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peregrinas que dejaron huella
La historia ocurrió como ocurrió, y no se puede cambiar. Así que, guste o no guste, las mujeres que echaron pie a tierra en el puerto coruñés en tiempos pasados no fueron tantas como los hombres, pero sí dejaron huella. Vinieron, sobre todo, mujeres de alcurnia, de las clases altas, aunque no inmortalizaron sus viajes.
La primera en bajar del barco fue Margery Kempe, en 1417, hoy ya muy conocida porque, además, ella sí o escribió (o dictó) un voluminoso tomo bajo el título The book of Margery Kempe. Por desgracia, cuenta mil y una anécdotas si bien a su periplo a A Coruña y Santiago le dedica unos cuantos párrafos sin mucha enjundia.
Pero, ¿realmente fue la primera? Esta es una pregunta como el Guadiana: de vez en cuando alguien la plantea poniendo sobre la mesa la identificación de otras peregrinas, con la incógnita de qué ruta siguieron hasta Compostela. Pudo haber sido por A Coruña o pudo haber sido por cualquier itinerario, siempre marítimo, que implicara desembarco en un puerto entre Burdeos y Ribadeo.
En los setecientos nombres de peregrinos británicos que han llegado al siglo XXI figuran varias viudas miembros de la nobleza. Nadie calificaría la relación de enorme, pero sí de amplia. Por coger una al azar, Alice Bigod, condesa de Norfolk tras su matrimonio y que pisó el suelo de Santiago tres años después de la muerte de su marido. En la documentación conservada se llora a quienes no gozaron de tanta suerte, como Elizabet Woodville, fallecida en plena peregrinación cuando el calendario marcaba el año del Señor de 1472.
La siguiente pregunta es por qué venían, y ahí la respuesta aparece clara: venían con fe, por un motivo religioso. Si hay razones diferentes, no las conocemos: rogaban al Apóstol Santiago que intercediera por el alma de su marido, y para ello solían hacer donaciones a la catedral. A Coruña era, para ellas y para todos, lugar de paso desde el que orientarse para ir a Sigrás y al puente de Sigüeiro con el fin de salvar el Tambre.
Volviendo a las donaciones, la marquesa de Baydes arribó a Santiago en 1661 y consta en un texto de la catedral que «quando estuvo aquí en esta ciudad, que desembarcó con la flota en La Coruña», hizo una donación a los canónicos de 1.428 reales, pidiéndoles que rezaran por su alma una vez que muriera. Se ignora si cumplieron su deseo o no.
Las había también que acompañaban a sus maridos, y de la mayor parte de ellas sabemos eso: que recalaron a A Coruña, llegaron a Santiago y volvieron, pero nada más, ni cómo se llamaban. Eran épocas donde lo relevante era el nombre del marido, no el de la esposa. No en el cien por cien de las veces, por supuesto, como lo demuestran Agnes Herbert, que peregrinó con su marido Reginald, y Rose Montgomery, que lo hizo con el suyo, John.
Claro que, en efecto y como queda dicho, había excepciones en lo de la pertenencia a las clases altas. El ejemplo, sin duda triste porque se trataba de una mujer digna de toda compasión, es el de Mabel of Boclonde (en 1326), adúltera y dedicada a una vida de lujuria y escándalo, a quien, por su conducta que originó el repudio general, se le dio a elegir entre ser azotada públicamente en seis ocasiones o peregrinar a Santiago. No puede caber la menor duda de qué eligió esa mujer, de la que se perdió posteriormente el rastro. ᴥ