Carta Al Viejo Para Mis Hijos

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Sรณlo cuando construimos el futuro tenemos derecho a juzgar el pasado... - F. Nietzsche



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Esta carta iniciada en abril pasado y no sellada, salió durante los días de confinamiento por una cuarentena que nos encerró por primera vez a todo el mundo, surgida sin otra aspiración que plasmar en unas líneas algunos acontecimientos que vienen a mi memoria desordenadamente de mi viejo, mi padre, antes que la desmemoria los borre para siempre. Obviamente no están todos los momentos apreciados y no siempre aparecieron en orden de importancia; los escribo como me fueron saliendo. Inicialmente era una carta personal de reconocimiento y cerrada para mi padre y al final, me di cuenta que era una misiva abierta para mis hijos. Es un intento de plasmar algunas añoranzas en blanco y negro para que no se olviden y heredar algunos recuerdos que aún están conmigo, antes que empiece a repetirlos incansablemente como lo hacen los viejos cuando pierden la noción del tiempo. Traigo a la memoria a mi padre, mi querido viejo, ahora que tengo algunas neuronas en desuso por el encierro pandémico y lo hago antes que herede el Alzheimer de mi madre. Todos sabemos lo frágil que son los recuerdos y lo desmemoriada que es la memoria que los olvida. Me siento muy orgulloso de ser su hijo y de mi padre tengo conmigo varias lecciones claras, unas olvidadas y otras difusas… las imborrables vienen en mi sangre con sus genes que son los que también llevan mis hijos.

DE DONDE VENIMOS… ALLÍ NOS LLEVAN Vieja su mama, siempre nos decía cuando le decíamos viejo cariñosamente. Murió muy joven para ser viejo. Podría verlo de anciano, con su carcajada juvenil de siempre. No había mejor piropo que le dijesen que podría ser el mayor de sus hijos. Para él, vieja era nuestra madre a quien le llevaba ocho años. Eso de poner buena cara a la vida cuando no hay de otra y no tirar la toalla en los peores momentos, son lecciones que están conmigo y las tengo bien claras. El viejo, de tez blanca, pelo ondulado, delgado siempre, iba por la vida con pasos ligeros de caminante perenne y una sonrisa que le acompañaba hasta en los momentos solemnes. Sabía llevar las adversidades con su sonrisa ganadora que había aprendido desde joven, para no darle gusto a la desesperanza. Celebraba con discursos cada logro suyo o nuestro como si fuera el mayor acontecimiento, era de fácil palabra y relacionamiento, -5-


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compartía lecciones de vida, del amor, de la vida, de la muerte, de política con propios y extraños. Daba cátedra sin ser profesor, con su sabiduría adquirida en la calle, y tenía a la mano siempre un razonado y buen consejo…lo entendía a uno aún sin hablarle. Le gustaba leer todo, de todo, y cuando llegaba el periódico El Tiempo, se llevaba su tiempo leyendo todas las páginas de la primera a la última. Cursó un par de años de primaria, y hablaba con propiedad de todos los temas como si fuera un experto. Sin hacer mucho, tenía la costumbre de mandar como si fuese el jefe de todos, y en la empresa familiar era el gerente indiscutido (este rasgo suyo lo heredé desde pequeño). En el hogar y donde estuviera daba instrucciones a diestra y siniestra. Así era el viejo. --Debo decir que mi viejo ausente sigue siendo mi referente de vida… con quien aún mantengo diálogos interminables en silencio.

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Le consulté en vida, temas trascendentales nuevos en mi vida y obviamente de viejas cuando me iniciaba en estas lides con el sexo opuesto. Heredé su gusto por la lectura, la política, las ganas de no envejecer y poner las manos atrás cuando hay algún tema no resuelto, o no sé qué hacer con ellas. En esa pose tenía aire circunspecto de un sabe-lo-todo. Me hubiera gustado haber heredado su don de gentes. Lo extraño y lo siento presente en este encierro obligado… pienso que me dicta las líneas con esa risa contagiosa de alguien que hace algo indebido, para que queden como a él le gustaría que fuesen. Me llamo igual que mi padre, quien heredó el nombre del suyo, y como también se llama mi hijo. Seguramente mi bisabuelo debió llamarse igual, como todos nosotros. Espero que mi hijo rompa la tradición por eso de desatar las cadenas de lazos familiares mal enhebrados por las constelaciones. Mi Padre, con P mayúscula, se llama Mauricio Pava Bueno. Vivió a su gusto como los que saben vivir bien con lo que tienen y no tienen, pasó a mejor vida cuando no logro superar un cáncer estomacal, del cual nunca se quejó y herméticamente escondió. Fue el primogénito de nueve hijos sobrevivientes de los catorce partos de la abuela. Un hermano suyo, mayor, murió cuando él era pequeño. El bisabuelo materno, nos decía mi padre, era Ramón Bueno, uno de los dos fundadores de la ciudad de Girardot --establecida a mediados del siglo XIX--. Una placa en el parque principal en medio de las acacias así lo atestigua. Mi madre es Rosalba Olarte Vargas, hija no reconocida por el abuelo desconocido José de los Santos Olarte y de María Hortencia Espinosa. Del abuelo no poseo información alguna y la abuela murió como una santa en nuestra casa. Mi madre orgullosa, dice que es familiar del ilustre músico compositor, Lelio Olarte Pardo, nacido en Puente Nacional, quien compuso la Guabina Santandereana. Esto es de lo poco que no se le olvida, ahora que vive olvidándose de sus recuerdos. Nos lo repite con frecuencia para que no lo olvidemos, porque su primer hijo muerto, también de cáncer en el estómago, Germán, la llevó allí a reclamar sus supuestas regalías las cuales espera recibir, como la pensión del aquel coronel Buendía a quien nunca le llegó. Apenas me doy cuenta que mi madre no tiene los apellidos de sus padres.

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--A esto se reduce el linaje de mis ancestros, los cuales heredo a mis hijos con estas líneas. Mi familia es numerosa de las que ya no se ven en estos tiempos modernos. Soy el segundo de nueve hijos, ocho hombres y una mujer que debió sufrir mucho con tantos varones juntos. El menor, Miguel Ángel, a quien mi padre consideraba su ángel, heredó todos y cada uno de los ademanes del viejo. Mi padre decía que andaba buscando la niña y como no llegaba por eso fuimos tantos. Yamileth, fue la sexta cría, la venerada, llegó y no paró…siguió dándole para encontrar otra. Había que escuchar a nuestro padre cuando ilustraba el nombre de cada uno de sus nueve hijos… siempre tenía una historia y una razón que le daba razón. El viejo, tenía argumentos para lo humano, lo divino y lo incierto. Hubiese podido ser un filósofo del bienestar, que siempre pensaba con el corazón (en búsqueda permanente de una vida feliz para él y sus retoños). Al igual que Hipócrates, decía que no es lo mismo pensar con la

barriga vacía que pensar con la barriga llena. Esto lo comprendí muy bien en la Universidad Nacional, cuando al medio día se acababan las manifestaciones y todos los marxistas nos íbamos a almorzar muertos de hambre… y preferíamos a Nietzsche en cuanto a hedonismo.

Podría decirse que la tendencia en la familia fuese a tener más hombres que mujeres. Los hijos de los hijos de mi padre, que serían sus nietos, son trece varones y ocho mujeres. Ya hay dos bisnietos, uno de cada sexo. Eso de las estadísticas, además del margen de error, la desviación no tan estándar y la probabilidad improbable, en el mundo de los humanos es bien incierto. Por mi lado, --aún no soy abuelo—y no tengo claro por qué lo menciono. El primer hermano de mi padre nació cuando la abuela tenía apenas catorce años, a la postre, el mismo número de hijos que tuvo con el abuelo. Diez sobrevivieron, seis de ellos varones. Los demás murieron cuando las parteras de la época los perdían por inexpertas, o decidían salvaguardar a la madre. En ese entonces las parteras como diosas ignorantes decidían quién vivía sin saberlo. Mi abuela era una morena de talla grande, con corazón del mismo tamaño, siempre con una sonrisa y dentadura perfecta -8-


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que murió bien entrada en años con un cáncer espantoso. No conozco una foto del abuelo, de quien dicen, era blanco. Esto explica por qué unos somos morenos, algunos negritos y otros blancos. Eso me permitía decir que en mi familia había de todos los colores y tamaños para escoger. En mi caso fui rubio al igual que mi hermana Yamileth y mis hermanos me decían “mono” aun ahora que tengo el pelo negro y mi piel es una mezcla de todos los colores ancestrales. Todos los Pava Bueno nacieron en la casona del barrio Alto de la Cruz de la ciudad de Girardot donde un árbol gigante de mamoncillo y otro de mango ondean en el patio. El mayor de los tíos se llamaba Reynaldo, quien según la abuela Diome, como le decíamos, era muy especial, nació demasiado inteligente y vestía siempre entero de blanco. Por alguna razón no explicada, no permitía que le pusieran otra ropa diferente al blanco. Cuando tenía no más de cinco años, veía a sus compañeritos jugar y se ponía las manos en las espaldas como si los estuviera supervisando. El tío Reinaldo murió siendo niño, y dicen que se acostó en la cama de una muerta en un velorio y desde entonces no volvió a despertar. Es claro para mi que de donde venimos, allá nos llevan.

Mi padre con su hijo Germán, celebrando… Nacieron el mismo día y ambos ya se fueron... -9-


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El ademan de caminar con las manos atrás sería heredado por mi padre y por Germán mi hermano, nacidos el mismo día en enero y ambos prematuramente muertos de cáncer estomacal. Estas coincidencias inusuales de la vida no pueden ser hechas sino por alguien supremo que juega con sus semejantes. Habrá que preguntarles qué estarán haciendo allá donde nadie los ve, si es que están… andarán con las manos atrás supervisando a los ángeles dispersos, viendo qué estamos haciendo, entusiasmando a las almas perezosas y orientando a los descarriados parientes que vienen. Mi abuelo Mauricio Pava García, mucho mayor, le llevaba veinte largos años a la abuela Diome y debió perseguirla mucho. No tuvo reparo de preñarla cuando él tenía ochenta. La última mujer, se llama María Victoria quien no conoció a su padre, resultó ser una morena negra, de buen corazón, quien nacería un año bisiesto. Qué vitalidad la del abuelo, quien todavía estaría dando hijos si no hubiese sido por una botella de alcohol que bebió por equivocación. De allí vendría el vigor y la juventud que heredamos. Nada puedo hablar del abuelo por la línea materna a quien no conocimos. En cambio, la abuela Maria Hortencia era un buen ser humano, por dentro y por fuera. Más de una vez le descompuse su pensión mínima para poder ir a estudiar a la universidad o salir con novias. Vivió en la casa y murió plácidamente cuando se acostó y nos dimos cuenta a la mañana siguiente. No hay ninguna persona que hable mal de ella, quien trabajó muchos años como ama de llaves del hotel Tocarema, el más prestigioso del pueblo. Fue un apoyo grande en sus últimos años con su pensión que se estiraba más que el caucho, cuando nos sacó varias veces de apuros al viejo, a su hija, a mí, a todos (como andaba por ahí sin un centavo, más de una vez la desperté a media noche para que me prestara lo de la carrera del taxi, porque tenía certeza que la abuela siempre tenía algunos pesos bien guardados). Fui testigo de la veneración y dedicación de mi viejo para su madre, la abuela Diome. Con orgullo menciono que fui su nieto preferido, y cuando estudiaba en la universidad me llamaba para que la visitara al sur de la ciudad, en Banderas cerca al barrio Kenedy. Era lejos entonces en Bogotá, como lo es ahora. “Mijo le hice arequipe… arroz de leche-… o la ganadora, la friojalada”. Con esas palabras mágicas que mi paladar comprendía muy bien, me presentaba en su apartamento. Muchas veces coincidimos con el - 10 -


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viejo y los vi compartir sus charlas eternas de madre e hijo. Se entendían con solo verse y hasta en silencio por que el amor materno brota sin esfuerzo multiplicándose para con su hijo predilecto. El viejo le sacaba las canas con un cuidado inmenso y luego la abuela me enseñó a sacarle canas, que me pagaba por cada pelo blanco que le sacara, y que incomprensiblemente no se le acababan. Hubo momentos en que me presentaba con varios compañeros para estudiar allí, sin avisar y siempre hubo un plato de comida en la mesa para todos. Ya no hay abuelas como las de antaño, que reproducían la comida ¿será por qué las ollas ahora son más pequeñas? Tenía mi viejo una visión de los que miran más allá de sus pasos. Eso mismo lo sacó de la provincia y por ello se trasladó con la prole a la capital del Tolima, Ibagué, en busca de mejores horizontes. Vendía allí la desaparecida cerveza Andina, la del pueblo, cuando se repartían en camiones destartalados por las veredas populosas del departamento. Cuarenta y cuatro años después volvió la cerveza Andina a todos los departamentos. La vida curiosamente se repite con frecuencia y no solo dos veces. Me gustaría repetir el reparto de la cerveza por esos pueblos con el viejo. --Se autodefinía mi padre como un “ganador” a donde fuese-- y hay que reconocer que perder no estaba en su léxico. Cuando no tenía qué vender y nada que ganar, se refugiaba donde la abuela para no perderse. Mi madre Rosalba Olarte Vargas es ama de hogar… siempre lo fue. Por razones obvias no podía trabajar porque éramos muchos y porque mi padre machista no lo permitía. En sus años juveniles era una mujer hermosa con cintura de avispa y porte de reina. Tuve la oportunidad de verla en una foto donde estamos con Hermes y mis padres, quienes van muy orgullosos y orondos por el camellón del comercio de Girardot. Parecíamos bien vestidos entonces con camisa larga blanca como si estuviéramos de fiesta. El viejo se unió a mi madre y se casaron cuando ya éramos cinco hijos, en la ciudad de Ibagué, donde nacieron otros dos hermanos. Mantener la convivencia sin un vínculo legal nos dejaba en el limbo de ser hijos naturales, como se decía en esa época, a pesar que todos los seres son naturales. Después de cinco hijos y convivencia permanente, es imposible no creer que haya un matrimonio de hecho. Luego la misma Ley corrigió la odiosa discriminación y los hijos naturales ahora son iguales a los legítimos. Cuando se casaron para legitimarnos, algunos ya estábamos creciditos y - 11 -


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Con el Viejo y Hermes el hermano mayor, en Girardot. fuimos testigos naturales en esa boda de nuestros padres que vivian en union libre. Hoy reconozco que el trabajo de hogar es ingrato e injustamente no remunerado. No apreciamos el trabajo de nuestra madre, con tantos varones que debíamos desordenar todo el tiempo. La vieja, con sus recursos, fue muy inteligente, y con olfato de economista racionalista, que aprende en el hogar diariamente, ahorraba donde podía y alargaba los pesos. Nos puso a marchar como en el ejército al ritmo de generala. --Este rasgo suyo de autoritarismo y mandona se mantiene aún en su Alzheimer de ahora--. Nuestra madre, a cada uno de los nueve hijos nos daba una tarea diaria específica y la empleada doméstica obviamente éramos todos nosotros. Hoy día, cuando hay una pandemia y no podemos salir a la calle, se lo agradecemos por saber lavar, cocinar y hacer los deberes de casa tan necesarios en estos tiempos igualitarios. A mi particularmente, me molestaba cocinar - 12 -


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porque consideraba que se demoraban varias horas en hacer sopas y secos. Prefería canjear la cocinada por la lavada de trastos que solo llevaba menos de media hora… y prefería como ahora, leer libros, o bien, no hacer nada. Por fortuna en casa de muchos, siempre hay algo qué hacer y no se requiere de psicólogos que enderecen los malos pensamientos ociosos. Me reconozco pragmático y desde entonces soy un experto en tratar de optimizar tiempos y movimientos, siempre pensando cómo mejorar el proceso para hacer lo menos posible o hacer dos cosas al mismo tiempo, como leer en el celular y vaciar el cuerpo. Hoy día es posible hacer muchas cosas al mismo tiempo y por eso muchos se vuelven locos por falta de tiempo.

INFANTES, FELICES INFANTES Mi padre, tuvo que trabajar todos los días de sus días desde que era niño como muchos infantes en Colombia. Fue vendedor toda la vida como lo somos todos cuando debemos vendernos para lograr el pan diario con el sudor de la frente. En algún momento fue dentista en uno de los muchos oficios donde tuvo que inventarse. Por tener el nombre de su padre, quedó como el mayor de una familia que heredó y tuvo que responder como si fuese el abuelo… se volvió viejo siendo joven. Nos contaba que trabajó en el pueblo de Apulo en unas cementeras y luego en su natal Girardot en una emisora de mi padrino Celestino Cifuentes, quien era el padrino de medio pueblo. En la radio se inició vendiendo cuñas publicitarias y no me extrañaría que hubiese sido locutor inventándose las noticias diarias. Debió ser Bueno, muy bueno, para vender pauta comercial en un pueblo caluroso donde todo giraba alrededor del rio Magdalena, la única piscina pública del embarcadero y donde se moría de tedio por falta de trabajo y de noticias nuevas. Los anuncios de la Radio Girardot se limitaban a mencionar cuando las acacias florecían y la temperatura bajaba de los treinta grados. La imagen le muestra con su prole de “encalambrados” como dice la vieja cada vez que ve a sus hijos en esa foto testimonial queriendo decir realmente “flacuchentos”. Refrescando mi infancia, con apenas cuatro años, tuve una bronquitis amenazante con volverse neumonía. Debió ser el abuelo del virus que - 13 -


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El Viejo con su flacuchenta pavada en la piscina del embarcadero en Girardot... sufrimos hoy día y que nos mandó a encerrarnos en casa, cagados del miedo. Mi vieja sabía cuándo iba a llover por qué mis pulmones parecían que se fuesen a salir, haciendo un ruido estruendoso que despertaba a todos en casa. Por esa razón, y por recomendación médica de ese entonces, me trasladaron de tierra caliente de Girardot a la ciudad de Fusagasugá, considerada de clima frío. Cambiar de clima solucionaba el problema decían los médicos, como si unos grados menos quitaran la enfermedad. El nuevo virus es lo contrario, tiene corona, y solo se muere en el desierto o en soledad. Mis padres me dejaron con mis padrinos Celestino Cifuentes y Rosalba Cruz quiénes tenían una finca cercana a la carretera principal que se llamaba Villa Celeste. En esa época los padrinos eran de verdad y reemplazaban a los padres cuando estaban ausentes. Allí mi abuela Diome, encargada de la cocina, me amarraba los pies con cobijas y me ataba como si fuese un cono de helado, y de esa manera no me moría de frío. Debo reconocer que mis padrinos eran buenos padrinos. El padrinazgo es un rezago feudal donde el amo tenía sirvientes con mano de obra barata. Me criaron como si fuera un hijo y compartía con su hijo Celestino junior, quien tenía la misma edad mía. Con el tiempo supe que de veras querían - 14 -


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adoptarme y eso me enfureció. Tengo impreso en la memoria, cuándo ms padres iban a visitarme a Villa Celeste, lo cual me producía un júbilo inmenso desde que me lo anunciaban. Cuando llegaban, les mostraba con orgullo, unos zapatos corredores que me habían comprado los padrinos. Apenas me los ponía, salía a correr y ciertamente eran corredores. Lo doloroso era cuando tenían que irse. Aun mantengo en mi inconsciente el llanto que no paraba. Según los freudianos, psicoanalistas modernos, este sería mi segundo destete lo cual podría explicar todas mis neurosis, los traumas que no me dejan y los que vienen. Los padrinos no solamente eran padrinos míos, sino que también lo eran de mis tías, mis tíos y de alguna manera también el tutor económico de mi padre. No entendía por qué todos los años académicos debía mostrarles las calificaciones de mi desempeño estudiantil; me resistí a hacerlo cuando ya entré en razón. Mi padre iba a visitarle como si fuera a ver al padrino a rendirle cuentas, solo que éste no era mafioso y era el más rico del pueblo. Pocos son los recuerdos de mi infancia los cuales no se archivan en el cerebro por estrenar. Solo se recuerda luego lo más feo, o lo más doloroso y lo más bello y lo demás se omite convenientemente. Me llevó el viejo al sobandero cuando me caí haciendo monerías en una tarima de bambú improvisada por las fiestas del Rio Combeima en Ibagué. Después de cada llorada y sobada, con una gaseosa pony que me compraba el viejo para que me saliera una sonrisa, reponía las energías perdidas por el dolor inmenso del enderezador de huesos. Tenía el viejo una fórmula secreta para apaciguar el dolor propio y ajeno. Ese rasgo suyo me hubiese gustado heredar de él y lo practico con consciencia ahora de viejo. Llegamos con mis padres en 1966 a la capital del país, a donde nos trasladamos para tener un mejor futuro porque ese presente se nos acabó. De la pequeña ciudad del bambuco pasamos a la capital del país que ya albergaba la décima parte de la población nacional. Éramos cinco girardoteños, dos tolimenses y aún faltaba que nacieran otros dos varones en Bogotá como un aporte significativo a la incipiente sobrepoblación capitalina. Nos empacó a todos en un destartalado camión donde venían las camas, las pocas pertenencias y nosotros los vivientes. Llegamos a Bogotá a media noche, el conductor se pasó del destino, porque ninguno conocíamos a dónde llegaríamos. Esa noche el camión fue nuestro hotel de cinco estrellas, pues las veíamos sin que nos cobraran. Había verde, mucho verde y vacas con - 15 -


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boñiga por todos lados. Parecía que hubiésemos llegado al campo trasero de la urbe de concreto. Las fincas con sus frutales se abrirían luego para nosotros, por debajo de las cercas, cuando entrabamos furtivamente a sonsacarlas.

Con mis padres en Monserrate, Bogotá En la capital veo a mi padre vendiendo enseres y electrodomésticos que se adquirían a plazos con una descarada recarga de usura por intereses. Tenía entonces una agenda donde apuntaba las citas de sus potenciales clientes religiosamente. El patrón capitalista, a propósito, ponía a los vendedores a competir como caballos para ver quién sacaba el primer puesto…y el segundo, y el último. Hay que decir que mi padre estuvo allí de primero, y otras que no lo mostraban por que no lograba vender un sólo peso. Cada vez que estaba cerca de su trabajo pasaba a saludarlo, que era con frecuen- 16 -


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cia, lo primero que miraba era ese tablero de ventas. Para entonces me convertía en su mayor alentador por lograr el presupuesto de ventas que se elevaba todos los meses al igual que los intereses. --Cumplir las metas y terminar lo que se empieza son otras dos lecciones aprendidas desde pequeño. Por esa misma razón, a regañadientes terminé en la UJ esa carrera técnica de contaduría, que no me entraba a mi cerebro pues entendía mejor a filósofos y nadaistas. Cuando cursaba los primeros semestres en la Universidad Nacional, creyó mi padre que podría vender electrodomésticos como él. Por su influencia, me dieron el trabajo de vendedor novato. Además de hijo, ese año fuimos compañeros al trabajar en la misma empresa. Con esos precios a plazos, a los pocos clientes que ingresaban a la tienda, les mandaba a comprar de contado en San Andresito porque les salía mucho más barato. Sin decirle una palabra al viejo, con mi espíritu izquierdista que estaba fermentándose, redacté un memorial de agravios donde aupaba a los vendedores a formar sindicato para lograr mejores condiciones laborales y precios. A los dueños les fue muy fácil deducir de dónde provenía la carta, y sobra decir, que me echaron. Para mi sorpresa, mi padre conservaba la misiva de arenga como un apreciado tesoro en casa. Nunca me reprochó que intentara formar sindicato y al parecer disfrutó que esa iniciativa viniera de uno de sus retoños. Era liberal el viejo y su hijo le salió más liberal… a la izquierda. Cada año que terminaba, me ponía a pasar su agenda a una nueva con todos sus nombres y teléfonos. Repasaba con frecuencia esa lista potencial de clientes que nos daba de comer cuando compraban equipos nuevos. Tenía claro que la información es oro, como hoy lo saben bien las empresas de “big data”. Era su secretario privado y me llevaba usualmente a sus citas nocturnas con clientes que eran al otro lado de la ciudad, momentos en los cuales conversábamos de lo divino, lo humano, lo que nos deparaba el universo y soñábamos despiertos. Mi padre, ya lo dije, era liberal, de los que creían en el partido político del trapo rojo. Santafé era su equipo de fútbol y los azules del equipo de los Millonarios a los que debía vencer, no importaba si los demás le ganaban. En su pensar era radical, no permitía que hubiese un punto de vista distinto al suyo y la razón debía estar con él. Obstinado en tener la razón, la única persona que competía con el viejo en ese rasgo era nuestra madre; había que verlos enfrascados en discusiones bizantinas terminadas - 17 -


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con un empate. Ninguno daba su brazo a torcer. Mi madre, a sabiendas de su fervor político, en alguna discusión de pareja, me mando de niño a decirle al viejo que yo era del partido conservador… y lo que me gané fue una cachetada. Me hubiera gustado que se diese cuenta que los partidos políticos liberal y conservador son la misma mierda y a mí me quedó indeleble la experiencia de conocer su mano en mi cara, la única vez que me tocó para corregirme. En ocasiones tenía que llevar los radios, televisores o lavadoras que debían ser probadas e instaladas en los clientes. Muchas veces solo íbamos a recoger una parte en dinero de la compra a plazos, que era la cuota inicial de muchas cuotas interminables de los pobres clientes. Más de una vez vi como esas cuotas iniciales se descompletaban con el pan y la leche del desayuno para dar de comer a más de una docena de bocas que le esperaban en casa. -A pesar de vivir con el sudor en la frente--, literal, de tanto caminar buscando lo del diario, vivir al debe era normal, y saltar matones era su ejercicio cotidiano que convertía al viejo en campeón en salto de vallas con reales obstáculos. A diferencia suya, en esa época si tuve problemas propios nos los vi y si me cerraban las puertas tampoco. No había tiempo para quejarse, ni dinero para posar con el loquero. Ir para adelante era la única opción de los que vienen subiendo. Como decía el viejo, --“para atrás solo para coger impulso” --. También rememoro esos momentos duros cuando las ventas no se realizaban. En esas coyunturas, la solidaridad familiar en casa se multiplicaba. Todos aportábamos a la escasez y abríamos cuentas por pagar en tiendas cercanas, y en las cada vez más lejanas, cuando nos cerraban el crédito. El tendero y la casera eran dioses salvadores en nuestra cadena de supervivencia. El viejo debía luego pagar al tendero, al amigo, al familiar y al desconocido. Cuando los deudores desesperados por el no pago de las deudas del viejo que eran nuestras, nos visitaban en casa y teníamos que mentir cuando el cobrador venía por lo suyo, teníamos la orden de decir que no estaba en casa. Ya mozo, me opuse a esta práctica y en más de una ocasión tuvo que dar la cara y pude oír sus miles de excusas incumplidas de pago prometido en los días venideros.

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-Es verdad que se aprende a mentir cuando es necesario, cuando es conveniente y cuando se quiere. Al fin y al cabo, se miente, con o sin razón, todos mienten y no solo el viejo. Era entendible que le debiera a casi medio mundo como todo el mundo debe. Difícil alimentar a tantos retoños, sufría con razón de jaquecas que eran crecientes cuando el dinero escaseaba en el hogar. El cafergot o el Valium lo tranquilizaba, lo mandaba a cama como a un zombi, y entonces debíamos desaparecer para que a su cuarto oscuro no entraran los ruidos de tantos hijos. Lo oíamos suspirar cuando el fin de mes no recibiría dinero por comisiones, muchas de ellas ya consumidas y debidas. No es de extrañar que, con tantas presiones por el diario vivir, le hubiese dado al llegar a Bogotá, un derrame cerebral, que casi se va de este mundo cuando todos éramos chicos. En su enfermedad y en su lecho nos enseñó la tenacidad de querer vivir, para no dejar una recua de huérfanos. Como siempre, y hasta en los peores momentos que se sentía crucificado, salía con una respuesta muy suya y se repuso, como se repuso de muchas situaciones difíciles cuando tenía que multiplicar los pesos y los panes. El viejo, vendedor de electrodomésticos, vestía siempre de corbata en sus días laborales, con una chaqueta que tenía un bolsillo pequeño interno para las monedas. Cuando dormía en las mañanas, o durante la siesta, le esquilmaba todas las monedas a sabiendas que era yo quien se las robaba. Ahora que lo pienso, le era muy difícil que nos diera algunos pesos de las onces siendo tantos. La mesada para las onces es muy normal con nuestros hijos, y de ninguna manera en una casa de nueve donde se hacían maromas para lograr lo del almuerzo para una docena de bocas. Una vez cuando pasé a su oficina, ya crecido, estaba de buen humor porque le iba bien en las ventas, me dio un billete de mil pesos (20 dólares de hoy), los primeros pesos sin pedírselos y mi respuesta fue que no los necesitaba. Estaba acostumbrado a no tenerlos. Si algo tenía claro el viejo además de vender ilusiones, es que estudiar era el único camino para salir de ese hueco de limitaciones y de escasez donde éramos felices con lo que no teníamos. Un balón de fútbol para jugar en la calle era suficiente. Con tantos hermanos hacer un partido era cosa diaria. Felicidad total… pero nunca fui bueno para el fútbol porque era liviano, muy flaco y no crecía --alguna vez fui suplente del equipo de los más malos en el colegio--. - 19 -


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Esa frustración me llevó a jugar ajedrez en el primer torneo del cole, donde nadie me ganaba y fui campeón porque todos eran malos. Me di cuenta que es el único juego donde no se necesita destreza muscular, excepto neuronas, y con los días noté que ayuda a estructurar el pensamiento. Aprendí viendo y mis contrincantes iniciales fueron mis viejos. Si, ciertamente, los viejos jugaban ajedrez y no era difícil ganarles. Años después le gané al ocho veces campeón nacional y primer gran maestro colombiano que podía disputar el título del mundo, Alonso Zapata. Ocurrió en un juego en simultaneas, siendo estudiante javeriano, y el único que le ganó en esa ronda. Le dio tanta rabia al maestro, que tiro las fichas del tablero y a mí me pareció un gran patán perdedor. Llegué con el premio a casa con una placa…el viejo la puso en la sala y se la mostraba a todos los que querían verla. Me gustaría saber dónde anda esa placa que atestigua mi hazaña… gracias por ser tronco en el fútbol llegué al ajedrez. Dejé de practicarlo cuando las fichas empezaron a moverse solas en mi cabeza. Hoy mis hijos pugnan por ganarme una partida y espero algún día lo logren. Mi padre nos ingresó a los hombres en un colegio de curas lasallistas que nos quedaba a ocho cuadras que recorríamos con entusiasmo a mañana y tarde; pagaba la matrícula el viejo y como desmemoriado obsecuente, se le olvidaba pagar la pensión todos los meses. Cuando venía al rector a sonrojar a los alumnos impagos, que debían retirarse del colegio, con mi hermano Hermes (estábamos en la misma clase), nos salíamos antes que llegara a la letra P de Pava. Debíamos salir cabizbajos del colegio. Luego nos dimos cuenta que algunos compañeros empezaron a no pagar, no para solidarizarse con nosotros, sino para tener día libre. Nos íbamos orondos a jugar billar y esto se convirtió en una costumbre que celebrábamos todos los meses. Al final del año el viejo debía pagar si quería conocer nuestras notas y ver si habíamos reprobado… y con sorpresa el cura rector le decía a mi padre que yo tenía beca. No logro entender por qué me sacaba todos los meses si estaba becado, o si era un descuento piadoso por volumen. Cómo no traer a mi memoria, mi primera comunión en el barrio San Cristóbal Norte, el barrio a dónde llegamos con toda la familia procedentes de Ibagué en ese camión destartalado. Hacía frio en aquella Bogotá poco poblada y más en esos lares donde solo había casas inacabadas y fincas con frutales. Allí estudiamos en la escuela San Benito de la Salle. Era una - 20 -


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escuela de curas lasallistas donde hicimos la primera comunión con el primo Humberto Diaz. Esa escuelita era el paraíso… estaba rodeado de verde, mucho verde y árboles frutales de las casa-fincas que teníamos que atravesar cuando íbamos a estudiar. Tenía hasta cancha de fútbol. En la escuela San Benito hice el curso cuarto y quinto de primaria. Los curas tenían aspiración de convertirnos en apóstoles de su congregación y no desaprovechaban ocasión alguna para volvernos Hermanos Lasallistas. No me imagino de cura con los religiosos… y menos qué hubiera hecho cuando me volví ateo y no entiendo de ninguna manera el celibato. Hice la primera comunión como si fuese un devoto y puedo ver a mi padre con sus manos atrás. Hay una foto con él que lo atestigua cuando mi pelo era rubio. Él no era muy religioso, pero seguía bien las costumbres a las que nos acostumbramos. No fuimos mucho a misa, excepto para bautizos, matrimonios y funerales. Tendría no más de ocho años cuando la ostia del espíritu santo entró en mi cuerpo y se diluyó desde entonces. En esa época, sin ningún inconveniente y con la protección divina, me embarcaba en un bus desde ese barrio lejano del norte hasta Chapinero, para que le llevara algún papel o, bien, para que le hiciera alguna diligencia a donde sus clientes. A los ocho años era un sobreviviente capitalino sin celular, sin Google Maps, ni Waze, diferente a esta nueva generación que se pierde en la misma cuadra. Perderse no era malo, pues era la única opción de conocer la urbe que se comía vivos a los inmigrantes miedosos y a los no tan vivos venidos de provincia. Ese miedo de perderme no se me ha perdido con los años. La dueña de la casa en el barrio San Cristobal se llamaba Ubaldina de Moreno. No comprendo por qué las mujeres llevan el apellido de los hombres, mala costumbre heredada seguramente de los españoles. Su madre Carmen era una mujer entrada en años, campesina boyacense que se bañaba en la alberca una vez al mes y solo si hacia sol. Todos la veíamos como un gran acontecimiento y le hacíamos ronda risueños cuando desprendía su pelo largo canoso que le llegaba al piso, con las prendas puestas. Como era usual, mi padre se hizo querer de la casera y allí también fuimos queridos por la familia de arrendadores, la cual estaba conformada por una vasta familia de mecánicos y buseteros. Era una casa gigante que atravesaba la cuadra entera y cuando salían los buses y volquetas se volvía una gran cancha de fútbol. ¡Alegría total donde se juntaban los Pava y los Moreno! - 21 -


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Haciendo la primera comunión, con el Viejo ¡Hasta mi hermano Leonel, jugaba con un aparato de acero mecánico que usaba para tenerlo inútilmente inmovilizado y de paso, alargarle la pierna! Allí en esa casa vimos a Hermes, el mayor, caer por los cerros arenosos por tratar de tener un árbol de navidad natural con musgo. Había entonces musgo en esas montañas que se convertirían luego en areneras, sin verde y sin musgo. Ese año lo pasamos sin árbol y con un hermano en el hospital, con el viejo inquieto por no tener dinero para pagar la cuenta. Del primer barrio, nos mudamos a San Fernando, para uno más central y popular, donde la adolescencia de los mayores despuntaba. En sus calles armábamos todo tipo de juegos propios de la época como fútbol, trompo,

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canicas y otros interactivos donde nos veíamos las caras, las sonrisas y las trompadas a veces. Ninguno sufría del túnel carpiano, común ahora, por dedicación obtusa con los videos y computadores. Mi padre nos matriculó con Hermes en un colegio privado para iniciar los estudios de bachillerato. Fue entonces cuando cogí la costumbre de sacar las monedas de su saco. El viejo sabía y me permitía que sacara todas sus monedas. Como era usual, era para el bus y las onces incompletas. Germán, el hermano que joven murió, ingresó a ese colegio. En alguna ocasión, adolescentes, fuimos a jugar billar y Germán nos denunció con nuestros padres al llegar tarde. Les dijo que estábamos jugando con un palo y unas bolitas… no sabía que ese juego de billar iría a estar presente hasta nuestros días, con mis hijos el cual disfruto tanto como mi padre. Ese mismo juego de vagos, lo desarrollamos con interés y pasión entre todos cuando nos mudamos a otro barrio populoso, todavía no peligroso que se llamaba el Siete de agosto hoy día atestado de repuesteros. Llegamos a otra casa grande, pues en las pequeñas no cabíamos por ser muchos. Era vieja, que pintábamos con frecuencia y cada vez que llovía le entraba el agua, tanta que no teníamos que regar las plantas interiores que permanecían húmedas al natural, pues conocíamos de memoria dónde estaban las goteras. Era una tarea obligada sacar agua y secar mil veces los traperos antes de ir a dormir. Si llovía de noche, a regañadientes nos levantábamos a secar y pronto se convertía en el programa familiar calentándonos con la fregadera. --Ya sea que pintáramos, aseáramos o secáramos la casa, el viejo no dejaba de darnos indicaciones como un experto sin haber cogido una brocha, un trapero o un balde... y la vieja era la encargada efectiva de hacer cumplir todas sus órdenes.

VIVIR AL DEBE… SE DEBE VIVIR Deber el arriendo uno o dos meses es normal para algunos seres apurados, ¿pero deber más de 15 meses? Eso no era problema para el viejo, quien se las amañaba para reunir unos pesos y llevárselos a la dueña de la casa incompletos. Lo que no es normal, es que terminara bebiéndose lo del arriendo con la casera, con esos mismos billetes, y con la promesa que le pagaría el resto de meses en los venideros. Esa habilidad de convencimiento y de vol- 23 -


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tear la torta me hubiese gustado tenerla conmigo…por fortuna, la heredó mi hermano Reinaldo. Qué rollo era la cocinada para tantas bocas donde los panes debían dividirse y las ollas sucias se reproducían, sin milagro alguno esperando que fuesen lavadas, tal cual como en la actual pandemia que nos encerró a todos. Las cacerolas entonces tenían que ser grandes para que se pudieran alimentar a tantas almas. A pesar de la precariedad, al igual que mis hermanos, tengo esa época como una etapa muy feliz de mi vida y no deseé nada que no tuviera. También teníamos momentos de disfrute, donde podíamos salirnos del esquema del ahorro inexistente, para gastar en lo que no debíamos. En una ocasión para una Navidad, mi primo Humberto Diaz, quien vivía con nosotros, era saxofonista y tocaba con Fruco y sus Tesos, nos invitó a un local del centro comercial Unicentro, recién abierto. Departimos en una mesa con todos los que podíamos ingresar, incluida Yamileth siendo niña. Bailamos hasta el amanecer y de un momento a otro, creo que el viejo ofendió a la vieja y mi hermano José Domingo que ya estaba hecho un hombre, le enfrentó sin tocarlo, pero mi padre lo consideró una afrenta mayúscula, inaceptable. Nos vimos en aprietos para que el viejo lo perdonara y volviera a hablar con su hijo. --Una vez que tomaba una decisión era muy difícil que se echara atrás. Así era el viejo, y lo pude reconocer rencoroso incluso con sus hermanos cuando le llevaban la contraria o le discutían su autoridad indiscutible. Pensé mal que estaría exento de ese sentimiento… Para las navidades teníamos la costumbre de salir toda la familia, en patota, o sea todos, con un piquete de fiambre e ir a un parque a jugar fútbol. Con nueve vástagos, el viejo, la vieja y alguien que se pegaba teníamos el equipo completo. Qué programa irrepetible, donde las voluntades individuales eran muchas veces encontradas y, el disfrute conjunto que nos unía, uno solo. Ilustro dos situaciones que almaceno en mi memoria con ternura de alguna manera. La primera cuando fuimos al Parque Nacional y mi padre de manera pragmática no nos llamaba por el nombre, sino que nos numeraba, sin importar el orden, debíamos ser nueve. Nos contaba cuando subíamos y al bajar del bus. Al bajarnos en desorden, esa vez contó solo - 24 -


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hasta ocho, faltándole uno sin saber cuál, rápidamente, cogió un taxi, le pidió al conductor que alcanzara el bus en que veníamos. Una vez que lo logró, brincó la registradora sin pagar, y allí en una de las bancas encontró a Reinaldo dormido, el más avispado. Y cómo no recordar esa vez que se nos perdió Germán, dentro del Parque Nacional; allí el viejo nos organizó y dirigió en un plan maestro para encontrarlo, con anillos de seguridad, muy parecido a la estrategia que implementa el bloque de búsqueda hoy día y lo encontramos detrás de un arbusto porque siempre nos dijo que nos quedáramos quietos si estábamos perdidos. Hoy pienso lo contrario del viejo y es que cuando uno se siente hay que seguir adelante… es la única opción de encontrarse.

Parque Nacional, Navidad iluminada en Bogotá

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--Todo un rollo, éramos muchos, pero no podía faltar ninguno, como no puede faltar alguien cuando se le quiere. Es agradable disfrutar de todo sin tener nada. Esa es la riqueza del pobre que es dueño del mundo sin poseer nada, y el solo paseo caminando las calles e ir a ver las luces era el imperdible programa de navidad valorado por todos nosotros como el mayor del mundo. La segunda ocasión, fue cuando fuimos al parque El Salitre y de regreso por entre las calles de los barrios, nos dimos cuenta que un pavo había caído de una de las casas. Nosotros los Pava, nos dimos cuenta de la oportunidad de tener una gran cena de año nuevo con pavo a bordo. El tío David, hermano menor de mi padre, fue quien lo cogió y de un momento a otro impusimos nuevo record familiar en una carrera sin relevo de doscientos metros. El pavo no terminó el año, luego pasó a mejor vida adobado en la cena de san silvestre en la mesa familiar. No está claro si nos robamos el pavo o si nos lo encontramos. Cuando lo estábamos degustando, a nadie le importaba la diferencia y el pavo no se dio cuenta. Los hermanos mayores adolescentes, universitarios algunos, compartíamos con el viejo jugando billar en el local de Adán que quedaba a la vuelta de la casa. También nos invitaba a tomar cerveza pues hay que decirlo, al viejo le gustaba tomarse sus polas, y había que oírlo decir “se le monto la vaca al toro” cuando superaba la adversidad en el conteo de las carambolas. Pagaría todo por ver de nuevo su sonrisa generosa cuando ganaba, pues como Pava Bueno, no le gustaba perder. --Siempre fue competitivo, incluso cuando no había nada que ganar. Ese rasgo suyo está conmigo y tarde nos damos cuenta en la vida que solo se compite contra uno mismo, y de ninguna manera vale la pena, excepto ser mejores humanos. Hubo una época en la cual mi padre tomaba cerveza casi a diario. Era su forma de sobrevivir con la presión de tener una prole tan grande y evadir la realidad que lo embargaba. Entendible. Cuando llegaba borracho a media noche, se presentaba con par de pollos asados para eliminar el enojo de mi madre, nos hacía levantar a todos, y los pollos desaparecían a media noche antes que se levantara el último dormido. También disfrutamos su ser omnipresente cuando jugábamos tejo. El viejo, sin preguntarle a nadie se convertía en el líder del equipo y era el careador, es decir, el primero que lanzaba el óvalo para lograr reventar una - 26 -


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mecha antes que el oponente. Ganar o ganar era su premisa y liderar su costumbre natural. Estaría hoy muy enojado con ese técnico mediocre de fútbol de la selección nacional, quien indicó socarronamente que perder es ganar un poco, cuando perdía su equipo. Con él aprendimos a sacarle el gusto a ese oficio considerado apto para mayores y que luego, el gobierno en su sapiencia supina, declaró al tejo de los boyacenses como deporte nacional de Colombia y quiso llevarlo a los juegos olímpicos. La verdad nunca me sentí que hacíamos ejercicio, porque al lado de las mechas estaba una petaca de cerveza y todos salíamos borrachos. Tengo en la cabeza ese día cuando mi viejo se presentó en la casa con la sorpresa que se había comprado una cara colección de libros rojos empastados. Puedo imaginar el esfuerzo de pagarlos. De esa manera pude leer la Divina Comedia de Dante, Madame Bovary de Flaubert, Decamerón de Bocaccio entre otros. No podía faltar en casa la enciclopedia Larousse, con empaste verde de lujo en tres volúmenes que nos sacaba de apuro en las tareas escolares. En otra ocasión, no puedo describir la emoción que tuve cuando me mandó una vendedora de libros para que escogiera los textos de economía, que en esa época nadie leía. Estos libros los atesora la vieja en su biblioteca para sus nietos… que no sabrán qué son los libros impresos. --Hay quienes dicen que por la biblioteca se conocerán a los hijos… ¡pobres los descendientes de nuestros hijos! Crecido, flaco, desgarbado, doblemente estudiante universitario, con pelo largo, semi-bilingüe y con muchas aspiraciones comprimidas, me sorprendió el viejo cuando llegó con un escritorio de lujo y de madera, tan grande que no cabía por la puerta. Hubo que desbaratarlo y entrarlo a pedazos para terminar ubicado en la sala, como si fuera un adorno. Teníamos en casa la costumbre que todo era de todos, como nos decía el viejo y hasta su ropa usábamos. Compartíamos además del vestuario, los libros, las novias y la cama. Pero ese escritorio era mío y mis hermanos tenían que pedirme permiso si querían utilizarlo. Me lo regaló para un cumpleaños, en mis primeros veinte. Era su mensaje subliminal que quería que estudiara. En ese escritorio pasé varios días y noches…terminé la tesis de economía sobre el “Déficit estructural y permanente del Estado Colombiano”. Esa vaina del déficit no ha cambiado por que es estructural. Lo que si cambió fue el - 27 -


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destino final del escritorio, que debieron dejar cuando se mudó la familia de esa casona del siete de agosto al primer apartamento propio, en el norte, donde no cabía ni en el cuarto más grande y todos tuvieron que dormir apiñados. Ya había emigrado a Barranquilla dejando un espacio necesario para los que quedaban en casa. Ojalá ese inmenso escritorio haya alentado a otros a estudiar.

Universitario feliz… estudiante de tiempo completo

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Tengo la convicción que el viejo se deleitaba viendo a sus hijos estudiar. Luego lo comprobé en su única carta, donde plasma claramente su objetivo de vida de vernos profesionales. Para complementar mi formación, el viejo trabajaba en chapinero, en la calle 60 con caracas vendiendo sus electrodomésticos, supo que el Instituto de idiomas a unas pocas cuadras suyas, abrió un día unos cupos para estudiar inglés. Era imposible ingresar allí por la demanda inmensa y los pocos cupos, cuando el inglés aun no era moda obligada. Fue el viejo quien hizo la interminable fila quedando de primero y me matriculó en un curso diario de una hora, que apenas duraba ocho semestres. Esa matricula me dio la oportunidad de visitarlo en el almacén de electrodomésticos cuando iba de ida o de vuelta. Fui doblemente graduado universitario gracias al viejo, y si hablo inglés, es por su iniciativa. Era un estudiante pleno que andaba justo con el dinero de los buses y muchas veces, caminar era el camino. Privilegiado, como pocos, podía cruzar de la Universidad Nacional al Electrónico de Idiomas y luego a la Javeriana, todo gracias al viejo. Fortuna plena y un privilegio de pocos es ser estudiante. Qué sabio era el viejo cuando planteaba que el estudio debía ser gratuito para todos incluida la universidad y abogaba por la paz como premisa. El viejo me decía que sería fácil, con solo trasladar lo destinado a los militares para estimular la educación, la ciencia y la tecnología. Razón le sobraba al viejo, a quien le gustaba pensar por otros que no piensan.

SUEÑO CUMPLIDO Cuando nos decía: “solo podré darles educación hasta el bachillerato”, debió ser de por sí solo, un objetivo inmenso en un país pobre donde estudiar era y aún es un lujo. Mucho más cuando éramos tantos, lo cual celebraba cada vez como una gesta cuando alguno lograba semejante reto hoy inocuo. De ahí en adelante, cada uno tendría que vérselas con el mundo incierto. Todos terminamos bachillerato, excepto Reinaldo, quien prefirió casarse e independizarse antes que todos. Desde su perspectiva y objetivos, cumplió en grado de excelencia como se dice ahora en las notas de los colegios. Hay que reconocer que el viejo cumplió su palabra de sacarnos bachilleres. La primera ceremonia de graduación de simples bachilleres e histórica - 29 -


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para mi padre, ocurrió en 1.974. En esa época de prosopopeya donde ser bachiller era un logro significativo, la tía Victoria, la negra y hermana menor de mi padre iba conmigo y mi madre acompañó a Hermes como si fuéramos a un casamiento. Fue toda una gesta cuando se graduaron de bachiller al tiempo los dos hijos suyos mayores. Se hacía entonces en los colegios un mosaico y hubo una discusión entre los graduandos que consideraban eso prosaico y un gasto innecesario, lo cual se zanjó con el voto unánime de todos los padres, siendo el viejo el primer aportante. El tiempo nos dio la razón que el mosaico es una foto sin valor alguno para los bachilleres excepto para los padres.

Foto del mosaico de bachiller. Sueño cumplido del Viejo - 30 -


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A TR ABAJAR EN SERIO... En el local de la casona del siete de agosto se iniciaron varios negocios desde la tradicional tienda de barrio que nos comimos varias veces, hasta un almacén de muebles. Todos emprendidos por la iniciativa del viejo. Sus hijos eran la mano de obra no remunerada, obviamente, no contemplada en los costos. En sus planes de negocios que hacía en una hora de insomnio, nos volvíamos ricos vendiendo todo en un solo día. Era experto el viejo en volverse millonario en las noches cuando hacia sus cuentas y soñaba despierto. Lo cierto es que el dinero que ingresaba se iba para comprar el pan diario y el déficit de caja era normal todos los días. De esa manera nos puso a vender bombillas Philips por los barrios aledaños y cada uno cargaba una caja cuidadosamente, como si fueran huevos, esperando no romper alguno pues perdíamos la utilidad de todo el mes. Caminando con la caja al hombro, no había lugar que se nos escapara para ofrecer las bombillas, con la esperanza que compraran la caja para aliviarnos de nuestra carga de nazarenos. Los bombillos de esa época brillaban y duraban más que los de ahora que vienen con las horas contadas. Duramos más de un año en lograr vender el primer inventario que no se renovó por falta de demanda. Otras veces vendíamos cédulas de capitalización, con la esperanza de capitalizar nuestro futuro… Y vino la época de los tamales para ayudar a la economía doméstica. Los ingresos del viejo no eran nada fiables. Se apareció la idea de hacer tamales para aliviar los gastos inacabables del hogar. Y a trabajar se dijo. Cogimos el oficio en serio con tantos brazos desocupados que se volvió una empresa familiar de pan comer. Sin plan de negocio, como lo hacen ahora las empresas, el viejo compró a plazos una estufa reforzada de doble fogón que se consumía un tanque de gas el fin de semana. La estufa debía aguantar unas ollas gigantes que solo podían alzarse entre dos varones mayores, atravesadas con la tranca al hombro. Vaya bullicio que se armó en el hogar…fuimos otra vez, como siempre, mano de obra no remunerada, que no se contaba en las cuentas mal hechas, esta vez de la vieja. Sin embargo, como si tuviese claro el concepto de división social del trabajo en una fábrica, todos teníamos tareas definidas, asignadas y mejoradas por la repetición semanal, aumentando la productividad, cuidando los costes

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y la utilidad marginal. Como era un mimado de la vida de estudiante de tiempo completo y no estaba acostumbrado a tareas manuales, se me hacían ampollas en el dedo meñique derecho por la fuerza que hacía al amarrar el tamal envuelto en hoja de plátano. Cada semana se hacían cientos de tamales para vender el sábado, y la producción se iniciaba el jueves cuando había que ir a la plaza de mercado a hacer las compras para que todo saliera más barato. Era una faena de trabajo ardua de tres días enteros, con un ejército de mano de obra sin paga haciendo tamales tolimenses baratos por un mal costeo.

Mauricio Pava Bueno y Rosalba Olarte Vargas Nuestros padres El viejo, cada vez que estaba presente, como supervisor bueno, se ponía las manos atrás, como si fuera el más experto, daba instrucciones de cómo - 32 -


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limpiar las hojas, cortar el cerdo y criticaba cuando algún tamal tenía más masa que otro, o se salía de la receta estándar cuando los probaba. Supervisaba todo el tiempo y era bueno, como su apellido materno. Sin que lo hubiesen nombrado, se apoderó del inexistente puesto de director del control de la calidad. Todos aportábamos a la economía familiar y los ingresos nuevos permitían pasar los días y los meses con un ingreso cierto. Hacer tamales es una tarea manual laboriosa y cansona que solo la necesidad de ingresos lo soporta. La pena inmensa de joven universitario, venía cuando con un canasto gigante subíamos a un bus atestado de gente como hoy van los Transmilenio a la plaza de Paloquemao. El bus pasaba por la Universidad Nacional, donde estudiaba economía y pronto mis compañeros se enteraron que hacíamos tamales. Los viernes y sábados era un desfile de invitados que se acompañaba con el tamal abierto, cervezas, chachareadas y así los ratos incómodos se hacían llevaderos. No hubo compañero, amigo o novia que se apareciera y no se convirtiera en mano de obra no calificada, adicionada a la no remunerada. Era todo un plan comunal. Muchos aprendían el oficio, a poner zanahoria, pollo, o limpiar las hojas de plátano que debía limpiarse una a una en una labor interminable. Con esos tamales semanales, hay que reconocerlo, la economía del hogar que era deficitaria, nos daba para vivir con lo necesario. El viejo trabajaba más tranquilo y su ulcera que se exacerbaba los fines de mes, empezó a empeorar sin saber entonces, que era un cáncer estomacal que se había instalado en sus tripas y le saldría luego. En esa época, para aliviar tanto trabajo manual dispendioso, pensaba en mis adentros cómo podrían hacerse los tamales en una producción en serie, en una planta mecanizada sin tener que envolverlos. Soñar no cuesta nada y menos cuando no se tiene. Ahora veo tamales en lata en los supermercados y sonrío con nostalgia al notar que alguien se me adelantó en el invento y debo reconocer que el encanto de la hoja de parra no se siente y prefiero siempre los tamales que vienen envueltos con hojas de plátano. Debo dejar sentado en esta carta al viejo y para mis hijos, cuando ya laboraba como profesional, le pedí a la vieja que terminara su negocio de tamales, con la promesa cumplida de reintegrarle la utilidad total, una vez que empezó a quejarse que se le torcían los dedos por la artritis y le empezaban sus reumas. Si le preguntará a mi vieja cómo se hacen los tamales,

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seguro los haría idealmente sin hoja de plátano, sin arroz, tocino arveja, papa, zanahoria y pollo porque en su nueva memoria todo lo ha olvidado.

PROFESIONAL Y BIENVENIDO AL MUNDO REAL Había iniciado mi carrera profesional en una firma de auditoria reconocida mundialmente como una de las “big eight” que pagaba salario de hambre (el argumento de la firma es que debíamos vivir con su renombre). Para entonces, ya era economista graduado de la Universidad Nacional, con más de media carrera de contaduría pública cursada en la privada Universidad Javeriana. Renuncié a la firma de auditoría porque tenía necesidades de adulto y los 2,3 salarios mínimos no satisfacían mis aspiraciones inmediatas ni mis sueños. Desde que empecé a trabajar, una parte significativa de mi salario iba para apoyar la economía familiar heredando tempranamente las obligaciones del viejo, como él lo hizo cuando era joven. Apliqué a una posición que salió en un aviso clasificado del periódico nacional, como auditor de sistemas. Imagínense a un economista y medio contador, haciendo las veces de auditor de sistemas. Eso no cuadra y menos cuando llegaron unos computadores aún desconocidos para todo el mundo. No había profesionales en el país que ocupará ese nuevo puesto y mucho menos calificados. Los bits y bytes se incorporaron en las empresas que tenían temor que les robasen no solo físicamente sus activos sino con datos. Compré un par de libros sobre el tema y me los leí de la primera a última página incluyendo las caratulas como si fueran novelas. No entendía nada, absolutamente nada de lo que decían. Cuando tuve la entrevista en Barranquilla, por allá en 1983, recuerdo que recitaba textos completos cuando me preguntaban sobre alguna palabra técnica. Mi memoria aún funciona de manera binaria, cero o uno y no puedo tener varias ventanas abiertas como las mujeres. Me di cuenta que quien me entrevistaba no tenía menor idea tampoco, pero si vi las hojas de vida de quinientos doce postulantes… y mi confianza se fue al piso de inmediato. Para mi sorpresa y sin expectativa alguna, me dieron el puesto. Qué susto tan verraco y dolor de estómago me dio al saber la buena nueva no tan buena y si muy incierta. No me imaginé cómo sería vivir en esa posición novedosa y en ese mundo de computadoras que desconocía por completo. - 34 -


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Esa osadía de decir que puedo hacer cualquier cosa me viene del viejo. --Allí Marx y Keynes de nada me irían a servir y la cháchara izquierdista mucho menos--. Debí trasladarme a la caliente y húmeda Barranquilla. Cuando llegué a laborar a curramba la bella, para iniciar el trabajo en la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo, ese domingo de febrero 19 de 1.984, mi padre se emborrachó por que no aguantaba el destete de su hijo que salía a buscar nuevos horizontes y lloraba yo, como si fuese un bebé que iba a un destierro. Mi madre me dejó en el aeropuerto haciéndome sentir un huérfano grande. A la semana siguiente vino el carnaval de Barranquilla y como buen cachaco que tuvo nostalgia de sus padres, con un cordón umbilical que no había resuelto, me perdí la rumba costeña del carnaval por venir a ver a los míos. Llegué a una casa costeña de un matrimonio samario con una hija y dos universitarios. Leía todo el tiempo hasta la madrugada y la señora muy preocupada llamó a mis padres a decirles que me estaba volviendo loco. No habían visto a una persona que leyera tanto y sin querer, así me inicié en las huestes costeñas cuando iba a fiestas y las mujeres decían: “saquen a bailar al cachaco” anunciado con claras intenciones de unirme a su estirpe. Aprendí a bailar en una baldosa como lo hacen los que saben, y salí corriendo de allí tan pronto pude levantar vuelo en solitario antes que me casaran. Creía que estaría en el Cerrejón máximo un semestre, mientras lograba ubicarme de nuevo en la capital en un mejor puesto. Contra todos los pronósticos, me convertí en un profesional promisorio y solo regresaría el siguiente siglo a la capital cuando fui transferido a otra filial Exxon. Para entonces, me di cuenta que era bueno para todo y malo para nada… con el tiempo entendí que era una perfecta definición del mediocre. En la primera evaluación de desempeño profesional en el Cerrejón, fui calificado por primera vez por un americano que no hablaba español con la expresión: “above normal”. Salí triste de la evaluación, porque me sonaba que “above”, era estar por debajo de lo normal. Todos los años que siguieron fui evaluado en un ranking donde solo podían quedarse los mejores y varias veces estuve en el primer quintil, “above” de los demás. En el Cerrejón me pusieron profesor con clases privadas de inglés y por ello sobreviví con los americanos casi tres décadas y hasta dueño capitalista de - 35 -


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una parte alícuota de Exxon fui cuando por mi desempeño me reconocían con acciones. Pasé el periodo de prueba legal de dos meses con un miedo indefinido de ser despedido. Entendí perfectamente el dicho: “el tuerto es rey en un mundo de ciegos”. Cada día era un nuevo día que podían pillarme en mi ignorancia. Si me botaban, ya podría decir que tenía experiencia como auditor de sistemas. La mina del Cerrejón era una cuenta conjunta de Exxon con el Estado, operada por los gringos. De esa manera, sin querer queriendo, llegué a desempeñarme como auditor de sistemas y financiero, y otras posiciones desconocidas en la empresa multinacional y capitalista más grande del mundo. Viajar y conocer países fue el denominador de ese tiempo. El pragmatismo se imponía y el salario devengado anestesió mis ideales sociales. El economista y medio contador, se especializó en encontrar yerros administrativos, desviaciones de control, despilfarros, robos y todo tipo de trampas empresariales. En ese entonces me enviaban de viaje a varias filiales del mundo buscando males ajenos, en lo cual era muy bueno en encontrarlos. Tenía una cualidad innata y malicia indígena, tal vez heredada de mis ancestros de encontrar lo imperfecto en lo que parece perfecto. --Tal como el apellido de mi padre, me consideraba bueno como supervisor y luego fui gerente en la empresa más grande del mundo. Sentía que estaba cumpliéndole los sueños de mi padre. Cuando el trabajo me llevaba a Bogotá, podía ver a mi familia. No me quedaba en casa porque iba a hoteles de cinco estrellas, pero no tenía corbata. Cada vez que se presentaba este evento, era para mí un placer enorme volver a ver a la pavada. Los alertaba a todos. Mi hermano Leonel, alistaba y alisaba el mejor traje entero, con la mejor corbata. Era todo un acontecimiento ir a Bogotá, en el que movilizaba a todos con zipote acontecimiento. El más emocionado era el viejo que siempre me esperaba en el aeropuerto. Mi padre, con su sonrisa buena, se presentaba temprano al hotel Hilton con el sastre de Leonel y un par de corbatas que hicieran juego con mi personalidad, que de lejos era la misma del viejo en sus sueños. Liberal de pensamiento, experto en todo y en nada; conservador en el vestir y en el comportamiento. Era entonces, una oportunidad única, de invitar a mi progenitor a desayunar en un hotel que él sólo conocía por fuera. Compartir la primera - 36 -


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comida del día allí con ese viejo me llenaba de regocijo, con solo ver su orgullo evidente que había hecho bien su tarea de padre. Puedo imaginar con detalle lo que le contaba a sus amigos y familia. Su corazón grande, se crecía cuando le servían los huevos pericos aguados (con tomate y cebolla como a mí y a él le gustaban), que son los mismos que se hacen en casa, pero que los llevan varios empleados, con frutas, chocolate, diversos panes y manteles. --Creo que se le llenaba el vientre con solo verme. En otra ocasión, lo invité al mejor restaurante de Bogotá en su época, denominado Pajares Salinas. Le dije que ordenara lo que quisiera. Al ver los precios hizo sus cuentas. Cuando se pagó me dijo: “podría alcanzar para varios días del mercado en casa”. No escatimaba un solo peso en darle gusto a quien me formó para la vida, para el trabajo, para el amor y para la muerte. A mí la cuenta me salía a precio de huevo, pues al fin al cabo mi consumo lo cubría la empresa. --Todo lo valía por ver la satisfacción del viejo… y yo también me crecía con solo verlo.

NUEVAS HISTORIAS VIEJAS Comprensible era que no prometiera educación universitaria por su condición de tener una prole grande que alimentar. La mayoría de los hijos de mi padre son profesionales. En mi caso particular, tengo dos carreras universitarias y un posgrado. Estudiar sigue siendo mi interés para sentirme vivo y esta lección de vida se le extendí a mis hijos dispersos por el mundo. Los tres mayores tienen maestría y la menor quinceañera pronto iniciará la universidad. Me molestan mis hijos y saben que en cada cumpleaños o navidad recibo un libro de mis hijos y a su vez, recibirán un libro como regalo anunciado, el cual leerán con avidez como su padre. Ingresé a estudiar economía en la estatal Universidad Nacional, cumplidos quince años. Recuerdo muy bien qué debíamos comprar un formulario de inscripción y era tal la demanda por el bajo costo de la matrícula, que hacíamos fila desde el día anterior. Las personas que aspirábamos a ingresar a esa prestigiosa universidad pública, casi gratuita, teníamos que pasar sin dormir la noche entera para lograr el formulario deseado, uno - 37 -


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por persona. Mi padre nos llevó el desayuno y podía ver su cara de emoción que un vástago suyo iniciaría estudios universitarios. Cuál no sería mi sorpresa al llegar a la ventanilla donde entregaban el formulario y ese funcionario insistía que le dijera a mi hermano mayor que viniese, porque no creía que yo era el interesado por ingresar a la universidad. En esa época tenía cara de niño, flaco, de pelo largo y con muchas ganas de estudiar. Fui pionero de la familia en ingresar a la universidad pública donde se presume, pasan los más inteligentes y en las privadas los que pueden pagar. Puedo recordar la cara de dicha de mi padre, cada vez que encontraba a un conocido o un amigo suyo y le decía con orgullo que era estudiante universitario de la Nacional. Para lograr algunos pesos, me consiguió un par de estudiantes de bachillerato para que les dictara clases de matemáticas en sus casas. En las vacaciones me convertía en profesor y su asistente de gerencia, con oficios varios. Con los estudios universitarios en economía, llegó el interés por la política, la filosofía y la sociología. Los movimientos estudiantiles de izquierda se tomaban el recinto universitario y no era extraño que allí se formaran células guerrilleras que peleaban por un ideal de mayor justicia social. Hubiese sido guerrillero por convicción, pero desistí el mismo día que me entregaron un arma. A los compañeros que me invitaban a ser parte de esta gesta, les dije claramente que no iba a matar un ser humano. Es de las pocas ideas firmes que aún mantengo… no hay razón alguna para quitar la vida a un semejante. --Sin embargo, El sarampión revolucionario, no se me ha quitado todavía. La casona del siete de agosto, tenía un local y un portón que se cerraba con una tranca de madera. Como me sentía grandecito que podía tomar decisiones propias empecé a llegar tarde en las noches. Mi hermano mayor tenía llaves y yo me hice una copia. El viejo ponía la tranca y de nada servía tener llave cuando me creía grande. No permitió que llegase a casa de noche sin que él supiera a qué hora estaba en casa y cómo llegaba… esto se convirtió en un mal dormir para el viejo. Muchas veces se levantó a la madrugada y veía con extrañeza que siempre llegaba sobrio, y de paso, contento. Mi padre era un “parcero” de sus hijos, como dirían los antioqueños; de todos estaba pendiente.

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Gracias a ese viejo, repito, fui doblemente universitario. La Universidad Nacional era el epicentro de las luchas populares y por razones de abierta crítica al estado de derecho que andaba bien torcido socialmente, la cerraban todos los semestres por el hecho de sólo pensar. Tirar piedra era un sello del estudiante de la UN y protestar un derecho diario que no se discutía. Me tocó en suerte esa época en que todos los semestres cerraban la U y nos quedábamos vagos, todos perdiendo el tiempo. Siendo universitario, hice por primera vez abuelo al viejo cuando fui padre soltero. Mi hija mayor, Caro, vino al mundo a alentarnos con su alegría, al tiempo que el viejo se inauguró como un abuelo diestro como si tuviera experiencia ---como su apellido, también fue Bueno--. Doce años tuvo oportunidad de disfrutar al abuelo mi hija mayor, quien dice con razón, que es la persona ideal, porque el viejo es de esos seres que habla en silencio. Tiene razón mi hija, pues aún lo escucho cuando lo busco como padre y me gustaría que en esta pandemia estuviese conmigo de abuelo. Mi padre me dijo claramente un sábado, a las ocho de la mañana cuando me afeitaba mi barba incipiente: “ya que está cerrada la universidad, a trabajar mijo”. Tenía claro que quería estudiar… y trabajar dejaría truncada la carrera universitaria de economía que adoraba. Llevándole la contraria, en vez de trabajar, me matriculé en la nocturna de una universidad privada, a estudiar otra carrera que nada prometía. Era una excusa para que no me obligara a trabajar. Quería seguir estudiando. Fue así como estudié al tiempo dos carreras, de manera privilegiada, sin tener que trabajar en un hogar donde las necesidades como los peces, se multiplicaban. Con el tiempo entendí que la economía es una bonita carrera y una pésima profesión, mientras que la contaduría era una pésima carrera y una profesión mal remunerada. Ni lo uno ni lo otro. Hoy día debo reconocer que ambas carreras me dieron la oportunidad de laborar como ejecutivo en multinacionales donde no fui ni economista ni contador y me tocaba improvisar de administrador de empresas. Luego como miembro de las juntas directivas de empresas filiales Exxon, aprecié la carrera de contaduría por poder leer bien los balances financieros primero que todos. Fui economista, graduado en septiembre de 1982, después de ocho años en la universidad más prestigiosa del país. Mi padre quien sufría de megalomanía, a cada rato nos hablaba del “Clan de los Pava”. Reconozco que el - 39 -


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viejo tenía claro el concepto de clan, deseo suyo de agrandarnos en el cual no le acompañamos. No cabía de la felicidad por el sueño suyo cumplido en uno de sus hijos. No dejaba de repetir que era “el primer profesional de la familia”. Era verdad, fui el primer profesional de toda la pavada. Creo, estaba en competencia con sus hermanos para ver quién sacaba al primer universitario, graduado. Ser bachiller era de por sí una proeza para el viejo. Ser profesional en la familia y en ese entonces, era una hazaña. Tener un título parecía que tuviese el toque mágico de lograr la riqueza con apenas alzar la mano. Recuerdo ese día del grado, de haber estado con mis padres, mis abuelas Diome y Hortencia. Ya tenía novia, quien estuvo presente en la ceremonia y me regaló una agenda de cuero y el vestido entero que llevé ese día fue un aporte de Hermes. Estoy seguro que el viejo fue quien recibió el mejor regalo de su vida. Luego fuimos a celebrar el grado con unas cervezas en una tienda cercana de la Nacho como le decíamos a la universidad estatal. El primer vástago de su familia, con su mismo nombre, dado por una sesuda razón suya, se había graduado de economista. ¡Vaya logro el del viejo!, de paso, era el más joven y aplaudido de todos los graduandos que se presentaron en el auditorio Leon de Greif, porque me gradué siendo imberbe. También fui aplaudido en el auditorio de los jesuitas, cuando a propósito saludé de mano a todos los doce personajes que estaban en la mesa, siendo el único Contador y el último graduando en subir al estrado. Mi padre estuvo en ambos momentos y grados… su satisfacción de padre orgulloso la mantengo en mis imborrables recuerdos. Diez años después, en otro septiembre, mi padre me representó en la universidad javeriana, privada y jesuita, para realizar los trámites de graduación. El recibió por mí el cartón, que me acreditaba como profesional en Contaduría Pública, que terminé muchos años después, gracias a su gestión, perseverancia y testarudez de alentarme a terminar lo iniciado. Casi no termino esa carrera. Acabar lo que se inicia, y coger el toro por los cachos cuando a uno no le gusta algo, son sus lecciones de vida que siguen conmigo. Luego, en el trabajo, ejecutaba primero lo que no me gustaba. Esa noche del grado javeriano, fuimos a una cena en su casa con toda la pavada. El discurso lo perdí en mi memoria, el cual podría reverdecer en cualquier momento. Su cara de júbilo no se me borrará nunca de mis recuerdos. Mis hijos mayores, Carolina y Mauricio Andrés estuvieron pre- 40 -


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sentes. Mau tomaba teteros de soya con fruta, que había que cambiarlos con frecuencia porque no le gustaban. Vivíamos en curramba, la capital arenosa del Atlántico de mujeres cumbiamberas lindas, gente alegre y de un calor que no soportaba. Viajaba con alguna frecuencia a Bogotá, como esa vez que fui a recibir el cartón de Contador Público, grado que me quitó un piano de encima. No recuerdo ninguna llegada al aeropuerto donde el viejo no estuviera presente con sus brazos abiertos. Lo más duro era despedirse en ese mismo aeropuerto, cuando veía la emoción y tristeza que le invadía al despedir a su hijo amado. No recuerdo que me haya dicho de viva voz que me quería, pero en cada uno de sus actos podía ver el inmenso amor paterno. Hablaba con frecuencia con el viejo. Le consultaba cualquier tema trascendental y sin importancia, o lo que me tenía pensativo y siempre escuché de él un sabio consejo. Incluso cuando me fui a casar, le dejé conocer mis pensamientos y sentimientos. Si la quería, para él era suficiente y para mí solo un principio… Mis padres fueron a mi boda en Barranquilla y cuando nacieron Mau y Andy. Mi madre tenía la costumbre de adueñarse del espacio donde se encontraba, que lo llenaba con su sola presencia. Esta costumbre suya no la ha olvidado con el Alzheimer. De repente no se dio cuenta que había una mujer en casa de su hijo, que luchaba como primípara por tener el dominio que le correspondía como esposa. Tuve el primer conflicto matrimonial al día siguiente de la boda por que la vieja disponía del menú de la cena. Hablé con el viejo, para que le dijera que atemperara el comportamiento de mi madre… que era el normal suyo de toda la vida. Debía moderarse y aceptar que había una señora en casa de su hijo. Esto lo logró hacer por dos días y al tercero, la vieja estaba haciendo lo que siempre ha hecho. Por fortuna, Omaira, mi primera esposa, muy sabia, la dejo hacer lo que le diera la gana. Apenas se fueron mis padres, puso las cosas en el desorden que tenía en su mente y cambió todo lo que había ordenado la vieja. Qué rollo tan grande de la esposa y suegra por el poder de una casa, donde siempre mandan las mujeres y una es más que suficiente. El viejo era el catalizador y el polo a tierra de la vieja. Cada vez que nos visitaban en la arenosa, la casa se llenaba de amor y de vientos frescos. También estuvieron cuando nos mudamos a la mina del Cerrejón en la Guajira. Debo indicar que mi madre se le olvidó, en todas esas visitas, lo - 41 -


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que le había dicho mi padre: “que estaba en casa ajena y debía moderar sus mandamientos”. Omaira más calmada y dueña de casa, siempre la cogió suave, como se dice en la costa. Del viejo solo tengo recuerdos gratos de las múltiples chachareadas que hacíamos a diario. En una de esas visitas en la Guajira, fuimos a Valledupar con mis padres donde Daniel Pava Bueno, el hermano de mi padre, quien fue sargento. Salimos los tres a jugar billar y en pocos minutos éramos la atención central del lugar. A pesar de llevar años en la costa no supe conjugar el verbo “aja” y siempre me identificaban como cachaco. Los tres Pava jugábamos como profesionales aficionados y con cerveza en mano, el viejo iba ofreciendo cerveza a todos, diciéndoles orgulloso, que su hijo, o sea yo, era doblemente profesional, laboraba en el Cerrejón donde querían trabajar los lugareños y era profesor universitario de la más prestigiosa universidad de la costa, desde los 26 años. Sobra decir que la cuenta iba por mi cuenta. Al viejo había que oírlo, porque era un contador de historias como esos juglares que se dan en tierra del vallenato. A todos enganchaba y atentos le oían nuevamente el cuento mientras hubiera cerveza gratis. --Nos dio la madrugada ese sábado y borrachos nos recibieron en casa del tío Daniel. En alguna ocasión se nos dañó la lavadora y hubo que comprar una nueva cuando vivía en el campamento del Cerrejon. Llamé al viejo quien de inmediato me embaló una nueva, de la empresa donde trabajaba. Cuando fueron a instalarla había que ponerlo al teléfono, como si fuese el único que supiera de cómo se instala una lavadora nueva. Y razón tenía… en la Guajira no conocían las lavadoras eléctricas. El aparato tenía un palo atravesado y muchas veces los instaladores que no sabían, lo dejaban atravesado y no había forma que arrancase la máquina. En eso era un experto el viejo, en dirigir y dar indicaciones. Tengo certeza que nunca instaló una lavadora con sus manos. También heredé del viejo eso y me considero un inútil en temas caseros. Por fortuna para mí, el trabajo me permitía utilizar neuronas en vez de manos y músculos. --Lo más pesado que he levantado en la vida es un lápiz y un libro. Ahora levanto recuerdos. Cada vez que podíamos, éramos los costeños que irrumpíamos en el hogar cachaco del viejo. Como por arte de magia, casualmente, el viejo tenía - 42 -


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que visitar sus clientes cerca, muy cerca, a donde íbamos. Muchas veces íbamos sin rumbo y el viejo tenía siempre un supuesto cliente suyo cerca. Realmente lo que quería era tenernos cerca. Se nos juntaba a cualquier dirección que fuéramos. Así llegamos al parque Jaime Duque y de pronto el viejo tenía vacaciones con nosotros. En la última estadía en junio de 1993, fuimos a ese parque de diversiones inaugurado una década atrás, ubicado un par de kilómetros al norte de la capital. En ese paseo se nos juntó, como siempre. Ya podíamos ver su cara demacrada y su cuerpo flaco, más flaco de lo usual. Traía consigo esa enfermedad estomacal que se come los músculos, las tripas y no deja pasar el alimento. Ahora lo recuerdo nítidamente cómo se retorcía, cuando tenía esos dolores de amargura en el estómago. --Qué desatención, ignorantes e indolentes fuimos por no haber visto el carcinoma a tiempo--.

El Viejo, con V mayúscula No vimos ese cáncer que lo estaba consumiendo. Aun así, como era usual en él, nos mostró su mejor cara cuando sus nietos subían alegremente en los juegos. No se quejó de esos dolores, del tumor maligno en la barriga, - 43 -


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como no se quejó de su vida dura con sus nueve hijos. Era el viejo un ganador como nos lo hacía saber con frecuencia, y eso incluía vencer al dolor de la muerte que llevaba dentro. Me consuela nada, que mi hermano Germán también sufriera ese mismo cáncer y se murió después de una tortura larga con un tratamiento de quimio ineficaz, donde el remedio es peor que la enfermedad. Espero no heredar ese gen que deforma todo, nada es bueno y al final no se pasa ni el agua. Qué muerte más fea esa, cuando debía ser que la muerte fuese un paso alegre para dejar este mundo de injusticias y desconsuelos. Se debería heredar solo lo bueno como su apellido materno. Habrá que reclamar al creador por los imperfectos heredados y los adquiridos con la vida. Desde ya, como parte de mi testamento y deseos, y si leen mis hijos estas líneas que le escribo al viejo, les digo que, si llega ese cáncer sin remedio no haré nada como lo hizo mi padre… y ni se les ocurra alargarme la vida con aparatos que alargan el sufrimiento. Si me muero, que no sea muerto de hambre… así evadiré ese tormento y me burlaré de la muerte de estómago. --Fueron esas las últimas vacaciones que pasamos juntos con mis hijos y el viejo. E ra un lunes, 6 de septiembre cuando recibí en la Guajira una llamada nocturna urgente de la capital. Me indicaban que al viejo lo internaron en el hospital para realizarle un cateterismo por un tema de corazón. Tenía algo no resuelto y parece que alguna artería debía destaparse. Ese mismo lunes, después de la llamada, sin tener clara la complejidad de su salud, le dije a Omaira, en una frase premonitoria que el viejo se iba a morir. Quería desplazarme a la capital de inmediato y me tranquilizó, diciéndome que estaba exagerando la nota. A pesar que no podía hacer nada, aún lamento no haber llegado a tiempo para verlo una última vez en vida. Me hubiera gustado despedirlo con un fuerte abrazo que lo confortase en la eternidad y a mí en este mundo terrenal. --A veces hay que hacerles casos a los presentimientos, más si son fatales, y desde entonces estoy atento a los nuevos que no me vienen con la certeza prístina, que no serán buenos. Nuestro progenitor seguro si sabía, que su tema era serio y no dijo nada para no alarmarnos. Tenía ese tumor horrible y los dolores debían ser de miedo. Dopado, con calmantes, el día previo a la cirugía medio dormido - 44 -


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escribió y nos legó su única carta que escribió en toda su vida, de su puño y letra. Solicitó, dejando instrucciones precisas, que nos la entregaran solo y solo si, no salía airoso de la operación. Hasta enfermo daba instrucciones… y fue su última. Curiosamente es una carta de nueve páginas, el mismo número de sus hijos. Es una nota profunda, sublime, con palabras de reconocimiento, de despedida, de consejos y siempre alentadora. También es una carta amorosa para su esposa, sus hijos hermanos y madre. Es un canto a la vida escrita a su acomodo cuando se estaba muriendo. Todo junto. Es esa carta una despedida lúcida cuando la muerte toca sin remedio a un hombre y padre bueno. La empezó diciendo: --Para mi familia a la que he querido tanto… no recuerdo que nos haya dicho que nos quería. Sus primeras letras fueron para la cabeza mayor, es decir su mujer, Rosalba, nuestra madre: “quien tuvo la valentía de soportarme tantos años, quien me dio nueve hijos y que fueron mi aliento de vivir...”. “Rosalba no sabes cómo es de duro para mí despedirme de ti, si es que Dios así lo dispone, pero quiero que sepas que te quise y me iré amándote. Espero que seas fuerte y termines lo que empezamos… fui feliz, y espero que tú también lo hayas sido, pues a mi modo traté de que lo fueras…”. Hubo líneas para todos sus hijos, nietos, sus hermanos y madre. Le ruega a Dios que no le dé más dolor a su vieja Diome, y menos con un dolor inmenso de ver partir a su hijo preferido primero. Aun retumba en mis oídos el grito desgarrador de la abuela, cuando fue traída de apuro de Caracas, al entierro de su hijo mayor y por muchos años, su sustento. Escribió su carta a mano alzada, como se escribían las cartas de antaño. Andaba adormilado, un miércoles, septiembre 8 de 1.993, la firmó como firmaba en todos sus documentos formales, como si fuera su testamento. Era a su manera, su testimonio de vida y legado para la historia. Debo confesar que le copié su M de Mauricio que aún hago en mi firma y también le imité mal en muchas otras cosas suyas buenas. En la última frase, de esa hermosa carta, se despidió de nosotros: --“Hijos, que sea la voluntad de Dios… ahora sí, tu viejo, Mauricio” --. Qué frase premonitoria la suya. Ese día miércoles, se nos envejeció el viejo al despedirse en la primera vez que reconoció que era nuestro viejo. - 45 -


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Al día siguiente, jueves, durante la cirugía, en vez del cateterismo, los doctores se dieron cuenta del tumor inmenso en su cuerpo. Sin preguntarnos, le quitaron medio estómago porque el cáncer le abrazaba hasta el alma. Nunca nos dijo, y no supimos que el viejo, nuestro viejo, tenía cáncer. La intuición no funcionó, pues nunca imaginamos que tenía semejante broma fatal en su cuerpo. --Al día siguiente, falleció, y la carta prometida nos fue entregada como un valioso recuerdo. Murió joven, el viernes septiembre 10 de 1.993, a los sesenta y tres años. Lamenté mucho estar tan lejos, no hacerle caso al único presentimiento que he tenido en mi vida, y no haber estado a su lado en sus últimos momentos. Llegué ese mismo viernes en la noche directo a la funeraria. Al día siguiente fue el entierro, en el mismo día del cumpleaños de su hijo Carlos Alberto y un día antes del mío. --No hay forma de olvidarlo y no digo la fecha del entierro, sino al Viejo. Vinieron personas de todos los confines del país. Conocimos muchas personas y familiares desconocidos. Había gente de varios pueblos. En su último acto de su vida convocó a varios cientos. Cuando estaban bajándolo en su ataúd, ese sábado en el cementerio del norte, recordé que al viejo le gustaba dar discursos… me tomé la libertad de despedirlo, en nombre de mi familia, con unas palabras que él ponía en mi boca. Lo despedimos como a todo un grande, con un sonoro aplauso interminable, que atesoro en mis recuerdos, con la certeza que volveremos allí de donde salimos. --Se le honró como a un ganador perenne que perdió solo con la muerte. Al día siguiente tomé un avión de regreso a la Guajira, para escaparme de ese dolor que aun mantengo. P.D. Esta es una carta para el Viejo y que resultó también al tiempo para mis hijos, escrita en Bogotá durante el encierro de una pandemia que nos confinó a todos en casa. Estaba en deuda con mi padre de hacerle un merecidísimo reconocimiento. Mauricio Pava Olarte, Mayo 2020 Anexo la carta del viejo… de su puño y letra.

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*PD1 En estos días de encierro, por un virus mundial, releí la carta del viejo. Estoy seguro que donde esté, si está, estará leyendo su carta, corrigiéndome. Como era usual en él, tendrá una sonrisa, indicándome en su tono de experto que faltan muchos textos y sobran palabras. Me siento tranquilo con el viejo porque nada le quedé debiendo. Le di muchas satisfacciones y podría decir, que me sentía su hijo preferido por llamarme igual como mi padre. Hice todo lo posible por que estuviera feliz y lo honré todo el tiempo. De eso se trata la vida de los hijos para con sus padres. Concuerdo plenamente con el mandamiento cristiano que indica: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios, te da”. Extraño a mi viejo y qué no daría para que estuviese conmigo en esta pandemia. Confieso, que no le tengo miedo al virus, a morir y reunirme con los que me preceden, mi padre, mi hermano y mis abuelos. Me consolaría el solo saber que me reuniría con el viejo. *PD2 Extraigo textualmente de la carta manuscrita del viejo, la parte que me dejo para mis memorias: “Empezaré por los que me escribieron una vez (afortunado que empezó conmigo, porque le escribía con frecuencia al viejo). A Mauricio, que no sabes lo feliz que me sentía cuando leía esos dos lindos poemas que me dedicó. En varias ocasiones tuve la intención de enviarlos al periódico El Tiempo, para que, en una de esas fiestas del día del padre, se los hubieran publicado con certeza. Hijo, espero que escribas, tienes talento de escritor y de poeta. Siempre fuiste mi mejor amigo, sabias guardar mis confidencias y has estado siempre pendiente de mí, cosa que te agradezco. Tienes una linda familia y un futuro muy halagador. Espero que sepas, como hasta ahora, aprovechar las oportunidades que da la vida, sin llevarte a nadie por delante. Busca a tus hermanos y mantente unido a ellos. A tu esposa, dile que la admiro y sé que no te defraudará porque es inteligente. Tu hijo (Mauricio Andrés) me hizo sentir muy feliz cuando me dijo que me quería mucho. Esté siempre pendiente de Carolina, vale mucho. Andrea es linda y vivaz. Espero salir de esta airoso con la ayuda de Dios para darte un gran abrazo a ti y a los tuyos.”

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Si el viejo hubiese conocido a Sofí, mi hija menor quinceañera, seguro le hubiese dicho, cogiéndole afectuosamente de la mano que ablande con su padre ese corazón lindo que tiene. *PD3 Esta es una carta a mi viejo, y no pretendo ofender a nadie si hago frases sin sopesar lo suficiente, o si por omisión deje en el tintero lo importante. Sin querer, terminó siendo también una misiva para mis hijos, notando que pronto seré el viejo de mis hijos. Desde ya, les aliento hijos lindos a que me escriban una carta y no olviden mencionar mi canción preferida. Deben saber hace rato, que, como mi padre, valoro más unas palabras escritas a un regalo. Sus cartas y notas las conservo como mi viejo. Como les digo con frecuencia, a diferencia de mi viejo, les quiero infinito… e infinito es poco lo que les quiero. P.D significa Post Data. Era el corrector de antaño, un recurso para agregar textos olvidados en las cartas manuscritas, referenciar algo omitido, importante o sin importancia, o bien, para corregir lo escrito. Ya no se usa, y esto lo digo para que lo sepan mis hijos.

“A mis hijos les heredo la carta al Viejo” - 48 -


ANEXO Carta del Viejo - Septiembre 1993













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