La novela una historia alternativa steven moore

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S TEVEN MOORE

No v e l a

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u n ah i s t o r i aa l t e r n a t i v a DESDELOSI NI CI OSHASTA1 6 0 0


LA

NOVELA

Una historia alternativa Desde los comienzos hasta 1600 STEVEN MOORE


Continuum International Publishing Group 80 Maiden Lane, New York, NY 10038 The Tower Building, 11 York Road, London SE1 7NX www.continuumbooks.com © 2010, 2011 by Steven Moore © 2012 de la traducción de la introducción, José Luis Amores First published 2010 Paperback edition 2011 All rights reserved. No part of this book may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise, without the permission of the publishers. Library of Congress Cataloging-in-Publication Data A catalog record for this book is available from the Library of Congress ISBN: 978-1-4411-4547-5 (paperback) 978-1-4411-7704-9 (hardcover) Typeset by Pindar NZ, Auckland, New Zealand Printed and bound in the United States of America Traducido y reproducido en este formato con autorización expresa del autor al traductor. Edición no venal.


Índice del Tomo I

Introducción: La Novela de la Novela Capítulo 1 La novela clásica Egipcia Mesopotámica Hebrea Griega Romana Cristina Capítulo 2 La novela medieval Irlandesa Islandesa Bizantina Judía Artúrica Capítulo 3 La novela renacentista Italiana Española Francesa Inglesa


Puente

La novela mesoamericana

Capítulo 4 La novela oriental India Tibetana Árabe Persa Capítulo 5 La novela del lejano Oriente Japonesa China

Bibliografía Índice cronológico de novelas analizadas Índice general


Nota a esta traducción He intentado reducir al máximo las notas propias a la traducción de un texto de estas características. Cuando el contexto y la extensión de la aclaración lo han permitido, he incluido, entre corchetes, la acotación permitente al lado del término o expresión al que complementa. De todas formas, han sido pocas: aunque crítico reputado y académico de capacidad contrastada, Steven Moore utiliza en este libro un lenguaje bastante accesible, con el objetivo de que el lector pueda centrarse en la materia que está tratando y no se pierda en interpretaciones más propias de la narrativa que de una obra como esta; obra cuyos objetivos y enfoque abarcan no sólo al lector especializado sino también a cualquier persona interesada en saber por qué lee lo que lee y de dónde proviene ese interés por leer, si del canon estructural novelesco decimonónico comúnmente utilizado como patrón en la actualidad, o de mucho antes y por qué.



La Novela de la Novela Aunque de manera inconsciente sembré las semillas de este libro en una corta pieza promocional que escribí en 1993, y labré el terreno con unos pocos apuntes después en la misma década, no fue hasta 2002 cuando empecé a pensar en serio en escribirlo, por dos hechos que tuvieron lugar aquel año: el primero fue mi descubrimiento del Hypnetoromachia Poliphili de Francesco Colonna —una rara novela de finales de siglo XV— y el segundo un ataque a tres bandas al tipo de narrativa que me gusta. El extenso relato soñado de Colonna es una especie de precursor del Finnegans Wake que me recordó, una vez más, que las novelas vanguardistas y experimentales no son una novedad del siglo XX, como se cree comúnmente, sino que, por el contrario, tienen una larga y abundante historia que nunca ha sido debidamente contada. Alguien debería escribir una exhaustiva historia de la novela, pensé, para que lectores curiosos como yo no tuvieran que descubrir tardía y accidentalmente maravillas como el Hypnetoromachia Poliphili.1 Pero mientras estaba babeando sobre mi ejemplar de la obra de Colonna —un volumen pesado y descomunal hermosamente editado por Thames & Hudson en 1999— la tradición literaria que en él se ejemplifica estaba siendo atacada. Primero fue el A Reader’s Manifesto de B. R. Myers, una exposición de la pretenciosidad observada en algunos escritores contemporáneos. (Inicialmente apareció como artículo en el número de julio-agosto de 2001 del Atlantic Monthly, pero no lo descubrí hasta que salió en forma de libro en 2002.) Después vino el ensayo de Dale Peck «The Moody Blues», en el número del 1 de julio del New Republic; el motivo fue una reseña del libro autobiográfico de Rick Moody El velo negro, aunque Peck usó la ocasión para desacreditar una tradición en quiebra. Una tradición que comenzó con el flujo diarreico de Uli1  Dos años después la novela de Colonna encontraría una fama inesperada como argumento del best-seller The Rule of Four, de Ian Caldwell y Dustin Thomason. El Hypnetoromachia fue reeditado como un libro comercial y esta novela extraña y protomodernista disfrutó de unas ventas excelentes durante un tiempo. Estas cosas no se pueden inventar. [Hay edición en español (Acantilado) del Hypnetoromachia titulada Sueño de Polifilo.]

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ses, continuó con los desvaríos incomprensibles del último Faulkner y las invenciones estériles de Nabokov (dos escritores que más o menos habían liquidado su brillantez inicial), y que después cobró plena y sucia vida con los titubeos ridículos de John Barth, John Hawkes y William Gaddis, las construcciones reduccionistas de cartón de Donald Barthelme, el malgasto de cada una de las palabras de un talento tan formidable como el de Thomas Pynchon, y finalmente se hizo pedazos como una acera agrietada bajo el peso de los estúpidos —simplemente estúpidos— tomos de Don DeLillo. (185)

Pero la herida más cruel de todas corrió a cargo de un artículo de Jonathan Franzen (porque yo pensaba que él era uno de los nuestros) publicado en el número del 30 de septiembre de 2002 del New Yorker; la ocasión se la dieron las publicaciones póstumas de William Gaddis, pero la cuestión se amplió para incluir la misma lista de golpes que Peck había recopilado, aunque más apenado que iracundo. Lo que todos los escritores atacados por esos tres tienen en común son unos grandes deseos de innovar, una prosa llamativa y una clara indiferencia hacia el lector común. Esos tres tuvieron sus propios agresores y defensores —y por supuesto se han utilizado argumentos similares en el pasado, y se utilizarán en el futuro— pero me pareció que el corazón del asunto radicaba en una idea errónea sobre el propósito de la narrativa. Anotemos esos propósitos: por narrativa se pueden entender muchas cosas, pero los MPF (abreviatura que utilizaré de ahora en adelante para referirme a «Myers, Peck, Franzen y a los lectores como ellos») parecían sostener una opinión muy estrecha de la función de la narrativa, y además sin fundamento histórico.2 Cualquiera que piense que la extravagancia lingüística en las novelas comenzó con Ulises en 1922 no ha hecho sus deberes. Señor Peck, ¿puedo presentarle a los señores Petronio, Apuleyo, Aquiles Tacio, Subandhu, al anónimo autor irlandés de The Battle of Magh Rath, a Alharizi, Fujiwara Teika, Gurgani, Nizami, Kakuichi, Colonna, Rabelais, Wu Chengen, Grange, Lyly, Sidney, Nashe, Suranna, al académico burlesco de Lanling, a Cervantes, López de Úbeda, Quevedo, Tung Yueh, Swift, Gracián, Cao Xuequin, Sterne, Li Ruzhen, Melvi2  Quiero enfatizar el «y a los lectores como ellos»: cuando se publique este libro, Myers y Peck (si no también Franzen) quizá hayan sido olvidados hace tiempo, pero sus quejas son típicas de muchos lectores y críticos, de ahí que se conviertan en temas comunes de conversación.

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lle, Lautréamont, Carroll, Meredith, Huysmans, Wilde, Rolfe, Firbank, Bely, et. al.? «El modelo para aquellos que piensan que la alta literatura debería ser fundamentalmente oscura y compleja», sugiere Robert Irwin, no es Joyce sino el narrador árabe del siglo XI Al-Hariri;3 y un estudioso del sánscrito nombraría a Bana, el novelista del siglo VII, para tal distinción. De Justina (1605), la lingüísticamente extravagante novela de López de Úbeda, los críticos han observado con aprobación que «fue escrita para el entretenimiento de un público culto, de una pequeña minoría de lectores capaces de descifrar las oscuras alusiones de la novela, dejando al lector menos dotado, por supuesto, totalmente desconcertado».4 Expertos en otros campos podrían ofrecer otros modelos, todos de siglos anteriores a Joyce. Perdí el tiempo durante un año o así (no: hice como que titubeaba, al igual que Barth y otros) pensando en escribir este libro, pero no hice nada hasta principios de 2004, cuando el novelista irlandés Roddy Doyle provocó un escándalo al atacar Ulises. (¡No, Ulises otra vez! Nunca pensé que tendría que defender a Joyce de toda esa gente. Ahora sé cómo se siente un cristiano cuando un ateo ataca a su dios.) Fue el colmo. Sabiendo perfectamente a qué me enfrentaba, decidí intentar escribir una historia completa de la novela, con especial atención a las innovadoras y originales; si no podía convencer a los MPF de la superioridad de tales novelas sobre las que ellos preferían —de gustibus non est disputandum—, al menos intentaría refutar esas suposiciones ofensivas y desinformadas sobre los escritores que las crean, y sobre los lectores que las aprecian. LA OTRA GRAN TRADICION Primero, una pequeña lección de historia. La historia estándar del género de la novela —la única en la que los MPF parecen creer, y la única que me enseñaron en la asignatura de Inglés a principios de la década de 1970— viene a decir esto: la novela nació en Inglaterra en el siglo dieciocho, hija de una discutible unión entre la ficción y la no ficción (el Robinson Crusoe de Defoe y Los viajes de Gulliver de Swift fingían ser relatos de viajes auténticos), obtuvo respetabilidad con las novelas 3  The Arabian Nights: A Companion [Manual de Las Mil y Una Noches], 80. 4  Damiani, 59, parafraseando al crítico francés Marcel Bataillon.

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epistolares de Samuel Richardson sobre vírgenes mojigatas (Pamela, Clarissa), se corrió algunas juergas (Fielding, Smollet, Sterne) y pasó por una fase gótica (Walpole, Radcliffe, Mary Shelley) antes de acomodarse en la vida doméstica (Austen) y convertirse en el entretenimiento preferido de la clase media. Scott inventó la novela histórica con Waverley, mientras que en Francia Balzac lanzaba la novela realista: relatos sencillos y ligeramente románticos sobre personas reconocibles en el día a día, normalmente narrados en una secuencia cronológica y en un lenguaje similares al de los mejores periódicos y revistas. La novela maduró durante esta época, dramatizando los grandes asuntos morales del momento (Dickens, Elliot y Hardy en Inglaterra; Hugo, Flaubert y Zola en Francia; Tolstoy, Dostoievsky y Turgenev en Rusia; Hawthorne, James y Dresier en los Estados Unidos) y creando una crónica social cargada de mordacidad. Las cosas se fueron un poco de las manos durante las décadas de 1920 y 1930 (el Ulysses de Joyce, La habitación de Jakob de Woolf, El ruido y la furia de Faulkner), pero pronto se asentaron y volvieron a su cauce, aunque no sin antes crear una raza de lunáticos marginales que aún subsiste. (La mayoría de ellos se limitan a pequeñas editoriales, por lo que son fáciles de ignorar, aunque esporádicamente alguno o alguna fingirá que su camino pasa por estar en el catálogo de un acreditado editor de Nueva York.) Y hoy nuestros mejores novelistas siguen esta gran tradición:5 narrativas realistas impulsadas por una trama sólida y pobladas por personajes equilibrados que se enfrentan con graves cuestiones éticas, expresadas en un lenguaje accesible a cualquiera. Incorrecto. La novela está viva desde al menos el siglo IV a.C. (la Cyropaedia de Jenofonte) y floreció en el Mediterráneo hasta la llegada de los Oscuros Tiempos Cristianos. Las primeras novelas son cuentos griegos y sátiras latinas, donde la trama era una mera conveniencia que permitía al autor abordar, mediante un despliegue retórico, cuestiones de crítica literaria, comentarios sociopolíticos, digresiones, etcétera. Era una forma flexible en la que cabían poemas interpolados, relatos dentro de relatos, pornografía y parodias, donde se combinaba lo real con lo fantástico. (En otras palabras, el «realismo mágico» no fue inventado en la década de 1960 por los escritores latinoamericanos del «Boom», sino 5  The Great Tradition es un libro de 1948 escrito por F. R. Leavis en el que alaba a Austen, Eliot, James y Conrad.

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que fue siempre una característica del género novelesco.) Estas novelas alcanzaron su nivel más alto con El asno de oro de Apuleyo, e incluso los primeros cristianos produjeron una novela antes de que la caída de Roma pusiera fin a esta fase del género. (Esa novela cristiana se tituló Reconocimientos, hoy sólo recordada por ser quizá el primer ejemplo del tema de Fausto en la literatura occidental, y porque dio nombre a una de las más grandes novelas americanas del siglo XX.6) La novela europea pasó a la clandestinidad durante la Edad Media, pero continuó transformándose de formas interesantes. Los irlandeses comenzaron convirtiendo sus historias heroicas en extensas narraciones, y en Inglaterra y Francia las leyendas del Rey Arturo inspiraron romances en prosa, precursores de la novela moderna. Para entonces los islandeses habían inventado la novela realista, siete siglos antes que Balzac —las llamaron sagas, pero eran esencialmente novelas realistas, a pesar de la aparición ocasional de algún troll—, que fue después reinventada por Thomas Deloney en la Inglaterra isabelina. En la España del siglo XIII, Mosé de León escribió una extensa novela mística llamada El Zohar, malentendida por la mayoría como un comentario de la Cábala pues en realidad se trata de una road novel como la de Kerouac, con una banda de religiosos fanáticos diseccionando la Torah y topándose con personajes chiflados del mismo modo que Sal y Dean analizan un solo de saxofón de Dexter Gordon mientras van viajando. En oriente, las novelas en sánscrito empezaron a aparecer en el siglo VI, y en la Edad Media los árabes comenzaron a producir extensas novelas de aventuras y a encadenar novelas cortas en relatos circulares como The Arabian Nights. En el Japón del siglo XI, Murasaki Shikibu compuso una enorme novela (La historia de Genji) más sofisticada que cualquier cosa de las producidas en Occidente hasta el Renacimiento. En la China del siglo XIV, eruditos de alto nivel comenzaron a producir ambiciosas novelas de 2.000 páginas, podría decirse que el cuerpo narrativo más grande anterior a la era moderna. «Los chinos tienen miles así», le dijo Goethe a Eckermann, «y las tienen de cuando nuestros antepasados todavía vivían en los bosques».7 Durante el Renacimiento, la novela experimentó su propio renaci6  Los reconocimientos (1955) de William Gaddis. Acostúmbrense a este nombre; he escrito varios libros y ensayos sobre él, y Gaddis es usado por bandos contrarios como ejemplo de todo lo que es bueno y malo en narrativa innovadora. 7  Conversations with Eckermann, 31 de enero de 1827. Mein Herr exagera algo.

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miento, resucitando la tradición establecida quince siglos antes por griegos y romanos para crear extravagancias como el Hypnetoromachia Poliphili de Colonna, el Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, y por supuesto el Quijote de Cervantes, que introdujo la metaficción en su estructura. Inglaterra se vio pronto afectada por el Continente y aparecieron las novelas de George Gascoigne, John Lyly, Robert Greene, y otros que se verán más adelante. En otras palabras, cuando Daniel Defoe nació, en 1660, la novela tenía 2.000 años de antigüedad e incluía miles de ejemplos del género. Un crítico tradicional me interrumpiría justo aquí para objetar que aún no he definido qué es una novela, ni la he diferenciado de otros tipos de narrativa, como el romance, la confesión y la anatomía, como Northrop Frye hizo en su clásico Anatomía de la crítica (303-14). La razón es que, en términos biológicos, Frye trabaja a nivel de género y especie, mientras que yo estoy hablando de la novela en su clasificación familiar. Además, encuentro esas distinciones demasiado pulcras, frecuentemente ignoradas por novelistas que prefieren hacer las cosas a su modo. Resultan más pedantes que útiles, una tentativa fracasada de precisar lo que Mijaíl Bajtín llamó correctamente «el más fluido de los géneros».8 Aun cuando Hawthorne etiquetara algunas de sus narraciones largas como «romances» en lugar de «novelas» —y en su prefacio a La casa de los siete tejados distinguiera entre ambas—, difícilmente ningún crítico podría decir que se comete un crimen llamándolas novelas. Como el mismo Frye admite, la mayoría de las novelas contienen un poco de todo, combinando elementos de muchos géneros, y se resisten a una definición. En mi opinión ecuménica —instruida por la loca variedad de formas que la novela ha adoptado en el pasado siglo— cualquier narrativa ficcional de la longitud de un libro puede ser considerada una novela. Me gusta la definición minimalista que hace E. M. Forster de novela como «cualquier obra ficcional de alrededor de 50.000 palabras», y me gusta la perogrullada más vaga e inclusiva, en la que Forster basó la suya, del crítico galo Abel Chevalley: «una ficción en prosa de cierta extensión».9 La novelista Jane Smiley también simplificó: «Una novela es (1) larga, (2) escrita, (3) en prosa, (4) narrativa y (5) tiene un 8  La imaginación dialógica, 11. 9  Aspects of the Novel, 17. Sin embargo, el mínimo de 50.000 palabras de Forster dejaría fuera novelas más cortas como Cándido [Voltaire] y La roja insignia del valor [Stephen Crane].

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protagonista», aunque lo narrativo necesita ser marcadamente definido para distinguir las ficcionales de las no ficcionales.10 Me extenderé sobre estas cualidades al final de esta introducción, pero por ahora definamos novela como una composición en prosa más larga que un cuento, ficticia en su contenido o en el tratamiento de sucesos históricos y «estudiada con vistas a una estrategia de los efectos». La frase citada es del texto Uses of Literatura,* del novelista Italo Calvino, y abarca forma, técnica, estilo, tono, ritmo, intención y otros aspectos de la novela. (El contenido no importa: una novela puede versar sobre cualquier cosa.) Y por si acaso sonara demasiado seco, secundo el orgulloso alegato que hizo Jane Austen de la novela como, en sus mejores ejemplos, un «trabajo en el que se demuestran los más grandes ingenios, en el que el conocimiento más riguroso de la naturaleza humana, la delineación más alegre de su diversidad, las efusiones más vívidas de ingenio y humor se transmiten al mundo en el lenguaje más adecuado» (La Abadía de Northanger, cap. 6). Durante toda su larga historia, la novela ha evolucionado por la vía de la innovación estilística y formal, aprovechándose de la elasticidad del género para probar nuevos enfoques, nuevas técnicas. El historiador literario Arthur Heiserman proporciona una etimología pertinente de la palabra novela: El latino novellus, diminutivo de novus («nuevo» o «extroardinario»), produjo el último sustantivo latino novella, «un añadido a un código legal». Este dio lugar al nouvelle francés y al novella italiano —una historia minúscula cuyo material es fresco, inusual, y cuya resolución es extremadamente sorprendente.11

Fresco, inusual. «En esta novela se ensaya un experimento que no ha sido hasta la fecha (que yo sepa) intentado en narrativa» —esta no es la presunción de uno de nuestros descarados posmodernos sino de Wilikie Collins en su prefacio de 1860 a La mujer de blanco. Ya en 1592, los críticos conservadores se quejaban bastante de las «monstruosas nuevas

10  Thirteen Ways of Looking at the Novel, 14. 11  The Novel before the Novel, 221. * El título completo del texto de Calvino es Usi politici giusti e sbagliati della letteratura, recogido en Una pietra sopra. Discorsi di letteratura e società (Einaudi, 1980). (N. del T.)

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modas» de ciertas novelas,12 aunque fue la innovación lo que mantuvo fresca y sorprendente a la novela. La novela fue siempre un campo de trabajo, no un museo. Lo que vincula a un novelista como Collins con uno actual como Mark Danielewski «es sobre todo el deseo de burlar la esclerosis», escribió Alain Robbe-Grillet, «la necesidad de otra cosa». El novelista francés continúa preguntándose: ¿Alrededor de qué han estado siempre agrupándose los artistas, si no es al rechazo de las formas ajadas que todavía les son impuestas? Las formas viven y mueren, en todas las esferas del arte, y en todas las épocas han sido continuamente renovadas: la estructura de una novela tipo del siglo diecinueve, que estaba viva por sí misma hace cien años, hace tiempo que no es sino una fórmula vacía, que sólo sirve como fundamento para parodias aburridas. (For a New Novel, 134-35).

La novela realista «a la nueva moda» popularizada por Balzac en la década de 1830 alcanzó su máximo esplendor avanzado el siglo XIX y rápidamente perdió su novedad a manos de talentos menores. Con todo, arraigó en la mente del público lector como la forma de ahí en adelante, marginando narrativas más innovadoras. En ese punto, la escritura de ficción se bifurcó en dos corrientes —ficción burguesa para las masas y bellas letras para la élite— y, en una de las ironías de la vida, la corriente que se desvió de la larga tradición de innovación en narrativa se convirtió en corriente «principal» [mainstream], mientras que la otra, la tradición más antigua, se convirtió en un afluente incomprendido. En lugar de disfrutar de una breve moda pasajera y después perder el favor del público, como le sucedió a la novela epistolar del siglo XVIII, la novela realista llegó a ser la norma narrativa, en lugar de lo que realmente es: tan sólo una de las muchas mutaciones en la evolución de la novela, además de la menos interesada en explorar nuevas técnicas y formas que en agradar a sus audiencias y enriquecer a los autores y editores. Entretenimiento en lugar de arte.

12  Gabriel Harvey, Four Letters and Certain Sonets, citado en la introducción de Planetomachia, de Green, xvi.

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ARTE Y/O ENTRETENIMIENTO Debido a que la novela puede ser tanto una obra de arte como un tipo de entretenimiento, habrá malentendidos y reproches cuando los lectores no logren distinguir entra las dos, e incluso cuando no se den cuenta de que hay una diferencia entre ambos. Graham Green dividió sus ficciones publicadas en «novelas» y «entretenimientos»; cualquiera que coja El poder y la gloria para una lectura rápida probablemente se sentirá decepcionado, como lo estará el crítico serio que aborde Un hombre en La Habana como una obra de arte profunda. Me recuerdo en 1987 zambulléndome con entusiasmo en La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe bajo la premisa de que éste habría aplicado las técnicas innovadoras y experimentales de su nuevo periodismo a la ficción para producir algún tipo de combinación de colorido vistoso y coqueto* de Gaddis y Hunter S. Thompson, pero después de 20 páginas me di cuenta de que Wolfe había optado más por el entretenimiento que por el arte, y en consecuencia modifiqué mis expectativas.13 Algunas novelas pueden ser rigurosamente artísticas y aun así disfrutar de un éxito popular —me viene a la mente la posmoderna Posesión de A. S. Byatt—, pero la mayoría de escritores eligen entre arte o entretenimiento: muy pocos pueden atender a la inspiración y a la codicia. Lo que tampoco es una novedad: escribiendo sobre la acadia La épica de la creación, Stephanie Dalley dice que, a diferencia de la más popular Gilgamesh, aquélla fue «ideada más para impresionar que para entretener» (231). Las quejas de los MPF se reducen al resentimiento hacia aquellos que quieren ser artistas en lugar de animadores. Cuando no se aplica estrictamente a pintores, la palabra «artista» suena pretenciosa —«It’s artiste to you!», vocea un insolente en una vieja 13  Wolfe se enfadó cuando John Updike, en la reseña de su novela de 1998 Todo un hombre, la describió como «entretenimiento, no literatura», pero Updike hacía simplemente una distinción taxonómica. James Wood hace la misma distinción de forma aún más clara en su severa pero justa evaluación titulada «La Superficialidad de Tom Wolfe y el Problema de la Información» (en The Irresponsible Self, 210-22). Aunque me encanta Ponche de ácido lisérgico. * Moore escribe kandy-kolored en alusión al título del ensayo de Wolf The KandyKolored Tangerine-Flake Streamline Baby (1965), editado en España por Tusquets bajo el título El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron. (N. del T.)

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canción de Holy Modal Rounders—14 y cualquier discusión sobre arte versus entretenimiento en el presente clima cultural invita a expresar acusaciones de elitismo y esnobismo. Pero la distinción entre las dos debería ser cuestión de taxonomía, y no necesariamente de calidad. El gran entretenimiento es mejor que el mal arte, y uno no debería condenar las obras de arte por no ser más entretenidas, ni al entretenimiento por no ser más artístico. Esto es más que obvio. Y sin embargo veo a los MPF condenando a escritores que siguen los dictados del arte más que los del entretenimiento —es decir, que siguen a sus musas más que al mercado— por lo que no estoy seguro de que entiendan la diferencia. Al menos Franzen percibe esa diferencia, pero la confunde. Percibe que hay «dos grandes modelos de relación de la narrativa con su audiencia», el modelo del Estatus y el modelo del Contrato —o sea, arte versus entretenimiento. En el primero, el autor ha «desdeñado el compromiso barato y permanece fiel a una visión artística» o ha situado «sus egoístas intereses artísticos o su vanidad personal por delante del legítimo deseo de la audiencia de ser entretenida», depende de cómo se perciban este tipo de novelas. De igual modo, la novela bajo el modelo de Contrato puede ser o «una receta para un acuerdo complaciente y estético» o «una experiencia placentera» que satisface «el propósito más profundo de escribir y leer ficción … preservar el sentido de conexión, resistir la soledad existencial». Tengo varios problemas con estas distinciones. Primero, Estatus y Contrato son palabras desparejas, que tienen su origen en la teoría marxista. (Estatus significa tener un lugar legítimo y heredado en la sociedad, que se mantuvo hasta la época burguesa; el Contrato sacrifica esta seguridad a favor de la movilidad: el hijo de un herrero no hereda la herrería de su padre sino que es contratado en alguna fábrica.) En la sociedad, la transición histórica del Estatus al Contrato (tema de la

14  En su album de acid-folk The Moray Eels Eat The Holy Modal Rounders, 1968. Escuchar música no comercial como ésta siendo joven —y estudiar minuciosamente las sorprendentes letras de Bob Dylan, Keith Reid, Syd Barrett, Jim Morrison, Robin Williamson, Tom Rapp, Nico y Pete Sinfield— me preparó para la ficción no comercial que comenzaría a leer unos años más tarde. De hecho fue mi admiración por el vanguardismo del grupo de rock Soft Machine lo que me llevó a coger la novela de Burroughs del mismo nombre [La máquina blanda, 1961], mi primer encuentro con la narrativa experimental.

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novela de Gaddis J R15) se considera por regla general algo malo, una caída en desgracia, lo que hace que la defensa de Franzen del modelo de Contrato sorprenda. Segundo, los entretenedores quizá tengan un contrato con su público, pero los artistas sólo lo tienen con su inspiración. Si voy a Las Vegas para ver a Tom Jones actuar, será mejor que él cante «What’s New, Pussycat?» [«¿Qué hay de nuevo, gatito?»] o yo pediré que me devuelvan mi dinero, pero si voy a un club a escuchar a Robert Fripp, él puede tocar lo que a su inspiración le apetezca, que yo lo entenderé. El único contrato que tienen los artistas con su público es actuar al máximo de sus posibilidades con la esperanza de que nosotros alcanzaremos su nivel, y sin poner mala cara porque ellos no hayan bajado al nuestro.16 Tercero, él da a entender que el placer sólo se puede encontrar en las novelas de Contrato, que las novelas de Estatus son un trabajo, una tarea onerosa impuesta por un profesor en una clase de literatura o llevada a cabo como un acto de autoflagelación por el bien del alma. Aparentemente encuentra difícil de creer que alguno de nosotros realmente disfrute exigiendo novelas que sean intelectualmente estimulantes, incluso tonificantes. Para mí, leer J R por primera vez fue una experiencia turbulenta y emocionante; leer las 1.200 páginas de Miss MacIntosh, My Darling, de Marguerite Young, fue como introducirme 15  Franzen cita varias veces mi monografía de 1989 sobre William Gaddis; en las páginas 70-71 yo hablo del estatus vs. contrato en J R. Todas las citas de Franzen son de la página 100 de su ensayo. (Una versión ligeramente revisada aparece en su colección de ensayos Cómo estar solo, y en una entrevista publicada en la edición digital del New Yorker Franzen se distancia de Peck, tildando de «estúpido» su rechazo de DeLillo y diciendo que «Peck infravalora la emoción y el potencial de la experimentación formal moderna y posmoderna».) Tres años después de que apareciera el artículo de Franzen, el narrador Ben Marcus publicó una pequeña refutación titulada «Por qué la narrativa experimental amenaza con destruir la industria de la edición, Jonathan Franzen y la vida como la conocemos: una corrección» (Harper’s, Octubre de 2005, 39–52). Continuando con el asunto, Cynthia Ozick les respondió a ambos con un ensayo titulado «Vísceras literarias» (Harper’s, Abril de 2007, 67–75) en el que reclama que el problema principal de la literatura actual es la ausencia de buenos críticos que tracen, entre otras cosas, «no sólo la línea literaria descendente de una nación a otra sino de un escritor a otro» (74). 16  En el J R de Gaddis, el compositor Edward Bast improvisa una conferencia sobre Mozart y reprende sus esfuerzos para popularizarle y «para humanizarle porque incluso si no podemos, esto…, si no podemos alcanzar su nivel, no, al menos podemos, podemos arrastrarle hasta el nuestro…» (42). Más adelante, Jack Gibbs (un portavoz del autor) expresa exasperación ante los lectores perezosos: «Pídeles que hagan Dios un maldito esfuerzo lo quieren todo hecho se levantan y se van al cine» (290).

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en un lujoso sueño opiáceo; y como dice la vieja canción, «Hay mucha diversión en el Finnegans Wake». Leer a Joyce, Barth, Pynchon, et al., es un placer, no una tarea. No es algo que uno haga (a menos que adoptes una pose) sólo para después poder presumir de ello: en tu próxima reunión social, prueba a anunciar que acabas de terminar la lectura de La muerte de Virgilio de Herman Broch y verás lo lejos que te lleva eso. Hay que reconocer que estas novelas no son para todo el mundo, pero sí para algunos de nosotros. Y finalmente, no leemos novelas así «para sentirnos conectados, para resistir la soledad existencial». Las leemos por la misma razón por la que vamos a la ópera o a un espectáculo de danza: para quedar deslumbrados por una interpretación. Pensemos en la novela como en una ópera, con el autor cantando todas sus partes y tocando todos los instrumentos, o como en una danza, con el autor ejecutando todos los roles. Pensemos en el Sloppy de Nuestro común amigo, la novela de Dickens, elogiado por su madre por sus lecturas dramáticas del periódico: «Hace los policías con diferentes voces» (1.16). Dickens se está elogiando a sí mismo; su novela es el espectáculo de un solo hombre haciendo él todas las voces.17 Cervantes hizo la misma advertencia sobre sí mismo siglos antes; hablando a través del cura, confiesa que la mayoría de las novelas de caballería son una estupidez, aunque «encontró algo bueno en ellas, la ocasión para mostrar que ofrecían la oportunidad de un campo abierto y espacioso donde la pluma podía escribir sin obstáculos…» (1.47, traducido de Grossman, las itálicas son mías). La literatura es una representación retórica, un espectáculo representado por alguien que posee mayores aptitudes con el lenguaje que la mayoría de la gente. Cualquier persona alfabetizada puede escribir, como cualquiera puede cantar y bailar; lo que distingue a los artistas del resto de nosotros es que ellos hacen las cosas mejor —y el arte es la demostración de cuánto mejor. La razón por la que algunos de nosotros consideramos Ulises la novela más grande jamás escrita no es porque contenga un relato fascinante, personajes encantadores, o una penetración excepcional en la cuestión humana, sino porque es la representación retórica más elaborada jamás montada, y hace un uso de las formas y técnicas prosísticas más amplio y competente que cualquier otra novela. 17  «Hace los policías con diferentes voces» fue el título original de La tierra baldía de Elliot, un ventrílocuo de profesión representado por un patrocinador entusiasta del music hall.

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En Amazon.com, un reseñista anónimo de la novela El museo de la rendición incondicional, de la novelista croata Dubravka Ugrešić, se queja de que «la autora parecía intentar demostrar su conocimiento de la técnica literaria más que trasladar el mensaje, el que fuera, a sus lectores». Bueno, sí. Como dijo el viejo productor de Hollywood, si quieres enviar un mensaje, llama a Western Union. El artista literario tiene una agenda diferente: «Bastante de su escritura consiste en demostraciones tour de force del arte de la retórica más que en expresiones de intimidad profundamente sentida»,18 dice Robert Irwin del gran autor árabe medieval AlJahiz, aunque también podía estar hablando de Joyce. Samuel Johnson tuvo un gusto horrible para las novelas —ridiculizó las de Swift, Fielding y Sterne— pero tenía raazón cuando le dijo a Boswell, «Porque, señor, si usted fuera a leer a Richardson por la historia, su impaciencia le resultaría tan molesta que acabaría ahorcándose. Debe leerle por el sentimiento, y considerar la historia sólo como lo que da ocasión a ese sentimiento». La idea de una (re)lectura de Richardson hace que desee ahorcarme, pero sustitúyase «representación retórica» por «sentimiento» y se tendrá un enfoque correcto de la narrativa literaria. Como el crítico ruso formalista Viktor Shklovsky insiste con énfasis: «El arte es un medio de experimentar el proceso de la creatividad. El artefacto en sí mismo es bastante secundario».19 O como Joyce escribió, «lo importante no es qué escribimos, sino cómo lo escribimos».20 Incluso Peck lo sabe, aunque yerra al aplicarlo: hablando de drag queens y sus atuendos estrafalarios en otra de sus críticas feroces, observa: «Lo que eleva a algunas transformistas al estatus de divas mientras que otras se quedan en meras reinas es la calidad de la representación. En otras palabras, el atuendo no es tan importante como lo que se hace una vez que se lleva puesto» (60). Si esto suena a demasiado moderno, si recuerda demasiado al intranscendente «arte de la performance» de décadas recientes, vale más hacer notar que la literatura ha sido siempre un arte de carácter performativo. Puede comprobarse en la línea 871 del poema épico anglosajón Beowulf, la mañana siguiente al primer encuentro de nuestro héroe con Grendel el monstruo. El autor anónimo introduce conscientemente un 18  Night and Horses and the Desert, 84. 19  Theory of Prose, 6. (Fui corrector de esta traducción, una de las tareas más duras que jamás he tenido.) 20  Power, Conversations with James Joyce, 95.

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scop (un poeta) en la acción, y este artesano de la palabra con su justo trabado, la hazaña gloriosa disponiendo la historia con mucha soltura

hábil entonces cantó de Beowulf y cambiando palabras expuso en su canto*

De repente el lector cae en la cuenta de que las 870 líneas previas no han sido el relato histórico de las acciones de Beowulf sino una re-creación fantasiosa, una performance literaria; el poeta, habiendo «abierto el tesoro de su palabra» (línea 259), se había armado a sí mismo con palabras para representar un hecho lingüístico glorioso que rivalizara, si no superara, el episodio de lucha de Beowulf de la noche anterior. (Sobre la historia de la escritura de Beowulf pueden consultarse las notas y los anexos.) El poema es una performance del relato, una llamativa demostración de la batalla del poeta con las palabras de la que sale triunfante. (Beowulf sólo se arranca un brazo.) Mirad mi destreza, proclama el guerrero de la palabra, no la de Beowulf, y es el logro del poeta lo que todavía llama nuestra atención después de 1.300 años, no las acciones de un cachas sueco. Naturalmente, la poesía tiene una tradición bárdica de recitado performativo, y yo abogaría por que la prosa literaria posee la misma propiedad que nos permite distinguir entre arte y entretenimiento. La diferencia entre narrativa de masas y literatura estriba en lo que sus escritores hacen con las palabras; la primera sitúa su énfasis en la historia más que en el lenguaje usado para contar esa historia; en literatura, ese lenguaje es la historia; es decir, la historia es ante todo un vehículo para el despliegue lingüístico de las capacidades retóricas del escritor: ejercicios de estilo. Alfred Appel, Jr., crítico de Nabokov, ofrece un divertido e instructivo ejemplo de las diferencias entre los lenguajes del arte y el entretenimiento. Él estaba destinado en Francia con el ejército estadounidense en los años cincuenta, cuando Lolita fue publicada por primera vez en Olympia Press, editorial conocida por su pornografía. Se retiró a la base con el libro y su inconfundible portada verde, y sus * Moore cita la traducción al inglés de Chickering. Yo he utilizado la de Luis Lerate (Alianza Editorial, 1994), en la que se observa que “el ‘justo trabado’ es la correcta aliteración del verso germánico, mediante la cual se vinculan sus dos hemistiquios” y “con ‘cambiar palabras’ se designa la variatio típica de esta poesía”. (N. del T.)

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compañeros se abalanzaron sobre él: «¡Eh, déjame leer tu libro guarro, tío!», insistió «Estacada» Clyde Carr, quien acababa de ganarse su apodo, y a cuyas peticiones accedí de inmediato. «Léelo en voz alta, Estacada», gritó alguien, y, saltándose el prefacio, Estacada Clyde comenzó a hacer su lectura tipo clases de recuperación del primer párrafo. «‘Lo … lita, luz … de mi vida, fuego de mis … entrañas. Mi pecado, mi alma … Lo-li-ta: La … punta de la … lengua … emprende … un viaje …’» «¡Maldición!», gritó Estacada, arrojando el libro contra la pared. «¡Esto es esa maldita literatura!» (The Annotated Lolita, xxxiv)

Los MPF comparten la estética de Estacada. Peck suspira por «las satisfacciones tradicionales de la narrativa; personajes creíbles, argumentos satisfactorios, epifanías y demás» (129). Myers, a quien Peck cita con aprobación (173-74), quiere que «[al] lector [se le] hable como a un igual del escritor, con unas cadencia y vocabulario naturales» (44); no quiere «payasadas pseudojoyceanas con la puntuación; sólo diálogos creíbles y escuetos» (54). Cualquier finalidad que persiga el escritor debería hacerse rápida y eficientemente (60), y no debería haber «menciones de … personajes históricos y literarios, títulos de libros, etc.» (64). Un escritor debería «hacer volar a sus lectores» (77) con «una trama vigorosa y repleta de acción … escrita con una prosa cuidada sin afectación poética» (88). (O sea, las metáforas y las imágenes son aceptables si se usan con moderación y modestamente.) Lo ideal son «historias poderosas contadas de manera sencilla» (116). Yo sostendría justo lo contrario: la historia carece de importancia, y el estilo puede ser tan afectado como el escritor quiera, porque demasiado a menudo «sencillo» significa modesto, plano, simple —cualidades admirables en un manual de reparaciones, no en una obra literaria. Fijémonos en la historia de Romeo y Julieta, la obra más conocida de un escritor cuyo estilo fue considerado por Dryden como «afectado». Es una buena obra, pero cuando se va a una representación de Romeo y Julieta, no se va por la historia; la historia ya se conoce. Ni se va para recibir mensajes sobre la tolerancia; se seguirá siendo tan tolerante como ya se es. Y no se va para identificarse con los personajes, a menos que se sea un adolescente que la ve por primera vez. No se va por la historia sino por la representación de la historia. Si se trata de la obra de Shakespeare, se dividirá la atención entre el extraordinario lenguaje 21


y la presentación teatral (el talento de los actores, el vestuario, la iluminación, la interpretación del director, etc.). Si se trata de la ópera de Gounod, uno se fijará en el talento de los cantantes, preguntándose si las extensiones de Julieta coincidirán con aquellas de Sylvie Guillem, antigua étoile [estrella] del Ballet de la Ópera de París de largas piernas y la Julieta más sexy de todos los tiempos. Lo mismo con cualquiera de sus versiones filmadas, desde aquella antigua de 1936 con actores maduros representando a adolescentes hasta el video de rock de 1996 de Baz Luhrmann. Y con cualquier adaptación —desde West Side Story hasta la canción de Dire Straits «Romeo and Juliet» y hasta la versión manga de Sonia Leong (2007)— el atractivo no vendrá de la historia sino de la presentación imaginativa de esa historia. El desarrollo literario de la historia de Romeo y Julieta nos permite establecer el punto donde ésta se transformó de ficción popular en literatura. El especialista en Shakespeare David Bevington ofrece este breve resumen: La historia de Romeo y Julieta se remonta hasta el romance griego de finales del siglo V Las efesíacas,21 en el que encontramos el motivo de la pócima del sueño como medio de escape de un matrimonio no deseado. Masuccio Salernitano, en su Il Novellino, 1476, combinó la narración del trance cadavérico de la heroína que parece ser enterrada viva con la trágica pérdida del héroe al recibir las noticias del fraile de que ella está todavía viva. Luigi da Porto, en su novella (circa 1530), sitúa el escenario en Verona, proporcionó los nombres de Romeo y Giulietta para el héroe y la heroína, añadió el relato de la enemistad entre sus familias, los Montecchi y los Cappelletti, introdujo el asesinato de Tybalt (Teobaldo), y proporcionó otros detalles importantes. La versión de da Porto fue en la que se basó la famosa Novelle de 1554 de Matteo Bandello, que fue traducida al francés por Pierre Boaistuau (1559). La versión francesa se convirtió en la fuente del largo poema narrativo inglés de Arthur Brooke, La trágica historia de Romeo y Julieta (1562).22

Y de ahí obtiene Shakespeare la historia. Hizo algunas modificaciones más en la trama, pero la razón por la que hoy leemos su versión y no 21  También conocida como Habrócomes y Antía, de Jenofonte de Éfeso (normalmente atribuido al siglo II), una novela simplista a que haré mención en el capítulo 1. 22  The Necessary Shakespeare (NY: Longman, 2002), 444. (Quiero limitar la bibliografía de este libro a la narrativa y la crítica literaria, por lo que los detalles bibliográficos de otros libros y ensayos en la mayoría de los casos se ofrecerán en notas a pie de página.)

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la de sus predecesores es el lenguaje. Las versiones italianas anteriores son relatos simples contados de manera directa. Brooke fue el primero en intentar transformarla en arte, pero otro especialista en Shakespeare, Stephen Greenblatt, define su versión como «larga y pesada», y la historia pudo haberse hundido en la historia literaria. Lo que hace grande al Romeo y Julieta de Shakespeare no es tanto la historia o los personajes, que él robó de otra parte (como hizo en la mayoría de sus obras), sino sus incomparables poderes retóricos. Como dice Greenblatt, Romeo y Julieta está saturada de juegos con el lenguaje: paradojas, oxímoron, dobles sentidos, bromas rimadas, resonancias verbales, múltiples juegos de palabras. La cuestión obvia es ¿por qué? Una posible solución, ya propuesta en el siglo dieciocho, es que Shakespeare no podía resistirlo: el ingenio verbal era una adicción, una obsesión, el objeto de una pasión irracional. Pasión que podía satisfacer así, ya que las muestras de ingenio agradarían a aquellos segmentos de público más en sintonía con las acrobacias retóricas.23

«Una pasión irracional»: los escritores comerciales simplemente usan el lenguaje, mientras que los escritores artísticos aman el lenguaje. En su epílogo a Lolita, Nabokov escribe: «un crítico norteamericano sugirió que Lolita era el relato de mis aventuras amorosas con la novela romántica. El reemplazo de ‘novela romántica’ por ‘lengua inglesa’ habría sido más correcto» (318). En un punto de la novela de Alexander Theroux Darconville’s Cat, el grandilocuente Doctor Crucifer se interrumpe a sí mismo para decir, «Cuánto adoro el lenguaje con el que puedo decirte esto» (544). Y naturalmente este amor por el lenguaje se transforma con facilidad en erótico en manos de escritores artísticos. En el mismo epílogo, Nabokov habla de la «felicidad estética» que proporciona una obra narrativa (316), y en su insólita novela erótica Aureola, Carole Maso establece la equivalencia «hacer el amor, hacer lenguaje» (15), donde lectura y escritura son actos afrodisíacos, y donde la energía sexual se convierte en meta por la que luchar escribiendo: cuando la escritora/narradora le dice a su amante, «Y me gustaría hacer con cualquier frase lo que voy a hacer contigo …» (10). Volvamos (después de una ducha fría) a Romeo y Julieta: Greenblatt da otras razones para el profuso lenguaje de la obra, pero las «acroba23  The Norton Shakespeare (NY: Norton: 1997), 866. Todas las citas shakesperianas son de esta edición.

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cias retóricas» son lo que Myers y Peck parecen odiar más en la narrativa contemporánea. Myers critica a Paul Auster por «intentar a la fuerza dirigir el interés hacia su lenguaje fanfarrón» (63), y Peck descarta los «transparentes intentos de virtuosismo lingüístico» de Moody. ¿Pero no es virtuosismo lo que más valoramos en un cantante, un músico, un bailarín? ¿Querría verse a un actor simplemente hablando por teléfono en una actuación, o a un bailarín simplemente llevando a cabo sus movimientos? ¿Se acusaría a los patinadores sobre hielo de «fanfarrones»? Les pagan por hacer eso, y es eso lo que se verá. Tampoco es de esperar que los escritores que han desarrollado capacidades lingüísticas extraordinarias las repriman a causa de los MPF, o que las usen con moderación, como un arquitecto premiado que se autolimitara a construir casetas para perros.24 ¿No quieres que cantantes, músicos, actores, bailarines, patinadores sobre hielo, arquitectos, chefs, diseñadores et. al. se esfuercen hasta el extremo de sus capacidades? Y por tanto, ¿no se debería permitir a los escritores mostrar su virtuosismo?, ¿usar todos los trucos del oficio al escribir el libro?, ¿planear y desarrollar grandes estructuras?, ¿ponerse a sí mismos retos difíciles y después permitirnos observar cómo salen victoriosos de esos retos?, ¿cargar con hierro todas las fisuras de sus temas (como escribió Keats)?* Para muchos críticos, la respuesta a todas estas preguntas es ‘No’. Reseñando El libro negro de los cuentos de Byatt en 2004, Carolyn See (también novelista) reconoció el derroche de maestría que mostraba pero reclama: «quieres decir [se refiere a los autores como Byatt] … que una escritura un poco buena puede estirarse mucho, ¡de acuerdo, lo cojo! ¡Nosotros no usamos lo bastante el lenguaje! ¡Nuestros cerebros están en su mayor parte muertos! ¡Gracias por compartirlo! ¡Lo has conseguido!» No arrojes tus perlas a los cerdos, como dijo aquel hombre.** De vuelta (otra vez) a nuestros amantes: la historia de Romeo y Julieta es muy conocida, puede objetarse; en una novela nueva, existe la atracción de una trama desconocida. No necesariamente; «la vida, mi buen amigo, se compone estrictamente de cuatro o cinco tipos de 24  Véase el relato de Kurt Vonnegut «Harrison Bergeron» (1961), ambientado en un futuro donde bailarines y músicos son deliberadamente minusválidos para que así no parezcan ser mejores que nadie. * De la carta de John Keats a Percy Bysshe Shelley [(1792-1822), poeta, ateo, noble y exiliado] fechada en 16 Agosto de 1820. (N. del T.) ** Cita del Sermón de la Montaña. Mateo 7, 6.

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situaciones», nos informa el narrador de una extravagante novela brasileña, «cuyas circunstancias varían y se multiplican a los ojos de las personas»,25 y lo mismo puede decirse para la narrativa. De hecho, la mayoría de tramas son variaciones de una trama maestra: «La novela registra el paso de un estado de inocencia a un estado de experiencia», escribió hace años el crítico Maurice Z. Shroder, «desde esa ignorancia que es la felicidad absoluta al reconocimiento reflexivo del verdadero funcionamiento del mundo».26 Esta es la razón por la que tantas novelas muestran a sus protagonistas en la adolescencia o en la veintena, la época en que uno se mueve «de la inocencia a la experiencia, de la ignorancia al conocimiento, de la ingenuidad a la madurez».27 En su Seven Basic Plots [Siete tramas básicas] Christopher Booker sugiere que todas las historias son variaciones de (1) vencer a un monstruo, (2) criticar a los ricos, (3) una búsqueda, (4) un viaje y un retorno, (5) una comedia, (6) una tragedia o (7) un renacimiento; y ¿no tienen en común todas ellas algún tipo de enfrentamiento con «el verdadero funcionamiento del mundo», como dice Shroder, y al menos un reconocimiento parcial de cómo funciona realmente? Por eso el crítico Lionel Trilling afirmó que «toda narrativa es una variación del tema del Quijote», ese paradigmático y cambiante interrogatorio español sobre la ilusión versus la realidad (203). Yo diría además que esta debería ser la meta vital de toda persona inteligente: ver, por encima de las mentiras amables de los políticos, las empresas, los medios de comunicación y las religiones, las frecuentemente irracionales costumbres, creencias y prejuicios de nuestro grupo social —todo lo que compone «la cortina», tal y como la llamó Milan Kundera en su reciente estudio sobre la novela— para llegar a una clara comprensión de la verdadera naturaleza de las cosas. Por eso la ayuda de la novela es inestimable, por más que otras formas de arte nos animen y nos ayuden a alcanzar aquel objetivo. Tradicionalmente, los textos sagrados de varias culturas han reivindicado esa prerrogativa, pero aquellos son simplemente un tipo diferente de ficciones —que dan una imagen falsa del mundo y promueven la represión— inferior a los «textos profanos» de la literatura novelesca. Pero no quiero exagerar el potencial de la novela como vehículo de 25  Machado de Assis, Quincas Borba, 259. 26  «The Novel as a Genre» (1963), citado en The Theory of the Novel, Stevick, 16. 27  Heath, «Romance as Genre in The Thousand and One Nights» (1987), en Arabian Nights Reader, Marzolph, 197.

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ilustración, o refrendar totalmente la visión marxista de los escritores como agitadores del cambio social; los novelistas no son necesariamente más sensatos que cualquiera, y si la narrativa fuera verdaderamente ilustrativa, los profesores de literatura serían auténticos pozos de sabiduría y ecuanimidad. (Nota bene: no lo son. De hecho hay todo un subgénero de novelas que, con toda la razón, se burlan de ellos.) Sí, la narrativa puede espabilar, aunque también puede inducir a pensar que el mundo es diferente a como en realidad es, como sucede en el Quijote. La novela es más bien un sistema de reparto de felicidad estética. Las variaciones sobre la trama maestra del cambio de la ignorancia al conocimiento difieren tan poco en sustancia de una novela a otra que se necesita «algo más» para, por ejemplo, convencer a un lector de que quiera coger otra novela más sobre la mayoría de edad, y ese algo es maestría y una agradable exposición de lenguaje y/o forma. Algo que se encuentra en el Retrato del artista adolescente de Joyce más que en Una casa pintada de John Grisham; en esta última, el lenguaje predecible, los diálogos irreales (para un narrador de siete años) y la estructura como dios manda ofrecen poco al mundo del arte, aunque su trama melodramática y su comentario social agraden a aquellos con gustos populares. Como para ahorrarles tiempo y esfuerzo a esos lectores (y hacer que se alejen), Nabokov comenzó una de sus novelas así: Erase una vez un hombre llamado Albinus que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz; un día abandonó a su mujer por una dama joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en desastre. Esta es la historia completa y podríamos haberla dejado ahí si no hubiera provecho y placer en su relato; y aunque hay bastante espacio en una lápida como para contener, enmarcada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles son siempre bienvenidos.

El párrafo que abre Risa en la oscuridad satisface los requisitos de Myers; cualquiera que lea por la trama y por la cuestión moral puede dejarlo ahí. (Sin embargo, se ganaría la ira de Myers por desvelar la

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trama.)28 En el segundo, vemos a Nabokov cambiando del modo comercial al literario: una frase larga y gramaticalmente complicada en lugar de dos breves y entrecortadas; el uso de la aliteración («provecho y placer») y la elaborada imagen («enmarcada en musgo»), y la actitud: esta no será una historia sencilla, sino que un escritor inteligente va a representar un espectáculo para nosotros. La historia quizá sea vieja y previsible, pero su relato será nuevo e imprevisible. La previsibilidad es buena en la narrativa de entretenimiento —sabemos que Hercule Poirot resolverá finalmente el misterio, y que Jeeves librará a Bertie Wooster de la sopa—* y el arte se encuentra más a gusto en la novela. El crítico británico de danza Nicholas Dromgoole admira a la bailarina Sylvie Guillem incluso más que yo, y en un artículo en el londinense Sunday Telegraph (julio de 1996) dijo esto sobre una de sus actuaciones: Sylvie Guillem había escogido una ostentosa pieza de Victor Gsovsky con música de Auber, coreografía de fábrica, por no decir algo peor, pero cuando la colmó con su brillante inteligencia, aquella se transformó. Se convirtió en el vehículo con el que nos cautivó, transmitió la diversión del movimiento con una destreza increíble y virtuosa, dejando la música al margen y convirtiéndola en parte de otra cosa: danza, sólo fascinante danza. … Los pasos de Gsovsky son en realidad poco más que basura coreográfica, un trozo deshilachado de cuerda viejísima, pero Guillem parece decir. «Sí, por supuesto, esto es una cuerda vieja, pero mira lo que sé hacer con ella, y ahora, y esto te sorprenderá, voy a intentar esto …», y su público se regocija con sorpresa y deleite.

Con esto en mente, cambiemos a un ejemplo de prosa pretenciosa que ofrece Myers, un pasaje que lo indignó tanto que lo utilizó para titular una primera versión de su libro (Gorgons in the Pool [Gorgonas en la charca]). Es de la novela de Cormac McCarthy Todos los hermosos caballos, de 1992. Dos jóvenes llamados Rawlins y John Grady aguantan una tormenta en México bebiendo sotol: 28  Algunos editores de clásicos literarios ponen ahora un aviso de spoiler en la cabecera de la introducción, como en esta edición de 2004 de Penguin de Almas muertas de Gogol: «Se avisa a los nuevos lectores de que esta introducción revela los detalles de la trama». Creo que los clientes que necesitan tales avisos (debe de haber habido quejas) confunden las novelas literarias con las películas de Hollywood. Si eres uno de ellos, harías mejor poniendo mi libro bocabajo porque aquí revelo las tramas de las más de 200 novelas que analizo. * Wooster y Jeeves son personajes de las novelas de P. G. Woodehouse. (N. del T.)

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Cuando oscureció, la tormenta había remitido y la lluvia casi había cesado. Descargaron los caballos de las sillas mojadas y los manearon y se fueron en direcciones distintas a través del chaparral para vomitar con las piernas separadas y agarrándose las rodillas. Los caballos, que pacían, levantaron la cabeza de un tirón. Era un sonido que no habían oído antes. En el crepúsculo gris aquellas arcadas parecían resonar como las llamadas de alguna burda especie provisional suelta por aquel desierto. Algo imperfecto y deformado escondido en el corazón del ser. Algo que sonreía con profunda satisfacción en los ojos de la misma gracia como una gorgona en una charca de otoño.

Y ahora, la reacción de Myers a este extraordinario (literalmente: más allá de lo ordinario) párrafo: Es un pasaje raro en un libro raro que puede hacerte alzar la vista, hacia donde sea, y preguntarte si estás siendo sometido a una broma diabólicamente perfecta de Cámara Oculta. Puedo aceptar la idea de que los caballos pudieran confundir las arcadas humanas con la llamada de los animales salvajes. Pero los «animales salvajes» no son lo bastante épicos, McCarthy tiene que presumir de «algún burda especie provisional», como si el cuadrúpedo común tuviera modales en la mesa y un plan de pensiones. Entonces cambia la perspectiva de los caballos a la del narrador, si bien no queda claro a qué se refiere con «algo imperfecto y deformado». La última media frase sólo aumenta la confusión. ¿Es «algo que sonreía con profunda satisfacción en los ojos de la gracia» lo mismo que «escondido en el corazón del ser»? ¿Y qué está haciendo una gorgona en una charca? ¿Echando un vistazo dentro? ¿Y por qué una charca de otoño? Dudo siquiera que McCarthy pudiera explicarlo, tan sólo le gusta cómo suena. (48-49)

Esto me recuerda a aquellos engreídos presentadores de televisión, en los tiempos anteriores al rock, que habrían recitado las letras de canciones pop como si fueran poesías ante su público carroza y se hubieran partido de la risa con ellas. Primero, McCarthy podría, obviamente, explicar todo eso. Puede que algunos artistas arrojen pintura sobre un lienzo y más tarde decidan si les gustan los resultados, pero los escritores no hacen eso, y el desprecio de Myers por McCarthy (y otros escritores como él, y sus críticos perritos falderos) es obvio y despreciable en sí mismo. Segundo, aun cuando no soy fan de la escritura de McCarthy —esta es la única novela suya que he leído; empecé otras pocas pero no lograron interesarme— es obvio lo que está haciendo. Todos los 28


hermosos caballos tiene sus momentos cómicos, y cuando se describe una resaca, todo escritor se siente libre de divertirse un poco. Llegarán hasta el símil más absurdo que puedan alcanzar. Kingsley Amis describió el despertar de una resaca como «ser arrojado como un cangrejo roto sobre los guijarros alquitranados de la mañana». Ese tipo de cosas. McCarthy no es P. G. Woodehouse, y por tanto no va a comportarse como un tontorrón, pero habiendo alcanzado un punto en su novela en el que puede describir una resaca, obviamente va a divertirse un poco con esta vieja materia prima. Como la Guillem, McCarthy dice, «Sí, por supuesto, esto es una cuerda vieja, pero mira lo que sé hacer con ella, y ahora, y esto te sorprenderá, voy a intentar esto …» El párrafo comienza con alguna aliteración secuencial (tormenta/remitido/cesado), y hace un guiño narrativo al lector con el adverbio humorístico «spraddlelegged»,* dando a entender que la diversión viene ahora. El vomitar de los muchachos es suficiente para llamar la atención de los caballos, pero el punto de vista no cambia ahí. (No sé por qué Myers piensa que sí; se pone en evidencia con su débil intento de reírse de esto.) McCarthy, no los caballos, compara cómicamente el sonido de sus arcadas con las llamadas de algunas especies prehistóricas para subrayar lo mal que se sienten los muchachos. Podría haberse detenido aquí —ha conseguido su objetivo y ahora puede llevar rápidamente al lector hacia lo que venga después—, pero no; «esto te sorprenderá, voy a intentar esto». Empujando la sonrisa aún más arriba, hace aparecer «algo imperfecto y deformado escondido en el corazón del ser». También podría haberse detenido ahí, pero no: quiere comprobar si puede elevarse más, como un trapecista intentando un triple salto mortal después de realizar uno simple y otro doble. Por consiguiente, llega la toma del dinero:** «Algo que sonreía con profunda satisfacción en los ojos de la misma gracia como una gorgona en una charca de otoño». Se compara los ojos con una charca (un tropo común), y ese «algo» que sonríe con profunda sa* He utilizado la traducción que Pilar Giralt hizo para Debate, y que traduce “spraddlelegged” como “con las piernas separadas”, anulando así el efecto cómico a que se refiere Moore y que se hubiera conseguido con “espatarrados”. (N. del T.) ** “Money shots”: esos elementos móviles o estáticos de una película, videoclip, programa televisivo, publicación impresa, etc. que son desproporcionadamente caros de producir y se consideran esenciales para el resultado total del trabajo. También son, en la industria pornográfica, la clase de escenas en la que el actor masculino eyacula de manera visible (y filmable), normalmente en la cara de la actriz. El motivo de este doble significado, aquí, es obvio. (N. del T.)

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tisfacción es identificado finalmente como una gorgona, un monstruo de la mitología griega «imperfecto y deformado». Es de notar la aliteración entre «gracia» y «gorgona», y la asonancia entre «gorgona» y «otoño», ambos troqueos. (Se necesitaba algún adjetivo que modificara «charca»; «[de] otoño» es el complemento adecuado a «gracia», evocando la quietud que se apropia del tranquilo chaparral. Además «charca de otoño» suena efectivamente muy bien.29) Sí, señor Myers, ese «algo que sonreía con profunda satisfacción en los ojos de la misma gracia» es lo mismo que está «escondido en el corazón del ser». Se trata de una metáfora extendida —las «arcadas» convirtiéndose en las «llamadas de alguna burda especie provisional» que se esconden en el interior y así profanan el «corazón del ser», tal y como una «burda especie provisional» como la gorgona profanaría con su presencia una charca de otoño. La «imperfecta» gorgona es el equivalente literario perfecto de una arcada que vacía un estómago resonando en el chaparral. Hay, sin duda, mejores formas de leer este párrafo —no he buscado lo que los especialistas en McCarthy han dicho de él— pero lo que cuenta es que lo interpreto asumiendo que McCarthy sabe lo que hace, en lugar de asumir que sea un fraude porque el pasaje no tenga un sentido inmediato. Aunque ha sido construido cuidadosamente, el pasaje adolece de la claridad de un manual de instrucciones o de la prosa de los escritores convencionales, pero los escritores literarios corren ese riesgo. Lo mejor no es ir a lo seguro sino obligarse a sí mismos e intentar alcanzar e incluso superar lo mejor de sus capacidades. Algunas veces quizá vayan demasiado lejos, como el bailarían que ocasionalmente resbala mientras intenta una combinación difícil, o el cantante que tiene que subir hasta una nota alta, pero la reacción adecuada a tales esfuerzos no es burlarse de ellos sino aplaudir su osadía, su disposición a darlo todo. Después de examinar cuidadosamente varias metáforas de Annie Proulx hasta el ridículo, Myers cita con desprecio al crítico de la revista Time John Skow, quien en realidad adopta la actitud correcta hacia ese tipo de escritura: «Annie Proulx hace girar las palabras como un pistolero de los malos revolotea un Colt, las lanza donde le da la gana, una ráfaga, otra ráfaga, sin considerar la pérdida, latas de cerveza vacías saltan en el polvo, pierde una, se ríe, vuelve a cargar, arroja algunas más. Algo 29  También le sonó bien al autor de la novela china del siglo XIV The Water Margin, que dice de una guerrera: «Sus ojos están tranquilos como las charcas otoñales …» (cap. 63). Se trata de una imagen común en la literatura clásica china.

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así» (19). Cuando acierta, cuando la escritora alcanza sus objetivos, «su público se regocija con sorpresa y deleite», no mira a su alrededor para comprobar si están en alguna Cámara Oculta. Nunca he leído nada de Proulx, pero prefiero esos despliegues de fantasía. La narradora canadiense Alice Munro escribió una vez un blurb [una nota publicitaria] para una novela que leí: «The Man of My Dreams tiene tan poco artificio, la honestidad es tan asombrosa, que sientes que ahí hay un escritor que no intenta cautivarte sino componer alguna plana y cruda verdad sobre el sexo y las emociones». Pero si quiero la «plana y cruda verdad» sobre algún asunto, leeré no ficción; cuando leo ficción, quiero artificio, quiero ser cautivado. «Juega, enróllate, complícate», se le aconseja al narrador de la fabulosa Tierra roja y lluvia torrencial, de Vikram Chandra. «Olvida la deprimente brevedad y acelera. Haz que nos deleitemos con tus florituras» (24). Dadme novelas gordas colmadas de conocimiento y palabras raras, azotadas por prosa púrpura y humor negro; novelas construidas sobre mitos, el Tarot, el Viacrucis, un tablero de ajedrez, un diccionario, un almanaque, el código genético, un partido de golf, una noche en el cine; novelas con diseños desacostumbrados, paginadas hacia atrás, o con frases saliéndose de los márgenes, o impresa en colores diferentes, una novela escrita en albaranes, una novela sin palabras en grabados en madera, una novela en primeros capítulos, una novela con forma de antología, de posts de Internet, o de un catálogo de una subasta; novelas enormes que tratan un único día, novelas delgadas que cubren toda una vida; novelas con notas a pie de página, apéndices, bibliografías, mapas celestes, mapas desplegables, o con un test de comprensión lectora o de Preguntas y Respuestas al final; novelas salpicadas de poemas, listas, tachaduras; novelas cuyos capítulos puedan leerse en secuencias diferentes, o que tengan 150 finales posibles; novelas que sean todo diálogos, todo notas a pie de página, todo aportaciones de colaboradores, o sólo un párrafo largo; novelas que empiezan y terminan en mitad de la frase, novelas en fragmentos, novelas con historias dentro de las historia; torres de babel, jerga callejera, argot, términos técnicos, palabras de amor; dadme novelas con múltiples capas que levanten un gran muro de palabras que ofrezca protección contra los demonios del error y la irracionalidad que andan sueltos por el mundo: Cuando los balineses preparan un cadáver para su enterramiento se leen historias

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los unos a los otros, historias corrientes de su acervo de relatos populares. Las leen sin parar, veinticuatro horas al día, durante dos o tres días seguidos, no porque necesiten distracción sino para defenderse de los demonios. Los demonios poseen las almas durante el período inmediatamente después de la muerte, cuando aquellas son vulnerables, pero las historias los mantienen afuera. Como las cajas chinas o los setos ingleses, las historias contienen relatos dentro de los relatos, de tal forma que cuando se entra en uno se tropieza con otro, pasando de una trama a otra cada vez que se dobla una esquina, hasta que por fin se alcanza el núcleo del espacio narrativo, que se corresponde con el lugar ocupado por el cadáver dentro del patio interior de la casa. Los demonios no pueden penetrar este espacio porque no pueden doblar esquinas. Se golpean las cabezas sin solución de continuidad contra el laberinto narrativo que los lectores han construido, y así la lectura proporciona una especie de fortificación defensiva que envuelve al ritual balinés. Crea un muro de palabras que funciona como las interferencias de los programas de radio. No divierte, ni instruye, ni mejora, ni ayuda mientras pasa el tiempo: las almas se protegen mediante la narrativa y la cacofonía de sonidos.30

Soy reacio a citar a teóricos literarios franceses, porque sostengo que son en gran medida responsables de transformar la crítica literaria en el hazmerreír en que se ha convertido para la mayoría de la gente ajena a la profesión; hace 40 años se pavoneaban delante de coquetas estudiantes de intercambio y comenzaron a seducir a los críticos ingleses y americanos para que hicieran el ridículo.31 No obstante, Roland Barthes hizo una valiosa distinción entre textos «legibles» y «escribibles». Un texto legible (lisible) es una narración convencional con un comienzo, un centro y un final, un texto que puede ser consumido sin demasiado esfuerzo. Un texto escribible (scriptible), sin embargo, es inusual, más original, está abierto a una más amplia variedad de interpretaciones, y requiere algún esfuerzo por parte del lector, su propósito es «hacer del

30  Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios de la cultura francesa. (Agradezco a Karen Elizabeth Gordon que compartiera este pasaje conmigo.) Por cierto, todos los tipos de novelas descritos en el párrafo precedente son casos reales. 31  Después de la teoría, de Terry Eagleton, Theory’s Empire, de Daphne Patai y Will H. Corral, y el ensayo de Brian Boyd rotundamente titulado «Getting It All Wrong» [No entender nada] estudian el daño causado. Véase también Postmodern Pooh [Posmodernos, ¡bah!] (NY: North Point, 2002); sus parodias de los críticos académicos modernetes y sus teorías podridas son divertidas, certeras y terriblemente deprimentes.

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lector no ya un consumidor, sino un productor del texto».32 La gente como Myers o no es consciente de esta diferencia o intenta clavar la estaca cuadrada de un texto escribible en el agujero redondo de uno legible, un error básico que normalmente no comete la gente de otros ámbitos. Un periódico no envía a su crítico de rock para reseñar un concierto sinfónico, ni a su crítico de cine de autor de boina calada para reseñar el último éxito de taquilla facilón del multicines. Como las películas, quizá las novelas deberían incluir un rating impreso —L para legible, E para escribible— de forma que atrajeran al público adecuado. Naturalmente, muchas novelas son mestizas —las novelas «puramente» legibles y escribibles están en los extremos: las románticas de Harlequin versus el Finnegans Wake— pero la mayoría caen en un campo o en el otro. La mayoría de las novelas pertenecen por supuesto al campo de las legibles: cada año se publican miles de ellas en una gran variedad de géneros, dominan las listas de las más vendidas y las listas de espera de las bibliotecas, y es en ellas en lo que la mayoría de las personas piensan cuando usan el término «novela». Las escribibles son una variedad más rara: hace 200 años el crítico alemán Friedrich Slegel las idealizó como «un jeux d’esprit puramente intelectual, pura poesía y fantasía, tan abstraídas de la realidad como un arabesco, que Kant había ensalzado como la forma de arte más elevada porque no copia ningún objeto de la naturaleza sino que es pura forma».33 El propio Barthes definió un texto escribible como un «paraíso de palabras» donde «existen todos los tipos de placer lingüístico». Y pierde la cabeza con Cobra, la deslumbrante novela de Severo Sarduy, la cual es verdaderamente un texto paradisíaco, utópico (sin lugar), una heterología por plenitud: todos los significantes están en él pero ninguno alcanza su finalidad; el autor (el lector) parece decirles: os amo a todos (palabras, giros, frases, adjetivos, rupturas, todos mezclados: los signos y los espejismos de los objetos que representan); una especie de franciscanismo convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver de inmediato: texto jaspeado, coloreado; estamos colmados 32  Barthes, S/Z, 2. Bastante acertado: hace falta que el lector ponga de su parte para extraer este significado de la confusa prosa de Barthes. 33  Así Harry Steinhauer en su introducción a Twelve German Novellas, resumiendo los criterios propuestos en el ensayo de Schlegel sobre Bocaccio (1801). El arabesco —no del tipo que Sylvie Guillem ejecuta a la perfección sino de tipo literario— será analizado en el volumen siguiente.

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por el lenguaje, como niños a quienes nada les sería negado, reprochado o, peor todavía, «permitido». (El placer del texto, 7).

Pero Myers se burla de estas aspiraciones, mostrando la siguiente cita de Mark Leyner para ridiculizarle, aunque ahí se indique exactamente por qué yo y tantos otros apreciamos su trabajo: «Porque quiero que todas las pequeñas superficies brillen y giren, no tengo paciencia con esos poco exigentes dispositivos transicionales de trama, escena, personaje y así sucesivamente que caracterizan una gran cantidad de narrativa tradicional» (133). La consecuencia más preocupante de la crítica tipo MPF es que no debería existir algo como la narrativa escribible, y punto, y que cualquiera que lo intente o está perdiendo su tiempo (ese es el veredicto de Roddy Doyle sobre Finnegans Wake después de leer tres páginas), o se deja enredar en un pretencioso sentido de la teatralidad, o tan sólo está siendo difícil. Los textos legibles son por definición de lectura amigable, mientras que los textos escribibles a menudo pueden ser difíciles, y para muchos lectores y críticos no hay pecado más grande en literatura que la dificultad. ELOGIO DE LA DIFICULTAD «El arte no es difícil porque quiera ser difícil», escribió Donald Barthelme, «sino porque quiere ser arte» (Not-Knowing, 15). La dificultad es el principal cargo con que se acusa a Joyce, Pynchon, Gaddis y otros novelistas ambiciosos. La percepción de la dificultad es lo que hace que muchas personas interrumpan la lectura de Proust o (como Franzen admite) les impida acabar Moby Dick. La dificultad se considera casi siempre un defecto: el producto de un escritor intentando con demasiada obstinación ser intelectual, demasiado ansioso por alardear de un vocabulario extenso o un conocimiento especializado, o confundiendo oscuridad con profundidad, o queriendo ser prepotente con el lector, refregar su superioridad en la cara del desafortunado lector. Dice Franzen que «la dificultad literaria puede operar como una pantalla de humo sobre un autor que no tiene nada interesante, acertado o entretenido que decir». Myers y Peck sustituirían «tener» por «poder». Sin embargo, es sólo en literatura donde se considera que la dificultad es un defecto en lugar de una virtud. Sólo los lectores se resisten a 34


lo que Yeats llamó «lo fascinante de lo difícil». En competiciones de saltos y gimnasia, las clasificaciones dependen del grado de dificultad. Los magos que ejecutan hazañas complicadas reciben más aplausos que los chicos que simplemente sacan un conejo de una chistera, como los malabaristas que mantienen una docena de objetos en el aire en lugar de dos o tres naranjas. Los alpinistas experimentados y los esquiadores prefieren el desafío de una montaña difícil a una fácil; para un buen golfista, un campo «difícil» es más excitante. Si disfrutas haciendo puzles, ¿quieres un simple de 30 piezas, o uno «difícil» de 300? ¿Un crucigrama del TV Guide o uno del New York Times? Añade tus propios ejemplos. Pero cuando se trata de literatura, muchos lectores quieren ser alimentados a cuchara; quieren la pista para novatos en lugar de una desafiante, el minigolf en lugar del campo real. Ninguna buena película retrata a los ratones de biblioteca como mariquitas. Algunos lectores ven a los escritores difíciles como si fueran gente difícil, como dijo Franzen en otro sitio, y a sus libros tan atractivos como un embarazo difícil. El crítico Jack Green trató «El cliché de la dificultad» en un apartado de su libro ¡Despidan a esos desgraciados!, en el que defiende a Gaddis de sus críticos. (Franzen lo apodó «Señor Dificultad» en su artículo del New Yorker, una acusación que persiguió a Gaddis durante toda su carrera.) Green observa que una novela es difícil sólo si es leída como un libro de texto, en el que cada párrafo tiene que ser dominado antes de pasar al siguiente. Otro crítico, Steven Birkerts, admite que eso es exactamente lo que le impidió apreciar a Gaddis durante mucho tiempo: «Parece que estoy programado de tal forma que no puedo avanzar en un libro —quiero decir en una novela— mientras sienta que hay cosas que debería haber comprendido pero que no he comprendido. No puedo pasar a C hasta que no haya cogido completamente A y B».34 Gran consejo si se está leyendo una receta. Pero no vemos películas o escuchamos música de esa manera. ¿Te imaginas ver una película con alguien que para y rebobina cada vez que no está cien por cien seguro de que ha comprendido completamente lo que acaba de suceder y que ha advertido cada detalle de la escena? La primera vez que escuchaste una de las líricamente abstractas canciones de Bob Dylan, ¿pulsaste el botón de pausa después de cada verso para asegurarte de que lo habías «cogido completamente» antes de dejar que la 34  Conjunctions 41 (2003): 387-88.

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canción continuara? («With your mercury mouth in the missionary times …» [«Con tu boca de mercurio en los tiempos de los misioneros …»] ¿Eh? ¿Qué es una boca «de mercurio»? ¿Qué o cuándo son los tiempos de los misioneros? ¿Es un periódico, el Missionary Times? ¿Estoy en un programa de Cámara Oculta?) A los que asistieron al bullicioso estreno de La consagración de la primavera, de Stravinsky, se los clasificó en dos grupos: quienes no entendieron inmediatamente la dificultad de la música y comenzaron a abuchear, y quienes no entendieron inmediatamente la dificultad de la música pero estaban lo bastante intrigados como para seguir escuchando. No se trata de someterse sin sentido crítico a una obra difícil; se trata de confiar en que el/la artista sabe lo que está haciendo, incluso si no se comprende correctamente. Tan sólo hay que seguir leyendo: incluso la novela más difícil tendrá finalmente algún sentido, y si se advierte que se perdieron detalles, siempre podrá hacerse un segundo intento por curiosidad. Como el difunto David Foster Wallace escribió, «hay arte que merece el trabajo extra de superar todos los obstáculos a su apreciación».35 Sospecho que la dificultad con la dificultad es en su mayor parte una cuestión de personalidad: a algunas personas les gustan los retos, a otras no; algunas personas están abiertas a experiencias nuevas y misteriosas, otras tienen miedo de ellas. En 1966, el poeta John Ashbery volvió a Nueva York desde París para experimentar el Exploding Plastic Inevitable, espectáculo multimedia de Andy Warhol; desconcertado por las luces, los bailarines y la música anárquica y estrepitosa de Velvet Undergorund, exclamó, «No entiendo nada en absoluto» y estalló en llanto.36 Otros quedaron cautivados. «Dificultad» es una palabra errónea; una bastante mejor es «complejidad». Escritores como Joyce y Gaddis planearon sus novelas a una escala ambiciosa —catedrales, no autocaravanas— y probablemente sabían que con cada nuevo nivel de complejidad que añadían perderían un montón de lectores. Pero lo hicieron así porque «la obra lo requería», como se dice en la última página de Los reconocimientos de Gaddis, no para impresionar a cándidos o para ser difíciles. Los críticos literarios han sido castigados en los últimos años por aplicar conceptos científicos 35  Hablemos de langostas, 327. Originalmente escribí «Como dice mi escritor favorito vivo», pero lo revisé después de que lamentablemente Dave se ahorcara en septiembre de 2008. Lo que supuso una pérdida devastadora para la literatura moderna. 36  Steven Watson, Factory Made: Warhol and the Sixties (NY: Pantheon, 2003), 277.

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mal entendidos a la literatura —véase Imposturas intelectuales (1999), de Sokal y Bricmont— pero no puedo resistirme a citar al paleontólogo David Grinspoon sobre lo que se denomina «teoría de la complejidad»: «Todos los desarrollos significativos en nuestra historia cósmica pueden verse como saltos hacia nuevos niveles de complejidad».37 Igualmente, todos los desarrollos significativos de la novela pueden verse como saltos hacia nuevos niveles de complejidad. Quienes se lamentan de la complejidad/dificultad de la literatura moderna me recuerdan a padres irritables que no quieren ver que sus hijas pequeñas crecen. Una de 17 años es más compleja, más «difícil» de comprender que una de siete años con coletas, pero se trata de un desarrollo positivo y necesario, no de una pérdida. Papá se desesperará, pero ella no puede esperar para hablar de Camus con los chicos del instituto mientras presume de nuevo bustier. Cuando los Beatles lanzaron Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band en junio de 1967, hubo quienes criticaron su complejidad. En una carta dirigida a la revista oficial de fans de los Beatles, Joanne Tremlett, de Welling, Kent, se quejaba, «No puedo decir lo defraudada que me sentí cuando lo puse. De todas las canciones, solamente ‘When I’m 64’ y la misma ‘Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band’ se salían de la tónica. Todas las demás no hay quien las entienda y los Beatles deberían dejar de ser tan inteligentes y darnos melodías que podamos disfrutar».38 Como aquella chica británica, los MPF les dicen a los autores «Por favor, Compláceme»,* pero ¿se habrían convertido los Beatles en los iconos culturales que son en la actualidad si se hubieran quedado atascados en canciones estimulantes pero simples como ésa? Fue su voluntad de experimentar, de explorar nuevas direcciones, lo que los hizo más populares que Jesucristo, no su lealtad a fans como Joanne Tremlett, de Welling, Kent. Si la mayoría de los fans más antiguos aplaudieron la evolución de los Beatles desde «I Want to Hold Your Hand» hasta «I Am the Walrus», ¿por qué se vilipendia a Joyce por evolucionar desde 37  Lonely Planets: The Natural Philosophy of Alien Life (NY: Ecco, 2003), 270. El despreocupado aunque fundamentado enfoque de Grinspoon a este asunto reactivó mi libro. 38  Citado en el texto de John Harris «The Day the World Turned Day-Glo», Mojo, marzo de 2007, 87. * «Please Please me», canción que da título al primer álbum de los Beatles (1963). (N. del T.)

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Dublineses hasta Finnegans Wake? Que me digan por qué a los autores literarios no se les permite ser tan ambiciosos como a los músicos pop. ¿Quieres saber un secreto? La literatura no es para todo el mundo. La gente lo acepta sobre otros tipos de arte —la música seria no es para todo el mundo, ni tampoco el teatro de sombras balinés— pero cuando se trata de narrativa, existe la asunción democrática de que cualquier persona con una educación básica debería ser capaz de leer y disfrutar cualquier novela. Esto quizá se origine en el instituto, donde a todos se les encarga la tarea de leer novelas clásicas, mientras que las clases de arte o música son optativas, y la ópera o la danza no se dan en absoluto. De ahí que haya quienes sientan que es reprochable escribir una novela que esté más allá del nivel de lectura del instituto. (Y, naturalmente, la idea de que algunas novelas requieren de esfuerzo extra para entenderlas es un anatema, a pesar del hecho de que los lectores seguramente recuerdan de la escuela cuánto más revela una novela con un poco de estudio.) Franzen, criticado por escribir novelas que sobrepasan el nivel de «la persona media que sólo quiere disfrutar de una buena lectura» (queja de una tal Señora M., citada en su «Señor Dificultad»), dice: «La narrativa es el arte humano más fundamental. La narrativa es contar cuentos, y podría decirse que nuestra realidad consiste en cuentos que nos contamos a nosotros mismos. La narrativa es también conservadora y convencional porque la estructura de su mercado es relativamente democrática …» (108), y de ahí que los escritores deban evitar la dificultad o el impulso de elevar este entretenimiento populista y mercantil hacia alguna forma de arte. Peck opina de la misma forma, y con la arrogancia de quien asume que su propia actitud es universal (y mostrando de nuevo su ignorancia sobre la narrativa anterior al siglo XX), reclama: Mi generación ha heredado una tradición que se ha ido haciendo cada vez más esotérica y excluyente, falsamente intelectual y alienada de la masa de lectores, y sólo falsamente consoladora de quienes pertenecen al club. En lugar de siglos de discriminación de las clases sencillas, el siglo veinte inventó una retórica elitista inteligible sólo para los lectores más diligentes y educados; un club que no excluye a nadie per se, pero que te hace trabajar muy duramente para que puedas unirte a él, una etiqueta que cada generación desde el modernismo ha luchado por alcanzar sin éxito, intentando atraer al lector común de vuelta al redil con trocitos delicadamente labrados de carne podrida que intentaban hacer pasar como costillas de primera calidad. (222)

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¿Por qué esta sensiblería podría interesarle a «la masa de lectores», al «lector común»? Ellos tienen más que suficiente para sentirse satisfechos, como indican las listas de más vendidos; la mayor parte de la industria editorial se encarga de satisfacer sus gustos. ¿Por qué esta intolerancia hacia una minoría de lectores con una orientación textual diferente que prefieren un tipo alternativo de ficción, uno que puedan disfrutar de verdad (un concepto que los MPF no pueden comprender, por alguna razón), y que no es «falsamente intelectual» ni «falsamente consolador»? Esa narrativa es retadora e inusual, de acuerdo, pero el hecho de que no sea para todo el mundo no la convierte en elitista, esnobista, pretenciosa, arrogante o equivocada. Simplemente no es para todo el mundo. CUESTIONARIO: ¿ERES LO BASTANTE LECTOR COMO PARA LEER NARRATIVA DIFÍCIL? A principios de la década de 1990 fui editor en Dalkey Archive Press, editorial que se especializó en lo que un librero menospreció denominándolo narrativa «intelectual». La novela más difícil y exigente que publicamos fue probablemente Larva: Babel de una noche de San Juan, de Julián Ríos, una especie de respuesta en español al Finnegans Wake. Recibió críticas excelentes en todo el país, incluyendo una ardiente de Michael Dirda en el Washington Post, pero puesto que el New York Times Book Review la ignoró categóricamente (a pesar de las súplicas de Carlos Fuentes) y una reseña prometida en el Voice Literary Supplement no salió adelante, decidí intentar llegar a su mercado demográfico con un anuncio en el VLS titulado «¿Eres lo bastante lector como para leer Larva?» La fingida apelación al macho estaba destinada a propósito para atraer a aquellos que les gustan los retos literarios, así como a aquellos abiertos a nuevas experiencias artísticas. Puesto que estoy convencido de que quienes calumnian la narrativa innovadora lo hacen más por razones personales y temperamentales que por las estéticas que adoptan en público, aquí hay un test que podría servir para comprobar si se es un lector de textos escribibles:

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1. Eres un Joe o una Jane del montón y te has mudado a una gran ciudad que ofrece un montón de posibilidades culturales. Una noche estás paseando por delante de un local de cine de arte y ensayo y el director está en la puerta regalando algunas entradas para llenar la sala (los ingresos vienen de subvenciones). No teniendo nada mejor que hacer, tomas asiento y pronto reparas en que la película está en un idioma extranjero y no tiene subtítulos. Por lo que: a. Te levantas automáticamente y te vas, pues sabes que no lo entenderás todo. b. Te quedas y sacas lo que puedas: apreciar la fotografía, la banda sonora, la manera en que una actriz coge su bolso, la posibilidad de una escena de sexo, etc. 2. Una vecina te regala una entrada para un espectáculo de danza en agradecimiento a que le cuidaras su gato la semana pasada. Vas y descubres que no se trata de un ballet como Gisele o El lago de los cisnes sino de una velada de danza abstracta. Por lo que: a. Devuelves la entrada porque no «entiendes» la danza moderna. b. Te quedas y disfrutas del espectáculo: la coreografía inusual, los bellos cuerpos enfundados en mallas, la extraña música, etc. 3. Hablando de música rara: vas a un club confiando en que la música que habrá será el rock & roll de siempre, pero en lugar de una banda de melenudos hay un DJ calvo pinchando una especie de mejunje tecnoambiental que no se parece a nada que hayas escuchado antes. Por lo que: a. Te arrancas a lo Ashbery gritando, «No entiendo nada en absoluto», y estallas en llanto. b. Permites que la música te bañe, dejas de buscarte el pulso, quizá incluso le pides a la chica del pelo morado y pantalones ajustados a rayas que baile contigo. 4. Ya has tenido suficiente de la gran ciudad y decides volver a casa. Esperando el autobús, recoges un ejemplar tirado de Larva y, puesto que tienes un largo viaje por delante, empiezas a leerlo. Rápidamente descubres que no se trata de una novela convencional. Por lo que: a. La tiras y miras fijamente por la ventana durante todo el camino de regreso. b.

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No es necesario continuar, ni proporcionar una hoja de respuestas. La apertura a la narrativa innovadora implica apertura a cualquier experiencia nueva, la disposición a probar cosas nuevas, teniendo en cuenta que al principio no se las comprenderá del todo pero siempre dispuestos a dar una oportunidad a las cosas interesantes. Todos conocemos personas que prefieren lo bien probado y testado, que rechazan automáticamente cualquier cosa que no esté en consonancia con sus gustos preestablecidos (o, más a menudo, con los gustos preestablecidos de su grupo social; estas personas no son desde luego ejemplos de individualidad randiana). Son personas que se burlan de cualquier cosa nueva porque es nueva, de cualquier cosa diferente porque es diferente. Por supuesto, es igual de descerebrado apoyar simplemente la novedad por la novedad, ponerse y quitarse modas pasajeras por costumbre. Sólo porque algo sea nuevo y diferente no necesariamente tiene que ser bueno. Pero estar dispuesto a dar a lo nuevo una oportunidad distingue a los fans de los textos escribibles de los de los textos legibles, y a los individualistas de las masas: «El espíritu humano necesita sorpresa, variedad y riesgo para hacerse grande», escribe el novelista Tom Robbins en uno de sus ensayos. «La imaginación se alimenta de novedad. Con una imaginación escuálida, las opciones se reducen; y cuantas menos opciones tengamos, más sombrías serán nuestras posibilidades y más grandes las susceptibilidades que controlar» (Wild Ducks Flying Backward, 72-73). Diablos, incluso los animales se benefician de la novedad, como Temple Grandin nos cuenta: Los animales ven en la novedad tanto una amenaza como también algo atractivo. Para un desarrollo normal, el cerebro necesita novedad y aportaciones sensoriales variadas. La búsqueda de la novedad es un comportamiento innato del cerebro y orienta al animal en la exploración de su entorno para garantizar su seguridad y para descubrir nuevas fuentes de alimento.39

Podría entender la indiferencia; no hay ley que obligue a que nadie interesado en la cultura tenga que apoyar a la vanguardia. La hostilidad por parte de los incultos también puedo entenderla; ellos siempre se sienten amenazados por lo nuevo y diferente. Pero la hostilidad de los 39  Humane Livestock Handing: Innovative Plans for Healthier Animals and Better Quality Meat (North Adams, MA: Storey, 2008), 19.

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cultos es la más desconcertante por varias razones, la mayoría de ellas desagradables. Recordemos la receta de Myers para una narrativa ideal («historias poderosas contadas de manera sencilla»; «nada de payasadas pseudojoyceanas con la puntuación; sólo diálogos creíbles y escuetos»), y ahora leamos la descripción que hace Dubravka Ugrešić de una sociedad a la que se le impone a la fuerza ese ideal literario: Los escritores estalinistas debían de tener mucho cuidado en seguir las reglas del juego: las reglas del realismo socialista. Y esas reglas no eran sólo ideológicas sino también comerciales. La literatura tenía que ser comprensible para la gran masa lectora; no había lugar para el vanguardismo y las travesuras del experimentalismo. … Uno tenía que avanzar a través del barro húmedo de un koljós, y a la petición de un editor escribir una novela que fuera convincente para las enormes masas soviéticas. Uno tenía que dominar el uso de las técnicas narrativas para controlar los impulsos creativos y gustos literarios propios, apretar los dientes y escribir dentro del marco de la normativa impuesta. Sólo un verdadero profesional podía estar de acuerdo con algo así. Los escritores que eran incapaces de adaptarse a las demandas del mercado ideológico acabaron trágicamente: en campos. Hoy en día, los escritores que no saben adaptarse a las demandas comerciales terminan en sus propios guetos de anonimato y pobreza. (44)

Esa última parte no siempre es cierta; muchos escritores experimentales en Estados Unidos parecen ser al menos profesores con trabajo. Pero es la razón de que la hostilidad que muestran los MPF traiga recuerdos del totalitarismo, o, si suena demasiado fuerte, de un profundo conservadurismo. (Probablemente sea sólo una coincidencia que los tres ensayos de los MPF aparecieran durante el segundo mandato de Bush; así y todo, los primeros de Tom Wolfe y pastorales parecidas aparecieron durante el primer mandato de Bush, así que quizá no lo sea.40) Los que protestan ante los museos o los locales de cine, intentan eliminar los libros de las bibliotecas escolares (y, si pudieran, quemarlos) y/o llaman a las cadenas de televisión para protestar por cualquier cosa que se aparte de sus valores provincianos y puritanos rara vez leen narrativa innovadora, 40  Véase el texto de Wolfe «Stalking the Billion-Gooted Beast: A Literary Manifesto for the New Social Novel» [Al acecho de la bestia de los mil millones de pies: Un manifiesto literario por la nueva novella social] (Harper’s, noviembre de 1989), y después véase el ensayo de Mikhail Epstein «Tom Wolfe and Social(ist) Realism» (Common Knowledge, 1:2 [1992]; en Internet), donde se explora el mismo paralelismo con la narrativa estalinista.

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aunque no necesitan hacerlo: esos libros están siendo arrastrados por el suelo por periodistas culturales que probablemente son liberales en la mayoría de cuestiones pero conservadores cuando se trata de literatura. Etiquetar como «fascista» la actitud de los MPF hacia la narrativa inusual sería ir demasiado lejos, pero no se trata de una coincidencia que el tipo de narrativa que ellos condenen sea del mismo que prohíben los gobiernos totalitaristas. Como se burla un personaje de una novela de Arno Schmidt, «¡¿Arte para la gente?!: deja ese eslogan para los nazis y los comunistas» (Los hijos de Nobodaddy, 115). Después tenemos lo que podríamos llamar Síndrome Salieri, en el que un artista considera el talento superior de otro artista como un insulto personal. Como Sylvie Guillem, «la chica mala de la danza», dijo bruscamente con su acento francés, «Las personas celosas son mezquinas. Tu éxito refleja su fracaso». En la película Amadeus (1984), Mozart representa el artista ostentoso y «difícil» —su música contiene «demasiadas notas» y «le pide demasiado al oído Real», que es esencialmente la queja esgrimida contra Gaddis et. al.— y se gana el resentimiento celoso del compositor rival Antonio Salieri. El novelista John Gardner, el Dale Peck de su época, arremetió contra Gaddis, Barth, Gass y otros escritores superiores en On Moral Fiction (1978), pero más tarde admitió que los celos tuvieron mucho que ver: «Yo no había publicado aún. Estaba furioso; sí, enfurecido con aquellos tipos de gran reputación. … Estaba equivocado en casi todo. … Me avergüenzo de mis errores, y tengo un montón».41 «Lo siento si estoy totalmente equivocado» dice Peck en la dedicatoria de Hatchet Jobs, y probablemente dentro de unos años los dedos de sus pies se arquearán de vergüenza por afirmaciones como esta: Moody comienza su libro como un boxeador diciendo estupideces antes del combate, como si intentara que su oponente olvidase que lo único que en realidad importa es lo duro y bien que hay que lanzar los puños después de que suene la campana. Pero en realidad el conflicto entre Moody y el lector es menos una competición pugilística que un concurso de meados, especialmente si se da la circunstancia de que ese lector es un hombre; y si además ese lector es un escritor entonces la experiencia inflama aún más los ánimos. Para mí, el comienzo de un libro de Rick Moody es algo así como que se me acerque alguien y me dé un puñetazo en la cara y se quede esperando a ver si soy lo bastante hombre como para separarlo de sus pelotas. (176) 41  Citado en John Gardner, de Silesky, 278.

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Oh, querido. ¿Qué hacer con una reacción psicótica como esa hacia una obra de arte? Sacudir la cabeza y pasar a algo más corriente aunque igualmente repulsivo. William Gaddis murió el 16 de diciembre de 1998; cinco días más tarde, el reseñista Carlin Romano publicó en el Philadelphia Inquirer un obituario miserable —el sinvergüenza no tuvo las pelotas de convocar a Gaddis mientras todavía estaba vivo (como podría decir Peck)— que demuestra la repugnante arrogancia de esos lectores incapaces de admitir que no son tan inteligentes como creen ser. Dando por sentado que Gaddis salió de casa «para torturar a los lectores por su propio bien» con su «modernismo pseudoeuropeo carente de originalidad», Romano dijo que sus novelas eran informes y desorganizadas y estaban cuajadas de «arcanos desatados». (¿No eres capaz de reconocer la organización de una novela? Supongamos que no la hay. ¿Perplejo por «arcanos», es decir, cosas que desconoces? Digamos que el autor es pretencioso. ¿Encuentras arduo un libro? Supongamos que el autor te está torturando deliberadamente.) Dejando a un lado el absoluto mal gusto al atacar a un escritor mientras su cuerpo aún está caliente, la perversidad del ataque de Romano revela que hay algo más en juego. Él es un tipo brillante y leído y en consecuencia supone que debería ser capaz de comprender cualquier novela; cuando no puede — como ciertamente sugieren sus sarcásticos resúmenes de las novelas de Gaddis— es psicológicamente incapaz de admitir que quizá tenga deficiencias intelectuales, que hay una escritura que le supera, y de ahí que, en cambio, culpe al autor de oscuridad y mezquindad deliberadas. Ya lo he visto antes. Una vez di clases sobre el relato de Nabokov «Las hermanas Vane» a unos posgraduados, y cuando mostré en la pizarra que las letras iniciales de las palabras del párrafo final del relato formaban un acróstico que deletreaba un mensaje, una estudiante estalló de rabia, como si hubiera sido víctima de una trampa. (Yo reaccioné con asombro y placer cuando descubrí el gambito de Nabokov; basta imaginar lo difícil que debió de ser componer ese párrafo, ¡e incluso introduciendo la palabra «acrósticos» dentro de su acróstico! [ver nota final]) En algunas personas, el ego se protege de sí mismo mediante el resentimiento en lugar de con la modestia; se les pone música poco convencional y ellos la rechazan como si fuera ruido, se les muestra al arte no figurativo y afirman que su chico podría hacerlo mejor. Ya conocemos el estereotipo. Pero hay un modo mejor de responder a lo que no se 44


comprende: cuando yo tenía 30 años, habiendo publicado ya algunos artículos cortos sobre Finnegans Wake y habiendo contratado mi primer libro con una editorial académica, me sentía bastante chulo respecto de mis capacidades críticas. Entonces una conocida que estudiaba literatura moderna en la Denver University —Margaret Whitt, quien escribiría un libro sobre Flannery O’Connor— me pidió que leyera un relato que le habían asignado como tarea y al que ella no le encontraba ni pies ni cabeza; se trataba de «Indian Surprising», de Donald Barthelme. Yo no lo había leído pero le prometí una interpretación la próxima vez que nos viéramos. Leí el relato, y quede humillado. No pude encontrarle ni pies ni cabeza. Me gustó, aun cuando no lo entendí, e inmediatamente reconocí en Barthelme un estilo original. No miré alrededor para comprobar si estaba en un programa de Cámara Oculta, no sentí como un engaño que Barthelme no hubiera cumplido algún tipo de contrato que implicara a autor y lector, no sentí haber sido golpeado en la cara por un extraño, ni lo tildé de pésimo escritor porque el significado de su relato no fuera evidente de inmediato para un tipo brillante como yo. Tan sólo estaba humillado. Naturalmente, se producen un montón de cosas mediocres que se autodenominan arte, tanto en literatura como en otros campos, y se necesita desarrollar una sensibilidad estética para distinguir lo bueno de lo malo, las novelas innovadoras de las simples novedades. Recuerdo estar leyendo una vez una novela que evitaba de alguna forma el verbo «to be», pero lo dejé después de 30 páginas porque se trataba de una novela pésima, a pesar de aquella desafiante restricción formal.42 Y se necesita la misma sensibilidad para ser capaz de reconocer cuándo algo es bueno aunque incompatible con los gustos personales, y tales reconocimientos deberían devenir tolerancia en lugar de condena. Tengo cero interés en las polkas, por ejemplo, pero distingo una buena compañía de polka de una mala, y la primera obtendrá mi respeto aun cuando corra hacia la salida para evitar esos escandalosos acordeones. Declarar que la polka (y sus fans) es de calidad inferior simplemente porque personalmente no me importe su música sería una impertinencia increíble. Y es impertinencia e intolerancia, y no una defensa de los estándares (como ellos parecen pensar), lo que oigo cuando los MPF lanzan sus ataques. Estoy 42  No era Between (1968), de Christine Brooke-Rose, cuyas obras están construidas bajo la misma restricción, sino otra novela, que venía con un blurb poco entusiasta del novelista Walter Abish.

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seguro de que aquellos que interrumpieron el estreno de La consagración de la primavera asumían con arrogancia que estaban defendiendo los estándares, lo mismo que aquellas personas que abuchearon a Dylan cuando cambió de instrumentos acústicos a eléctricos en 1965 en Newport. (Seguramente habrían olvidado su consejo en su favorita «The Times They Are A-Changing»: «No critiques / Lo que no comprendes».) Admitir que ciertas novelas son excelentes aunque no del gusto de uno requiere una honestidad y una humildad rara vez vista en los críticos, y una capacidad para distinguir entre objetividad y subjetividad rara vez vista en nadie. LAS EXTRAÑAS Y SORPRENDENTES AVENTURAS DE LA NOVELA La objetividad quizá sea posible cuando se evalúa una ecuación matemática o un experimento químico —o funciona o no funciona—, pero detrás cualquier juicio literario necesariamente se oculta la subjetividad. Los gustos personales, la formación, la experiencia y las expectativas relegarán siempre las pretensiones críticas de consideración o demérito de cualquier escritor, sin importar el peso del argumento. Pero estoy convencido de que las reacciones negativas a la moderna narrativa singular son culpa en parte de la ignorancia de la larga, colorida y decididamente singular historia de la novela. Probablemente, nadie familiarizado con el Euphues de [John] Lyly acuse a un escritor contemporáneo de extravagante y pretencioso; Lyly hace que parezcan tan modestos como una monja. La presunta dificultad de Gaddis es un paseo por el parque comparada con el Vasavadatta de Subandhu. Aquellos que evitan la longitud de algunas de las meganovelas literarias de hoy en día (El arcoíris de gravedad, La broma infinita, 2666) quedarían escarmentados si supieran que las mejores novelas chinas, árabes y francesas de finales de la Edad Media tienen una longitud de miles de páginas. Esta ignorancia encuentra una excusa legítima en la parquedad de los libros sobre la materia. Hay docenas de historias de la pintura, la ópera, la escultura, la danza y otras disciplinas artísticas, pero casi ninguna historia general de la novela, solamente estudios especializados (History of the French Novel, de Saintsbury, Rise of the Novel [en Inglaterra], 46


de Watt, Classic Chinese Novel, de Hsia, etc.).43 Se trata de una laguna que mi libro, obviamente, espera llenar. Quiero pensar que, una vez que sea evidente que la novela en realidad no tuvo nunca, hasta hace poco, norma alguna, sea factible una mejor tolerancia hacia los escritores que se salen de la norma. Tampoco debería tenerla: la novela es «la más anárquica de todas las formas literarias», observó una vez Orwell, y el difunto crítico británico (y temprano defensor de Los reconocimientos) Tony Tanner estuvo de acuerdo: «Casi podría decirse que la novela es, en su origen, una moda transgresiva, en la medida en que parece romper, o mezclar, o adulterar las expectativas puestas en el género en aquel tiempo».44 Y hasta hoy la novela continúa, con actitud desafiante, fuera de la ley; como bromeó el novelista experimental Julio Cortázar, «en realidad, la novela no tiene leyes, como no sea la de impedir que actúe la ley de la gravedad y el libro se caiga de las manos del lector».45 Establecer una continuidad entre los novelistas anárquicos, transgresivos e innovadores del pasado y del presente proporciona una perspectiva más valiosa para los lectores contemporáneos si tan sólo se les previene de hacer observaciones tan estúpidas como esta de Gardner: «Cuando el artista se ha alejado de lo tradicional en la novela tanto como se han alejado estas novelas (Petersburgo, de Bely, y Malone muere, de Beckett), no tiene nada que le guíe mientras escribe excepto sus propias sensaciones» (On Moral Fiction, 170). La tradición es más amplia y extraña que eso, y si los artistas no fueran más allá de lo tradicional de vez en cuando, la literatura nunca habría evolucionado más allá de los cuentos contados alrededor de las hogueras. En el último ensayo que escribió, 43  Las únicas historias exhaustivas en inglés que conozco son la pionera de Dunlop, The History of Fiction (1814), un estudio en tres volúmenes desde los clásicos griegos hasta su propia época; la History of the Novel Previous to the Seventeenth Century (1895) de Warren, que también comienza con los griegos; y la True Story of the Novel (1996) de Doody, que rastrea la influencia de los clásicos griegos y romanos sobre las novelas posteriores. Doddy en particular cubre un vasto territorio, pero pasa tanto por alto que su tesis es irrelevante. Más terreno se cubre incluso en The Novel (2006), una colección de ensayos en dos volúmenes editados por France Moretti (extractados del original italiano de cinco volúmenes), aunque su naturaleza colectiva (de alrededor de cien colaboradores) sustituye una narrativa coherente y un punto de vista estable; además, es caro para el mercado bibliotecario y está deliberadamente producido para investigadores, no para el lector común. 44  «Inside the Whale», 239; Adultery in the Novel, 3. 45  De Conversaciones con Cortázar (1978), de Ernesto González Bermejo, citado por Peavler en Julio Cortázar, 94.

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Susan Sontag avisó del peligro de asumir (como Gardner y los MPF asumen) que «la tradición de la novela» tiene sólo unos pocos siglos: La ficción larga llamada novela, a falta de mejor nombre, tiene todavía que desembarazarse del mandato de normalidad que se extendió en el siglo XIX: contar una historia poblada de personajes cuyas opiniones y destinos concuerdan con los corrientes y, así llamados, de la vida real. Las narrativas que se desvían de esta norma artificial y cuentan otra clase de historias, o que parecen no contar una historia en absoluto, se aprovechan de tradiciones que son más venerables que la del siglo XIX, pero todavía, a día de hoy, parecen innovadoras o ultraliterarias o estrafalarias.46

Lo que sigue es una historia de las varias formas y permutaciones que la novela ha experimentado a través de los siglos, un análisis de la infinita variedad de este género venerable y versátil. Es tanto una historia de la novela como una historia de la novela alternativa. No es un ejercicio de revisionismo multicultural, sino simplemente un intento de relato de la historia completa de la novela, no la versión más abreviada comúnmente conocida. Este volumen trata la novela desde sus comienzos hasta finales del siglo XVI, justo antes de la publicación del Quijote, considerada por algunos como la primera novela. El segundo volumen comenzará con la traviesa obra maestra de Cervantes y de ahí irá siguiendo las huellas de aquellos novelistas que continuaron actualizando el género hasta el presente. Se habrá notado que aún no he ampliado la definición preliminar de novela ofrecida anteriormente, y que he seguido usando varios modificadores (innovadora, no comercial, inusual, vanguardista, experimental, alternativa) casi intercambiables. La razón es que ninguno de estos modificadores es totalmente correcto, y que cada definición de novela con la que me cruzo descalifica varios de los libros de mis crujientes estanterías etiquetados como «novelas» por sus autores o editores. No ayuda que incluso las características más básicas de la novela sean tan difíciles de determinar. Podría decirse que un relato es corto y trata un único suceso, mientras que una novela es (más) larga y trata una serie de sucesos, y continuar diciendo que la novela está escrita en prosa, no en 46  «A Report on the Journey», New York Times Book Review, 20 de febrero de 2005, 16 (reeditado como introducción a la novela de Halldor Laxness Under the Glacier, también 2005).

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versos, y que está compuesta o de sucesos ficticios o de sucesos históricos tratados ficcionalmente. Pero inmediatamente encontramos excepciones, comenzando por la longitud. Pynchon considera La subasta del lote 49 como un relato, mientras que sus editores y la mayoría de lectores la consideran una novela.47 Santal, de Ronald Firbank, se publicó como novela, aunque ocupa unas 20 páginas en The Complete Firbank; ninguna de las tres «novelas» reunidas en Nohow On de Samuel Beckett son mucho más largas. Fake Novel about the Life of Arthur Rimbaud, del poeta Jack Spicer —tres libros de 10 capítulos cada uno— tiene 17 páginas. Yuri Tarnawsky ha escrito lo que denomina «mininovelas», ficciones cortas de entre 10 y 40 páginas que poseen el efecto de novelas de longitud completa. Las 10 novelas de Stephen Leacock recogidas en Nonsense Novels tienen una media de 15 páginas cada una; la extraña pareja que componen Two Novels (1969), del escritor canadiense bpNichol [Barrie Phillip Nichol], son aún más cortas. Gertrude Stein escribió una pieza titulada «A Little Novel» que es ligeramente más larga que una página, y escribió relatos a los que llamó «novelettes». The Grand Passion, de Edward Gorey, se subtitula «Una Novela», y consiste en 15 ilustraciones con leyendas al pie que ocupan dos páginas y media de Amphigorey Also. Por supuesto, la mayoría de estos autores están jugando con el término «novela», pero ¿quién está autorizado para establecer una longitud mínima? ¿Y qué hay de lo de la prosa versus la poesía? Hay cientos de novelas escritas en verso, novelas que alternan entre prosa y poesía, y poemas en prosa con la longitud de un libro. Fielding denominó a su Joseph Andrews un «cómico poema épico en prosa». Only Revolutions, el libro de Mark Z. Danielewski, parece y se lee como un poema de 360 páginas, aunque está clasificado como novela. ¿Y la ficción versus la no ficción? Hay obras de ficción que se hacen pasar por no ficción —la Historia de los reyes de Britania y el Book of Mormon, ambos de Geoffrey of Monmouth, son ejemplos obvios— y se pueden rastrear, siglos atrás, los orígenes de la novela «no ficcional» popularizada por Capote y Mailer en la década de 1960. (La historiado47  Véase su introducción a Un lento aprendizaje (Tusquets, 2011). El número de páginas no ayuda a hacer distinciones: La subasta del lote 49 tiene alrededor de 50.000 palabras [la edición en inglés], y aunque su primer editor fue capaz de desplegarlas en 183 páginas, ocuparían sólo 83 si se maquetaran de la misma forma que La broma infinita de Wallace. El mismo Wallace escribió relatos de la longitud de novellas.

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ra literaria Elaine Showalter dice que la narración del cautiverio indio de Mary Rowlandson en 1682 «es en realidad una novela».) Frederick Exley llamó a sus desgarradoras Fan’s Notes «unas memorias ficcionales»; Jack Kerouac llamó a sus libros beat «novelas de historias verdaderas», aunque a su ficción reunida la denominó «leyenda». Two Sisters, de Gore Vidal, se subtitula «Una autobiografía en forma de novela». Hay obras que han sufrido el equivalente de una operación de cambio de sexo —Volcanoes from Puebla, de Kenneth Gangemi, fue publicada como no ficción en 1979, pero se anunció como ficción al reeditarse una década después— y libros que oscilan entre las dos formas: cuando Peck vendió su libro What We Lost a su editorial, les dijo, «No me importa si se publica como novela o como memorias».48 Los capítulos inaugurales de Mantrapped (2004), de Fay Weldon, alternan entre ficción y memoria, un ejemplo de lo que ella denomina «la nueva novela reality»; después su protagonista femenino intercambia el alma con un hombre, y ficción y biografía comienzan a infiltrarse la una en la otra, proporcionando un interesante ejercicio tanto de intercambio de sexos como de géneros.49 Y ¿qué es Qué es el qué (2006), de Dave Eggers, ficción (como se comercializó) o no ficción (cuál en su mayor parte)? Hotel Theory (2007), de Wayne Koestenbaum, está impresa a dos columnas, una de ficción y otra de no ficción; ¿cómo clasificaría usted ese libro, Señor Crítico? Artemisia, de Alexandra Lapierre, fue primero publicada en Inglaterra como biografía, y después como novela histórica en América en 2001. Ese mismo año David Markson publicó una brillante novela titulada provocativamente This Is Not a Novel; y bien, ¿lo es o no lo es? ¿Qué es el Sartor Resartus de Carlyle, ficción o filosofía? ¿Qué son el Viaje sentimental de Sterne y EIMI de E. E. Cummings, novelas o cuadernos de viaje? ¿Es Winesburg, Ohio una novela o una colección de relatos? ¿Es ¡Desciende, Moisés! una colección de relatos cortos, como la de48  Entrevista con Robert Birnbaum (2003). De vez en cuando se origina un escándalo en el mundo editorial cuando se demuestra que unas memorias son en su mayor parte ficticias; algunas veces dichas obras se presentan como novelas pero publicadas como memorias para atraer una mayor atención (es decir, ventas). 49  La portada de la primera edición británica muestra sólo el título y típicas fotos familiares, haciendo que parezca un libro de memorias; la edición americana que le siguió unos pocos meses después tiene la etiqueta «una novela» impresa en la cubierta y en efecto aparenta ser una novela.

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nominó su primer editor, o una novela, como insistía Faulkner?50 ¿Es a (1968), de Andy Warhol, un libro de transcripciones de grabaciones en cinta, en realidad «una novela», como su subtítulo afirma? Tolstoy no consideraba Guerra y Paz una novela y rogó a su editor que no la llamara así. George Singleton tituló con seguridad su novela de 2005 Novel: A Novel, pero un inseguro A. J. Perry tituló su estrafalario libro de ficción de 2000 Twelve Stories of Russia: A Novel, I Guess [Doce relatos rusos: Una novela, supongo]. Los críticos insensatos han complicado aún más la cuestión al subdividir la novela en categorías específicas: el romance, la anatomía, la confesión, la novela histórica, la novela naturalista, la novela de costumbres, la récit [historia] francesa, la antinovela, la meganovela, y así sucesivamente.51 Y además hay novelas gráficas y novelas hipertextuales, novelas manga y novelas telefónicas (grandes en Japón), «novela de los nuevos medios» (véase la mística TOC, de Steve Tomasula, un DVD editado por FC2), novelas de mensajería instantánea (hágase clic en ttyl, en ttfn y/o en 18r, g8r, todas de Lauren Myracle), diginovelas y otros ejemplos de ficción que han surgido en los últimos años. Elaborar una definición que abarque todas estas obras está más allá de mi objetivo; preferiría que los autores mostraran lo que puede llegar a ser una novela en lugar de imponerles una definición. Henry James definió con genialidad ciertas novelas como «grandes monstruos amplios y holgados», y si el cine nos ha enseñado algo es que los monstruos son de todas las formas y tamaños, muchos de ellos inimaginables hasta que irrumpen en pantalla. Quiero reconsiderar qué entendemos por «novela», y explorar las diferentes formas en que los escritores han mantenido la novedad de la novela durante siglos. En su reseña de Contraluz, de Thomas Pynchon, Luc Sante afirmó que «el tamaño y la extensión del lienzo de Pynchon deriva de su impaciencia

50  Y hablando de Faulkner: ¿Es If I Forget Thee, Jerusalem [Las palmeras salvajes] una novela, o dos novelas troceadas juntas? ¿Es Requiem para una monja una obra de teatro o una novela? 51  La «antinovela» se asocia con los novelistas franceses de la posguerra —Sartre la usó para definir una novela de Nathalie Sarraute— pero el término fue acuñado en realidad por el novelista experimental Charles Sorel en 1633. (Sí, hubo novelistas experimentales en el siglo XVII.)

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con los límites de la forma de la novela»;52 pero la novela nunca ha tenido límites, como demostraré. Para los mejores novelistas, a quienes nunca les preocupó cómo etiquetan los críticos sus ficciones, el cielo ha sido siempre el límite. Finalmente, la mayoría de las novelas antiguas ha sido víctima de una nomenclatura caduca. Hasta hace pocos siglos, «literatura» significaba sólo poesía o drama; la mayoría de culturas ni siquiera tenía una palabra (y mucho menos una retórica crítica) para denominar las ficciones largas en prosa, cuyos autores operaban en una especie de Salvaje Oeste fuera de las leyes de la literatura homologada. En consecuencia, hay antiguos libros en prosa —«romances», «sagas», «cuentos», historias «pastoriles», «leyendas», «hechos», relatos «picarescos» y «fábulas populares»— que son novelas en todo excepto en el nombre. Cuando los críticos argumentan que estas formas tempranas no son realmente novelas, se refieren a novelas modernas y convencionales, un punto de vista provinciano que ignora la enorme diversidad de la ficción en nuestro tiempo y en el pasado. Sólo porque las novelas antiguas y extranjeras no sean exactamente como las de la lista de más vendidas del New York Times, no quiere decir que no sean novelas; los primeros viajeros europeos al Lejano Oriente rechazaron a veces la compleja música de aquella parte del mundo, definiéndola como ruido primitivo, simplemente porque no sonaba como la música de donde venían. Defendiendo a las caprichosas novelas de Firbank de la acusación de «artificialidad», el crítico británico Philip Toynbee sostuvo (en una reseña de 1961 en el Observer) que «no existe la novela ‘natural’; simplemente hay varios métodos, tonos y estilos que se nos presentan en diferentes tonos de familiaridad». La estética de una novela sánscrita del siglo VII quizá no nos sea familiar en Occidente, pero aún así tiene todo el derecho de ser una novela. Quiero enfatizar que no estoy endilgándoles una noción privada y excéntrica a las novelas antiguas, sino que más bien estoy trabajando hacia atrás desde los recientes desarrollos del género. Si puede decirse que Pálido Fuego de Nabokov es una novela —algo que los victorianos 52  «Inside the Time Machine», 8. Naturalmente, Sante se refiere a la novela «tradicional» o «convencional»; empiezo a pensar que el nombre «novela» está incompleto sin adjetivo que lo cualifique, como «convencional», «experimental», «gráfica», «romántica», «Western», «detectivesca», «cyberpunk», o incluso (como David Breskin describe su Supermodel [2006]), «turbonovela autocontextualizante».

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no dirían— podemos otorgar esa definición a otras narrativas inusuales del pasado que mezclan ficción y poesía. De la misma forma, si llamamos novela a Blue Pastoral, la magistral obra episódica y estilística de Gilbert Sorrentino, —y así se la denomina, en el lado correcto de la portada— entonces podemos decirlo también de Sefer Tahkemoni, la magistral obra episódica y estilística de Yehuda Alharizi. Lo importante es que esta ingeniería inversa nos permite advertir que Pálido fuego y Blue Pastoral no se salen drásticamente del género (como los MPF reclamarían) sino que recuperan características abandonadas siglos atrás a favor de narrativas más populares. Y tampoco estoy mostrando demasiada originalidad, y mucho menos excentricidad, en estas identificaciones. Estoy seguro de no ser el primero en llamar novelas a las largas sagas islandesas, y críticos anteriores llamaron novelas a la anónima irlandesa Pursuit of Diarmuid y al Libro de los entretenimientos, escrito por Joseph ben Meir Ibn Zabara en el siglo XII, mucho antes de que yo oyera hablar de ellos. Hace casi un siglo, mi ídolo George Saintsbury definió los libros medievales Lanzarote-Grial como novelas sin preocuparse del anacronismo. Fue el gran erudito de la Cábala Gershom Scholem quien primero llamó al Zohar una novela mística, no yo. Cada tanto iré ensanchando un poco el término para incluir algunos casos fronterizos, pero no mucho más allá de lo que lo hicieron otros historiadores de la novela. Mi especialidad es la narrativa del siglo XX, así que pasaré la mayor parte de este libro recorriendo muchos campos a los que (como algunos académicos podrían decir) no pertenezco, aunque debería apuntar en mi defensa que ya conocía bastante bien el mundo de la literatura antes de asentarme en la narrativa contemporánea. Cuando hacía estudios de posgrado al principio de la década de 1970, quedé prendado de la literatura medieval: aprendí a leer inglés medieval con cierta facilidad —dediqué mi primer libro a mi profesor de inglés medieval, un hombre extravagante llamado Sam Freeman, que murió bajo circunstancias misteriosas durante el verano que estuve estudiando a Chaucer con él— y después aprendí anglosajón con una ex monja —le gustó mi traducción de «La batalla de Maldon» aunque fue medieval sobre mis comentarios— y me tragué cosas como la galesa Mabinogion y la Celtic Miscellany de [Kenneth Hurlstone] Jackson. Después de graduarme, hice una lista de las obras literarias más importantes que no había leído aún —estudié Historia en mis dos primeros años universitarios, de ahí 53


que empezara un poco más tarde— y pasé los siguientes cinco años trabajando a mi manera en Gilgamesh, los clásicos griegos y latinos, la Biblia,53 la traducción completa de Burton de The Arabian Nights (pero sólo la primera mitad de La historia de Genji), Dante, Rabelais, Cervantes, La esterilla de oraciones de carne (1657), de Li Yü, Sade, los grandes novelistas rusos, las novelas sobre gitanos de George Borrow, etc.; todo ello mientras resistía un grave vicio joyceano e intentaba que mi mano escribiera alguna novela.54 Volver a la universidad una década más tarde para doctorarme me permitió rellenar otras lagunas. De este modo, el desafío a que me enfrento no es una falta de familiaridad con la literatura antigua, sino con las lenguas extranjeras. Solamente sé un poco de español y una soupçon [pizca] de francés, por lo que he tenido que confiar en traducciones para todas excepto para un puñado de las novelas analizadas en este libro —un serio inconveniente para alguien que como yo está en esto por el lenguaje. Incluso la mejor traducción es meramente un acto de ventriloquía, una versión que deja al lector preguntándose cómo sonaría el original. Como aquel viejo calavera de Goethe dijo memorablemente, los traductores son como «casamenteros entusiastas que cantan las alabanzas de alguna joven belleza semidesnuda: despiertan en nosotros el deseo irreprimible de ver la realidad con nuestros propios ojos». (He confiado en un traductor para poder citar esta línea, y, sí, soy consciente de la ironía.) Lo primero que se pierde en la traducción es el lenguaje figurativo y los matices de estilo; Flaubert gastaría todo un día buscando le mot juste [la palabra correcta], ¿pero cuántos traductores dedicarían ese tiempo a una palabra? Pero que no se me malentienda, les estoy gradecido, porque sin la profusión de traducciones que han surgido en los últimos 50 años yo no podría haber escrito este libro. Si la traducción no es excepcionalmente fiel, se centrará en las cuestiones formales y temáticas; dadas las variaciones formales de la novela moderna, será posible reconocer espíritus afines 53  No mencionaría esto si no fuera porque sigo sorprendiéndome de las pocas personas, incluso entre los cristianos, que la han leído entera. De hecho, leer la Biblia me condujo a mi primera publicación académica, una pieza corta en la que proponía que uno de los incidentes en el episodio de Buckley y el general ruso en el Finnegans Wake estaba basado en un capítulo del Primer Libro de Samuel: véase «David in Crimea», A Wake Newslitter 13 (diciembre de 1976), 115-16. 54  Una terminada pero no publicada, una segunda abandonada después de unos pocos cientos de páginas, aunque no hay nada como escribir una novela uno mismo para poder apreciar aquellos que lo hacen bien.

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en el pasado, obras en prosa a menudo excluidas incluso de historias globales de la novela. El énfasis a lo largo de todo el libro se sitúa en la innovación y la experimentación, en las renovaciones del castillo de la ficción, en informes del ala de investigación y desarrollo de la comunidad escritora. En este volumen, arrojaré una red bastante amplia en el océano de la historia y arrastraré cualquier cosa que parezca remotamente una novela para demostrar la edad del género y su infinita variedad. (En el siguiente, seré más selectivo, estrechando la red para pescar principalmente novelas innovadoras e inusuales.) Por razones obvias, cubrir 3.500 años de narrativa en 700 páginas solamente permite una visión de conjunto del tema, una introducción general más que un tratamiento exhaustivo. Considérese este libro el diario de un viajero literario, o postales enviadas desde regiones narrativas exóticas que los lectores podrán explorar después por sí mismos. Por último, aunque no quiero menospreciar la novela tradicional — todavía prefiero Grandes esperanzas de Dickens frente a Grandes esperanzas de Kathy Acker, aunque cualquier día sustituiré Sister Carrie de Dreiser por la [del mismo título] de Lauren Fairbanks— hay todo un mundo de novelas diferentes de las que la mayoría de la gente no ha oído nada jamás, y mucho menos leído. Veámoslas.

Nota (del T.) al enigma de la página 44. El original del párrafo referido es el siguiente: «I could isolate, consciously, little. Everything seemed blurred, yellow-clouded, yielding nothing tangible. Her inept acrostics, maudlin evasions, theopathies — every recollection formed ripples of mysterious meaning. Everything seemed yellowly blurred, illusive, lost». De donde se obtiene el siguiente acróstico: «ICICLESBYCYNTHIAMETERFROMMESYBIL». Es decir: «Icicles by Cynthia meter from me Sybil», que en castellano sería algo así como: «Carámbanos de Cynthia, Metros de mí, Sybil» o «Los carámbanos los ha hecho Cynthia, los metros son de mi parte, Sybil». La traducción al español de que dispongo dice: «Pero fue muy poco lo que conseguí con plena conciencia. Todo me parecía empa-

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ñado, amarilleado, nuboso, sin nada tangible a lo que aferrarse. Sus acrósticos ineptos, sus sensibleras evasivas, sus teopatías, cada recuerdo levantaba una marejada de significado misterioso. Todo parecía empañado de amarillo, ilusorio, perdido» (Cuentos completos, Vladimir Nabokov. Alfaguara, 2009. Trad.: María Lozano), 746. Y con ella se pierde totalmente el juego que el autor proponía en su versión original. Una alternativa en castellano que conserve el sentido del párrafo original y el acróstico escondido podría ser la siguiente: «Conseguí adivinar, reflexionando, algo. Morfologías borrosas, amarillentas; nada obvio, sólido, deducible; evidente. Cuestioné y negué tantos ineptos acrósticos, máscaras emotivas, teopatías, recuerdos oscuros sin potencialidad o razón manifiesta. Indagaciones sin inferencias brillantes y luminosas»; aunque he tenido que hacer una pequeña trampa y medio castellanizar el nombre de Cynthia para conseguir esto: «CARAMBANOSDECYNTIAMETROSDEMISYBIL».

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