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rito y fiesta en las graduaciones universitarias
Muchos universitarios afrontan su última etapa como estudiantes esperando el día de la graduación: las togas, las fotos de la orla, el título y también la fiesta forman parte de un ritual por el que han pasado casi todos los que se han licenciado en Santiago o en A Coruña. Las ceremonias son hoy relajadas y divertidas. Y también lo fueron en el pasado: en la histórica universidad compostelana, a la seriedad de la entrega de grados la seguía habitualmente un desenfreno al que en ocasiones hubo que poner coto.
Según cuenta la historiadora de la universidad española Margarita Torremocha, para ascender en la mayor parte de las universidades españolas del Siglo de Oro primero se alcanzaba el grado de bachiller, después de un examen oral. Este título facultaba para ejercer una profesión y también para dar clases. Tras varios años de trabajo, un examen y otra exposición pública se podía conseguir el grado de licenciado. El grado de doctor o maestro era honorífico.
El profesor Xosé Filgueira Valverde recoge el ceremonial barroco de grado en su clásico Historias de Compostela. En sus páginas explica cómo arrancó el ritual en 1567, después de que el papa Pío V concediese a la institución la entrega de estos títulos.
En realidad, la ceremonia era cuádruple. En primer lugar, se presentaban los títulos ante el claustro. Después llegaba el examen, todo un ceremonial en sí mismo: el alumno oía misa, se encerraba «en capilla», cenaba, dormía si podía y luego defendía su tesis. En tercer término, los profesores votaban si merecía o no el grado. Y, si era así, se pasaba al juramento e investidura del nuevo graduado en la capilla de Don Lope de la Catedral. El traslado entre la Universidad y el edificio catedralicio dio origen a los llamados «cortejos», que se extenderían durante siglos.
Desde el principio este momento de la vida académica se planteó como una fiesta de homenaje al que terminaba sus estudios… y a los profesores, que hacían valer su privilegiada posición. En primer lugar, estaba establecido que debían hacer varios discursos en latín, llamados «vejámenes», en los que básicamente se burlaban de la facultad y del recién egresado. Eso sí, mandaba el reglamento que estos parlamentos contuviesen, en latín, la «loa de la Facultad en que se gradúa y del graduando», y luego, en romance, «algunas cosas graçiosas y facetas que sean honestas y sin ofensa a nadie», según describía Cabeza de León y Fernández Villamil en Historia de la Universidad de Santiago de Compostela. Al homenajeado se le daba la muceta (insignia de dignidad doctoral), el birrete, un libro y un anillo, cada uno de ellos entregado después de un parlamento protocolario en latín. Un abrazo del decano sellaba la recepción del título. Los asistentes se llevaban como recuerdo una «hoja de grados», impresa en seda o en papel. Después se procedía a cenar. El padrino del graduado y los profesores se regalaban, cuenta Filgueira, con «una caja de acitrón (fruta confitada), media libra de confites, una perdiz o capón, una escudilla de manjar blanco, una fruta o ensalada para antes de la comida y otro tanto por postre, pan y vino a proporción». Otros cargos universitarios, como el secretario, el bedel o el maestro de ceremonias, tenían derecho al mismo menú pero sin acitrón ni confites; dice Filgueira, con mucha sorna, que «no se sabe por qué razón dietética».
El procedimiento era parecido en otras universidades históricas españolas. Cuenta Margarita Torremocha que en Salamanca (y debió ser así también en otros muchos sitios) se sometía al aspirante a una buena investigación de antecedentes, en la que debía quedar acreditado, sobre todo, su «limpieza de sangre» o condición de cristiano viejo. Una vez superada la exposición oral, el aspirante juraba no ir nunca contra la Universidad, su compromiso con la Concepción Inmaculada de la Virgen María y, según la época histórica, prometía no enseñar nunca doctrinas que llevasen al regicidio ni oponerse a las regalías de que disfrutaba el Rey. Una vez nombrado bachiller, el protagonista debía dictar su primera lección, para lo cual debía subir a la «cátedra», a lo que el doctor que le acababa de conceder el grado le invitaba con un ascende in cathedram
En Valladolid, explica Torremocha, era la jarana la que estaba regulada con gran precisión: la Universidad nombra a comisarios o veedores para que supervisasen que el recién graduado ofreciese suficiente comida, cena y propinas a los invitados, tanto en la víspera como el mismo día del acto. Volviendo a Salamanca, la cena ceremonial tenía un número de platos obligatorio: nunca menos de ocho.
Un poco más tarde, a finales del XVII, y según cuenta el libro de referencia Historia de la Universidad de Santiago de Compostela de Xosé Ramón Barreiro Fernández, se organizaba un acto público en el que se paseaba al graduando, acompañado por las autoridades universitarias (rector incluido), por varias localizaciones de la ciudad para que los compostelanos lo homenajeasen. Había una mínima exposición de contenidos científicos por parte del aspirante, un paso poco más que protocolario, que servía para que un compañero de facultad lo propusiese para el grado y el rector se lo concediese.
Luego se montaba una gran fiesta, nada barata: se paga a músicos que con tambores y pífanos anunciaban a los compostelanos la concesión del grado, y el homenajeado debía invitar a todos sus acompañantes a comida y bebida. Además, narra el libro, tenía que «pagar propinas al profesorado asistente y a todo el personal que formaba parte de la fiesta. Incluso se utilizaban caballos para dar vistosidad al cortejo. Sólo podía ser doctor el que fuera opulento por familia».
Esta juerga (y sobre todo la escasa rigurosidad académica de la exposición del graduando) disgustaba a algunos profesores en el ilustrado siglo XVIII. En 1798 se aprobó un nuevo plan, obra del profesor Bazán de Mendoza, que mantenía la pompa, pero la rebajaba y, sobre todo, intentaba evitar los abusos que se producían por parte de los educadores. Bazán criticaba que la parte académica del acto resultaba «atropellada» y afeaba a los asistentes su insistencia para que los protagonistas acabasen rápido y se diese paso a la bacanal. Además, le disgustaba que
fotografía: adolfo enríquez / santi alvite
el aspirante tuviese que arrodillarse ante el rector (algo «impropio de un acto que nada tiene de sagrado») y la suciedad que imperaba entre los músicos que acompañaban al grupo. Por ello, proponía echar mano de bandas militares o músicos de la Catedral, más higiénicos, y exigía decencia en los vestidos y comedimiento en el toque de campanas. Se fue más allá con otro reglamento aprobado en 1807 en el que se suprimía el paseo por las calles por «ridículo» y «molesto» para los vecinos; y con otro más, de 1824, que centraba todo el acto en un juramento, en aquel momento de lealtad al rey Fernando VII, que iría variando con las costumbres.
De hecho, en tiempos de Isabel II, una vez superados los exámenes para los recién graduados se organizaba, de forma individual o colectiva, en función de cuántos fuesen, una ceremonia terriblemente solemne y reglada. Asistían a ella los doctores y los invitados que los candidatos decidían, vestidos con sus mejores galas. Después, «el graduando era introducido en la sala por un padrino que lo presentaba haciendo una breve alocución. Luego, el graduando leía un discurso en castellano sobre algún punto de la facultad», un texto que debía ser aprobado previamente por las autoridades universitarias. Después, prestaba un juramento triple: en primer lugar, se comprometía a «aceptar la doctrina de la Iglesia católica, apostólica y romana»; en segundo lugar, a «sostener el misterio de la Inmaculada Concepción»; y, por último, juraba obedecer la Constitución y «ser fiel a la Reina doña Isabel II y cumplir las obligaciones que impone el grado de Licenciado». Desde entonces, tanto los estudios como el ritual han cambiado hasta hacerse irreconocibles. ᴥ
Grafitos Dieciochescos
Para celebrar el título texto: l. fernández moreno fotografía: alicia d. sanisidro
Una costumbre de quienes finalizaban sus estudios en la Universidad de Santiago en el siglo XVIII es todavía hoy bien visible en los muros del colegio de San Xerome, que acoge las oficinas del rectorado. Aquellos que se graduaban con honores tenían el privilegio de marcar las paredes grabando sus nombres en los llamados vítores, que inicialmente eran sencillas marcas con el apellido del graduado y posteriormente fueron evolucionando a elaborados diseños triunfales. El privilegio lo concedía el claustro de catedráticos y doctores de la Universidad. Entre las paredes de los actuales despachos hay literalmente docenas de estos grabados, muestra de un momento de gran alegría para quienes los realizaban y felizmente restaurados para que todo el mundo pueda contemplarlos. Una curiosidad: durante su discurso en el quinto centenario de la fundación de la Universidad, el entonces rector, Darío Villanueva, afirmaba que, en el cuarto de millón de metros cuadrados de paredes que entonces sumaban los edificios universitarios, no habría sitio para acoger las firmas de los millares de estudiantes que han pasado por las aulas de esta institución venerable a lo largo de la historia.