré por encontrar otra metáfora. Pensé que, a finales de año, en los meses más fríos y ventosos, el cielo guatemalteco despliega extraordinarios y, sí, violentos atardeceres teñidos de color mandarina y color lila y color escarlata.

¿Esa violencia, Chico? ¿Podría ser esa violencia cromática del cielo guatemalteco, Chico, una metáfora de algo? ¿De un país que se sigue escondiendo detrás de sus lindos y coloridos tejidos folclóricos, quizá, detrás de sus lindas y coloridas postales de lagos y volcanes, quizá, o quizá detrás de sus lindas florecitas color mandarina y lila y escarlata –como también y tan bien lo cantó REM en los años ochenta, Chico, en aquella canción sobre las flores de Guatemala, cuyo coro repetía: «The flowers cover everything»–, mientras la gran mayoría de guatemaltecos aún vive en condiciones paupérrimas, en una pobreza extrema? Chico recogió un rastrillo del suelo y de inmediato se puso a formar un montículo de hojas secas. Pero a formarlo con entrega, como si entendiera que todas esas hojas secas necesitaban estar juntas, ser parte de un montículo. Viéndolo, yo recordé de pronto la escena de la novela de Mark Twain, donde Huck y el esclavo Jim van flotando en una balsa de madera sobre el río Mississippi, ambos bocarriba, contemplando todas las estrellas en el cielo, y discutiendo si esas estrellas habían sido hechas por alguien o si éstas sólo habían sucedido. Y pensé en contarle esa escena a Chico, en explicársela mientras él seguía juntando con el rastrillo todas las hojas secas. Pero sólo di media vuelta, y regresé a la casa.


NO, USTEDES NO REPRESENTAN AL GOBIERNO

DE LOS ESTADOS UNIDOS

DE AMÉRICA


un testimonio de_ daniel alarc贸n traducci贸n de_ jorge cornejo calle fotograf铆as de_

kelley bedeian


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legábamos tarde a Damasco, aunque no recuerdo exactamente por qué. Quizá había tráfico a la salida de Alepo, o tal vez nos perdimos en Damasco, o las paradas que hicimos en el camino para tomar un café fuerte y amargo –los ojos se le cerraban a nuestro chofer– nos tomaron más tiempo de lo previsto. El hecho era que nuestro grupo de siete poetas, novelistas y periodistas estadounidenses estaba bastante retrasado y no había nada que pudiéramos hacer al respecto. Atravesamos el desierto, luego colinas erizadas y llegamos a Damasco, una ciudad, con su inevitable caos. Nuestros dos guías, el increíblemente tranquilo Saed, un profesor, y Fatih, una farmaceuta de cabello castaño rojizo y amplia y cordial sonrisa, eran ambos de Alepo y no conocían Damasco. Nos sentíamos impotentes: cualquier camino podía llevarnos en la dirección incorrecta, y no teníamos forma alguna de saberlo. No había letreros que los estadounidenses pudiéramos entender, ni nadie a quién preguntar. Entre los siete miembros del grupo sabíamos quizá media docena de palabras en árabe, y ninguno de nosotros había estado antes en Siria. Finalmente llegamos a la Universidad de Damasco y, mientras recorríamos el campus en busca del salón de clase que nos correspondía, algunos estudiantes nos reconocieron como extranjeros, quizá estadounidenses, posiblemente los escritores que les habían dicho que llegarían ese día. Habían estado esperando nuestra lectura de textos. Nos guiaron al edificio correcto y a un salón de clase, donde nos encontramos con un puñado de alumnos esperando pacientemente. Todo el día había sido extraño: la atribulada salida de Alepo en la mañana, el largo y vacilante trayecto, las calles atestadas de Damasco, e incluso el límpido carácter de la luz del sol en Siria, dorada y diferente de todo lo que yo hubiera visto antes. Al igual que mis colegas, aún me esforzaba por entender qué hacía yo allí. Otra clase estaba a punto de comenzar en ese salón, por lo que se inició una breve discusión a nuestro alrededor. Fatih y Saed explicaban lo ocurrido y se disculpaban por nuestra tardanza, mientras los demás dábamos vueltas por el lugar y tratábamos de lucir profesionales. Al final, el profesor nos cedió el lugar, y nos quedamos con un salón de clases sólo para nosotros y los estudiantes. Nos sentamos sobre un estrado elevado en una enorme sala de conferencias, mientras las carpetas de color rojo granate se llenaban gradualmente. Al final, llegaron a haber cerca de setenta estudiantes, un número parejo de

hombres y mujeres, aunque muchos rostros fueron cambiando en el transcurso de la tarde. Los estudiantes entraban y salían, o se apiñaban en la puerta para echar un vistazo a los escritores estadounidenses. Cada uno de nosotros leyó –fragmentos de relatos, poemas– mientras ellos nos escuchaban con mucha amabilidad. Luego no tuvieron piedad de nosotros. Estos hermosos, sinceros y valientes estudiantes. Sus historias son muy bonitas, nos dijeron, pero ¿por qué están aquí? ¿Cómo explican lo que ha hecho Estados Unidos? ¿Por qué reeligieron a Bush? ¿Qué harían si les pidieran a sus hermanos que nos bombardeen? ¿Qué les ha hecho el islam? Estamos asustados, nos dijeron. Estamos nerviosos. Mis hermanos y hermanas están muriendo. Israel nos va a atacar. Estados Unidos nos va a atacar. Esta universidad ya no existirá. Ni esta ciudad. Estaremos muertos. Una vez viví en Bagdad y sé que nunca podré volver. Hay refugiados en todas partes, incluso en esta sala, y no sabemos lo que nos deparará el futuro. Así que dígannos, ¿quién tiene el poder en su país? ¿Y por qué debemos creerles? ¿Quién permitió que esto ocurriera? ¿Cómo pudieron hacer esto? Cuando por fin salimos del salón, la conversación se trasladó con nosotros al pasillo. Hombres y mujeres, política y religión. Los estudiantes se apiñaban a nuestro alrededor, todos deseosos de compartir su opinión, de aclarar algo que se había dicho o de explayarse al respecto. Era imposible no sentirnos impresionados por su franqueza, su animación y deseo de compartir. Un muchacho trajo a colación el tema de las mujeres que conducen, una situación relativamente nueva en Siria y que él consideraba peligrosa, y fue sorprendente ver a sus compañeras de clase abalanzarse sobre él. Eran mujeres extremadamente inteligentes, e hicieron trizas al pobre muchacho. Él retrocedió y la conversación cambió nuevamente: el 11/9, Israel, el perturbador peso de la historia, y la guerra, la guerra, la guerra. Al terminar, me sentía exhausto. Todos lo estábamos. Nuestro viaje no había hecho más que empezar y ya sentía como si lleváramos semanas fuera de nuestro país. Esa noche me enfermé y casi vomité frente al ministro de Educación de Siria.

La idea, no tan sencilla, era llevar a un grupo de escritores estadounidenses al Medio Oriente. Íbamos a hablar en varias universidades de la región y a reunirnos con los escritores, poetas, periodistas e intelectuales de cada lugar durante el recorrido. Esto, supongo, es a lo que se llama «diplomacia de persona-a-persona». Dentro de la bizantina burocracia del Departamento de Estado de los EE.UU. hay una pequeña oficina que patrocina esta clase de cosas, aunque la organización en sí de los detalles logísticos de nuestro periplo por Siria, Jordania, Israel y Palestina quedó a cargo del personal del Programa Internacional de Escritores de la Universidad de Iowa. Casi en todas las ciudades que visitamos, el representante diplomático estadounidense del lugar o alguno de los anfitriones que nos recibían, nos recordaba que no éramos representantes del Gobierno de Estados Unidos.



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Lo decían con la intención de tranquilizarnos, pero la frase se repetía tan a menudo y de manera tan sistemática que se volvió algo incómodo. ¿Cómo explicar esa diferencia a los estudiantes de la Universidad de Damasco? Éramos representantes de Estados Unidos –el hecho de no pertenecer a las filas del Partido Republicano no nos absolvía de esa responsabilidad, así como haber asistido a algunos mítines en contra de la guerra en el 2003 no hacía que la difícil y necesaria conversación con los estudiantes se volviera menos difícil–. Cualquier viaje de una delegación estadounidense por esta turbulenta región es inherentemente político. Pretender otra cosa habría sido ingenuo. Uno no puede evitar imaginarse cuán mal deben estar las cosas si Washington no tiene mejores ideas que enviar a un grupo de escritores a Damasco, Amán y Ramala.

Caminé hasta la puerta de la Gran Mezquita y entré al patio. Allí me senté en el piso de mármol a apreciar la antigua solemnidad de ese lugar sagrado. Había niños persiguiéndose, deslizándose en sus medias sobre la piedra pulida, familias completas tumbadas bajo el sol y un constante y agradable barullo. Se oyó la llamada del muecín, y algunos de los que estaban allí reunidos se pusieron de pie y entraron al salón, pero muchos se quedaron donde estaban. El día era cálido y brillante. Saqué el micrófono que un amigo me había prestado para el viaje y grabé las oleadas de sonidos: la llamada a la oración, los gritos de los niños, fragmentos sueltos de conversaciones, el ruido de los pasos. Llevaba allí algunos minutos cuando se me acercó un hombre. Vio el micrófono y me extendió la mano. Me preguntó si era periodista. Le expliqué que era escritor. Me preguntó de dónde era, y se lo dije. Nací en Perú; también soy estadounidense. Me presenté y él me dijo que se llamaba Murat. Era curdo, me explicó con orgullo. –¿De Siria? –le pregunté. –Iraq –dijo Murat, y luego frunció el ceño. Mi micrófono había estado encendido todo este tiempo, y Murat se inclinó y habló directamente en él: –Jamás. Vayas. Allí. Las palabras de Murat se quedaron resonando en el aire, duras y sombrías. Incluso la mezquita me pareció in-

quietantemente tranquila mientras pensaba en lo que él había dicho. Murat mantuvo una expresión severa en el rostro durante un momento, hasta que ésta se volvió casi insoportable. Luego sonrió. No, no, no te preocupes, me aseguró, todo está bien en Kurdistán, no hay problemas de ningún tipo. Ja, ja, ja. Pensó que me había asustado. Quizá así era. Hay más de dos millones de refugiados iraquíes en Siria. Huyeron de la catástrofe del país vecino y se apiñaron en Damasco, aguardando, orando, esperando que la violencia de su lugar natal termine de algún modo. Iraq es un lugar aterrador, y la resaca física y emocional del día anterior –por la larga conversación con los estudiantes en la Universidad de Damasco– era real. Murat me habló luego sobre la belleza de su región, sobre la calidez de su gente. Saddam está muerto y habrá paz siempre y cuando los problemas del sur no se trasladen al norte. Me hizo muchas preguntas sobre Estados Unidos, sobre el Perú. Me contó que había trabajado para la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, como traductor, pero que, obviamente, ese puesto ya no existía. Me mostró su pasaporte verde iraquí, tal vez uno de los documentos de viaje más inútiles del mundo actual, y me mostró cómo había mentido sobre su ocupación: no había escrito traductor, sino empleado. Nos pusimos de pie y dimos una vuelta alrededor de la mezquita, charlando, siguiendo a las multitudes que vagaban por las diversas habitaciones. Pasamos a un grupo de mujeres vestidas completamente de negro. «Ésas son chiitas», me susurró con el tono de voz discreto que uno emplearía en un museo. Más adelante, sentados nuevamente en el patio, le pregunté para qué había venido a Siria. Él suspiró. Turismo, dijo al comienzo, pero no tuvo el coraje de continuar. Se quedó callado un momento y luego explicó que había venido para inscribir a su familia en la lista de refugiados de las Naciones Unidas. –Si inscribo mi nombre ahora, Inshallah, me entrevistarán el próximo año. Murat había pasado la última hora asegurándome que todo en Kurdistán estaba bien, tranquilo, que todo era encantador. La gente es afectuosa, el campo es de una belleza impresionante, y ya no hay guerra. Se han librado del dictador homicida que amenazaba su cultura, su idioma, sus propias vidas. ¿Y él quería marcharse? –Sí –me dijo, cuando le pregunté por esta contradicción. Tenía una esposa y dos hijas que cuidar. Me había mostrado las fotos–. Ahora las cosas están bien. Pero en dos años, en tres, ¿quién sabe? –¿Adónde irás? –le pregunté. Él se encogió de hombros. Suecia, Australia, Canadá, Inglaterra. Adonde fuera. El mundo es un lugar enorme, a pesar de que la guerra tiene la capacidad de encogerlo al tamaño de un puño, o una piedra, o un arma. –Por supuesto, mi primera opción es Estados Unidos –dijo Murat sonriendo. No pude hacer más que sonreírle. Ambos sabíamos que eso no ocurriría.


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Si algún propósito tenía este viaje, era escuchar cosas como éstas. Sentir al menos un poco de esta tensión. Conocer a este hombre y quedarme sin palabras. Leer nuestros insignificantes relatos, nuestros insignificantes poemas en un salón lleno de estudiantes sirios y sentirnos impotentes frente a su miedo. Sentir algo de vergüenza al ser confrontados con su ira. La guerra es un suceso muy real –mientras escribo esto, el número de muertos estadounidenses ha superado ya los cuatro mil–, pero en el Medio Oriente los efectos son multiplicadores. La invasión estadounidense y sus repercusiones no se encuentran muy lejos, y éstos no son lugares imaginarios divididos ahora por una violencia innombrable. Un cataclismo está en marcha, explotando hacia afuera en oleadas a lo largo de la región, y esto es algo que yo no había comprendido del todo, hasta que hablé directamente con gente cuya

voz se quiebra cuando te hablan de ello. Los muertos pueden ser calculados, por supuesto: tantos soldados estadounidenses, tantos insurgentes iraquíes. Tantos sunitas y tantos chiitas. Los refugiados, los desplazados internos, los millones de ciudadanos comunes obligados a dejar sus hogares. Todos ellos pueden ser contados. Pero el costo psicológico es imposible de calcular, no está limitado por ninguna frontera y no existe un método comprobado para medir el miedo. Esa noche salimos con algunos escritores locales a un restaurante cavernoso y oculto (o al menos así me pareció) en algún lugar del barrio cristiano de la ciudad vieja. Tenía la guerra en la cabeza. El espectacular y colosal error que era todo aquello; el proceder criminal de nuestros líderes electos y su irresponsable desprecio por la vida humana. Cuán extraño resultaba, entonces, descubrir que dentro del restaurante el ambiente era celebratorio, con música, gritos y humo, tales que mi humor agrio parecía fuera de lugar, incluso egoísta. Todavía era temprano, pero la gente ya estaba bailando y cantando y, cuando me ofrecieron un vaso de alcohol, aunque aún no me sentía bien, terminé por aceptarlo. Uno de los escritores locales me preguntó si habíamos oído las noticias. Las noticias, dijo, con una sonrisa angelical, haciendo un brindis


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¿Por qué están aquí?, nos dijeron a los estadounidenses los universitarios de Siria. ¿Cómo explican lo que ha hecho Estados Unidos? ¿Qué harían si les pidieran a sus hermanos que nos bombardeen? ¿Qué les ha hecho el islam? Estamos asustados, nos dijeron. Mis hermanos y hermanas están muriendo. Israel nos va a atacar. Estados Unidos nos va a atacar. Esta ciudad ya no existirá. Ni esta universidad. Estaremos muertos

con un vaso de arak. La televisión siria había informado aquel día que habían descubierto al presidente Bush con una prostituta, que ella iba a testificar en su contra. Era una mujer joven, hermosa, valiente. Nuestro amigo sonreía de oreja a oreja. Los escritores estadounidenses hicimos chocar nuestros vasos, todos un poco anonadados. Esto era indudablemente una buena noticia. Una noticia emocionante. La última justificación del conciliábulo se desvanece: sus alegatos de devoción y superioridad moral se desvanecen, la fachada se cae a pedazos, y todos quedamos en libertad. Debo admitir que la noticia me entusiasmó, que ansiaba ver al presidente Bush hablando temblorosamente, tartamudeando una disculpa, que ansiaba verlo sometido al humillante espectáculo de un escándalo sexual. No por un interés morboso, sino por pura ojeriza. Nuestro humor había cambiado dramáticamente, y me sentía animado por toda la situación. El escritor sentado era encantador, ridículo, brillante. Fumaba sin parar, mantenía mi vaso lleno, y cuando rechacé un bocado de carne cruda condimentada pareció realmente decepcionado. Intenté explicarle que había comido lo mismo la noche anterior y que casi me había matado, pero no había forma de convencerlo. –¿Eres novelista? –me preguntó–. Si eres novelista, debes comer esto. Se inclinó hacia mí para explicarme. –Daniel –dijo, escogiendo muy cuidadosamente sus palabras–, un novelista es como Dios, pero está contra Dios. Cada día de mi vida cometo veinte errores. Y eso es bueno. Me gusta cometer errores. ¡Quiero beberme la vida! Del otro extremo de la mesa, Fatih me dirigió una mirada, parte de preocupación maternal, parte de reprimenda implícita.

Mientras yo aún dudaba, el escritor se empezó a reír como un loco, y se comió la carne cruda. Seguimos bebiendo, brindando por las prostitutas que testifican contra los presidentes. Más tarde, me llamaron de otra mesa. Había un grupo de doctores, hombres y mujeres, celebrando un cumpleaños o algo así. Una mesa de hombres en terno, con el nudo de la corbata suelto, y mujeres con vestidos brillantes y glamorosos, todos con los ojos vidriosos, hermosos, felices. –¿Qué haces aquí? –me preguntó uno de los hombres. Señalaba a mi micrófono. Intenté explicárselo –escritores estadounidenses, un tour de lecturas, buena voluntad, etcétera–, pero claro, todo sonaba un poco ridículo. –¿Les dirás a los estadounidenses que no somos gente mala? –me preguntó. –Por supuesto –le respondí. Sonrió lacónicamente, como si la idea misma le pareciera encantadora. Me enseñó unos cuantos «saludos sirios», que yo repetí en voz alta para la mesa, esperando extender algo de buena voluntad. Por supuesto, resultaron ser groseras insinuaciones en árabe, y la mesa estalló en risas. –¿Has escuchado las noticias sobre tu presidente? –me preguntó, repentinamente serio. Hice un gesto de asentimiento. Él me palmeó la espalda. «Muy bien», me dijo. –Mañana vamos a conocer al mufti –dije luego de un rato. Nos acababan de avisar que el mufti, algo así como el obispo de Siria, había aceptado recibirnos al día siguiente. Nos habían anticipado que sería un encuentro solemne con un hombre espiritual. –¿Al mufti? ¿En serio? El hombre estaba ebrio y feliz. Tuve que inclinarme hacia él para escuchar lo que dijo a continuación. –Muy bien. Es un buen hombre. Al mufti puedes preguntarle lo que quieras – dijo–. Incluso sobre tirar. De vuelta en el hotel, Tony, uno de mis compañeros del viaje, verificó las noticias en su computadora portátil. Creo que jamás he esperado con tanta ilusión a que cargara una página web. Revisamos CNN, The New York Times, The GuardiaN. Nada. Perdíamos las esperanzas. Finalmente, en The washiNGToN PosT, encontramos una pequeña nota y empezamos



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a atar cabos: un funcionario de nivel medio del gobierno había presentado su renuncia anticipada para evitar la publicidad relacionada con el caso de la madama de Washington. Eso era todo. Ningún escándalo sexual que pudiera hacer caer al presidente Bush. Ningún Mónica-gate 2007. Sonaba demasiado bueno para ser cierto, y así era.

Ahmad Badr al-Din Hassun, el mufti de Siria, nos recibió la mañana siguiente en una sala decorada con elegancia. Era un hombre relativamente joven, con una barba bien cuidada, vestido con una pañoleta de color blanco perla envuelta en la cabeza, una túnica de color gris pizarra hecha a la medida y medias del mismo color. El mufti irradiaba calidez, sonreía y asentía mientras sus criados nos servían té. No le pregunté nada sobre tirar. El decorado era demasiado sobrio para eso. Ya en el curso de nuestro viaje, por razones de protocolo, nos habíamos visto sometidos a algunas arengas de burócratas, administradores de universidades y representantes de diversas comunidades religiosas. Por ello, no albergaba grandes esperanzas sobre el mufti, pero mis miedos eran completamente infundados. Por medio de un intérprete, al-Din Hasun nos presentó su visión del islam, de la política y del futuro de la región. Lo hizo de una manera divertida, interesante, optimista y humanista. «Gente de fe e intelectuales –dijo en cierto momento–. Pongámonos de acuerdo en que si mañana destruimos la Mezquita de Al-Aqsa y el Muro de los Lamentos, en Jerusalén, o la Iglesia de la Natividad, en Belén, Dios no estará tan furioso como si matamos a un solo niño que juega en la puerta de su hogar. Para los ojos de Dios, ese niño es más importante». El mufti nos describió la carta que le envió al presidente Bush en los días previos al inicio del bombardeo de Iraq, en el 2003. «El Medio Oriente le ha dado al mundo sus grandes profetas, ¿es el fuego nuestra única recompensa por este regalo de luz?». Se refirió afectuosamente a un rabino estadounidense al que había tenido como invitado en Siria no mucho tiempo atrás, y bromeó comentando que había tenido que enviarle al rabino un video del discurso que éste dio en una mezquita de Damasco para que demostrara a sus amigos que ello había en efecto ocurrido. Nadie en Estados Unidos creía que los judíos fueran bienvenidos en Siria.

Me cayó bien el mufti, y en ese momento me pareció un hombre esencialmente bueno. Aún pienso así. Su visión sirvió como un antídoto optimista frente al miedo que habíamos conocido en la universidad, y en ese sentido era agradable escuchar palabras de esperanza articuladas con tal convicción. Tenía la sonrisa ganadora y el porte educado de un diplomático, aunque más tarde me di cuenta de que casi todo lo que había dicho sonaba como parte de un guión redactado por un consejo ecuménico políticamente correcto. Casi todo, pero no todo. Más tarde, Fatih me llevó a un lado mientras caminábamos de vuelta a la camioneta. Me dijo que tenía un favor especial que pedirme, y que era muy importante. ¿Podía contar conmigo? –Por supuesto –le respondí. –Escríbeme sobre Tel Aviv. Quiero que me cuentes cómo es. Qué apariencia tiene la ciudad. Cómo es la gente. Cómo hablan. Tel Aviv, me explicó, es raramente mencionada en los medios de comunicación sirios, que la ciudad en sí nunca es mostrada. Como si no existiera en lo absoluto. Una imagen de un interior podía aparecer en la televisión de vez en cuando, pero ella anhelaba saber más que eso. Le dije que haría todo lo que pudiera. –Muy bien –dijo ella–. Envíame un mensaje de correo electrónico, pero no llames a Tel Aviv por su nombre. Simplemente refiérete a ella como la ciudad.

Llegamos a Tel Aviv la noche en que un millón de personas se habían reunido en el centro de la ciudad para exigir la renuncia del primer ministro Ehud Olmert. Acababa de publicarse un informe sobre la guerra del 2006 contra Hezbolá, y este escándalo era la consecuencia predecible de ello. Fui criado con la idea de apoyar las manifestaciones, de respetar el poder de las masas que se vuelcan a las calles, pero ésta era una protesta que se me hacía difícil respaldar. A partir de mis conversaciones con la gente, el mensaje de la marcha, como yo lo entendí, era el siguiente: «Necesitamos a un nuevo primer ministro –pronto– porque hay una guerra a la vuelta de la esquina con Siria, Irán o Hezbolá, o quizá con todos ellos a la vez, y no podemos tener a este incompetente al mando cuando la mierda caiga sobre el ventilador ». Era impresionante, supongo, porque uno rara vez es testigo de expresiones tan descarnadas de realpolitik provenientes de las masas, pero las suposiciones subyacentes –guerra, guerra, guerra– eran desalentadoras y tristes. La mañana siguiente, desperté en un hotel de la costa frente a un bulevar, a la playa y al Mediterráneo, una capa de azul eléctrico y deslumbrante. Aunque era viernes –el día santo de los judíos y musulmanes– uno nunca lo habría adivinado. Había parejas paseando por el bulevar tomadas de la mano, gente trotando y patinadores con iPods. Me pasé la mañana recorriendo de un lado a otro la playa y preguntándome cómo era que había ido a parar a Miami.


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Una vez lejos de aquel bulevar, Tel Aviv me recordó a Lima, y esto es lo que le escribí a Fatih en mi carta: ningún estilo arquitectónico predominante, una mezcolanza curiosa y a menudo antiestética de estilos: art déco, modernista, clásico, y aquí y allá algún guiño al Medio Oriente. Una cacofonía visual. Una ciudad construida frente al mar. El escritor y director israelí Etgar Keret me explicó la naturaleza ecléctica de Tel Aviv de la siguiente manera: la ciudad, como se ve hoy, fue construida por judíos provenientes de docenas de países. Piensa en esa diversidad de tradiciones lingüísticas, de costumbres culturales y de culturas visuales. Llegaron aquí y crearon una ciudad. No fue construida pensando en la posteridad, añadió Keret, sino que ha llegado a su mayoría de edad bajo una amenaza constante de aniquilación. ¿Para qué preocuparse por la planificación urbana si en cinco años la ciudad, el país, y los judíos mismos podrían no existir?

La imagen que tenía de Ramala era la de los últimos días de Arafat, cuando el líder palestino se encontraba refugiado en su complejo, sitiado por los israelíes. Pensé en aquel entonces que toda la ciudad sería bombardeada, demolida, pero, por supuesto, no fue el caso. Nuestra visión del Medio Oriente es siempre parcial, y por lo general mediada por la lente del conflicto. Y aunque esto es comprensible, e incluso necesario, es importante recordar también que la vida continúa. La gente va al trabajo o a la escuela, a visitar a amigos o amantes. Sortean las circunstancias extraordinarias en que viven, y al hacerlo, las vuelven ordinarias. En nuestra lectura, una estudiante llamada Laila describió su recorrido diario desde el este de Jerusalén hasta Cisjordania. Si no fuera por las garitas de control, Ramala estaría a menos de treinta minutos de Jerusalén, pero dependiendo del humor de los soldados en cualquier día particular, el viaje puede durar entre dos y seis horas. Me pregunto cuántos estudiantes estadounidenses superarían penurias similares para llegar a clases. Pero Laila no quería hablar sobre garitas de control. Nos contó que sentía gran simpatía por los soldados israelíes. Se los veía muy asustados y la interacción militarizada entre isreaelíes y palestinos parecía casi perfectamente diseñada para hacer que ambas partes perdieran la cordura. En todo caso, no serían aquellos los recuerdos que ella guardaría de Birzeit. Laila era como cualquier otra estudiante de veinte años de cualquier lugar: sus amigos, pasar un buen rato, las risas, algunas clases emocionantes; ésas eran las cosas que importaban.

Después de nuestra lectura, se suponía que almorzaríamos con algunos periodistas y escritores locales. En la mayoría de lugares, organizar un almuerzo no sería un problema, pero en Cisjordania, en los territorios palestinos, todo es complicado. El problema era que uno de los invitados trabajaba para el Ministerio de Cultura de la Autoridad Palestina. Eso significaba que estaba contratado por la Autoridad Palestina, que desde las elecciones democráticas del 2006 (y hasta que la guerra civil estalló en Gaza, tras lo cual Mahmud Abbas disolvió el gobierno) había estado controlada por Hamas, grupo que figura en la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado de EE.UU. De modo que nuestro potencial invitado al almuerzo era, por una propiedad transitiva de un miope decreto diplomático, un terrorista. Nosotros no representábamos a Estados Unidos, y sin embargo allí estábamos, con nuestro diálogo obstaculizado por las reglas del gobierno. Durante toda la semana, el Programa Internacional de Escritores había intentado resolver el problema. Ésta era, precisamente, la gente con la que debíamos hablar, pero nos habían puesto en la incómoda posición de tener que cancelar la invitación a este invitado. Eso no le había gustado a nadie. Hubo un intercambio de mensajes de correo electrónico, algunos hostiles, otros esperanzadores, y mientras nos alejábamos de Birzeit nos sentíamos optimistas de que al menos algunas de las personas que habíamos invitado asistirían. El restaurante se encontraba en las afueras del pueblo, y para llegar allí atravesamos las bulliciosas calles del centro de Ramala, y luego caminos de montaña desde donde se podía apreciar la agreste belleza del paisaje del desierto: las rocas desnudas brillando bajo el sol, una capa translúcida de polvo a lo largo del horizonte. Podíamos ver la barrera de seguridad israelí –un muro, en realidad–, una gruesa cicatriz de concreto sobre la tierra o, mejor dicho, un perverso monumento a aquellas personas de ambos lados que habían intentado lograr la paz y fallado. Entiendo por qué la gente prefiere no pensar en esta región y sus complejidades infinitas. Por qué la mayoría desea que sus irritantes problemas, sus facciones y conflictos, simplemente desaparezcan. En ocasiones, mientras aún me encontraba en el lugar, parecía que no existía nada más que la política, que la Tierra Santa se encuentra atrapada entre las garras de un legado de mil años de malas decisiones. En el restaurante nos condujeron hasta un comedor grande, espacioso y cubierto, donde en preparación para nuestro evento, los mozos habían adornado una larga mesa con arreglos florales y un par de banderas de plástico –la estadounidense y la palestina– cruzadas en señal de amistad. Sólo estábamos nosotros y algunos funcionarios de la universidad, por lo que las banderas en particular tenían una apariencia más bien triste. Había unas diez sillas de más. Luego de algunas indicaciones de nuestros anfitriones, los mozos empezaron a desmontar la decoración. Nos prepararon una mesa más pequeña, y todos nos quedamos parados alrededor, sin saber realmente qué hacer. Un rato después, se llevaron las banderas y nos sentamos. Nos quedamos esperando a que alguien más llegara, pero nadie lo hizo. La comida estuvo deliciosa, pero la comimos solos.



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una muchacha musulmana pierde la virginidad y un año después la recupera. Primero se deprime por el pecado que, según sus creencias, ha cometido al acostarse con un hombre antes de tiempo. Pero ahora, en su segunda oportunidad, ella ha vuelto a confiar en que llegará «pura» al matrimonio. No quiere cometer errores de nuevo. Es virgen otra vez. Su seudónimo será Nassima. Hoy es una luminosa mañana de abril, y Nassima come un sándwich de salmón en una banca frente al ayuntamiento de la ciudad de Toulouse, en el sur de Francia. Ella dice que nació, creció y se educó en este país, luego de que sus padres migraron desde Marruecos, como miles de musulmanes que siguen la misma ruta en busca de un mejor trabajo. Ahora Nassima tiene veintiún años y estudia Ciencias del Lenguaje en la universidad de la ciudad. Viste unos jeans ajustados, zapatos de tacón y una camiseta verde militar. Parece una estudiante moderna, común y corriente en Francia, hasta que extrae una fotografía de su cartera. Allí se ve a dos

primas suyas que viven en Holanda y que van cubiertas por un velo negro. Tienen trece y diecisiete años. La prenda les tapa la cabeza, el cuello y el pecho. Nassima dice que dentro de un tiempo ella también se cubrirá el rostro con un jimar. «Me parece que son mucho más lindas con velo –dice señalando la imagen–. Sin el velo me parecen poco atractivas». Nassima tenía un novio al que recuerda con cierta amargura. Se llamaba Karim y marcó su vida. Eso fue a principios del 2007. Él también era un francés de padres marroquíes, y le angustiaba ese misterio que su novia escondía bajo sus ropas. ¿Eres virgen?, solía preguntarle. Sí, respondía Nassima. Entonces era virgen. Pero Karim siempre volvía a la carga: «Yo sé que no. ¡Me estás mintiendo!». Nassima recuerda cada palabra de ese muchacho y hasta la manera en que a él se le tensaban los músculos a causa de la incertidumbre. A veces, cuando estaban juntos, ella lo dejaba entrar en su dormitorio de la universidad. Allí se tocaban, se frotaban, se contenían. Luego, él volvía a preguntarle: ¿Eres virgen? Un día Karim la amenazó con llevarla a un ginecólogo para que la examinara y elaborase un certificado de virginidad. Nassima sabía que para él las mujeres solteras o eran kahbas (putas) o eran vírgenes. Tenía miedo de que la dejara. Entonces se acostó con él para probarle su pureza. Después de ver la mancha de sangre sobre las sábanas, Karim se mostró incrédulo. «¿No estarás justo con la regla, por casualidad?», dice Nassima que le preguntó ese novio. Ella retuvo el aliento, sus manos temblaban. Karim la abrazó y le dijo que no dudaría más. Nassima dejó de ser virgen una noche de abril y, desde entonces, asegura que casi no come, no duerme y falta a sus clases de la facultad. A veces pasa sus días encerrada en su cuarto de la ciudad universitaria, tratando de superar su estado de ánimo. Aunque desde hace un tiempo, dice, las cosas han mejorado un poco. A principios del 2008, un año después de haberse acostado con su antiguo novio, ella visitó una clínica de París, entró en el quirófano y, casi cinco horas más tarde, al salir, era virgen otra vez. La operación a la que se sometió se llama himenoplastía y es una cirugía para reconstruir el himen perdido. Nassima recurrió a ese tratamiento siguiendo el ejemplo de otras cientos de mujeres en Francia que dejan sus testimonios en internet. La mayoría son es-


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tudiantes universitarias, profesionales y empleadas francesas, criadas en familias musulmanas. El doctor Marc Abecassis –el mismo que atendió a Nassima– dice que practica cinco de esas cirugías cada semana. En un año, estima él, podrían realizarse unas mil himenoplastías en su país. «No es una avalancha, pero se ve que el integrismo islámico progresa», se alarma en un correo electrónico Jacques Lansac, el presidente del Colegio de Ginecólogos y Obstetras de Francia. Ahora, casi dos meses después de esa cirugía, Nassima parece aliviada, aunque la agobia la falta de dinero. «Vivo en estado de precariedad», dice preocupada mientras la mañana avanza en la plaza de Toulouse. Volver a ser virgen le costó casi tres mil euros, siete veces el monto que la universidad le entrega mensualmente como parte de su beca. Los milagros de la medicina cuestan una fortuna. Nassima no bebe, no fuma, jamás ha ido a una discoteca. Dice que sólo las conoce por la televisión. Cuando va a la playa (y le gusta mucho), no usa bikini: se sumerge en el mar con un vestido ligero que le cubre hasta las rodillas. Sin embargo, ella está convencida de que aprovecha su juventud. Aprovechar es un verbo que usa muy seguido. Dice que su madre también lo empleaba mucho cuando la educaba: «Tienes que aprovechar ahora, porque después de una cierta edad, cuando comiences a tener formas, te tendrás que preservar, no llamar la atención de los hombres», recuerda que su madre le decía cuando era una niña. A partir de los catorce años llegaron las reprimendas. Un fin de semana Nassima se presentó con unos pantalones cortos (shorts) en casa. Su madre frunció el ceño, la miró y bastaron sólo unas palabras: «Eso tendrás que modificarlo inmediatamente». Nassima obedeció. Ahora ella es una joven atractiva (ojos marrones rasgados, largo cabello negro, sonrisa brillante), pero si pudiera, dice, se cubriría el rostro con un velo. En Francia no se puede usar esa prenda en las universidades, tampoco en el trabajo: una ley prohíbe portar signos religiosos «ostensibles» en lugares públicos. «No comprendo que se sea tolerante con la gente que quiere desnudarse en la playa y que se prohíba, por el contrario, que algunas mujeres

sean más pudorosas y quieran llevar un velo y vestirse de un modo menos llamativo», medita Nassima. Luego añade: «Tengo diecisiete tíos y no entienden cómo mis padres me autorizaron a vivir lejos de ellos. Les resulta inaceptable. Pero mis padres siempre me tuvieron confianza». Un rato después parece triste. «La sexualidad es un tema tabú en mi familia. Siempre estuvo claro que una chica debe llegar virgen al matrimonio. Mi madre me dijo que no debía frecuentar a los hombres, ni invitarlos a mi cuarto, ni salir con ellos». Nassima es bastante minuciosa al hablar de su vida, incluso cuando se aflige. Ahora recoge su cartera y acomoda las fotografías dentro de ella. Nassima dice que conoció a Karim, su antiguo novio, por medio de un compañero de la facultad. Él tenía veintidós años y ella diecinueve. Karim trabajaba como pintor de carrocerías de autos, y le parecía bueno, gentil, el hombre ideal para casarse. Él la llamaba a su teléfono celular todo el tiempo, le enviaba amorosos mensajes de texto. Iban a restaurantes, al cine, a pasear. Poco a poco, él ya no quería que Nassima viera a sus amigas. Le exigió que cambiara su número de teléfono. Ella obedeció. A veces creía que él exageraba. Nassima era romántica y Karim le explicaba que el amor pasaba por otro lado, como cuando estaban a solas, lejos de miradas intrusas. A los cinco meses de haberse conocido, se acostaron por primera vez. «Me sentí mal, pero él prometió que nos casaríamos», recuerda ahora sentada en la misma banca, frente al ayuntamiento. Es mediodía y las bancas de la plaza están copadas por estudiantes y empleados que almuerzan. Un grupo de chicos y sus maestras atraviesan la plaza dando saltos de un lado a otro, y Nassima se distrae como si recordara algún pasaje de su vida. Toma la bolsa de papel que envuelve su bebida, la aferra y la arruga contra su pecho. Luego continúa: «Nuestras familias se conocieron. Karim pidió mi mano, pero me faltaba el respeto cada vez más». A veces discutían y él golpeaba la mesa o las paredes. Nassima imaginó que algún día ella sería víctima de esa furia. La madre de Karim se entrometía en su relación y reafirmaba que su hijo era el hombre, su futuro marido y que tenía que obedecerlo. Nassima sentía que debía tomar una determinación. Un día, en el automóvil de ese novio, le dijo que no quería verlo más. Karim no lo soportó y la golpeó hasta dejarla casi sin respiración. Esa noche él llamó a los padres de Nassima y les contó que ella, su novia, ya no era virgen. Nassima cierra los ojos con fuerza. Está avergonzada. «Fue terrible –exclama–. Yo les repetí que no, que era él quien mentía». Su madre le advirtió que ojalá ella tuviera la razón. Su padre le exigió un certificado de virginidad. Sus tres hermanos mayores amenazaron con golpearla. Nassima siempre ha creído que los hombres son así, secos, y sentía mucho miedo. Entonces supo que había una manera de remediar su falta.


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Christophe Courtieu es un ginecĂłlogo que suele visitar los foros de internet para encontrar mensajes de ese tipo: ÂŤPronto me voy a casar y necesito encontrar un ginecĂłlogo que me reconstruya el himen. ÂĄEs muy urgente!Âť. ÂŤTengo catorce aĂąos y estuve un mes en Irlanda. Mi mamĂĄ, cuando regresĂŠ, me dijo: “Espero que todavĂ­a seas virgenâ€?, y me quiere llevar

su oficio. ÂŤAl principio me preguntaba si no era un modo de avalar el machismo de cierta cultura que considera a la mujer como una menor de edadÂť, explica con Ă­mpetu desde su sillĂłn. ÂŤPero acepto hacerlo porque en su mayorĂ­a son chicas musulmanas, mujeres que estĂĄn muy angustiadas por haber cometido una falta y vienen para repararla. Se acercan porque estĂĄn por casarse y la noche de bodas deben, sĂ­ o sĂ­, sangrarÂť. Courtieu recuerda que, a fines de los noventa, cuando empezĂł a brindar ese servicio, sĂłlo realizaba una o dos cirugĂ­as anuales. Pero desde el 2004, entre diez y quince chicas lo buscan cada aĂąo. Y esto sĂłlo es una evidencia del crecimiento de un mercado dedicado a resolver los padecimientos de ciertas mujeres

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al ginecólogo para verificarlo. Ya no soy virgen, estoy arrepentida, y tengo miedo. Demasiado tarde, linda. Dios ya lo sabe y tu lugar en el infierno ya estå preparado. Si mis padres saben que no soy mås virgen, su reputación y la mía quedarån destruidas. Courtieu lee esos textos para entender y confirmar cómo esas jóvenes, en su mayoría musulmanas, se pasan los datos de su consultorio como nåufragos que comparten una tabla. Ahora se acomoda en el centro del salón de conferencias de una clínica de Montpellier, en el sur de Francia, evidenciando esas facciones angulosas y expresivas que le dan a su rostro un aire severo. Él es uno de los pocos mÊdicos de esta ciudad que aceptan realizar esas cirugías para reconstruir el himen. El costo de una himenoplastía a su cargo es de ochocientos cincuenta euros, la tercera parte de lo que costaría en un instituto privado. Según dice, resarcir un himen no sólo consiste en pasar un hilo por esa membrana, sino en reforzar una idea de la paciente: que la mujer debe permanecer casta hasta el matrimonio. Courtieu defiende esas cirugías como lo haría cualquier profesional seguro de la nobleza de

en apuros o, segĂşn sea el caso, de avalar los caprichos mĂĄs recĂłnditos. Jeannette Yarborough era una madre de tres hijos, en Estados Unidos, y quiso celebrar sus diecisiete aĂąos de casada volviendo a la virginidad. La cirugĂ­a le costĂł cinco mil dĂłlares. SĂłlo el Laser Vaginal Rejuvenetion Institute, en Los Ă ngeles, atiende cada mes a unas doscientos cincuenta mujeres atraĂ­das por las posibilidades de una cirugĂ­a vaginal, y por la promesa de rejuvenecer al menos en ese sector de su anatomĂ­a. El doctor David Matlock, dueĂąo de esa clĂ­nica, ha logrado una celebridad capaz de marear su propio ego. En una entrevista con el diario espaĂąol El Mundo se llamĂł a sĂ­ mismo ÂŤun artista dedicado a crear vulvas de diseĂąoÂť. Pero esta cirugĂ­a, que en algunos casos puede ser considerada como un interĂŠs estĂŠtico o frĂ­volo, tambiĂŠn representa la salvaciĂłn de una muchacha musulmana en aprietos. En algunos paĂ­ses ĂĄrabes, durante la noche de bodas, las madres de los esposos aguardan detrĂĄs de la puerta, atentas a que se haya consumado el matrimonio. Luego van en busca de las sĂĄbanas y salen mostrando victoriosas la mancha con la sangre de la esposa. Pero incluso entre esas costumbres tan suspicaces ha habido siempre maneras de simular virginidad. En algunos pueblos de Marruecos y de Argelia, las muchachas mĂĄs audaces utilizan la sangre de animales para fingir su inocencia. Simular. Fingir. EngaĂąar. De eso se trata. Los mĂŠdicos de algunos hospitales de Francia reacios a la himenoplastĂ­a sugieren a sus pacientes otro mĂŠtodo de engaĂąo. Extraen sangre de los novios un dĂ­a


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antes de la boda, la colocan en un tubo y lo entregan a la pareja para que ésta vierta algunas gotas sobre la sábana en la ocasión indicada. Así engañan a la familia. El problema es que, para que este método funcione, ambos novios deben estar de acuerdo. Para las muchachas solas y afligidas, la cirugía sigue siendo un método más de simular. El más moderno y efectivo.

«No arruines tu tesoro». Karima es el seudónimo de una joven de veinticuatro años, que cuenta que su madre le habló así cuando ella sólo todavía era una niña. Eso bastó para que viviera con temor cada vez que se acercaba a un chico. Por esa época, ella no entendía muy bien esas cosas, pero recuerda la boda de su hermana mayor. «Hubo una gran fiesta –dice en su casa de París, a través del teléfono–, mis primas bailaban con la sábana que tenía la mancha de sangre. Parecían tan felices». Desde entonces, Karima creció con el temor de perder su virginidad al hacer deporte o en un accidente. Ahora, ellas vive en el mismo suburbio de las afueras de París, donde nació. Trabaja como vendedora en un centro comercial y aún vive con sus padres, una pareja de migrantes de Marruecos. Ellos no lo saben: la joven y soltera Karima ya no es virgen. Es decir, lo es, pero gracias a la cirugía. Ahora ella cuenta una historia parecida a las que llenan los foros de internet. Tenía un novio y el novio la abandonó poco después de haberse acostado con ella. Eso le creó un sentimiento de vergüenza, y Karima dice que también se sentía impura. En su hogar, explica, se cree firmemente que un himen completo es el resultado de una excelente educación. La tradición ancestral de la sábana ensangrentada no desapareció en su familia, ni siquiera después de que sus padres migraron desde Marruecos. Por eso, ella casi no salía de casa y, cuando lo hacía, desviaba –desvía– la mirada de los hombres. «Es que para mí, un buen matrimonio debe comenzar con un himen intacto. Es tan o más importante que el vestido blanco y la alianza de oro». Karima se operó en un hospital de París. Pagó mil quinientos euros. «La virginidad es un valor muy importante. En mi familia me han de-

jado hacer de todo, lo único que estaba prohibido era el sexo antes del casamiento –exclama con una voz grave y nerviosa–. ¿Acaso a otras chicas no musulmanas no se les prohíbe otras cosas?». Karima no culpa a nadie.

Pero la virginidad no sólo es materia de adoración entre los musulmanes de Francia. Lili Baliardo es una mujer que vive en un barrio gitano de Montpellier, en el sur del país. Está sentada en la cocina de una parroquia cristiana que sirve como lugar de encuentro de la comunidad. El sitio se encuentra en plena refacción, no hay muebles, sólo una sillas desparramadas en el salón principal. Baliardo tiene el rostro marcado por las arrugas y unos ojos azules saltones. Viste una larga túnica negra, pantuflas y su cabello rubio está recogido en un rodete. Su mirada se enciende cuando empieza a describir lo que en su comunidad se llama la ceremonia del pañuelo. Antes de la boda, dice Baliardo, la gitana más vieja de la comunidad toma una navaja, la envuelve en un pañuelo dispuesto con tres pliegues y luego introduce ese artefacto en la vagina de la novia. El objetivo es que la sangre manche los tres pliegues («las tres rosas») mientras las mujeres que rodean la cama lanzan pétalos de rosas y claveles. Baliardo tiene cuatro hijas que han sido, como ella lo fue hace cuarenta años, desvirgadas de ese modo. «Es muy doloroso pero es también un orgullo para la familia –cuenta con los ojos encendidos–. Es muy bonito». Quien piense que la virginidad sólo es materia de viejas maneras de pensar y sentir podría darse una vuelta por las vitrinas de internet, donde hay muchachas que ponen en subasta su «doncellez». Rosie Reid era una joven inglesa de dieciocho años que obtuvo veinte mil dólares por subastar su inmaculada condición en la web. Quería pagarse los estudios en una universidad de su país. Hay prostitutas que recurren a la cirugía para ganarse a esos clientes dispuestos a pagar fortunas por un himen impoluto. Lejos del terrenal negocio, en las alturas donde habitan las celebridades, hay quienes ven el sexo como un asunto demasiado mundano. Kaká, ese astro brasileño del fútbol mundial, confesó a la revista Vanity F air que él y su mujer llegaron castos al matrimonio. La cantante estadounidense Mariah Carey, quien alguna vez mostró los pechos cuando la entrevistaron en televisión, ha dicho que el sexo no le interesaba demasiado. Es más, asegura que esperó hasta su noche de bodas para perder su virginidad. En Estados Unidos, ese país donde las viejas costumbres se reinventan y reciclan con la excusa de lo retro, la abstinencia sexual también podría ser un grito de la moda. Britney Spears es


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esa diosa pop en decadencia, cuya pÊrdida de la virginidad fue un tema de la prensa de su país. En sus primeros aùos de carrera, ella solía llevar en la mano derecha un anillo de plata, el cual es el símbolo de la castidad de Silver Ring Thing. Éste es un movimiento con mås de un millón de seguidores y es liderado por el evangelista Denny Pattyn, quien desarrolla una cruzada por la abstinencia sexual con apoyo del gobierno de George Bush. El movimiento ha logrado una proeza publicitaria: asociar la virginidad con una moda.

algo importante en mi cultura y que si ellos no me ayudaban iban a arruinar mi vida. Por esa Êpoca, Nassima empezó a ingresar en los foros de internet sobre el tema, y allí descubrió que muchas jóvenes mencionaban a un mÊdico de París. Se llama Marc Abecassis, es ginecólogo y tiene una lujosa clínica en la zona de los Campos Eliseos, la zona mås exclusiva de París. Él es judío, y tambiÊn un especialista mediåtico que acepta participar en los programas de televisión para hablar de las cirugías estÊticas. En mi religión –dice el doctor Abecassis a travÊs del telÊfono– la virginidad tambiÊn es muy importante. Gracias a mí estas mujeres podrån fundar un hogar. Muchos no estån de

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ÂŤAcaricie a su perro, no a su novioÂť, reza uno de sus eslĂłganes. No tener sexo puede ser desenfadadamente cool.

Nassima ha abandonado el banco de la plaza donde hace un rato comĂ­a. Hace mucho frĂ­o. Ahora ella estĂĄ sentada en un cafĂŠ de asientos tapizados en color pĂşrpura y mesas de madera, que mira a la plaza del ayuntamiento. El mĂŠdico que le practicĂł la cirugĂ­a tiene un origen marroquĂ­, como ella, y por eso comprendiĂł enseguida su problema. SegĂşn refiere ella, ÂŤes una persona muy amableÂť. Llegar a ĂŠl no fue tan fĂĄcil. Cuando Nassima dejĂł de ver a su antiguo novio, decidiĂł que lo mejor serĂ­a realizarse una operaciĂłn para recuperar su virginidad. Primero recurriĂł al centro familiar de su universidad, donde la acusaron de ser una infiel a la causa de la mujer liberada, una traidora. La ginecĂłloga que la recibiĂł en un hospital de Toulouse no fue mĂĄs indulgente: le explicĂł que la himenoplastĂ­a era un acto quirĂşrgico salvaje. ÂŤMe trataron muy mal. Yo explicaba que [el himen] es

acuerdo, pero si operamos los senos para que [las mujeres] parezcan sex symbols, no veo por quĂŠ no se puede operar el himenÂť. Para ĂŠl, ambas cirugĂ­as (el aumento de busto y la himenoplastĂ­a) implican una sujeciĂłn a la ideologĂ­a occidental, por un lado, y a la ideologĂ­a musulmana, por el otro. No todos los mĂŠdicos estĂĄn de acuerdo. Jacques Lansac, el presidente del Colegio Nacional de GinecĂłlogos y Obstetras de Francia, cree que ÂŤla himenoplastĂ­a es una agresiĂłn a la dignidad de la mujerÂť, como lo apuntĂł en un correo electrĂłnico. Marie-Laure Brival, una colega suya que trabaja en un barrio popular de ParĂ­s, donde gran parte de la poblaciĂłn es de Marruecos, TĂşnez y Argelia, cuenta que ella realiza cirugĂ­as en el himen desde fines de los aĂąos ochenta. ÂŤEs una ilusiĂłn creer que al negarnos a hacer una cirugĂ­a vamos a resolver el problema. Cuando el pedido aparece es raro que sea puerilÂť. En el otro lado del mundo, en el PerĂş, el mĂŠdico Ricardo OrmeĂąo ValdizĂĄn, un especialista en reconstrucciĂłn vaginal, advierte que pronto harĂĄ una himenoplastĂ­a. La paciente es una joven de veinte aĂąos a quien violaron en su niĂąez. Y ĂŠste tampoco es un hecho pueril. ÂŤEs un caso excepcional. AcĂĄ en el PerĂş, estamos mucho mĂĄs abiertos en menteÂť, explica. Pero a Nassima estos debates mĂŠdicos le importan muy poco. Ella no quiere que la juzguen como a esas ÂŤchicas que se permiten tener relaciones por todos lados y que luego piden una himenoplastĂ­aÂť. Dice que ella lo hizo porque se sentĂ­a mal psĂ­quicamente.



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La consulta con el doctor Abecassis fue por teléfono. No tenía el dinero suficiente para pagarse dos veces el viaje hasta París. La cirugía fue pac pactada para principios de febrero del 2008. El día indicado, se levantó a las cinco de la mañana y tomó el tren una hora después. Llegó a la clínica al mediodía. Estaba sola y ningún amigo ni familiar sabía lo que ella habría de hacer. Le indicaron una habitación donde se colocó una bata sobre su cuerpo desnudo. A la una entró al quirófano. Recuerda que se tendió en la mesa de operaciones con los brazos y las piernas separadas, exponiendo su sexo con vergüenza. El primer pinchazo en la entrepierna fue el de la anestesia local. Dice que le molestaba la presencia de gente que entraba y salía. «Se trataba de una cirugía íntima», aclara con mortificación. Luego recuerda que un enfermero le hacía bromas, le aconsejaba ser más discreta, no caer en la tentación nuevamente. Allí también estaban tres cirujanos (dos franceses y uno venezolano), quienes estudiaban y husmeaban entre sus piernas. Ella sentía unas incisiones, como uñas que se hincaban en sus tejidos, luego vinieron unas puntadas y una sensación de escozor cada vez que el hilo se tensaba. Los médicos murmuraban cosas en español y en inglés; comentaban los detalles técnicos de la intervención. «En un momento vi que sacaron fotos, me sentí muy mal», dice ahora en el local frente a la plaza de Toulouse. Nassima toma su taza de café y la vuelve a dejar sobre la mesa. Levanta el pulgar y le pide al mozo un vaso de agua. Un tenue rastro de malestar se dibuja entre sus cejas. En la mesa de al lado, una pareja de jóvenes se besa en la boca, y Nassima los observa durante un momento antes de retomar su relato, más calmada. La operación duró apenas unos veinte minutos. A las dos y media de la tarde, ella pudo dar unos pasos. Dos horas después, regresó a la estación del tren. Caminó casi sin abrir las piernas. No sentía dolor, sólo un tirón. Nassima acomoda su cartera sobre su pecho y saca su teléfono celular, donde tiene registradas varias fotografías. En una de ellas se ve a su madre. No es un retrato muy nítido, pero es posible

advertir que, bajo el velo, aquella mujer comparte los mismos ras rasgos con su hija. Nassima dice que hace tres meses está de novia con un joven de veintiún años, al que conoció en la estación del tren de la ciudad. Luego muestra la fotografía de ese muchacho: tiene un rostro firme, la frente despejada y lleva sobre su hombro una gorra verde. Es militar. Desde hace dos meses está destacado en una misión en el Chad, en África. Nassima dice que a los pocos días de haberse conocido, él también le preguntó si era virgen. Entonces, ella no lo era. Pero esa interrogante la ayudó a decidirse más rápido por la cirugía, y se la hizo aprovechando que él no estaba en Francia. Antes de partir a esa misión militar, su novio le dijo que un día sabrá si ella miente o dice la verdad. «La verdad, lamento que entregar certificados de virginidad esté prohibido en Francia –dice–. Si cuando mi ex novio me lo pidió yo lo hubiera obtenido, no habría pasado al acto. Habría permanecido virgen». De pronto, hasta parece contenta. Se alisa el cabello que cae sobre su frente. Un empleado acomoda los vasos y las tazas creando un ruido desafinado. Nassima se aclara la garganta, desvía la vista hacia el barman y dice con energía: «Al precio que pagué por esta himenoplastia, más vale que no me vuelva a tentar». Por primera vez, ríe muy fuerte. Nassima dice que si tuviera hijas mujeres les inculcaría la misma tradición que a ella le transmitió su familia. «Nada de igualdad entre el hombre y la mujer –aclara, pero luego parece pensarlo un poco más–. Bueno, lo ideal es que los hombres también lleguen vírgenes al matrimonio, ¿verdad? Pero eso lo veo muy difícil». La importancia de la virginidad, decía el antropólogo Claude-Levi Strauss, nació con las comunidades primitivas, cuando los grupos comenzaron a intercambiar bienes para sobrevivir. En este contexto, el himen se convirtió en un instrumento para demostrar que «el producto», las mujeres, se encontraba en buenas condiciones. Pero eso fue mucho antes del nacimiento de las grandes religiones, del islam, y por eso la virginidad es un viejo tabú planetario. En Guatemala, Regina Galindo es una artista que en el 2005 también se sometió a una himenoplastía para denunciar el machismo en su país, que no es musulmán sino cristiano. Pero Nassima no ha oído hablar de ella. Las últimas noticias en su vida son que sus hermanos han dejado de amenazarla y que su padre ya no le exige un certificado de virginidad. Karim, su ex novio, la llamó quince días antes. Quería verla. Se sentía solo. Le dijo que se había casado, pero que su esposa estaba en Marruecos, esperando obtener los documentos para mudarse a Francia. «Al verlo tan mal después de nuestra separación, sus padres lo empujaron a hacerlo», cuenta Nassima. Luego se queda en silencio por un momento, abstraída, y entonces agrega: «Se casó con una chica virgen. Es lo que él quería».



78_ CONSULTORIO SEXUAL Yo amo a los delfines

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francisco bardales

Existe un ser vivo capaz de provocarte incontenible

entre los genitales de las hembras del bufeo y los de las mujeres es iluminación

deseo y al mismo tiempo profundo temor? En las

erótica para quienes creen que poseer aquellas perfecciones anatómicas es una

grandes metrópolis el binomio sexo-peligro suele tener

auténtica épica de la supervivencia. Dicho coito es frenético. Eso dicen. El ani-

la imagen de los agresores seriales. Pero en los pueblos y

mal debe estar extendido con las aletas abiertas, mirando al cielo. Al menor

ciudades de la selva amazónica del Perú, repletos de exu-

asomo de penetración, los genitales del bufeo se contraen totalmente. A la par,

berante vegetación, animadas fiestas al aire libre y bares

sus músculos vaginales inician la succión del invasor. Dicen que el placer para el

multicolores de dudosa estética, sus habitantes profesan

hombre es indescriptible, que el animal va apoderándose de él y, si no hay nadie

un lascivo respeto por cierto personaje, protagonista de

a su lado que lo ayude a huir antes de los posteriores diez minutos de producido

legendarias correrías: el delfín rosado de río, también lla-

el orgasmo, puede perder la vida.

mado bufeo colorado. Éste es un mamífero acuático de

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un diagnóstico de

Si por ventura de la providencia el aventurero sale indemne, adquiere una

gran joroba y pico prominente, que

capacidad sexual insaciable y eterna.

puede superar los dos metros de lar-

Más de un habitante de los pueblos y

go y pesar ciento cincuenta kilos en

aldeas San Rafael y Pacaya-Samiria, en

su adultez. Más allá de sus cualidades

la selva, me ha relatado estos hechos en

científicamente comprobadas, el bu-

primera persona, con un dramatismo

feo suele disfrutar el sexo de un modo

bastante realista (aunque la mayoría

desaforado. Tanta es su viril notorie-

son sólo chanzas ególatras). Uno de los

dad que, aun muerto, las vendedoras

casos más delirantes era el de un pes-

de la ciudad de Iquitos comercian

cador que, se decía, violó a un delfín y

con el cartílago de su pene, sea en

luego huyó. De dicha aberración habría

lociones y brebajes, atribuyéndole

nacido una criatura mitad animal, mitad

infalibles poderes afrodisiacos.

humana. Según aseguraban en la zona,

Los bufeos del río Amazonas son,

la mancillada hembra, acompañada de

en realidad, peces con genitales huma-

una legión de congéneres, buscaba al

nos –según las creencias antiguas– o,

culpable para hacerle responsable de

más bien, hombres de corrompida

dicha progenitura.

existencia castigados con su trans-

El mito del bufeo ha legitimado la

mutación en demonios del agua. Du-

creciente poligamia reportada en pue-

rante su periodo de urgencia genital,

blos y ciudades del Amazonas. Muchas

los bufeos se convierten en atractivos

de las historias de hijos sin padre cono-

hombres o mujeres de piel blanca y

cido o de mujeres que han huido de sus

cabellera rubia –como turistas extra-

hogares son atribuibles a poderes mági-

viados–, que suben a los pueblos y,

cos de esta «gente del agua», antes que

aprovechando la noche y diversos hechizos, consiguen

a la posible seducción de motivaciones mucho más prosaicas. Lo cierto es que

someter a sus deseos a los lugareños. Estos, embriagados

cada vez se hace más difícil avizorarlos (debido a su acelerada depredación).

de pasión, se dejan llevar a las profundidades del río, don-

Pero si el lector (o viajero intrépido) se da de bruces con un bufeo y verifica

de conviven eternamente con sus captores.

que un ardor se apodera de las partes sensibles de su cuerpo, es preciso que se

Cientos de testimonios de estos encuentros han sido

asegure de que alguien más se encuentre cerca. Rece un padrenuestro, aférre-

recopilados en libros y documentales, así como en profu-

se a una cruz, llene de ajos sus bolsillos y frote con ají los remos de su canoa.

sas muestras del arte local. Pero, más allá de su fantástica

Tampoco olvide su cronómetro (diez minutos) y una dosis extra de energía. Así,

y cuestionable veracidad, quizá lo único cierto en estas

solo así, podrá estar medianamente seguro de salir bien librado de los trajines

historias sea la fascinación que ejerce el delfín en ciertos

del paradójico sexo con este fabuloso espécimen, sin pesadumbre ni nefastas

nativos. Es decir, la zoofilia. La extraordinaria similitud

consecuencias.


dibujos de luis

castellanos jara


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ADIÓS A LA NOVELA una profecía de

N

luis jochamowitz

o es que ya no se escriban novelas, incluso que se lean, pero el tiempo de la gran ilusión ha quedado atrás. No por mucho profetizar dejo de amanecer el día en que la novela ya no existía. ¿Quién la mató? ¿Fueron los autores con su desmedido

afán de escribir a raudales y no corregir con severidad, o fueron los editores que extorsionaban a los autores por más papeles, o los lectores que simplemente se equivocaban al leer? La novela agonizó durante mucho tiempo hasta que un día cualquiera, un funcionario subalterno, tal vez un bibliotecario, o un profesor de secundaria, certificó su muerte. Por supuesto, el monstruo no se rindió con facilidad. Cuando se secó la tinta de los que en una época eran llamados «grandes novelistas», incesantes generaciones se lanzaron a ocupar el vacío. Al principio parecía que lo habían logrado; nuevas promociones, individualidades distinguidas que tomaban su trabajo con toda seriedad, ocupaban los puestos. Con incansable ímpetu se escribieron obras monumentales, se tocaron todos los puntos y contrapuntos del alma, no había actividad humana en la que la novela no metiera su largo y agudo pico. Antropólogos, periodistas, viajeros, jubilados, en la vida siempre llegaba el momento en que se escribía la primera novela. La proliferación empedró el camino. La novela no conoce límites y, no contenta con los personajes ficticios, comenzó a utilizar a las personas reales como protagonistas. A veces era una transacción directa, un cazador de serpientes no sabe que su vida es interesante hasta que aparece un curioso. Otras veces eran verdaderos secuestros, personas conocidas a las que se les cambiaba una letra del nombre y eran introducidas en tramas inconvenientes o disparatadas en las que actuaban involuntariamente. Pero la novela siempre quería más, y no colmada con seres de carne y hueso, comenzó a robar a los personajes literarios de otras novelas. Viejos detectives que habían resuelto su último caso hacía noventa años, regresaban con valentía a las calles; amantes celebres que se habían suicidado por amor en plena juventud, envejecían en secreto en un sórdido caserón. El robo y el secuestro se generalizaron, los personajes pasaban de una novela a la otra sin considerar que ya habían muerto, o eran ancianos para volver a empezar. Se les ponía un pequeño bigote, les cambiaban el gorro, les amarraban una corbata o un lazo ostentoso, y eran puestos a trabajar en nuevas tramas. La segunda guerra literaria mundial terminó en un incómodo armisticio que hacía presagiar tiempos peores. Sin embargo, no siempre pareció que la novela estaba condenada a desaparecer. Los autores se sucedían de generación en generación, y la sensación de novedad parecía no acabarse nunca entre ellos. Jóvenes promesas, muchachos y muchachas, vidas bellas que se proponían para la posteridad, o al menos por treinta años, caían en las fauces de la imprenta y la vida se encargaba de molerlos. Cada vez era más trabajoso e importante ser novelista. Podría seguirse la historia de esta caída y muerte, por el tamaño de la fotografía de los autores que en una época se ponía en la solapa del libro. La foto creció paulatina pero indeteniblemente hasta desalojar a la portada. Cabezas magníficas que sonreían de modo tenue, y que en la vida real trabajaban activamente. No era fácil ser novelista, había que levantarse temprano, acudir a todas las citas, saber responder preguntas sobre los Balcanes o los matrimonios interraciales, además de tener un estómago de acero para resistir la coctelería de las presentaciones de libros. Los editores, sin embargo, siempre querían más. En lugar de escritores atormentados que no pocas veces acababan en la dipsomanía o el suicidio, ¿por qué no una estrella de cine, un ídolo del deporte, o una reina de belleza que escriba su propio libro? ¿Se ha considerado el efecto que tendría en los lectores un asesino en serie que tome meticulosa nota de sus actos? Por supuesto, no todos los días surge un novelista tan convincente, pero siempre podría haber un escritor famoso como predicador evangélico, o un novelista que fuera un simpático animador de la televisión. El segundo oficio se desarrolló entre el gremio, no como antes


82_ PROFECÍAS

En lugar de escritores atormentados que no pocas veces acababan en la dipsomanía o el suicidio, ¿por qué no una estrella de cine, un ídolo del deporte, o una reina de belleza que escriba su propio libro? ¿Se ha considerado el efecto que tendría en los lectores un asesino en serie que tome meticulosa nota de sus actos? Por supuesto, no todos los días surge un novelista tan convincente, pero siempre podría haber un escritor famoso como predicador evangélico, o un novelista que fuera un simpático animador de la televisión

para completar los ingresos con pequeños trabajos como articulista o corrector de pruebas, sino de maneras ostentosas y únicas. Aparecieron los escritores Presidentes de la República, los novelistas cantantes, los bestseller campeones mundiales de fútbol. Incluso si no tenía un segundo oficio que exhibir, el novelista famoso debía levantarse de su mesa para ser juez en un baile de Carnaval, o recibir un tortazo en la cara en un programa de concursos de la televisión. Finalmente se llegó al extremo en que el autor y su deformidad se hicieron inseparables. Desde antiguo se conocía el caso de los escritores homosexuales, hombres y mujeres, que hacían de su terrible secreto la más completa confesión. Pero cuando la homosexualidad se aceptó y convirtió en una realidad demográfica, el viejo encanto desapareció. Entonces los editores, en colusión con los autores y los lectores, echaron mano de sabores más fuertes. Novelistas hermafroditas, pedófilos, zoófilos, necrófilos, excrementicios, con el síndrome de Proteus. Nada se salvó en ese mar de fealdad. Cuando la última de las aberraciones fue dicha, sobrevino el silencio. Las mujeres fueron las que durante más tiempo conservaron la antorcha encendida. No sólo como lectoras, sino como autoras de novelas que «retrataron desde adentro» a la mitad de la humanidad. Ellas habían estado presentes desde que se prendió la primera hoguera y se reunieron a contar la primera historia, pero siempre se habían sentado atrás y rara vez habían salido del coro. La alfabetización creciente y la igualdad de los sexos cambió eso. Las mujeres escribieron infinidad de novelas, algunas hasta reanimaron el género, persistieron hasta apoderarse totalmente del terreno. Pero cuando los hombres dejaron casi de leer y escribir, comenzaron a descubrir que estaban solas. Sus libros tendían a hablar del cuerpo humano, del amor entre sexos, de la pareja. A diferencia de los hombres que, si se quedan solos, degeneran hasta llegar a estados primitivos, las mujeres se aburrieron y dejaron sensatamente de escribir y leer novelas. Ése fue el golpe final para el viejo género desaforado. La videomanía universal, la épica de calistenia y linimento del fútbol semanal, las borracheras con autos chocados de las actrices de Hollywood, sirvieron para llenar la dosis de fantasía y curiosidad de las masas embrutecidas. Nadie extrañó a la novela, su función siguió haciéndose en galpones techados e iluminados, con ho-

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rario de oficina y turnos de trabajo. Nuevos y más poderosos estupefacientes ocuparon su lugar. Actualmente ya no se encuentran nuevas novelas. Dicen que no han desaparecido del todo, que circulan en secreto entre grupos de juramentados que no comentan con nadie lo que han leído. Ellos creen que la novela no ha muerto, sólo está en una cura de silencio.



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ADIÓS AL ATAÚD una profecía de

Q

david hidalgo

uizá el mayor vuelco futuro sobre la humanidad sea la abolición de los féretros tal como los conocemos. La especie que ahora destruye el planeta siempre ha rendido cuenta de sus miedos mediante sus propios cadáveres y la forma de enviarlos al más

allá. Una referencia atribuída a Plinio el Viejo dice que los sarcófagos deben su nombre (que en griego significa «el que devora carne») a que los primeros ejemplares estaban hechos de una piedra que causaba la rápida descomposición del cuerpo. Los egiptólogos piensan que su versión faraónica servía como sustituto del cuerpo ante la temida desintegración de la momia. En cualquier caso, el más universal de los artefactos fúnebres ha sido pasto de la incertidumbre: durante siglos se le ha buscado un sustituto menos lapidario para prevenir los entierros prematuros. La duda es madre de la creatividad necrológica. En la segunda mitad del siglo XVIII, cuando en Europa se debatía sobre el signo definitivo de la muerte, el médico austriaco Johann Peter Frank se obsesionó con el terror popular y propuso que antes de comprar ataúdes se construyera edificios llamados Totenhaus, «casa para muertos», donde reposarían los cuerpos hasta que la putrefacción evidenciara que en realidad habían perdido el alma. La propuesta, que generó entusiasmos funerarios en varias ciudades europeas, se diluyó pronto entre hedores espantosos. Los carpinteros alemanes –abanderados mortuorios de la segunda revolución industrial del siglo XIX– lanzaron entonces la moda de los ataúdes de seguridad, que incluían tubos de aire y campanas amarradas por cuerdas al difunto para que éste pidiera ayuda si acaso despertaba bajo tierra. El pánico a posibles fallas mecánicas disipó ese nuevo entusiasmo. Casi dos siglos después, la resistencia del ataúd de madera ha empezado su verdadera agonía en tiempos de Apocalipsis ambiental: la empresa estadounidense Green Burial Council promociona desde hace unos años una caja «hecha de materiales cien por ciento no tóxicos y biodegradables» que se desintegra sin dejar rastros con el eventual ocupante. La competidora Birdsong, más precisa, señala que la caja a escoger en su stock «puede ser de madera no tropical, de mimbre, de bambú o de cartulina». El mercado del remordimiento póstumo sigue los principios del llamado Movimiento del Entierro Verde. Es una filosofía radical como todo arrebato de la moda: propone que desaparezcan los depósitos de concreto donde reposan los ataúdes, que se prohiba el embalsamamiento con sustancias químicas que contaminan el suelo y que las lápidas y cruces sean reemplazadas por rocas y árboles. El cementerio del futuro se parecerá más a una reserva natural que a una escenografía de terror. El ambientalismo fúnebre aún no está al alcance de los pobres, pero nada es definitivo bajo la religión de la oferta y la demanda. Nacida en Inglaterra, aquella iniciativa ya tiene territorios vírgenes en Nueva York, California, Texas y Washington. En esos lugares el costo por entierro puede llegar a cuatro mil módicos dólares por difunto completo o la cuarta parte por sus cenizas. «En lugar de un ataúd más caro, [a los clientes] se les preguntará si desean salvar otro acre» de terreno, ha dicho Joe Sehee, directivo de una de esas modernas funerarias ecológicas. Si alguien tiene dinero, podría costearse un área de reposo algo mayor a dos kilómetros cuadrados por un millón de dólares. Si las tradiciones sucumben a la contabilidad, estamos ante el fin de nuestros relicarios más sagrados: esa idea se ha expandido como una gripe en asociaciones de jubilados estadounidenses que agrupan a varios millones de potenciales clientes. La muerte del ataúd es propiciada además por otra actitud escapista: a partir del 2009 la empresa californiana Celestis empezará a llevar a la Luna las cenizas de los parroquianos que puedan regalarse una exquisitez póstuma. El servicio, a razón de diez mil dólares el gramo, supone el uso de cápsulas espaciales que serán transportadas por robots especialmente diseñados para moverse en el satélite. Entre todas estas noticias, la única profecía posible es que los sepultureros del porvenir no cargarán ataúdes.



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ADIÓS A LA pLAyA, A LoS perIoDIStAS y AL ASeo perSonAL una profecía de

guillermo giacosa

2058. Máscaras sí, vida de playa no. En aquel año quizá ya no estará de moda respirar sin una máscara protectora. Es decir, si hay alguien que respira todavía. Ya en el 2008 las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera alcanzaban a trescientos ochenta y cinco partículas por millón, lo que representaba un «punto crítico», según el Instituto Goddard de estudios espaciales de la NASA. Ellos afirman que la Tierra está alcanzando las temperaturas más altas de los últimos doce mil años. Con dos o tres grados de más de temperatura puede ocurrir lo que pasó hace tres millones años, cuando el nivel del mar era veinticinco metros superior al actual. ¿Seguirá de moda la vida de playa? De ningún modo, porque las playas desaparecerán. La moda serán los ejercicios de salvataje y supervivencia y, quizá, la ropa que te ayude a flotar con la marca del fabricante hacia arriba. 2048. Nadie querrá ser periodista. Los periodistas dirán ser ropavejeros o anticuarios. Admitir su profesión será una vergüenza pública ya que sus antecesores, que sabían qué ocurría con el planeta, omitieron advertir a la ciudadanía sobre el desastre que se avecinaba y la distrajeron con pamplinas que hoy nadie recuerda. Las advertencias lanzadas por los científicos en 1970 ya eran certezas en el 2000. Certezas que la prensa calló a pesar de no ignorar que aún había tiempo para tomar medidas. Pero todos estábamos demasiado ocupados en idear nuevas formas de lograr inversiones o buscar dónde invertir. El árbol nos tapaba el bosque o, para ser más justos, el mercado nos tapaba el sentido común. Mientras tanto, los periodistas callaban. Ciencias de la Comunicación no será ciertamente una carrera de moda. 2028. Diálogo del baño turco y los baldes ladrones. –¡Vamos, abuelita, a otro perro con ese hueso, cómo te voy a creer lo que estás contando! –Te lo juro, hijita, nos dábamos duchazos de veinte y hasta de treinta minutos seguidos. –¿Y no iban presas? ¿Qué hacía en ese entonces la Policía del Aseo Personal? –No, antes no estaba prohibido, había policía para otras cosas. Además había gente que tenía unas piletas grandes llamadas piscinas en sus propias casas donde se bañaban en compañía de sus amigos. –¿Y que hacían cuando el agua se ensuciaba? –La botaban y ponían otra nueva. –¿La botaban? ¿Y no había gente que entraba a robarle el agua de sus piletas? –No, hijita, en esa época los baldes se usaban para lavar, no para robar. Los baños turcos, que son hijos de los países desérticos, volverán a estar de moda para que nos desintoxiquemos y limpiemos con nuestro propio sudor. Complementarán dicha moda unos primorosos termos individuales de agua fría para finalizar el aseo a razón de un litro por persona.


88_ RECETARIO DE COCINA Insectos en una cena familiar

lo explicaría un chef. Pero la pregunta de fondo parecía ser otra: ¿Por qué no es fácil

cede la comida china más conocida y celebrada en

disfrutar comiendo insectos? ¿Acaso porque parecen sucios o se cree que propa-

el mundo, comen todo lo que vuela menos los aviones, todo

gan enfermedades? ¿O porque es casi imposible domesticarlos y educarlos como a

lo que nada menos los barcos y todo lo que tiene patas me-

animales de corral? ¿Por asco? ¿Por temor a que sus corazas y patitas nos hieran la

nos las sillas y las mesas. Parece una exageración de su ape-

garganta? Lo cierto es que en gran parte de Occidente, los bichos son un alimento

tito exótico, pero no lo es. Allí hay restaurantes que exhiben

tabú, y desde niños aprendemos a no comerlos. Todo un desperdicio.

en la entrada jaulas y peceras con toda clase de mamíferos

Hay quienes aseguran que los chinos sí los comen porque asumen que algún

pequeños, peces, reptiles e insectos. Algunos clientes pasean

día todo podría ir mal en el mundo. Los insectos han sobrevivido a cuanto desas-

por allí con la educada curiosidad de quien visita un zooló-

tre ha ocurrido en el planeta: epidemias, plagas, sequías, bombas nucleares. En

gico o un museo. Pero entre ellos también hay predadores

una eventual catástrofe y hambruna, los bichos serían una buena alternativa para

Una vez, en un restaurante del

sólo quienes son capaces de comerlos, venciendo su asco y sus prejuicios. Entre

a mi mesa: primero, una docena de

ellos, muchos habitantes de China, pero

escarabajos negros, redondos, del ta-

también de México, Japón, Camboya,

maño de unos higos jugosos, que sólo

Tailandia, e incluso del Perú. Bienaven-

parecían haber sido salteados en ajo. En

turados sean.

otro plato se podía reconocer los cuer-

Otro día, en un restaurante de

pos blancos, regordetes y anillados de

Shanghai, me ofrecieron unos langosti-

unas orugas de seda (como las que an-

nos crudos. Vaya novedad. En el Perú,

tes había visto en un taller de textiles).

donde he vivido, el cebiche se prepara

Finalmente, entre verduras y hongos,

con pescado crudo macerado en limón.

llegaron unas lombrices brillantes, lisas

¿Se trataría de algo similar? Al rato, los

y entreveradas como tallarines. Eran in-

mozos trajeron una fuente en la que, en

sectos limpios y especialmente criados

efecto, había langostinos sin cocer. Pero,

para la ocasión. Además –me explica-

además de ello, nadaban vivos y felices

ron–, eran sabrosos.

en una salsa ligera. Mi padre, que tam-

Aquél era un almuerzo familiar que

bién era mi intérprete, se explicó: en chi-

cerraba mi visita al pueblo de mi abuelo

no hay una palabra que define lo crudo y

paterno. Mis parientes chinos obser-

lo vivo. Al escucharla, él la tradujo como

vaban con una sonrisa, esperando que

crudo, sin considerar que el matiz (cru-

me animara a comer. Casi por impulso

do-vivo) podía ser importante. Pero una

rabajos. A pesar de su color negro, estos parecían ser los más

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seguir viviendo. O para que sobrevivan

lugar, llegó la siguiente lista de platos

atrapé entre los palitos uno de los esca-

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eugenia mont

icen que en Cantón, esa provincia de donde pro-

hambrientos en busca de alimento.

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un ingrediente de

cosa es comer algo ya muerto, y otra tener que matarlo en el plato. O en la boca.

inofensivos. Mastiqué con cuidado, pues era difícil saber qué

Cogí uno de los langostinos cuidando que la cabeza apuntara en sentido con-

tan duro o suave podía ser. Bajo la presión de mis dientes, el

trario (no quería que me mirase). El animal aún agitaba las patas en el aire. Enton-

insecto crujió. Sabía a ajo. Tragué un poco de arroz y respiré

ces, conteniendo la respiración, lo instalé en mi boca y mastiqué deprisa. No sentí

aliviada. El primer bocado es siempre el más difícil.

sus movimientos, pero tampoco pude saborearlo. Con las siguientes víctimas, ya

Las lombrices, por el contrario, resultaron blandas y

más calmada, supe que la carne era firme y suave, y que la cáscara estaba blanda

jugosas. Las orugas, por su parte, eran cremosas como un

y que podía triturarla sin problemas. Tenían un sabor tenue, casi inexistente, pero

mango maduro, aunque su sabor a pasto era demasiado

fresco. ¿Eso lo explicaba todo? En chino, el segundo de los dos caracteres que for-

fuerte. Entre los tres platos, sin embargo, parecía haber un

man la palabra fresco también significa manjar exquisito. Entender ese concepto

equilibrio de contrastes en formas y texturas. O al menos así

(vivo-sabroso) no es sencillo, como tampoco lo es aprender a comer insectos.


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c o n

u n

D I B U J O

D e

Á L V A R O

B A R C A L A


90_ FICCIONARIO

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S

N

I

Ñ O

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P E

R

l principio los Niños Perdidos de Londres eran cuatro: Sid, Auggie, Florence y Tommy Boy. Eso era antes de que Tommy Boy se atreviera a ir a la charcutería. Ahora los Niños Perdidos de Londres son tres, y Auggie dice que Florence huele tan mal porque se va a morir. Auggie dice que la gente huele muy mal justo antes de morirse. A Sid le parece que Florence huele mal porque es una sucia y no hay más que hablar. Auggie se ajusta su máscara antigás y se pone las alas de ángel y sube la escalerilla de mano que lleva a la claraboya. Las alas de ángel van sujetas a los hombros con unas correas como de mochila y están hechas de plumas que en algún momento fueron blancas pero que ya están apelmazadas y casi negras. El aire de Londres va tan cargado de ceniza que hay mañanas en que cuesta ver el sol. Auggie baja la escalerilla y va a sentarse con los otros dos, en el otro extremo del sótano, a la luz de la vela. La señorita McKiernan no es lo único que se está acabando. Tampoco quedan muchas velas. Auggie frunce el ceño. Se quita las alas de ángel y pone la cara solemne que pone siempre que está dando el Informe de los Perros. –Tres Perros en el Sector Charcutería –dice–. Un Perro en el Sector Tienda de Zapatos. Ni rastro de Fritz. Los Niños Perdidos de Londres se sienten en la obligación de mencionar que no hay rastro de los alemanes cada vez que hacen una inspección ocular de la calle. Suponen que Hitler no ha llegado a la ciudad, pero la verdad es que seguro no lo saben. Hace semanas que no salen del sótano de la señorita McKiernan. No tienen ni idea de cómo va la guerra ni de cómo está la ciudad más allá de Holywell Lane, Shoreditch, distrito de Hackney. Tampoco saben si hay más Niños Perdidos como

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ellos. Al principio hablaban de ello, pero ahora casi nunca hablan. Y claro, no saben qué pasó con Tommy Boy. Lo más probable es que lo atacaran los Perros de camino a la charcutería, a menos que lo haya hecho prisionero Fritz. Auggie se quita las alas de ángel. Ni él ni Sid han mirado directamente a Florence una sola vez en toda la mañana, ni tampoco Florence ha dicho nada ni se ha movido de su silla, donde se limita a acariciar a su muñeca roñosa con la máscara antigás puesta. Florence siempre ha sido una niña rara, pero nunca tanto como desde que ayer acordaron que sería ella la que saldría. Auggie dice que Florence es rara porque un día su padre le dio un tortazo en toda la cabeza que la tuvo durmiendo una semana y cuando se despertó ya se había quedado rara para siempre. Sid no tiene ni idea de si la historia de Auggie es cierta. No tiene ni idea de quién era el padre de Florence ni el de Auggie ni tampoco el suyo propio. Ninguno de los Niños Perdidos de Londres tiene ni padre ni madre, y es por eso que cada noche antes de irse a dormir se ponen las alas por turnos y rezan la Oración De La Gente Que No Tiene Padre Ni Tiene Madre. Sid recuerda una cara que él cree que es la de su madre, antes del orfanato, pero es probable que sea un sueño. Tampoco suele creerse las historias de Auggie. Simplemente se ha acostumbrado a oír su voz parloteando todo el día. Era Tommy Boy quien solía hacerlo callar. –Es hora de salir –dice Auggie, y mira por primera vez a Florence. Florence se encoge de hombros y deja la muñeca roñosa encima de una caja. –Ponte las alas –Auggie le ofrece las alas–. Ya te lo hemos explicado. Con las alas no te puede pasar nada. La razón de que ahora los Niños Perdidos de Londres lleven puestas las máscaras de gas


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todo el día y toda la noche es la misma razón por la que han decidido que uno de ellos tiene que arriesgarse por fin a salir: la señorita McKiernan se está acabando. Y lo que queda de ella está hinchado y lleno de líquido y apesta a cosa mala y no se puede comer porque da vomitera. Auggie se comió el último trozo hace dos días y se puso tan enfermo que le tuvieron que poner las alas de ángel para salvarlo. Desde entonces no han tocado sus restos cubiertos con una manta ni tampoco

ace semanas que los tres Niños Perdidos de Londres no salen del sótano de la señorita McKiernan. No tienen ni idea de cómo va la guerra ni de cómo está la ciudad. Tampoco saben si hay más Niños Perdidos. Y claro, no saben qué pasó con Tommy Boy, el cuarto niño. Lo más probable es que lo atacaran los Perros

han bebido el agua de las tuberías, que está llena de bichos, y la peste es tan insoportable que tienen que llevar las máscaras hasta para dormir. Ahora los tres están sentados en sus cajas, en la parte del sótano que usan para reunirse, bien apartados de la señorita McKiernan. Auggie señala a Florence. –Ahora no te puedes echar atrás –le dice. –No me he echado atrás –dice ella. –¿Entonces vas a salir o no? Florence se encoge de hombros y coge las alas. Se las empieza a poner con parsimonia, primero una correa y luego la otra. La idea de que al que lleve las alas de ángel no le puede pasar nada malo es una idea que se

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ha ido gestando de forma compleja en el sótano de la señorita McKiernan durante las últimas semanas. Todo empezó con el hecho de que Tommy Boy no se quiso poner las alas cuando decidió salir a la charcutería. Tommy Boy no creía en las alas, y Auggie dice que es por eso que nunca volvió. Ninguno de los Niños Perdidos de Londres que quedan en el sótano cree a ciegas en el poder de las alas, pero es lo único que tienen y está claro que en el sótano no pueden sobrevivir. Y cuando Auggie y Sid se enfrentaron anoche a Florence y le dijeron que era ella quien tenía que salir a buscar comida y agua porque lo había decidido la mayoría y así era como se hacían las cosas en Inglaterra, ella se limitó a encogerse de hombros. Con las alas puestas, ahora Florence se pone de pie. Echa un vistazo al sótano, probablemente el último. La última mirada al último hogar que ha tenido. A este sótano al que llegaron hace tres semanas, o tal vez más, cuando todavía eran cuatro, huyendo de los Perros y buscando un refugio de los bombardeos. En vida, la señorita McKiernan era la única de toda la calle que no les echaba a gritos ni les tiraba cubos de agua. Florence coge su muñeca roñosa, le da un abrazo de despedida y la deja encima del montón de mantas donde duerme. Se detiene junto a la señorita McKiernan y levanta la manta que la cubre. Los otros dos se quedan mirando cómo Florence hunde la mano en la carne blanda y llena de gusanos y se unta los brazos y las piernas con el pus maloliente. Los gusanos se mueven mucho y hay que mirarlos muy de cerca para darse cuenta de que son gusanos. Por fin Florence cruza el sótano y sube la escalera de mano, con las alas de ángel y la máscara antigás. Los otros dos contienen la respiración. Nadie ha salido por la claraboya desde que salió Tommy Boy, el más valiente de los cuatro, decidido a ir


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a la charcutería en busca de latas de fiambre y botellas de gaseosa. –¿Qué vas a hacer? –pregunta Auggie en el último momento, consciente de lo absurdo de su pregunta. –Voy a salir –dice la niña, y un momento más tarde ha abierto la claraboya y ha desaparecido por la misma. Debe de hacer dos semanas que Tommy Boy salió a la charcutería. Tommy Boy no solamente era el más valiente de los Niños Perdidos de Londres, también era su líder. El único que hacía callar a Auggie y el único que hacía sonreír a Florence, con su descaro salvaje y su acento irlandés. Tommy Boy fue quien se convirtió en su padre y en su madre cuando el resto de niños fueron evacuados al principio de la guerra. La mayoría evacuados con sus escuelas, en autobuses abarrotados, rumbo a campos de acogida en Gales. Los más pequeños evacuados con sus madres. En cuestión de semanas, Londres se convirtió en una ciudad sin niños. Salvo los Niños Perdidos. Y luego empezaron los bombardeos y la vida en los sótanos. No es probable que ninguno de ellos hubiera sobrevivido de no ser por Tommy Boy. Con su técnica de hacer velas a partir de cabos de vela y su conocimiento de los alimentos enlatados. No está claro qué es lo que le pasó a Tommy Boy, pero es poco probable que cayera prisionero de Fritz. Para empezar, nunca han visto a Fritz en Holywell Lane. Lo que todos temen y en el fondo saben es que a Tommy Boy lo atacaron los Perros que acechan día y noche al otro lado de la claraboya. Y ahora Florence acaba de salir por el mismo lugar por donde salió Tommy Boy. Los otros dos se miran un momento y luego echan a correr hacia la escalera. Auggie es el primero en llegar, pero cuando empieza a subir la escalera Sid le agarra la pierna y lo tira al suelo.

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Cuando Sid llega a lo alto de la escalera y saca medio cuerpo por la claraboya, ni siquiera se da cuenta de que es la primera que se atreve a hacerlo desde que llegaron. Se tapa los ojos para protegerlos de la luz y luego mira a su alrededor. El Sector Tienda de Zapatos está despejado. El Sector Curtain Road está despejado, aunque faltan dos edificios que estaban la última vez que miró y hay algo tirado en medio de la calle, un trozo de obús o quizá de fuselaje. El Sector High Street está lleno de sombras moviéndose, todas en dirección al Sector Charcutería. Por fin Sid mira hacia allí y se le erizan todos los pelos de la espalda y la cabeza. Nunca había habido tantos Perros. Debe de haber treinta, todos esqueléticos y temblando de furia, todos moviéndose en dirección a Florence. Y Florence, en medio de la calle. Caminando como si nada. Con las estúpidas alas de ángel a modo de única protección. –¡Corre, idiota! –le grita Sid. –¿Qué está pasando? –desde abajo, Auggie le da tirones frenéticos del pantalón. Florence sigue caminando. Los perros ya la rodean por todas partes. Sin pensarlo, Sid saca el resto del cuerpo por la claraboya y salta a la calle. Auggie está gritando algo. Y entonces pasa algo prodigioso. Algo que hace que Sid se detenga tan en seco en medio de la calle que casi se cae sobre el pavimento mojado. Los Perros, los mismos Perros que atacaron a Tommy Boy y que llevan semanas montando guardia en torno a la claraboya, impidiendo que los Niños Perdidos de Londres salgan a buscar provisiones, hacen algo prodigioso. Los dos primeros llegan a donde está Florence y, cuando se disponen a saltar sobre ella, no lo hacen. Le huelen la


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ropa, sueltan un gañido de dolor y retroceden. Los perros se apartan para dejarla pasar. Florence es libre. Sid corre detrás de ella y Auggie corre en último lugar, con su máscara antigás y su rifle de madera. Antes de que ninguno de ellos tenga tiempo de pensar, los tres han cruzado la calle. Florence abre la puerta de la charcutería y se hace a un lado para dejarlos entrar. Un segundo después, los tres están dentro, sentados en el suelo y respi-

o que queda de la señorita McKiernan está hinchado y no se puede comer porque da vomitera. Auggie se comió el último trozo hace dos días y se puso tan enfermo que le tuvieron que poner las alas de ángel para salvarlo. Ninguno de los niños cree a ciegas en el poder de las alas, pero es lo único que tienen y está claro que en el sótano no pueden sobrevivir

rando muy deprisa. Con la puerta cerrada detrás de ellos. –Lo hemos conseguido –dice Auggie–. Estamos fuera. Los Niños Perdidos de Londres miran a su alrededor. La charcutería es y a la vez no es la charcutería que recuerdan. Para empezar, el techo se ha hundido por encima del mostrador, y ahora hay una viga enorme de madera que desciende en ángulo oblicuo desde un agujero del techo hasta el centro de la tienda. No hay nada en la viga que recuerde a un altar, pero la cruz que ahora forman el mostrador de la charcutería y la viga caída hace pensar un poco en un altar. Y hay

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algo más. Varios trozos cortados de animal en los ganchos que cuelgan sobre el mostrador. –Tommy Boy se equivocaba –chilla Auggie, con aire triunfal–. Las alas sí protegen. Con las alas somos invencibles. –Las alas son un pedazo de basura, y no hay más que hablar –dice una voz procedente del otro lado del mostrador. Los Niños Perdidos de Londres giran como un solo hombre. Florence se quita la máscara antigás para ver mejor. Tardan un momento en reconocer a Tommy Boy, de pie sobre el mostrador, de tan cambiado que está. Tiene la parte inferior de la cara cubierta de una costra de babas. Se mueve con dificultad y le tiemblan el cuello y los brazos. Está sudando a mares pese al frío que hace en la charcutería y tiene los ojos inyectados de sangre y tan hinchados que le hacen parecer otra persona. Lleva un collar hecho con una circunferencia de alambre oxidado, en el que hay ensartadas cuatro pezuñas y dos orejas de perro. –¿Tommy Boy? –dice Auggie, con admiración evidente–. ¿Has matado a un perro? Tommy Boy no se mueve. –¿Por qué no volviste por nosotros? –dice Sid. Tommy Boy no se mueve. –La señorita McKiernan se acabó –dice Auggie–. Tal como tú dijiste. Apuesto a que tú te has estado atiborrando de fiambre. –La señorita McKiernan no existe –dice Tommy Boy, con una voz que no es la suya. Parece que le cuesta mover los labios. Tose y le cae un chorro de saliva sobre la pechera de la camisa–. La guerra no existe, y Fritz tampoco. Y no estamos en Londres –hace una pausa y camina con dificultad alrededor del mostrador, apoyándose con las manos.


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Auggie baja lentamente su rifle de madera. –Maté a un perro –el Nuevo Tommy Boy levanta su collar de pezuñas y orejas–. Y ya no soy un niño. Ahora soy un perro. El perro me mordió y recordé a mi madre. Mi madre era un perro. El perro me mordió y ya soy libre. Ya no me hace falta comer ni beber. Y ahora veo todas las mentiras. No somos niños. No estamos perdidos. Y no estamos en Londres. Estamos en Arcadia. Arcadia es el reverso de Londres. Igual que la noche es el reverso del día. –¿Por qué no volviste por nosotros? –repite Sid. –Los padres no existen –continúa Tommy Boy–. O sea que no somos huérfanos –hace una pausa desafiante, retándolos a que respondan. Nadie dice nada–. Holywell Lane no existe. Detrás de las fachadas no hay nada. Cuatro palos que han puesto ahí para tenernos bien quietos, y no hay más que hablar. Auggie ha bajado el rifle de madera y se ha quitado la máscara antigás. La máscara le ha dejado unos surcos rojos y muy profundos en torno a los ojos y a los lados de las mejillas que parecen pinturas de guerra. Las pinturas de guerra de los indios de las novelas ilustradas. Por lo demás, la cara de Auggie está mucho más flaca que la última vez que Sid se fijó en ella y ha adoptado un tono amarillo. Sid no sabe exactamente cuándo fue la última vez que comieron. Auggie deja caer el rifle de madera y se pone a girar el cuello flaco y venoso para mirar todo lo que hay a su alrededor. La charcutería en ruinas con sus ganchos colgados del techo. Con sus surcos en el suelo para la sangre. Con sus pósteres descoloridos en las paredes. Uno de los pósteres muestra a una madre sentada bajo un árbol en compañía de sus dos hijos, que juegan apaciblemente. Junto a su oído, un Hitler traslúcido y de rasgos diabólicos

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le está susurrando: «DEVUELVE A LOS NIÑOS A CASA». –¿Quién de nosotros recuerda a sus padres? –dice el Nuevo Tommy Boy con esa voz que no se parece en nada a su voz. El problema parecen ser los labios y la parte inferior de la cara–. ¿Quién de vosotros recuerda algo de antes de la guerra? ¿Dónde estábamos antes de llegar al sótano de la señorita McKiernan? –esta vez su voz ha sido claramente un gruñido. Un gruñido claramente perruno–. ¿En otro sótano? ¿En cuál? Florence permanece de pie a un lado de la puerta. Envuelta en su abrigo infantil. Mirándolo todo sin decir nada. El Nuevo Tommy Boy avanza con dificultad hacia sus antiguos compañeros, apoyándose en las cosas, sudando a mares. –Antes estaba ciego –dice–. Hasta que me mordió el perro. Ahora soy libre. No me hace falta comer ni beber. Dejadme que os enseñe la verdad –se detiene delante de Auggie y Florence–. Dejadme que os muerda. Sid echa un vistazo por encima del hombro hacia la puerta cerrada. Calcula sus posibilidades: si sale ahora, los perros se le echarán encima y no hay más que hablar. Da un paso atrás y nota los baldosines helados de la pared en la espalda. Cierra los ojos. En el único recuerdo que tiene de su madre, o que cree tener, ella está vestida con un delantal blanco y algo que podría ser una cofia. Se está agarrando el vientre con las manos y haciendo un gesto de dolor intenso, como esa cara arrugada que pone uno cuando está cagando pero todavía más roja e intensa. Eso es lo único que recuerda. Visto desde abajo. Como si él fuera muy pequeño o estuviera sentado en el suelo. Delante de él, todo pasa muy deprisa: Florence apenas ha dado un paso adelante, vacilante, cuando el Nuevo Tommy Boy se le tira


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encima. Antes de que nadie pueda hacer nada, le clava los dientes en el cuello y le arranca un trozo de carne, grande y muy blanco. La carne de Florence se vuelve azul nada más ser arrancada. Un chorro de sangre negra y muy caliente lo salpica todo. Con la cara salpicada de sangre de Florence, Auggie cae de rodillas. Con los ojos muy abiertos. Tommy Boy sigue mordiendo a Florence, arrancando trozos de su cara y de su cuello.

Maté a un perro –dice Tommy Boy–. Y ya no soy un niño. Ahora soy un perro. No me hace falta comer ni beber. Dejadme que os enseñe la verdad, dejadme que os muerda». Florence apenas ha dado un paso adelante, vacilante, cuando Tommy Boy se le tira encima. Antes de que nadie pueda hacer nada, le clava los dientes en el cuello

Y es entonces, mientras levanta una mano instintivamente para protegerse la cara, cuando Sid cree entenderlo. Un cambio de conciencia, muy fugaz e increíblemente frágil, pero igualmente decisivo. No necesariamente relacionado con las palabras del Nuevo Tommy Boy, aunque tal vez sí con su emergencia en este punto de la historia. Un Niño Perdido de Londres es una máquina. Un Niño Perdido de Londres es un artefacto balístico. Un módulo diseñado para cambiar de estado, para estallar hacia adentro. De la mariposa a la crisálida. Y al estallar hacia adentro, se invierte el signo de las cosas. La charcutería se convierte

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en el reverso de la charcutería. El sótano se convierte en el reverso de la idea misma de un sótano. Al principio los Niños Perdidos de Londres eran cuatro. Ahora Tommy Boy ha estallado hacia adentro, y debido a eso gruñe y los ojos se le salen de las órbitas y está arrancando a mordiscos la cara y el cuello de Florence. En medio de la sala, Florence emite chorros pulsátiles de sangre por varias heridas abiertas y lleva puestas unas alas de ángel negras y está bailando un baile frenético que se compone de espasmos y convulsiones. Y junto a ellos, de rodillas en el suelo, Auggie parece estar rezando algo que Sid no oye. Con los ojos cerrados y los puños apretados contra el pecho. Sid pega la espalda contra la pared. Cada Niño Perdido de Londres es una revolución en potencia. Un defecto que infecta la historia. Como un defecto de impresión en un libro o una rayadura en el cilindro de un fonógrafo. Y la historia, infectada, se convierte en un manual para destruir la realidad. Al cabo de un momento, algo le pasa al baile de Florence. Durante un segundo se hace más lento, pierde aceleración. Después hay una última sacudida, más violenta que todos los espasmos y convulsiones anteriores. Y lo que había dentro de Florence desaparece. Su cuerpo se desploma sobre la sangre. El Nuevo Tommy Boy da un paso hacia Auggie. Sus gruñidos parecen un idioma que nadie más que él puede entender. El Nuevo Testamento del Nuevo Tommy Boy. –¡Me acuerdo de mi madre! –chilla Auggie, en tono suplicante, con las manos unidas frente al pecho. –Cállate –le dice Tommy Boy. Y todo se convierte en su contrario.


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