‘La llamada’, ‘La La Land’ y la apoteosis de los musicales cutres The disaster artist Tres anuncios en las afueras, maravillosa
02.febrero.2018 Jara Carrón Elvira
‘La llamada’, ‘La La Land’ y la apoteosis de los musicales cutres Aunque parezca descabellado, lo cierto es que uno de los grandes fenómenos populares de los últimos años, por título La La Land, tiene bastante en común con otro algo más pequeño y nuestro, La llamada. Película con la que Javier Ambrosi y Javier Calvo, los Javis, trasladan a la gran pantalla su pequeño y humilde musical, que empezó representándose en el hall del madrileño Teatro Lara en torno a 2013 para posteriormente acoger un inmenso éxito, representación en Latinoamérica incluida. Por mucho dinero que acabara amasando este musical low-cost, o por mucho que vaya a recaudar su adaptación cinematográfica, sigue pareciendo excéntrico, de primeras, el propósito de advertirle cualquier mínima coincidencia —como no sea el género matriz— con La La Land, que al fin y al cabo estuvo a punto de ganar el Oscar a principios de este año. Y sin embargo, las similitudes entre La llamada y la celebérrima película de Damien Chazelle se adscriben a algo tan importante en estas producciones como es la puesta en escena; no tanto en
cuanto a lo elaborado de ésta, como al modo en el que está pensada. Entiéndaseme. El film de Ambrosi y Calvo no puede permitirse un presupuesto ni un reparto ni una proyección planetaria como los de La La Land, pero sí es capaz de encontrar en ella un lazo familiar en cuanto a cómo está plasmado el género musical en ambas: en sendos casos, sufriendo una hibridación a manos de la comedia y el drama de personajes, quedando en muchas ocasiones en segundo plano la susodicha música. Esto es, no hablamos de musicales puros, sino de películas con un com-
OPINIÓN
lenguaje lo relegan a intermedios de mayor o menor importancia para la trama. Muy similares a lo que podría ser el modelo Disney, y derivados, tanto La llamada como La La Land se configuran como películas dramáticas cuyo argumento podría ser resuelto perfectamente sin música. Pero claro, quién las vería entonces.
La llamada cuenta la historia de dos amigas cuya estancia en un aburrido campamento religioso empieza a complicarse cuando a una de ellas (Macarena García) se le aparece Dios una noche de tantas, y trata de comunicarse con ella cantando canciones de Whitney Houston. ¿Estú“El género musical sufre una hi- pido, verdad? Pues la cosa empeora: bridación a manos de la comedia la banda sonora del film no sólo se compone de las piezas de esta cany el drama en La llamada” tante sino también, insistiendo en ponente musical muy acentuado, diferenciarse de La La Land y los mucomo podrían serlo la reciente Baby sicales canónicos, de temas perteneDriver o Whiplash, también de Chaze- cientes a Presuntos Implicados o a lle esta última. Películas que cuentan Henry Méndez, reduciéndose drástihistorias tan complejas y elaboradas camente el número de canciones de como Los miserables, Evita o Jesu- producción propia a dos y pico más cristo Superstar, pero que en lugar la canción original que ha compuesde utilizar el músico elemento como to Leiva, que como no podía ser de otro modo es un soberano cagarro.
La La Land Es otra desventaja a la hora de comparar La llamada con La La Land, más acusada aún si decidimos fijarnos en la exquisita partitura de Justin Hurwitz, pero no implica que las composiciones se utilicen de modo distinto. Así, cada banda sonora suele emplearse para acompañar acciones o focalizar escenas donde ésta juega un papel preponderante para el devenir de la trama; lo que en musicales clásicos pudiera pasar por un momento de introspección enajenada, aquí pesa como una escena cualquiera. Es decir, los personajes se acuerdan de haber cantado y bailado de manera lunática, y sus actuaciones modifican el argumento, como ocurre con la actuación de John Legend a la mitad de La La Land o con el número final de La llamada, que oficia cual desenlace. Sin embargo, no he escogido el adjetivo «cutre» por el hecho de que La llamada o La La Land sean películas a las que la etiqueta exclusivista de musical les quede grande, sino por el trabajo de sus componentes. Entiéndaseme de nuevo, decir que algún actor en cualquiera de las películas reseñadas está mal sería un desatino, pero sus habilidades escénicas más allá de la propia actuación palidecen ante lo que veíamos en los primeros compases del género, cuando se forjaban carreras enteras atendiendo a cómo los artistas daban sus pasos
“Los personajes se acuerdan de haber estado bailando y cantando”
La Llamada
de baile. No hay más que comparar, en ese sentido, el baile de Mia y Sebastian de La La Land con el número que homenajea, de Melodías de Broadway, a cargo de Fred Astaire y Cyde Charisse. Simplemente, no hay color.
El que Chazelle fuera consciente de las carencias de sus actores está fuera de toda duda —al fin y al cabo, es un erudito en lo que al género se refiere— así que la elección del cásting, que conduce por fuerza a un musical de andar por casa, ha de ser premeditada. ¿Por qué quería el joven director que los protagonistas de La La Land no supieran ni cantar ni bailar? ¿Por qué relegó la música a un papel secundario si tanto amaba Un americano en París, que sólo puede ser soportada gracias a la música? Y, por todos los demonios, ¿por qué dirigió un número tan horrendo como el de Someone in the crowd? La respuesta es sencilla, y es la misma que justifica la formidable horterez de La llamada, extrapolada tanto a lo histriónico del guión como a la banda sonora, que mezcla electrolatino con pop chusquero con, en fin, Whitney Houston. Y es que, de una manera poco sutil, tanto Chazelle como los Javis hacen un ejercicio de na-
“Simplemente, no hay color entre los bailes de La La Land y los de Melodías de Broadway” turalismo y de, incluso, democracia, acercando el género clásico a personas normales que no saben cantar ni bailar, pero que desean hacerlo con todo su corazón. Así, igual que si escuchas tu canción preferida en el móvil te pones a bailar por la calle despreocupadamente, se mueven los personajes de La La Land y La llamada, totalmente abstraídos, y siempre temerosos de que alguien los vea o grabe con una cámara. Esa escasez del miedo al ridículo, más lograda cuanto más inmersiva es la historia y más empatizamos con los personajes, crea una catarsis en el es-
pectador, que se ve proyectado dentro de la pantalla haciendo cosas que nunca haría. Como bailar reguetón. Por eso ambas películas —y más significativo en el caso de La La Land, pues al fin y al cabo su historia de fondo es realmente chunga— proponen algo tan interesante al público, impidiéndole dilucidar quién sabe bailar, quién afina, o qué partitura es la mejor. Esta propuesta, asimismo, ha de ser aceptada con todas sus consecuencias; de lo contrario se captará la inherente cutrez y se machacará sin piedad al actor que hace de Dios en La llamada —que todo apunta a que en otro tiempo tocaba la guitarra y cantaba por Johnny Cash frente al Palacio Real—, mientras que la desacomplejada frivolidad que recorre el film de cabo a rabo podrá parecernos hasta ofensiva. Sólo conectando con la alegría y el entusiasmo de los personajes de Chazelle y los Javis pueden ser disfrutadas sus
“La desacomplejada frivolidad que recorre el film podrá parecernos hasta ofensiva” películas, al igual que sucede con otras propuestas del estilo como la saga Dando la nota, cuya tercera entrega se estrena estas Navidades. Estos últimos, films asombrosamente ridículos que son antes comedias tontorronas que musicales, sólo podrían haber tenido éxito en la década de La llamada y La La Land, la década en la que los espectadores parecen necesitar una evasión mucho más cercana que la que proponían ostentosos espectáculos anteriores. En esta insospechada edad de oro para el género, no es que los musicales sean más cutres; es que los protagonizamos nosotros. Fuentes: Blog Cinéfagos, escrito por Alberto Corona
The disaster artist
Tres anuncios en las afueras, maravillosa
Tres anuncios en las afueras es una de las grandes favoritas de cara a los próximos Oscar. Hace poco se llevó 4 globos de oro. Además, todas las alabanzas que está recibiendo el tercer largometraje escrito y dirigido por Martin McDonagh son más que merecidas, ya que estamos ante una cinta extraordinaria en la que lleva aún más todas las virtudes que había exhibido previamente. El propio punto de partida ya deja claro que nos espera algo diferente a lo que suele llegarnos de Ho-
llywood: una mujer contrata varias vallas publicitarias situadas en una carretera por la que ya no pasa casi nadie para quejarse de la escasa eficacia policial a la hora de resolver el asesinato de su hija. A priori eso debería haber sido la base para una propuesta puramente dramática, pero McDonagh siempre ha sabido cómo combinarlo con humor de todo tipo para crear obras inolvidables. Queda claro desde el momento en el que llega a un acuerdo con los dueños de las vallas que la comedia va
a tener una presencia fuerte para equilibrar un eje dramático que funciona más como excusa para conocer a sus protagonistas que como el verdadero hilo conductor. Sí, la investigación va progresando a medida que pasan los minutos, pero lo que realmente nos interesa nunca es la posibilidad de dar con ese asesino que no dejó pista alguna tras su crimen. Son los diálogos entre personajes a la deriva por diferentes motivos los que funcionan como el verdadero elemento esencial de Tres anuncios
en las afueras. Esto ya se pudo percibir en las notables Escondidos en Brujas (In Bruges) y Siete psicópatas (Seven Psychopaths), pero aquí McDonagh logra depurarlo un poquito más para al mismo tiempo construir tres personajes fascinantes sin que ello sea obstáculo para mostrar que todos tienen sus imperfecciones.
bién muestra una gran preocupación en que Woody Harrelson y Sam Rockwell puedan destacar con otro tipo de armas, incluso cuando esa muestra una imagen desfavorable de ellos.
Desde el marido maltratador hasta la joven y estúpida novia de él, pasando también por el peculiar dueño de la empresa que controla las vallas que contrata la protagonista.
No limita todo al drama personal de la protagonista, también muestra las miserias que afectan al resto de personajes, ofreciendo así una imagen más amplia del lugar en el que ella vive. Habrá quien se queje de que el racismo ocupe un lugar menor en la trama. McDonagh también sabe cómo dotar de personalidad a infinidad de personajes secundarios, acertando de lleno en su decisión de exagerar la personalidad de la gran mayoría de ellos en la medida que su existencia afecta a la protagonista.
Tres anuncios en las afueras es una de las grandes películas que vamos a ver en España durante este 2018, pues McDonagh también realiza un preciso trabajo de puesta en escena que es la guinda definitiva para una cinta que en determinado momento parece que podría flojear para luego sorprendernos con un cierre que encaja de maravilla con todo lo visto hasta entonces. En definitiva, una maravilla.
nistas Tommy Wiseau y Greg Sestero, encarnados por James y Dave Franco, es sobre todo una historia sobre una amistad improbable, defectuosa y tóxica que dio lugar a una película que podría adjetivarse del mismo modo. Y es que el núcleo de todo es la relación entre estos dos personajes a través de su único nexo, el cine. El único pilar capaz de soportar una relación entre un tipo extraño y sin habilidades sociales, cuya edad, origen, pasado y recursos son un enigma, y un típico joven de clase media norteamericana, cuyo sueño es ser actor.
Podríamos referirnos a The Room como una de las peores películas de la historia y, probablemente, no mentiríamos. El tema es que películas verdaderamente malas ha habido muchas a lo largo de la historia del cine. Entonces ¿por qué precisamente The Room se convierte en un título especial entre todas ellas?. Probablemente porque, más allá de sus calidad, es una película infinitamente rica y acertada en sus tropiezos, porque nace de la mente de un personaje tanto o más grande que la leyenda de la propia peli y porque, a diferencia de otras, el paso de los años la han convertido en una obra de culto (aunque sea mediante la celebración de lo cutre).
James Franco adapta en The Distaster Artist, el libro homónimo, narrado por uno de sus protagonistas, el actor Greg Sestero. El acierto de Franco es el de acercarse a esta historia de la forma más honesta posible, nunca mirándola a ella o a sus responsables por encima del hombro, alejándose de la parodia y aproximándose a una recreación lo más fiel posible de lo sucedido delante y detrás de las cámaras. Esa recreación da lugar a una película que habla con igual intensidad sobre personas inadaptadas, sobre la pasión por un oficio y sobre los muchos fracasos que se encuentran detrás de una industria como la del cine. Pero si nos centramos en los dos protago-
Cuando descubrimos poco a poco que es esa amistad la que fue el origen de The Room y que la propia película no fue sino una excusa para mantener viva esa unión y ese sueño común en el momento más oscuro, con un tipo tan extravagante como Wiseau, enamorado de un arte que apenas conoce, liderando el proyecto, es cuando empezamos a entender el por qué del afortunado desastre. Un paracaídas en el que el autor volcó todas sus frustraciones y una autoimagen absolutamente distorsionada, engordando sus virtudes en la misma medida que los defectos del resto de personajes. The Room se revela así como la materialización de un ego tan desproporcionado como frágil, como un acto de generosidad envenenado y a la vez sincero y, sobre todo, como la traslación a la pantalla de una vida tan destinada a la soledad y el fracaso que acabó dando la vuelta al mismo. Fuente: Las horas perdidas.com; escripo por Javier Ruiz de Arcaute
Frances McDormand es la que provoca todo lo que viene después y su cabezonería también nos permite conocer su lado menos amable. Es verdad que los diálogos escritos por McDonagh ayudan mucho y que tiene una gran cantidad de potentes réplicas que hacen que sea más fácil destacar, pero es que la película tam-
Fuentes: Cine en serio.com; escrito por Mikel Zorrilla