Hermanos 01

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El hijo de la perdici贸n

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El hijo de la perdición

WENDY ALEC

EL HIJO DE LA PERDICIÓN Crónica de Hermanos I

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El hijo de la perdición

La suerte de millones de seres por nacer dependerá ahora, con arreglo a Dios, del valor de este ejército. Nuestro enemigo cruel e implacable sólo nos deja elegir entre una valiente resistencia o la más abyecta sumisión. Por eso, hemos decidido conquistar o morir.

GW1, Orden General al Ejército Continental, 2 de julio de 1776

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Índice RESUMEN ................................................................................. 6 LOS PERSONAJES ................................................................ 7 De las crónicas de los hermanos Libro 2 .......................... 14 PRÓLOGO No proyectan sombras.................................. 21 VEINTE AÑOS DESPUÉS .................................................... 31 1 El carro de Alá ................................................................. 32 2 Las secuelas ...................................................................... 35 3 Hermanos ......................................................................... 49 4 Saqueadores del Arca ..................................................... 55 5 Monasterio de los Arcángeles ....................................... 60 6 Lily y Alex ........................................................................ 63 7 Mourir de façon horrible .................................................... 74 CUARENTA AÑOS ANTES ................................................ 78 8 Planes diabólicos ............................................................. 79 9 El Vial de la Sagrada Progenie ...................................... 89 10 El portal de Shinar ...................................................... 103 11 El Consejo de los Trece ............................................... 108 12 Descubrimiento ........................................................... 117 SEIS MESES DESPUÉS........................................................ 125 13 La Semilla de la Serpiente .......................................... 126 UNA DÉCADA DESPUÉS ................................................. 130 14 Vínculos ancestrales.................................................... 131 VEINTISIETE AÑOS DESPUÉS ........................................ 141 15 Hermanos ..................................................................... 142 16 La revelación ................................................................ 149 17 La noche oscura del alma ........................................... 167 18 Nubes oscuras en el horizonte .................................. 181 19 El Sello de Rubíes ........................................................ 186 20 Mont St. Michel ........................................................... 195 21 Cabos sueltos ............................................................... 214 22 Debajo de los trajes están las sotanas ....................... 221

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23 Onda de choque .......................................................... 237 24 La fría luz del día ........................................................ 243 25 Lilian ............................................................................. 248 26 El funeral ...................................................................... 257 27 Críptico ......................................................................... 278 28 El Padrino ..................................................................... 288 29 Apocalipsis ................................................................... 293 30 Sorpresa inesperada .................................................... 296 31 El Primer Sello ............................................................. 299 TRES AÑOS Y MEDIO DESPUÉS JUNIO DE 2025 ........ 308 32 Los jinetes del Apocalipsis ......................................... 309 33 Un huésped inoportuno ............................................. 314 34 Les dossiers secrets du professeur .................................. 322 35 Aveline .......................................................................... 326 36 La Sala de las Pesadillas ............................................. 331 37 Una muerte en la familia ............................................ 339 38 Secretos vergonzosos .................................................. 349

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RESUMEN

Londres, 1981. Las trece familias de los Illuminati se reúnen en secreto con el objetivo de establecer un nuevo orden mundial. En 2021, cuarenta años después, tres hermanos –Jason, Adrian y Nick de Vere—, respectivamente magnate de los medios de comunicación, presidente de la Unión Europea y arqueólogo– sobresalen en el reino de los humanos. Son tiempos convulsos: la Tercera Guerra Mundial acaba de terminar, mientras se planea la inminente firma de un tratado de desnuclearización entre Rusia, la Liga Árabe e Israel. Paralelamente, las Fuerzas de Paz de la ONU ocupan el templo Moria y las fronteras israelíes. Pronto el Templo de Jerusalén será reconstruido en el cuadrante norte. Pero entonces el Arca de la Alianza es descubierta, y el Hijo de la Perdición se prepara para gobernar...

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LOS PERSONAJES

La Tierra: 2021 La dinastía De Vere - Familia

Jason De Vere: Cuarenta y cinco años, aproximadamente, hermano mayor de la dinastía De Vere. Lugar de nacimiento: Nueva York, EE.UU. Magnate de los medios estadounidenses. Director, propietario y presidente del consejo de administración del multimillonario conglomerado de medios VOX. Posee un tercio de las televisiones y los grandes periódicos de Occidente. Casado con Julia St. Cartier durante veinte años. Divorciado. Una hija, Lily De Vere. Residencia actual: un ático frente al Central Park, Nueva York. Adrian De Vere: Casi cuarenta años, hermano mediano de la dinastía De Vere. Lugar (registrado) de nacimiento: Londres, Inglaterra. Ex primer ministro del Reino Unido (laborista, dos legislaturas), recientemente nombrado presidente de la Unión Europea (por un periodo de diez años). Candidato al premio Nobel de la Paz. En la actualidad, negocia el «Acuerdo Ishtar», el tratado de Paz de la Tercera Guerra Mundial. Casado con Melissa Vane Templar durante cinco años. Melissa murió al dar a luz un hijo, Gabriel, ya fallecido. Residencia actual: palacio de Invierno del Presidente Europeo en el Mont St. Michel, Normandía, Francia. Nick De Vere: Unos treinta años, hermano pequeño de la dinastía De Vere. Lugar de nacimiento: Washington, D.C., EE.UU. Arqueólogo. Playboy y celebridad pública. Enfermo de sida. No tiene hijos. En la actualidad, es pareja de Jotapa, princesa de la casa real de Jordania. Pareja anterior: Klaus von Hausen, conservador jefe del departamento de Oriente Próximo del Museo Británico. Residencias actuales: áticos en Los Angeles, Nueva York y Londres. James De Vere: Padre de Jason, Adrian y Nick De Vere. Fallecido.

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Lilian De Vere: Setenta y cinco años, aproximadamente. Presidenta de la Fundación De Vere. Madre de Jason, Adrian y Nick De Vere. Residencias actuales: ático en Nueva York, mansiones en Oxfordshire y Londres. Julius De Vere: Gran Maestro de la Hermandad. Hechicero. Presidente de Continuation Holdings AG De Vere (1954—2014). Padre de James De Vere. Abuelo de Jason, Adrian y Nick De Vere. Fallecido. Julia St. Cartier: Poco más de cuarenta años. Ex editora de Cosmopolitan. En la actualidad, fundadora y presidenta del consejo de administración de LOLA PR. Principales clientes: la selección de fútbol de Inglaterra y la oficina del Presidente de la Unión Europea. Casada con Jason De Vere durante veinte años. Madre de Lily De Vere. Divorciada. Sale con Callum Vickers. Residencias actuales: vivienda urbana frente al mar en Brighton, Inglaterra; Colonia de artistas de New Chelsea, Londres. Lily De Vere: Dieciséis años de edad. Hija de Julia y Jason De Vere. Confinada en una silla de ruedas después de un accidente automovilístico en el que conducía Nick De Vere. Alumna de la escuela femenina Rodean, de Brighton, Inglaterra. Melissa Vane Templar De Vere: Esposa de Adrian. Muerta al dar a luz. Rosemary De Vere: Hermanastra de James De Vere, compañera de Lilian. Maxim: Mayordomo de James y Lilian De Vere. Pierre y Beatrice Didier: Chofer y ama de llaves de James y Lilian De Vere. En la actualidad, trabajan para Adrian De Vere en Mont St. Michel, Normandía.

La dinastía De Vere - Círculo de amigos conocidos

Lawrence St. Cartier: Algo más de ochenta años. Sacerdote jesuita, agente de la CIA retirado, anticuario, tío de Julia St. Cartier. Residencia: El Cairo y Alejandría, en Egipto. Alex Lane-Fox: Veinte años. Hijo de Rachel Lane-Fox, fallecida el 11-S. Periodista investigador en prácticas. En la actualidad trabaja en el Guardian de Londres. Empezará a trabajar en el New York Times en enero de 2022. Amigo íntimo de Julia, Jason y Lily De Vere. Rachel Lane-Fox: Supermodelo. La mejor amiga de Julia. Muerta en un avión el 11-S.

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Rebekah y Davis Weiss: Padres de Rachel Lane-Fox. Polly Mitchell: Diecisiete años. La mejor amiga de Lily De Vere y novia de Alex Lane-Fox. Klaus von Hausen: Conservador adjunto del departamento de Oriente Próximo del Museo Británico. Ex amante de Nick De Vere. Charles «Xavier» Chessler: Unos 85 años. Hechicero, ex director del Chase Manhattan Bank. Presidente del Banco Mundial. Retirado. Padrino de Jason De Vere. Callum Vickers: Poco más de 30 años. Principal neurocirujano de Londres. Sale con Julia De Vere. Dylan Weaver: Genio especialista en tecnología de la información contratado por varios bancos globales, instituciones y empresas de software. Amigo de Nick De Vere desde la infancia. Jontil Purvis: Unos sesenta años. Secretaria ejecutiva de Jason De Vere durante diecinueve años. Levine y Mitchell: Secretarios de Jason De Vere. Kurt Guber: Lleva años con Adrian. Primer jefe de seguridad de Downing Street y actual director de los Servicios Especiales de Operaciones de Seguridad de la Unión Europea. También es especialista en armas exóticas. Neil Travis: Ex jefe de seguridad de las SAS para Adrian De Vere. Anton: Jefe de protocolo de Adrian De Vere. Padre Alessandro: Sacerdote del Vaticano y científico del Vaticano. Wasim: Secretario de Lawrence St. Cartier en su residencia de Alejandría, Egipto. Frau Vghtred Meeling: Criada austriaca de la familia De Vere. Niñera de Jason, Adrian y Nick. También, abadesa Helewis Vghtred. Hermano Francis: Monje de Alejandría, Egipto.

La Hermandad (Illuminati)

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Su Excelencia Lorcan de Molay: Ex superior general de la Compañía de Jesús. Sumo Sacerdote Supremo de la Hermandad, sacerdote jesuita. Lugar de nacimiento: indeterminado. Edad actual: indeterminada. Lugares actuales de residencia: Londres, Washington D.C., Roma. Kester von Slagel (barón): Emisario de Lorcan de Molay. Piers Aspinall: Jefe del MI6, el servicio de espionaje británico. Charles «Xavier» Chessler: Ex director del Chase Manhattan Bank. Presidente del Banco Mundial. Retirado. Ethan St. Clair: Gran Maestro de los Hermanos Escoceses. Dieter von Hallstein: Ex canciller alemán. Naotake Yoshido: Presidente de la dinastía bancaria japonesa Yoshido. Raffaello Lombardi: Patriarca de la familia de la nobleza negra de Venecia. Director del Banco Vaticano. Julius De Vere: Gran Maestro de la Hermandad. Hechicero. Presidente de Continuation Holdings AG De Vere. Padre de James De Vere. Abuelo de Jason, Adrian y Nick De Vere. Fallecido. Jaylin Alexander: Ex director ejecutivo de la CIA. Comandante General Omar B. Maddox: Comandante del Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial o, por sus siglas en inglés, NORAD. González: jefe del Cuerpo de Protección Presidencial del Servicio Secreto de EE.UU. Lewis: Vicesecretario de Defensa. Drew Janowski: Asesor especial del presidente en política de Defensa y Estrategia. Werner Drechsler: Presidente del Banco Mundial. Vincent Carnagie

La casa real de Jordania

Rey de Jordania: Padre de Jotapa, Faisal y Jibril. Fallecido de ataque cardíaco.

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Jotapa: Veintidós años. Princesa de Jordania. Tiene una relación afectiva con Nick De Vere. Llamada así en honor de la princesa Jotapa, que vivió hace dos mil años. Jibril: Dieciséis años. Hijo menor del rey de Jordania. Nombrado príncipe heredero. Faisal: Hijo mayor del rey de Jordania. Safuat: Jefe de seguridad y guardaespaldas personal de Jotapa. Mansur: Príncipe heredero de Arabia.

Otros personajes

Profesor Hamish MacKenzie: Genetista escocés y experto mundial en clonación animal e hibridación. Jul Mansur: Nieto de Abdul-Qawi, arqueólogo beduino. Wasim: Ayudante de Lawrence St. Cartier. Abdul-Qawi Aka Jedd: Arqueólogo beduino. Matt Barto: Jefe de la corresponsalía de la VOX en Teherán. Jordan Maxwell III: Banquero de inversiones, Correduría Neal Black. Powell: Vicepresidente de Tecnología de la Información de Correduría Neal Black. Von Duysen: Colega de Jordan Maxwell. Laurent Chasteney: Secretario de Adrian.

Primer Cielo

Jesús: Cristo, el Nazareno. Miguel: Príncipe jefe de la Casa Real de Jehová, comandante en jefe de los Ejércitos del Primer Cielo. Presidente de los Consejos Litigantes.

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Gabriel: Príncipe jefe de la Casa Real de Jehová, Señor Juez Supremo de los Reveladores Angelicales. Jether: Guerrero imperial y Gobernante de los veinticuatro Antiguos Monarcas del Primer Cielo y del Consejo Superior. Cuidador principal de los Sagrados Misterios de Jehová. Zachariel: Conservador de los Días Antiguos, se ocupa de las ciencias y los universos. Uno de los veinticuatro reyes gobernados por Jether. Lamaliel: Miembro del Consejo Regente de Ancianos Angélicos. Isacar: Miembro del Consejo Regente de Ancianos Angélicos. Matusalén: Miembro del Consejo Regente de Ancianos Angélicos. Mahil: Miembro del Consejo Regente de Ancianos Angélicos. Joctán: Gobernador de las Águilas Reveladoras de Gabriel. Obadías, Dimnas: Juveniles, una antigua raza angélica cuyos rasgos característicos son la eterna juventud y una perspicacia extraordinaria, expresamente diseñados como aprendices que ayuden a los Ancianos en la custodia de las innumerables nuevas galaxias de Jehová. Sandaldor: General de Gabriel. Zadquiel: General de Gabriel. Zalialiel: Custodio del Portal de Shinar.

Los caídos

Lucifer: Satán, rey de la Perdición. El Tentador. El Adversario. Gobernador Soberano de la Estirpe de los Hombres, de la tierra y de las regiones inferiores. Charsoc: Apóstol Oscuro, Sumo Sacerdote de los Caídos. Gobernador de los Grandes Magos de la Corte Negra y de los temidos Reyes Hechiceros de Occidente. Marduk: Jefe de los Consejos Herméticos y Jefe del Estado Mayor de Lucifer. Los Magos Gemelos de Malfecium: El Gran Mago de Phaegos y el Gran Mago de Maelageor. Los supercientíficos. Mulabalah: Gobernador de los Murmuradores Negros.

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Astarot: Comandante en jefe de la Horda Negra. Ex general de Miguel. Moloc: Príncipe satánico, «Carnicero» de la Perdición. Sargón el Terrible de Babilonia: Defensor de Gehenna, Gran Príncipe de Babilonia. Balberit: Primer secretario de Lucifer. Nisroc el Nigromante: Guardián de la Muerte y de la Tumba. Los Grandes Magos de la Camarilla Hermética: 666 Murmuradores Negros. Dracul: Gobernador de los Hechiceros del Oeste y Anciano Líder de los Señores del Tiempo. Nefilim: Un híbrido entre los angélicos y la Estirpe de los Hombres.

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De las crónicas de los hermanos Libro 2

2021 Alejandría, Egipto

En vaqueros y con el torso desnudo, Nick contemplaba la gran panorámica de la bahía oriental y el puerto de embarcaciones de recreo desde el balcón del antiguo y majestuoso Cecil Hotel, situado en la plaza de Saad Zaghlou. Respiró hondo, captando el aire salado del mar procedente del Mediterráneo. Aquella noche se permitió un raro sentimentalismo. Como inglés en Egipto, disfrutaba del hecho de que tanto Somerset Maugham como Noel Coward se habían asomado a aquel balcón antes que él y que incluso el servicio secreto británico había antaño ocupado una suite en el viejo hotel para desarrollar sus operaciones. Una razón tan buena como cualquiera para alojarse allí. Además, el Cecil contaba con un interés especial, el de su arquitectura árabe, un recordatorio constante de la antigua riqueza y prodigalidad de la ciudad. Nick sonrió distraídamente ante el incesante griterío y los regateos procedentes de las pastelerías y cafés legendarios de Alejandría, aunque era casi la una de la madrugada. Había volado de Roma a El Cairo a última hora de la noche y se había desplazado directamente en coche a Alejandría por la autopista que unía las dos ciudades. Hacía una hora que había llegado al hotel. Por la mañana, visitaría lo que consideraba el único yacimiento del lugar donde había antigüedades auténticas, Kom el-Dikka, donde se había excavado un pequeño teatro romano. Luego, conduciría hasta el monasterio del desierto, donde lo estaría esperando el profesor Lawrence St. Cartier. Nick alzó la vista por sexta vez aquella noche, quizás, hasta la luna llena, aquella extraña aparición blanca que resplandecía en el firmamento nocturno de Egipto, y

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luego se volvió y entró en una habitación de hotel decepcionantemente corriente. Suspiró, observando el previsible empapelado de las paredes y la abultada colcha de la cama. Se tumbó sobre el duro colchón y cerró los ojos. Ahora, su cuerpo decaía deprisa, lo notaba. Se miró las costillas, parcialmente visibles en el pecho. Había perdido otros cuatro kilos en las últimas dos semanas. Los vaqueros descoloridos le caían hasta las caderas y se los sostenía con un costoso cinturón de suave cuero con la hebilla abrochada en el último orificio. Conocía el día y la hora exactos en que había sucedido. Había sido en Amsterdam, un domingo por la noche. Eran ricos, jóvenes y estaban aburridos. Carne de cañón de las celebridades. Siete de ellos habían compartido la misma aguja, aquella noche. Cuatro chicos y tres chicas, con toda la vida por delante. La heroína los había colocado, pero el virus había sobrevivido mucho después de que el efecto de la droga desapareciera. Era la cepa más perniciosa de sida que se conocía hasta entonces. La sexta víctima había muerto el lunes anterior y toda la prensa británica se había hecho eco de la noticia. La chica, natural de Manchester, había sido modelo. Tenía el mundo a sus pies. Sus padres estaban destrozados. Nick buscó el mando a distancia palpando la cama con la mano y puso en marcha el televisor. El primer canal que apareció fue Nilesat, donde daban una desconocida producción dramática local, y fue pulsando el botón hasta que encontró Al Jazira. Allí, en un resumen de noticias, sonriendo desde Damasco, estaba su hermano mayor, Adrian De Vere. Gracias a Dios que Adrian existía. Nick sabía que, de no haber sido por él, no habría llegado tan lejos. Observó a su hermano. Adrian debía de haber seguido el consejo de Julia y contratado a un estilista de primera. Estaba bronceado, delgado, el cabello oscuro le resplandecía y tenía el mismo aire de sofisticación que una estrella de Hollywood. En cambio, acababan de nombrarlo presidente de la Unión Europea y era la persona más joven que nunca hubiera iniciado en acuerdo de paz en Oriente Próximo. Nick bostezó, exhausto, y, con el mando a distancia aún en su mano, cayó enseguida en un agitado sueño en el que aparecían monjes y antigüedades, sus hermanos, Jason y Adrian De Vere... y la princesa jordana.

2021 Washington D. C.

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Desde la azotea del edificio de la Cámara de Comercio, Jason De Vere observaba el Marine One, que despegaba del césped de la Casa Blanca con rumbo a Camp David. El presidente y el ministro de Asuntos Exteriores chino habían abandonado la gala hacía media hora, seguidos de los últimos senadores del Capitolio y un grupo de funcionarios de la embajada china. Sólo quedaban en el lugar los habituales rezagados de Washington y aspirantes a periodistas, de quienes lo mantenían a distancia sus siempre eficientes y bien pagados guardaespaldas. Dejó el vaso de whisky en la improvisada mesa de banquete y cruzó la azotea, dejando atrás las carpas de los medios pertenecientes a la cadena VOX, su imperio mediático personal. Las televisiones chinas y extranjeras ya se habían marchado y sólo quedaban la BBC y SKY, recogiendo sus cables. Jason sonrió. Pocas veces lo hacía. Estaba alborozado. Hacía dos años, había ultimado la VOX. Siendo ya el accionista mayoritario en plataformas televisivas de EE.UU., Europa, Asia y Oriente Próximo, había comprado Direct TV y, tres meses más tarde, había adquirido la FOX y su equivalente británica, SKY, para cerrar finalmente la adquisición de la 21st Century Fox. Y, el día anterior, VOX había firmado con Pekín una de las adquisiciones más importantes en el ámbito de la televisión global, la operación más arriesgada llevada a cabo nunca por De Vere, si se tenían en cuenta todos los factores. Ahora parecía ser imparable, lo cual no estaba mal para alguien a la edad madura de cuarenta y cuatro años. Miró hacia la Casa Blanca, donde distinguió la familiar silueta de los francotiradores de la azotea. En aquel momento, sonó su móvil. —¿Sí? —respondió lacónicamente—. No, no nos moveremos. Eso es lo más alto que llegaremos. No he cambiado de postura. Comprobó los mensajes. No había llamadas personales. En realidad, no había recibido ni una sola llamada personal desde que había formalizado el divorcio con Julia, hacía trece meses. A excepción de las de su madre y de las de Adrian. Julia. Jason se quedó paralizado. Anonadado. Más incluso, se quedó pasmado ante la cantidad de emociones que se habían desencadenado en él cuando había visto a Julia en Damasco, la semana anterior. El encuentro lo había inquietado en grado sumo, lo había desconcertado. Todavía la amaba, eso lo sabía, pero no se atrevía a correr el riesgo de tener que afrontar de nuevo unas emociones tan intensas. No volvería a ver nunca más a Julia en persona, se prometió, a menos que fuese una cuestión de vida o muerte. Volvió a guardar el móvil en la funda que llevaba a la cadera y contempló por última vez la Casa Blanca, que transmitía en directo a la calle M, cuya señal

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transmitían los satélites de la Fox a todo el mundo. Entonces volvió a mirar la extraña imagen blanca suspendida sobre el horizonte de Washington y se pasó los dedos por su corto cabello entrecano. Julia no lo soportaría y aquello le proporcionó una acometida de placer infantil. Consultó el reloj y frunció el ceño. El día siguiente era el aniversario de Adrian. Cumplía cuarenta años. Tomó nota de llamar a Francia por la mañana.

2021 Mont St. Michel Normandía, Francia

Un hombre alto e impecablemente vestido con un traje de Savile Row observaba las enormes puertas de madera de cerezo de la biblioteca del palacio de verano europeo. En la mano sostenía un pergamino escrito en un extraño alfabeto arameo. Miró más allá de los cientos de policías militares que patrullaban el perímetro de la alambrada doble, más allá de los aviones armados con ametralladoras que sobrevolaban en círculo, y fijó los ojos en la cerúlea aparición, visible ante la luna llena, que se recortaba en los cielos crepusculares del Atlántico. Un sacerdote jesuita, vestido con el vaporoso hábito de su orden de las «Sotanas Negras», venía caminando hacia él, golpeando el suelo de caoba pulida con un bastón de mango de plata. —El Jinete Blanco —dijo, deteniéndose a pocos pasos. El hombre asintió. Llevaba el pelo, negro como el ala de un cuervo, largo hasta el cuello de la camisa, a la moda del momento, y bajo el claro de luna adquiría un brillo azulado. —Nuestra señal está en los cielos. Se volvió levemente y la luna iluminó el contorno de sus rasgos cincelados. Su perfil era fascinante, extrañamente hermoso. —Hemos esperado dos mil años para llevar a cabo nuestra venganza. El hombre contempló la monumental panorámica de la bahía y, avanzando hasta quedar directamente iluminado por la luna, dirigió la mirada hacia la aparición. Con

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manos temblorosas de rabia contenida, acercó una candela fina de color negro al pergamino y le prendió fuego. —Y ahora vengamos nuestro humillación a manos del Nazareno.

deshonor

—murmuró

Lucifer—.

Nuestra

Lucifer se alisó su hábito de jesuita, acarició la serpiente de plata repujada de la empuñadura de su bastón y esbozó una lenta y maliciosa sonrisa. —Vengamos el Gólgota.

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Creo que los bancos son más peligrosos para nuestras libertades que los ejércitos armados.

THOMAS JEFFERSON, tercer presidente de Estados Unidos (1743-1826)

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En estos momentos, un gobierno en la sombra ejecuta sus planes para instaurar un nuevo orden mundial. Es una camarilla secreta de gobernantes más poderosa que ningún gobierno de los que existen hoy día. Controla el complejo militar industrial, los bancos del mundo, las unidades de operaciones secretas de las facciones clandestinas de los servicios de inteligencia, la reserva federal. Sus planes son tan antiguos como el tiempo. Sus intenciones son traicioneras. Hoy, su existencia permanece prácticamente secreta. ...Y, sin embargo, su plan es imparable.

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PRÓLOGO No proyectan sombras

2001 Club mundial del comercio Piso 107, World Trade Center, Lower Manhattan, Nueva York

Era el diez de septiembre de 2001, un día casi como otro cualquiera, pensó Lorcan de Molay. El día siguiente, a las 8.46 de la mañana, el mundo cambiaría. Reflexionó sobre aquel hecho mientras observaba el espectacular perfil de Manhattan desde la gran cristalera del club privado, cuatrocientos metros por encima de la ciudad de Nueva York. Contempló en silencio la amplia vista del muelle de Manhattan, con los ojos fijos en el paso incesante de los brillantes aviones 757 y 747 que llegaban y partían de los aeropuertos de La Guardia, JFK y Newark. Finalmente, el sacerdote apartó los ojos del horizonte y se volvió. Aunque en su rostro había extrañas cicatrices, sus facciones eran imperiales y bellas. La frente ancha y la recta nariz patricia enmarcaban unos ojos imperiosos de color zafiro que contenían una hipnotizadora y cautivante hermosura. Su abundante cabellera negra como ala de cuervo empezaba a volverse plateada en las puntas. En un día normal, la llevaría cuidadosamente peinada hacia atrás desde sus altos pómulos, recogida en su trenza habitual y sujeta con una simple banda negra. En un día corriente, vestiría la vaporosa Sotana Negra de su orden jesuita. Sin embargo, aquél no era un día cualquiera y, bajo la luz del atardecer, las brillantes trenzas le caían sueltas sobre los hombros, rozando el traje de corte perfecto de Domenico Vacca, hecho a medida, que realzaba aquel cuerpo meticulosamente cuidado que había debajo.

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El sacerdote acarició la serpiente de plata labrada del mango de su bastón, observando despacio a los hombres sentados frente a él. El Gran Consejo Druida de los Trece, las órdenes más altas del Comité de los Trescientos, la Nobleza Negra de Venecia, el Consejo de la Madre Suprema de los Masones del trigésimo tercer grado del Rito Escocés. Estudió las caras de la elite que controlaba la Reserva Federal, el Banco de Pagos Internacionales, el Banco Mundial, el Consejo de Relaciones Exteriores, el grupo Bilderberg y el Club de Roma, y sus ojos se posaron finalmente en el Hermano Superior y Gran Tribunal de la Ordo Templi Orienti. Los Grandes Maestros de los Illuminati. El grupo secreto que controlaba el gobierno de Estados Unidos. Que controlaba todos los gobiernos del mundo oriental y occidental. En sus labios centelleó una sonrisa. Y él, Lorcan de Molay, a su vez, los controlaba a todos. Abrió la petaca de plata de los cigarros. Kester von Slagel, su emisario, se materializó a su lado desde un rincón a oscuras del club con un cortapuros en la mano. De Molay introdujo la punta del cigarro mientras Von Slagel cortaba hábilmente la punta antes de desvanecerse de nuevo entre las sombras. De Molay se acercó el cigarro a los labios y situó el extremo encima de la llama: «La Corona, 1937...»Lo encendió con satisfacción y luego, quitándoselo de la boca, posó despacio sus ojos en los rostros impasibles de los directores de los bancos más poderosos del mundo que se hallaban sentados ante él. Eran unos mentecatos. Unos déspotas hambrientos de poder. Sin embargo, según la Doctrina de la Ley Eterna, los Consejos del Temor de los angélicos caídos no tenían jurisdicción directa sobre la Estirpe de los Hombres. Al acordarse del Nazareno, frunció los labios. No tenía otra alternativa. Después de su humillante derrota en el Gólgota, la presencia de los Caídos en este orbe salpicado de barro era ilegítima. Sólo tenía una alternativa: debía utilizar a las masas temerosas. Seducirlas, involucrarlas en su plan maestro. Oscuros Esclavos de los Caídos. Por lo menos, hasta la Gran Batalla. Hasta la derrota del Nazareno. Después, podría prescindir de todos. Sólo de pensar en ello experimentó una oleada de puro placer.

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Y Jerusalén sería finalmente suya. Pero, ahora, debía encargarse del asunto que tenía delante. De Molay habló suavemente, con una voz grave y cultivada. Su acento era inconfundiblemente británico, de Londres WIK, para ser exactos, pero contenía una sutil inflexión exótica que resultaba indefinible. —Mañana, a las 8.46 exactamente, nuestra operación para desestabilizar y subvertir los Estados Unidos de América habrá comenzado. —Acarició el cigarro despacio entre unos dedos delgados y de cuidadas uñas. Todos los ojos estaban fijos en él—. A mediodía, se habrá producido el cierre de las Naciones Unidas, de la Comisión de Valores y Bolsas, de las propias Bolsas... Habremos golpeado los cimientos de todo el mundo occidental. Se volvió hacia Charles Xavier Chessler, el canoso director del Chase Manhattan. —Nuestra cuenta de beneficios por información privilegiada tiene ahora mismo quince mil millones de dólares —explicóChessler—. Y es imposible seguir su rastro hasta relacionarla con la Hermandad. De Molay dio unas caladas al puro hasta que el borde empezó a brillar. —Las torres se desmoronarán como el típico castillo de naipes. —En caída libre —añadió Jaylin Alexander, ex director ejecutivo de la Agencia Central de Inteligencia—. Las pruebas de una implosión controlada quedarán enterradas para siempre entre las ruinas. De Molay dirigió un gesto a la figura imponente del comandante general del NORAD, Omar B. Maddox, un hombre con una mata de áspero pelo blanco y vestido de militar que estaba sentado a su derecha. —¿El Guardián Vigilante está en vigor, general? —El NORAD está en alerta, excelencia —respondió el general tras saludar militarmente a De Molay—. Al amanecer, ejecutaremos el ejercicio de defensa aérea imaginario más grande de nuestra historia, simulando un ataque a Estados Unidos. —El general sonrió pero sus pequeños ojos de halcón brillaron con intensidad—. El simulacro causará las distracciones y la confusión necesarias para que los ataques reales tengan éxito. Los técnicos de la Administración Federal de Aviación del NORAD estarán medio ciegos. De Molay se volvió hacia González, jefe del Cuerpo de Protección Presidencial del Servicio Secreto de EE.UU. —¿Los terroristas están en posesión de los códigos?

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—Tienen los códigos y señales del Air Force One y los códigos principales de la Casa Blanca, excelencia. —¿Y acceso a los servicios de vigilancia de la Agencia Nacional de Seguridad? —Todo en orden, excelencia —asintió González. —No tenemos que proyectar ninguna sombra —dijo De Molay, volviéndose hacia Alexander. —El coche registrado a nombre de Nawaf al-Hazmi será abandonado en el aparcamiento del aeropuerto Dulles la mañana del doce —afirmó Alexander—. Dentro hay una copia de la carta de Atta a los secuestradores, un cheque bancario a nombre de una escuela de aviación de Phoenix, cuatro dibujos de la cabina de un 757, un cúter y mapas de Washington y Nueva York. —Los terroristas se han tragado por completo la historia. Se hacen con el control de los aviones y creen que su misión consiste en volver a los aeropuertos donde habrá aviones con combustible para ellos y los rehenes. Una vez activemos el canal de control primario, advertirán que los han engañado. Los secuestrados son ellos, en el cielo. Y será demasiado tarde —Alexander esbozó una leve sonrisa—. Serán mártires involuntarios de la Hermandad. Chivos expiatorios de una operación bajo bandera falsa de los servicios secretos. Es de manual. —¿Y Bin Laden? —preguntó Julius De Vere, el presidente de De Vere Continuation Holdings. —Osama Bin Laden voló de Pakistán a Dubai el 4 de julio —respondió Lewis, vicesecretario de Defensa—. Lo acompañaban su médico personal, cuatro guardaespaldas y un enfermero argelino y fue ingresado en el departamento de urología del Hospital Americano. Ya nos hemos ocupado de la evacuación de sus familiares. —Tenemos a punto el Boeing 777 tal como acordamos —asintió Alexander—. Los Bin Laden serán evacuados el 18 de septiembre mientras los vuelos todavía estén restringidos. —Y luego invadiremos Irak —lo interrumpió Drew Janowski, asesor especial del presidente en política de Defensa y Estrategia— y de ese modo quedará permanentemente erradicada la resistencia de Saddam a nuestro programa de dólares por petróleo. Creamos la crisis y después la manejamos con destreza. Creamos Seguridad Interior, después la Ley Patriota... —En otoño de 2008, provocaremos una crisis en los mercados —dijo en voz baja Werner Drechsler, presidente del Banco Mundial—. Hundiremos el dólar. Habrá una contracción deliberada de todo tipo de crédito. Instigaremos la mayor crisis

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económica desde 1929. En menos de dieciocho meses quedará destruida entre el cuarenta y el cuarenta y cinco por ciento de la riqueza del mundo. —Y hacia 2025 terminaremos el trabajo. Julius De Vere observó a los reunidos con satisfacción—. Durante la retirada masiva de depósitos debida al pánico bancario, hacemos caer intencionadamente la Reserva Federal y la sustituimos por nuestro Banco Central Mundial. Nos suplicarán que hagamos lo que sea para detener su sufrimiento. Un hombre huesudo y de aspecto reconcentrado, de poco más de cincuenta años y que llevaba gafas de montura de pasta, alzó la vista de sus papeles. —Y entonces, caballeros, daremos nuestro golpe de estado... La soberanía de Estados Unidos será eliminada permanentemente —dijo Piers Aspinall, jefe de los servicios de espionaje británicos, quitándose las gafas y echando el aliento a los cristales. —Será la primera fase de la Unión Norteamericana. Lanzaremos una moneda nueva, el amero, e introduciremos el control de armas obligatorio. —Se reclinó pausadamente en el asiento—. A continuación, dividiremos el mundo en diez superbloques. Pondremos en marcha un incidente atribuible a servicios secretos extranjeros, nuclear o de terrorismo biológico, y decretaremos la ley marcial y la vacunación obligatoria. —Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo de algodón perfectamente planchado con sus iniciales bordadas y procedió a limpiar los cristales de las gafas—. Erradicaremos a los que resistan. Los patriotas. Los constitucionalistas. —Cruzó una fugaz mirada con Lorcan de Molay y añadió—: Los cristianos... —Durante las próximas décadas —De Molay esbozó una leve sonrisa mirando al presidente de Petróleos del Mar del Norte y de la Corporación Petrolera Neerlandesa, que estaba sentado a su derecha—, los estadounidenses dirán que nuestra conspiración no es más que una leyenda urbana. Un brindis por el oro negro, señores —dijo, alzando un vaso de oporto añejo—. ¡Por los cuatrocientos mil millones de petróleo de las reservas iraquíes! Los miembros de la Hermandad levantaron los vasos. De Molay se acercó a la cristalera que ocupaba toda una pared y miró hacia el Atlántico. —Por Irak... —murmuró. Apartó los ojos de la ventana y se volvió hacia los reunidos con una expresión extrañamente distante. —Y luego, Jerusalén. Todos se pusieron en pie al unísono y levantaron la copa.

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—Por Jerusalén. —Por nuestro Nuevo Orden Mundial —anunció Lorcan de Molay—. Novos Ordo Seclorum. —Novos Ordo Seclorum —repitieron a coro todos los reunidos. Lorcan de Molay levantó la copa por segunda vez y se volvió a aquel ignorante Manhattan que resplandecía bajo la tenue luz otoñal. —Y por el reinado del único hijo que he engendrado...

11 de septiembre de 2001, Vuelo 11 de American Airlines Aeropuerto Internacional de Logan, Boston 7.40 horas

La atractiva morena con unas enormes gafas de sol de Prada sonrió y se volvió hacia el nervioso joven de piel aceitunada que estaba sentado a su lado. Llevaba una camisa azul y miraba al frente, con expresión insondable. La mujer se encogió de hombros, pasó sus dedos finos de perfecta manicura por su melena rubia y volvió a concentrarse en el avión medio vacío, bostezando. Desde el nacimiento de Alex, que había tenido lugar hacía doce semanas, Rachel Lane-Fox estaba obsesionada con la dificultad de conciliar el sueño. Estiró sus piernas largas y esculturales, movió los dedos de los pies y se hundió en su asiento de la clase business en la fila 8 de un Boeing 767. Hurgó en el bolso, sacó el teléfono móvil y pasó nombres en la agenda hasta que encontró el número de Julia De Vere. Pulsó el botón de marcar y la señal sono dos veces. —Hola, Jules —sonrió—. Sí, ya estoy de vuelta. En la pista del aeropuerto de Logan... —Miró por la ventanilla—. Llevamos un poco de retraso. Sí, escucha, papá ya ha salido de la unidad de cuidados intensivos. No tengo palabras para agradecerte que hayas cuidado a Alex. Una sobrecargo se detuvo a su lado. Rachel levantó la mirada. —Lo siento, señora. El teléfono y... —Señaló el cinturón de seguridad.

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Rachel se lo abrochó torpemente, sujetando el móvil con la barbilla. La sobrecargo frunció el entrecejo y observó a Rachel con atención. —¿No es usted la supermodelo Rachel, Rachel Lane-Fox? —Sí, me ha pillado —suspiró Rachel—. Culpable. Se quitó las gafas de sol y posó la mano libre en el brazo de la sobrecargo. —Escuche —le dijo—, se trata de mi bebé. Sólo tiene doce meses. Mi padre ha sufrido un ataque cardíaco. Mi hijo está con una amiga. Es la primera vez que me separo de él. —Señaló el teléfono—. Por favor... —Esbozó una sonrisa cautivadora, mostrando sus dientes blancos y perfectos. La sobrecargo consultó el reloj y suspiró. —Está bien —dijo y, señalando las puertas del avión, añadió—: Puede hablar hasta que las cerremos. —Gracias —respondió Rachel, guiñándole un ojo. El hombre de la camisa azul de la butaca contigua la miró con gesto de desaprobación. —Jules... —Echó un vistazo al hombre y bajó la voz—. Escucha, ¿Alex ha dormido toda la noche o ha sacado de sus casillas a Jason? —Contuvo una risilla. El vecino de asiento la miró abiertamente—. De acuerdo, cuando aterricemos en Los Ángeles tomaré un taxi directamente hasta las oficinas del Cosmo y os recogeré a los dos para ir a almorzar. La sobrecargo había regresado. —Señora Lane-Fox... —Tengo que colgar, Jules. Dale un beso a Alex de mi parte. Rachel cerró el teléfono, lo guardó en el bolso y colocó éste debajo del asiento apresuradamente. «Qué extraño», pensó. El hombre de tez aceitunada se agarraba a los brazos del asiento como si su vicia dependiera de ello y sudaba profusamente. Debía de tener pánico a volar. —Eh —le dijo, dándole unos leves toques en el brazo—. Cuando una vuela a menudo, no es tan terrible. Te acostumbras a ello. —Le dedicó una cálida sonrisa—. En mi caso, ha sido así. Mohamed Atta la miró impertérrito.

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Rachel se encogió de hombros, cogió una revista de moda y la hojeó ociosamente mientras el avión se alejaba de la puerta de embarque 32 en dirección a la pista de despegue 4R. Ocho minutos más tarde, mientras el Boeing ascendía en unos diáfanos cielos otoñales, Rachel Lane-Fox contempló desde la ventanilla la espectacular panorámica del puerto de Boston. Eran exactamente las 7.59 de la mañana del martes 11 de septiembre.

Lorcan de Molay consultó ociosamente la cara del cronógrafo de oro del reloj Grogan Patek Philippe de 1925 que llevaba en la muñeca derecha. «El único reloj de este tipo hecho jamás para un zurdo», pensó. En la Costa Este americana eran exactamente las 8.14 de la mañana. El secuestro del vuelo número 11 de American Airlines había empezado. Al cabo de unos minutos, Mohamed Atta y sus chivos expiatorios de la CIA advertirían que habían sido engañados. No habría, ningún avión esperándolos. Esbozó una leve sonrisa, se secó la boca con una servilleta de lino que llevaba sus iniciales bordadas y la dejó junto al almuerzo, un plato de milhojas de langosta a la catalana que no había terminado. El protocolo de control remoto se activaría en cualquier momento. Su mirada se perdió más allá de los leones de bronce que sostenían el obelisco egipcio de granito rojo de cuarenta y cinco metros de alto, más allá de la Via della Conciliazione y la otra orilla de las aguas verdes y lodosas del Tíber, hasta las Siete Colinas de Roma. Entonces, consultó el reloj una vez más. Al cabo de cuatro minutos, el funcionamiento del 767 quedaría bajo control directo del «Puesto de Mando» en tierra. Se alisó la sotana de jesuita y cerró los ojos, volviendo el rostro hacia la suave brisa otoñal de Roma. El sistema de control de vuelo del Boeing estaba a punto de ser reconfigurado para que se estrellara contra el World Trade Center de Nueva York.

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Correduría de bolsa Neal Black, World Trade Center 8.40 horas

Jordan Maxwell III, banquero de inversiones, miró por tercera vez en pocos minutos la pantalla de su ordenador. —¡Eh, jefe! —dijo Damien Cox, un bisoño graduado de Harvard apoyado en la puerta de cristal de la oficina de Maxwell, con una taza de café Starbucks en la mano—. Sucede algo. Nos han dejado fuera del sistema. Es extraño. —Sonrió. Maxwell volvió la vista a Powell, el vicepresidente del departamento de Tecnología de la Información de Neal Black, que había aparecido en el umbral, detrás de Cox. —Sí, estamos fuera —murmuró Powell. —¿Todos? —quiso saber Maxwell, enarcando las cejas. —Todos los ordenadores, en las tres plantas. Trescientas dieciocho estaciones de trabajo, para ser exactos. Piemos sido invadidos. Y alguien... alguien está descargando todos nuestros archivos. —Powell hizo una pausa—. Desde fuera del edificio. —¿Hackers? —No —respondió encogiéndose de hombros—. Es un ataque demasiado sofisticado. Un programa nos ha dejado tuera. No había visto nunca una cosa así —Powell sacudió la cabeza—, y he visto de todo. Maxwell se puso en pie y se encaminó rápidamente a la amplia oficina diáfana de Neal Black, seguido por Powell y Cox. Mientras caminaba, miraba los monitores de los ordenadores. Luego, dirigió la vista a la puerta de cristal de la sala de reuniones, donde el director general y dos importantes socios de la correduría estaban enfrascados en una intensa conversación en voz baja. —¿Ha informado a Morgan? —Tiene una llamada de Europa, de los grandes jefes. No quiere distracciones.

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—Bien, le informaré a través de la línea interna. —Maxwell se volvió de repente, regresó a su oficina y se sentó en su costoso sillón de cuero sin apartar los ojos de la pantalla. Se dispuso a pulsar la línea interna y entonces dudó. Alguien estaba descargando todavía los ficheros. Se suponía que él no sabía nada, pero había estado siguiendo el tráfico anómalo de transacciones desde el 6 de septiembre. Sólo en las últimas cuarenta y ocho horas, por los ordenadores de las oficinas de Neal Black, situadas en el World Trade Center, habían pasado unos doscientos millones de dólares en transacciones ilegales. Y luego, estaba esa transacción única de pagarés del Tesoro por valor de cinco mil millones de dólares que había mencionado Von Duysen el día anterior, mientras tomaban una copa. Inquieto, miró al otro lado de las puertas de cristal en dirección a la sala de reuniones. Aquello estaba relacionado con Europa, con los poderes a los que no había que desobedecer nunca. De eso estaba seguro. Maxwell pulsó una tecla del teclado y observó la pantalla con impaciencia. No había duda de ello. Se estaba produciendo un gran «saqueo» financiero. Alguien cubría sus huellas. Todos los archivos salían del edificio descargados a la velocidad de una centella. Aquello ocurría ante sus propias narices. Los estaban sacando del sistema. ¿Adonde los llevarían? Sacudió la cabeza, cogió la taza de café, que se le había enfriado, y se dirigió a la ventana. Contempló el transparente firmamento de Manhattan, preguntándose por qué. Entonces oyó un extraño ruido y frunció el entrecejo. Si no fuera ridículo, diría que se trataba del rugido de los motores de un avión. Volvió la cabeza hacia la izquierda. La taza de café se le resbaló de la mano y el líquido se derramó en la hermosa alfombra bereber. El 767 venía directo hacia él.

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VEINTE AÑOS DESPUÉS

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1 El carro de Alá

Diciembre de 2021 Cisterna número 30 Monte del Templo, Jerusalén

—¡Abuelo! ¡Abuelo! —Jul Mansur tiraba de la vieja túnica de beduino de su abuelo mientras éste caminaba con paso firme por el laberinto de entradas a las cisternas de superficie en dirección a la puerta de Warren—. ¡Abuelo! —repitió—. No deberíamos estar aquí. ¡Es terreno prohibido! La radiación... Abdul-Qawi se volvió y miró con el entrecejo fruncido y expresión sombría a su nieto de trece años. Luego, su rostro oscuro y apergaminado se quebró en una amplia y desdentada sonrisa. —Jul. —El hombre levantó al aire sus manos morenas y deformes en señal de exasperación; después, desenganchó un medidor de radiaciones que llevaba en el cinturón y lo abrió—. ¡Ja! —exclamó—. ¡No hay radiación! Eso son manipulaciones de las Naciones Unidas. La radiación está en Tel Aviv, en Jaffa, no en Jerusalén. —Los soldados nos detendrán, abuelo. —¿Ves a los israelíes? ¿Ves siquiera a los empleados del Wakf, que administra el día a día de la Explanada de las Mezquitas? —Abdul-Qawi señaló con gesto dramático el Monte vacío y acordonado. Escupió en el suelo y se secó la boca con el revés de la mano—. Se han marchado todos, todos... Desde que la guerra terminó. El viejo siguió caminando los cincuenta metros que lo separaban de la Puerta. —Los soldados se han marchado pero, de todos modos, estás allanando una propiedad, Jadd —replicó el chico.

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Al oír el sonido de su nombre en árabe, Abdul-Qawi se detuvo en seco. —¡Ah! —exclamó, levantando las manos, esta vez de desesperación—. Escuelas privadas, profesores europeos, y lo único que te enseñan es a faltarle el respeto a tu abuelo. Ahora, permite que tu Jadd sea tu maestro. —Se volvió hacia Jul con sus huesudos brazos en jarras y prosiguió—: Este viejo arqueólogo beduino sabe que en este preciso instante los israelíes y los hombres del Wakf yacen muertos y heridos en hospitales de toda Jerusalén mientras los europeos descansan en sus palacios opulentos, dividiendo el Monte mientras hablamos. —Levantó una mano en gesto teatral—. Esto para los judíos, esto para los árabes. Esto para las Naciones Unidas. ¡Bah! Aprovechamos la oportunidad. —Señaló los cascotes que se alzaban delante de ellos y continuó—: Los israelíes y los Wakf sellaron la puerta y el terremoto ha vuelto a abrirla. En honor a Alá y por respeto a mis excavaciones arqueológicas de estos últimos sesenta y cinco años, debo buscar. El viejo empezó a encaramarse cuidadosamente a los escombros y entró en una gran sala subterránea de unos veinticinco metros de largo con muchos túneles de salida que discurrían en direcciones distintas. Sus ojos de ave rapaz brillaron de emoción. —Deprisa, deprisa —le dijo a Jul con gesto impaciente. El chico estaba unos tres metros detrás de él y empezaba a bajar los peldaños de piedra. El viejo se detuvo, encendió la linterna y se agachó para mirar un mapa arrugado. Jul suspiró ruidosamente. De repente, su abuelo le agarró la mano libre con tanta fuerza que se encogió de dolor. —¡El Sancta Sanctorum! —Abdul-Qawi tenía un brillo extático en los ojos. Tembloroso, se puso en pie y siguió caminando entre los cascotes recientes en dirección a un túnel ya excavado. De repente, frunció el ceño y clavó la mirada en un reluciente objeto dorado que sobresalía de una pequeña cavidad, a diez pasos de él. Abdul-Qawi se acercó con cuidado, indicando con un gesto a su nieto que lo siguiera. Sobrecogido, miró el brillante metal. —Es el carro de Alá —murmuró. Continuó caminando, murmurando en árabe para sí, como si sufriera un trance hipnótico, y alargó la mano hasta detenerse a pocos centímetros de la ornamentada asa de oro que sobresalía del suelo. La mano le temblaba. Jul observó pasmado cómo Abdul-Qawi tocaba el asa. Al momento, el cofre emitió un intenso relámpago de color azul.

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—¡Alá Akbar! —gritó Abdul, al tiempo que cerraba la mano en torno al asa de oro. La corriente eléctrica que se había desatado le recorrió el cuerpo y Jul vio horrorizado cómo su abuelo se agitaba violentamente de un lado a otro, en pleno paroxismo. —¡Jadd! —Jul corrió hacia él. El viejo miró al chico con unos ojos aterrorizados y excitados y, luego, haciendo acopio de todas sus fuerzas, apartó la mano del cofre y fue arrojado al suelo con violencia. Jul tiró de él por entre los escombros para alejarlo de aquel cofre pulsante. —¡Jadd! ¡Jadd! —Jul tomó la cabeza del abuelo en sus manos temblorosas. Las lágrimas le caían en regueros por las mejillas manchadas de barro. Abdul se incorporó, miró fijamente a Jul y emitió un grito ahogado: —¡El sello de Daniel! —dijo. Y se desplomó hacia atrás. El rayo del Arca de la Alianza lo había fulminado.

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2 Las secuelas

Jason Diciembre de 2021 Yate de comunicaciones de la VOX Puerto de Nueva York

Aquélla era la cuarta campaña de lanzamiento que realizaba el ilustre grupo de comunicación VOX sólo en lo que llevaban de semana. Y la más fastuosa. Pese a las temperaturas bajo cero, en Nueva York había ganas de fiesta y también las tenía Jason De Vere, presidente y propietario del multimillonario conglomerado mediático VOX. La Tercera Guerra Mundial había terminado hacía catorce meses, después del ataque nuclear a Moscú por parte de Occidente, y las innumerables corporaciones multinacionales con sede en Manhattan volvían a salir a la superficie. La amenaza permanente de un ataque nuclear en el centro de Nueva York era un recuerdo que se desvanecía deprisa y la cubierta inferior del mayor de los cinco yates corporativos de Jason De Vere estaba a rebosar, literalmente. Financieros de Wall Street de mediana edad, propietarios y gestores de fondos de inversión directa, presentadores de televisión maduros y agentes del mundo del espectáculo abarrotaban la pista de baile, mezclándose con la créme de la créme de los veinteañeros y treintañeros que constituían la elite de la televisión, la moda y la industria editorial, moviéndose todos al compás de la música. Jason De Vere había llegado en helicóptero hacía diez minutos. No era habitual que se presentara en actos como aquél y los colaboradores con los que trabajaba

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personalmente atribuían su asistencia a la presencia de cinco inversores multimillonarios de Pekín que participaban en la última aventura comercial de Jason. Era su triunfo más reciente, el lanzamiento en China de las múltiples cadenas de televisión y productoras de cine de la VOX. A los cuarenta y cuatro años, Jason De Vere todavía era guapo y fornido, pero empezaba a vérsele envejecido. Su rostro bronceado estaba surcado de arrugas y sus cabellos, que llevaba muy cortos, ya adquirían tonalidades plateadas. Y su estado de ánimo, en aquel momento, tampoco era jovial. Se encontraba abrazado a una rubia excesivamente bronceada, atrapado en medio de la pista de baile, moviéndose torpemente al son de la música con un vaso de whisky en la mano. Miró a su alrededor. Qué jóvenes eran todos, pensó. Estaban más cerca de la edad de su hija Lily que de la suya. ¿Qué había sido del tiempo? ¿Adonde había ido? La clon rubia, presentadora de los premios musicales de la VOX de aquel año, lo atrajo hacia sí, entrelazando las manos detrás de su nuca, con lo cual impedía que Jason apurara el último trago de su siempre presente vaso de whisky. De Vere puso los ojos en blanco en gesto de frustración, después de tratar de encontrar en vano a una de sus secretarias ejecutivas. —Maldita sea la necesidad de una relaciones públicas —murmuró. La nueva y más joven de ellas, una elegante belleza asiática recientemente trasladada a la oficina de la VOX en Nueva York desde la corresponsalía de Singapur, estaba enfrascada en una viva conversación con los clientes de Pekín. Desesperado, echó un vistazo a la sala buscando su secretaria personal, una mujer de toda su confianza que llevaba diecinueve años trabajando para él, la señora Jontil Purvis, nacida en Charleston, Carolina del Sur, hacía cincuenta y siete años. Jontil era la sal de la tierra y una empleada absolutamente indispensable para Jason. Había empezado a trabajar en la VOX en los mismísimos inicios y había vivido los primeros años difíciles y caóticos de la empresa. Durante las dos décadas anteriores, se había implicado en la agotadora tarea de hacer que todos los aspectos de la brutal e implacable existencia de Jason De Vere fueran manejables. Jontil se había ocupado de sus complejas fusiones de miles de millones de dólares, había organizado la hospitalización de Lily De Vere después del accidente y la terapia que realizó a continuación y, recientemente, se había implicado en la

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resolución de los desagradables detalles del agrio divorcio de Jason y Julia, ampliamente publicitado. Durante la separación, que había durado un año, Jontil Purvis había tratado a Jason con desdén. Adoraba a Julia St. Cartier y así había sido desde que conociera a la joven y alegre esposa periodista de Jason hacía ya diecinueve años. Entre las dos mujeres se había forjado una profunda amistad y Jontil Purvis era muy leal. También era una devota baptista que creía en la santidad del matrimonio. Y creía en Jason y Julia. Y, además, estaba Nick, su hermano pequeño. Jason frunció el entrecejo. Jontil Purvis no tenía intención de facilitarle las cosas a Jason De Vere, eso lo sabía. Pero era ella la que recibía las llamadas de Nick y se reservaba sus opiniones para sí misma. Jason confiaba por completo en Jontil Purvis. Y Jason De Vere confiaba en muy pocas personas. Finalmente, distinguió su pelo rubio perfectamente cardado y peinado. Estaba en un rincón de la sala con su omnipresente Blackberry y dos notebooks en su mano izquierda. El traje de seda lila que vestía realzaba su aire de matrona y, como siempre, se la veía serena y tranquila. —¡Purvis! —le gritó Jason, volviéndose hacia ella. Jontil levantó los ojos a la llamada, miró a la rubia y a Jason de arriba abajo, asintió y desapareció. Al cabo de una decima de segundo, una morena alta y flaca corrió a liberar a Jason del ardiente abrazo de la rubia. Luego, lo guío por el salón y encendió una pantalla con un mando a distancia. En la pantalla apareció la cara de un hombre. —Jason... —Le agarró el brazo con fuerza, desbordada por la emoción—. ¡Jason! — Movió la pantalla hacia él—. Matt está en línea, desde Teherán. Se trata de tu hermano. Tenemos la exclusiva. Ultimas noticias. Finalmente, se ha fijado una fecha para el acuerdo de paz. Será un éxito, Jason. —Me tomas el pelo, ¿verdad, Maxie? —Jason frunció el entrecejo—. Este es el plan de rescate de Purvis. Ella lo miró con aire inexpresivo y Jason entornó los ojos. —El Acuerdo Ishtar —dijo y la asió por el brazo con tanta fuerza que la mujer reculó de dolor. —Israel, Irak, Irán, Rusia —asintió Maxie vigorosamente. —El tratado de paz de la Tercera Guerra Mundial... ¿Estás segura? Jason se sacó la Blackberry del cinturón y pasó los mensajes hasta que encontró uno con la marca A.D.V.

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Abrió el texto que le habían mandado hacía una hora.

«Irán se ha rendido. Acuerdo de paz 7 de enero. Tu EXCLUSIVA.»

—¡Maldita sea! —Jason apartó a Maxie de un empujón. —¿Qué ocurre, Matt? Clavó los ojos en la imagen de Matt Barton, director de la corresponsalía de Teherán, que aparecía en la pantalla. —Aquí no queda prácticamente nada, jefe. Teherán es la única ciudad que sigue en pie. Mashad, Tabriz... han quedado reducidas a cenizas. Han sido ataques nucleares directos, pero los iraníes han sido más tercos que el demonio. Hasta que llegó el hermano de usted. Aceptaron la derrota hace aproximadamente una hora. Es una noticia confirmada —asintió Matt—. Se ha fijado la fecha del acuerdo para que coincida con la inauguración de la sede de las Naciones Unidas en Babilonia. Dentro de tres semanas. —¿En Babilonia? ¿No en Damasco? Jason arqueó las cejas—. Qué interesante. Matt frunció el ceño. —¿Y qué hay de Israel? —Inflexible, como siempre. Dejaré que sea Melanie quien le haga el resumen. Melanie Kelly, la jefe de corresponsales de la VCX en Oriente Próximo, ocupó la pantalla. —Israel está dispuesto a desnuclearizarse, señor. Lo sabemos seguro. —¿Hasta qué punto lo sabemos seguro? —Seguro del todo, oh gran magnate, pero dicen los rumores que su hermano, que es un genio, ha conseguido que Israel firme unos preacuerdos ligados a unas importantes concesiones que, lamento decirlo, sólo él conoce. Ya sabe lo cauteloso que es... Al parecer, lo que han firmado es como un acuerdo prenupcial. En cualquier caso, confíe en mí. Irán va a aceptarlo e Israel lo aceptará la semana próxima. Estaremos en antena dentro de diez minutos. Jontil Purvis puso la mano en el brazo de Jason con gesto tranquilo. —La central de VOX está en línea, señor. Lo esperan abajo.

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Jason apagó el pequeño televisor y luego se abrió paso por la atestada sala de baile y el bar hasta las escaleras de caracol que llevaban a la cubierta inferior, que era la zona de los ejecutivos. Al llegar ante una puerta forrada de cuero, se detuvo. —Lily —le dijo al sistema. —Verificación de la palma de la mano. Jason levantó la mano, la puso ante el lector y, al cabo de un segundo, la puerta se abrió. Se acercó a la gran hilera de televisores que llenaba una de las paredes de la cubierta. El controlador de la transmisión pulsó un botón y la emisora de la VOX en Manhattan apareció en el aire. Jason vio a docenas de jóvenes productores, recién salidos de la escuela de periodismo, entrando y saliendo de la transmisión con cedés de vídeo en la mano y gritando instrucciones por el teléfono móvil. Un chico de veinticinco años, con el bronceado típico de la Costa Oeste y el pelo largo y con mechas, apareció en la pantalla. —Hola, jefe. Vamos a conectar en directo con su hermano en cualquier momento. —Más volumen. —Jason lanzó la chaqueta al lujoso sofá de cuero y se subió las mangas de la camisa despacio, sin apartar los ojos de los rótulos que pasaban por la parte inferior de la pantalla. Jontil Purvis se quedó en el umbral mirando a su jefe atentamente. Llevaba veinte años en el negocio y todavía se emocionaba cuando conseguía una entrevista en exclusiva y en directo. Jason De Vere se encontraba en su elemento. Jason miró mientras Nueva York se conectaba. —Diez, conexión, nueve... —Jason, tenemos China... —¿Dónde está Al Jazira? —gritó Jason ante el micrófono. —Al Jazira acaba de conectar, Jason... Entró un ejecutivo delgado y con aire de haber estudiado en una universidad elitista. Parecía alborozado. —Todo el mundo está desesperado por divulgar el vídeo: Reuters, Associated Press, la CNN, la ABC. —Nosotros ganamos dinero —murmuró Jason—. Bien, que estén desesperados está bien. —¿Y la BBC?

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—Ahora conectaremos con Londres y enlazaremos con Mei, en Teherán. Melanie Kelly, corresponsal en Oriente Próximo, visible en dos de las pantallas de vista previa, se llevó la mano al auricular. —Clay está terminando de poner el micro al presidente. Estaremos listos dentro de ocho. Jason miró alborozado a Melanie en la pantalla del televisor. Junto a ella estaba Adrian De Vere, que acababa de jurar el cargo como presidente de la Unión Europea. —Decidle hola a mi hermano pequeño —murmuró ante el micrófono. —Lo haremos, jefe. Jason no podía apartar los ojos del televisor. En la pantalla de la vista previa, Adrian sonrió y levantó la mano en señal de reconocimiento. —Pregúntale si Israel ya está en el saco. Adrian asintió y levantó el pulgar en señal de triunfo. Jason sacudió la cabeza, sonrió y extendió la mano hacia Jontil Purvis. Esta le había preparado un whisky y se lo dio. Jason lo cogió, bebió un trago y se concentró en el presentador de las noticias de Nueva York, que retransmitía desde los estudios de la VOX en Manhattan. —Tenemos noticias de que, hace una hora, en Teherán, se ha fijado una fecha para la firma del tratado de paz más frágil de la historia del Occidente, el acuerdo de paz que pondrá fin a la Tercera Guerra Mundial, el Acuerdo Ishtar para Oriente Próximo. Jason se sentó en el sofá sin apartar los ojos de la pantalla. —Lo firmarán los principales contendientes de la guerra nuclear más sangrienta de la historia, la guerra ruso-panárabe-israelí: Irak, Irán, Siria, Turquía y Egipto, así como Rusia, Israel, Estados Unidos y la Unión Europea. »Ahora cedemos la palabra a Melanie Kelly, jefa de corresponsales de la VOX en Oriente Próximo, que nos habla en directo desde Teherán. La cámara enfocó un primer plano de la rubia y delgada Melanie Kelly. —Aquí, conmigo en Teherán, se encuentra el principal negociador del acuerdo en representación de las Naciones Unidas y nombrado recientemente presidente del superestado europeo. Con sólo treinta y nueve años de edad, muchos lo comparan con John E Kennedy. Con ustedes, Adrian De Vere. La cámara enfocó a Adrian De Vere y Jason se puso en pie, alborozado.

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—Éste es un día histórico para Oriente Próximo... Adrian esbozó una radiante sonrisa con su acostumbrada expresión serena y relajada. —... y para el mundo. Jason estudió a su hermano. El rostro de Adrian tenía unas proporciones perfectas para la cámara. Era un rostro fuerte, cincelado, de pómulos altos. Casi hermoso. Su aspecto era urbano, refinado. Venía un pelo negro azulado que le rozaba el cuello de un traje de corte perfecto y lucía su habitual bronceado caribeño. Jason frunció el entrecejo. Los dientes de su hermano se veían distintos, de un esmalte perfecto y más blanco. Sin lugar a dudas, aquello se debía a la influencia de Julia. La empresa de relaciones públicas que acababa de crear había conseguido dos clientes famosos en menos de dos semanas, el equipo nacional de fútbol de Inglaterra y Adrian De Vere, recién nombrado presidente de la Unión Europea. Jason arrugó la frente. Después de veinte años de matrimonio, se enorgullecía del hecho de que, hasta el divorcio, se había resistido tercamente a los intentos de Julia para que cambiara de estilo. Aun así, tenía que admitir que, gracias a los esfuerzos de Julia De Vere, Adrian era ahora el epítome de un astro cinematográfico. —Tanto Oriente como Occidente han anhelado que llegue el día en que podamos estar tranquilos sabiendo que nuestras familias y las generaciones futuras no tendrán que sufrir más la amenaza de una guerra nuclear, de terroristas suicidas, de rehenes que terminan asesinados. —Adrián dudó unos instantes—. Los hijos de Oriente y los hijos de Occidente ya no morirán más en combate. Jason sacudió la cabeza. Había que reconocerlo: en toda la historia de la televisión, ningún político, presentador o estrella de cine había logrado nunca una conexión personal tan intensa con los telespectadores. Era instantánea. Era hipnótica. Era claramente cautivadora y le salía sin esfuerzo. Adrián De Vere era la niña de los ojos del público televidente internacional. Durante las dos legislaturas en que había sido primer ministro británico había ocurrido lo mismo. Daba lo mismo que los espectadores fuesen iraquíes, sirios, alemanes, ingleses, americanos, chinos o franceses. Todos lo consideraban su padre, su hijo, su hermano, su vecino, su amigo... Jason sacudió la cabeza con incredulidad. Era quien ellos querían que fuese.

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Bebió otro largo trago y apuró el whisky. De repente, se fijó en el titular de la sección de negocios del New York Times. Rezaba: «En 2021, el Producto Interior Bruto en Europa doblará el de Estados Unidos.» —Hermanito... Hermanito mío —murmuró con los ojos fijos en la pantalla—. Eres el hombre más poderoso de Occidente.

Nic k Diciembre de 2021 Sobo, Londres

Nick De Vere se recostó en el sillón rojo de piel de cocodrilo. Era atractivo, casi guapo, con unos inteligentes ojos grises, una nariz aguileña y unos pómulos altos. Sus hermosos cabellos, aclarados por el sol, le rozaban el cuello de la chaqueta de cuero. Bebió un trago de su café, disfrutando de la elegancia de la interminable clientela de ejecutivos de A & R, productores de de discos, artistas y los habituales aspirantes a estrellas del rock que se arremolinaban alrededor de la barra del bar. El Soho. Londres de noche. La ciudad había recuperado su ambiente tras el final de la Tercera Guerra Mundial. Londres había vivido bajo la amenaza de la aniquilación nuclear por parte de Irán y Rusia durante ocho interminables meses. El almacén de armas nucleares de Aldermaston, a menos de cincuenta kilómetros de la ciudad, y la base de submarinos nucleares de Faslane, en Escocia, habían sido arrasados por el equivalente ruso de una mini bomba nuclear B61-11. En cuanto a Manchester y Glasgow... Nick suspiró. Todo el mundo estaba muy nervioso esperando la ratificación del Acuerdo Ishtar pero, teniéndolo todo en cuenta, la semana anterior los teatros habían reabierto al público e innumerables agencias de creación de contenidos, sellos discográficos, estudios de posproducción y de grabación funcionaban ya a pleno rendimiento. En el barrio del Soho, era como si no hubiese sucedido nada.

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Nick se apartó un mechón de flequillo rebelde que siempre le caía sobre sus ojos grises y observó el restaurante de la planta baja. Su innato sentido de arqueólogo se había puesto en marcha. El hotel boutique había sido construido a partir de dos casas señoriales del barrio del Solio, antaño ocupadas por el MI5. Tenía cine privado y azotea ajardinada. Los taburetes de la barra eran de época y combinaban cuero y metal. Las paredes estaban cubiertas de tejido adamascado. Observó las caras de la entrada en busca de Klaus von Hausen. De momento, no había ni rastro del delgado y elegante experto en antigüedades. Von Hausen, fiel a su herencia germana, era muy quisquilloso con la puntualidad y el detalle. Era el conservador más joven del departamento de Oriente Próximo del Museo Británico y supervisaba la mayor colección del mundo de antigüedades asirias, babilonias y sumerias. Por teléfono, Klaus se había mostrado desacostumbradamente cauteloso. Cuando tomaran algo juntos, Nick averiguaría qué le ocurría. Cerró los ojos. En su expresión había una rara tranquilidad. No había rastro de los entrometidos paparazzi británicos que lo acosaban permanentemente. Hoy les había dado el esquinazo. Cuatro años atrás, cuando tenía veinticuatro, Nick De Vere, brillante arqueólogo, heredero de las dinastías financieras y petroleras y también icono de la cultura pop londinense, había sido nombrado sex symbol del año, agasajado por todas las revistas de la prensa rosa de Occidente. Observó la hilera de televisores colgados sobre la barra de cuero granate del bar. Todos mostraban el familiar logo de la VOX en el ángulo superior derecho. La VOX. La monolítica empresa de comunicaciones valorada en miles de millones de su hermano mayor. Nick suspiró. Jason, pensó. Jason no le había perdonado nunca el accidente. Dejó la taza de café y la cambió por el vaso de cerveza John Smith que tenía a su izquierda. En realidad, él tampoco se perdonaría nunca a sí mismo. Lily De Vere, la hija de siete años de Jason, había quedado inválida para siempre. Julia, como si fuera la hermana mayor que no había tenido nunca, lo perdonó al instante. Pero Jason, no. Jason no había vuelto a hablar con él desde ese día. El joven y rico playboy había ahogado sus penas y una parte importante de su desmesurado fondo fiduciario en

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una serie de exclusivos clubes privados desde Londres a Roma, pasando poi Montecarlo. Sus devaneos habían salido en las portadas del News of the World y de! Sun, para vergüenza de su padre, desesperación de su madre y auténtico horror de su hermano mayor. Su padre, James De Vere, estrictamente aferrado a las tradiciones, había descubierto su aventura con Klaus von Hausen y había congelado el fondo fiduciario de Nick antes de sufrir un ataque cardíaco mortal. Y ahora Nick tenía el sida. Una noche como muchas: el sexo, la heroína, la adrenalina de salir a ligar. Nick De Vere agonizaba. —¡Eh! —Alguien con un leve acento alemán se entrometió en sus ensueños. Klaus hundió su alto y magro cuerpo en el otro sillón de piel de cocodrilo, enfrente de Nick. Su relación había sido intensa, pero de breve duración. Sin embargo, seguían siendo íntimos. —Hola —murmuró Nick—. Me alegro de verte. —No puedo quedarme mucho rato. —Klaus consultó su reloj—. Tengo que hacer las maletas. Me han ascendido. Nick arqueó las cejas. —Una excavación clasificada en Oriente Próximo. —Klaus acercó el sillón al de Nick—. Han descubierto un antiguo objeto histórico de importancia internacional. Mira, Nick, no sé de qué se trata —añadió bajando la voz—, pero es algo extraordinario, eso seguro. El MI6 y la Interpol están implicados. —Frunció el entrecejo—. Hoy han venido al museo. Y está involucrado el Vaticano. —¿Y no sabes dónde? —quiso saber Nick. —En Irak, Siria o Israel. —Klaus sacudió la cabeza—. Los orígenes de la civilización. Sé cómo trabajan. El lugar será secreto hasta mi llegada a él. Los ojos de Klaus brillaron de emoción. —Nada de móviles, ni ordenadores portátiles. No podré comunicarme con nadie Hasta que regrese a suelo británico. —Y eso, ¿cuándo será? —Estaré allí el tiempo que sea necesario. —Hizo una seña a una camarera y le pidió un café—. Y tú, ¿cuándo te marchas a Egipto?

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—Mañana —respondió Nick—. Haré noche en Alejandría y luego me reuniré con St. Cartier en el monasterio. —Ah, Lawrence St. Cartier. —Klaus arqueó las cejas—. El enigma—. Se volvió hacia la hilera de televisores que había sobre la barra. —Parece que tu hermano ha logrado sentar a los iraníes a la mesa de negociación. Ha salido en todos los noticiarios. Nick miró las seis pantallas. En todas aparecían las atractivas facciones angulares de Adrian De Vere. —Gracias a Dios. Me alegro mucho por Adrian —murmuró Nick. Klaus posó la mano con suavidad en el frágil antebrazo de Nick. —¿Sigue pagándote la medicación? —La medicación, las clínicas, mis apartamentos en Montecarlo, Londres, Los Ángeles, el Ferrari... Me ha salvado la vida. Literalmente. Esta semana me llegará el dinero jordano y volveré a ser económicamente independiente. Dios mío —Nick sacudió la cabeza—, papá nos odiaba a ti y a mí. Odiaba nuestra relación. —Son cosas del pasado, Nicholas —dijo Klaus con dulzura—. Lo que tenemos que conseguir es que te pongas fuerte. Ya sabes que puedes contar conmigo para todo lo que necesites. —Gracias, Klaus. —Nick esbozó una débil sonrisa—. Siempre has sido el mejor. —¿Cómo está la princesa, la jordana? —Las cosas van bien —respondió en voz baja. —¿En serio? —Completamente en serio —respondió Nick tras beber un trago de su cerveza. —¿Y Jason? —Ya conoces a Jason. —Nick se encogió de hombros—. Yo no existo. —Te han dado seis meses de vida. Ni siquiera una llamada telefónica... —Klaus se encogió de hombros, visiblemente disgustado—. Es él quien tiene el problema. Volvió a fijarse en las pantallas de televisión. —En Alemania llaman Der Wunderkind a Adrian —añadió—. incluso mi abuela en Hamburgo. Lo que ocurrió en Berlín fue tan horrible... —Se interrumpió y sacudió la cabeza con tristeza.

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—¡Eh, suban el volumen! —gritó un ejecutivo de A&R mal afeitado y con un reluciente traje negro que le quedaba muy ajustado. Nick lo miró intrigado y en el restaurante se hizo el silencio. Todos los ojos estaban clavados en Adrian De Vere, ex primer ministro británico. —Por primera vez en la historia del mundo desde Hiroshima, grandes ciudades han sufrido la destrucción total de un ataque nuclear. La voz de Adrian era muy tranquila aunque sonaba firme. —Moscú, San Petersburgo, Novosibirsk, Damasco, Tel Aviv, Mashaci, Tabriz, Alepo, Ankara, Riad, Haifa, Los Ángeles, Chicago, Colorado Springs, Glasgow, Manchester, Berlín... La lista es interminable. Dudó unos instantes. —Ciudades enteras han quedado borradas de la faz de la tierra. Comunidades, familias, padres, madres, hijos, hijas. Sus cuerpos han quedado reducidos a cenizas. Adrian miró directamente a la cámara y en el restaurante se hizo el silencio. —El mes próximo, se firmará en Babilonia un pacto entre Rusia, los países árabes, las Naciones Unidas, la Unión Europea e Israel. Un pacto de desarme nuclear que tendrá una vigencia de cuarenta años. La primera fase, el Acuerdo Ishtar, que durará siete años, se firmará en Babilonia. Es mi aspiración personal más ferviente. Con esto quiero decir que estoy decidido... Hizo una pausa—. Permítanme que lo repita, estoy decidido... Sus ojos brillaron con gran pasión e intensidad. —... a que bajo la guía y la protección de la recién fundada Fuerza de Defensa Militar de la Unión Europea, y bajo mi liderazgo como presidente de la Unión Europea, la amenaza de guerra nuclear entre Oriente y Occidente desaparezca no sólo durante una generación sino para siempre. Adrian De Vere hizo una nueva pausa. —No se me ocurre una manera mejor de terminar este comunicado que citando al trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. Del discurso de John F. Kennedy el 10 de junio de 1963 en la Universidad Americana:

¿Qué clase de paz queremos? ¿Qué clase de paz buscamos? No una Pax Americana impuesta al mundo por las armas bélicas americanas. No la paz de los cementerios ni la seguridad del esclavo. Hablo de paz auténtica, esa clase de paz gracias a la cual merece la pena

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vivir la vida en la tierra, la clase de paz que permite a los hombres y a las naciones crecer y tener esperanza y construir una vida mejor para sus hijos. No sólo paz para los americanos, sino paz para todos los hombres y mujeres, no sólo paz en nuestros días...

Adrian miró directamente a la lente de la cámara. Sus ojos azul zafiro transmitían determinación. —... sino paz para siempre. Asombrado, Nick vio que todos los presentes miraban a Adrian con admiración. El público británico, crítico y a menudo escéptico, seguía todas y cada una de sus palabras. Nick sacudió la cabeza, sorprendido. Su hermano mayor era, en aquel momento, el personaje público más influyente del mundo civilizado. Nick había prometido a Adrian que iría a visitarlo cuando regresara de Egipto. A la mañana siguiente, haría la reserva del billete de avión.

Lorcan de Molay esbozaba una lenta sonrisa ante el televisor. —«Cuando el Acuerdo de los Hombres se haya formado —murmuró—. Y cuando las Puertas de Sión se mantengan firmes... El Primer Sello se romperá... La Tribulación ocurrirá...»Dio una profunda calada a su cigarro. —Faltan tres semanas para que se firme el acuerdo en Babilonia. —Pulsó un botón del mando a distancia y la cara de Adrian De Vere desapareció de la pantalla—. Tres semanas hasta que se rompa el Primer Sello de la Revelación —murmuró, volviéndose hacia los presidentes de Irán y Siria. Kester von Slagel se situó a su lado. —Todo va según el plan trazado, excelencia. Pronto, este pedazo de tierra cuarteada dejará de ser la espina que lleva clavada. De Molay salió a la terraza de la suite presidencial del hotel Key David y el gélido viento de poniente que soplaba en Jerusalén le alborotó el cabello negro azabache. Se envolvió en su chaqueta y dirigió la mirada más allá del Muro Oeste y de Jerusalén Este, más allá de la Ciudad Vieja en dirección a una rocosa y anodina loma que se elevaba en el lado norte. Era el Gólgota.

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Vencería al Nazareno en su propio terreno. La última gran batalla. En sus labios se dibujó una dura y prieta sonrisa. —En Jerusalén.

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3 Hermanos

2021 Monumento a Lincoln Washington DC

Miguel envolvió su cuerpo delgado e imperial en su capa jade y, por octava vez en menos de una hora, oteó el horizonte con sus facciones imperiales encajadas. Gabriel estaba unos pasos detrás de él. Una rara intensidad iluminaba sus ojos gris claro. El viento que se había levantado agitaba sus rizos de color platino. El intenso aroma del incienso impregnaba el aire. Miguel frunció el entrecejo. Por allí, subiendo la escalinata de palacio a grandes zancadas y dejando atrás las monolíticas columnas estriadas que se alzaban sobre los pórticos, venía un sacerdote. Con los cabellos recogidos en una única trenza, vestía la sotana negra de la orden de los jesuitas. Lucifer levantó la mano en un saludo a sus hermanos. —Me he convertido —declaró y dirigió una sonrisa desquiciada a Miguel—. Soy un soldado de Cristo. Miguel le lanzó una mirada torva. Lucifer se detuvo bajo la inmensa estatua sedente de Abraham Lincoln. Su metro ochenta de estatura quedaba empequeñecido ante la escultura tallada en mármol blanco de Georgia. Todo su cuerpo empezó a transformarse en lo que parecían billones de átomos que irradiaban a la velocidad de la luz mientras seis monstruosas alas seráficas surgían de sus hombros y se irguió, imperial, hasta los tres metros de estatura. Era Lucifer, el serafín, el arcángel caído.

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Miguel observó a su hermano mayor, todavía espléndido. Las facciones de Lucifer, talladas en alabastro, resultaban casi irreconocibles a causa de las cicatrices sufridas en la caída al tórrido infierno tras su expulsión del Primer Cielo. Sin embargo, aquella noche, bañado por la suave luz de la luna de Washington D.C., su belleza hechicera de hacía eones era extrañamente visible en la frente ancha y marmórea, los pómulos altos imperiales y la nariz patricia. Se había soltado las trenzas del pelo, de un brillante negro azabache. Desprovista de las cintas de oro que las sujetaban, la melena le llegaba ya hasta la cintura. Lucifer sostuvo la mirada de Miguel con arrogancia. De repente, apartó de su rostro los largos cabellos de ala de cuervo, se volvió y levantó la vista hacia el decimosexto presidente de Estados Unidos, que contemplaba con aire pensativo la Piscina Reflectante que se extendía al este. Tras dedicar una teatral reverencia a Lincoln, Lucifer batió las alas y se alzó hacia los cielos del amanecer de Washington. Los diamantes de hielo de su capa blanca de terciopelo destellaban fuego y en las comisuras de sus labios llenos y apasionados se dibujaba una sonrisa perversa. —«Tengo un sueño... —exclamó y su voz cultivada resonó en el Templo Dórico—. Sueño con que un día todos los valles serán cumbres y todas las montañas y colinas serán llanos... —continuó mientras observaba a Miguel con el rabillo del ojo— ...con que los sitios más escarpados serán nivelados y los torcidos serán enderezados.»Avanzó hasta el borde mismo del monumento y contempló la Piscina Reflectante mientras las repentinas rachas de viento del Atlántico agitaban las vestiduras de seda añil que llevaba debajo de la capa. —«¡Que repique la libertad desde la Montaña de Piedra de Georgia! »¡Que repique la libertad desde las Rocosas cubiertas de nieve en Colorado! »¡Que repique la libertad desde cada pequeña colina y montaña de Misisipí! En cada ladera y cada cuesta, que repique la libertad.»Esbozó de nuevo aquella sonrisa suya desquiciada, se volvió con un gesto ceremonioso y se dirigici hacia Gabriel. —«Y cuando esto suceda, hermano... —Lucifer agarró por los hombros a Gabriel con las dos manos y habló con voz suave, pero cargada de intensa emoción—, cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad...»De pronto, soltó a Gabriel bruscamente, cerró los ojos, alzó su rostro imperial al cielo y añadió, con la misma emoción: —«Podremos acelerar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: "¡Libres al fin! ¡Libres al fin!"»Guardó silencio

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un minuto, inmóvil, y luego se volvió a Miguel con una mueca burlona e irreverente en el rostro. —«Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!»A continuación, con una reverencia ceremoniosa, Lucifer concluyó: —A Martin Luther King, a cuya sombra simbólica me cobijo. —Una espina que tienes clavada, me parece —dijo Gabriel con una mirada torva. —Una púa, Gabriel, es cierto. Pero me deshice de ese agitador demagogo. En cuanto a Lincoln —continuó, dedicando una reverencia a la estatua—, su papel moneda se convirtió en un verdadero impedimento para crear un banco central. Se hizo fundamental quitarlo de en medio. —Como hiciste con John F. Kennedy y tantísimos más. —Gabriel entrecerró los ojos. —Recompenso a la elite con poder y ellos me sirven sin vacilar. La Estirpe de los Hombres vende su alma indiscriminadamente.—Lucifer se encogió de hombros . Poder, riquezas, reservas, valores... —Titubeó un instante y, lanzando una sonrisa depravada a Miguel, añadió—:... sexo. —Eres despreciable. Lucifer avanzó hacia él. —Ah, Miguel, mi mojigato hermano... —No todos sucumben —replicó Gabriel, dirigiendo una nueva mirada a Lincoln. Lucifer sonrió con un fuego perverso en los ojos. —Noventa y nueve sucumben. Al centésimo lo exterminamos. —Te engañas a ti mismo, hermano. —Miguel lo miró con frialdad—. Tu reino concluyó en el Gólgota. El Nazareno te dio allí un golpe de muerte. —Pero hoy nadie aprecia lo que sucedió allí, Miguel —replicó Lucifer con aire condescendiente—. Durante los últimos dos mil años, me he ocupado a conciencia de que el sacrificio del Gólgota se convirtiera en un simple mito para débiles y confusos. Para niños de parvulario. Salvo que, gracias a mis fervientes discípulos, ni siquiera los niños de parvulario rezan ya al Nazareno. Soltó una risotada de desprecio y dirigió la mirada, más allá del agua y del monumento a Washington, al edificio del Capitolio que se alzaba al fondo.

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—Su influencia se desvanece —murmuró—. Borraré Su nombre y Su rostro del recuerdo de la Estirpe de los Hombres para siempre. Como he hecho ya con Europa, pondré de rodillas a América. Miguel alzó una misiva con el sello real de la casa de Jehová. —Jehová ofrece misericordia. Lucifer contempló con desprecio la misiva que sostenía su hermano y clavó la vista en su clara mirada esmeralda. —¿Misericordia? —repitió y torció el gesto, sin saber qué decir, por una vez. —Si tú y los caídos abandonáis vuestros planes de aniquilar la Estirpe de los Hombres. —Miguel apartó la mirada. —Su compasión inagotable es infinitamente más de lo que mereces, Lucifer — intervino Gabriel con voz severa. —Bla, bla, bla. —Lucifer recuperó el aplomo al momento y en sus labios apareció una sonrisa despreciativa—. Ya veo que hoy me acompañan los monaguillos. Le arrancó la carta de las manos a Miguel y rasgó el sello de lacre. La leyó por encima y luego se volvió, buscando con la vista el rostro de Gabriel. Éste le sostuvo la mirada, asintió e inclinó la cabeza. Lucifer anduvo de nuevo hasta el borde de la escalinata y dirigió la vista al cielo de la ciudad, más allá de la Piscina Reflectante y del monumento a Washington, cuya luz roja en lo alto destellaba bajo la claridad del amanecer. Permaneció allí largo rato, de espaldas a sus hermanos, con la mano cerrada con fuerza en torno a la misiva. Finalmente, habló. —Ofrece misericordia... —dijo en un susurro—, pero Él sabe mejor que nadie que hace mucho tiempo que no hay redención para mí. Está tentándome. —Sus ojos escrutaron el cielo—. Decidle a mi padre que la nuestra es una guerra a muerte. Combatiré. En cualquier lugar. En cualquier oportunidad. Nunca me rendiré. Miguel se lo quedó mirando largo rato. Sus fieros ojos verdes taladraron la espalda de Lucifer. —Entonces, es la guerra, hermano —dijo. Lucifer guardó silencio. Por último, se volvió. —¡Y hubo guerra en el cielo! —exclamó. Volvió sus facciones imperiales cubiertas de cicatrices hacia el firmamento con gesto extático y continuó—: «Miguel y sus ángeles combatieron al dragón; y el dragón combatió contra él y sus ángeles.» Es la

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versión del rey Jacobo. —Abrió un ojo y añadió—: La frase tiene bastante estilo, ¿no te parece? Miró a Miguel con una media sonrisa en los labios. Miguel le sostuvo la mirada, furioso. —Y no prevaleció —replicó, apretando los dientes. —Una guerra entre dos hermanos. Una cosa así... —Lucifer se acercó más a Miguel y susurró—: Una cosa así no debería producirse nunca. —Sujetó a su hermano por el hombro y acercó los labios a su oído—. A nosotros, hermanos, príncipes celestiales... A nosotros, menos que a nadie, no debería exigírsenos nunca que elijamos. —El rostro de Lucifer se contrajo en una mascara de desdén. Estrujó la misiva entre sus dedos y siseó—: Esa exigencia es malévola. Muestra Su debilidad. Su talón de Aquiles. Es, precisamente, la razón por la que debería desocupar el trono... el trono que me propongo alcanzar, Miguel. Miguel apartó la mano de Lucifer de su hombro. —Eso sucederá el día que el infierno se hiele —masculló. Lucifer hizo una burlona reverencia en consideración a su hermano. —Dile a Jehová... —murmuró y el viento llevó su voz hasta Miguel—... que todavía puede rendirse a mí, si quiere. —Se frotó la barbilla y continuó—: Quizás incluso le ofrezca misericordia. Entonces, se volvió bruscamente a Gabriel y añadió con un siseo: —¡Pero al Nazareno, no! Ladeó la cabeza un instante y miró a sus hermanos resueltamente. —No, no habrá rendición —respondió, con inopinada frialdad—. Mi plan para aniquilar la Estirpe de los Hombres está mucho más avanzado de lo que Jehová se atreve a reconocer. En este mismo instante, mi hijo se alza entre las filas de los libertinos y caprichosos pasillos del poder político. —Se envolvió en sus ropajes de terciopelo y añadió—: Ya me informaréis de cuándo será nuestra guerra. —Recibirás una misiva de la Corte Celestial —respondió Miguel con la misma frialdad. —En medio de la Tribulación... —La voz de Gabriel sonó apagada—. Cuando el Hijo de la Perdición rompa su pacto con Israel, la guerra entre Miguel y el dragón estará cerca. —Taladró a Lucifer con la mirada y añadió—: Perderás, Lucifer, como perdiste en el Gólgota. Con los ojos entrecerrados, Lucifer observó las facciones perfectas de su hermano.

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—Eso, mi pueril hermano menor, está por ver... —Se envolvió en la capa y se volvió—. Decidle a Nuestro Padre que, si pierdo, instauraré un reino en su territorio. Una sede de poder en medio de ellos. Babilonia. Aunque Washington —añadió, encogiéndose de hombros— posee cierto atractivo inmaduro... En cualquier caso, Miguel, crearé el caos entre la Estirpe de los Hombres. Miguel observó a Lucifer mientras éste avanzaba hasta el borde mismo del monumento. —Antes de que se abra el Primer Sello —anunció sin alzar la voz—, serás convocado mediante una Misiva Real a presenciar la lectura de la Doctrina de la Ley Eterna en relación con los Siete Sellos de la Revelación. —Espero Su llamada —respondió Lucifer. Un fuego oscuro y malévolo brillaba en sus ojos. Seis monstruosas alas seráficas negras se alzaron en su espalda y, ante la mirada de sus hermanos, se esfumó a la velocidad de la luz en la claridad del cielo sobre la capital.

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4 Saqueadores del Arca

Monte del Templo Jerusalén

El entorno del Monte del Templo bullía de actividad. Filas de relucientes vehículos con las siglas de la ONU en azul —todo terrenos, camiones y helicópteros— rodeaban el perímetro del monte. Se había procedido a evacuar una zona de un kilómetro y medio alrededor de éste y se había dividido el terreno en secciones mediante vallas altas de alambre de espino, y unas fuerzas armadas especiales con los conocidos cascos azules de la ONU vigilaban el perímetro con sus perros pastores alemanes. Dentro del área ocupada, funcionarios de alto rango israelíes, palestinos y de la ONU hablaban sucintamente. Más cerca de la excavación existía una segunda zona acordonada. La reliquia sagrada estaba al descubierto bajo un toldo, sobre un estrado levantado en el centro de esa segunda zona. Ahora era plenamente visible. Era un cofre adornado, de unos cinco palmos de largo y tres de alto, de madera chapada en oro. Un canto de oro decorado recorría toda la tapa y en las cuatro esquinas había unos aros por los que se podían pasar unas pértigas para transportarlo. En la tapa había dos figurillas de ángeles —querubines de oro batido— colocadas de frente, con las alas extendidas hacia el otro. Ocho arqueólogos tomaban meticulosas medidas y las comparaban con unos diagramas. El padre Alessandro, un sacerdote y científico de pelo canoso llegado del Vaticano, observó el enorme sello de oro que cerraba el cofre. —El sello de Daniel —susurró y movió la cabeza de un lado a otro con asombro y admiración.

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Klaus von Hausen observó atentamente al sacerdote desde el otro lado del cofre y dio un paso hacia él. —¿Qué dice, padre? —dijo, frunciendo el ceño. —El sello de Daniel —repitió el padre y buscó la mirada clara de Klaus—. Fíjese, mire con atención. Klaus examinó con fascinación el grabado de los cuatro jinetes y volvió a mirar al padre Alessandro. —Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis —dijo y movió la cabeza en gesto de negativa—. Imposible. El padre Alessandro asintió vigorosamente. —Es el sello terrenal, la réplica de los Sellos de la Revelación. ¿Lo conoce usted? —Sí, el Apocalipsis de san Juan —asintió Klaus—. Antes de estudiar arte antiguo, pasé por la facultad de Teología de Bethel, en Alemania. —Ah —el padre Alessandro enarcó las cejas—. Entonces, comprende usted que, según los escritos del profeta Daniel el templo de Salomón debe ser reconstruido en el Final de los Tiempos. «El Hijo de la Perdición confirmará un pacto con muchos por una "semana". En mitad de esa "semana", pondrá fin a los sacrificios y ofrendas...»Klaus volvió la mirada al cofre y terminó la frase del sacerdote en voz baja: —«Y en un ala del templo establecerá una abominación que causa desolación, hasta que el final que está decretado sea derramado sobre él...»El padre Alessandro le dirigió una sonrisa de aprobación. —Una antigua leyenda dice que, cuando el Primer Sello de la Revelación, el Primer Sello del Rollo de los Siete Sellos, esté a punto de romperse, se producirá el redescubrimiento delArca de la Alianza. Éste será el anuncio del Final de los Tiempos. —Es una simple leyenda, padre —dijo Klaus con una sonrisa, pero se detuvo en seco, interrumpido por el rugido de unos helicópteros artillados en el aire trémulo del horizonte de Jerusalem El padre Alessandro dejó sus instrumentos y se acercó más, protegiéndose los ojos del sol mientras seis enormes helicópteros Sikorsky CH—53E negro brillante se cernían sobre la zona acordonada del monte, levantando una tormenta de polvo. Las fuerzas de seguridad de la ONU contemplaron perplejas la llegada de las aeronaves y luego, en desorden, apuntaron sus armas hacia ellas. Seis cohetes

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salieron disparados hacia los soldados en rápida sucesión y alcanzaron con un silbido sus objetivos, destruyéndolo todo en la zona de detonación. Sólo el cofre y el pequeño grupo de arqueólogos que lo rodeaban salieron indemnes. Petrificados, los arqueólogos contemplaron los restos metálicos despedazados en torno al Templo. —Están aquí... —susurró el padre Alessandro, observando los cuerpos incinerados de los soldados que yacían en el perímetro exterior. —¿Quiénes...? ¿Quiénes están aquí? —musitó Klaus y alzó la mirada a la enorme aeronave negra que se sostenía en el aire directamente encima del Arca. Una sección de comandos mercenarios de fuerzas especiales descendió al suelo deslizándose por unas cuerdas. —Quédese cerca de mí —dijo el padre Alessandro a Klaus. Los demás arqueólogos se encogieron de temor. Todos, menos el sacerdote del Vaticano, quien observó con atención cómo los mercenarios ejecutaban una operación perfectamente ensayada para apoderarse del Arca de la Alianza. Entre la nube de polvo apareció Kester von Slagel, que hizo un gesto de asentimiento al jefe del comando, Guber, quien dio la espalda al cofre y levantó su subfusil con gesto indiferente. Guber esbozó una ligera sonrisa y Klaus presenció horrorizado cómo ejecutaba a tiros al grupo de arqueólogos, uno a uno, como si de una ejecución se tratara hasta que llegó al sacerdote, que hacía de escudo humano voluntario de Klaus von Hausen. —Un hombre de iglesia... —masculló Guber con una sonrisa maliciosa y, desplazándose al costado del sacerdote, le apuntó con su arma directamente a la sien. El padre Alessandro apartó de un empujón a Yon Hausen mientras Guber apretaba el gatillo a bocajarro. Las balas atravesaron al sacerdote, que permaneció plantado delante de él, incólume. Petrificado y presa de un temblor incontrolable, Klaus contempló al sacerdote. Guber se volvió hacia Von Slagel, confundido. Von Slagel avanzó hasta él y puso la mano en el cañón de su arma. —Parece que tenemos un visitante que no estaba invitado —dijo. Dio un paso hacia el anciano sacerdote y le dirigió una mirada de odio indisimulado. El sacerdote le sostuvo la mirada sin temor e hizo un gesto a Von Hausen.

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—Déjalo vivir —dijo con voz calmada, hablando en una antigua forma de siríaco—. Ya ha habido suficiente carnicería por hoy. —Lamentablemente, no va a ser posible —replicó Von Slagel en la misma lengua. Hizo una pausa, observando al sacerdote, y añadió mordazmente—: Tú, padre Alessandro, sabes mejor que nadie que yo siempre obedezco las órdenes de mi Amo. Sacó una pequeña pistola, apuntó directamente a la cabeza a Klaus von Hausen y tiró del gatillo a quemarropa. Von Hausen cayó al suelo, sin vida. El sacerdote miró a Von Slagel con desprecio, echando fuego por los ojos. Luego, se arrodilló junto al cuerpo de Von Hausen, le cerró los párpados y, quitándose la cruz que llevaba al cuello, la depositó sobre el pecho del difunto. —Siete años hasta que seas arrojado al Lago de Fuego —dijo, sin alzar la voz, al tiempo que se incorporaba—. Tu reinado no durará mucho, Charsoc el Oscuro — añadió tras una breve pausa. Durante un fugaz segundo, en el rostro de Kester von Slagel se dibujó una sonrisa. —Pero más que el tuyo, me parece... Isacar el Estúpido —replicó en siríaco. Cruzaron una áspera y prolongada mirada. —¿Y dónde está tu Gran Maestro, Jether? —escupió finalmente Von Slagel—. He notado su presencia —siseó—. Sé que está aquí, oculto en alguna parte de este pequeño orbe fangoso. Cuando el Primer Sello sea roto, lo encontraré. El sacerdote cerró los ojos, haciendo caso omiso de la pregunta. —Siete años hasta el advenimiento del reino de Cristo —musitó. —Jerusalén es nuestra —replicó Von Slagel con el rostro contraído de rabia—. Nosotros, los Caídos, somos los reyes de la tierra. El Nazareno no reinará jamás. Kester von Slagel se metamorfoseó y se irguió hasta los casi tres metros de estatura, con la cabellera negra y suelta casi rozando el suelo, al tiempo que alzaba la reluciente hoja curva de su espada de nigromante por encima de la cabeza de Isacar. —Te has revelado antes de que se rompa el Primer Sello, Isacar. Qué descuidado eres. Acabas de perder el derecho a caminar como el Angélico entre la Estirpe de los Hombres. —Los ojos de Charsoc despidieron por un instante un malévolo fulgor amarillo—. En el nombre de su hijo... —añadió. Y entonces, de un tajo, decapitó a Isacar. La cabeza rodó por el suelo y el cuerpo la siguió, desplomándose en la tierra, donde desapareció. —El Cuervo está aquí. —Von Slagel se volvió hacia un ligero resplandor azulado que se divisaba en el horizonte mientras cuatro máquinas voladoras en forma de

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bóveda se cernían sobre Jerusalén y luego, de la misma forma en que habían aparecido, se esfumaban de repente. Una máquina grabó a fuego un extraño sello negro en forma de ave fénix en el costado del cofre. Debajo, se leía: «Propiedad del Nuevo Orden Mundial.»

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5 Monasterio de los Arcángeles

19 de diciembre de 2021 Monasterio de los Arcángeles Egipto

El jeep descapotable de Nick De Vere corría por la arena del extenso desierto occidental, levantando una enorme polvareda en su estela. A cinco kilómetros de distancia, Nick ya divisó los antiguos muros de la fortaleza del monasterio, excavados en la roca. Puso una marcha más corta y aceleró para cubrir el último tramo de su viaje. Al cabo de cinco minutos, detuvo el vehículo delante de la imponente torre occidental del monasterio de los Arcángeles. Nick, muy delgado y debilitado, hizo sonar el claxon, se apeó y anduvo hacia la puerta. Los dos porteros beduinos se pusieron en pie y, con sus largas túnicas hinchadas al viento, empezaron a bajar el artilugio que hacía de montacargas moviendo unas poleas. Sonaron unos fuertes chirridos y crujidos de madera y el enorme artilugio descendió desde el muro del monasterio. Nick montó en la oscilante plataforma.

El profesor Lawrence St. Cartier roncaba sonoramente en una tumbona de teca importada, en los frondosos jardines del monasterio. Vestía unos pantalones de safari hasta la rodilla que revelaban unas piernas delgadas, blancas como la nieve. Calzaba las sandalias propias de los británicos y calcetines hasta las rodillas. Al oír el claxon,

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apartó de su rostro el sombrero panamá y se incorporó de mala gana sobre un brazo. Enseguida, frunció el ceño y, con un gran matamoscas de tela metálica, ahuyentó con gesto irascible las moscas que zumbaban sobre su cabeza. De mala gana, se levantó del diván y anduvo hasta el extremo del jardín, resguardándose los ojos del sol invernal con la mano mientras miraba hacia la puerta. Cuando Nick se apeó del montacargas y dio unos pasos por el jardín, el profesor Lawrence St. Cartier lo reconoció y esbozó una amplia sonrisa. Se fundió en un abrazo con él y luego, con el sombrero torcido en la cabeza, se separó un poco para observarlo. Nick era una sombra de lo que había sido. El guapo playboy londinense, cuyo rostro había aparecido en toda la prensa rosa británica durante años, estaba realmente cambiado. Tenía las mejillas chupadas y sus inteligentes ojos gris claro se veían hundidos. Su abundante cabello rubio había perdido espesura. Cuando apreció cómo se le marcaban las costillas debajo de la camiseta, Lawrence contuvo una exclamación. Lawrence. —Nick no había perdido su incontenible sonrisa juvenil. Lawrence notó que la zona blanca de la lengua de Nick estaba un poco hinchada y luego, consternado, vio las manchas rojo púrpura que se extendían por su cuerpo. El sarcoma de Kaposi ya había hecho acto de presencia. Lawrence agachó la cabeza. A Nicholas De Vere sólo le quedaban unas semanas de vida. —¡Nicholas! ¡Muchacho querido! Te veo más enfermo de lo que me habían contado. —¿Quiénes? ¿Te refieres a mi madre y a Julia? —preguntó Nick tras un suspiro. El profesor asintió. Conocía a Nicholas De Vere desde su nacimiento. Era hijo menor de la dinastía De Vere, de carácter alegre y despreocupado. Lilian le había descrito con todo detalle el deterioro de su queridísimo hijo pequeño, pero Lawrence, pese a su pragmatismo, no se esperaba aquello. —Lo siento, muchacho —dijo St. Cartier, incómodo—. Tu madre está sumamente preocupada y Julia me ha llamado desde Roma. —No, tío Lawrence —dijo Nick, quitándole importancia a la cuestión con un gesto de la mano—. La compasión no ha sido nunca tu punto fuerte. Los antirretrovirales han dejado de funcionar —dijo con toda naturalidad—. Estoy agonizando. El anciano asintió y luego frunció los labios.

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—Para las personas como yo, la muerte es una vieja amiga —miró con intensidad aquellos ojos gris claro, frunció el entrecejo y añadió en un murmullo—, pero para ti es una enemiga, Nicholas De Vere. —Déjalo, Lawrence —dijo Nick, poniendo los ojos en blanco—. Hemos pasado por esto desde que yo tenía doce años. Con expresión ausente, el profesor ahuyentó cuatro moscas que querían posársele en la nariz. —Su terca insistencia en refutar la existencia de un Poder Superior no niega en modo alguno Su existencia, Nicholas. —Los ojos azules y vidriosos de Lawrence brillaron de ira—. Tus repudios ignorantes son como los desvaríos infinitesimales de... —... un insecto en un parabrisas —dijo Nick con una sonrisa. Lawrence lo miró enfurecido, pero luego su expresión se ablandó. Nick sonrió de nuevo. Lawrence St. Cartier, agente de la CIA y experto en antigüedades. Pero, en el fondo de su corazón y por encima de todo, el mismo sacerdote jesuita de siempre. —Dijiste que era muy importante que nos reuniéramos aquí, Lawrence. ¿Qué exótica antigüedad descubriste en Bali? —¡Ah! —Lawrence llamó con gestos a un monje que acababa de asomar del bosquecillo de cipreses—. Sabía que podía contar con tu incurable obsesión por el mercado de las antigüedades exóticas. Te lo contaré durante la cena. Una siesta y un paseo bajo el sol te sentarán de maravilla. Hermano Francis, acompañe al señor De Vere a su habitación. Es la número nueve, si no me equivoco. El viejo monje agachó la cabeza en señal de respeto y le indicó a Nick que lo siguiera por el bosquecillo de cipreses. Con el corazón en un puño, Lawrence St. Cartier contempló al menor de los De Vere caminar con dificultad y renqueante por el cuidadísimo césped del monasterio, apoyado en un antiguo bastón con la empuñadura de plata, una antigüedad que le había regalado Klaus von Hausen. Lawrence exhaló un hondo suspiro, se acercó a la pequeña capilla copta al aire libre que se alzaba a unos metros de distancia y, arrodillándose ante el exquisito crucifijo de piedra labrada, inclinó la cabeza y elevó una plegaria por el alma de Nicholas De Vere.

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6 Lily y Alex

Manhattan, Nueva York

Los teléfonos de los despachos privados de Jason De Vere en su sede de Manhattan sonaban sin cesar y eran atendidos por tres eficientes secretarias ejecutivas. Jontil Purvis respondió a la séptima llamada consecutiva por la línea privada de Jason. La mujer no se alteró ni perdió la calma y puso la llamada en espera. —Señor De Vere... En el monitor que tenía delante, la mujer vio a Jason cruzar la pista de aterrizaje de su ático camino de su helicóptero privado mientras se colocaba el auricular en la oreja. —He dicho que pongas todas las llamadas en espera —dijo Jason a gritos para hacerse oír por encima del ruido del motor y de las aspas del helicóptero. —Pero ésta le interesará, señor —ronroneó Jontil Purvis con su imperturbable acento sureño—. Es Lily. Jason montó en el helicóptero y se acomodó en el elegante asiento de cuero. —Pásamela —gritó. Jason miró la espectacular morena de dieciséis años que apareció en el monitor del sistema de comunicaciones del helicóptero. —¡Lily! —exclamó. Julia St. Cartier, que vestía unos descoloridos vaqueros Levi's y una camiseta de algodón blanca, observó con aire divertido a Lily mientras la muchacha negociaba

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con su padre, que gritaba por teléfono a diez mil kilómetros de distancia sobre el Atlántico. Se hallaba junto a los enormes ventanales de su casa de estilo georgiano, que daba al animado paseo de Brighton, en el sur de Inglaterra. Todavía era invierno y las temperaturas estaban casi bajo cero pero, como era habitual en los británicos, había gente por todas partes, comprando, trabajando, comiendo. Julia esbozó una sonrisa. Era curioso que a los estadounidenses se los calificase de ruidosos. Después de haber vivido en la Costa Este la mitad de su vida, creía que era todo lo contrario. Las tiendas y centros comerciales de Estados Unidos eran muy refinados en cuanto al nivel de ruido. Cuando, a su regreso, había entrado en la tienda de comestibles de su barrio, le había sorprendido y divertido el volumen de sonido con el que discurría la vida de los británicos. Los estadounidenses también vestían de manera más conservadora, excepto en grandes ciudades como Nueva York o Los Ángeles, pero en Gran Bretaña uno encontraba Nueva York en las calles de todas las poblaciones. Era la idiosincrasia británica. Interrumpió sus pensamientos y se volvió hacia la sala. Lily seguía al teléfono, discutiendo con su padre. —No, papá, ¡lo supiste hace meses! —Lily torció el gesto—. Alex, Polly y yo vamos a pasar el verano en la casa de Georgetown. Llevamos planeándolo desde septiembre. No estaremos solos, papá. Mamá llegará la segunda semana. ¡Deja de tratarme como si fuera una niña de nueve años! —Lily puso los ojos en blanco con impaciencia. Julia observó a su hija de dieciséis años con sorpresa y no poca admiración. Los largos y relucientes cabellos de Lily enmarcaban los rasgos fuertes y los pómulos prominentes de los De Vere. Sus ojos de color verde intenso centelleaban. Eran lo único que había sacado de los St. Cartier, de la difunta Lola, la querida madre de Julia. Todo lo demás era un calco de Jason De Vere, desde la frente a la pequeña hendidura que tenía Lily en la barbilla. No tenía que lamentarlo. Con dieciséis años, Lily era una réplica de Jason De Vere, tanto físicamente como en temperamento. Y Julia la adoraba. Habían pasado casi nueve años desde el accidente que había dejado impedida a la muchacha.

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Julia suspiró. Recordaba incluso la fecha. Celebraban una de las grandes fiestas de la familia De Vere. Lily, que sólo contaba siete años, estaba exhausta y Nick se ofreció a llevarla a casa en coche. Se habían encontrado de frente con un gran camión que había aparecido de la nada. Aunque sufrió una conmoción cerebral, Nick sólo tenía golpes y cortes; Lily, en cambio, quedó paralítica de cintura para abajo. Inválida y confinada a una silla de ruedas para siempre. Nick había tomado dos cervezas, por debajo del límite de alcohol permitido. Julia no había necesitado nunca que la convencieran de que Nick no había podido hacer nada por impedirlo, pero Jason... Jason era harina de otro costal. Desde aquel día, Jason no había vuelto a cruzar palabra con su hermano pequeño. Y la vivaz y alegre niña de siete años, cuyo mundo giraba en torno al ballet, había pasado seis meses en el hospital y otros seis haciendo recuperación. Los especialistas habían llegado a una conclusión unánime: Lily no podría moverse de la cama nunca más. Pero la chica, siendo como era una De Vere, les demostró que se equivocaban. Al cabo de menos de dos años, iba en silla de ruedas y se matriculó en el internado femenino Roedean, en Brighton, Inglaterra. Al cabo de tres meses, Lily De Vere se había convertido en el alma de la escuela y Jason y Julia compraron la casa de Brighton para que Julia pudiese estar cerca de Lily siempre que le apeteciera. Lily era una auténtica superviviente. Estaba forjada a imagen y semejanza de su padre. Era valiente y tenaz y a veces carecía de tacto. Había heredado la rudeza de su padre, su falta de dulzura. Julia sabía que su naturaleza más tierna y artística temperaba a Lily. Eran las mejores amigas y se sentían todo lo unidas que pueden sentirse madre e hija. Lo único que casi había destrozado a Lily había sido el divorcio de sus padres. Al recordarlo, Julia se mordió el labio inferior. Después de la separación, había oído a Lily llorar por las noches en la cama durante un mes. —Pregúntale cómo está Lulú —dijo Julia, sólo moviendo los labios. Lily puso los ojos en blanco. —Papá, mamá quiere saber cómo está Lulú. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano y transmitió la respuesta a su madre: —Dice que la perra es suya. Que va a quedarse la ridgeback. Se niega a negociar. Ahora le tocó el turno a Julia de poner los ojos en blanco. —Dice que Lulú está bien. Duerme en su cama cada noche.

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—Por algo se empieza —replicó Julia, arqueando las cejas, al tiempo que Lily colgaba el teléfono, indignada. Maniobró con la silla de ruedas hasta los ventanales, frunciendo el entrecejo ante el crepúsculo que caía sobre el borrascoso canal de la Mancha. Julia disimuló una sonrisa y se acercó a ella. —Ya se tranquilizará, cariño —puso una mano en el hombro de Lily—. Siempre lo hace. Lily se volvió a su madre con la mirada encendida. Sus ojos felinos centelleaban de indignación. —Espera que renuncie a mis planes de la noche a la mañana y que pase el verano en Nueva York, aun sabiendo que Polly y yo vamos a Georgetown con Alex. —Miró a su madre con expresión implorante—. Hace siglos que lo estamos planeando, mamá. Polly cumplirá diecisiete. Sus padres están en Tanzania. Alex depende de que yo esté con ella. Sin mí, Polly no irá. Sonó el timbre de la puerta. —Hablando del rey de Roma... Alex Lane-Fox, alto y delgado, entró en la amplia sala pintada de blanco, agachando la cabeza al pasar por debajo de los candelabros de oro y cristal que Julia había traído de uno de sus muchos viajes a Succia en busca de antigüedades. El joven medía metro noventa. Era moreno y guapo como su madre, la supermodelo Rachel Lane-Pox, que había sido muy hermosa. En su cabello oscuro destacaban unas mechas rubias y vestía unos gastados Levi's y una chaqueta ancha y larga. Llevaba en la mano un ordenador portátil Apple. —Hola, tía Jules. —Besó con cariño a Julia en la mejilla y luego volvió hacia él la silla de ruedas de Lily. »Hola, Lily. Parece que me han aceptado en el New York Times y también en el Washington Post. —Oh, Alex, eso es fantástico. —Lily le agarró la mano—. Siempre has querido volver a Estados Unidos. Mamá, Alex sigue tus pasos. El chico sonrió. —No —dijo con vehemencia—. Voy a ser un periodista serio... Julia lo interrumpió con un gesto de la mano. —Eh, un respeto, por favor. Te conozco desde que llevabas pañales.

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Alex pasó junto a los impolutos sofás blanco y plata de estilo francés y se dirigió a la cocina. —¿Polly está preparada? —gritó. —Está duchándose —respondió Lily—. Aparecerá en cualquier momento. Polly Mitchell era la amiga del alma de Lily. Se habían conocido en el internado Roedean a los nueve años. Mientras que Lily era una alumna con capacidad de liderazgo, Polly había sido su complemento perfecto. Polly tenía siete hermanos y era hija de un reverendo comprometido con la acción social y que había fundado orfanatos en Tanzania y Malawi para niños cuyos padres habían muerto de sida. También luchaba con vehemencia contra el tráfico de seres humanos en la China y en Europa del Este. Polly había sido aceptada en Roedean con una beca y, al instante, la tranquila, callada y trabajadora hija del reverendo y la alegre y despreocupada hija del magnate se habían hecho inseparables. Julia había sido testigo, asombrada, de la transformación que se había producido en Polly a los quince años. De la noche a la mañana había dejado de ser una niña tímida y solitaria, una especie de duende pálido, y se había convertido en una suerte de supermodelo. Y Alex Lane-Fox, hijo de Rachel Lane-Fox, la mejor amiga de Julia, se había enamorado por completo de ella. Desde entonces, Polly y él habían sido inseparables. A raíz de la muerte de su madre, Raquel Lane-Fox, ocurrida en el vuelo 11 de American Airlines el 11-S, Alex se había quedado con Jason y Julia y luego había vivido en Manhattan con su padre, corredor de bolsa, hasta que había aparecido en escena su primera madrastra. Alex se había peleado violentamente con su padre, había hecho las maletas y había sorprendido a todo el mundo yéndose a vivir con sus abuelos, los padres de Rachel, Rebekah y David Weiss, en el noroeste de Irlanda. A la sazón, tenía sólo catorce años. Sus abuelos lo habían alentado a seguir la carrera de periodismo y a los diecisiete años ya tenía un empleo en un diario de Dublín, el Irish Independent. A continuación, había trabajado dos años en el Guardian, de Londres. Había enterrado tiempo atrás el hacha de guerra con su padre y había pasado los últimos tres veranos con él y su esposa número tres, pero sus abuelos eran unas almas bondadosas y Alex les era absolutamente leal. Y esa lealtad se extendía a Jason y a Julia. El chico cogió un refresco del frigorífico.

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—Lamento desilusionaros a las dos —resonó su voz en la sala—, pero Cosmo no hace periodismo serio. Alex volvió junto a ellas. —Bien, ¿y cuál has elegido? —quiso saber Julia frunciendo el entrecejo—. ¿El New York Times o el Washington Post? —El New York Times, por supuesto. Empiezo el ocho de enero. Será un momento decisivo en mi carrera. Quién sabe, quizás el tío Adrian quiera darme una exclusiva sobre el «Acuerdo Ishtar». —¡Ni lo sueñes! —Julia le lanzó un llavero y Alex lo cogió hábilmente con una sola mano—. Un regalo de Nick para ti. Son las llaves de su apartamento de Londres. —¿El de South Bank? —inquirió Alex con una sonrisa. Julia entornó los ojos. —Nada de fiestas locas, Alex. Las chicas y tú os quedaréis aquí mientras yo esté en Italia. Nick os recogerá cuando vuelva de Francia y yo me reuniré con todos vosotros en la finca para celebrar la Nochebuena. —No estoy de humor para fiestas, tía Jules. Ahora en serio, chicas. Hay cosas que van francamente mal, cosas que... —Alex dudó unos instantes—. Cosas que el hombre de la calle ignora —añadió en tono ominoso. —Oh, Alex, no empecemos —le suplicó Lily. Julia arqueó las cejas. —¡No, no, es que no lo entendéis! —abrió el refresco y bebió ruidosamente. »Se está mintiendo al público. El público está manipulado por una elite global cuyo objetivo es el dominio del mundo. —Miró a Lily y a Julia con gesto sombrío—. La despoblación del mundo. —Oh, vamos, Alex —lo interrumpió Julia, indicándole que callara con un gesto de la mano—. Hemos hablado de esto millones de veces... —Con todos mis respetos, tía Jules, no se trata del 11-S. Estoy a punto de descubrir unas revelaciones explosivas. —Dejó el refresco en la mesa de mármol y abrió el portátil—. La gripe aviar como arma bioterrorista producida por unos laboratorios de Maryland. Bases militares subterráneas secretas diseminadas por todo Estados Unidos. Cinco mil millones de dólares de dinero procedente de un cártel de la droga y que la CIA utiliza anualmente como fondos reservados... Y todos los caminos llevan a un gobierno en la sombra —concluyó. Sus ojos ardían de convicción. —Un gobierno en la sombra... —repitieron Julia y Lily al unísono.

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—Tienes que admitir, Alex, que esto es un disparate, incluso viniendo de ti — comentó Lily. Julia guiñó un ojo a Alex y éste sacudió la cabeza. —Con todo el respeto, señora, ésta es la táctica del avestruz: meter la cabeza bajo tierra... Sí, un gobierno en la sombra. La elite global. La Reserva Federal. El Banco de Pagos Internacionales... Hizo volar los dedos sobre el teclado del portátil. «Romperé la CIA en mil pedazos y los esparciré al viento», escribió. Luego, levantó los ojos del teclado. —¿Quién dijo eso? —preguntó. Lily se encogió de hombros y Julia movió la cabeza en gesto de negativa. —El trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. —¿JFK? —Lily frunció el entrecejo. —Oh, Alex, calla ya —le indicó Julia. —¿Sabías que fue él quien lo dijo? —Alex miró a Julia con vehemencia. —No, no lo sabía —respondió ella—, pero no hay ninguna prueba. El hecho de que JFK detestara a la CIA no demuestra que existiera una conspiración. Eso lo sabemos todos. El informe Warren puso fin a todo eso. —Mentes cerradas. Lo que dices sirve para demostrar mi tesis. Mentes cerradas a todo lo que se aparte de lo que les resulta más cómodo. Un cuarenta por ciento de los miembros de la Comisión Warren eran miembros del elitista Consejo de Relaciones Exteriores. JFK despidió a Allen Dulles, director de la CIA, después del fiasco de Bahía de Cochinos. Pero Dulles fue nombrado miembro de la Comisión Warren después de la muerte de Kennedy, fíjate en los motivos que había para asesinar a JFK. Mediante los memorándums de Seguridad Nacional números 55, 56 y 57, Kennedy había intentado controlar la CIA reduciendo su capacidad de actuar. — Alex señaló la pantalla del ordenador—. Estos documentos eliminaban rotundamente la capacidad de la CIA para librar una guerra. Los hermanos Angleton y Dulles fueron presa del pánico. Su poder quedaría limitado a las armas de mano. ¿Y a quién iba a beneficiar una dilatada guerra en Vietnam? Los vietnamitas se habían negado a permitir a la elite la creación de un banco central en su país. La elite quería un banco central y acceso a las reservas de petróleo que había frente a las costas vietnamitas. Alex observó a Julia y a Lily y sacudió la cabeza de frustración. —¡No lo entendéis! —exclamó—. Vietnam. La guerra fría.

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La banca internacional, la elite, la industria militar, los magnates del petróleo: todos ellos son miembros de un gobierno en la sombra que depende por completo de una Pax Americana impuesta al mundo mediante las armas bélicas de los americanos. Todos se beneficiaron de su muerte. —Cogió un taburete de la cocina y se sentó—. A los pocos días de la muerte de JFK, Lyndon Johnson firmó un memorándum de la Acción de Seguridad Nacional, dando instrucciones al Pentágono para que mantuviera las tropas en Vietnam. En 1963, Kennedy ya había pedido un desarme completo y general en la guerra fría. Y también está, por supuesto, el controvertido asunto de la orden ejecutiva del 4 de junio de 1963, en la que JFK ordenaba al Tesoro la emisión de certificados de plata del Tesoro. Alex hizo una pausa y se encogió de hombros. —Bien —prosiguió—. La desinformación que rodea a este hecho es de dominio público, pero parece que existen pruebas de que la elite convocó una reunión de alto nivel porque Kennedy había desbaratado los planes de los maestros secretos de Londres y de Washington. Mirad esto. —Sus dedos volaron sobre las teclas del ordenador—. Un billete de cinco dólares americanos de 1960. Un sello verde. Mirad lo que dice arriba. Lily acercó la silla de ruedas. —Pone Billete de la Reserva Federal —dijo la chica. —Bien, ahora fijémonos en el billete de cinco dólares de 1963. Mirad el sello rojo. El año en que Kennedy fue asesinado. —Dice Billete de los Estados Unidos de América. Julia observó la pantalla, perpleja. —¿Estás seguro? No puede ser. Siempre dice Reserva Federal. —Fijó los ojos en la pantalla del ordenador. —Ahí está, tía Jules. Documentado en blanco y negro. Un billete auténtico del año de la muerte de Kennedy. Un billete de los Estados Unidos de América. Ahora, mira este billete de 1964. 1.1 año después de que JFK fuera asesinado. Julia frunció el entrecejo. —Billete de la Reserva Federal —masculló. —Exacto. Vuelve a ser de la Reserva Federal. La emisión de billetes por parte de Estados Unidos termino en enero de 1971.

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Todo el dinero que circula hoy en día ha sido emitido por la Reserva Federal. No existe dinero emitido por el gobierno de Estados Unidos. Los poderes fácticos recuperaron el control. Alex cerró el ordenador. —Y, dejando de lado la Reserva Federal —prosiguió—, JFK firmó con Moscú el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares. Iba a detener la guerra del Vietnam y reducir drásticamente la influencia de la CIA. Cuando vio entrar a Polly Mitchell en la sala, se interrumpió. La chica se había alisado el pelo rubio claro y llevaba su rostro exquisito perfectamente maquillado. Alex se acercó a ella y la besó en los labios. —Kennedy estaba desmontando la base de poder de la Agencia pieza a pieza — continuó Alex, volviéndose a Julia—. Kennedy desafió a los líderes secretos y éstos le dieron una lección ejemplar. Lo mandaron ejecutar a plena luz del día ante los ojos de millones de personas —concluyó Alex en tono prosaico—. El gobierno en la sombra logró sus objetivos. Fíjate en el rescate a los bancos del año 2008. Es un ejemplo destacado. Los líderes en la sombra mueven los hilos. El Congreso, el Senado, todo el mundo está tan aterrorizado que no se atreve a contradecirlos. Han aprendido bien la lección y saben cuál es el coste de la desobediencia. —Ya basta, Alex —dijo Polly. —Pero no lo entiendo —replicó Julia—. ¿Qué tiene que ver el asesinato de JFK con todo lo demás? Alex la miró con aire sombrío. —Si el gobierno ha mentido y ha encubierto el asesinato de Kennedy, tía Jules, y eso es lo que ha hecho, ¿sobre qué otras cosas no habrá mentido? —dijo y miró fijamente a Julia—. ¿Y quién manda realmente en el gobierno? —Papá se pondría furioso si te oyera —intervino Lily. —El tío Jas. —Alex puso los ojos en blanco—. ¡El gran patriota americano! —¡Alex! —lo regañó Polly, a modo de aviso. —Si no me equivoco —intervino Julia con aspereza—, fue ese gran patriota americano quien (e consiguió un empleo en elNew York Times. Y quien te cambiaba los pañales cuando tenías cuatro meses. Si sigues así, serás el azote de Manhattan. — Hizo una pausa, lo miró fijamente y suspiró—: Te pareces tanto a tu madre, Alex Lane-Fox. —Soy atractivo, lo sé. Me lo dicen mucho.

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—Yo pensaba en la terquedad. —Julia le puso la mano en el hombro y se interrumpió a media frase. Lo que veía la dejó paralizada. Lily contemplaba a Alex con embeleso. Los dos habían crecido prácticamente juntos. Las vacaciones. Las celebraciones familiares. Eran como hermanos. Julia respiró hondo. Durante todos aquellos años, no lo había notado. Su hija, de fuerte voluntad y espíritu independiente, confinada a una silla de ruedas, estaba absolutamente embobada con Alex Lane-Fox. Con su instinto de madre, Julia supo que no había nada que hacer. Alex estaba profundamente enamorado de Polly. Lily sería una inválida toda su vida. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo que sentía su hija? Aunque no lo hacía a propósito, Alex estaba destrozándole literalmente el corazón. Julia recobró la compostura. Iba a tener que poner distancia entre ellos. El timbre de la puerta sonó de nuevo. En esta ocasión, aparecieron en el vestíbulo ocho jóvenes. Eran las réplicas exactas de Alex, Polly y Lily, y en lo único que se diferenciaban era en el color del cabello. Alex empujó la silla de ruedas de Lily y cruzaron el umbral. —Adiós, mamá —dijo Lily, saludándola con la mano. Julia esbozó una débil sonrisa. —Adiós, señora De Vere. —Polly se detuvo—. Es cosa de la costumbre, supongo. Imagino que ahora ya no debería llamarla así —dudó, avergonzada—. Ahora que el divorcio ya es un hecho... —Tía Jules... Julia volvió de repente a la realidad. Alex siguió empujando la silla de ruedas y cruzó el umbral de la puerta, pero volvió la cabeza. —Tendrías que empezar a salir de nuevo con hombres, tía Jules. El amigo cirujano de mi padre, ese tan guapo que vive en Londres, Galium Vickers, dice que nunca le devuelves las llamadas. —Le guiñó un ojo—. Cree que deberías hacerlo. La puerta se cerró. Julia se acercó a las ventanas y descorrió las gruesas cortinas color crema.

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El firmamento estaba ya oscuro. Dudó unos instantes y, al ver la extraña aparición blanca sobre el canal de la Mancha, frunció el entrecejo. Se preguntó si Jason salía con mujeres. La idea de Jason saliendo con mujeres le resultaba extraña. No era capaz de imaginarlo. Tuvo que reconocer que, pese a ser un hombre maduro, todavía era muy atractivo. Aquella noche, por sorprendente que le pareciera, lo echaba mucho de menos. Se acercó a la chimenea y cogió la única foto de Jason y Lily que había en la repisa, y en toda la casa, y volvió a la ventana a contemplar las olas que rompían en la costa de Brighton. Miró la fotografía y estudió los rasgos de Jason. Estaba como siempre. Serio. Julia pasó suavemente los dedos por su rostro. Luego, volvió la foto del revés, sacó su Blackberry y buscó el número de Callum Vickers. Respiró hondo. Y marcó.

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7 Mourir de façon horrible

Nick se secó el cabello recién lavado y el torso con una toalla de baño. En aquel momento, llamaron con fuerza a la puerta de la alcoba del monasterio. Nick frunció el entrecejo, se dirigió a la puerta y abrió. Al otro lado se hallaba Lawrence St. Cartier, que acababa de mudarse de ropa y lucía una camisa recién planchada y chalina, blandiendo en la mano un periódico inglés con las esquinas dobladas. Al ver las llagas y ronchas que cubrían el pecho de Nick, St. Cartier bajó la mirada. —Lawrence, este lugar está en la Edad Media —dijo Nick con frustración—. No hay cobertura de móvil. He intentado hacer una llamada por línea terrestre a Inglaterra seis veces y en todas las ocasiones me han dicho que las líneas están cortadas... —Es el monasterio más antiguo de Egipto y todavía funciona mediante una centralita local. Las líneas se cortan durante días seguidos... —respondió Lawrence, turbado. —¿No vas a entrar? —preguntó Nick, ceñudo, y observó el rostro de Lawrence. El profesor parecía extrañamente conmocionado y pálido. St. Cartier permaneció en el umbral, inquieto e incómodo. —Me temo que soy portador de malas noticias, Nicholas —dijo mientras cruzaba la puerta y dejaba el periódico en la mesa—. He venido tan pronto porque han colado esto por debajo de mi puerta. Ni siquiera he tenido tiempo de leer el artículo completo. Nick leyó el titular del diario: «Matanza en el Monte del Templo.» Su mirada se detuvo en una foto en primer plano, en blanco y negro, de uno de los ocho arqueólogos asesinados.

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—Klaus... —murmuró Nick, perplejo. apresuradamente el párrafo inicial—. Klaus...

Levantó

el

periódico

y

leyó

—... Von Hausen —le ayudó St. Cartier—. Astro ascendente del Museo Británico e íntimo amigo de Nicholas De Vere. Vuestra relación fue publicitada por el Sun y el News of the World, creo recordar. —Mira, Lawrence —murmuró Nick—, no espero comprensión. —Se sentó en la cama pesadamente, con un temblor en las manos—. Si esto lo hace más fácil, Klaus y yo cortamos hace mucho. —No malgastes tu sentimiento, Nicholas, querido muchacho. —St Cartier habló con una voz insólitamente suave. Agarró a Nick por el hombro con suavidad y añadió—: No puedes traer de vuelta a Von Hausen. —Yo... me lo encontré hace un par de días, en Londres —dijo Nick—. Tomamos unas copas. Hacía meses que no lo veía. Lo habían designado para trabajar en una excavación secreta en el Oriente Medio. —Levantó la vista a St. Cartier, sintiéndose de pronto vulnerable, y continuó con un murmullo—: Lo encontré eufórico. Su misión estaba clasificada de secreta. Según él, la Interpol y el MI6 pululaban por el Museo Británico y, más exactamente, por su departamento, el de Oriente Próximo. Se trataba de algo relacionado con el Vaticano y Klaus conocía su manera de trabajar: el asunto permanecería secreto para él hasta que llegara al yacimiento. St Carrier le quitó el periódico de las manos, se puso las gafas y repasó el artículo de principio a fin. —¡Hum!, aquí sólo dice que se trataba de una antigua reliquia del Templo —dijo por último—. Tiene todos los indicios de tratarse de una terrible operación de exterminio. Siete arqueólogos liquidados con fuego de subfusil, como una ejecución. Fuerzas especiales. Asesinos entrenados... —Leyó un párrafo más corto en mitad de la página y añadió con un hilo de voz—... Y un sacerdote del Vaticano decapitado. Nick observó al profesor con los párpados entrecerrados. De repente, St. Cartier había palidecido y su mano derecha era presa de un temblor incontrolable. —¡Decapitado, Nicholas! —repitió St. Cartier sucintamente, recuperando enseguida la compostura mientras doblaba el periódico con tres hábiles movimientos—. ¡Qué acto tan bárbaro! —añadió, con una mirada de una dureza impropia de él. —¿Terroristas islámicos? —preguntó Nick. —No. —St Cartier se acercó a la ventana y dirigió la mirada a la vasta inmensidad de arena que se extendía más allá de las hileras de cipreses—. No han sido terroristas

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—murmuró—. Alguien quiere que todo el mundo occidental considere que ha sido un acto terrorista, pero lo sucedido tiene los visos de deberse a algo mucho más siniestro. St Cartier calló, sumido en hondas reflexiones. Nick se puso una camisa blanca limpia y contempló sus mejillas enjutas en el espejo con rostro inexpresivo. —Si no fueron terroristas, ¿quién lo ha hecho y qué quiere? —preguntó. Las campanas de la iglesia daban las seis en el preciso instante en que sonó el gong que llamaba a la cena. St. Cartier dirigió una mirada sombría a Nick y dijo: —Se acaba el tiempo, Nicholas. Se nos echa encima la semana de Daniel. Me temo que el Final de los Tiempos ha empezado.

2021

La plumilla se deslizaba por el recio papel de carta estampado con el emblema del Príncipe Regente. La exquisita caligrafía de Gabriel llenaba la página.

Mi atormentado hermano, Lucifer, esta misma madrugada te he visto en mis sueños, una figura solitaria que contemplaba el Gólgota desde lo alto, seguro de tu victoria en el Fin de los Tiempos. El Jinete Blanco, tu Hijo de la Perdición, apareciendo para gobernar a la Estirpe de los Hombres. Anunciando la tribulación del Apocalipsis de la Revelación de san Juan.

Gabriel suspiró. Apartó sus largos rizos de platino de sus facciones perfectas y continuó concentrado en su misiva.

Y he recordado otra madrugada en la que te apareciste a míen sueños. La madrugada en que concebiste tu inicuo plan. La madrugada en la que permaneciste levantado, insomne, en el Pórtico de los Vientos del Norte.

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El hijo de la perdici贸n

... La madrugada de los Jinetes Magos.

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El hijo de la perdición

CUARENTA AÑOS ANTES 1981 MIL NOVECIENTOS CUARENTA Y OCHO AÑOS DESPUÉS DEL GÓLGOTA

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Planes diabólicos

La figura solitaria de Lucifer se recortaba en el Pórtico de los Vientos del Norte, bajo los grandes parapetos plateados de la ciudadela de Gehenna. Con aire sombrío, contempló los siete cometas de Thuban, que se alzaban con sus llameantes colas heladas de un añil brillante sobre las yermas llanuras de hielo. Después, levantó la cabeza hacia las ventiscas árticas que se aproximaban desde los blancos Pináculos Enanos del Norte y que desataban su furia contra la monstruosa fortaleza inaccesible. Su Palacio de Invierno. Habían transcurrido casi dos mil años desde el Gólgota, desde su humillación a manos del Nazareno, y todavía notaba el sabor amargo de la derrota como si se hubiera producido ayer. Con semblante ceñudo, contempló las planicies requemadas, negras como la brea, que cerraban las monstruosas puertas de hierro del infierno. Había jurado por los oscuros Códices de Diabolos soportar el invierno eterno hasta que llegara su momento designado, según los Principios de la Ley Eterna. Hasta el Juicio Final, el Lago de Fuego. Se estremeció. Durante las últimas trece lunas había dormido mal, acosado por extrañas y siniestras pesadillas. Charsoc el Oscuro lo había atiborrado con una miríada de pociones de belladona, elixires de mandrágora y pócimas infernales que le proporcionaban los Reyes Hechiceros de Occidente. Sin embargo, nada de ello había conseguido eliminar los espectros amenazadores que atormentaban sus sueños.

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Se envolvió en su capa de terciopelo y contempló sombríamente los riscos de Vesper, cubiertos de hielo. Desde el Gólgota, su poder en la tierra de la Estirpe de los Hombres se había visto recortado en gran medida por la Doctrina de la Ley Eterna. Su presencia sobre la fútil masa de barro y vapor que constituía el mundo del Hombre era ilegítima. La Raza del Hombre, plagada de enfermedades y atribulada por las vanidades, era despreciable. Sin embargo, no le quedaba otra alternativa: tenía que utilizar aquellas masas anhelantes. Se acercaba su momento, lo presentía. El Fin del Mundo estaba próximo. Y con él, llegaría el final un millar de años encarcelado en un pozo insondable antes de su expulsión al Lago de Fuego. Las uñas se le clavaron cruelmente en la palma de la mano. En el Gólgota, enfrentados a los guerreros de Miguel y a los hechizos del Nazareno, sus ejércitos habían sido derrotados con facilidad. No volvería a suceder. Esta vez no habría error. Durante los años pasados en lo más hondo de las bóvedas de Vagen, sus científicos habían estado construyendo superarmas y fabricando enormes ejércitos de híbridos monstruosos en preparación del Fin del Mundo. Alzó el rostro a los cielos. Vencería al Nazareno. Pero había algo más que sumar a su ambicioso plan. Las ventiscas de hielo le arrancaron la capucha, dejando a la vista sus facciones imperiales, antaño exquisitas y ahora irreconocibles por efecto del fuego del tórrido infierno al que había sido arrojado desde el Primer Cielo. Produciría una superlegión de Caídos. Un ejército de doscientos millones. Para derrotar al Nazareno en la Gran Batalla. Esbozó una sonrisa malévola. El Fin del Mundo. Sus inicuas reflexiones fueron interrumpidas por el atronador tañido de las monstruosas campanas del Limbo, que resonaban desde el chapitel por las planicies gélidas y yermas de Gehenna. Un millar de gárgolas demoníacas de ojos amarillos se alzó desde las torres a los cielos de Gehenna, chillando obsesivamente mientras batía el aire con sus alas escamosas como fuelles gigantescos y cortaba el aire con sus grandes garras córneas.

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Lucifer se acercó a la figura en sombras plantada delante de una de los cientos de ventanas de cristal tintado que cubrían el Muro Oriental. —¿Quién me invoca a estas horas infernales? —dijo con un siseo. Balberit, el jefe de los cortesanos angélicos, hizo una profunda reverencia. —Su Excelencia —dijo, tembloroso—. Charsoc el Oscuro solicita audiencia con vos. —Charsoc el Oscuro... —Torció el gesto—. Debe de traer otra pócima ineficaz. Una silueta alta y huesuda salió de las sombras y apareció en el Pórtico. Charsoc el Oscuro, Sumo Sacerdote de los Caídos, hizo una profunda reverencia y sus cabellos negros barrieron el suelo. La caída de Charsoc del Primer Cielo sólo había sido precedida por la de su nefario Amo. Antes uno de los ocho Sumos Ancianos del Primer Cielo y sólo por detrás en rango de Jether el Justo, Charsoc se había hundido sin esfuerzo hasta convertirse en el más depravado de los Reyes Nigromantes de Lucifer y gobernador de los temidos Reyes Hechiceros de Occidente y de los Grandes Magos de la Camarilla Hermética. Inicuo, frío y astuto, gobernaba desde las catacumbas de Gehenna como lugarteniente de Lucifer. —Mi Señor, Excelencia, no son pociones lo que traigo. —Charsoc alisó su capa de tafetán bermellón—. Son noticias. Noticias gratas. —Sus dedos huesudos y pálidos, cubiertos de joyas, se aferraron a la manga de Lucifer—. Amo, ¿y si pusierais fin a vuestra alianza con los monarcas de la Estirpe de los Hombres? ¿Y si...? —Se acercó más—. ¿Y si pudierais movilizar vuestros ejércitos... bajo el liderazgo de un mesías... de vuestro propio mesías? Lucifer agarró por el brazo a Charsoc con tal fiereza que le arrancó una mueca de dolor. —Explícate —masculló. —Los Magos de la Camarilla Oscura —exhaló Charsoc—. Mientras hablamos, cabalgan desde las criptas de Nagor. Los Gemelos piden audiencia —añadió tras un titubeo. —Los Gemelos... Al instante, los ojos de Lucifer escrutaron el rostro de Charsoc con atención. Después, liberó a su lugarteniente de su feroz presa. Charsoc se frotó el brazo dolorido y se mordió el labio mientras Lucifer se alejaba de él y pasaba entre las enormes columnas jónicas del Pórtico Oriental.

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Entonces, en las manos de Charsoc pareció materializarse de la nada una carta negra sellada con un pentágono de plata. —De los emisarios de los Gemelos, Excelencia. Lucifer le arrancó la misiva de los dedos y la estudió. La carta llameó intensamente en la palma de su mano y se evaporó. —Suelta a los chamanes buitres de sus jaulas infernales para que les den la bienvenida. Manda aviso al Gran Mago de Faegos y al Gran Mago de Maelageor de que dispongo concederles la audiencia. Convoca los Consejos Herméticos del inframundo. Charsoc hizo una profunda reverencia. —Tus palabras son órdenes, señor —dijo y se esfumó en el aire. Lucifer avanzó hasta el borde mismo del Pórtico, sumido en reflexiones. Lentamente, alzó la palma de la mano al cielo. La forma de Gabriel se hizo visible, profundamente dormida en su cámara del Primer Cielo. Lucifer contempló a su hermano menor, cautivado. —Gabriel... —murmuró. El tenue fulgor procedente del Muro Occidental bañaba las exquisitas facciones de Gabriel, serenas e inalteradas. —Duerme profundamente, Revelador —musitó. La respiración de Gabriel se acelero. Lucifer lo vio moverse a un lado y a otro, agitado, y esbozó lentamente una sonrisa malévola. —Que los Jinetes Magos infecten tus sueños, hermano. Mi redención se acerca.

Gabriel alzó la vista al palacio de columnas de oro que se alzaba por encima del Muro Occidental del Primer Cielo. Sus facciones, serenas normalmente, mostraban una preocupación que nublaba sus ojos grises. Las alas oriental y septentrional del palacio de los Arcángeles seguían habitadas todavía por él y por Miguel, pero la gran ala oeste, una vez ocupada por el anterior Príncipe Regente, Lucifer, estaba abandonada. Las espléndidas cámaras de madreperla estaban desiertas. Sus enormes puertas doradas, repujadas con el emblema del Hijo de la Mañana, habían permanecido cerradas con cadenas y cerrojos desde el día de su expulsión a mundos desaparecidos hacía mucho tiempo.

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En todos los milenios transcurridos, sólo una vez se habían retirado las cadenas del ala oeste, el día en que Lucifer había sido convocado a presentarse al Primer Juicio, hacía casi dos mil años. Se había vestido en aquellas mismas estancias antes de ser enviado a las Grandes Planicies Blancas. Gabriel, en cuyas facciones perfectas se dibujaba la inquietud, pasó los dedos por sus rizos dorados y volvió la vista a Zadquiel, que cabalgaba tres trancos detrás de él, con Sandaldor a su lado. Asintió con la cabeza y la pequeña partida cruzó las Puertas Occidentales una milla por encima de los relucientes diamantes que pavimentaban la senda serpenteante. Al pasar junto a los enormes invernaderos de naranjas de Lucifer, Gabriel titubeó. El lugar, en otro tiempo vibrante de los heliotropos y lupinos que su hermano mayor tanto estimaba, estaba como había quedado en el momento de su expulsión. Desolado. Yermo. Casi austero. Nada florecía allí y sin embargo, al propio tiempo, nada se descomponía. Era un vacío. Como si incluso la flora vigorosa y floreciente del Primer Cielo hubiera percibido la traición ruin de Lucifer y se negara a crecer durante los cientos de millones de eones transcurridos desde su exilio. Tiró con suavidad de las riendas de su yegua, Ariel, y la partida continuó la marcha, dejando atrás los secos pozos de los Siete Saberes, hasta hacer un alto delante mismo de las dos altísimas puertas doradas de las cámaras de Lucifer en el ala oeste. Gabriel desmontó, y Zadquiel y Sandaldor lo imitaron. Zadquiel se acercó a él y posó la mano con delicadeza en su brazo. —¿Estás seguro de que éste es tu deseo, mi príncipe? —inquirió. Gabriel hundió la cabeza en el pecho. Enseguida, volvió a levantar la vista y buscó la mirada de su acompañante. —Es mi deseo —musitó. Sus ojos, generalmente serenos, estaban bañados en una intensa emoción. Zadquiel miró resueltamente al príncipe e hizo una reverencia. Después, con un gesto, indicó a Sandaldor que se acercara. Los dos alzaron sus enormes martilloshachas y los descargaron con todas sus fuerza contra las monstruosas cadenas de hierro, partiéndolas en dos limpiamente. Luego, despacio, Zadquiel abrió con esfuerzo las recias puertas doradas de los aposentos de Lucifer. Gabriel soltó una exclamación. El ala oeste estaba intacta.

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Zadquiel entró en el atrio detrás de Gabriel y contempló las cámaras de Lucifer. Los dos se detuvieron allí un largo instante, en silencio. —No puedo enfrentarme a esto, Gabriel. —Zadquiel bajó la cabeza, abatido. Le temblaban las manos—. Me trae recuerdos de todo lo que condenó mi alma. —Alzó de nuevo la vista a Gabriel y, con voz estremecida, cargada de intensidad añadió—: Te lo suplico, Gabriel. Libérame de esta tarea. Gabriel observó a Zadquiel con profunda compasión y, con un suspiro, respondió finalmente: —Te libero, viejo amigo. Regresa a mis cámaras con Sandaldor y esperadme allí. Zadquiel hizo una profunda reverencia. —Mi venerado príncipe, que encuentres lo que con tanto interés buscas — murmuró y se dispuso a emprender la retirada. —Zadquiel... —le llamó Gabriel antes de que se marchara—. ¿Y Miguel? ¿Seguro que ignora que estoy aquí? —Absolutamente. —Zadquiel le sostuvo la mirada. Gabriel asintió: —Revelaré lo que hago cuando llegue el momento. ¿Y Jether? —Tampoco le he dicho nada a Jether. Pero sus conocimientos procederán de una fuente superior —dijo Zadquiel, esbozando una vaga sonrisa. A continuación, con una nueva reverencia, montó otra vez en su corcel y, sin volver la vista atrás, regresó al galope por donde había venido seguido de Sandaldor. Gabriel se quedó contemplando a Zadquiel hasta que el jinete desapareció por completo de la vista; entonces, volvió sobre sus pasos, abrió las puertas de la cámara y entró en el atrio. Cerró las puertas tras él, inspeccionó la vasta estancia y sacudió la cabeza con gesto de asombro. Estaba casi igual que antes de que su mundo se desmoronara, hacía eones. La colección de tamboriles y flautas de Lucifer. Su Espada de Estado, todavía en su magnífica vaina ornada de piedras preciosas. Gabriel pasó bajo el gran arco de los Arcángeles, con sus espléndidos frescos, y entró en el sanctasanctórum de Lucifer, donde admiró los magníficos trampantojos, obra del propio Lucifer, pintados en los techos abovedados que se alzaban a treinta metros de altura. Heliotropos, endrinas y amatistas se tundían en magentas y bermellones que cubrían los adornados techos esculpidos.

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Su mirada se posó en el escritorio de mármol bellamente tallado. Era la misma mesa en la que su hermano mayor había escrito con su bella caligrafía miles de cartas en palabras desaparecidas hacía mucho. Gabriel palideció. Junto al escritorio se hallaba un enorme cuadro cubierto con paño de oro. El objeto no estaba allí hacía dos milenios, el día del Primer Juicio. Gabriel tuvo la certeza de que allí se encontraban las respuestas a su agitado sueño de la noche anterior. ¡Lucifer y sus irritantes juegos de hechicería! Anduvo hasta el objeto, se inclinó y desató las cintas doradas del paño. La muselina dorada resbaló del marco y cayó al suelo, dejando a la vista un cuadro con figuras de tamaño natural, de tres metros de alto y cuatro de ancho. Gabriel lo estudió minuciosamente. En el centro mismo de la tela había una imagen exquisita, perfecta, de Cristo. La luz realzaba todas sus facciones. El retrato resultaba asombroso, salvo por la gruesa línea de color rojo carmesí que cortaba la cara de un lado al otro de la tela. Bajó la mirada hacia la izquierda de la imagen y, tal como había pensado, allí estaban: los Jinetes Magos de la Camarilla Hermética, montados en sus monstruosas creaciones. Su destino, el mundo helado de Gehenna. Lucifer había pintado la escena hasta el último detalle. Era exactamente lo que Gabriel había presenciado aquella misma noche en sus turbados sueños. Debajo mismo del Cristo había una imagen muy precisa del propio Lucifer, de pie en el enorme balcón de madreperla bellamente tallada de aquellas mismas estancias. Exactamente como estaba hacía eones, cuando había contemplado a sus hermanos corriendo por las arenas. Sus facciones de alabastro esculpido eran perfectas en su belleza. Gabriel clavó la mirada, hipnotizado, en los fríos ojos de zafiro del cuadro. Casi carecían de vida. Bajó la vista al pie del cuadro, donde una serpiente enorme, amenazadora, se retorcía a lo ancho de toda la tela. Se estremeció. En aquel instante, una voz suave rompió el silencio. —Cabalgan los Vientos del Oeste. Lentamente, Gabriel se volvió.

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Delante de él, espléndido con sus ropajes a franjas escarlatas, estaba Jether el Justo, monarca angélico imperial y gobernante de los veinticuatro Antiguos Reyes de Jehová. Jether contempló de hito en hito a su antiguo alumno y sus facciones surcadas por las arrugas de la vejez se llenaron de compasión. Gabriel inclinó la cabeza. —Los Magos de la Camarilla Hermética —continuó Jether sin alzar la voz—. Han dejado las criptas de Nagor antes de que se alzaran las lunas del alba. En este mismo instante, están viajando. Gabriel alzó el rostro hacia Jether con una expresión de angustia. —Lucifer me habló en sueños —susurró—. Me dijo que lleva muchas lunas sin dormir. Me propuso que acuda a él. Jether sonrió con dulzura y posó la mano nervuda en su brazo. —Pero no lo has hecho —«.lijo. —No. —Gabriel inclinó la cabeza—. Pero se me apareció en sueños... «"Gabriel —murmuró Lucifer—. Gabriel, quiero que sepas que ya no seguiré insomne. Los jinetes se acercan." Entonces sonrió, esbozó una sonrisa perversa y torva y dijo: "Dile a Jether que se acerca mi redención." Y, tras esto, desapareció.»Miró a su mentor con ojos implorantes y preguntó: —¿Qué malévolo plan se prepara, Jether? —Es la plenitud de los tiempos —murmuró Jether con una expresión grave en sus facciones venerables. Se acercó a donde estaba Gabriel, barriendo los suelos de zafiro con sus cabellos y su barba plateados—. Se preparan para el Fin de los Tiempos. Los Grandes Magos cabalgan por el inframundo desde los lugares muertos para tener una audiencia con él. Jether se acercó al balcón y abrió las pesadas cortinas de terciopelo. —¿Cómo has sabido que vendría? —preguntó Gabriel con otro susurro. Jether le dirigió una mirada benévola. —El vidente más veterano percibe al más joven. —Llevó lamano al enorme juego de llaves que colgaba de su cintura y sacó una que llevaba grabada la insignia del Hijo de la Mañana—. Podría haberles ahorrado a Zadquiel y Sandaldor sus esfuerzos, por espléndidos que fueran —añadió, riendo para sí. Con dedos ágiles, abrió el pestillo de las enormes cristaleras y salió al balcón desde donde contempló una inmensa puerta dorada, tachonada de rubíes y radiante de luz,

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que estaba encajada en los muros de la torre, cubiertos de topacios. Era la entrada a la sala del trono. De la Puerta de los Rubíes llegaban enormes rugidos atronadores y azules descargas de rayos. —La Reunión... —musitó Jether e inclinó la cabeza en una reverencia. Gabriel salió al balcón. —Jehová, Cristo y el Espíritu Santo. Jether se volvió con los ojos llorosos, sumido en profundos pensamientos. —Lo que Lucifer percibe y conoce hoy, Jehová en su omnisciencia lo sabe desde hace eones. Jehová me llamó esta misma luna. Mientras estamos aquí, Lucifer reúne en consejo a las Cortes de la Perdición. En estos mismos instantes, estará poniendo en marcha sus planes para concebir a su propio mesías, el Hijo de la Perdición. La mirada de Jether se hizo acerada. —No te confundas —continuó—. Los grandes planes de Lucifer son transparentes para Jehová hasta el último detalle. Nada queda oculto a su mirada. El es omnisciente. El es omnipotente. Conoce lo que ha de suceder desde el principio, por los siglos de los siglos. Lucifer lo sabe perfectamente y tiembla. Sus facciones se suavizaron y concluyó el parlamento: —Nosotros descansamos en el fulgor de la multitud de discernimientos de Jehová y en Su compasión inmensa y Su infinita ternura. Gabriel permaneció en silencio y Jether posó la mano en su brazo. —Ya tienes lo que venías buscando, Gabriel. Él ha enviado su mensaje. La Semilla de la Serpiente. La semilla que pronto será su hijo. Su Hijo de la Perdición. Es eso lo que perturba tus sueños. Ahora, ven. Tenemos asuntos urgentes de que ocuparnos. Jether entró y cerró las puertas del balcón. Juntos, desanduvieron sus pasos por la cámara y volvieron al atrio. Gabriel dirigió una mirada al cuadro. —La Semilla de la Serpiente. ¿La suya propia? ¿Nefilim? —preguntó Gabriel. —No, Gabriel. Nefilim, no. —Jether cerró las puertas de las cámaras de Lucifer y volvió a echar el cerrojo. Gabriel se volvió a mirarlo, desconcertado. —Si no es un híbrido entre los angélicos y la Estirpe de los Hombres, ¿qué...? Al ver la expresión sombría de Jether, se le quebró la voz. Cuando respondió, la de Jether sonó suave, pero cortaba el aire como una hoja afilada.

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—No habrá mezcla de semillas. Esto es lo que Jehová conoce bien. El mesías de Lucifer no será concebido de la semilla del hombre ni del huevo de la mujer. Lucifer imitará la semilla de Cristo... ex nihilo. Gabriel sacudió la cabeza, confundido. —Creará un clon, Gabriel. Su clon. No tenemos mucho tiempo. Mientras hablamos, los Caídos ya cabalgan. —Jether estudió su rostro y, con un suspiro, su expresión se suavizó—. Dile a Miguel que me reuniré con él en las Arenas Perladas. Al atardecer. Jether abrazó a Gabriel, lo besó en ambas mejillas y montó en su blanco corcel alado. Sus ojos destellaban con intensidad. —Tengo que convocar los Altos Consejos de Jehová.

Seiscientos sesenta y seis Magos de la Camarilla Hermética de Lucifer ascendieron de los ardientes infiernos verde ácido de los laberintos que se abrían en las más profundas Criptas de Nagor. Sus ralos cabellos blancos dejaban al descubierto las frentes hundidas y sus monstruosas alas emplumadas de serafín batían el aire mientras cruzaban el arco del Viento del Norte a lomos de sus monstruosas criaturas, producto de la hibridación genética. Una hora depravada, conducida por los bicéfalos Magos Gemelos de Malfecium. Los supercientíficos de entre los condenados alcanzarían la Ciudadela de Hielo de Gehenna al amanecer.

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El Vial de la Sagrada Progenie

Lucifer ocupaba majestuosamente su enorme trono de cuerno labrado, cuyo reposacabezas era un inmenso rubí. Se alisó su brillante capa blanca de Estado, bordada con diamantes y oro fundido. Aparecieron cuatro de sus portadores, que le trenzaron con habilidad su pelo negro ala de cuervo con diamantes de hielo y destellos de amatista y luego se retiraron. Balberit colocó la satánica corona de diamantes en la cabeza de Lucifer y le hizo una reverencia. Charsoc avanzó hacia el trono, postrándose en señal de respeto hasta que sus cabellos negro azabache tocaron los suelos de cristal. —Su Majestad, han sido convocados los Consejos Herméticos del inframundo y en estos momentos se están reuniendo los Hechiceros de Occidente. Lucifer acarició la áspera piel blanca del cancerbero de seis cabezas que tenía a sus pies, regalo de los Gemelos de Malfecium. Mordió la pulpa de una gran fruta dorada y luego sostuvo el resto en la palma de la mano delante del cancerbero, que movió su cola de serpiente y procedió a devorarla con ferocidad, dejando a la vista sus colmillos azul oscuro. Lucifer esbozó una sonrisa de aprobación y estudió a Charsoc con los ojos entornados. —He esperado mucho tiempo que llegara este momento —murmuró—. Desde la época en que goberné a través de Nabucodónosor. —Bebió delicadamente de su copa y añadió—: Durante mi reinado a través de Antioco IV de Siria y Mesopotamia. Esperé.

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Levantó la mirada, contempló los sesenta y seis serafines dorados y las gorgonas esculpidas que tenía encima de la cabeza y observó los magníficos frescos de los arcos de la bóveda interior, en los que aparecían los reinos de Nemrod, Alejandro y Antioco. —Antioco me falló —susurró—. Alejandro Magno, Carlomagno, Stalin, Hitler... — Frunció el entrecejo—. ¡Todos fueron unos parásitos incompetentes y llorones! Se volvió hacia Charsoc y anunció: —Ya no toleraré más errores. Lucifer levantó su cetro en dirección a las gigantescas puertas de hielo negro que daban paso a la sala del trono. De repente, las puertas se convirtieron en vapor y dejaron a la vista a los trescientos treinta y tres magos encapuchados, encabezados por Marduk, jefe de los Consejos Herméticos. Marduk abrió la marcha hacia las Escaleras Occidentales, que llevaban al Portal Oeste del Juicio Final. En lo alto había una magnífica escultura de marfil que representaba a Lucifer triunfante y a la Estirpe de los Hombres ardiendo en un lago de fuego. Los miembros de los Consejos Herméticos ocupaban cada uno su trono de cuerno, dos niveles por debajo del trabajado trono de Lucifer. El aire se llenó de un zumbido discordante cuando mil murmuradores negros entraron en la sala del trono con las negras alas seráficas escondidas bajo sus capas de muselina medio transparente. Formaron una siniestra línea oscura, subiendo los seiscientos sesenta y seis escalones que llevaban a la Galería de los Suspiros, un pasillo circular situado directamente debajo de la bóveda abierta. Las túnicas con capucha se arremolinaban bajo las tormentas de hielo. Sonaron las campanas del Limbo y la sala del trono se llenó al instante de un desagradable y extraño azufre verde. Los Hechiceros de la Camarilla Oscura bajaron en picado por la amplia bóveda abierta, montados en sus monstruos biogeneticamente manipulados, hasta que los seiscientos sesenta y seis se congregaron en el pasillo del Viento del Norte y se postraron al unísono ante Lucifer. Lucifer levantó el cetro. —Llamo a los Gemelos de Malfeci um, al Gran Mago de Phaegos, el Gran Mago de Maelageor. Los Gemelos dieron un paso al frente e hicieron una profunda reverencia hasta que la barbilla les quedó a pocos centímetros del suelo. Cada uno de los dos tenía un par de cabezas giratorias, de tamaño reducido.

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Sus características físicas eran casi idénticas. Miraban a Lucifer con unos ojos pálidos y bulbosos de color paja que centelleaban con malevolencia debajo de sus frentes hundidas. Su piel era de una extraña y cadavérica palidez verdosa y su escaso pelo blanco les llegaba a la cintura. Bajo las túnicas de muselina, tenían las espaldas nudosas y cada una presentaba tres jorobas. De los lados de las jorobas salían seis inmensas alas seráficas de abundantes plumas. Los Gemelos eran los supercientíficos de Lucifer, sus intelectuales malvados. Eran los grandes arquitectos de sus depravados planes eugenésicos y biogenéticos y pasaban los días y la noche en unos horripilantes laboratorios situados dos mil kilómetros por debajo de los ardientes aros de hielo de Mellenzia, en los páramos baldíos del inframundo, en las Criptas de Nagor. Era allí donde realizaban los más degenerados de sus inicuos experimentos. Ingeniería biogenética, envenenamientos, amputaciones, trasplantes de miembros y de cabezas, lobotomías... Día y noche resonaban gritos de agonía en los Laberintos de Angor mientras las harpías de Gilmagoth, que estaban bajo su tutela, transgredían todas las reglas de la decencia y contravenían todas las normas de la Ley Eterna con su clonación de lo bestial y lo angélico. Los Gemelos eran puristas. Mutilaban, torturaban y destripaban a fantasmas, gnomos o vampiros demonio y experimentaban con todos los seres que vagaban desprevenidos por el submundo. Así habían generado un ejército de híbridos deformes, millones de nuevas especies depravadas, monstruos deformados y grotescos. Vampiros gigantes alados, Cíclopes de sesenta y seis ojos, Brobdingnagianos con escamas, que eran los soldados de infantería de Gehenna. Los monstruos del Ejército de los Caídos, preparados para entrar en combate en la última gran batalla contra el Nazareno, la batalla del Fin del Mundo. Pero la creación más importante de los Gemelos, su obra maestra, se hallaba al otro lado de las Ocho Grandes Bóvedas de Vagen, en el sarcófago de las Furias. Detrás de los brillantes velos traslúcidos que caían de unas columnas de áspides doradas se encontraba un solitario vial de oro que emitía unos extraños relámpagos negros. Era el vial que contenía un solo genoma. La Semilla de la Serpiente.

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El ADN angélico de Lucifer que había sido genéticamente modificado recientemente por los Gemelos de Malfecium para que coincidiera exactamente con el ciclo de crecimiento del ADN humano. El Vial de la Sagrada Progenie. Había estado escondido durante milenios debajo de Mellenzia, esperando el día en que la tecnología de la Estirpe de los Hombres estuviera lo suficientemente avanzada como para completar la sagrada tarea. Aquel día, el viaje de los Gemelos estaba relacionado con el genoma. Lucifer lo había captado y les hizo una seña para que se acercaran. —Maelageor —le dijo en voz baja al Gemelo que estaba a su izquierda—. Has pedido una audiencia. El Gran Mago de Maelageor miró a Lucifer con los ojos inyectados en sangre y medio entornados. —Excelencia —dijo, con una lengua fláccida y manchada—. Se trata del Vial de la Sagrada Progenie. Maelageor hizo una reverencia y Lucifer lo miró fijamente, esperando. —Señor, entre la Estirpe de los Hombres liemos encontrado a uno cuyas habilidades son superiores a las de todos los demás. Sus conocimientos en el campo de la ingeniería genética nos llevan a creer que podría ser el adecuado para llevar a cabo la tarea sagrada. Phaegos dio un paso al frente. —Excelencia, ese hombre es el principal experto en ingeniería, manipulación y partición genética de la Estirpe de los Hombres. Hizo una profunda reverencia. Lucifer se puso en pie y deambuló nervioso por delante del trono, sumido en unas hondas reflexiones. De repente, se volvió hacia Maelageor. —¿Estás seguro? —preguntó, mirándolo fijamente—. No toleraré más errores. Hitler me falló —añadió con un bufido. Se volvió sobre sí mismo para contemplar el fresco de los juicios de Nuremberg situado sobre su cabeza. —El programa eugenésico de los nazis, su manipulación del ADN humano... Mengele, Clauberg, Brand... Les dimos todas las instrucciones cruciales para que realizaran la clonación. ¡Todo llevó al fracaso!

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—Excelencia —dijo Maelageor, alzando la cabeza—. El progreso tecnológico en el ámbito de la genética se ha acelerado muchísimo entre la Estirpe de los Hombres. Los descubrimientos del año 1981 son todavía primitivos, pero éste es un apasionado erudito. —¿Es un genio? Charsoc se inclinó hacia Lucifer. —Es un genio entre la Estirpe de los Hombres, señor. —Charsoc sostenía un pliego de documentos en la mano—. Excelencia —inclinó la cabeza—, he estudiado los textos. Es tal como dicen los Gemelos. Lucifer le arrebató los documentos y deambuló de un lado a otro de la nave, mirando los papeles. Charsoc lo siguió. —¿Es partidario de nuestra causa? —preguntó Lucifer. —Sí —asintió Charsoc—. Fue el científico responsable del programa de clonación de Los Álamos, señor. Operaciones secretas. Sirve con devoción a nuestros esclavos oscuros de la Raza de los Hombres. —¿Y podemos contar con su silencio? Charsoc se acarició la barba con aire pensativo. —Es un hombre ambicioso, majestad. —Dudó unos instantes—. Pero no es curioso. No le importa saber quiénes son sus superiores. No tiene dios. Su único dios es el de la ciencia. Lucifer se volvió en redondo. —¡Marduk! Quiero una familia de la Estirpe de los Hombres. Busca las Bibliotecas Inferiores de las Iniquidades. Busca cien dinastías de la Estirpe de los Hombres. Los Esclavos Oscuros de los Caídos. Esos a los que he dotado de riquezas. Esos a los que recompenso con poder. Los sirvientes devotos de los Caídos. Lucifer siguió deambulando por la nave, sumido en unos hondos pensamientos. —Creo que tengo que darle hermanos. Un Miguel terco. Un Gabriel más dulce. Tienen que ser tres. Igual que nosotros somos tres hermanos angélicos. Tiene que haber tres hermanos de la Raza de los Hombres. ¡Y como su Padre antes que él! Lucifer alzó los brazos hacia la enorme bóveda. En sus ojos brillaba un fuego demencial. —Mi hijo tiene que ser un insurrecto. ¡Un renegado! —gritó. Maelageor se acercó a él.

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—Hay una familia, señor... —dijo y le tendió un gran códice negro que emitía relámpagos plateados. Lucifer lo reconoció al instante. Era uno de los trece Códices de Diabolos. —Una familia de lo más adecuado. —Miró a Lucifer con unos ojos que centelleaban de crueldad. Lucifer lo observó atentamente y cogió el códice. —Una de las trece familias del Gran Consejo Druida —lo engatusó Maelageor—. Los que reinan en el mundo de la Raza de los Hombres como Sumos Sacerdotes Hechiceros. —Conozco al abuelo —murmuró Lucifer, estudiando el Códice—. Lleva la «Marca del Hechicero». Es un devoto sirviente de los Caídos —añadió con una parsimoniosa sonrisa para expresar su aprobación—. Continua, por favor, Maelageor. —La anfitriona está embarazada de su segundo hijo, señor. Dos semanas de gestación. Es un varón. Cuando nazca, el bebé será cambiado por vuestro clon. Por las puertas de hielo entraron seis Hechiceros de la Camarilla Oscura. Llevaban un sarcófago al hombro y lo dejaron en el altar, delante del trono. Lucifer asintió. Maelageor abrió el cofre despacio. En el mismísimo centro había un solitario vial de oro que emitía unos peculiares relámpagos negros. Lucifer se acercó al cofre y miró el frasquito, cautivado. —No hay tiempo que perder, excelencia —prosiguió Maelageor—. En previsión a vuestra aceptación de la familia elegida, hemos vuelto a modificar el ADN de vuestro genoma, el genoma del Vial de la Sagrada Progenie, para que coincida exactamente con la fecha de nacimiento prevista del bebé humano. Ya hemos activado el reconstructor de ADN. Ahora, alguien de vuestra confianza ha de transportar el genoma sin más dilación al mundo de la Raza de los Hombres. —Esta vez, te has superado a ti mismo, Maelageor. —Lucifer alzó el cetro en dirección a Charsoc y le instruyó—: Charsoc, tú llevarás el genoma a la tierra. ¡Ordena a los brujos del tiempo oculto que se preparen para la irrupción de los torbellinos del tiempo en el Vórtice Oriental! Tembloroso, el Gran Mago de Phaegos dio un paso al frente. —Majestad. —Hizo una reverencia y sus dos barbillas rozaron el suelo—. Cien crecientes y cien menguantes de luna han de pasar antes de que se desaten los torbellinos. Y otras tres lunas llenas antes de que las Puertas del Tiempo del Vórtice Oriental crucen el Segundo Cielo y se abran al Mundo de la Estirpe de los Hombres. El tiempo está en nuestra contra. El genoma tiene que ser entregado ahora mismo en la dimensión de la materia.

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El Gran Mago retrocedió dos pasos. —...Y por uno de los nuestros que haya adquirido forma humana —añadió entonces. —¡Forma humana! ¡Eso es imposible, Phaegos! —exclamóCharsoc—. El Gólgota cambió las condiciones de nuestro morar en la Estirpe de los Hombres. Sólo su Majestad, como arcángel, conserva la habilidad de morar en forma humana y sólo a través de las Puertas del Tiempo. Nosotros, los Caídos, estamos proscritos. —El genoma está ajustado al ciclo de crecimiento humano, Phaegos. Tiene que ser entregado en la dimensión de la materia por uno de los nuestros en esa dimensión material, en forma humana. No hay otro modo de hacerlo. Lucifer se acercó a Phaegos. Estaba encendido. —Encuentra una manera, Phaegos. —Pero... Las Puertas del Tiempo... Es imposible, señor. Maelageor agarró el tembloroso brazo de Phaegos con los seis largos y gomosos dedos de su mano derecha y Phaegos se retorció de dolor. —Lo que quiere decir mi hermano gemelo —alzó sus hundidas facciones hacia Phaegos y le dirigió una mirada siniestra— es que hay otra manera, Excelencia. Otra manera para que nosotros, los Caídos, entremos en la Raza de los Hombres. En forma humana. Dentro de una luna. —¿Qué significa eso, Maelageor? —siseó Lucifer. En los finos labios negros de Maelageor brilló una cruel sonrisa. —Entramos por las Escaleras Ascendentes... La sala del trono se hundió en un horrorizado silencio. Lucifer miró a Maelageor con una extraña sorpresa en su expresión y murmuró: —Los Portales de los Caídos son campos de fuerzas y cada uno tiene su propio umbral interdimensional. —Los campos de fuerzas son reconstructores del ADN —asintió Maelageor—. Son nuestra única manera de entrar en la Raza de los Hombres en forma humana. Marduk avanzó hacia ellos. Sus ojos amarillos centelleaban bajo la capucha de su casaca marrón y se postró ante Lucifer. —Mi señor... —Besó el anillo de ónice negro de Lucifer—. La travesía de los Portales por parte de los Caídos para entrar en la tierra de la Estirpe de los Hombres no solo está prohibida, majestad, sino que además es imposible. Los ocho Portales de

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los Caídos quedaron permanentemente sellados después de la derrota del Gólgota. Desde el Segundo Cielo no hay manera de entrar en la atmósfera de la tierra. —Existe una —intervino Charsoc, intercambiando una mirada con Maelageor—. Hay un portal más vulnerable, cuyo campo de fuerzas entre la Tierra de los Hombres y el Segundo Cielo está agrietado. Roto. Lucifer se sentó en su trono y acarició la áspera piel blanca de su cancerbero. —El Portal Angélico que se resquebrajó en la Torre de Babel, el fracaso de los Nefilim... —murmuró y una leve sonrisa cruzó sus labios—. El Portal de Shinar. —Excelencia, con toda mi veneración y respeto... —gimió Marduk, retorciendo sus dedos de lagarto—. Está prohibido. —Está prohibido, Marduk. —Lucifer lo miró con el rabillo del ojo—. Pero es posible. El cancerbero lamió la palma de Lucifer. —Nemrod y los Nefilim, incitados por nuestras hordas demoníacas, tenían muy avanzados unos planes para cruzar el campo de fuerzas de Shinar desde la Tierra de los Hombres hasta el Segundo Cielo —dijo Lucifer con expresión torva—. Gabriel y sus Reveladores mandaron la noticia al Consejo Supremo, pero Jehová confundió sus lenguas. Tendió la mano al portador de su copa. —Por la noche, Miguel y sus ejércitos vencieron a nuestros batallones, se apoderaron de Shinar y sellaron el Portal. El recuerdo de aquella derrota lo enfureció y agarró la copa de la mano temblorosa de su sirviente. —El campo de fuerzas interdimensional quedó permanentemente agrietado durante la batalla —prosiguió, acariciando el borde de la copa—. Si pudiéramos controlar el Portal, podríamos invertir el proceso de reestructuración y entrar a través de la grieta del campo de fuerzas. —La grieta fue sellada rápidamente por los guerreros de Miguel del Segundo Cielo y así ha estado en los veinte milenios transcurridos desde Babel —replicó Charsoc, deambulando de un lado a otro de la nave. En sus ojos carentes de iris brilló un fuego malvado. —Pero ¿hasta qué punto está sellado después de transcurridos veinte milenios, Mulabalah? Mulabalah, jefe de los Murmuradores Negros, que eran los espías de Charsoc, se puso en pie. Su figura se cernió siniestra en el centro de la Galería de los Susurros.

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—Quiero información sobre las defensas del Portal de Shinar. El incesante murmullo de los Murmuradores se convirtió en un zumbido apagado. —Señor, en nuestras travesías de los pasillos del tiempo, los Exploradores del Buitre Chamán han frecuentado el conducto temporal que comunica el Portal de Shinar con Gehenna. Desde el tiempo de la rebelión de los Nefilim y la Estirpe de los Hombres en Babel, ha sido defendida por un millar de batallones, los más fuertes del Primer Cielo. —Mulabalah dudó unos instantes—. Y por los Leones Alados Blancos —añadió en tono ominoso. Una oleada de horror recorrió la Galería de los Suspiros. —Sin embargo, estos milenios pasados, el Príncipe Miguel reasignó los ejércitos de Babilonia a Jerusalén, señor... —Dudó de nuevo, tembloroso—. En 1947... —¡En 1947! —espetó Lucifer con un siseo—.Jerusalén. Ashdod fue vencida por Miguel. —Pero ahora sólo custodia las puertas Zalialiel, al mando de un batallón de doscientos —le informó Mulabalah. —¿Estás seguro de ello, Mulabalah? —Lo han corroborado Darsoc y los exploradores del Buitre Shaman, señor. Estoy seguro. Nervioso, Marduk se rascó la barbilla con marcas de viruela. —Majestad, como jefe de la Casa Real y de vuestro Consejo Legal es mi solemne deber haceros saber que la Doctrina de la Ley Eterna con relación al Portal de Shinar anuncia graves consecuencias para nosotros, los Caídos, si se quebranta. Marduk se quitó la capucha, revelando sus cetrinas facciones devastadas por la viruela. —Graves consecuencias... —Conozco a fondo la Ley Eterna, Marcitili. El castigo no está explícitamente recogido en la Doctrina intervino Charsoc, airado—. En el mejor de los casos, la alusión al castigo es nebulosa. Marduk miró fríamente a Charsoc con sus amarillentos ojos del color de la paja. —No te engañes, Charsoc, te lo advierto. Mis fuentes afirman que se ha añadido una adenda, por decreto de Jehová a Jether del Consejo Supremo, con el fin de proteger de los Caídos a la Estirpe de los Hombres. Los rumores dicen que sobre los Caídos que transgredan las normas caerán los más severos castigos. —¡Jether y sus rumores! —exclamó Charsoc, enfurecido.

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Maelageor sacudió sus dos cabezas reducidas. —El genoma —balbució—. Se nos acaba el tiempo, Excelencia. Lucifer se puso en pie. —¡Rumores! ¡Rumores! —exclamó. Subió las escaleras que llevaban a la Galería de los Suspiros y los Murmuradores Negros se postraron a sus pies. —El Portal de Shinar es el único medio de llevar el genoma a tiempo a la Estirpe de los Hombres. ¡Hay que activar el plan sin dilación! ¡Tenemos que hacernos de nuevo con el control del Portal el tiempo suficiente para que Charsoc y el Vial de la Sagrada Progenie crucen al otro lado! Lucifer miró a Marduk y a Charsoc desde lo alto. —Charsoc, tú partirás de inmediato hacia el Portal de Shinar. En las eras pasadas, yo he entrado en ese mundo como sacerdote de alto rango. Tú, Charsoc, llegarás al mundo de la Raza de los Hombres como emisario mío. En forma humana. Transmitirás al Consejo de los Trece mi elección de familia. Asegúrate de que las distintas partes de nuestra estrategia se ejecuten con una precisión total. No podemos permitirnos un error humano. Cuando el plan esté trazado, en el momento fijado para el intercambio de mi hijo, yo mismo entraré en el mundo de los Hombres a través de las Puertas del Tiempo. Lucifer levantó el cetro ante los reunidos. —¡Astarot! ¡Escolta a Charsoc ahora mismo! Ordena a Sargón el Terrible, el Gran Príncipe de Babilonia, que prepare sus hordas y se reúna contigo en el Portal y que lo mantengan abierto hasta que Charsoc lo haya cruzado. Cuando mi hermano Miguel se entere de nuestra estrategia diabólica, será demasiado tarde. Zalialiel y su batallón habrán sido arrollados. —Así se hará, mi Señor. —Charsoc le dedicó una honda reverencia. Lucifer contempló a Astarot mientras éste cruzaba las puertas, seguido de Charsoc y los Hechiceros de la Camarilla Negra que portaban el cofre que contenía el Vial de la Sagrada Progenie. —Señor —murmuró Marduk con un centelleo diabólico en sus ictéricos ojos—, cuando Charsoc entre en el mundo de la Estirpe de los Hombres a través del Portal de Shinar, ya no podrá regresar. Lucifer sostuvo la mirada de Marduck. —No tardará en descubrirlo —replicó.

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Miguel estaba en las relucientes Arenas Perladas de las blancas playas celestiales del Primer Cielo, contemplando dos inmensas puertas de madreperla que se alzaban en la distancia. Formaban la entrada del Edén. Los fértiles Jardines Colgantes de Jehová y las cascadas que caían desde una altura de dos kilómetros apenas eran visibles entre las nieblas azuladas del Edén que descendían velozmente. Miguel había cabalgado hasta las Arenas Perladas después de pasar revista a sus batallones en las enormes Llanuras del Onice. Todavía llevaba su armadura guerrera ceremonial. Su gruesa melena rubísima sin trenzar le caía sobre los anchos hombros hasta la armadura de plata y colgada al costado llevaba la Espada de Estado. Se quitó los guantes, cerró los ojos e inspiró el dulce aroma de la mirra y del nardo que se elevaban de las llanuras de los Álamos Blancos del Edén. Sus facciones mostraban una desacostumbrada tranquilidad. Jether se hallaba en lo alto de las escaleras de oro, contemplando al guerrero imperial. Miguel. El Príncipe Supremo de la Casa Real de Jehová y comandante de los ejércitos del Primer Cielo. Jether esbozó una leve sonrisa. Lucifer había encontrado rival en su valiente y noble hermano pequeño. Miguel exhibía una gran serenidad en su rostro cincelado. Jether lo había sorprendido en uno de esos extraños momentos en que Miguel bajaba la guardia. Jether suspiró. Detestaba interrumpir aquel instante, pero debía hacerlo. —Miguel —lo llamó. Miguel se movió y levantó la mano a modo de saludo. —Respetado Jether —dijo, caminando hacia la figura de pelo blanco que bajaba los peldaños de oro. —Vaya, parece que han transcurrido muchas lunas desde nuestra última confraternidad —exclamó. Los incongruentes hoyuelos de sus mejillas suavizaron aquellas cinceladas facciones. Se fundieron en un abrazo afectuoso y Jether asintió. —He estado muchas lunas en el Consejo Sagrado de Jehová, Miguel —dijo. Aspiró el perfume de mirra que se levantaba de las brumas del Edén y añadió—: Ven, vayamos a dar un paseo.

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Tomó del brazo a Miguel y sus sandalias de color coral se hundieron en las arenas perladas. Miguel miró a Jether. —Has venido por algún asunto grave —le dijo. Jether observó los fieros ojos verde esmeralda de Miguel y asintió. —¿Lucifer ha elegido familia? —Sí, una dinastía. Una de las trece familias integrantes del Gran Consejo de los Druidas. Ya existe un hijo. El otro lleva dos meses en gestación. Jether se detuvo a medio paso y miró con intensidad la inteligente y fiera expresión de Miguel. —Ése morirá. Será asesinado a sangre fría. Lucifer situará a su propio hijo en su lugar. Cerró los ojos. —Y luego nacerá otro hijo. Es seguro. Está escrito en las Instrucciones de Jehová. Miguel entornó los ojos. —Tres hermanos... Jether asintió. —Igual que vosotros... Por su deliberado designio. —¡Es diabólico! —Sin embargo —prosiguió Jether—, hay otra cuestión. Una cuestión de extrema importancia. Continuaron caminando por las Arenas Perladas y dejaron atrás las doce inmensas columnas blancas que formaban el gran mirador. —Nuestros exploradores nos informan de que los Caídos están urdiendo un plan para entrar en el mundo de la Raza de los Hombres. —Eso no es ninguna novedad. Están violando continuamente el derecho de entrada. Jether se detuvo de repente y volvió el rostro hacia Miguel. —En forma humana. Miguel se quedó paralizado. —Pero eso contraviene la Doctrina de la Ley Eterna que el Gólgota desencadenó.

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Jether asintió. —Sólo existe un medio por el que el ADN de los Caídos pueda ser alterado y convertido en materia —dijo—. Nuestra preocupación inmediata está en los Portales de los Caídos. Miguel miró a Jether. Se había quedado pasmado. —Pero los Portales están sellados desde nuestra victoria en el Gólgota. Jether contempló las olas plateadas del mar de Zamar. Su expresión era sombría. —Nosotros, el Consejo Superior, tenemos razón para creer que Lucifer tal vez intentará abrir alguno de los Portales durmientes. Play uno más vulnerable que los demás. Uno que puede forzarse con más facilidad... —se interrumpió. —El Portal de Shinar —dijo Gabriel en voz baja. Miguel se volvió a tiempo de ver a Gabriel aparecer en la arena junto a ellos, montado en su semental alado. El recién llegado le tendió una misiva a su hermano. —La ha interceptado hace sólo unos minutos Joctán, el gobernador de mis Águilas Reveladoras. Miguel cogió la carta que le tendía Gabriel y la leyó. Pálido como la cera, se la tendió a Jether. —En estos momentos, mientras hablamos, Astarot y su Mando Supremo rodean las inmediaciones del Portal de Shinar. He movilizado mi Guardia Real. —Miguel firmó con los dedos y, al momento, un magnífico semental alado de color negro voló sobre las arenas, deteniéndose a un metro de donde él estaba. Jether levantó los ojos de la misiva. Su rostro marchito había palidecido. Miguel puso el pie en el estribo de oro y montó el corcel negro. —Un millar de mis mejores batallones y los Leones Alados han protegido Babilonia durante diecinueve milenios. Pero estos últimos setenta años sólo la han protegido doscientos guerreros, como mucho. —Hermano, esto no es lo peor. —Gabriel puso una mano en el hombro de Miguel—. Sargón el Terrible, el gran Príncipe que es el monstruo de Babilonia, viaja con sus hordas por el cielo mientras hablamos. Va a reunirse con Astarot en Shinar. —Sargón... Zalialiel y sus guardias serán arrollados —susurró Miguel—. Sargón los masacrará a sangre fría. Nervioso, Jether dio unos pasos por la arena.

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—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Astarot lidera la Horda Negra. Es el comandante en jefe. Mantendrá el Protocolo Angélico. —El tiempo está en contra nuestra, Gabriel —dijo Miguel—. Sígueme inmediatamente con mis ejércitos. Tengo que partir con mi Guardia Real. —Se bajó la visera—. Tengo que partir ahora mismo. —Que Jehová esté contigo, Miguel susurró Jether mientras Miguel ascendía en el cielo montado en su negro caballo alado. Jether suspiró hondo y cerró los ojos. —Llegará tarde —comentó, conmocionado—. Veo la batalla mientras hablamos... Zalialiel está rodeado. Se rinden. Charsoc entrará en el mundo de la Estirpe de los Hombres. Ve, Gabriel. Lidera los ejércitos del Primer Cielo. Jether estudió a Gabriel. —Es la nueva estrategia de Lucifer. Planea enviar a Charsoc en forma humana al mundo de la Raza de los Hombres. Pero ¿por qué? Una gélida oleada de malos presagios inundó su alma. —Iré a consultar con Jehová —susurró.

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El portal de Shinar

La gigantesca puerta de entrada a las Escaleras Ascendentes había sido arrancada de sus goznes. Zalialiel y doscientos guerreros estaban situados ante las paredes de platino de la antesala de las escaleras y tenían los tobillos y las muñecas encadenados con gruesos grilletes de hierro. Las grandes escaleras de plata colgaban de un hilo dorado y se balanceaban adelante y atrás en el firmamento negro azulado. En lo alto del peldaño plateado número mil, yaciendo en los brazos curvados de una galaxia en espiral, se alzaban las inmensas Puertas del Portal de Shinar, selladas en la base por el gran sello dorado de la Casa Real de Jehová. Astarot, comandante de los ejércitos de Gehenna, se volvió hacía Charsoc. —Miguel recibirá noticias de nuestro asalto. No nos queda mucho tiempo antes de que lleguen sus ejércitos. Dio un paso al frente, empuñando su ancha espada de doble filo con las manos enguantadas. —¡Sargón de Babilonia, defensor de Gehenna! El gran príncipe de Babilonia avanzó unos pasos. Su áspero pelo rojo sin trenzar le llegaba por los muslos. De sus finos labios azules salía una densa saliva amarilla y sus ojos rojos relucían. Astarot le hizo una seña con la cabeza. —¡Guerreros del infierno! —gritó Sargón. La Horda Negra dio un paso adelante. Las largas trenzas negras les colgaban espalda abajo. Presentaron sus superarmas, creadas por los Gemelos de Malfecium.

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—¡Abrid el sello! Los guerreros dieron otro paso al frente y, con la unión de su fuerza, alzaron los enormes cañones tácticos de láser. Todos a la vez, como si fueran uno, enfocaron los ardientes haces de láser y el aire explotó debajo del enorme Sello que sostenía las Puertas del Portal. Sin embargo, el Portal siguió firmemente cerrado. Charsoc frunció el entrecejo. —¡Otra vez! —gritó Sargón, frustrado, y un segundo batallón de sus guerreros dio un paso al frente. Apuntaron el Sello de oro con sus sofisticadas armas de pulsos electromagnéticos. Del Sello salieron unos violentos y ardientes relámpagos color rubí que derribaron a todo el batallón. —¡Ahhh! —gritó Sargón mientras caía de rodillas, agarrándose la cabeza de dolor—. ¡Los sortilegios de Jehová! Charsoc caminó hacia el Portal con los ojos entornados de rabia. —Deja que lo pruebe a la antigua —dijo, arrancando una piedra color rubí de su coraza. La sostuvo sobre el mismo centro del Sello, donde encajaba perfectamente. Luego, la hizo girar dos tercios de circunferencia y esperó. Los presentes callaron. Entonces se produjo una ensordecedora explosión y el monstruoso campo de fuerzas de cobre del Portal de Shinar estalló en una erupción de trescientos metros de alto en dirección al Segundo Cielo. Charsoc sonrió. Era exactamente lo que él había previsto. Una marca centelleante de color azul eléctrico recorrió la parte intermedia del campo de fuerzas. El campo de fuerzas interdimensional se había resquebrajado. Contempló extasiado las miles de olas electromagnéticas de color escarlata que se habían encendido en la superficie. El conversor de ADN de los campos de fuerzas se estaba reactivando. Charsoc se volvió. Sargón y sus batallones corrieron hacia Miguel y su Guardia Real, que libraban un fiero combate con la retaguardia de Astarot, mil escalones más abajo, en la entrada de las Escaleras Ascendentes. Charsoc vio que los batallones de Sargón llegaban a las Puertas. Con todo su ardor guerrero, entraron en liza al lado de Astarot y los suyos, que atacaban a las tropas de Miguel con toda brutalidad. Sargón y dieciocho de los suyos rodearon a Miguel. Este y su Guardia Real combatían con fiereza, pero Charsoc sabía que estaban en inferioridad numérica. También sabía que Gabriel y sus ejércitos del Primer Cielo correrían en auxilio de Miguel. Dentro de unos minutos estarían allí, Charsoc lo sabía seguro. Tenía que

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entrar en el mundo de la Raza de los Hombres con el genoma sin más dilación. Cada vez le quedaba menos tiempo. Charsoc hizo una seña a Dracul, gobernador de los Hechiceros de Occidente y antiguo jefe de los Señores del Tiempo. Los trece Señores del Tiempo formaban un amplio círculo y se quitaron las capas negras. Unos abrasadores relámpagos verdes emergieron de las yemas de los dedos de los Hechiceros y atacaron la grieta del campo de fuerzas. El umbral interdimensional del Portal se estaba abriendo. —¡Charsoc el Oscuro, tú, el Caído, entra en la Estirpe de los Hombres con su misma imagen! —susurró Dracul. Charsoc se volvió a tiempo de ver que Sargón y sus matones arrastraban brutalmente a Miguel, que todavía se debatía con violencia por las Escaleras Ascendentes. Luego, lo lanzaron perversamente al suelo, en la base del campo de fuerzas. Charsoc se elevó ochenta metros en el aire por encima de Miguel y se mantuvo allí suspendido, completamente inmerso en las encendidas olas escarlatas del campo de fuerzas. Todo su cuerpo vibraba a una frecuencia ultra elevada. Desde el suelo, golpeado y herido, Miguel vio que el ADN de Charsoc se reestructuraba ante sus mismísimos ojos. Las ardientes olas escarlata atravesaron el cuerpo de Charsoc, que medía tres metros, y lo encogieron hasta un metro noventa centímetros. La barba, que le llegaba hasta el suelo, desapareció y el pelo, largo y negro, se tornó plateado y apareció cortado a un centímetro del cuero cabelludo. En sus ojos ciegos se formaron los iris y empezó a ver como veían los hombres. Dracul abrió el cofre y, con cuidado, extrajo el Vial de la Sagrada Progenie. Miguel contempló la escena, consternado. Sabía lo que contenía. Charsoc abrió la mano y el vial voló a su mano en el preciso instante en que el Umbral Interdimensional se abría del todo y desde el Segundo Cielo se divisaba Babilonia. Charsoc desapareció. Sargón agarró a Miguel por detrás con sus enormes y sucias manos y apoyó la espada de doble filo en la garganta del arcángel. El resto de las hordas de Sargón había rodeado a los guerreros encadenados. Miró de reojo a Astarot, al que le caían unas gruesas gotas de saliva amarilla de entre los restos careados de sus dientes. —Hemos terminado el trabajo —gruñó—. Hemos matado a su Príncipe y Comandante. Lo mandaremos al Abismo.

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Desde el suelo, Miguel miró con furia a Astarot. —Has desobedecido la Doctrina de la Ley Eterna —gritó Miguel, debatiéndose entre las manos de Sargón que lo inmovilizaban—. ¡Astarot! En este momento, Gabriel cabalga hacia aquí con sus ejércitos del Primer Cielo. ¡Ríndete ahora que todavía puedes...! Astarot guardó silencio, de espaldas a Miguel y a Sargón. Sargón presionó el extremo de la espada en la garganta de Miguel hasta que un líquido azul parecido a la sangre brotó del cuello del arcángel. —Astarot —dijo Miguel, jadeante—. El Protocolo... Tú, precisamente... —Deja las armas, Sargón —dijo Astarot en voz baja—. Ya hemos completado nuestra misión. Charsoc y el Vial Sagrado han cruzado el Umbral Interdimensional. El Príncipe Supremo no tiene armas. Se ha rendido. Esto transgrede el Protocolo Angélico —añadió. Sargón lo miró con odio. —Nosotros, los Caídos, no respetamos ningún Protocolo Angélico. Astarot avanzó hasta él y agarro su enredado pelo rojo con una mano. Le hizo saltar la espada de la mano y lo levantó del suelo hasta que los dos guerreros gigantes estuvieron cara a cara. Sargón, con su rostro lleno de cicatrices, tenía las espléndidas facciones imperiales de Astarot a apenas un par de dedos de él. —Nosotros, los Caídos —replicó Astarot con los labios apretados—, no somos vándalos bárbaros. Somos guerreros. Nos atenemos a la disciplina. —El sentimentalismo te nubla la razón —le espetó Sargón con un gruñido, mirando a Miguel y luego de nuevo a Astarot—. ¡Lo pagarás con tu cabeza! —Dio una brutal patada a Miguel y añadió—: ¡Fuiste su compatriota demasiado tiempo, Astarot! Tras esto, se volvió hacia sus batallones con una malvada sonrisa en la cara. Luego, de un violento empujón, derribó a Astarot y se lamió los labios lascivamente. —¡Seguimos a Charsoc al mundo de los Hombres! Allí tendremos un poco de diversión. —¡No! —gritó Astarot. Horrorizado, Miguel vio que a Sargón le salían de sus enormes hombros un par de grandes alas negras y que se elevaba sobre las encendidas olas escarlata, seguido por quinientos de los Caídos.

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Tembloroso, Astarot no se movió, contemplando impotente cómo sus tropas seguían a Sargón hasta dejarlo solo. Astarot oteó el horizonte. Gabriel y los ejércitos del Primer Cielo descendían hacia ellos. —Es demasiado tarde —susurró—. No puedo rendirme. Caminó despacio hacia el Portal. —¡Has desobedecido la Ley Eterna! —le gritó Miguel—. Eso no te beneficiará. Existe una adenda. Astarot se detuvo ante el Portal y se volvió una vez más para mirar a Miguel. —Mi camino ya está trazado. —¡Astarot! —Miguel alargó el brazo para agarrarlo, pero en aquel preciso instante Astarot cruzó el Umbral del Portal de Shinar. Y desapareció. Camino del mundo de la Estirpe de los Hombres.

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El Consejo de los Trece

1981 Una semana después «La milla cuadrada» Orilla norte del río Támesis Londres, Inglaterra

Charsoc detestaba el color negro. Detestaba la naturaleza sombría de la tierra. Detestaba la Estirpe de los Hombres, pero, de momento, se hallaba al servicio de su Amo y todas sus opciones estaban severamente limitadas. Se preguntó cómo reaccionaría Jether a la noticia de que ahora había entrado en el mundo de la Estirpe de los Hombres como uno de ellos. Se clavó las uñas en la palma de la mano. Pensar en Jether, aunque sólo hubiera sido un instante, lo enfureció. Debía de tener la presión sanguínea por las nubes. ¿Cuánto tiempo más debería permanecer en aquel infernal cuerpo humano inferior?, suspiró. El fin justificaba los medios. Y los medios de su Amo eran, sin duda, diferentes de los fines de los trece hombres que esperaban en silencio en la cámara. Se retrepó en su trono profusamente tallado e inspeccionó a los trece que estaban sentados en torno a la enorme mesa de madera pulida, vestidos con túnicas de color carbón. El Gran Consejo Druida de los Illuminati. Trece Sumos Sacerdotes Hechiceros.

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Los magos y brujos más poderosos que existían en el mundo de la Estirpe de los Hombres, cuyas líneas genealógicas estaban versadas en las formas más espantosas de prácticas satánicas y ocultistas, que se remontaban al propio Nemrod. Por la noche, se dedicaban a prácticas ocultas, clandestinas e inicuas, y eran los conspiradores que se escondían detrás de miles de rituales y abusos satánicos, abducciones de niños, sacrificios de sangre, tráfico de drogas y de seres humanos y asesinatos rituales. Ellos eran los fríos arquitectos de las incontables atrocidades terroristas, asesinatos y sangrientos golpes de estado que llenaban las primeras páginas de los periódicos de los hemisferios oriental y occidental. De día, reanudaban sus vidas respetables en Londres, Berlín, Washington, Los Ángeles, Roma, Tokio y Zúrich. Eran financieros globales, expertos en espionaje, barones del petróleo, magnates de la prensa, presidentes de consejos de administración del entramado militar, industrial, banqueros vaticanos. Los controladores de los Illuminati. Trece familias regentes del Nuevo Orden Mundial que respondían ante uno solo: su gran amo, Lucifer. Tenían la cabeza inclinada hacia delante y los ojos cerrados. El único movimiento era el parpadeo de sesenta y seis velas que rodeaban el dorado Sello de Bafomet, situado en el centro de la mesa. «La Estirpe de los Hombres y sus hechicerías infantiles», pensó Charsoc. Piers Aspinall se puso en pie. —Tenemos el privilegio de contar entre nosotros con el barón Kester von Slagel, emisario de Lorcan de Molay, en este importantísimo momento. —Dedicó una reverencia a Charsoc y añadió—: Barón Von Slagel, si nos concede el privilegio de administrar la Copa... —Nuestro Amo ha escogido la familia —declaró Charsoc. —Antes de que se revele la elección de Su Excelencia, participemos de la Copa de Diabolos. Se quitó los guantes gris claro lentamente, dedo por dedo, y luego alzó su copa. —Al beber la sangre de los inocentes que fueron sacrificados para que compartiéramos esta mesa reafirmamos nuestro compromiso con el Camino Izquierdo. Juramos vengar el Gólgota. Juramos borrar el sacrificio de sangre del Nazareno.

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Tomó un sorbo de la sangre fresca del niño recién sacrificado. —El Gólgota. Los trece hechiceros levantaron sus copas. —¡El Gólgota! —brindaron, y todos bebieron al unísono. Charsoc asintió y dos hombres con librea se acercaron a las ventanas y corrieron las pesadas cortinas de terciopelo carmesí, dejando a la vista el característico resplandor grisáceo de los cielos cubiertos de Londres, después de lo cual salieron de la sala, dejando sólo a un imponente guardaespaldas de dos metros de altura y músculos imponentes apostado en la puerta. Sir Piers Aspinall, jefe del Servicio de Inteligencia Británico, el MI6, se puso en pie, dirigió una mirada al guarda y se volvió a Charsoc, arqueando las cejas. —Travis es uno de nosotros —dijo Charsoc, mirando a Astarot—. Fuerzas Especiales. Aspinall asintió. A continuación, sacó de su maletín, con la divisa de los Illuminati repujada en la tapa, un expediente negro que llevaba la inscripción «Clasificado» y que entregó a Charsoc. —Hemos esperado siglo tras siglo. Finalmente, la familia ha sido escogida — anunció Kester von Slagel y contempló a los trece hombres reunidos en torno a la mesa. Todas las miradas estaban fijas en el expediente que tenía en la mano—. El «Príncipe» será ubicado en la familia elegida por Su Reverencia personalmente — añadió con una sonrisa—. En la familia de uno de los que estáis sentados a esta mesa. En la familia de un muy devoto servidor de los Caídos. Entonces, dirigió la mirada a un hombre alto, de aspecto distinguido y que rondaba los sesenta años, con facciones imperiosas y un bigote plateado, que estaba sentado directamente enfrente de él. Era Julius De Vere, presidente de la dinastia bancaria De Vere y de la industria de las comunicaciones de Europa y Nueva York. —En la familia De Vere. Xavier Chessler asintió: —Un inicio ventajoso para la semilla de nuestro Amo, cuyas decisiones son siempre impecables. Raffaele Lombardi, patriarca de la Familia de la Nobleza Negra de Venecia y director de la Banca Vaticana, arrugó la frente.

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—Julius... —intervino. Julius De Vere lo miró desde el otro lado de la mesa, inescrutable—. Tú, como nos consta a todos, eres un muy estimado parangón del Camino Izquierdo —continuó Lombardi con su marcado acento italiano. —Sólo soy eternamente un devoto discípulo de nuestro Amo —murmuró De Vere. Se frotó suavemente la muñeca con los dedos y, al instante, se encendió una llama azul. Era la «Marca del Hechicero». Julius De Vere era una de las tres únicas personas que llevaba aquella marca, que significaba un pacto entre Lucifer y algunos de la Estirpe de los Hombres. Miró a Lombardi con los párpados entornados. —Por desgracia... —dijo Lombardi, recuperando su mirada fría—. Por desgracia, tu propio hijo, concebido de tu sangre, no parece haber respaldado las ambiciones de la Hermandad con el mismo..., el mismo fervor. —Se acarició la insignia masónica de piedras preciosas que llevaba en la solapa—. James De Vere es fundamental para nuestro plan... de momento —añadió tras una pausa. Julius De Vere miró a Lombardi frunciendo las tupidas cejas canosas. Sus ojos negros tenían un brillo de inteligencia. Sonrió ligeramente. —Las ambiciones que albergabas fervientemente para tus cuatro hijos no escapan al conocimiento de esta mesa, Raffaele. —Lombardi se revolvió en su silla—. Sé muy bien que mi único hijo, lamentablemente, toma como modelo a su madre. Aunque era una de los nuestros, se hizo... digamos que... refractaria a nuestro modo de vida. Pronto tuvo un desgraciado accidente. Mi hijo es débil como lo era su madre. Tiene una vena «virtuosa». —A Julius De Vere se le endureció la mirada—. No tiene la menor propensión a ensuciarse las manos. Soy muy consciente de sus defectos y me aseguraré de que saquemos provecho de ellos. Luego, James será prescindible. »Yo, como mi padre y el suyo antes que él —continuó—, he esperado largo tiempo este día, con la expectativa de que fuese nuestra familia la escogida para la tarea sagrada. Con este fin, hemos construido a lo largo de cinco generaciones nuestro imperio petrolero, bancario y de comunicaciones en preparación del rápido ascenso de nuestro hijo "adoptado" entre las filas de la Estirpe de los Hombres. Todos nuestros recursos están por completo a disposición de la Hermandad. Kester von Slagel sonrió ligeramente. —Eres muy generoso, Julius. Nuestro Amo está muy agradecido. Entonces, ¿nos aseguras la colaboración total de tu familia? —Mi hijo hará cuanto sea necesario para proteger a su familia. Me aseguraré de su plena colaboración.

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—El plan no debe desvelarse a James De Vere —añadió Vincent Carnegie—. No podemos correr riesgos. Debe permanecer en la ignorancia del cambio de niños. Julius De Vere asintió. —Cierto, no podemos fiarnos de mi hijo. Criará ese niño como si fuera suyo, sin conocimiento de la clonación. Haremos nuestras demandas y él, aunque ignorante de nuestra estrategia secreta, obedecerá todas nuestras instrucciones. Su pasividad pesará en nuestro favor. —¿Será eliminado en el momento señalado? —preguntó Lombardi. —En caso de que yo mismo muriera, Chessler se asegurará de su silencio. Xavier Chessler, un hombre rubio y de ojos azules, el prototipo de norteamericano, que acababa de ser nombrado vicedirector del Chasse Manhattan Bank, asintió. —James De Vere compartió habitación conmigo en Yale. Sus antepasados fueron fieles adeptos a nuestras políticas. James confía en mí, Vincent. Lo vigilare de cerca. Cuidaré de nuestros intereses. No tendrá nunca la menor sospecha. —Cuando el clon de Lorcan cumpla cuarenta años, se romperá el Primer Sello. Y ascenderá al poder mundial. —Dieter von Hallstein, ex canciller alemán, se volvió a De Vere—. A partir de entonces, todos serán prescindibles, Julius. —El tono de su voz era suave, pero intenso—. Tu hijo, tu nuera... Tus nietos. —Hizo una pausa—. Todos serán exterminados. Los primeros serán ejecutados para realizar el cambio del clon; los demás serán asesinados cuando el clon cumpla cuarenta años. ¿Esto te resulta aceptable? —Mis nietos... Julius De Vere dio una profunda calada a su cigarro. —Serán sacrificados por un bien superior —añadió Von Hallstein—. Un Nuevo Orden Mundial. El gobierno de nuestro Amo. —Los términos me resultan aceptables —respondió Julius De Vere, asintiendo. Kester von Slagel hizo un gesto con la cabeza a Piers Aspinall, quien sacó un documento y se lo entregó. Von Slagel lo revisó y lo pasó a De Vere. —Tu firma. Sus condenas a muerte. De Vere leyó por encima el documento, sacó una estilográfica del bolsillo y puso svi rúbrica en cuatro hojas con tinta verde. Von Slagel miró a Aspinall y asintió. —Gracias. —Aspinall volvió a guardar el documento en el maletín. Ethan St. Clair alzó la vista.

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—El chico crecerá en Europa, educado en la escuela de nuestros padres —dijo—. Nuestros hermanos escoceses harán saber a Gordonstoun que van a recibir a un pupilo «especial». Aspinall asintió. —Nuestros buenos amigos de Washington —expuso— presentarán a James De Vere una oferta que no rechazará: el puesto de embajador en el Reino Unido. Nos aseguraremos de que el chico crezca en Europa hasta la madurez. Es fundamental para nuestro plan de un Gobierno Mundial Unido. Naotake Yoshido, presidente de la dinastía bancaria japonesa Yoshido, intervino con un tono de voz culto y moderado: —Como bien sabemos, mi estimado colega Julius está a cargo del Fondo Internacional de Seguridad. Julius De Vere asintió. —Durante las próximas dos décadas —continuó Yoshido, dirigiéndose a los reunidos— orquestaremos, bajo la supervisión de Julius De Vere, la mayor y más secreta operación financiera de la historia del mundo. Mi estimado colega, Julius De Vere, y yo nos proponemos ser los primeros en dotar el fondo, como prenda de nuestra buena fe. De Vere asintió de nuevo. —Una pequeña aportación de veinte billones de dólares —añadió Yoshido. Un murmullo de aprobación recorrió la mesa. —Vuestra generosidad será recompensada grandemente por nuestro Amo —dijo Von Slagel cálidamente—. Los dos sois devotos servidores de los Caídos. —El fondo estará domiciliado en Zurich —continuó De Vere— y tendrá conexión con una miríada de instituciones de la Unión Europea, cuya vinculación con la Hermandad será imposible rastrear. —En 2021, el año en que nuestro clon estará preparado para actuar, el fondo contará con más de doscientos billones de dólares. Con tan ilimitados recursos, así como con el fondo privado que he amasado para él en las cámaras acorazadas de los De Vere, la Hermandad contará con suficiente capital para sobornar a todos los presidentes, primeros ministros, legisladores, agencias de espionaje y figuras políticas de todo el mundo durante el resto de este siglo, con el objetivo de alcanzar nuestros propósitos. Aspinall sacó un segundo expediente y lo entregó a Von Slagel, que estudió los papeles.

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—Tu nuera, Lilian De Vere, ha sufrido tres interrupciones del embarazo. Últimamente, ha estado recibiendo tratamiento de un destacado especialista, el doctor Moricc, que está a sueldo de la Hermandad. El doctor ya ha confirmado que Lilian está embarazada de once semanas. Siguiendo la estrategia acordada previamente, la familia viajará de Nueva York a Londres en otoño, como de costumbre. —Von Slagel levantó la vista de los papeles—. Nuestro Amo considera fundamental que, con el fin de ejecutar la estrategia de la Hermandad para el futuro político del clon de Lorcan, éste nazca en Gran Bretaña. Con tal propósito, se aconsejará a Lilian De Vere con la mayor firmeza posible que acuda al Reino Unido y que, una vez allí, no vuelva a viajar a ninguna parte hasta que el embarazo llegue a término. De Vere asintió. —Lilian ha sido preparada para ello desde niña —dijo. —El nacimiento —continuó Von Slagel— está planificado para que coincida con el solsticio de invierno y se llevará a cabo en la clínica de reposo ultraexclusiva que la madre frecuenta en Londres. Sabemos que Lilian insistirá en que la asista Rupert Percival, su obstetra británico. Percival será reemplazado discretamente por su correspondiente de la Hermandad cuando llegue el momento del intercambio. El genetista que incubará el clon de Lorcan ha sido escogido después de una completa investigación para que encaje en nuestro perfil. Se trata de un escocés de cincuenta y seis años, soltero y sin hijos. Un solitario, dedicado a su trabajo, que recibió el premio Nobel en 1978 por su profunda contribución a la investigación genética. Fue el científico responsable de los programas de clonación de Los Álamos entre 1977 y 1979. —Pero ese hombre no pertenece a la Hermandad. —Ethan St. Clair frunció el entrecejo. Von Slagel entornó los párpados antes de responder. —Es el principal experto mundial en clonación e hibridación animal y resulta fundamental para nuestro trabajo. No podemos permitirnos errores. Anoche, el genoma de Su Reverencia fue puesto en manos de dicho científico en nuestra sede secreta de Marazion, Cornualles. También se le han proporcionado las copias clonadas y toda la tecnología que requiere para completar la tarea. Se ha reconstruido el ADN del genoma deforma deliberada para que coincida exactamente con la fecha calculada de nacimiento del bebé humano. —Se trata de una operación secreta —intervino Aspinall—. La identidad del genoma no le será revelada. —¿Sabe que está trabajando con material no humano? —quiso saber St. Clair.

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—Sólo sabe que se trata de material «no terrestre» —respondió Aspinall—. Nuestro científico pasó varios años trabajando en experimentos de hibridación extraterrestre-humano en las bases clandestinas de operaciones secretas. Es un hombre que no hace preguntas ni espera respuestas. Y es muy brillante. Lamentablemente, tan pronto se haya completado el procedimiento, sufrirá un malogrado y catastrófico accidente. Kester von Slagel se puso en pie. —Su Reverencia ha expresado su satisfacción con el curso de acción. El clon de Lorcan será... —titubeó un instante—, será concebido. Una réplica exacta de su padre. —Empezó a deambular por la sala y continuó—: Y ahora, señores, concentrémonos en nuestro plan de acción. El «Príncipe» será dedicado en las criptas del Vaticano por Su Reverencia y los elementos negros de los jesuitas. Después, será trasladado a Londres desde Roma. El niño De Vere y el «Príncipe» serán intercambiados la noche que se producirá el parto, el 21 de diciembre de 1981. El bebé De Vere será asesinado. James y Lilian De Vere no sabrán nunca que se ha producido el cambio y criarán al «Príncipe» como si fuese hijo suyo. Von Slagel se volvió a los trece hombres de la sala. —Un gobierno único del mundo, encabezado por nuestro mesías —dijo e hizo un gesto de asentimiento a Piers Aspinall—. Ahora, te ruego que nos instruyas sobre las previsiones de la Hermandad para «la City» de Londres durante las cuatro próximas décadas. Piers Aspinall sacó unas gafas de montura metálica fina de la funda, de cuero repujado. Se las puso y leyó fragmentos de un montón de papeles con la inscripción «Clasificado». —Hacia 2008, calculamos que los beneficios diarios del comercio extranjero en la Milla Cuadrada de Londres superarán los 1,7 millardos de dólares; la City acogerá el 22 por ciento del mercado bursátil global, el 70 por ciento de todos los movimientos de eurobonos, al menos 263 millardos de libras de ingresos por primas de seguros mundiales en el Reino Unido y 1,7 billones de libras en valores de fondos de pensiones bajo gestión. Predecimos un 43 por ciento de participación global en el mercado de derivados y un 18 por ciento de participación en todos los fondos de bonos basura negociados en el Reino Unido. En 2012, la Milla Cuadrada será el principal centro occidental de finanzas islámicas. Todo ello en manos de la Hermandad... Von Slagel se acercó a la ventana y contempló el centro financiero de Londres que se extendía ante sus ojos.

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—La milla cuadrada más rica de la tierra —murmuró—. Hemos conseguido los objetivos que se marcó nuestro Amo para este pasado siglo. «La City», caballeros: una corporación privada que no está sometida a la reina ni al Parlamento. Guardad nuestro secreto... y recordad que el fin justifica los medios. Los reunidos siguieron la mirada de Von Slagel mientras éste contemplaba los edificios del Banco de Inglaterra, de la Bolsa, de Lloyd's, de Fleet Street y del Mercado de Opciones y Futuros. —Y los prudentes adoptan todas las medidas...

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Descubrimiento

Jether recorrió el pasadizo secreto sin nombre desde el salón del trono del Primer Cielo, a través de los sinuosos laberintos de la séptima cúspide y por debajo de las bóvedas sagradas, hasta la Torre de los Vientos. Se detuvo delante de la pequeña puerta de filigrana de plata del Jardín Amurallado de las Tormentas y colocó su anillo de ónice en el cerrojo. La puerta se abrió y franqueó el paso a los inmensos jardines de vegetación lujuriante de la Torre de los Vientos. Obadías, su ayudante, un juvenil de una antigua raza angelical que poseía las características de la eterna juventud, una notable curiosidad y unos brillantes rizos anaranjados, permaneció dichosamente ajeno a la llegada de Jether. Colgaba de un árbol con sus piernecillas regordetas enroscadas en torno a una rama gruesa, arrancando con avidez dulces frutos de una ramita cargada de capullos blancos y llevándoselos de seis en seis a la boca, que ya tenía llena a rebosar. —Hum... —Jether carraspeó. Obadías lo miró con los ojos como platos y, al instante, cayó del árbol con un sonoro estrépito sobre un lecho de prímulas, aplastándolas. Las flores exhalaron un sonoro suspiro. Obadías se incorporó de un salto y corrió hacia Jether, se agarró al faldón de su túnica y se secó la mano en el satén, metódicamente. Jether le lanzó una mirada furibunda y echó a andar a toda prisa entre las fuentes de agua y los bien cuidados setos. A Obadías le bailaban en desorden los rizos anaranjados de la cabeza en su desesperado esfuerzo por mantener el paso de su agitado señor. Contempló con codicia un segundo árbol de aquellos dulces frutos mientras pasaban junto a él a la carrera y, alargando la mano, arrancó de él un gran arándano y abrió la boca. La baya

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salió volando de entre sus dedos como por voluntad propia y fue a parar directamente a la palma de la mano de Jether. —Ya te lo dije, Obadías —dijo en un tono de voz deliberadamente severo—. Tengo ojos en la nuca. Se volvió, movió la cabeza con la vista fija en su alicaído ayudante y, acto seguido, se llevó el arándano a la boca pausadamente, con un brillo de diversión en los ojos. Obadías lo siguió mansamente con manifiesto temor y veneración, corriendo cuanto le permitían sus piernecillas rechonchas. Mientras lo hacía, contemplaba la espalda de Jether con expresión arrebatada. Jether continuó la marcha hasta el centro mismo de los jardines de la torre, donde el consejo de Jehová ocupaba sus veintitrés tronos de oro en torno a la gran mesa del mismo metal precioso, con sus largas cabelleras y barbas blancas agitándose bajo el viento de poniente. Todos los ancianos llevaban sendas coronas de oro excepto uno, Zachariel, que lucía una brillante capucha anaranjada. Jether tiró con fuerza del faldón de la túnica para soltarla de los dedos pringosos de Obadías y se situó en la cabecera de la mesa. Miró a Zachariel y torció el gesto visiblemente. Zachariel frunció el entrecejo e hizo un gesto con la cabeza a un segundo juvenil, Dimnas, su ayudante, que se apresuró a llevarle su corona de oro. Una especie de extraña sustancia parecida a mermelada, que a Jether le dio la sospechosa impresión de ser restos del desayuno favorito de Zachariel, embadurnaba el rubí central. A regañadientes, Zachariel se quitó el impermeable naranja con capucha y botas que se había puesto para su experimento científico más chapucero. Con un sonoro bufido, cogió la corona de las manos de Dimnas y se la colocó en la cabeza. Jether recorrió con la mirada a los ancianos, deteniéndose a saludarlos uno por uno con una inclinación de cabeza, antes de sentarse pesadamente en su trono de topacio. Levantó la mano y, al instante, el céfiro amainó y se convirtió en una suave brisa. —Inclinemos la cabeza en gesto de súplica, compatriotas míos —dijo y, al unísono, el Consejo Supremo inclinó sus blancas cabezas coronadas. Dimnas continuaba haciendo reverencias a Zachariel. Por mucho que éste meneara la cabeza enérgicamente para que dejara de hacerlo, no lo consiguió. Dimnas tenía los ojos cerrados y proseguía sus fervorosas inclinaciones como en estado de trance y, a cada reverencia, daba un fuerte golpe con la frente en la hierba, produciendo un extraño sonido rítmico.

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Jether abrió un ojo para investigar la causa de aquel golpeteo incesante. —¡Dimnas, basta! —exclamó Zachariel por último, con tal potencia que el dulce Lamaliel, sentado a la derecha de Zachariel, cayó de su trono a la hierba. Cuando Zachariel alargó la mano para ayudarlo a levantarse, las botas de hule se le enredaron en la ropa de Lamaliel, ante lo cual Obadías y Dimnas corrieron en auxilio de Zachariel. Este se derrumbó a plomo encima del pobre Lamaliel, mientras que Obadías y Dimnas lo hacían encima de él. Jether disimuló la risa detrás de un pañuelo mientras Isacar y Matusalén ayudaban gentilmente a un Zachariel que no dejaba de farfullar y, a continuación, incorporaban al dolorido Lamaliel. —Mil perdones... mil perdones, venerado Lamaliel —decía Zachariel, jadeante. —Una gran aventura. Una gran aventura, ciertamente, mi muy querido compatriota. —Lamaliel tenía un brillo de puro regocijo en la mirada mientras quitaba el polvo a su corona. —¿Estás recuperado, venerable Lamaliel? —Jether intentó recobrar la compostura. —Ha sido una estimulante interrupción de sus súplicas sagradas —respondió Lamaliel. —La diversión ligera siempre tiene su lugar en el Paraíso— suspiró Jether—. Pero hoy tenemos asuntos graves que discutir. Obadías, Dimnas, marchaos. Siguió con la mirada a los dos juveniles mientras descendían con sus piernecillas rechonchas por los peldaños de oro de la escalinata que conducía al pie de la Torre de los Vientos y suspiró. —¡Ah, ser un juvenil y llevar una existencia tan despreocupada...! Pero vamos al grano. Abramos el Consejo, venerados compatriotas. Nos hemos reunido hoy aquí para tratar importantes cuestiones. Hundió el rostro en el inmenso Códice de filigrana de oro que tenía abierto ante él y, al cabo de unos momentos, levantó la cabeza y miró a los ancianos. —Han transcurrido casi dos mil años desde la derrota de Lucifer en el Gólgota. Hizo una pausa para que sus palabras calaran. Majil alzó su cabeza plateada. —La gran batalla del Fin del Mundo se acerca. —Lucifer lo sabe bien —asintió Isacar—. En el Gólgota, su tercera parte de los Caídos fue completamente derrotada por nuestros ejércitos. —Lucifer juró que tal cosa no volvería a suceder —replicó Jether—. Como bien sabemos, concibió un plan. Un designio diabólico. —Paseó la mirada por la asamblea

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de ancianos y añadió—: Un plan para concebir a su propio mesías. A su propio Hijo de la Perdición. Todas las miradas estaban fijas en él. —Mi venerado compatriota Isacar. Por favor, relata los descubrimientos del Consejo. Isacar el Sabio cruzó las manos con una expresión grave en sus facciones, normalmente dulces. —Mis venerables compatriotas, nuestros descubrimientos traen malos presagios para la Estirpe de los Hombres. A través de este mesías, Lucifer se propone controlar el mundo de la Raza de los Hombres mediante el establecimiento de un Nuevo Orden Mundial. De un Gobierno Mundial Único. Su objetivo es el control de los sistemas bancarios, del complejo industrial militar, de las camarillas secretas gubernamentales y comunidades de espías, de los cárteles farmacéuticos y de drogas, de la comunicación de masas. —Isacar suspiró—. Sus ambiciones son infinitas — añadió e hizo una pausa—. A través de este mesías, Lucifer se propone gobernar él mismo el mundo de los Hombres. —Gracias, Isacar. —Jether escrutó los rostros en torno a la mesa—. Hasta ahora, la Raza de los Hombres no poseía la capacidad de producir clones. Sin embargo, los progresos tecnológicos producidos en su mundo se han acelerado en gran medida esta última década. Nos ha llegado la noticia de que Lucifer está creando un clon en el mundo de los Hombres. Un clon —continuó— que llevará su propio ADN. El Consejo Supremo miró a Jether, conmocionado. Lamaliel fue el primero en hablar: —No volverá a depender de los Stalin y Hitler de este mundo, que le fallaron. —Dices muy bien, venerable Lamaliel. —Jether se volvió hacia Zachariel y le dijo—: Zachariel, te ruego que, como venerado conservador de los universos y las ciencias de Jehová, expongas los hechos científicos tal cual son. Zachariel sacó de debajo de la mesa sus grandes pies cubiertos con las botas amarillas de hule y se incorporó de su trono. Carraspeó sonoramente y, poniéndose el monóculo, revolvió entre sus papeles científicos. —Honorables compatriotas, mi venerado Jether... —La voz le temblaba de emoción—. A diferencia del nacimiento de Cristo, el del mesías de Lucifer no será sobrenatural. Será un logro de la ingeniería biogenética... ejecutado por los inicuos supercientíficos de los Caídos de Lucifer. Los Gemelos de Malfecium, que fueron protegidos míos durante años aquí, en los portales científicos del Primer Cielo... — Zachariel enrojeció de indignación.

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—Te ruego que te calmes, viejo amigo —le reconvino Jether con suavidad—. La época en que se produjo tal traición en nuestro mundo hace mucho tiempo que pasó. Zachariel dirigió una mirada ceñuda por debajo de sus enormes y pobladas cejas blancas a los ancianos reunidos en torno a la mesa y dejó caer sus documentos científicos con un golpe sordo. —Los perros falderos de Lucifer. —Frunció el ceño—. Como mucho, se les puede llamar depravados ingenieros biogenéticos. Jether le lanzó una mirada de advertencia. Zachariel respiró profundamente. —En cualquier caso, la cuestión es que... —murmuró Zachariel, revolviendo de nuevo entre sus papeles—. Durante más de dos mil años, más allá de las bóvedas de Vagen, mil millas por debajo de los Laberintos de Angor, ha reposado un sarcófago protegido por los Gemelos de Malfecium. El sarcófago de las Furias. Allí se encuentra el Vial de la Sagrada Progenie. Contiene un único genoma. —Paseó una mirada ominosa por los ancianos reunidos en torno a la mesa—. El genoma de Lucifer. Zachariel volvió a sentarse pesadamente en su trono y concluyó: —Del cual crearía un clon... —Una réplica de sí mismo —continuó Jether—. Es la más vil de sus estrategias. — Señaló la copa que Zachariel tenía a su derecha y le dijo—: Por favor, viejo amigo, toma un sorbo del elixir para calmarte y continúa. Zachariel bebió un sonoro sorbo de néctar de campánula. Isacar se llevó la mano al oído mientras Zachariel se relamía con placer los labios rojos y generosamente grandes y volvía a colocarse el monóculo. —Sus supercientíficos han estado preparados desde que Alejandro gobernaba el mundo. Estaban preparados durante las purgas de Stalin... y estuvieron muy cerca durante el reinado del terror de Hitler. —Una vez más, revolvió entre los papeles manchados de restos de comida—. El Instituto Kaiser Guillermo de Herencia Humana y Eugenesia fue una base para los experimentos genéticos y eugenésicos más depravados de Hitler. Othman von Verschuer, Grebe, Mengele... ¡monstruos depravados, todos ellos! Jether frunció el entrecejo. —Todos tenían un mismo objetivo, dictado por su amo Oscuro. La clonación. Pero ni siquiera los científicos nazis, tan avanzados, disponían de la tecnología necesaria para crear un clon de la semilla de Lucifer.

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Zachariel se levantó y, sumido en profundos pensamientos, dio unos pasos entre los altramuces en flor, aplastándolos bajo sus enormes botas de agua. Las flores volvían a crecer al instante, perfectas, tan pronto levantaba el pie. —En 1943, compatriotas míos, se produjo un fracaso tras otro. Resultaba imposible, tecnológicamente, crear un clon en el mundo de los Hombres. Sin embargo, en años recientes, los Gemelos de Malfecium han proporcionado programas detallados de acción a los elementos más siniestros de la Raza de los Hombres, para que sus unidades de Espionaje Negro pudieran empezar a realizar experimentos de clonación en instalaciones secretas de Norteamérica. Los Álamos. Dulce. Un científico en particular... —Zachariel levantó las manos en un gesto entre la repulsión y la admiración—. ¡Un genio! Jether suspiró. —Pero el ADN de Lucifer es como el nuestro —intervino Isacar—. Es angélico. No es material, estimado Zachariel. —Ahí, venerable Isacar, es donde quedó de manifiesto la maléfica genialidad de los Gemelos. Maelageor, que fue el mejor de mis protegidos... —Zachariel captó la mirada de Jether y se apresuró a continuar—, readaptó la secuencia de ADN del genoma del Vial de la Sagrada Progenie para que se correspondiera exactamente con el patrón de desarrollo y los ciclos del ADN humano. El clon retendrá la capacidad de espíritu angélica, pero estará confinado en un cuerpo material. Se parecerá a Lucifer. Sus atributos humanos, el color del pelo, de los ojos, las facciones, serán una réplica precisa de su padre, pero su desarrollo físico será como el de un hombre. Material. —Venerable Zachariel —habló Majil—, ¿y ese clon conservará la capacidad sobrenatural de los Angélicos Caídos? Zachariel asintió. —Sus poderes estarán más limitados, venerable Majil, pues los utilizará en el mundo material, pero sí, su clon tendrá acceso a los poderes sobrenaturales de los angélicos. Jether observó a los ancianos. —Con todo, Lucifer conoce perfectamente el poder limitador de la presencia de los portadores del Sello del Nazareno. Hasta que el último seguidor del Nazareno sea eliminado de la tierra, los poderes sobrenaturales de su clon se verán restringidos en gran medida. Dificultados. —¿Hasta el último?

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—Incluso el seguidor más débil del Nazareno plantea una amenaza cuando ejerce su autoridad sobrenatural en el mundo de los Hombres —añadió Isacar. —El transporte de los seguidores del Nazareno al Primer Cielo se producirá en medio de la Tribulación —apuntó Matusalén con su hablar lento y mesurado—. Tres años y medio después de que se rompa el Primer Sello. —Sí —dijo Jether—. Hasta entonces, el clon de Lucifer ejercerá su poder sobrenatural de forma limitada. El tiempo se acaba. Nos ha llegado noticia de que Lucifer ya ha puesto en marcha su plan. Hemos conocido que su genoma fue proporcionado hace una luna a la elite... por alguien que estuvo sentado a esta mesa hace eones: Charsoc el Oscuro. De nuevo, paseó la vista por los reunidos. Los ancianos lo miraban en silencio, atónitos. —Charsoc —continuó— ha entrado en el mundo de la Estirpe de los Hombres para entregar el genoma. Ha entrado en forma humana, como uno de ellos, cruzando el Portal de Shinar. Charsoc desconoce la existencia de una adenda que se incluyó después del incidente de los Nefilim en Babel. Ni Lucifer ni Charsoc fueron informados de ella. Jether se volvió a Gabriel, quien leyó un fragmento de un Códice. —La adenda —declaró Gabriel, mirando a los ancianos— establece que si el Portal de Shinar vuelve a ser violado por los Caídos, la forma humana que adopten éstos al cruzarlo será irreversible. Al principio, Charsoc conservará todavía la capacidad de volver a transformarse en angélico, pero con cada década que pase entre la Estirpe de los Hombres, esta capacidad disminuirá. Hacia el final de la Tribulación, habrá perdido definitivamente su primer estado. Cuando finalicen los siete años de tribulación, Charsoc vagará por los lugares desiertos, ni angélico caído ni humano... hasta su expulsión al Lago de Fuego. —Por desgracia —apuntó Jether—, Charsoc no ha sido el único en cruzar el Portal. Miguel, tú lo presenciaste todo de primera mano. Miguel dirigió la mirada a la Puerta de Rubíes con gesto sombrío. —Sargón, Príncipe de Babilonia, y quinientos de su guardia cruzaron al mundo de los Hombres en forma humana, junto con cientos de la Guardia Real de Lucifer. Y Astarot. En torno a la mesa se alzó un murmullo colectivo. —Hemos recuperado el control del Portal —continuó Miguel—, pero los Caídos andan ahora en forma humana, antes de su tiempo. —Y Lucifer está al tanto de todo —apuntó Matusalén con un hilo de voz.

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—No sólo eso —añadió Jether—. También ha escogido ya una familia para incubar a su «hijo». Una de las trece familias dirigentes de la sociedad secreta denominada los Illuminati. La familia que Lucifer ha elegido para «incubar» al Hijo de la Perdición es una de éstas. —Bajó la vista al pergamino del Códice y, al instante, se formaron en las páginas líneas y párrafos de escritura de plata—. Y el nombre por el que se la conoce entre la Estirpe de los Hombres es De Vere. »Tres de los que estamos sentados aquí hemos sido elegidos para una nueva tarea —continuó, poniéndose en pie—. Una tarea peligrosa. Tres de nosotros hemos sido escogidos como protectores de la familia De Vere. Protectores que ahora se manifestarán en forma humana. Como ángeles de incógnito —añadió con una leve sonrisa. »Ahora nos retiraremos a nuestras cámaras a orar. El Espíritu Santo de Jehová convocará esta misma luna a los tres elegidos. Los elegidos tendrán paso libre entre el mundo de la Estirpe de los Hombres y el Primer Cielo. Y abandonarán el Primer Cielo la próxima luna. Jether contempló a los ancianos y continuó: —La Ley Eterna decreta que a ninguno de los tres elegidos se nos permite revelar nuestra naturaleza angélica salvo en condiciones extremas... y, aun así, sólo con la autorización suprema del propio Jehová. Hasta que se rompa el Primer Sello de la Revelación de san Juan del Apocalipsis, debemos permanecer invisibles a los Caídos. »Cruzaremos al mundo de la Estirpe de los Hombres como es nuestra práctica habitual, a través de los Santos Portales Angélicos. Actuaremos como vigilantes. El monasterio de Alejandría, en Egipto, donde el Niño Dios encontró refugio, será un lugar de protección para todos los que viajemos entre el Primer Cielo y el mundo de los Hombres. —Jether cerró el Códice—. Si nuestra presencia es descubierta antes de que se abra el Primer Sello, perderemos nuestro derecho a proteger a la familia escogida y seremos desterrados del mundo de los hombres hasta que se produzca el Final de los Tiempos. Debemos ser discretos y prudentes. Debemos estar vigilantes. Sus rasgos se relajaron. Dirigió una comedida sonrisa a los rostros que lo miraban con expresión grave y concluyó: —Buena suerte, mis nobles compatriotas. Se levanta el Consejo.

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SEIS MESES DESPUÉS

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La Semilla de la Serpiente

Helipuerto del Vaticano, Ciudad del Vaticano, Roma21 de diciembre de 1981, 05.00 horas

Rester von Slagel deambulaba con impaciencia de un lado a otro de la pista helada. Su hábito de jesuita se agitaba violentamente bajo las gélidas ventiscas invernales que, procedentes del norte, aquel año habían llegado a Roma desacostumbradamente tarde. Dudó unos breves momentos delante de la estatua de la Virgen y el Niño y siguió paseando incesantemente por la pista. —¡Diciembre! —murmuró con amargura—. ¡Frío y maldito diciembre! Observó el helicóptero de asalto Black Hawk Sikorsky UH—60, apenas visible a través del aguanieve. Estaba en medio de un círculo iluminado por los focos del helipuerto del Vaticano, vigilado por seis soldados del SAS británico, vestidos de uniforme y empuñando ametralladoras. La Hermandad había financiado el prototipo de Black Hawk y su primer vuelo, hacía seis años, y la recompensa recibida por ello había sido buena. Ahora, en manos de la Hermandad, había más de novecientas de aquellas naves operativas en todos los continentes de la tierra. Esbozó una débil sonrisa de aprobación y luego frunció el entrecejo, observando los muros medievales de la Torre de San Giovanni. Rester von Slagel se frotó enérgicamente los dedos pálidos y huesudos, siguió contemplando la torre y frunció los labios en una mueca de irritación. Sentía un profundo apego hacia su gran colección de ópalos y rubíes de brillantes colores y el

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hecho de que aquel día no llevase ninguna de sus llamativas joyas sólo servía para acentuar la irascibilidad que sentía. Y su enfado por tener que residir en aquel cuerpo infernal como uno de los integrantes de la Raza de los Hombres. El único factor que compensaba aquel malestar era que se trataba, sin lugar a dudas, de la operación más importante de la historia de los Caídos. Cuatro cardenales llevaban un cofre de plata cerrado hacia Von Slagel y los violentos vientos levantaban sus vestimentas de color escarlata. Cuando llegaron ante él, le hicieron una reverencia. Von Slagel estudió la tapa del cofre, exquisitamente labrada con una estrella de cinco puntas invertida, y luego observó a los cardenales que tenía delante. A diferencia de aquellos idiotas, él sabía perfectamente que dentro del cofre, sumida en un sueño profundo entre el terciopelo azul marino, estaba la semilla de su Amo. El «Príncipe». El clon de Lorcan. En él residía la única oportunidad de los Caídos de destruir la pretensión ilegítima del Nazareno como Rey de la Estirpe de los Hombres. Von Slagel entrecerró sus pálidos ojos con satisfacción. —A menos que Jehová se saque de la manga una línea de ataque nueva — murmuró para sí. Dirigió un saludo con la cabeza a los cardenales, que le hicieron una nueva reverencia. A continuación, subieron la escalerilla del helicóptero cargando cuidadosamente con el cofrecillo y montaron en la nave de combate. El único ocupante del Black Hawk era una monja gruesa de aire teutón. Sus fofas facciones quedaban ocultas bajo la toca, que sólo dejaba a la vista los ojos, la nariz y la boca. El hábito le llegaba por debajo de las rodillas y calzaba unos gruesos calcetines oscuros que le tapaban las gordas pantorrillas. La monja miró, hipnotizada, la imagen de oro de la cabra que llenaba la estrella de cinco puntas del cofrecillo. —El sello de Bafomet —murmuró, con los ojos muy abiertos en una expresión mezcla de satisfacción y horror—. El dios de las Brujas —añadió y agarró con sus temblorosas manos rechonchas el crucifijo invertido que colgaba de su cuello. El piloto, un sacerdote jesuita, se acercó a Von Slagel y se arrodilló en la nieve ante él. —Hijo mío —dijo Von Slagel—, has sido elegido para la misión más suprema—. ¿Tienes las instrucciones? —Sí, Santo Padre —respondió el piloto con una reverencia.

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—El sistema de navegación está a punto. Transportarás el cofre a un destino fijado de antemano. La abadesa Helewis Vghtred realizará el intercambio. Von Slagel posó sus manos sin anillos en la cabeza del sacerdote. —En el Nombre del Padre —dijo Von Slagel en tono lacónico. El sacerdote se enjugó una lágrima de la mejilla, saludó y se encaminó hacia la cabina del aparato. Von Slagel se dirigió al más condecorado de los seis soldados del SAS. —Capitán Granville, sus instrucciones finales —le dijo en voz baja—. Al recibir al niño cambiado en la clínica San Gabriel, extermínelo. Y luego a los pilotos y a la tripulación. El capitán Nicholas Granville saludó militarmente. —Sí, señor. Granville hizo una seña a sus soldados y, al unísono, levantaron sus ametralladoras MP5A3 y dispararon una ráfaga de balas de nueve milímetros contra el pecho de los cuatro desprevenidos cardenales. A continuación, cargaron sus cadáveres en la bodega y montaron en el helicóptero. Von Slagel esbozó una sonrisa de aprobación, saludó y se volvió sobre sus talones bruscamente, abriéndose paso con dificultad en la tormenta de nieve cada vez más intensa para refugiarse en las viejas fortificaciones del Vaticano. De repente, los cielos de Roma se llenaron con los roncos lamentos de cien mil estorninos. Sobre la cabeza de Von Slagel, el reluciente firmamento del amanecer se volvió negro con la inmensa columna giratoria de pájaros que se lanzaron en picado sobre él en una sombría masa arremolinada, retorciéndose y girando como un gran ciclón de plumas. Era la avanzadilla de su inicuo Amo. El aroma familiar del incienso invadió el helipuerto. Von Slagel se postró en el suelo al tiempo que una figura alta se materializaba en el centro del tremendo torbellino que se le cruzaba en el camino. Tembloroso, alzó la cabeza y vio dos pies junto a él, calzados con un par de zapatos de charol Tanino Crisci. Levantó más la cabeza y distinguió un bastón de plata con una mano enguantada apoyada en la empuñadura labrada en forma de serpiente. —Excelencia, va de camino a Londres —dijo con voz temblorosa—. Los bebés serán cambiados. Todo se ha ejecutado, Señor, según vuestro plan. Tomó la mano de su Amo, llena de anillos, entre las suyas, vacías y temblorosas, y besó el sello dorado de un inmenso anillo de ónice.

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Lorcan de Molay sonrió pausadamente en señal de aprobación y se arregló el gran crucifijo que llevaba colgando del cuello. Luego, miró a Von Slagel con las facciones ocultas bajo el borde circular de su negro cappello romano. —Te has superado a ti mismo, Charsoc el Oscuro —murmuró. Alzó la vista bajo la amplia ala de su sombrero de piel y clavó los ojos en el brillante helicóptero que ascendía en los cielos romanos. El aparato dio dos vueltas sobre el Vaticano y luego voló hacia el mar Tirreno rumbo a Londres. Sus luces ya no eran más que una mancha en el luminoso horizonte negro azulado. Lorcan de Molay se acercó a la estatua de la Virgen y el Niño y se plantó ante ella, absolutamente quieto. La furiosa ventisca le agitaba la sotana negra de jesuita. —El Nazareno... —Pasó unos dedos de cuidadísimas uñas por el rostro de hierro exquisitamente tallada del Niño Jesús. »Una representación espléndida —susurró—. Casi perfecta —añadió, extrañamente cautivado por los rasgos de hierro del Niño Dios, y luego se fijó en la corona de oro, una delicada pieza de orfebrería, que lucía el infante en la cabeza. De repente, se agarró la sotana y sus ojos azul zafiro destellaron con un repentino veneno. Luego, levantó el rostro al cielo. —El reino de Tu Hijo toca a su fin —clamó, amenazante. El Rey de los Condenados permaneció bajo la ventisca con el rostro vuelto hacia el reluciente firmamento del amanecer con expresión de profundo abandono mientras sus cabellos se agitaban enloquecidamente entre la tormenta de hielo. Progresivamente, se transformó en un serafín. En un arcángel. De su espalda surgieron seis monstruosas alas seráficas de color negro. —¡Viene mi Reino! —gritó.

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UNA DÉCADA DESPUÉS

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Vínculos ancestrales

Hogar ancestral de los De Vere Bahía de NarragansettNewport, Rhode Island 1994

La brillante limusina negra, escoltada por cuatro Lincoln todo terreno, cruzó tres casas de los porteros, unas altas verjas de hierro con el escudo blasonado de la familia De Vere y una amplia extensión de jardines, cuidados al detalle, que rodeaba la mansión ancestral de los De Vere. El vehículo pasó a toda velocidad por delante del quiosco, siguió la serpenteante calzada de acceso, dejó atrás majestuosos miradores y esculturas ornamentales y finalmente se detuvo ante una colosal mansión de piedra caliza de Indiana, tejados en gablete y cincuenta habitaciones. La casa gozaba de una privilegiada vista del océano Atlántico en la bahía de Narragansett, Nueva Inglaterra. De la parte trasera de la limusina se apeó un hombre alto y elegante de unos cuarenta y ocho años que llevaba un delgado portafolios. Detrás de él, salieron cuatro guardaespaldas. James De Vere se detuvo un largo instante para contemplar el hogar ancestral donde había transcurrido su infancia en la Costa Este. Su atractivo rostro se veía ojeroso y cansado, al borde del agotamiento. Mientras James subía los peldaños de piedra caliza, una de las enormes puertas delanteras se abrió y apareció un anciano y larguirucho mayordomo británico con una mata de pelo blanco, áspero y rebelde.

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—Bienvenido a casa, señor James —le dijo con un culto acento británico al tiempo que le hacía una reverencia—. Es magnífico volver a tenerlo por aquí. —Ha sido un viaje muy largo, Maxim —dijo James, con una sonrisa cansada mientras le tendía el portafolios—. Yo también me alegro de verte. ¿Los chicos se han portado bien, en mi ausencia? —Todo está en orden, señor. —Con expresión sumisa, Maxim se miró las manos, enfundadas en unos guantes blancos. James vio una quemadura en los pantalones negros perfectamente planchados de Maxim y entornó los ojos, airado. —Espero que no haya habido más experimentos científicos mientras he estado fuera... —dijo. El mayordomo se ruborizó de repente. —Maxim, cuando te encargué la enseñanza de las ciencias a los chicos, me refería a explicaciones e hipótesis teóricas, no a experimentos de bioquímica avanzada — suspiró James. —Sólo estudiamos reacciones bioquímicas en la leñera —dijo Maxim, incómodo. —Veamos. En verano, Nick voló el aviario con nitroglicerina. En otoño, Adrian hizo estallar una mezcla de peróxido de acetona y serrín en el estudio de Frau Meeling y el día de Acción de Gracias, la señora De Vere descubrió a Jason montando una bomba de fabricación casera. No habrá quien soporte los nervios de la señora De Vere. James se volvió hacia los guardaespaldas, disimulando una sonrisa. —Pónganse cómodos en el porche, caballeros —dijo e hizo una indicación a su mayordomo—. Maxim les servirá algo de comer y beber. Maxim frunció el ceño ante el grupo de hombres de trajes negros y los miró de arriba abajo con desconfianza. —Como usted desee, señor. James entró en el espacioso vestíbulo dorado, con el techo abovedado a seis metros de altura y se detuvo. Al captar los aromas familiares de mimosa y bergamota suspendidos en el aire, se relajó visiblemente. Maxim lo ayudó a quitarse el abrigo. —¿Está usted fatigado, señor James? —preguntó, preocupado—. Me he tomado la libertad de dejar su batín y las zapatillas junto a la chimenea, como siempre. James le puso una mano en el hombro.

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—Maxim, viejo amigo, ha sido una semana difícil. ¿Dónde está Madame Lilian? — preguntó, arqueando las cejas. —Madame Lilian está en el salón, señor. —Llama a los chicos, Maxim, por favor. Tengo noticias que son de su interés. James se dirigió a las enormes puertas de caoba del salón y las abrió despacio. Junto a una chimenea de mármol en la que ardían grandes troncos se hallaba una mujer esbelta, elegante y de hermosas facciones. Tenía la piel fina como el alabastro y perfectamente maquillada. El pelo, castaño brillante, lo llevaba recogido en un moño y vestía un traje de seda color melocotón que le caía por encima de sus bien torneados tobillos y unas manoletinas de satén del mismo color. Todo estaba en su lugar. Lilian De Vere sc volvió al instante y, al ver a James, resplandeció. Corrió hacia él y se abrazaron. James cerró los ojos hundiendo su rostro en el cuello de ella. Parecía contento. Levantó la cabeza, la soltó despacio y se acercó a la ventana. Unas negras nubes de tormenta se cernían sobre el Atlántico. Lilian lo observó con atención. —¿Te han convocado? —le preguntó acercándose a él y poniéndole la mano en la espalda—. ¿El Consejo de los Trescientos? —No —respondió James. Se volvió hacia ella, pálido como la cera, y le dijo con una voz apenas audible—: Me ha convocado mi padre. En San Francisco. Para que asista al Gran Consejo Druida. —Julius... —Lilian apartó su mano de la de James como si le quemara—. Los Sumos Sacerdotes de la Bruja... —susurró aterrorizada, mirándolo—. El Consejo vino una vez a nuestra casa. Era la Noche de Difuntos. Ofició una misa negra en la capilla de mi padre. Lilian se acercó al mueble bar y se sirvió un martini. Las manos le temblaban visiblemente. —Sacrificaron a un niño en mi nombre —prosiguió—. ¿Qué quieren, ahora? —Dentro de tres semanas, nos marcharemos a Londres —explicó James, tras respirar hondo. —¿A Londres? James alargó la mano para sujetarla por el brazo, pero Lilian retrocedió hasta la barra del mueble bar.

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—Dijiste... dijiste que esta vez harías lo que habíamos hablado. Que esta vez les dirías que no —continuó ella, en voz amenazadoramente baja. Con el vaso en la mano, se acercó a los ventanales, contempló el hermoso y cuidado césped y luego se volvió hacia él, emotiva pero controlada—. No podrías hacerlo, ¿verdad? James asintió, sintiéndose repentinamente exhausto. —Cuando nos casamos, ya sabías que habría... —titubeó—, que habría exigencias. Cosas que nos veríamos obligados a hacer. —Dijimos que nos negaríamos, que diríamos que no. —Lilian lo miró con una inquietante rebeldía en los ojos. —Lo dejaron muy claro. Si nos negamos, Lilian —dijo con dureza—, nos matarán. —Vaciló unos instantes y añadió—: Si nos negamos, matarán a los chicos. —Los chicos... —susurró Lilian, horrorizada. Se volvió hacia él. Por su mejilla corría una lágrima solitaria. —Los matarán igual que mataron a mi padre. A Lilian le temblaban de rabia los esbeltos hombros. Levantó la cabeza. Sus ojos gris pálido habían adquirido de repente la frialdad del hielo. —Toda mi infancia estuvo «manipulada». Sacrificios infantiles, control de la mente, el suicidio de mi padre. Ellos lo manipularon todo, del mismo modo que te manipulan a ti. Tenemos que marcharnos —emitió un gemido ahogado—. Por nuestros hijos, tenemos que marcharnos. Su pelo, perfectamente peinado, le cayó, desordenado, sobre la cara. James se volvió hacia ella. Había palidecido y las manos le temblaban. —No hay salida, Lilian. —Su voz sonaba desacostumbradamente dura—. Cuando nos casamos, ya sabías que yo había nacido en uno de los trece linajes de los Illuminati. Conocías el alto precio que pagaríamos por ello. Lilian retrocedió. —No quiero que mis hijos tengan nada que ver con esto —sollozó. —Escúchame —le dijo James con voz firme, tomándole la cara entre las manos—. Me han dado su palabra. Si cumplimos con lo que nos exigen, con todas y cada una de sus exigencias, no tocarán a nuestros hijos. Si acatamos todas sus órdenes, los chicos podrán existir fuera de su alcance y serán libres para llevar una vida normal. Libres de los aquelarres y demás depravados rituales. Libres de cosas tan inconfesables que no se pueden mencionar. Lilian miró a James con la respiración acelerada.

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—Sacrificamos nuestra libertad —prosiguió él, implacable—, para que nuestros hijos vivan libres del subterfugio. Para que nuestros hijos vivan libres de sus garras. A Lilian se le cayó el vaso de martini al suelo. Alguien llamó suavemente a la puerta del salón y entró una muchacha menuda vestida con el uniforme negro de doncella y un almidonado delantal blanco. De la mano llevaba a un niño de cinco años, rubio y de cara traviesa. Nicholas De Vere alzó la mirada bajo su abundante flequillo y, al ver a su madre, esbozó una sonrisa de alegría. Lilian se volvió para secarse las lágrimas. —Nicholas, querido —dijo abriendo los brazos a su hijo, tras recuperar la compostura. Nick corrió hacia Lilian pero, al ver a su padre, se detuvo a media carrera. Sus rasgos se llenaron de una intensa emoción. —¡Papá! —gritó, echándose en sus brazos. James lo cogió y lo levantó por encima de su cabeza y Nick gritó divertido. Luego, James se lo sentó en el regazo. En aquel instante, en el umbral apareció una mujer de aspecto alemán. Era rubia y llevaba el pelo sujeto en una apretada coleta. Vestía un traje de cuadros de pata de gallo que no le favorecía nada y calzaba unas gruesas medias oscuras. La seguía un apuesto muchachito, casi hermoso, de unos trece años. Llevaba el pelo, castaño oscuro, muy corto y tenía unos pómulos prominentes. Su cara era dulce y seria a la vez. —¿Adrián ha terminado sus deberes, Frau Meeling? —preguntó Lilian con una repentina frialdad en la expresión. Frau Meeling asintió con la cabeza. —El señorito Adrian —explicó— ha terminado los deberes de ciencias sociales, pero todavía le quedan los de álgebra. Lilian asintió. Adrián se acercó a su padre, que lo abrazó, dándole unas palmaditas en la espalda. —Me alegro de verte, papá —dijo el muchacho, devolviéndole un cariñoso abrazo. —Yo también me alegro, Adrián, colega. —James le alborotó el pelo. En aquel preciso momento, entró Maxim con una bandeja de canapés. James la estudió y eligió una tostada de una pegajosa sustancia de color verde con la consistencia de la mermelada. —Una nueva receta, señor James —dijo Maxim, irradiando satisfacción. James intercambió una mirada con Lilian.

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—Hoy es el día libre de Beatrice y de Pierre —le explicó Lilian, disimulando una sonrisa. James gruñó, probó el canapé y lo escupió de inmediato en su pañuelo. Adrián le guiñó un ojo a Nick y éste se echó a reír ruidosamente. —¿Jalapeños, Maxim? —Jalapeños, señor. —Maxim resplandecía de orgullo. James miró a su alrededor y se encogió de hombros. —¿Dónde está Jason? —quiso saber. Maxim enarcó las cejas. —Acabo de saber que, lamentablemente, el señorito Jason ha tenido una avería mecánica con su Mustang y que tendrá que volver a dedo —Maxim hizo una leve mueca—, si me permite decirlo, señor. James exhaló un resoplido de irritación. De repente, se oyó el fuerte chirrido de unos frenos, acompañado de ruidosas risas. Lilian se acercó al ventanal y vio al flaco muchacho de pelo oscuro de diecisiete años sacar con dificultad su metro ochenta de estatura de un viejo Mustang amarillo limón abarrotado de estudiantes. Una rubia menuda le pasó el brazo por la cintura con expresión seductora y Jason le dedicó su habitual sonrisa encantadora. Entonces, levantó la vista y vio a Lilian, que los observaba desde la ventana del salón. Rojo de cólera, miró enfurecido hacia la ventana al tiempo que cerraba el vehículo de un portazo. Las chicas que estaban sentadas en la parte de atrás le lanzaron besos mientras los chicos le dirigían insultos ininteligibles. Jason se colgó la mochila al hombro y subió las escaleras del porche. Al cabo de unos instantes, entró en la sala. —Mamá —le dijo con el entrecejo fruncido y le dio un beso en la mejilla mecánicamente. Al ver a su padre, se le iluminaron los ojos—. ¡Papá! ¡Has vuelto! — exclamó y se dibujó en sus labios una genuina sonrisa. »¡Hola, Adrian! ¡Hola, Nick! —agarró al segundo por el hombro y lo atrajo hacia él—. En el porche hay cuatro agentes de seguridad. Los chicos corrieron hacia la puerta. —¡Pum! ¡Pum! —gritó Nick, disparando a Adrian con una pistola imaginaria. James levantó la mano.

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—Sentaos, chicos —dijo, poniéndose serio de repente—. Vuestra madre y yo tenemos que hablar con vosotros. Jason dejó la mochila en el suelo refunfuñando mientras los pequeños desandaban sus pasos de mala gana. Jason le arreó un puñetazo en el costado a Adrian y éste, con una mirada airada, le devolvió el golpe. —¡Chicos! —Lilian lanzó una severa mirada de advertencia a Jason—. Vuestro padre tiene noticias. —Que no sea otro ascenso —dijo Jason con el entrecejo fruncido—, y otra mudanza. —Me han ofrecido y he aceptado el cargo de embajador de Estados Unidos —se sirvió un whisky de una bandeja que había junto a la de canapés—... en el Reino Unido. Los chicos lo miraron, absolutamente pasmados. —Eso requiere que nos mudemos a Londres. Dentro de un mes, nos instalaremos en Winfield House, situada en Regent's Park. —Oh, papá... Mis partidos de béisbol —se quejó Adrian. —La reina, ¡pum, pum, pum! —gritó Nick, corriendo por toda la sala. Jason se sentó, con la mirada fija en el suelo. Los hombros le temblaban de rabia contenida. Lilian lo miró con ansiedad. —Jason... —le dijo en voz baja. El chico hizo caso omiso de ella y buscó los ojos de su padre. —Yo no me marcho —dijo, poniéndose en pie con manos temblorosas—. Tendrás que matarme y sacarme a rastras de aquí. James bebió un sorbo de whisky. —Pues te mataré y te sacaré a rastras —dijo como si tal cosa. Jason se volvió hacia Lilian, presa de una rabia incontenible. —No iré, madre. Lilian miró a James con expresión implorante. —Harás lo que nosotros digamos —replicó James, imperturbable. —¿Lo que tú digas? —se burló Jason—. Tú no eres ningún ejemplo. Nunca estás aquí. —Se puso a deambular de un lado a otro de la sala—. ¡Mi vida está aquí y no en un sitio apartado de Inglaterra! —Su voz había subido varios decibelios.

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—¡Tu vida está donde esté tu familia! —gritó James a su vez. —¿Qué familia, papá? ¡Tú no estás aquí nunca! ¡Nos hemos mudado cinco veces en cinco años! ¡Gracias a Dios que estoy en un internado! —Recogió la mochila y apretó los puños—. ¡Y no voy a ir a Yale! ¡Quiero ir a la escuela de cinematografía cié Nueva York y no me lo impedirás! James se acercó a su hijo y lo agarró con firmeza por el hombro. —¿Y quién paga el internado y pagará la escuela de cine? Harás lo que yo diga, jovencito. —Adelante, compra mi sumisión con dinero... igual que compras a todo el mundo. James se volvió hacia Lilian. Estaba encendido. —¡Ya basta, Lilian! —le dijo—. Pasa días seguidos en su habitación viendo Dios sabe qué películas... Ese Stanley... Stanley... —¡Kupik! —gritó Nick, hundiendo la cabeza en los cojines del sofá. —¡Kubrick! —lo corrigió Jason, levantando las manos. Estaba rojo como la grana— . ¡Kubrick, un director de cine que mi analfabeta familia desconoce! —¡Estás castigado y esta semana no tendrás paga! —murmuró Adrian entre dientes y Lilian le dirigió una mirada admonitoria. —¡Estás castigado! —rugió James, empujando a Jason con furia. Nick y Adrian soltaron unas sonoras carcajadas. Lilian les indicó con un gesto que callaran, pero no sirvió de nada. —¡Y tú, domina ese genio, Jason De Vere! Jason salió del salón dando un portazo. —Ningún De Vere tiene un genio así —comentó James, acalorado. La puerta se abrió de nuevo. —¡Tú lo tienes! —gritó Jason y se marchó escaleras arriba corriendo como una centella. Lilian se acercó a la ventana para ocultar que se estaba divirtiendo. —¡Y sin paga! —bramó James, en dirección a la escalera. Volvió al salón, dejando el vaso de whisky en la mesa, y se volvió hacia Lilian. Tenía el rostro encendido. —Vendrá a Inglaterra, Lilian. Es mi última palabra.

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Cinco semanas después. Puerto de Nueva York, Nueva York

Toda la familia De Vere estaba congregada en la gran sala de embarque del puerto de Nueva York. A su espalda se apilaba una enorme cantidad de baúles etiquetados con el nombre «De Vere», detrás del gran cristal divisorio que los separaba de la inmensa cubierta del RMS Queen Elizabeth 2. Lilian sacó un pañuelo para enjugarse las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y atrajo a Jason hacia sí. —Adiós, Jason querido. El chico la abrazó con fuerza. —Adiós, mamá. Cuídate. James le dio unas palmaditas en la espalda. —Te echaré de menos, Jason —dijo y retrocedió un paso. Se le habían humedecido los ojos. —En Yale, haznos sentir orgulloso, hijo. —Lo estrechó en un abrazo—. Cuando apruebes en Yale, podrás ir a la escuela de cinematografía. Te he dado mi palabra. Jason asintió, repentinamente emocionado. —Gracias, papá —dijo. Alborotó el cabello a Nick y dio una palmada a Adrian en la espalda. James y Lilian se volvieron, enfilaron hacia el control de pasaportes y subieron a la pasarela del barco seguidos de Adrián y Nick, que se apresuraron a agarrarse con fuerza de las manos de su padre. —¡Eh, Nick! —gritó Jason. Nick se volvió. —Ahora no estaré para protegerte y Adrian irá a Gordonstoun. ¡Tendrás que vértelas tú solo con los ingleses! Nick se soltó de la mano de su padre, bajó la pasarela corriendo, pasó por debajo del policía que controlaba los pasaportes y corrió como una centella hasta hundir la cara en los gastados Levi's de su hermano. Jason se arrodilló y levantó la cara en forma de corazón y manchada de lágrimas de Nick para acercarla a la suya.

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—Eh, colega —le susurró—. Puedes contar siempre conmigo. Pase lo que pase. —Pase lo que pase —farfulló Nick. —Pase lo que pase —repitió Jason. Extendió la mano izquierda hacia Nick—. Recuerda. Es un pacto de hermanos. Nick posó su mano regordeta, con las uñas mordidas, en la de Jason mientras Adrian volvía a bajar la pasarela hacia ellos. James estaba enfrascado en una intensa conversación con el policía. Éste hizo una seña a Adrian para que pasara y el muchacho puso su mano encima de la de Nick. —Hermanos —dijo Jason. —¡Hermanos! —gritaron Adrian y Nick al unísono. —Para toda la eternidad —añadió Nick con vehemencia. Jason miró con afecto la cara del niño de cinco años y le dedicó una sonrisa. —Para siempre, compañero —murmuró Jason—. Tienes mi palabra. Nick asintió. Un flash se disparó mientras Maxim apretaba el disparador de su último invento, una gran cámara negra digital con innumerables e impresionantes dispositivos en la parte superior. Sonó la sirena del barco. —¡Chicos, vamos! —los llamó James. Nick y Adrian subieron corriendo la plataforma y enseguida se volvieron para saludar frenéticamente a su hermano. —¡Os echaré de menos, chicos! —gritó Jason para hacerse oír por encima del rugido de los motores. El flash se disparó otra vez. James y Lilian se quedaron en la entrada y saludaron. Lilian lloraba y lanzó un último beso a Jason. Jason respiró hondo al ver que su padre desaparecía finalmente en el interior del barco. Maxim se acercó a Jason. Llevaba la cámara en la mano. —Señorito Jason, ahora está bajo mi responsabilidad. —Vayamos a hacer las maletas para ir a Yale.

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VEINTISIETE AÑOS DESPUÉS

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Hermanos

Hotel Rey David Jerusalén Sábado, 18 de diciembre de 2021

Jason De Vere deambulaba por los suelos de mármol del vestíbulo del hotel Rey David, ladrando instrucciones con el dispositivo manos libres de su teléfono móvil. Consultó el reloj por tercera vez seguida y, a desgana, se hundió en un gran sillón de cuero y hojeó ociosamente la sección de negocios del Washington Post. Echó una mirada de disgusto al flojo café israelí que tenía en la mesa. Gracias a Dios, la Tercera Guerra Mundial había terminado por fin. El Acuerdo Ishtar no podía llegar más oportunamente para su gusto y Jason sabía que en esto se hacía eco de los sentimientos de cientos de propietarios de empresas de todo el Oriente Próximo y de Occidente. Por lo menos, la industria de los medios estaba volviendo a la normalidad rápidamente. Tomó un sorbo del café solo templado e hizo una mueca de desagrado. Las oficinas de VOX en Jerusalén habían escapado a lo peor de la guerra, pero todo su personal en Tel Aviv había muerto en el ataque nuclear de Irán, pensó con un suspiro. Y el hotel Rey David seguía en pie, intacto. El sonido de unas sirenas que se acercaban al hotel lo sacó de sus reflexiones. Adrian llegaba por fin. Tres furgonetas negras con la parte trasera abierta, que transportaban cada una a seis hombres armados del servicio secreto de la Unión Europea, encabezaban la comitiva, seguidos del reluciente Mercedes negro blindado del presidente europeo. Entre los aullidos de las sirenas, que ahora casi rompían los tímpanos, cuatro

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Mercedes más y otras tres furgonetas aún más enormes del convoy de protección frenaron bruscamente con un chirrido de neumáticos en el exterior de la discreta entrada del hotel. Seis guardaespaldas armados con pistolas automáticas MP5 saltaron de la primera furgoneta e irrumpieron en el vestíbulo mientras cuatro helicópteros de la policía israelí sobrevolaban el recinto. De inmediato, seis hombres armados del servicio secreto rodearon el Mercedes blindado mientras Adrian De Vere se apeaba. Cruzó la entrada del hotel escudado por los guardaespaldas, con sus equipos de comunicación manos libres colgados del oído, y atravesó el vestíbulo hasta donde Jason esperaba sentado. Jason dejó el periódico y estudió a Adrián con una sonrisa mientras el jefe de camareros le hacía gestos nerviosos, invitándolo a sentarse en el lujoso sofá de terciopelo recién tapizado de nuevo en su honor. Adrian se quitó la chaqueta, la entregó a su personal y se repantingó en el sofá, observando a Jason con afecto. Parecía relajado y tenía el aire de fácil sofisticación de un hombre cómodo con su cargo. Apuesto, bronceado e impecable, su atractivo aspecto de playboy lo hacía ocho años más joven. Jason torció el gesto. Mientras que su hermano pasaba por un hombre de treinta y dos cuando tenía cuarenta, él era muy consciente de que aparentaba cincuenta a sus cuarenta y tres. —¡Vaya, has montado un buen revuelo, chico! —Jason se inclinó hacia delante y posó la mano en el hombro de Adrian—. ¡La última vez que llamaste tanto la atención fue cuando quemaste el invernadero de papá y vinieron los bomberos de Newport! El centro histórico de Jerusalén está totalmente cerrado al paso y el espacio aéreo sobre el aeropuerto Ben Gurion también está cerrado. Y toda la ciudad está rebosante de unidades de policía y tiradores. Adrian sonrió y se aflojó la corbata. Pidió un capuchino y sonrió al camarero que esperaba nervioso a su lado. El camarero movió la cabeza en gesto de negativa. —Capuchino, no, señor presidente. Es sabbat —dijo con un marcado acento israelí. Jason levantó su taza, suspiró y murmuró: —Incluso el presidente de Europa debe cumplir con el sabbat. Nada de leche... — Suspiró otra vez. Adrian levantó la vista al camarero y asintió: —Café solo, pues. Jason arqueó las cejas.

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—Lo traerá tibio —comentó. Volvió a coger el Washington Post. Una fotografía de Adrián llenaba la primera página—. Eres la gran noticia en la ciudad, chico. De hecho, eres la gran noticia en todo el mundo. El acuerdo de paz más histórico en siete décadas en Oriente Próximo... El carisma de JFK... El sentido de estado de Kissinger... —Dejó el periódico sobre la mesa—. Has accedido a la presidencia europea y te lo mereces. —No está mal para alguien que casi no alcanza a aprobar los estudios. Deberías ver el informe de seguridad. —Volvió la cabeza y pronunció un nombre—: ¡Travis! Un hombre alto, musculoso y bien afeitado, con el pelo rubio cortado al uno y ojos azul claro dio unos pasos hacia ellos. Jason lo reconoció. Neil Travis, ex miembro del SAS y jefe de seguridad de Adrian, había formado parte del personal de seguridad de su hermano durante los ocho años en que Adrian había desempeñado el cargo de primer ministro británico. Travis sacó un expediente de trescientas páginas y saludó a Jason con un respetuoso gesto de cabeza. —El mayor despliegue de seguridad que se ha realizado nunca en Israel, señor presidente. —¿Mayor que el de Bush en 2008, Travis? —se burló Jason. —Con el debido respeto, señor De Vere, mucho mayor. —Gracias, Travis —dijo Adrián. Travis se retiró. —Ser presidente resulta agotador se rió Adrián. —Parece más agotador para tu pei sonai de seguridad —replicó Jason. —Es un buen hombre —dijo Adrian y paseó la mirada por el vestíbulo. —Hace años que no estaba aquí. En el Rey David, me refiero. —He oído que te han alojado en la suite real —dijo Jason—. Madre estaría encantada. ¿Sabes que a mí y a otro millar de simples mortales nos han negado habitación porque venía el presidente? —Lo siento, chico, deberías haberme dicho que estabas aquí. Tan independiente como siempre... —Adrian meneó la cabeza—. Deberías haber mencionado mi nombre, Jason. Chastenay reservó todas las habitaciones con cuatro semanas de antelación porque así es más fácil asegurar el lugar, ya conoces el procedimiento. —Está bien —dijo Jason—. He reservado la cuarta planta del Colony. Lo prefiero. —Melissa y yo solíamos alojarnos allí cuando... —Dejó la frase a medias—. No quería volver a...

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Tampoco esta vez terminó la frase. Jason observó a su hermano menor mientras llegaba el camarero con el café. ¿Cuándo había visto a Adrian por última vez? Hacía cuatro meses, en los funerales de Melissa y el bebé en Londres. Y brevemente en la conferencia de prensa de Aqaba. Por negocios. Pero, como hermanos, no habían tenido un cara a cara personal desde la última fiesta de vacaciones de verano de los De Vere en Marthas Vineyard, cuando James De Vere todavía vivía. Adrian estaba distinto. Era un cambio sutil, pero inconfundible. Hacía dos años, después de dos mandatos como primer ministro británico, había terminado agotado, abatido por el implacable cinismo británico y los ataques de rigor a su carácter y a su política. Después de darse de baja del Partido Laborista, se había tomado un año de descanso y había pasado tres meses en el Caribe con Melissa, que ya estaba embarazada de cinco meses. Entonces, hacía cuatro meses, había sucedido lo impensable. Melissa Vane Templar De Vere, su esposa, había muerto de parto y el hijo que Adrian esperaba con tal ansia había nacido muerto. Adrian se había lanzado de nuevo a la política, furiosamente, y había sido nombrado enviado de Europa a Oriente Próximo durante la guerra ruso-panárabeisraelí. La conflagración había terminado por fin hacía dos meses. Un mes más tarde, había alcanzado el cargo de presidente europeo por un periodo de diez años. Era el hombre más poderoso de Occidente. La Tercera Guerra Mundial —la más sangrienta de la historia— había concluido. Y Adrian De Vere había sido casi el único responsable de plantear la estrategia para el proceso de paz más ambicioso en la historia del mundo occidental y de Oriente Próximo. Después de cinco interrupciones de las negociaciones en el último momento, tres por parte de los iraníes y las dos más recientes por parte de Israel, la firma del acuerdo final estaba prevista para el 7 de enero, en Babilonia. —¿De cuánto tiempo dispones, chico? —Me reúno con el rey de Jordania aquí, dentro de veinte minutos. Luego, con los rusos, cena con el presidente Levin, un café con el primer ministro turco, y a medianoche vuelo a Teherán. Me alegro de verte aquí, Jason. ¿Qué te ha traído aquí, una fusión de la compañía VOX? —Una adquisición —respondió Jason—. Las plataformas israelíes por cable, YES y HOT, están a disposición del primero que compre. VOX cerrará el trato mañana. Y estoy pensando en adquirir también el mayor proveedor por satélite de Israel.

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Cuando se firme el acuerdo, las acciones de los medios aquí se pondrán por las nubes. —Impresionante. —Adrián frunció el entrecejo—. Esperemos que el acuerdo salga adelante sin más tropiezos. —¿Los israelíes aún no quieren participar en el proceso de paz? —La verdad es que, si no consigo sentar a los israelíes a la mesa en esta ocasión, todo el proceso puede darse por terminado. —Adrián dejó su taza en la mesilla—. Por destruido —añadió, mirando al infinito con expresión sombría. —Pensaba que ya lo tenías todo atado comentó Jason, desconcertado. —Lo tengo. Pero es complicado. —Adrian revolvió el café lentamente. Volvió a retreparse en su asiento y suspiró—: El mayor escollo para el proceso de paz es que los israelíes ganaron. Ellos solos derrotaron a las fuerzas militares combinadas de rusos y árabes en veintidós meses. —Bajó la voz y añadió—: El terremoto fue el suceso que les facilitó las cosas. Eso lo sabemos todos pero, naturalmente... —señaló con un gesto de cabeza al rabino residente que supervisaba el cumplimiento de las reglas del sábado—, ellos lo atribuyen a la mano del Todopoderoso. ¿Quién puede echárselo en cara? Me refiero a que fue toda una demostración de fuerzas: Irán, Rusia, Turquía y Siria, diezmadas en las montañas de Israel. Una victoria completa, en comparación con la cual la guerra del 67 palidece literalmente. Adrian tomó un sorbo de café, se acercó más a su hermano y continuó: —Ahora tienen suficiente combustible nuclear para abastecer Israel durante siete años. La verdad es que los israelíes quieren la capitulación total de los árabes y de los rusos. Ni más, ni menos. Para ellos, el acuerdo de paz ha de ser un reconocimiento de la derrota. Una capitulación. Los hemos tenido a punto de firmar en tres ocasiones. »Por lo que se refiere a la cuestión de Jerusalén, no están dispuestos a ceder un milímetro. Según ellos, han derrotado a los árabes y exigen varias concesiones importantes. Quieren recuperar todo el Monte del Templo, la devolución de Jerusalén Este y un compromiso en firme de la Unión Europea, las Naciones Unidas y la OTAN en la protección de Israel y sus fronteras durante los próximos siete años. Las antiguas fronteras de 1967 —añadió con un suspiro. —¡Vaya! ¡Está difícil, hermanito! ¿Y los árabes? ¿Están dispuestos a aceptar eso? —Ya lo han hecho. Son los israelíes. Han accedido a todas nuestras demandas, pero se niegan a desnuclearizarse. —De pronto, Adrián parecía abatido y avejentado—. He trabajado día y noche para esto, Jason. —Hizo una indicación al camarero y le señaló su taza—. Pero creo que lo tengo atado.

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El camarero reapareció con una jarra de aquel café solo tibio y le llenó la taza. Adrian le sonrió y lo siguió con la mirada mientras el hombre volvía a desaparecer en dirección al bar. —Yo... —Bajó la voz—. He tenido acceso a... ¿cómo exponerlo? A algo de extremo valor para los israelíes. Hizo una pausa y prosiguió—: Me propongo cerrar el acuerdo a finales de esta semana. Estoy seguro de que los convenceré. No estoy dispuesto a permitir que nada se interponga en mi camino. Jason reparó ociosamente en la rapidez con la que su hermano había pasado de aquel relajado encanto a mostrarse un hombre de acero en menos de cinco segundos. —Me han llegado comentarios del fiasco del Monte del Templo. —Jason señaló los papeles—. Unas reliquias antiguas robadas. Venía en todos los periódicos locales de esta mañana. Adrian bajó la voz para que no lo oyeran el personal de apoyo, los funcionarios y los agentes secretos que se habían distribuido por todo el vestíbulo. —Debería haber permanecido en secreto. Los israelíes culpan a los árabes. Los rusos culpan a los israelíes. Los árabes dicen que ha sido una trampa tendida por el Mossad. El asunto es que nadie está actuando con un ápice de sensatez. —¿Crees que han sido terroristas? —No es que lo creamos; estamos seguros de ello. —Dio otro sorbo al café—. Tiene todas las trazas de ser una acción terrorista. —¿Y no hay rastro del objeto? —No. —Adrian movió la cabeza—. Se ha evaporado. La Interpol y todas las agencias del mundo están sobre el asunto. Nada. Nada en absoluto. A todos los efectos, es como si nunca hubiera existido. Y todos los científicos enviados a verificarlo fueron asesinados por los terroristas. —¿Sabes de qué se trataba? —Si te lo digo, Travis tendrá que matarte. Es así de secreto —añadió con una mueca. —Pero ¿tú crees que Israel haría casi cualquier cosa por... —Jason entrecerró los ojos—... por volver a tenerlo en sus manos? —Sí, eso creo. Yo diría —Adrian sonrió que estarían dispuestos a vender su alma. Jason dirigió una mirada penetrante a su hermano menor pero, como de costumbre, Adrian resultaba inescrutable.

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Les llegó el sonido de las agudas sirenas de una nueva comitiva de coches que se detenía frente al hotel. Jason vio apearse de la limusina real al anciano monarca de Jordania. Adrian se puso en pie. De inmediato, diez hombres del servicio secreto se materializaron en el vestíbulo. —Julia está en la lista de los más vendidos del New York Times, esta semana —dijo Jason con un encogimiento de hombros. Travis apareció de entre las sombras y le puso la chaqueta sobre los hombros a Adrián, que hizo una mueca. —Juraría que ese despiadado magnate de los medios de Nueva York, que es una nulidad en la relación con la gente, está basado en ti. Jason lo miró con expresión ceñuda un instante y, luego, los dos se echaron a reír. —Pásate por Normandía en alguno de tus viajes a Londres. —Lo intentaré, Adrian, de verdad... Adrian sonrió con afecto a su hermano mayor. —Me has ayudado mucho a subir peldaños en la política y no lo olvidaré nunca. Lo que pueda hacer por VOX, no tienes más que decirlo. El trato con la televisión estatal china todavía está gestándose. Tengo una reunión en Pekín dentro de dos semanas. Jason se levantó del sofá y dio unas palmadas en la espalda a Adrián. —¡Eh, para qué están los hermanos! Cruzaron juntos el vestíbulo. De pronto, Adrian se volvió a Jason con aire grave. —Mira, Jason... —Adrian titubeó—. Hay algo que... —Miró a su hermano directamente a los ojos—. Se trata de Nick. Su cuerpo ha dejado de responder a los tratamientos antiretrovirales. Jason no movió un músculo de la cara. —Se está muriendo, Jason. Le dan seis meses de vida. Te necesita. Adrian dio unos pasos más, se detuvo y se volvió. —Diablos, eres un terco hijo de... Miró a Jason, movió la cabeza en gesto de exasperación y luego, dando media vuelta, desapareció por el pasillo seguido de un revuelo de trajes negros. Jason presenció el abrazo de Adrian y el rey de Jordania, y encajó las mandíbulas al pensar en su hermano menor. Nicholas De Vere.

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La revelación

Monasterio de los Arcángeles Alejandría, Egipto 19 de diciembre de 2021

Nick y St. Cartier estaban sentados en una mesa rinconera de la terraza del monasterio. Otras dieciséis mesas redondas más estaban puestas con inmaculados manteles blancos, pero ellos eran los únicos comensales. En torno al perímetro de la cúpula, cuatro monjes egipcios con capucha permanecían quietos, atentos a ellos. Nick dejó los cubiertos y, al instante, dos de los monjes se acercaron y retiraron discretamente su plato y los vasos. Nick se echó la chaqueta de piel sobre los hombros. —Once grados. Un fresco tonificante, querido muchacho. Bueno para el organismo —declaró el profesor. Un tercer monje se acercó con una gran fuente de sandía y pasteles de nueces y miel. —¿Postre, señor? —chapurreó en inglés. Nick dijo que no con la cabeza y tomó un trago de agua mineral. —¿Lo de siempre, profesor? St Cartier clavó la vista en las dulces baklavas y se relamió de anticipado deleite. El monje le puso un buen pedazo en el plato.

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—Vi a Jason —comentó St. Cartier con voz neutra. Nick se encogió de hombros—. Brevemente, cuando dejé a tu madre en Nueva York. Por cierto, me dijo que vas a pasar una semana con ella en la mansión. Señaló de nuevo la fuente y el monje asintió respetuosamente y procedió a colocar una segunda porción de baklava junto a la primera. —Sí —continuó—. Mañana pasaré por la casa de Adrian en Normandía, volveré a Londres y después iré a la mansión a pasar las Navidades. Nick se retrepó en su asiento y observó cómo su amigo atacaba con entusiasmo el primer pedazo de dulce. —Deberías vigilar el colesterol, Lawrence. St Cartier le hizo un gesto de que no lo importunara mientras masticaba vorazmente. Nick levantó la vista a la Vía Láctea que refulgía en el cielo negro como la tinta. —Tú eres aficionado a la astronomía, Lawrence —dijo y señaló, debajo de la luna llena que brillaba en lo alto del firmamento nocturno egipcio, una extraña aparición blanca que flotaba en los cielos—. ¿Puedes decirme qué es eso? Estaba sobre Alejandría anoche. Lo observé desde el balcón del hotel Cecil. St Cartier se limpió con sumo cuidado el bigote, perfectamente engominado. —Sí, sí. Sé qué es, muchacho. —El profesor sacó del bolsillo una funda de gafas, cogió éstas, las frotó con un paño suave y se las puso. Observó la aparición y, de pronto, se puso muy serio—. Espectacular. Su presencia no tiene precedentes. Nick siguió su mirada hacia la cúpula giratoria del observatorio del monasterio. Tres monjes observaban a través de un telescopio, mudos de asombro ante aquella aparición en los cielos nocturnos sobre el monasterio. —Los astrónomos —dijo St. Cartier— han recibido informes de avistamientos desde Londres, Washington, Berlín e incluso de lugares tan lejanos como Pekín. Mediante el telescopio solar Coronado, se ha podido distinguir incluso la figura de un espectro cerúleo a lomos de un caballo blanco. —Al oír aquello, Nick torció el gesto—. En el discurso apocalíptico —continuó el profesor—, se trata de un heraldo. Un precursor, si lo prefieres. Su presencia en los cielos augura el advenimiento del Jinete Blanco. —El jinete, ¿qué? —Nick lo miró con extrañeza. —El Primer Sello está a punto de romperse. El Jinete Blanco se presentará. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Tu desdén por los aspectos sobrenaturales de la vida, Nicholas —el profesor suspiró—, no hace sino reforzarme en mi creencia de que tu

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ignorancia de los asuntos teológicos y paranormales es aún más profunda de lo que parece. Nick le dirigió una mirada sombría. —Déjalo estar Lawrence. Los ojos azul claro del profesor brillaron de regocijo. Se quitó las gafas. —El Blanco, el Rojo, el Negro y el Pálido... —Se llevó el segundo pedazo de baklava a la boca, saboreándolo, y murmuró—: Sublime. Casi mejor que la crema de queso. »Como iba diciendo —prosiguió—, los caballos, el blanco, el rojo, el negro y el pálido que representan el Hambre, la Guerra, la Conquista y la Muerte. Las fuerzas de la destrucción de los Hombres descritas en el capítulo 6 del Libro de la Revelación. Nick lo miró, inexpresivo. St. Cartier bajó la voz, con aire condescendiente, pero sus ojos titilaban de agravio. —La Biblia... —empezó a decir. —Ya sé qué es el Libro de la Revelación —lo interrumpió Nick—. Unos fundamentalistas chiflados que blanden carteles anunciando el fin del mundo y vendiendo sus cachivaches del fin de los tiempos por televisión. Divagaciones de fanáticos. Un tipo para los débiles y vulnerables. Un monje se acercó con una gran jarra de plata de café turco. —Tus falsos conceptos, Nicholas De Vere... —St Cartier hizo un gesto de asentimiento al monje, completamente impertérrito—, sólo sirven para reforzar mi convicción sobre tu absoluta ignorancia de los análisis filosóficos, etnográficos e históricos. El monje vertió el líquido espeso y humeante en dos tacitas. St. Cartier levantó la suya, aspiró el aroma y dio un largo sorbo antes de dejar la taza en la mesa. Luego, volvió a colocarse las gafas y estudió de nuevo la aparición blanca. —Yo llevo estudiando latín y griego cuarenta y cinco años, desde mi doctorado en Teología Sagrada. Pasé treinta y ocho años utilizando argumentos y análisis de toda clase para poner a prueba y criticar el vivido y perturbador imaginario del desastre y el sufrimiento que es... —titubeó un instante— el Apocalipsis de san Juan. »El Apocalipsis predice la batalla de Armagedón, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, la bestia infame cuyo número es el 666. Algunos creen que predice la guerra nuclear, supertormentas solares, incluso el sida. El Libro de la Revelación es un mapa, Nicholas. Un mapa del fin del mundo —proclamó ominosamente. Los ojos

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le refulgían de fervor. Señaló la aparición blanca suspendida en lo alto de los cielos egipcios y añadió en un murmullo—: Cuando el Primer Sello de la Revelación se rompa, el Jinete Blanco del Apocalipsis, el Hijo de la Perdición, llegará para reinar. Nick miró a St. Cartier, perplejo, y meneó la cabeza. —Me he perdido completamente —dijo. St Cartier exhaló un suspiro de impaciencia. —Los signos del final de los tiempos, del Apocalipsis. Cuantío llegue el final, aparecerá un líder de inmensa talla, de inmenso poder. Un líder que reunirá en torno a él a diez gobernantes para crear un sistema de gobierno único. Un gobierno mundial. Será el Hijo de la Perdición. —¡Oh, por Dios, Lawrence! —Nick levantó las manos, incrédulo—. Esta es la clase de lavado de cerebro adolescente que propagó La Profecía en los años setenta. ¿Qué va a gobernar, Corea del Norte con el 666 tatuado en el cuero cabelludo? —Durante un breve periodo gobernará el mundo —declaró St. Cartier y apartó a un lado el plato del postre, haciendo caso omiso del sarcasmo de Nick. Abrió su maletín y sacó un ordenador de bolsillo, del tamaño de la palma de la mano, que colocó delante de sí y procedió a poner en marcha. —¿El término «Nuevo Orden Mundial» tiene algún significado para ti? —Nick jugó ociosamente con la cuchara. —Ah, por fin se hace la luz —exclamó St. Cartier. —El Nuevo Orden Mundial —continuó Nick— se refiere a una creencia o teoría de la conspiración según la cual un poderoso grupo secreto ha creado un plan permanente para dirigir el mundo por medio de un gobierno mundial único. St. Cartier asintió y enarcó las cejas. Con un suspiro, Nick prosiguió: —Algunos grupos tienen motivaciones religiosas y creen... —Nick levantó las cejas deliberadamente hacia St. Cartier—, creen que los agentes de Satán están involucrados en la conjura. También existen otros sin una perspectiva religiosa del asunto. —Impresionante —murmuró St. Cartier y asintió lentamente—. Te enseñaron bien en Gordonstoun, Nicholas. Sin duda, habrás oído hablar de los Illuminati, ¿no? Nick se encogió de hombros. —Según la cultura popular de esta última década —dijo—, eran una sociedad de la época renacentista formada por grandes pensadores que fueron «expulsados de Roma y perseguidos implacablemente» por el Vaticano.

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—Paparruchas. Escritores de novelas... —El profesor frunció los labios con gesto de molestia—. Un flagrante divague sin pies ni cabeza. Sus dedos volaron sobre el pequeño teclado. —La orden de los Illuminati —continuó— empezó a existir siglos después de la muerte de Miguel Ángel, el 1 de mayo de 1776. Su fundador nominal fue Adam Weishaupt. Su plan era utilizar las logias del Gran Oriente de Europa como un mecanismo de filtrado para constituir una sociedad secreta, una elite que se infiltraría en cualquier pasillo del poder con el objetivo de alcanzar el Gobierno Mundial Único. Finalmente, Weishaupt y sus Illuminati fueron prohibidos y obligados a funcionar en la clandestinidad. Entonces decidieron que el nombre de Illuminati no debería usarse más en público. En lugar de ello, emplearían grupos tapadera para alcanzar su objetivo, el dominio del mundo. —Volvió el ordenador hacia Nick y añadió—: Observa. El hermano Francis se acercó a la mesa con una gran fuente de plata llena de fruta. St. Cartier entrecerró los ojos de expectación mientras estudiaba detenidamente la fruta. Su mano se cernió sobre los higos frescos y los dátiles. Finalmente, se decidió por una fruta anaranjada del tamaño de una manzana. —Un fruto de doum —exclamó, tendiéndoselo a Nick—. El favorito de tu madre. Nick dijo que no con la cabeza. —Zumo de naranja. El hermano Francis hizo una seña a un segundo monje, que se apresuró a servirle a Nick un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas, endulzado con azúcar de caña, mientras St. Cartier desplegaba una servilleta blanca y se la ataba al cuello. Nick miró de soslayo a St. Cartier y, de mala gana, observó la pantalla del ordenador. —Ciertos financieros, que se remontan a los banqueros de los tiempos de los caballeros templarios, financiaron a los antiguos reyes de Europa y sostuvieron a los Illuminati —explicó el profesor—. Todavía hoy, actúan sin atenerse a normas sociales, legales o políticas. Controlan los organismos de la banca internacional, el complejo industrial militar, las agencias de espionaje mundiales, los medios de comunicación, los cárteles farmacéuticos, el tráfico de drogas... La lista es interminable. Sus infiltrados están entre bastidores en todos los niveles del gobierno y de la industria. Los servicios de espionaje norteamericanos y británicos han documentado pruebas de que han estado financiando a los dos bandos en todas las guerras habidas desde la independencia de Estados Unidos.

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St Cartier dio un buen mordisco al fruto de la palmera. El jugo le resbaló por la barbilla hasta la servilleta mientras Nick observaba, divertido. —¡Ah, pan de jengibre...! ¡No: caramelo! —St Cartier se relamió los labios y masticó enérgicamente—. Abraham Lincoln puso freno a sus actividades —dijo entre bocados. Luego, se limpió la boca y el bigote concienzudamente con la servilleta—. Se negó a pagar sus desorbitantes tasas de interés y emitió billetes de Estados Unidos, autorizados constitucionalmente y libres de intereses. Lo asesinaron a sangre fría. »El plan de esa sociedad secreta es derribar los poderes actuales de la aristocracia hereditaria y sustituirlos por una aristocracia intelectual, utilizando para ello una revuelta de las masas previamente preparada. La Revolución francesa, la Revolución rusa, el asesinato de John F. Kennedy... JFK no les seguía el juego. Después de los hechos de la bahía de Cochinos, amenazó con cerrar la CIA, devolver sus poderes a la Junta de Jefes de Estado Mayor y quitar sus competencias a la Reserva Federal. La elite le mandó un recado. St Cartier se quitó la servilleta del cuello y se limpió las manos meticulosamente. Mientras lo hacía, dirigió una mirada ceñuda a Nick con disimulo. —Hay quien dice que el 11-S... —añadió. Nick le lanzó una mirada sombría. —Lo estabas haciendo muy bien, Lawrence. No te pases —le previno. St Cartier no le hizo caso. —Hoy, esa misma organización existe anónimamente, clandestina e invisible. En 2021 resulta apenas reconocible, pero es más poderosa que nunca. Los Illuminati son los controladores, conjuntamente con organizaciones como el Comité de los Trescientos. —¿Comité de qué? —Nick lo miró con incredulidad. —Un gobierno paralelo de nivel superior regido por el Consejo de los Trece. Ellos dictan la política y determinan los asuntos; sus órdenes son ejecutadas. Se reúnen regularmente a hablar de finanzas, dirección y política. Dinastías influyentes, adineradas desde antiguo. —St Cartier sacó una lata de tabaco del bolsillo. Encendió una cerilla y prendió la pipa—. De hecho, Suiza se creó como centro bancario neutral para que las familias de Illuminati tuvieran un lugar seguro donde guardar sus fondos sin temor a guerras destructoras o a miradas inquisitivas. St Cartier hizo una pausa y miró directamente a Nick. —Tu familia, Nicholas —añadió entonces—, es una de estas dinastías. Una de las trece familias regentes de los Illuminati. Forma parte de los controladores.

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Nick dirigió una mirada a los monjes que atendían en respetuoso silencio en la terraza. —Lawrence —dijo en voz baja—, ¿es que te has vuelto loco? Papá era un absoluto escéptico. Nunca dio crédito a las teorías conspirativas y mucho menos... St Cartier no hizo caso del comentario de Nick. —La familia De Vere es una de las trece que mantienen un poder absoluto sobre la administración política, financiera y social de Estados Unidos. Ejercen una influencia destacada en el comercio global de las naciones a través de un consorcio de intermediarios: inversores privados, contratistas de Defensa, facciones renegadas de la CIA, el Consejo de Relaciones Exteriores, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial... La lista es demasiado larga. —Eso es pasarse, Lawrence —le advirtió Nick—. Incluso para ti. —Tu familia ha financiado estas operaciones durante siglos mediante su comercio de oro y bonos, la explotación de recursos naturales y minería y la banca de inversión. —Miró a Nick con sarcasmo—. Gestión de Activos De Vere. Leopold De Vere e Hijos, Limitada. —Mira, Lawrence, yo crecí con todo esto en la mesa del desayuno. —Nick empezaba a exasperarse—. Las teorías conspiratorias en torno a mi familia son una industria boyante. Gestión de Activos De Vere en Nueva York, Empresas De Vere Oriente Próximo, Empresas De Vere Este Asiático, De Vere et Cie Francia, Reserva De Vere... Todo ello es transparente. —Alzó las manos—. Ha sido objeto de debate público durante décadas. —Todas esas firmas son subsidiarias de De Vere Continuation Holdings AG, controlado por la familia y establecido en Suiza a principios del siglo XX para proteger la propiedad de la familia sobre su imperio bancario. De Vere Continuation Holdings AG, sin embargo, no es «objeto de atención pública», como tú lo llamas. Y nunca ha sido transparente. Nick le dirigió una mirada irritada. —¿Qué es esto, Lawrence? ¿Una forma de obsesión inquisitiva que te ha quedado de tu formación jesuítica? —Compláceme. —Lawrence le sostuvo la mirada—. Sacia la curiosidad de un viejo. —Mira, Lawrence, nunca me interesaron los detalles —soltó Nick, perdiendo la paciencia—. A ninguno de nosotros le interesaron. Nos traía al pairo la dinastía bancaria familiar. Yo estudié arqueología. Jason se dedicó a los medios. Adrian, a la

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política. Papá se ocupó de las dinastías bancarias hasta su muerte. Entonces, todos los poderes legales pasaron a mamá. Así de simple. ¿Satisfecho? —Por desgracia, Nicholas, no. —Su tono de voz era inusual mente moderado—. De Vere Continuation Holdings fue fundada en la década de 1790 por tu antepasado, Leopold De Vere, quien poseía una enorme cámara acorazada subterránea llena de oro debajo de su casa de Hamburgo. En 1885, Ephraim De Vere pasó el mando de la empresa a su hijo, Rupert, tu tatarabuelo. En 1954, tu abuelo paterno, Julius De Vere, tomó las riendas y la llevó con mano de hierro. El y sus antepasados monopolizaron el suministro mundial de oro. A la muerte de Julius De Vere, en 2014, De Vere Holdings guardaba más del cinco por ciento del oro del mundo en sus cámaras acorazadas privadas. »La elite permitió a tu padre el control superficial de la empresa, pero Julius lo consideró inadecuado para tomar las riendas y, antes de la muerte de Julius, entregó el control total a sus correligionarios. Gente sin rostro y sin nombre, miembros de la Hermandad. —Eso es manifiestamente incierto. Mi madre... —Tu madre, a pesar de ser una mujer de negocios muy astuta, es sólo un símbolo. Nada más. Y ella lo sabe. Tiene plena autonomía en las actividades humanitarias y lleva la Fundación Caritativa De Vere con su brillantez y maestría inigualables. Todo lo demás es clandestino, Nick. Nick miró al profesor con incredulidad. —¿A cuánto asciende la fortuna de tu familia, Nick? —preguntó St. Cartier. —A unos quinientos mil millones de dólares —respondió Nicholas—. Sé que perdimos el cuarenta por ciento de nuestro valor neto en la crisis de 2008 y más de la mitad en el pánico bancario de 2018. ¿Satisfecho? —La fortuna de la familia De Vere St. Cartier —lo miró directamente a los ojos— asciende a doscientos billones de dólares, Nick. Y está completamente intacta. No se produjeron pérdidas reales. Fue un ardid de relaciones públicas para mantenerse a cubierto de los ojos inquisitivos de los investigadores secretos financieros. Los registros secretos de las finanzas de los De Vere no se auditan nunca, ni aparecen en contabilidad. Y, desde luego, no están controlados por tu madre. Nick lo miró con un destello de furia en los ojos. —¿Qué es esto, Lawrence? ¿Una broma desquiciada? —Ojalá lo fuera, querido muchacho —respondió el viejo con un suspiro—. Tu familia posee más del cuarenta por ciento del mercado mundial de metales preciosos, ejerce un monopolio agresivo sobre la industria de los diamantes y posee un paquete

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de acciones de Petróleos Rusos que se calcula que supera el cincuenta por ciento. También opera en el centro del comercio global ilegal de drogas y armas. Nick se revolvió en su asiento, incómodo. —¿Quieres que continúe? —Lawrence sacó del maletín un fajo de papeles que llevaban el sello de la CIA. Nick echó una ojeada a la primera hoja. —¿El Fondo Internacional de Seguridad? No he oído nunca hablar de él —dijo Nick. —Entonces, no has prestado atención. —St Cartier le acercó los papeles por encima de la mesa—. Se instituyó en la década de 1980 bajo los auspicios de tu abuelo, Julius De Vere. Lee. Nick leyó por encima las hojas. —¡Un periodista, Lawrence! —dijo a continuación, en tono despreciativo. —No —replicó St. Cartier—. Un destacado investigador del fraude del Banco Europeo, Nicholas. Nick suspiró, volvió a coger los papeles y leyó el artículo palabra por palabra. —«Hacia 2001, los Illuminati habían orquestado la contribución de doscientos cincuenta billones de dólares de por lo menos trescientas instituciones internacionales, en la mayor y más secreta operación financiera de venta privada realizada en el mundo.» —Nick hizo una pausa. —Sigue leyendo, Nicholas. —«Por desgracia, los medios de comunicación establecidos no revelaron nada de esta operación, de modo que el público en general la desconoce. El objetivo era proporcionar financiación para el establecimiento del Nuevo Orden Mundial a lo largo del siglo XXI —continuó Nick—. Dotado de tales recursos ilimitados, el Consejo ha amasado ya suficiente financiación para sobornar o chantajear a todos los líderes, políticos y agentes de espionaje del mundo entero durante lo que resta de siglo para la consecución de sus objetivos.»Lawrence cogió el resto de los papeles y resumió el resto del artículo, leyendo en voz alta algunas frases: —El fondo tiene la sede en Zúrich. No se dedica al comercio. No aparece en documentos públicos. Se ha utilizado con propósitos de ingeniería geopolítica desde su concepción. Existen poderosas pruebas de la presunta participación de las propias instituciones de la Unión Europea y de servicios de espionaje en su gestión. — Lawrence se quitó las gafas—. En pocas palabras, Nick, se trata del fondo secreto de

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los Illuminati, calculado hoy en más de doscientos billones de dólares, dirigido en nombre de la Hermandad. »El fondo financia la mayoría de las guerras preventivas del mundo. Irak, Afganistán... Así controlan el petróleo y las drogas. Después de su liberación del régimen talibán, la producción de opio de Afganistán creció de 640 toneladas en 2001 a 8.200 toneladas en 2007. Hoy, el país suministra más del 93 por ciento del mercado de opiáceos del mundo. —Bajó la voz hasta que no fue más que un susurro y añadió—: ¿Quién salió ganando con la invasión de Afganistán? —Los cárteles de la droga —respondió Nick—. El crimen organizado. Es evidente. —No. —Lawrence movió la cabeza con énfasis—. Quienes más provecho han sacado son las agencias de espionaje, en concurrencia con los poderosos conglomerados de empresas de la elite, incluida tu familia. La Hermandad —añadió, mirando a Nick con sarcasmo— deposita miles de millones de dólares procedentes del narcotráfico en el sistema bancario internacional, utilizando sus filiales en los paraísos fiscales para lavar grandes cantidades de dinero. En connivencia con facciones encubiertas de las agencias de espionaje, financia también el tráfico de cocaína en Nicaragua y en Colombia. Financia círculos pedófilos internacionales, la planificación y ejecución de asesinatos, los embarques de componentes nucleares por valor de miles de millones de dólares. El asesinato de Ali Buttho. Tal vez el de Benazir. ¿Quién sabe a qué extremos llegan? Un centenar de atentados terroristas reivindicados por grupos falsos. Financia ejércitos secretos y operaciones encubiertas. La red Gladio. El DSSA. La lista es interminable. Y todo ello para distraer la atención de su mafia bancaria. Para distraer la atención del Consejo. Dejó los papeles sobre la mesa, miró a la cara a Nick y añadió, a modo de conclusión: —Estos planes fueron orquestados antes de su muerte por el gran arquitecto de la Hermandad: tu abuelo paterno, Julius De Vere. Nick movió la cabeza con incredulidad, en silencio. St. Cartier lo miró con expresión sombría. —Lo que no es de conocimiento común es que tu abuelo fue uno de los hechiceros más poderosos del siglo XXI. Nick le devolvió la mirada, sin dar crédito a lo que oía. ¡Hechicero! Al final te has pasado, Lawrence. No estás en tus cabales. St Cartier sacó una fotografía del maletín y se la tendió. —Observa. Es absolutamente genuina.

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Nick estudió la fotografía de Julius De Vere vestido con una túnica negra, con la marca de la muñeca perfectamente visible. A su lado aparecía un joven James De Vere de diecinueve años. —Tu abuelo fue uno de los tres únicos Sumos Sacerdotes Brujos de la tierra que han llevado la «Marca del Hechicero», una marca indeleble que, a la vista, parece talmente grabada a fuego. Tu abuelo la llevaba impresa en la muñeca izquierda. Era un sello que significaba su obediencia y devoción a su único amo, Lucifer. »Un sello —continuó tras una pausa— que revelaba que había vendido su alma en una transacción de la que nunca habría vuelta atrás. Las propiedades de los De Vere pertenecían a la Hermandad. A los Illuminati. Tu padre hizo un pacto con la Hermandad por el cual llevaría a cabo cualquier petición que le hicieran, por inicua que fuese. Pactó que cumpliría sus deseos hasta el último detalle. A cambio, sus hijos debían permanecer intactos. —Sólo vi a Julius en un par de ocasiones —dijo Nick sin alzar la voz—. Murió cuando yo tenía... —Doce años —apuntó Lawrence con una sonrisa. Nick asintió. —Papá no hablaba nunca de él. Decía que era un hombre muy reservado. Difícil, lo llamó. Por eso la relación de mi padre con nosotros siempre fue abierta. Había jurado que no caería nunca en los errores que su padre había cometido con él. —Tu padre era un buen hombre, Nick. Tu abuelo lo consideraba débil, pero no era una cuestión de debilidad, sino de moralidad. Lo suyo era firmeza de carácter. Tu padre fue un impedimento para sus planes de dominio del mundo. St Cartier guardó la foto y sacó del maletín un sobre marrón de gran tamaño. —Ell día antes de su muerte, tu padre me mandó esto —dijo. Abrió el sobre y le tendió una carta doblada. Nick observó el monograma plateado de la familia De Vere y el sello azul claro debajo de la precisa caligrafía de su padre. Lentamente, tomó la carta de la mano de St. Cartier. La última vez que había visto a James De Vere con vida había sido hacía cuatro veranos, el 4 de agosto para ser exactos. Aquel día, Nick había roto su compromiso con la modelo británica Devon para emprender su relación con el alto, delgado y elegante Klaus von Hausen, astro en ascenso del Museo Británico. Nick había llevado a Klaus a la fiesta anual al aire libre que organizaba su madre y, mientras Klaus jugaba al tenis en otra parte de la finca, él y James De Vere habían tenido una agria discusión en los cuidados céspedes de la mansión campestre de los De Vere en Oxfordshire.

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Su padre era un hombre chapado a la antigua, profundamente homófobo. En la discusión, no se habían mordido la lengua y los dos, llevados del apasionamiento, habían dicho cosas brutales que nunca más podrían retirar. Aquella misma tarde, James había congelado el fondo fiduciario de Nick. Una semana después, moría de repente, en su estudio, de un ataque cardíaco. Nick había quedado desolado. Desde su nacimiento, había sido el favorito tácito de James, su adorado y dotado hijo menor. Y él, a su vez, siempre había sentido adoración por su padre, aquel hombre franco y emprendedor, de corazón generoso. Sin embargo, la brutalidad de aquel último encuentro no podría corregirse jamás. Nick miró a St. Cartier con ferocidad y, lentamente, desplegó la carta. Volvió a mirar a St. Cartier y frunció el entrecejo. —La fecha... Es del trece, el día que murió. St Cartier asintió. —Adelante —dijo. Nick se apartó de la frente el flequillo, siempre revuelto, e imaginó a James sentado detrás de su escritorio de caoba, con su tupida cabellera plateada inclinada sobre el papel, escribiendo afanosamente.

Mi querido Lawrence...

Nick alzó la vista al profesor. St. Cartier sonrió apaciblemente. —Sigue leyendo, Nicholas.

... aunque no siempre hemos estado de acuerdo en nuestros puntos de vista, recurro a ti, viejo amigo, para que, en el caso de que muera en circunstancias no naturales, reveles el contenido de esta carta para que se haga justicia. Cuida de mi amada Lilian por mí, Lawrence. Al final, irán por ella. Y cuida de mis hijos. Lleva el mal ante la justicia. Protege al inocente, te lo imploro. Conoces perfectamente, lo sé, que durante las últimas cuatro décadas mi padre y yo, y mis antepasados antes que nosotros, han estado profundamente involucrados en el gobierno en las sombras y su plan para dirigir el mundo con un Nuevo Orden Mundial. He sido un hombre de poca conciencia.

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Ahora, soy un hombre de muchos arrepentimientos.

Nick miró de nuevo a St. Cartier, anonadado. Lawrence St. Cartier le indicó que continuara.

Mañana tengo un encuentro para desvelar estos contenidos a X. Si se confirma lo que temo, haré cuanto esté en mi mano para proteger al inocente. Me ha correspondido descubrir uno de los planes más viles e inicuos jamás concebidos en la historia de la raza humana. Ya no puedo seguir callando. He preparado un expediente con pruebas concluyentes, que guardo en un lugar seguro y secreto. Un expediente que descubre los horrores orquestados en las salas oscuras de la investigación para la defensa: gripe aviar convertida en arma, planes de despoblación. Tengo pruebas detalladas de seguimientos de transacciones financieras referentes al Fondo Internacional de Seguridad. Cuentas bancarias secretas en paraísos fiscales... Es sólo la punta del iceberg. Tú y yo sabemos que arriesgo mi vida en esto. Me propongo divulgar estos asuntos a la prensa, Lawrence, y salvar tanto al Reino Unido como a Estados Unidos de una aniquilación segura. Hace dos días, llegó a mis manos la prueba. La condenada evidencia de lo que le han hecho a sangre fría a mi adorado hijo. Adjunto los documentos. Ellos han roto el pacto. Ahora, yo rompo el mío. A riesgo de mi propia muerte. Me pondré en contacto cuando mis investigaciones estén completas. Tu amigo siempre,

JAMES DE VERE

A Nick le cayó la carta de las manos.

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—Tu padre estaba muerto a la mañana siguiente —dijo St. Cartier en un susurro— . Se decidió que Jason no supiera nada de lo sucedido. Igual que tú. Él no suponía una amenaza inmediata. La Hermandad vio con satisfacción que se contentaba con dirigir el conglomerado de comunicaciones. Su consejo de administración en VOX se compone casi por entero de íntimos colegas de tu padre. La Hermandad, Nick. Tienen acceso a las comunicaciones de VOX al momento, siempre que es necesario. »Pero tú eras un elemento irritante, Nicholas. La fijación de los paparazzi británicos por las cuestiones más íntimas de tu vida privada atraía la atención pública sobre la familia De Vere mucho más de lo que resultaba aceptable a la Hermandad. Con mano temblorosa, St. Carrier le tendió un documento. —Tenían que deshacerse de ti. Tu padre lo descubrió. Lentamente, Nick cogió el papel y leyó. Luego, con un temblor de manos incontrolable, levantó la vista a Lawrence, conmovido hasta el alma. El profesor asintió, se inclinó hacia él y lo tomó del brazo con suavidad. —La aguja de Amsterdam, esa noche, fue una trampa, Nicholas. A ti y a tus conocidos os administraron deliberadamente el virus del sida. Creado en uno de sus laboratorios secretos de bioterrorismo. Nick miró a Lawrence, sin acabar de comprender. De repente, sintió náuseas. —Cuando tu padre descubrió su acto execrable, rompió el pacto que había hecho con ellos. Y ellos le mataron. Temblando, Nick volvió a mirar el documento incriminador y lo releyó. —Fue deliberado... —musitó. Se mesó los cabellos y alzó de nuevo la mirada a Lawrence, con los ojos enrojecidos. —Lo siento muchísimo, muchacho. —St Cartier lo contempló con los ojos llenos de lágrimas. —¿Pero quién...? ¿Quién quería matarme? —dijo, con la respiración bruscamente acelerada—. ¿Por qué? ¿Quién es esa gente, Lawrence? —Estampó los papeles en la mesa enérgicamente y exclamó—: ¡Están jugando con mi vida, maldita sea...! Nick se interrumpió. El rugido de la turbina de un helicóptero sofocó la conversación. Levantaron la mirada hacia las luces de aterrizaje del aparato, que descendía rápidamente. Al pasar ante los focos de la torre, Nick reconoció el escudo hachemita de la familia real de Jordania. Lawrence puso cara de extrañeza.

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—Hoy no estaba prevista la llegada del helicóptero real. Nick presenció cómo se materializaban ocho monjes, como surgidos de la nada, y se dispersaban en tres direcciones distintas. De inmediato, se encendieron las luces de todo el monasterio. Oyó el ruido de unas firmes pisadas y se volvió. Cuatro musculosos soldados habían aparecido de pronto a su espalda. Llevaban la cabeza rasurada y Nick reconoció al instante su uniforme. Era el comando de elite jordano para operaciones especiales. La guardia real de Jotapa. El profesor dejó la servilleta en la mesa, se levantó, apartó la silla e hizo una reverencia. —Su Alteza... —dijo y repitió la reverencia. Nick se volvió. Delante de él se encontraba Jotapa, princesa de Jordania. —Me alegro mucho de encontrarte, Nicholas. Profesor... —Jotapa saludó a Lawrence St. Cartier—. Profesor, ¿tendría la amabilidad de dejarme a solas con Nicholas unos instantes? Tengo un asunto urgente que tratar con él. Lawrence St. Cartier recogió el ordenador y los papeles, se puso el sombrero panamá y respondió: —Con sumo gusto, Alteza. Nicholas, me retiraré pronto. Te sugiero que tú hagas lo mismo, hijo. Has sufrido un buen golpe —añadió, mirándolo con preocupación—. Nos veremos mañana, para el desayuno. A las seis en punto. Con una nueva reverencia a Jotapa, St. Cartier se alejó con paso rápido por la terraza y tomó escaleras abajo. Nick echó la silla hacia atrás, pálido, mientras le daba vueltas en la cabeza a los descubrimientos que acababa de hacer. —Nick... —Jotapa torció el gesto—. ¿Un golpe? El la miró con rostro inexpresivo, jugando todavía con el documento que tenía en las manos. —¿Te encuentras bien? —insistió la princesa—. No tienes buen aspecto. —Estoy bien —respondió Nick con calma—. He recibido malas noticias, eso es todo. Por la mañana me habré recuperado —aseguró, levantando la mirada a Jotapa. Dobló el documento en dos con gesto preciso, lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta de piel y luego observó el rostro de forma de corazón de la princesa. »Tú tampoco pareces muy alegre —le dijo, con una expresión preocupada. La princesa que recordaba, terca y ferozmente independiente a sus veinticuatro años,

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parecía distinta en esta ocasión. Irritada, vulnerable... La espontánea y natural princesa de Jordania que andaba en vaqueros y camiseta había desaparecido. Esta noche, Jotapa llevaba un vestido de seda cruda rosa pálido hasta la rodilla que ceñía sus esbeltas caderas, las largas piernas con medias y unos zapatos de tacón del color del vestido. Era el epítome de una joven monarquía jordana. —Nick... —posó su mano fina y menuda, con la muñeca cargada de pulseras de oro, sobre la mano bronceada de Nicholas—, sabes que no me presentaría aquí a menos que se tratara de algo realmente importante. Nick asintió. Jotapa indicó a los soldados que se marcharan y, al momento, se retiraron al perímetro de la terraza. —Se trata de mi padre, el rey. Llegó anoche de Jerusalén, tarde. Venía de reunirse con tu hermano. Ha muerto a las cuatro de la madrugada. Un ataque de corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Nick le tomó la mano y notó que le temblaba. —Tu padre... Lo siento mucho, Jotapa. —Necesitaba verte. —Desde luego. —Mira, Nick, no puedo quedarme mucho rato pero tenía que decírtelo en persona. Nicholas, no volveremos a vernos. Él la miró con incredulidad. —Sé que hablamos por teléfono —continuó la princesa, bajando la mirada—. Yo siento lo mismo por ti, Nicholas, pero tienes que confiar en mí. —Pero si sólo... —Lo siento, Nick. —Ha sido mi relación con Klaus, ¿verdad? Lo has descubierto. —Nick, dispongo de informes reservados —dijo ella suavemente—. Sabía quién eras desde antes de que te viera por primera vez. Sabía dónde me metía. —¿Hay otro? —No, no hay nadie. Nadie en absoluto, Nick. Estoy completamente sola. Nick la acercó a sí y la miró intensamente. —¿Tienes problemas de alguna clase? —El curso entero de mi vida va a cambiar. —Jotapa miró alrededor, visiblemente nerviosa—. Mi padre ha sido mi protección... mientras estaba vivo. Mi hermano mayor, el príncipe Faisal, será coronado rey en cuestión de horas. No era éste el

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deseo de mi padre. —Dio unos pasos arriba y abajo delante de Nick y continuó—: Faisal es hijo del primer matrimonio de mi padre, hace más de treinta años. Hace dos, en la intimidad de palacio y en presencia de testigos, mi padre, el rey, designó como heredero a Jibril, mi hermano de dieciséis años. Sabía que Faisal es astuto y despiadado y que sería un mal rey para el pueblo jordano. Jotapa hizo un alto, sofocada, y luchó por mantener la compostura. —Todos los testigos del acto y los leales a mi padre han sido silenciados mediante sobornos o por otros medios. A los que no pudieron comprar o chantajear, los han ejecutado esta mañana antes del alba... —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. El primer ministro, los ayudantes personales de mi padre, sus ministros de confianza. Todos muertos. Jotapa se acercó al borde de la terraza y contempló los cielos negros sobre Egipto. Su voz se convirtió en un susurro: —Les dije que tenía un asunto arqueológico por concluir aquí, en el monasterio, y me han permitido un último viaje. —Safuat... —Se le quebró la voz. Nick frunció el entrecejo. Conocía a Safuat, el jefe de seguridad de la princesa, un hombre de confianza que había protegido a Jotapa desde que había nacido—. Safuat me protegió desde que era un bebé. —Jotapa alzó las manos con desesperación—. Lo ejecutaron al amanecer. —Se volvió a Nick con las lágrimas corriéndole por las mejillas—: Nicholas, mi padre era un rey grande y noble. Un rey justo, valiente y lleno de sabiduría. Sin su protección, tanto yo como mi hermano Jibril corremos grave peligro. Faisal me ha entregado en matrimonio al príncipe heredero Mansur de Arabia. Mi hermano, Jibril, será exiliado y enviado allí también. Volaremos a Arabia por la mañana. Nick comprendió lentamente la situación y miró a Jotapa con espanto. —Mansur es un criminal —exclamó—. Su propio padre, el rey saudí, lo ha repudiado públicamente. Los relatos de sus atrocidades circulan por todos los medios árabes. ¡No puedes ir! —La agarró del brazo—. No lo permitiré. —Nicholas, tú no eres uno de nosotros. No puedes entender nuestro mundo. — Jotapa lo miró con fiereza—. Nuestro mundo no es como el occidental. Faisal odia a Jibril. Jibril es bueno y justo. Justo y leal como mi padre. Faisal no se atreverá a matarme, Nick, pero a él, sí. De eso no cabe duda. Tan pronto Jibril desaparezca tras el telón del oro negro, su vida correrá peligro. Es el único que puede disputarle el trono a Faisal. Jotapa calló, con la respiración acelerada. —¡Tengo que protegerlo! —dijo por último.

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—¡Tú eres lo único que me queda, Jotapa! —exclamó Nick—. No volverás nunca de ese infierno. —¡Es mi hermano! Un guardaespaldas se acercó discretamente por detrás. —Alteza... Jotapa asintió y levantó la mano. —Un minuto —dijo. El hombre asintió y se retiró. Jotapa sacó la pequeña cruz de plata que llevaba oculta bajo el vestido y se apresuró a desprenderla de la cadena. —En el palacio de Mansur no hay sitio para esto. —Tomó la mano de Nick, le abrió con suavidad el puño y deslizó la cruz en su interior—. Guárdala siempre — murmuró y le acarició el rostro—. Y recuérdame, Nicholas De Vere. Se apartó de él. —¡Jotapa! —gritó Nick. Corrió tras ella y la estrechó contra sí. Ella levantó su rostro bañado en lágrimas hacia el suyo. —No lo comprendes —dijo con la voz quebrada por la emoción. —Tú eres todo lo que me queda. La princesa cerró los ojos con pesar, se deshizo de su abrazo y se alejó. —¡Jotapa...! —exclamó él con desesperación. Ella se detuvo al cabo de ocho pasos y se volvió, con las lágrimas corriéndole por el rostro. —Nicholas —le suplicó—. Tienes que dejarme ir. Y, tras esto, desapareció. Nick cerró el puño en torno a la cruz con tanta fuerza que se hizo daño. Abrió la mano, con los ojos llenos de lágrimas, y la vio deslizarse entre sus dedos y caer al suelo de piedra. Jotapa se había marchado. No volvería a verla. Y a él lo habían asesinado. A sangre fría. Con las primeras luces del día. Todo lo que había tenido por verdadero había quedado expuesto como falso. La vida entera de Nicholas De Vere se estaba viniendo abajo.

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La noche oscura del alma

Nick daba vueltas en la pequeña cama de hierro, murmurando incoherentemente. Las extremidades y el pecho le sudaban y empapaban las sábanas blancas planchadas. Se incorporó sobre un brazo, atontado. Sentía dolor. Notó las sábanas mojadas y suspiró de exasperación. Una brillante luz blanca iluminó la habitación y volvió a apagarse. Puso los pies en el suelo con dificultad y buscó a tientas el reloj. En la penumbra, los números luminosos indicaban que eran las tres de la madrugada. Había dormido unas dos horas. Buscó el frasco de píldoras en la mesilla de noche, le quitó el tapón y se metió dos en la boca. Entonces, algo lo sorprendió. Oyó voces que susurraban en una lengua desconocida que no podía distinguir. Escuchó con atención. No era árabe ni el dialecto local, de eso estaba seguro. Intrigado, se acercó a la pequeña ventana abierta del lado derecho de la estancia. Como Lawrence había comentado, la habitación número nueve tenía una magnífica vista del desierto desde la parte delantera, pero una vista de pájaro de la terraza de la azotea desde la ventana trasera. Las voces apagadas procedían de esa dirección. Vio que tres figuras caminaban hacia la torre de vigilancia de la cúpula y la misma luz cegadora ilumino de nuevo la habitación. No había ninguna duda al respecto. La actividad procedía de la cúpula del telescopio giratorio del monasterio de los Arcángeles. Como la ventana estaba abierta, oyó la conversación con más claridad. Asombrado, retrocedió un paso. Era el

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mismo dialecto que el misterioso lenguaje angélico de los Anales Angélicos Secretos que había descubierto en Petra años atrás. Estaba seguro de ello. Dos figuras altas aparecieron en la torre de vigilancia, iluminadas por la extraña luz. Nick pegó la cara a los viejos cristales de la ventana del claustro y se restregó los ojos. Medían unos tres metros de altura. «Vuelve a la realidad», se dijo. Habría jurado sobre la tumba de su padre que había visto unos salientes en forma de alas que surgían de las dos siluetas. Tenía que deberse a la medicación nueva. Estaba alucinando. Volvió a mirar por la ventana. Las figuras se habían esfumado. Se puso a toda prisa los vaqueros y una camiseta y abrió la puerta para observar los pasillos del claustro. Estaban vacíos. Corrió por el sinuoso pasillo, salió a la terraza y continuó más allá del refectorio de los monjes hasta que llegó a la cúpula. Las mesas y los bancos de comer estaban pulcramente apoyados en la pared y la cúpula estaba vacía. Nick miró hacia la torre de vigilancia. Por extraño que resultase, allí no había nadie. Entonces distinguió una figura alta, vestida con una túnica, de pie en el otro extremo de la cúpula, contemplando el firmamento nocturno de Egipto. La figura habló sin volverse. —Buscas verdades antiguas, Nicholas De Vere. Nick se sobresaltó, sorprendido por las palabras del monje que tenía delante. Debía de medir casi tres metros. Permanecieron un largo instante frente a frente, sumidos en el silencio. El monje seguía observando el espectro del Jinete Blanco, ahora visible en lo alto de los negros cielos egipcios. Al cabo de un rato, habló otra vez: —Sin embargo, esas verdades tal vez te lleven por un camino que no quieras tomar. Se levantó una brisa fría. Nick se estremeció. La temperatura debía de rondar los diez grados. Tendría que haberse puesto la chaqueta. El monje se acercó al extremo de la cúpula. —Este monasterio es un Portal, Nick De Vere. —Se arrodilló y cogió un puñado de arena en la palma de la mano—. Un Portal que comunica dos mundos. —El

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desconocido se volvió—. El mundo de los Angélicos y el mundo de la Estirpe de los Hombres. —Lawrence... —Nick contuvo una exclamación. Indudablemente, era Lawrence St. Cartier pero, pensándolo bien, Nick advirtió que aquél no podía ser el Lawrence St. Cartier que conocía desde niño. Lo miró boquiabierto. Lawrence medía menos de un metro ochenta. La figura que estaba a su lado ahora se cernía literalmente sobre él y Nick medía casi un metro noventa. «Debe de medir... por lo menos dos metros y medio —se dijo, frotándose los ojos con las manos—. Definitivamente, es culpa de la medicación.»—Estoy alucinando — murmuró—. Ya me habían avisado de que en las fases terminales podía suceder. El monje alargó la mano en busca de la de Nick. —Tócame, Nicholas. —Avanzó hacia él y se llevó la mano de Nick al pecho—. Tócame. Soy de carne y hueso. Nick estudió, asombrado, aquel antiguo rostro imperial. Los rasgos marchitos recordaban a los de Lawrence St. Cartier y sus intensos y vidriosos ojos azul pálido brillaban debajo de sus pobladas cejas blancas como los de un águila. Pero su expresión era más dulce, mucho más dulce, y los ojos destilaban una profunda compasión impropia del viejo profesor. —No soy una alucinación. Nick miró el blanco y sedoso cabello que casi le llegaba hasta los pies. La piel del desconocido relucía con una misteriosa luminosidad. —¿Quién eres? —quiso saber, con un destello de furia y miedo en los ojos. El desconocido sonrió de nuevo. —Me llamo Jether —respondió en voz baja—. Soy el gobernante de los Veinticuatro Antiguos Reyes Angélicos, en unos mundos que tú todavía no comprendes, Nicholas De Vere. Jether miró a Nick con profundo afecto y compasión y señaló la imagen cerúlea suspendida en el cielo sobre ellos. —El Jinete Blanco. Señala la apertura del Primer Gran Sello de la Revelación. Un tiempo de gran tribulación que se dirige rápidamente hacia tu mundo. »También es la chispa que activa los Portales Angélicos que comunican el mundo de la Estirpe de los Hombres con los demás mundos. Están a punto de ser activados unos Portales que han permanecido durmientes desde el inicio de los tiempos... — hizo una pausa—, sea para bien o para mal.

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Incrédulo, Nick lo miraba boquiabierto. —Umbrales entre los mundos, si lo prefieres —prosiguió Jether—. C. S. Lewis con su armario... El estuvo muy cerca. —¿Y Lawrence? —farfulló Nick, frustrado. —Nosotros, los Angélicos, nos presentamos en forma humana cuando es necesario. Tú me has conocido en mi forma humana como Lawrence St. Cartier. Jether sonrió a Nick. En su expresión había una gran benevolencia. Se volvió y cruzó la cúpula, indicándole a Nick con un gesto que lo siguiera. Bajó las escaleras de hierro que llevaban a un jardín de sicomoros y lo cruzó por un pequeño sendero de piedras que serpenteaba alrededor de un gran estanque lleno de exquisitos lotos de color rosa que sobresalían de las aguas lodosas. Nick lo miró con frustración, pero lo siguió. En su mente se agolpaban muchas preguntas sin respuesta. Jether se detuvo ante una verja oxidada de hierro que daba a la parte más antigua del monasterio, que ocupaba una extensa zona. —Tu viaje de iluminación empezará esta misma noche, Nicholas De Vere. Atravesó la verja de hierro sin abrirla, materializándose en el otro lado, y luego alzó la mano hacia el complejo sistema de seguridad. —Será peligroso —dijo, al tiempo que la verja se abría de repente ante Nick—, pero más glorioso de lo que nunca hayas podido imaginar. Jether agachó la cabeza y luego desapareció por el más pequeño de los numerosos pasillos antiguos del añejo monasterio. Nick lo miró con exasperación. Alucinaciones, acertijos... Lawrence era el responsable de todo aquello. Alguien jugaba con su mente. Iba a llegar al origen de toda aquella locura. Lawrence... Por cierto, ¿dónde demonios estaba? Cruzó la verja abierta y ésta se cerró de inmediato a su espalda. La cripta subterránea. Sabía, con toda certeza, que allí era donde se dirigía Lawrence, Jether o quienquiera que fuese. Había estado allí con Jotapa la última vez que había visitado el monasterio y recordaba vagamente el camino. Siguió los pasos de Jether por el más estrecho y sinuoso de los antiguos pasillos y captó el inconfundible aroma de la tinta y el cuero mezclado con el de la mirra.

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Dobló a la derecha y accedió a la inmensa biblioteca del monasterio, ocupada habitualmente por cientos de monjes que archivaban datos en ordenadores. Aquella noche estaba vacía. Portales, armarios, Reyes Angélicos... ¿Lawrence lo tomaba por idiota? Nick se apoyó en la pared, repentinamente fatigado. Tenía el pecho empapado en sudor. Esperó unos instantes hasta que recobró fuerzas para continuar y luego se agachó para enfilar un angosto y húmedo túnel en forma de escalera de caracol. Bajó los inclinados peldaños hasta que llegó a las criptas inferiores de la zona más antigua del monasterio y se detuvo ante una puerta de acero maciza de apenas un metro de altura. Era la bóveda que albergaba las antigüedades de la Guardia Real Jordana, cuyo precio era incalculable. Por lo general, la Guardia Real Jordana custodiaba aquella cripta. Miró a un lado y al otro del pasillo. Estaba extrañamente vacía. No había rastro de los soldados jordanos, ni de Jether, Lawrence o quienquiera que fuese. Examinó la puerta de acero, de un palmo y medio de grosor. La única forma de abrirla era mediante un código electrónico secreto que se cambiaba cada veinticuatro horas y al que sólo podían acceder los dos vigilantes de las fuerzas especiales que estuviesen de turno y un monje benedictino. Y Jotapa. De repente, Nick se dobló de dolor por la cintura y fue presa de un fuerte ataque de tos. Extendió una mano hacia la puerta para apoyarse y ésta se abrió al contacto. Ante sus ojos apareció una antigua cripta de madera, que era la única entrada a la bóveda arqueológica de tecnología punta. Nick recuperó el equilibrio y dio un pequeño empujón a la puerta. La vio de inmediato. Estaba en el extremo izquierdo de la cámara, en una urna de cristal, apoyada en un terciopelo azul marino. La pequeña cruz tallada en acacia no era más grande que un DVD. Era la cruz que, según decía la leyenda, Jesús había tallado cuando era niño para Aretas, rey de Petra, hacía más de dos mil años, cuando Aretas había ayudado a la Sagrada Familia en la huida de Egipto. La cruz que, como decía la leyenda, poseía unos extraños poderes mágicos. La cruz de los hebreos. La puerta se cerró de golpe y Nick se sobresaltó.

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El arsenal de dispositivos de seguridad que utilizaba la familia real jordana para proteger sus manuscritos iluminados y sus antigüedades era de tecnología punta, imposible de forzar. Pero reinaba un silencio absoluto. No sonó ninguna alarma. Se quedó inmóvil un minuto entero y luego caminó despacio hacia la urna de cristal. Era ahora o nunca. Olvidándose de toda precaución, agarró la tapa de la urna de cristal y la levantó con las dos manos. Incrédulo, contuvo el aliento. No se activó nada. Los sensores de infrarrojos y ultrasónicos debían de estar inmovilizados. Con cuidado, cogió la cruz de madera y la sacó del recipiente. Jotapa había dicho que, desde hacía siglos, se le habían atribuido poderes extraños. Poderes curativos. Como Lourdes. Agarró la cruz de madera con las dos manos y esperó. No sucedió nada. Le dio la vuelta en la palma de la mano. Un trozo de madera muy vieja que no poseía ningún poder. Exactamente lo que Nick sabía que sería. Todo era una leyenda, una farsa. Miró con expresión de asco aquel sencillo objeto de madera y ardió por dentro en un acceso inexplicable de rabia. Se tambaleó y se dobló por la cintura con violentos accesos de tos, sintiéndose débil y desesperado. —Te encuentras en un lugar sagrado, Nicholas De Vere. Nick se quedó inmóvil. La voz había sonado a su espalda, pero ¿cómo? La puerta de seguridad de acero se había cerrado y no había vuelto a abrirse. Quienquiera que fuese, sabía su nombre. —Según dice la leyenda, Nuestro Señor talló esta cruz cuando era un niño... Nick se volvió en redondo. El desconocido levantó la cabeza. Sus rastros quedaban ocultos bajo la capucha de un hábito monástico. —Precisamente aquí, en este lugar, le cantaba a Su Padre... canciones de cuna — prosiguió el desconocido con dulzura. Extendió la mano lentamente y añadió—: El poder no está en la cruz que sostienes en las manos, Nicholas De Vere.

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Sin esfuerzo, la misteriosa figura le arrebató de las manos la cruz que Nick agarraba con fiereza. —El poder —añadió entonces— está en quien la talló. Una agitación extraña, inexplicable, recorrió a Nick. —Tú no crees que sea una leyenda, ¿verdad? —replicó con ardor y avanzó hacia el desconocido, impulsado por una cólera repentina, extraña y creciente. Su tono de voz tenía una insólita aspereza. —No —dijo la figura, sin alterarse—. En este lugar no hay leyendas, Nicholas De Vere. El hábito del desconocido se abrió de repente. Nick se quedó boquiabierto, desconcertado ante la visión de la túnica de seda azul marino bajo el hábito de áspero algodón. Advirtió, con incredulidad, que los pies del extraño emitían un raro resplandor ultraterrenal. Nick, lo observó de pies a cabeza, desde el dobladillo de la túnica de seda y el ceñidor dorado de su pecho hasta la cabeza. —Sólo hay gracia... Nicholas. — La figura levantó la cabeza, pero sus facciones seguían ocultas bajo la capucha— . Y verdad. Y entonces la capucha se deslizó hacia atrás y Nick contuvo una exclamación. Se protegió los ojos con la mano, cegado de repente por las resplandecientes oleadas de luz que emanaban de las facciones del desconocido. Temblando de éxtasis y terror, Nick levantó la cabeza, hipnotizado por aquella luz. Apenas distinguió el pelo y la barba del desconocido, aunque parecían de color castaño oscuro, casi negro. En la cabeza portaba una corona de oro con tres rubíes engarzados. Sin embargo, era el rostro del desconocido lo que lo tenía completamente cautivado. Era como si estuviera viendo la cara de un amor de antaño o del mejor amigo de la niñez, al que hacía muchísimos años que no veía pero al que había amado siempre. Fascinado, estudió los fuertes rasgos imperiales, los pómulos prominentes y aquellos ardientes ojos oscuros, que destellaban como llamas de un vivo fuego. Había visto la cara del desconocido mil veces. En el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, en misa, cuando tenía diez años y era monaguillo. En Miguel Ángel, Rafael, Fra Angelico, Leonardo da Vinci, Rembrandt, Botticelli.

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En Navidades y en Pascua. En la capilla privada de Lilian. En la celda monástica de Lawrence. Era el rostro más familiar del mundo. Y, sin embargo, en él no había nada familiar. Tenía delante la cara de un Rey. Imperial. Valiente. El desconocido alargó el brazo hacia Nick y le tocó el pecho. Nick se sacudió violentamente de pies a cabeza mientras se debatía por respirar. Era como si unos arcos de fuego ardiente le corrieran por las venas, como una intensa corriente eléctrica. Se apoyó en la urna de cristal y se agarró a la túnica azul marino del desconocido. Y, a pesar de todo, Nick De Vere no apartó ni un instante los ojos del rostro de la figura. Las oleadas de luz ardiente que todo lo consumían lo rodeaban, lo bañaban, lo recorrían. Se sintió sumergido en un inconcebible diluvio de luz que se precipitaba a toda velocidad por todas las células de su cuerpo. Como si estuviera vivo. Vivo por primera vez en toda su existencia. Ante él pasaron rápidamente imágenes de su vida. La noche del accidente de Lily. Nick y Jason peleándose. Nick inyectándose heroína en Amsterdam, en Roma, en Montecarlo. Esnifando cocaína en Miami. En el Soho. Mil noches, con cientos de compañeros de cama sin rostro y sin nombre. Hombres y mujeres. Y continuó con los ojos clavados en aquel rostro. La tarde que Nick y su padre se pelearon violentamente. La mañana de la muerte de James De Vere. El día que Nick recibió su sentencia de muerte: tenía el sida. Y no apartó los ojos de la cara del desconocido. Aceptado del todo, abrazado por completo. Los pecados no estaban perdonados, pero quedaban absolutamente identificados. Salían a la luz todas las debilidades y las vulnerabilidades. Y sin embargo, la figura le devolvía la mirada con una expresión de profunda adoración. Nick recordó los lejanos días de la inocencia. —Perdóname —dijo, con el aliento entrecortado. Unas gruesas lágrimas surcaban sus mejillas y cayó al suelo, donde se postró, temblando sin parar.

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Se esforzó desesperadamente por mantener abiertos los pesados párpados para disfrutar de un atisbo más de aquella cara que, instintivamente, sabía que no volvería a ver nunca más en este lado de la eternidad. Un solo atisbo más. Nick extendió su mano temblorosa. Los párpados le pesaban cada vez más. Un atisbo más... La figura le agarró la mano. Y entonces, de repente, mientras caía en la oscuridad del olvido, Nick De Vere lo vio todo con absoluta claridad. Aquella cara que había estado mirando no era la de un desconocido. La cara que había tenido delante era la faz de Jesucristo.

Arenas movedizas

Gabriel contempló en silencio a Jether, que estaba inclinado sobre Nick De Vere. Las llagas supurantes del cuerpo de Nick habían empezado a desaparecer y su delgado torso engordaba ante sus ojos. Gabriel estudió la luminosa marca blanca que Nick tenía en la frente. —Lleva el Sello —murmuró Gabriel. —«¿Qué es el hombre para que tengas cuidado de él?» —recitó Jether en voz baja. Alargó la mano y le apartó a Nick el flequillo de la frente. Todos los síntomas de dolor y malestar habían desaparecido y ahora su rostro transmitía una gran tranquilidad. Y aunque estuviera sumido en un profundo sueño, sonreía. —Tiene que descansar —dijo Jether, poniéndose en pie—. Luego, entrará en la noche oscura del alma. Inclinándose de nuevo, cogió a Nick De Vere en sus brazos y lo levantó con la misma facilidad que si fuera un bebé y lo llevó en volandas por los antiguos y sinuosos pasillos hasta su habitación en el lado opuesto del monasterio. En aquel momento, los cielos egipcios se teñían con las primeras luces del alba.

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—¡Nicholas! ¡Nicholas! Lawrence St. Cartier le dio unos leves golpecitos para que se despertara. Nick todavía estaba sumido en una profunda modorra. Atontado, abrió los ojos. —Nick, despierta. Nick se incorporó y se sentó. Lawrence retiró las cortinas de la ventana situada detrás de la cama y la luz del sol iluminó la habitación. Nick volvió la cabeza para que no le diera en los ojos. —¿Cuánto tiempo he dormido? —Dos días. —¿Dos días? —Nick frunció el entrecejo—. ¿He estado enfermo? He tenido unos sueños tan raros, Lawre... Se interrumpió a media frase y se miró los brazos. Las pústulas rojas habían desaparecido y en su lugar tenía una piel nueva y tersa como la de un bebé. Miró a Lawrence, presa de una extraña aprensión. Tembloroso, se levantó la camiseta. Las costillas, que se le marcaban en el pecho, ya no se veían. Su torso había engordado de la noche a la mañana. Bajó los pies al suelo y luego miró a Lawrence, absolutamente desconcertado. —Mis caderas —farfulló. Dio unos pasos hasta el espejo y miró a Lawrence, incrédulo—. Las articulaciones de las caderas. Ya no me duelen. Se miró en el espejo y abrió la boca. Las úlceras y las aftas habían desaparecido. La zona hinchada y blanquecina de la lengua ya no estaba. Con la respiración acelerada, se quitó la camiseta. No quedaba rastro de las manchas rojizas y púrpuras que tachonaban el tronco y las extremidades. Desorientado, miró a Lawrence con expresión extasiada. Todos los signos devastadores del sida se habían esfumado y los ojos se le llenaron de lágrimas. —Lawrence... —susurró. Lawrence St. Cartier le pasó la mano por el hombro y Nick hundió la cara en el pecho del anciano. —¿Era Él...? Sus lágrimas empaparon la camisa de algodón perfectamente planchada de Lawrence St. Carrier.

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—Sí, Él estuvo aquí, Nicholas... —susurró Lawrence—. Estuvo aquí. Al cabo de un cuarto de hora, el profesor se soltó del abrazo de Nick y trató de recuperar la compostura. —Vamos, muchacho, Nicholas querido —dijo, mirándolo a un brazo de distancia. Una lágrima solitaria bañaba su rostro marchito—. Ha llegado la hora de que hablemos de muchas cosas. Nick y Lawrence St. Cartier pasearon uno al lado del otro por las avenidas de palmeras datileras. Lawrence se detuvo, contemplando la inmensidad del desierto que se extendía ante ellos. —Hay muchas más cosas que quiero contarte, Nicholas —hizo una pausa—, pero no puedo. La Doctrina de la Ley Eterna nos prohíbe a nosotros, los Angélicos, que interfiramos directamente en los asuntos de la Estirpe de los Hombres. Incluso los Caídos han de cumplir esa doctrina. Es una doctrina legalmente vinculante. Yo sólo puedo indicarte la dirección correcta, guiarte, pero no puedo darte todos los detalles. —¿Y Jotapa? —preguntó Nick, que había palidecido. Lawrence lo miró con afecto. —Jotapa tiene fe. Y ante las adversidades, la fe arde con fuerza. Su fe es más poderosa que el mal más perverso. La Casa Real de Jordania ha sido elegida. Jibril ha sido elegido para ser un gran rey durante el fin de los tiempos, igual que lo fue su antepasado Aretas. La misión de Jotapa es prepararlo y ella lo sabe. Gracias a su fe, vencerá. —Lawrence hizo una pausa y cerró los ojos unos instantes—. Y no estará sola —prosiguió—. Tu familia ha sido elegida, Nicholas. Elegida por las repercusiones de un gran bien o de un mal terrible. El gran bien debe triunfar. Si fracasa, las consecuencias son inconcebibles. La expresión de Lawrence se endulzó. —Tu madre vive todos los días con el conocimiento de que su vida siempre corre peligro —explicó en voz baja—. Comprende muy bien muchas de estas cosas, Nicholas. Mi tarea fue protegerla hasta que termine el tiempo que se le ha asignado para vivir entre la Estirpe de los Hombres. Ese tiempo se acaba. Ella, por propia voluntad, desvelará algunas de esas pasmosas verdades. —Lawrence dudó unos instantes—. A un precio muy alto. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una vieja fotografía. La miró y se la tendió a Nick. —Es tu abuelo —le dijo. Nick estudió la foto de Julius De Vete, que aparecía de pie, acompañado de otros cuatro hombres.

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Xavier Chessler, Piers Aspinall, Kester von Slagel y Lorcan de Molay. Le dio la vuelta a la foto. James De Vere, con su precisa caligrafía, había escrito: «Debajo de los trajes están las sotanas.» Y luego, una sola palabra: «Aveline.»Nick le devolvió la foto. —La letra es de papá. St Cartier cogió la foto y, despacio, trazó un círculo con un lápiz alrededor de Lorcan de Molay. —Lorcan de Molay, sacerdote jesuita, miembro de los Sotanas Negras. Tu padre sabía que yo llevaba décadas tras su rastro. —¿Su rastro? —preguntó Nick con aire perplejo. —Tu padre sabía que iban a matarlo, Nicholas. Lo dijo en su carta. Me dio una pista. St Cartier sacó otra fotografía amarillenta de su cartera y trazó un círculo alrededor de la misma cara. Luego, se la dio a Nick. Nick la estudió. Era una foto de Lorcan de Molay y otros siete hombres con el hábito jesuita. Nick la estudió con más atención. «Clase de 1874», rezaba el pie de la fotografía. —¡1874! —exclamó—. ¡Es una falsificación! —añadió y miró a St. Cartier, enojado. —Aquí, el arqueólogo especializado en fotografías eres tú —le dijo Lawrence con gesto sereno—. Eres tú quien puede distinguir estas cosas. Adelante. Hazle las pruebas que consideres pertinentes. Nick sacó una lupa pequeña del bolsillo de la chaqueta y examinó la fotografía. Las otras letras, ampliadas, decían: «Compañía fotográfica y estereoscópica de Londres, Regent Street 108 y 110 y 54 Cheapside 54, Londres, Inglaterra, Reino Unido. Fotógrafos de Su Alteza Real, el Príncipe de Gales... 1874.»En la foto aparecían dos hileras de sacerdotes jesuitas con sus sotanas negras. En el centro se hallaba De Molay. Nick se quedó pasmado y dio la vuelta a la foto. —No puede ser... Eso significaría que tiene más de ciento treinta años. —Más de doscientos —precisó St. Carrier en voz baja—. De Molay fue expulsado de la orden de los jesuitas en 1776. Dice la leyenda que fue la figura encapuchada que entregó los grandes sellos de América a Thomas Jefferson una noche brumosa de 1782, en Virginia. En 1825, desapareció sin dejar rastro. Todos los registros acerca de él fueron borrados o eliminados. Entre los jesuitas corrieron rumores de que en 1776

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vendió su alma al diablo y se le concedió la inmortalidad. Desde entonces es Custodio del Nuevo Orden Mundial. Nick miró de nuevo la imagen de Lorcan de Molay, de pie junto a James De Vere. —Según algunas leyendas, es el demonio encarnado. Lawrence observó atentamente el rostro de Nick. Este se estremeció. —¿Y? —Yo dejé la orden en 1986. Con los años, los jesuitas se han vuelto intocables. Los dirigentes de la orden son personas muy ricas y poderosas. Lawrence le tendió la foto a Nick. —Cógela, es tuya. Nick lo miró con expresión intrigada. —Los hombres de la foto tienen las respuestas sobre la muerte de tu padre. — Lawrence calló unos instantes—. Y sobre el intento de asesinarte. No puedo decirte más. Nick guardó cuidadosamente la foto en el bolsillo interior de su chaqueta de piel. —Ven conmigo, Lawrence —le rogó. —Me he comprometido antes en otro asunto —dijo Lawrence entre murmullos—. No puedo. Nick y St. Cartier salieron y caminaron hacia el jeep de Nick, todavía aparcado bajo los muros del monasterio. —Desenmascara el mal, Nick. Protege al inocente. Descubre la verdad. — Lawrence lo miró con vehemencia—. Vas a entrar en una época de grandes peligros, Nicholas. Nada es lo que parece. Lo más malvado adopta ahora la forma de lo más noble. La persona en la que más confíes te engañará a sangre fría. La persona a la que ahora tratas con recelo se convertirá en tu más grande benefactor. No te fíes de las personas por su apariencia. Los ojos de St. Cartier emitían destellos de fervor. —Ni de amigos... Ni de hermanos. Lawrence vaciló unos instantes, estudiando intensamente a Nick —. Ni siquiera de Adrian, Nicholas —murmuró. —De éste no me digas nada, Lawrence —le previno Nick—. Adrian ha sido quien me ha mantenido vivo. Abrió la puerta del jeep, lanzó la mochila al asiento trasero, se acomodó al volante y cerró.

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—Recuerda, debajo de los trajes están las sotanas —dijo St. Cartier con intensidad. Nick engranó la marcha atrás y se asomó por la ventanilla. —Te equivocas por completo con respecto a Adrian, Lawrence —gritó, sonriendo y saludándolo con la mano. St Cartier contempló con recelo el jeep plateado que se alejaba rugiendo por la carretera y desaparecía en la calima del desierto en dirección a El Cairo. Tal vez Nick De Vere llegaría a tiempo de tomar el último vuelo a París.

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Nubes oscuras en el horizonte

21 de diciembre de 2021 Costa occidental de Normandía, Francia

El Sirkosky S-76 Shadow de Adrián De Vere volaba hacia la fortaleza de la abadía del Mont St. Michel, construida cerca de la desembocadura del río Couesnon. Adrian contempló, hipnotizado, el castillo gótico de cuento de hadas, construido ochenta metros encima del océano. Por más veces que volviera a casa, aquella vista le tocaba siempre una fibra sensible. —¿Estás preparado para...? Adrian alzó la mirada hasta el hombre en el que había confiado desde que era un adolescente en Gordonstoun, el hombre que, durante sus años de formación, se había convertido en su consejero espiritual más íntimo. —He vivido preparado... —Una vez se haya roto el Séptimo Sello... Todos serán prescindibles. Adrian asintió. —Mis hermanos no sospechan nada. La prostituta judía elegida como mi madre será eliminada —murmuró sin asomo de emoción. —Tu padre te espera— dijo Rester von Slagel con una sonrisa. Adrian contempló la enorme fortaleza medieval. Allí, en el borde mismo de los escarpados acantilados, tocando el violín, con el hábito de jesuita arremolinado por los vientos huracanados que soplaban en invierno procedentes del Atlántico Norte y el rostro vuelto en éxtasis hacia los cielos crepusculares de Normandía...

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... estaba Lorcan de Molay.

22 de diciembre de 2021 Autopista de Normandía Francia

Nick pisó el acelerador. El Aston Martin de color rojo metálico que había alquilado corría por la autopista A84, que discurría entre los campos de trigo normandos. Dictó un número al sistema de reconocimiento de voz del coche. Como todos los vehículos que cubría la red de satélites de la Unión Europea, estaba conectado con las bases de datos de un supercomputador situado en Bruselas que tenía acceso a todos los proveedores de Internet, a datos personales y a redes de comunicación vía satélite de toda la Unión Europea. Los datos personales de quinientos millones de ciudadanos estaban al alcance de la mano, sólo había que pulsar una tecla. El supercomputador también registraba, al cabo de cincuenta y siete segundos, las transacciones que hacían los ciudadanos con sus tarjetas de débito o de crédito. La refinada y robótica voz le respondió primero en francés y luego en inglés: —Julia St. Cartier. Posición actual GPS. New Chelsea, Londres. King's Road. Ultima compra: Starbucks, un café con leche con aroma de vainilla y la leche descremada. Una ración de tarta de limón. Compra realizada hace dos minutos. Individuo móvil. A pie. Marcando. Nick sonrió. Típico de Julia. Pulsó la tecla del historial de compras y sonrió de nuevo, divertido. A las diez de la mañana de Londres ya había estado dos veces en Starbucks. El teléfono de Julia sonó una vez.

King's Road New Chelsea, Londres

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—Hola, Nick. —Julia habló en el dispositivo de manos libres, ya que llevaba el bolso y sostenía la tarta de limón en la derecha y el café con leche en la izquierda. Julia miró la pantalla del móvil, que mostraba la posición GPS de Nick en Normandía. —Hola, Nick —repitió—. ¿Ya has salido de Alejandría y vas a reunirte con Adrián? —Sí, hermanita. —La cara de Nick apareció en la pantalla del teléfono—. ¿Está bueno el café con leche? Julia frunció el entrecejo. Pisó el asfalto enérgicamente con sus botas caras de charol negro. Llevaba un abrigo negro ajustado de lana que realzaba su esbelta silueta, un gorro de falsa piel de zorro y unas gafas de sol envolventes de Chanel que le ocultaban la cara. Caminaba por King's Road con paso apresurado y su melena, rubio teñido, al viento. —La tarta de limón no es buena para la dieta. Julia hizo una mueca de frustración y bebió un sorbo del café con leche. —Dile a Adrian de mi parte que ese Gran Hermano de reciente creación que introdujo antes de dejar Downing Street viola nuestros derechos personales como ciudadanos del Reino Unido. —Dio un furioso mordisco a la tarta y Nick vio cómo la saboreaba despacio. Sonrió divertido. Desde que la conocía, Julia siempre había seguido alguna dieta. Su determinación era legendaria y su tenacidad se veía recompensada con un cuerpo esbelto, pero Nick la recordaba devorando todo tipo de frituras con Jason y él en las vacaciones de verano que a menudo pasaban juntos en Cape Cod. En realidad, sabía que Julia St. Cartier adoraba la comida. La abstinencia era el alto precio que pagaba por una prometedora carrera en la industria de las comunicaciones, en las que las tartas y los hidratos de carbono estaban prohibidos. La lechuga y el agua mineral eran la dieta básica de miles de figuras de la industria, gentes que siempre pasaban hambre, y de las que Julia St. Cartier era una representante. Aquella mañana, la había pillado transgrediendo las normas. —Que no puedas comer un trozo de tarta de limón en la intimidad es una violación de derechos, hermana, pero, de todos modos, resulta muy informativo. — Nick cambió de tono—. Escucha, Jules, bromas aparte. Necesito cierta información... —Se interrumpió, vacilante—. Sobre Lawrence St. Cartier. —¿El tío Lawrence? —Julia pasaba por delante de una tienda de ropa cara Jaeger y de una franquicia de Hábitat, caminando a buena marcha—. ¿Qué tipo de información? —preguntó.

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—¿Se crió con tu madre? Julia frunció el ceño. —Qué pregunta más rara. —Bebió otro sorbo del café con leche—. No. Eran gemelos. Mi abuela murió de parto y mi abuelo murió en la guerra. Los servicios sociales de Londres se hicieron cargo de los pequeños y luego, con la evacuación, los separaron. Mi madre fue a Kent y Lawrence, a Ayr, en Escocia. Mi madre no volvió a encontrarse con Lawrence hasta que yo tenía diecisiete años. Él ya era jesuita. Vivía en Nueva York. —¿Cuántos años tenías, Julia, cuando lo conociste? —Lo conozco de toda la vida, pero sólo lo veía por Navidades y en cumpleaños y celebraciones, ya sabes. Cuando yo nací, vivía en Roma y ya era sacerdote. Luego, ingresó en la CIA y se pasaba la vida viajando. ¿Por qué? —Escucha, Jules, necesito que encuentres la partida de nacimiento de Lawrence. —Nick, sus documentos se perdieron en la guerra. —Escucha, Julia, esto es realmente importante. Lo único que tienes que hacer es encontrar su partida de nacimiento o algún otro papel oficial que demuestre que ha nacido. —Nick, ya lo intenté hace años, antes de la boda. No hay registros ni documentos sobre Lawrence St. Cartier.

Autopista de Normandía Francia

—Eso es imposible —suspiró Nick—. Escucha, seguro que tiene que haber algo. Registros del orfanato, de la escuela... —insistió—. De las autoridades locales. —La explicación más plausible es que todos sus antecedentes desaparecieran cuando ingresó en la CIA. Es lo lógico. Oye, Nick, ¿y por qué es tan importante su partida de nacimiento? Nick miró a la cámara del teléfono. —Escucha, Julia, necesito que me respondas a una pregunta. Hubo un largo silencio.

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El hijo de la perdición

—¿Es algo personal? Nick dudó unos instantes y respiró hondo. —¿Crees en Cristo? Julia miró a la cámara del teléfono. Se había quedado atónita. Muda. Hubo otro largo silencio. —¿Si creo en qué...? Nick la vio cruzar la puerta de una tienda de moda. Ella se quitó el manos libres de la cabeza y habló por el móvil. Su rostro desapareció momentáneamente de la pantalla de Nick. —Nick —dijo, ansiosa—, ¿estás tomando la medicación nueva? —No es cosa de la medicación, hermanita —le dijo con afecto. Sonrió a la cámara y luego se encogió de hombros—. Escucha, Jules, consígueme todo lo que puedas. Te veré el sábado con Lily en la finca, para la fiesta navideña de mamá. —¿Estás seguro de que te encuentras bien? —preguntó Julia, todavía intranquila. Alejó la pantalla de su rostro y buscó la cara de Nick—. Te veo muy bien, Nick. En realidad, estás estupendo. Eso es que las medicinas funcionan. —No me había sentido mejor en toda mi vida, hermana. —Esbozó una sonrisa ante la cámara—. Y estoy limpio. Nada de drogas —añadió en voz baja—. Escucha, Jules, averigua lo que puedas. Mándame por correo electrónico toda la información que reúnas sobre Lawrence. Y también una lista actualizada de quién es quién en el consejo de administración de Jason, el consejo de administración de VOX. Cuando llegue a Londres, necesitaré tu ayuda. —Pues claro que sí, Nick. Lo que quieras. Cuando quieras. —Eres la luz que me guía, Julia. —Sonrió. —De acuerdo, hermanito. —Julia le devolvió la sonrisa—. Ciao. —Dale mis cariños a Lily. Y dile a Jason... —Se interrumpió. Le lanzó un beso, apagó la pantalla de la video llamada y volvió a pisar el acelerador.

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El Sello de Rubíes

Las grandes llanuras blancas de alamedas resplandecían bajo una luz amortiguada por la bruma que se alzaba de los inmensos jardines exuberantes del Edén, con sus extensiones de azucenas y dedaleras hasta donde alcanzaba la vista. En el centro mismo de las llanuras, los ancianos angélicos supremos del Primer Cielo ocupaban los veinticuatro tronos de plata labrada bajo un gran dosel de la más fina seda. Gabriel paseaba por las lujuriantes llanuras blancas a solas, inquieto. Los álamos majestuosos circundaban el dosel con sus ramas cargadas de brillantes capullos blancos con estambres diamantinos llenos de nardos, cuya exquisita fragancia inundaba el Primer Cielo. Los ancianos estaban sentados en silencio. Por fin, Jether levantó la cabeza. —Ha sido avistado —murmuró. Miguel atravesó las verjas, desmontó y avanzó hacia Jether. Todas las cabezas se volvieron en dirección a las espléndidas Verjas de Perla, la translúcida entrada al Edén. —Viene cabalgando por el Arco de los Vientos del Oeste con su Guardia Real — dijo Miguel y se quitó los guanteletes de plata mientras caminaba. —¿Cuántos son? —Jether frunció el entrecejo. Miguel tomó asiento en un trono de plata a la derecha de Jether, se quitó el casco y lo dejo sobre la enorme mesa de perlas que tenía delante. —Viene un contingente numeroso.

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—Sus esbirros. —Zachariel lo miró ceñudamente. —Ellos permanecerán al otro lado de las verjas —dijo Gabriel—. Sólo se le permite un testigo, según lo establecido por la Ley Eterna. A Jether se le endureció la mirada. —Será Charsoc —susurró. Miguel torció el gesto. —Charsoc el Oscuro ha violado la Doctrina con su entrada en Babilonia por el Portal de Shinar. Ha quedado confinado a la tierra, pero cabalga con Lucifer. —Charsoc es un maestro en la interpretación de la Ley Eterna —suspiró Jether—. Hoy, esos esbirros viajan hacia nosotros, salidos directamente de la tierra. Charsoc conoce perfectamente que la pena relativa a la violación del Portal de Shinar sólo se aplica a su readmisión en el Segundo Cielo. No es aplicable a que sea llamado al Primer Cielo. Mientras esté aquí, no sufrirá ningún mal. El rugido de un centenar de carros quebró la tranquilidad. El monstruoso carro negro de Lucifer descendió por las nieblas añiles del Edén hacia las Verjas Perladas, tirado por ocho de sus corceles de alas oscuras. El carro atravesó las verjas abriendo surcos en las blancas llanuras con sus enormes ruedas de plata al tiempo que sus espolones de guerra cortaban salvajemente los lechos de azucenas y dedaleras que crecían bajo los álamos. Por fin, se detuvo a unos pasos apenas de la mesa del Consejo Supremo. Lucifer no se movió de su carro, con los brazos en jarras, mirando a sus hermanos. Y a Jether. —Esa entrada es muy propia de ti, hermano —dijo Miguel, encaminándose hacia el carro con expresión torva—. Aquí, en el Primer Cielo, tú no dejas ninguna marca. Lucifer siguió la mirada de Miguel y vio cómo brotaban nuevas flores en las rodadas que había dejado el carro. —¡Ah! ¡Las maravillas del Primer Cielo! —Lucifer sonrió relamidamente y saltó con agilidad del carro a las Grandes Llanuras. Avanzó hasta plantarse delante de Miguel y declaró—: Aquí no dejo mi marca, hermano. Pero, créeme, en la tierra de la Estirpe de los Hombres arrasaré, destruiré, corromperé... hasta que haya aniquilado por completo ese pequeño orbe lodoso. Gabriel lo miró con sereno desdén. —Bien dicho, Lucifer —replicó—. ¡Qué elocuencia! Un inicio auspicioso a los procedimientos. Veo que estás de un ánimo... sutil —añadió, irónico. —Estoy de un ánimo excelente, Gabriel. El Primer Sello está a punto de rasgarse. Mi hijo se alza en el mundo de los Hombres.

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Miguel señaló la verja. —Ellos se quedan fuera —dijo, refiriéndose a los secuaces de Lucifer. Moloc le dirigió una mirada maliciosa desde su carro. —Miguel, hermoso mío —aulló—, tenemos un asunto pendiente. —Desenvainó su espada monstruosa, la mojó en sangre de su propio muslo y la lamió. Exhibió una sonrisa espantosa y gruñó—: ¡Amo! ¡Por favor...! Lucifer levantó la mano. De inmediato, Moloc enmudeció. —Veo que sus modales siguen siendo impecables —comentó Miguel. —Tienen otras aptitudes. —Lucifer sonrió levemente—. Me esperarán aquí. Pero exijo mi testigo. Incluso el Juez Supremo accederá a eso, con seguridad. Gabriel asintió. Lucifer pasó junto a Miguel y se acercó a la mesa, donde esperaba Jether, en silencio. Charsoc se levantó de su litera. —Mi testigo. —Lucifer hizo una teatral reverencia a Jether. —Llevadlos a sus asientos respectivos —indicó Jether con voz gélida. —Me sentaré con mis hermanos —declaró Lucifer. Miguel condujo a Lucifer al asiento contiguo al suyo mientras Gabriel se acercaba a la mesa y se sentaba a la derecha de Lucifer, taciturno. —Gabriel... —murmuró Lucifer y lo besó en ambas mejillas con premeditación—. Mi presencia te perturba —le dijo, disfrutando con la incomodidad de su hermano. Charsoc tomó asiento enfrente de Jether y dejó su bolsa en la mesa, delante de él. Observó con detenimiento a Jether. —¿Has regresado de la tierra? —le dijo. Jether hizo oídos sordos. Charsoc sonrió levemente e inhaló la brisa—. Nardos... —murmuró y cerró los ojos con expresión arrebatada. Enseguida, volvió a abrirlos y a observar a Jether—. Sé perfectamente que resides en ese pequeño orbe fangoso. Encontraré tu morada y tendremos... — dudó un instante y se sacó los guantes dedo a dedo—... un pequeño cara a cara. —Nosotros no tomamos el té con asesinos a sangre fría, Charsoc —replicó Jether con un tono gélido. La mirada de Charsoc se posó en Isacar.

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—¡Ah, Isacar! Cuánto me gusta encontrarte bajo circunstancias más... auspiciosas. —Charsoc abrió su bolsa y extrajo un pequeño objeto de plata—. Un recuerdo de nuestra pequeña... incursión. Arrojó el objeto en la mesa delante de Isacar y éste reconoció, furioso, la cruz de plata, recordando a Klaus von Hausen y los arqueólogos asesinados. —Isacar se topó con... ¿cómo lo diría?, el borde afilado de la hoja. —Charsoc lanzó una abierta sonrisa a Jether—. Tus servidores tendrían que estar más atentos, Jether. No tienes un refresco, unos tentempiés... ¿Unas galletas? —Observó las caras de los reunidos en torno a la mesa con una sonrisa malévola en sus labios finos y dijo—: Me pregunto quién más de los presentes reside en la tierra... Su mirada se posó en Zachariel. Lucifer jugó ociosamente con su pluma. Posó la vista en la cruz de Isacar y dirigió la mirada a Jether. —Mis métodos te irritan. Me consideras un bárbaro. —Le lanzó una sonrisa desquiciada—. Pero es la guerra, Jether. Isacar estaba en el otro bando. —Tus siniestros esclavos cometen asesinatos indecibles entre la Estirpe de los Hombres, Lucifer. Contravienes la Doctrina de la Ley Eterna. Pero no estás por encima de la Ley. Responderás de cada violación en el Juicio Final. —¡Ah!, llevo mucho tiempo entre la Raza de los Hombres —replicó Lucifer—. Sus placeres pasajeros Ics resultan tan cómodos, ¿no crees? No hay consecuencias, haz lo que te plazca sin más. Hasta que... —Hizo una breve pausa—. Hasta que caigan en el Lago de Fuego. Entonces, demasiado tarde, se darán cuenta de su estupidez. —Tu preocupación por el bienestar de la Estirpe de los Hombres me llena de asombro, Lucifer. —Gabriel le dirigió una mirada helada. Lucifer se la devolvió, la suya cargada de ira. Jether abrió el Códice y miró a los reunidos. —Vayamos al asunto que nos trae aquí. Finalmente, se aproxima la semana de Daniel. Dentro de tres lunas, los Siete Sellos de la Revelación se romperán. Dentro de tres lunas, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis se presentarán. —¿Serán apartados? —Lucifer entrecerró los ojos—. ¿Todos los que porten el Sello del Nazareno? —Yo expondré las condiciones —declaró Jether fríamente—. Cuando el Jinete Pálido cruce la línea de Kárman, todos los que lleven el sello de Cristo serán transportados al Primer Cielo. —Miró directamente a los ojos a Lucifer—. Serán realojados de la tierra de la Estirpe de los Hombres.

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—Todos y cada uno de los portadores del Sello —insistió Lucifer—. Sus súbditos. Hasta el último. —Su mirada se ensombreció—. Perjudican mi reino entre la Raza de los Hombres. Debo librarme de ellos. Es el acuerdo. —Los seguidores del Nazareno serán transportados —repitió Jether, despacio—. Son Sus súbditos. El es su Rey. Los ama. No permitirá que experimenten en grado alguno el tormento y las penalidades de todo lo que se avecina cuando descargues tu destrucción sobre la Estirpe de los Hombres y siga a ella el Juicio Final de Jehová. —El es demasiado blando —masculló Lucifer. Se puso en pie y rodeó la mesa—. Tiene prejuicios a favor suyo. Cuida de sus mascotas gimientes y de mí, Su Serafín, que sólo está por debajo de Él en jerarquía, me da de lado... Miguel descargó el puño sobre la mesa. —Esos tiempos quedaron atrás hace mucho, Lucifer, refrénate. Tu pérdida de posición es definitiva, no tiene vuelta atrás. Lucifer se inclinó hacia él con un brillo vengativo en la mirada. —Sus seguidores destruyen mi Reino. —Acercó su rostro a un milímetro del de Miguel y siseó—: Sus plegarias estorban mi estrategia en el mundo de la Estirpe de los Hombres. Se volvió a Charsoc, quien sacó de la bolsa un fajo de papeles. —Son cartas —continuó Lucifer— de los Señores Oscuros del Inframundo, de los Consejos Herméticos del Infierno, de los Príncipes Satánicos, Poderes, Principalidades y Tronos, de los Reyes Chamanes, de Hechiceros y Brujas. Documentos legales adjuntos que evidencian que su avance entre la Raza de los Hombres se ve perjudicado en gran manera por los portadores del Sello. Los Consejos Oscuros del Infierno exigen garantías firmes. —Tenéis el Sello de Rubíes —dijo Gabriel, sereno. Lucifer miró con asombro a su hermano. —¿El Sello de la Puerta de Rubíes? Jether hizo un gesto con la cabeza a Lamaliel, quien extrajo una misiva dorada del Códice de la Ley Eterna. A Lucifer se le iluminaron los ojos. —¡El Sello de Jehová! —Entonces, es cierto —dijo Charsoc y entregó la misiva a Lucifer. —De modo que rescatará a Sus despreciables súbditos —masculló Lucifer—. Muy considerado por su parte, pero se presagia auspicioso para mí. Sí, resulta prometedor.

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—Si tan despreciables e inútiles son, ¿a qué viene tu urgencia en librarte de ellos? —preguntó Gabriel sin alzar la voz. Lucifer lo miró con irritación. Charsoc frunció el entrecejo. —Serán transportados al Primer Cielo, Excelencia. Pero volverán para luchar en Armagedón. —El Retorno... —Lucifer cerró el puño. —Quiero conocer las condiciones explícitas según se establecen en la Ley Eterna. Las explícitas. Nada de cláusulas ocultas. —Con la ruptura del Primer Sello, empezará la Tribulación de la Estirpe de los Hombres. La Ley Eterna establece que a ti, Lucifer, el Tentador, el Adversario de la Estirpe de los Hombres, se te conceden siete años. »La Estirpe de los Hombres ha existido bajo la protección del Primer Cielo durante los últimos dos mil años. Ahora vendrán siete en los que no habrá ninguna intervención de Jehová, ningún arbitraje del Primer Cielo. »Siete años en los que tú y tus herméticos discípulos tendréis campo libre para desatar el caos sobre la Estirpe de los Hombres. Siete años durante los cuales, según la Doctrina de la Ley Eterna, la Estirpe de los Hombres quedará privada de la presencia de Jehová. —A menos que sea invocado Su nombre. —¿Y el Nazareno? —soltó Lucifer—. ¿No volverá a visitar la Estirpe de los Hombres? Jether lo miró. —Él sólo visita a quienes son Sus súbditos. A quienes siguen Su causa. —Pues no quedará ninguno. —Lucifer miró a su alrededor con gesto triunfal—. ¡Ninguno! Estarán demasiado ocupados en culparlo a El por el tormento y la angustia que voy a derramar sobre ellos. Incluso las siete copas, la ejecución del Juicio de Jehová en mi reino. Lo considerarán a El responsable de todo. ¡Un Acto de Dios! —exclamó con un brillo enloquecido en los ojos—. Y si alguno intenta..., si alguien aspira aún a tenerlo por Rey, le obligaré a aceptar mi marca bajo amenaza de muerte. »Y ya conoces a la Estirpe de los Hombres —añadió con una sonrisa y se encogió de hombros—. Se convence fácilmente de lo que le conviene. Mis discípulos ya están preparando los campos de exterminio. Encarcelaré a todo el que resista. No será tan fácil que sacrifiquen su vida por El alegremente. Has respondido a mi pregunta. Estoy satisfecho.

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—¿Y Armagedón? —preguntó Charsoc. —Al término de los siete años, se librará la Gran Batalla —anunció Jether. —¿Cuál será mi posición si gano? —quiso saber Lucifer. —Si ganas, reinarás como Rey Eterno sobre la Estirpe de los Hombres. Tu encarcelamiento en el Pozo Sin l'ondo y tu caída en el Lago de Fuego serán un recuerdo lejano, que se olvidará pronto. —Una pesadilla —murmuró Charsoc, tosiendo en el pañuelo. —¿Y si pierdo? —Serás encarcelado en las Criptas de la Conflagración hasta que Miguel te envíe al Abismo, donde permanecerás encerrado durante mil años. Al cabo de los mil años, según lo establecido en la Doctrina de la Ley Eterna, serás liberado por un breve periodo. Luego, encontrarás tu destino en la Garganta Blanca del Infierno, en la costa oriental del Lago de Fuego. Jether se volvió a Charsoc y, con una mirada de acero, añadió: —En cuanto a ti, cuando caigas derrotado en Armagedón, serás conducido directamente al Lago de Fuego. —¿Y si paso por la salida cobro doscientos puntos? —dijo Charsoc, sin inmutarse. Abrió la bolsa y jugó con un bloc de notas dorado y una pluma de escribir de ave. Jether y él cruzaron una larga mirada gélida y Charsoc carraspeó—: Y, ahora que lo pienso, en el caso improbable de que lleguemos a ser derrotados, ¿qué derechos de visita tendré en el Lago de Fuego? —Dirigió una débil sonrisa a Jether, que rehusó su mirada, y continuó hablando, complacido de la evidente incomodidad de su interlocutor—: Y te ruego que tomes nota de que hay ciertos... caprichos de la Raza de los Hombres a los que me he aficionado. Pequeños placeres... —Se secó las pálidas facciones con un pañuelo arlequinado—. Té Earl Grey, sushi... —¿Qué quieres, Charsoc? —Zachariel le dirigió una mirada furiosa bajo su corona—. ¿Un lote de productos para gourmet? ¿Sábanas de raso? —Volvió la mirada a la omnipresente bolsa de Charsoc—. ¿O es eso lo que llevas a tus reuniones con tus brujos para tomar el té? Charsoc miró a Zachariel con odio mal disimulado. —Pareces bastante al corriente de las comodidades de la tierra. ¿No habrás establecido residencia allí tú también, por casualidad? —preguntó con un siseo—. Si cambian las tornas, me acordaré de mandarte un cepillo para el pelo de buena marca. —Charsoc miró con desdén la tupida mata de pelo cano deZachariel, áspero y revuelto, sobre la que se sostenía en precario su corona—. Por correo especial.

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Jether exhaló un suspiro de frustración. —Por favor. Por favor, compatriotas. Estamos tratando asuntos de peso. No es momento para entretenimientos frívolos. Jether siguió la mirada de Miguel hacia Lucifer, quien observaba con espanto la sangre que manaba de la palma de su mano derecha, posada en la mesa. La sangre bañó su blanca túnica ceremonial de seda y Lucifer contempló horrorizado la mancha roja. —Cristo... —murmuró. Se levantó de la mesa con la frente perlada de sudor y empezó a deambular arriba y abajo, agitado. Se volvió un momento a mirar a Miguel y luego se alejó por las llanuras, más allá de las arboledas de grandes álamos blancos. Allí se detuvo, una figura solitaria bañada en la suave luz blanca que impregnaba las brumas, y miró fijamente al frente, hacia las Puertas Orientales del Edén. Jether, muy serio, siguió con la mirada a Lucifer. —Su alma todavía busca lo que nunca podrá tener —le susurró a Miguel. —Sé dirige al jardín de Cristo. —¡No! —Miguel se puso en pie con la mano en el puño de la espada—. ¡Basta! ¡Voy a poner fin a esta locura! —No —dijo Jether, moviendo la cabeza, y posó su mano con Suavidad sobre la de Miguel—. Es el propio Cristo quien lo atrae. Miguel caminó hasta el borde de las grandes llanuras con la vista fija en Lucifer. Lucifer se volvió, lo miró, aturdido, y por último cruzó las Puertas Orientales. Siguió el conocido camino serpenteante hacia los Jardines de Fragancia que se extendían muy por debajo de las llanuras. Pasó bajo la estrecha pérgola de perlas, cubierta de enredaderas de granadas cargadas de frutos plateados, con la respiración acelerada, caminando frenéticamente sobre lechos de gladiolos y entre árboles del pan, por campos de ancas y ranúnculos de finos estambres de cristal, en dirección a los intensos rayos de cegadora luz carmesí que surgían de más allá. Cruzando el valle, llegó a una gruta recóndita al borde mismo de los acantilados del Edén, rodeada por ocho olivos viejos. El estaba allí. Exactamente donde Lucifer había sabido que Lo encontraría. Con un temblor en los dedos, empujó la sencilla puerta de madera. En el centro de Su jardín, de espaldas y apenas visible entre las brumas, se hallaba Cristo.

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Lucifer se apoyó en la puerta, desfallecido de repente y respirando con esfuerzo. Cristo se volvió lentamente. Lucifer cayó de rodillas y alzó el brazo para resguardarse el rostro de la gloriosa luz blanca que emanaba de Su faz. —Fue aquí donde me besaste hace tantos eones... —dijo Cristo suavemente—. Antes de tu traición. —A Lucifer le temblaban las manos incontrolablemente—. Aquí fue donde empezó. Cristo se acercó a él entre las brumas. Lucifer Lo miró, pálido. —En el momento en que supiste del advenimiento de la Estirpe de los Hombres. Cristo miró al frente mientras los rayos ponientes se apagaban para dejar a la vista, a treinta pasos de distancia, al otro lado de un vasto abismo e incrustada en los muros de topacio de la torre, la espléndida Puerta de Rubíes, luminosa como un incendio. La entrada al Salón del Trono de Jehová. Lucifer siguió Su mirada hacia el tenue resplandor del arco-iris que se alzaba sobre el palacio de cristal. Finalmente, Cristo habló. —En medio de la Tribulación, Lucifer y Miguel librarán batalla en el Cielo. Pues con certeza serás expulsado del Cielo para no volver jamás. Cristo volvió la mirada hacia la gran Puerta de Rubíes, la abrió lentamente y, al hacerlo, los rayos y truenos crecieron de intensidad y se levantó un viento tormentoso. —Fíjate bien en las vistas y los sonidos del Primer Cielo, Hijo de la Mañana. Será la última vez que lo contemples. Lucifer miró a Cristo, frenético, mientras él se desvanecía entre las blancas brumas que se arremolinaban en torno a él. Instantes después, reapareció al otro lado del abismo y cruzó la Puerta de Rubíes, dejando a Lucifer sumido en sollozos lastimeros bajo los ocho viejos olivos del jardín de Cristo.

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Mont St. Michel

22 de diciembre de 2021

Nick dobló un recodo del camino y el campanario de Mont St. Michel quedó a la vista, con la estatua del arcángel Miguel en la aguja que se alzaba ciento sesenta metros sobre el canal de la Mancha. Dominando desde sus alturas los trigales de Normandía, la abadía fortaleza se elevaba como una aparición misteriosa entre las últimas brumas de la mañana. Nick contempló con asombro la enorme masa de granito, de mil metros de circunferencia. El nuevo superestado europeo había adquirido la isla a la UNESCO para uso exclusivo del presidente europeo y Adrián repartía ahora su tiempo por igual entre sus palacios de Normandía, Roma y, recientemente, Babilonia. Había marea baja. El dique de un kilómetro y medio de principios de la década de 2000 había sido arrasado y reemplazado por otro más corto y un puente bajo, y la represa de la desembocadura del Couesnon se había sustituido por una presa hidráulica del doble de tamaño. Una hazaña de ingeniería con un precio de 164 millones de euros. Nick movió la cabeza en gesto de asombro. Sin embargo, aquello había impedido que la isla, literalmente, se hundiera en la arena. El Aston Martin cruzó la nueva carretera de dos direcciones y se detuvo delante de la enorme puerta de hierro negra con el escudo de Mont St. Michel grabado en oro en la parte superior. Nick levantó la vista hacia las seis cámaras remotas situadas sobre la puerta y luego se volvió hacia el escáner de iris que descendió automáticamente hasta la altura de sus ojos por el costado izquierdo del coche. Miró de frente a la lente de la cámara.

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Seis segundos después, las puertas se abrieron automáticamente y pasó despacio ante la garita recién construida, con sus ventanas blindadas de policarbonato. Nick estaba al corriente de que, durante los diez segundos que había esperado en la puerta, hasta el último detalle de su vida, tanto pública como privada, había sido transmitido al «Núcleo», la base secreta de operaciones del presidente de la Unión Europea: una extensa ciudad subterránea situada directamente debajo del Mont St. Michel, casi dos kilómetros por debajo del océano, donde el temible Guber, el autocrático director de operaciones de seguridad de Adrian, era el monarca supremo. Nick avanzó por las sinuosas calles empedradas de la antigua villa medieval, reconstruida según las exigentes medidas de seguridad presidencial dictadas por Guber. La villa albergaba a más de doscientos miembros del personal ejecutivo de Adrian, entre ellos el jefe de la Agencia Europea de Seguridad y sus principales consejeros económicos y legales. La fachada medieval era precisamente eso, una fachada. Cámaras y sensores de vigilancia espiaban desde todos los tejados, ventanas y portales. Incontables equipos de policía militar con perros patrullaban el perímetro de la doble valla de alambradas. Finalmente, detuvo el coche delante de los establos. Se apeó, cerró la portezuela del coche y arrojó las llaves a un hombre de constitución delgada vestido con uniforme de chofer, quien las cogió al vuelo. En vida de James De Vere, Pierre había sido su chofer y segundo hombre de confianza, sólo por detrás de Maxim. —Hágame un favor, Pierre —dijo Nick—. Apárqueme el coche, ¿quiere? —Desde luego, señor —asintió el hombre con una leve inclinación de cabeza—. Me alegro de volver a verlo, señorito Nicholas. Pierre abrió la puerta del Aston Martin, se sentó y ajustó el asiento. —¿Qué tal Beatrice? —preguntó Nick. —Testaruda como siempre. —Pierre hizo una mueca, aunque la acompañó de un guiño afectuoso—. Al amanecer, ya estaba levantada y preparando pan dulce para cocer. —Bajó la voz y añadió—: Déjese caer por la cocina cuando se marche, o mi vida no merecerá la pena. Nick sonrió, recordando la mansión familiar de Rhode Island y sus Navidades de la infancia, cuando se colaba en la cocina donde Beatrice, la formidable ama de llaves francesa de los De Vere, cocía pan dulce con especias, y ella lo expulsaba sumariamente, amenazándolo con el rodillo de amasar. —Qué buenos tiempos aquellos, señorito Nicholas. Los días con sus padres... — Pierre puso en marcha el motor—. Qué buenos tiempos.

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Nick vio desaparecer el Aston Martin en dirección al quinto garaje de los establos. Llenó sus pulmones del suave aire húmedo del Atlántico y anduvo la corta distancia que lo separaba de una de las enormes puertas góticas de la abadía. Se detuvo bajo la muralla cubierta de hiedra, delante del escáner de reconocimiento facial y esperó a que uno de los cuatro agentes del servicio de seguridad le franqueara el acceso. Poco a poco, las puertas de hierro se abrieron. Un hombre ya anciano, de frac, lo recibió con gesto adusto. —Buenos días, Anton —le saludó Nick. —Su hermano lo espera, señor De Vere. —Antón hablaba un inglés pomposo y gutural. Observó los vaqueros deshilachados y la chaqueta de piel descolorida de Nick con aire de desaprobación y añadió—: Sígame. Nick cruzó el vestíbulo detrás de Anton y lo siguió por los enormes pasillos abovedados y una serie de largos pasadizos de piedra decorados con cuadros de los mejores maestros clásicos hasta que llegaron a dos grandes puertas de acero. Se detuvo ante un segundo escáner de reconocimiento de rostro por ordenador. Segundos después, las puertas de acero se abrieron y dejaron a la vista otras de caoba de tres metros de altura. Dos agentes de las fuerzas especiales de Guber aparecieron repentinamente. —Conozco el procedimiento —murmuró Nick, despojándose de su bolsa de mano y de la cámara, y esperó mientras los hombres de Guber pasaban los objetos por un escáner de alta tecnología y se los devolvían. A continuación, Anton abrió las puertas que daban paso al enorme vestíbulo de la residencia del presidente europeo. Laurent Chastenay, un hombre alto y de hablar refinado que era el jefe de protocolo de Adrian, se acercó a Nick. Llevaba en la mano un delgado ordenador portátil. —Sígame, por favor, señor De Vere —le dijo con voz aguda—. Su hermano lo espera en el salón. Chastenay consultó el reloj y tomó otro pasillo. Dobló a la izquierda, abrió otra puerta e hizo un ademán a Nick, invitándolo a entrar en una estancia espléndida. Nick admiró los riquísimos tapices que vestían las paredes de la cámara, elaborados con lana de la Picardía, seda italiana e hilo de plata, las alfombras pardas de Aubusson y de Savonnerie. Admiró también los sofás Chesterfield y contempló el enorme lienzo del artista icónico, Francis Bacon, con una sonrisa. Aquella absoluta yuxtaposición de estilos era típica de Adrian.

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En su última visita, el salón estaba siendo reformado a fin de prepararlo para la toma de posesión de Adrian. Ahora se veía magnífico. Un reflejo del estilo impecable de Adrian. El presidente estaba de pie entre los enormes portalones abiertos de madera de cerezo, con las manos detrás de la espalda, contemplando la espléndida vista del otro lado de la bahía y el mar abierto. Sobre la abadía, unos helicópteros artillados volaban en círculos. —Señor presidente, tengo el gusto de anunciarle a su hermano, el señor Nicholas De Vere. —Oh, gracias, Laurent. —Adrian se volvió y Chastenay hizo una reverencia. —Le recuerdo que su conferencia con el primer ministro ruso empieza dentro de quince minutos, señor presidente. —Chastenay hizo otra reverencia y abandonó el salón. —Nicky —dijo Adrián, sonriendo de placer mientras señalaba la bahía—. Es la maravilla de Occidente —murmuró—. «A la vitesse d'un cheval au galop», decía Victor Hugo. Las mareas se mueven con la rapidez de un caballo al galope. —Se volvió hacia Nick y añadió—: Un metro por segundo, las mareas más peligrosas del mundo. En profundidad y en velocidad. Nick estudió a Adrian. Estaba inmaculado como siempre. De hecho, parecía el epítome de una realeza moderna. Desde sus zapatos de piel de avestruz hechos a medida, de Oliver Sweeney, hasta su traje escandalosamente caro de Alexander Amosu, tejido con hilo de oro y pasmina del Himalaya y con sus botones de oro de dieciocho quilates y pavé de diamantes. La debilidad de Adrian por los trajes de diseño y el arte moderno eran sus únicas concesiones al capricho en su régimen de vida, espartano por lo general. Mientras que Nick había sido el típico chico rico manirroto, Adrián había acumulado su capital desde que era joven, tendencia que había ido acentuándose con el paso de los años. Nick lo atribuía a la rigurosa formación de Adrián en análisis económico, su licenciatura (cum laude) en filosofía, política y economía en Oxford, los dos años en Princeton y el año de especialización en estudios árabes en Georgetown, antes de ponerse al frente de la dirección de Gestión de Activos De Vere durante cuatro años. Nick frunció el entrecejo. Las revelaciones de Lawrence acerca de su familia todavía le resonaban en los oídos. La pasión de Adrián era la política, pero sus máximas aptitudes, aquello en lo que demostraba su genialidad, era la economía.

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Adrián había accedido al cargo de canciller del Exchequer, o ministro de Hacienda británico, dos años después de la crisis de 2008 y había cambiado radicalmente la economía británica. Después, había cumplido dos mandatos como primer ministro. Hasta su llegada al cargo de presidente europeo, Adrián no tenía yate, ni mansión señorial, ni finca al lado del mar, ni colección de coches clásicos. Había vivido con Melissa en Downing Street y tenía como segunda vivienda una casa adosada funcional en Oxford. En lugar de llevar una vida de manifiesto lujo, había donado millones al hospicio Marie Curie, a organizaciones caritativas que trabajaban con la infancia del Sudeste Asiático, a las universidades de Georgetown y Oxford, al museo Memorial del Holocausto de Estados Unidos y a la restauración de los frescos de Miguel Ángel en la capilla Paulina del Vaticano. Adrian se acercó a Nick, se detuvo a un paso de él y lo inspeccionó de arriba abajo. Vestía vaqueros y camiseta, como siempre. Chaqueta de cuero, una bolsa, el pelo blanqueado, la sempiterna cámara... Seguía siendo el joven atractivo de siempre, la celebridad pública, aunque el sida había tenido un efecto devastador sobre él. De hecho, lo veía mejorado respecto a meses antes. —Me alegro de verte, Nicky —le dijo. Nick sonrió y se miró los Levi's deshilachados. —Creo que a tu mayordomo le desagrada mi atuendo. —Decían que el tratamiento con antirretrovirales había dejado de hacer efecto, pero tienes buen aspecto, Nicky. Has engordado. Nick titubeó. Incómodo, se volvió y contempló los tres cuadros colgados detrás del escritorio. Era la primera vez en la vida que tomaba la decisión deliberada de no confiar en su hermano. —¿Nuevos? —preguntó, cambiando de tema. —Me permití el capricho por mi cuarenta aniversario. Son autorretratos de Warhol. —No son lo que se dice bonitos, precisamente... —Me choca oír eso en boca de alguien que tiene colgado el Vampiro de Edvard Munch en un lugar de honor de su ático —replicó Adrián con una sonrisa. —Eso es sarcasmo, Adrián. Y, por cierto, es una copia numerada. —Nick le devolvió la sonrisa—. Esconde una caja de caudales. Adrián miró de nuevo los Warhol y soltó una risilla:

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—Jason dice que son una monstruosidad. Por supuesto, lo que él ignora del arte llenaría el Louvre. Y son una inversión increíble —añadió, contemplando de nuevo los cuadros—. Tienen un valor de cuarenta millones de dólares. Se acercó al mueble bar y sacó del frigorífico una botella de sidra casi helada. —Y todo irá a obras de caridad para niños de los países en desarrollo cuando yo muera. Me tranquiliza la conciencia. ¿Sidra? Es de la zona, excelente... —No. —Nick movió la cabeza—. Agua, por favor. Estoy desintoxicándome. Por cierto, feliz cumpleaños... —Gracias, hermanito. Es una pena que no puedas quedarte. Debería haberte avisado: celebramos un encuentro de dignatarios y funcionarios gubernamentales procedentes de los cinco continentes. Un encuentro muy reservado. Preparativos para el Acuerdo Ishtar. Todo quedará cerrado dentro de menos de tres semanas, si no hay tropiezos... —murmuró distraídamente. Llenó un vaso de agua mineral y se lo dio. A continuación, volvió al escritorio y empezó a revolver entre un puñado de papeles—. Has dicho que era urgente. ¿Necesitas dinero? —preguntó, levantando la cabeza. —No, Adrián, tengo suficiente. Los jordanos me pagaron una fortuna. Vuelvo a ser independiente económicamente. —Entonces, ¿qué es, Nicky? Decías que era importante. Nick se acercó a la ventana. —Verás, Adrián, tiene que ver con papá... Con su muerte. Adrián lo miró, perplejo. —Papá murió hace cuatro años. Escucha, no quiero que me tomes por insensible, pero ¿esto no podría esperar? —Mira, Adrián, iré al grano. Lawrence St. Cartier cree que a papá lo mató... — Nick titubeó—... un grupo de elitistas. Globalistas. Una camarilla extremadamente poderosa. Y tú podrías estar en peligro. —Lo mataron... —Adrian levantó la vista de los papeles y arrugó la frente—. ¿Lo asesinaron, entonces? Miró a Nick con incredulidad, sacudió la cabeza y añadió: —¡Es ridículo! Tuvo un ataque al corazón. Hubo una autopsia. El viejo profesor ha estado metiéndote en la cabeza sus teorías conspiratorias. Papá solía despotricar de él sin piedad, a sus espaldas. —Sí, sé que pareció una muerte natural, Adrián, pero...

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—Oye, Nicky, te agradezco la preocupación por mí... —Condujo a Nick hasta los ventanales y señaló un barco que surcaba a lo lejos las aguas del canal—. ¿Ves ese barco? Es uno de los ocho navíos de la flota de la OTAN que patrullan la bahía día y noche, apoyados por la vigilancia aérea permanente, cuatro helicópteros, cuatro cazabombarderos, decenas de embarcaciones menores y lanchas, 121 puertas magnéticas, 60 máquinas de rayos X, 132 detectores de metales, 18 detectores de explosivos, 196 cámaras guiadas por control remoto y 62 sistemas de seguimiento de vehículos. Guber dirige el sistema C41 de comunicaciones digitales por radio y los sistemas de tecnología de la información que proporcionan imágenes, sonido y datos a 36 comandantes de seguridad en todo momento. Y todo ello para proteger al presidente... Se detuvo sin terminar la frase al reconocer la firma de James De Vere en el papel que Nick tenía en la mano. —¿Qué es esto, Nick? —Es una carta de papá a St. Cartier y un documento que le adjuntó. Mandados el día antes de que muriera. El documento adjunto —explicó— prueba que las agujas que usé esa noche en Amsterdam fueron contaminadas con el virus del sida deliberadamente. Observa: el pedido hecho al centro militar de armas biológicas de Fort Detrick. Cantidades pagadas a unos delincuentes de baja estofa en Amsterdam. Adrián cogió la carta y leyó. Dio la vuelta al papel y frunció el entrecejo. Nick señaló una parte del documento. —«Virus vivo entregado el 4 de abril de 2017. Inyectado a las 00.07.» Es el recibo firmado de mi ejecución. Me inocularon el sida. —¿Quién, Nicky? —Adrián cerró los dedos en torno al papel—. Piénsalo. ¿Quién querría contagiarte el sida? —Durante una fracción de segundo, Adrián casi perdió la cordialidad—. Perdóname, hermanito, pero esto no es más que una vulgar falsificación. Para ser franco contigo, aunque me tomes por desconsiderado, debo decirte que tú resultas inofensivo. Nadie se tomaría la molestia de eliminarte. Ya conoces a St. Cartier. Ex agente de la CIA, sacerdote jesuita... Además, tiene más de ochenta años. Cuando dejan la agencia, les cuesta distinguir entre fantasia y realidad. Debe de estar en la primera fase de la demencia senil. Usar el nombre de papá para que le dé credibilidad... —Adrian sacudió la cabeza—. El viejo está perdiendo la chaveta. En el escritorio, al otro extremo de la estancia, sonó el intercomunicador. Adrian decidió no hacer caso.

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Nick buscó el sobre que llevaba en el bolsillo y la fotografía de Julius De Vere, Lorcan de Molay y los otros tres hombres le resbaló de los dedos y cayó sobre la alfombra de Aubusson. Adrian se agachó y recogió con cuidado la fotografía. —¿Reconoces a alguien? —le preguntó Nick. —No. Excepto al abuelo y a Chessler, el padrino de Jason. No —repitió en voz baja—. No había visto a ninguno de ellos en mi vida. —En el revés de la foto hay un nombre de mujer... Despacio, Adrian dio la vuelta a la fotografía. —Es la letra de papá —señaló Nick. Adrian estudió el nombre, pálido. —Aveline —murmuró y movió la cabeza lentamente—. Un nombre de mujer. Es la caligrafía de papá, no hay duda. Pero no tengo la menor idea de qué significa, Nicholas. —Lo miró con extrañeza y le preguntó dónde la había encontrado. —En unas cajas antiguas en casa de mamá —mintió Nick. De inmediato, le remordió la conciencia, pero se encontraba en unas circunstancias excepcionales. Observó detenidamente a su hermano. Adrián no lo llamaba nunca Nicholas, a menos que estuviera irritado. Era ahora o nunca. Tenía que insistir hasta donde pudiera. —Dime una cosa, Adrián. ¿Es verdad que somos tan ricos? —Dejó el vaso en una cómoda, se acercó a su hermano y le cogió la foto de las manos—. Inmoderadamente ricos, me refiero. —Ya conoces nuestra fortuna, Nicky. —Adrián entrecerró los ojos. Nick dijo que no con la cabeza. —No. Me parece que no. ¿A cuánto asciende? Adrian acarició el borde de su vaso de sidra. —Unos quinientos mil millones de dólares, a valor de hoy. La mitad de nuestra fortuna se volatilizó en la crisis bancaria de 2018. ¿A qué viene esto? —inquirió y dirigió una penetrante mirada a su hermano—. Tú ya conoces todo esto perfectamente. Nick hizo una pausa y luego decidió dejarse de cautelas. —¿Y esa suma tiene en cuenta que poseemos más del cuarenta por ciento del mercado mundial de metales preciosos, que tenemos el monopolio efectivo de la

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industria de los diamantes y que somos dueños de una participación mayoritaria desconocida en el petróleo ruso? Adrian miró fijamente a Nick, más inescrutable que nunca. El intercomunicador insistió en su zumbido. Adrian hizo un gesto con la mano a Nick para pedirle que esperase y cruzó la estancia hasta el escritorio. Con una impaciencia impropia de él, pulsó el botón. —¿Qué sucede? —Su videoconferencia de las dos, señor presidente. Los primeros ministros ruso e iraní esperan, señor. Laurent Chastenay apareció en la puerta. Adrian consultó el reloj y suspiró. —Pásamelos. Pulsó el botón de silencio y se volvió hacia Nick, que esperaba en el otro extremo de la sala. Estudió por segunda vez el documento que tenía en la mano, lo dobló y lo guardó en el bolsillo. —¿Has hablado de esto con Jason? —Ya lo conoces —respondió Nick con un encogimiento de hombros—. Hace años que no me devuelve las llamadas. —Toma un poco el aire, Nicky. —Adrián indicó las puertas de la terraza—. Dame treinta minutos. El intercomunicador empezó a zumbar de nuevo. Adrián pulsó el botón. Acto seguido, hizo lo mismo con un mando a distancia y doce enormes pantallas de televisión descendieron del techo y cubrieron la pared del fondo. Mientras tanto, del suelo ascendían dos filas de ordenadores de última tecnología y unos sillones de cuero. De inmediato entró el jefe de la Agencia Internacional de Seguridad, seguido del secretario europeo de Defensa. Adrian se instaló en uno de los sillones de piel hechos a medida. Nick cruzó las puertas de madera de cerezo en el instante en que la cara del primer ministro iraní se materializaba en las enormes pantallas. Salió a la enorme terraza que rodeaba la abadía y contempló la llana extensión gris del océano; luego, se dirigió lentamente hacia el ala norte. Sacó las gafas de sol del bolsillo de la chaqueta, se las puso y observó el claustro situado unos veinte metros más abajo, donde la policía militar estaba desplegada por todas partes excepto en el cuadrado central de cuidado césped del patio que cerraban los arcos del claustro.

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Plantado en el centro del patio, distinguió a un hombre alto y delgado de facciones severas y cabellos mal teñidos de negro azabache, vestido con un traje negro que no le quedaba bien. Nick habría reconocido aquel corte de pelo en cualquier parte. Era Kurt Guber. Guber detestaba profundamente a Nick y éste sabía que aquella animadversión era bastante razonable. Hacía cuatro años, con veinticuatro, la principal ocupación del joven, rico y guapo playboy Nick De Vere había sido despilfarrar la primera parte de su opulento fondo fiduciario en los clubes privados más exclusivos, de Londres a Montecarlo. Por desgracia para él, Nick no sólo era un De Vere, sino además el hermano menor de Adrian, y sus excentricidades habían salpicado las páginas de chismorreo de los periódicos del Reino Unido en artículos y columnas de los infatigables comentaristas sobre figuras públicas. Tales excentricidades no habían tardado en resultar perjudiciales para la rápida carrera política de Adrian y le había correspondido a Guber, como jefe de seguridad de éste, limpiar la basura de Nick. Durante meses, Guber había mantenido a raya a los salvajes paparazzi londinenses, había enterrado la adicción a la cocaína de Nick bajo una capa de mentiras y de falsos testimonios y había rescatado lo poco que quedaba de la reputación del muchacho. Todo ello en interés de la futura y brillante carrera de Adrián como presidente de la Unión Europea. Guber despreciaba a Nick casi tanto como Nick lo despreciaba a él y a sus matones. El hombre llevaba muchos años con Adrián, primero como jefe de seguridad en Downing Street y ahora como director de operaciones del Servicio Especial de la Unión Europea, y era especialista en armas exóticas. El abuelo de Guber había sido responsable de uno de los programas de armas secretas más avanzado del régimen nazi. ¿Quién sabía lo que andaría tramando el nieto en su extensa ciudad subterránea, situada directamente debajo del Mont St. Michel? Nick observó ociosamente a Guber. Debía de haber salido a respirar un poco de aire fresco. Estaba muy pálido de pasar demasiado tiempo en el bunker. Nick esbozó una sonrisa. El hombre cruzó el patio del claustro, levantó la vista casualmente hacia los balcones y su expresión se endureció cuando reconoció a Nick. Este agitó la mano en un deliberado gesto de saludo.

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Guber continuó caminando, enfrascado en su conversación con un segundo hombre, cuyo rostro quedaba enmascarado por la cabeza de su interlocutor. Nick continuó contemplando el Atlántico ociosamente; luego, volvió de nuevo la vista a Guber, pero éste había desaparecido y en el patio sólo quedaba su acompañante, que contemplaba el palacio con la cabeza vuelta hacia lo alto. Nick observó al hombre y volvió a mirarlo para estar seguro. Con mano temblorosa, buscó en el bolsillo y sacó la fotografía de Julius y sus cuatro acompañantes. Después, miró a Adrián a través de las cristaleras. Su hermano seguía sentado en su escritorio, concentrado en su conversación. Nick se desplazó rápidamente hacia la gran escalera cubierta con arcos, bajó un tramo a toda prisa y luego otro, hasta que se encontró en un balcón apenas tres metros por encima de donde estaba el individuo. Sacó la fotografía otra vez. No había confusión posible. El hombre tenía una frente alta y abovedada, el pelo plateado cortado meticulosamente a un centímetro del cuero cabelludo y la nariz aguileña, pero eran los ojos, tan claros que casi parecían incoloros... El hombre que estaba debajo de él era el mismo que aparecía a la izquierda de Julius De Vere en la foto que tenía en la mano. Y estaba relacionado con Guber. Tenía que contárselo a Adrian inmediatamente. Cuando Guber reapareció y se dirigió de nuevo hacia Von Slagel, quien estaba contemplando el helipuerto, Nick se puso tenso. —¿Van bien los preparativos? —preguntó. Guber asintió. —Todo el personal habitual ha sido retirado, Su Excelencia. A las seis de la tarde, en el recinto sólo quedará nuestro ejército privado. —Las órdenes de mi Amo deben cumplirse al pie de la letra —dijo Von Slagel. Guber asintió de nuevo. —Desde las cuatro, el espacio aéreo quedará cerrado y vigilado. Los Halcones aterrizarán a las ocho y el Águila lo hará a las ocho y veinte en punto. La entrega del Arca a De Vere se producirá a las nueve. Nick enfocó su cámara digital directamente al rostro de Von Slagel. —Las órdenes de Su Excelencia han de cumplirse al pie de la letra. Como siempre. ¿Está preparado el alojamiento? —El ala Oeste está enteramente a su disposición. No le faltará nada.

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—En mi conversación de anoche con De Vere aclaramos los detalles que faltaban —dijo Von Slagel con una sonrisa. Nick soltó una exclamación ahogada, incrédulo ante lo que estaba escuchando. Así pues, Adrian sí conocía al hombre de rostro de halcón y pelo blanco. Le había mentido acerca de la fotografía. No sólo lo había visto alguna vez, sino que lo conocía y había hablado con él. El corazón le dio un vuelco. Levantó la cámara, miró por el visor y pulsó el disparador. Von Slagel levantó la vista, lo miró directamente a la cara y torció el gesto. Guber siguió su mirada. —¿Se ha perdido, señor De Vere? —Guber observó con irritación la cámara que Nick tenía en la mano. —Una vista espléndida, ¿no le parece, Guber? —Nick le dirigió una sonrisa forzada. Guber frunció el entrecejo, pero decidió no responder. —Necesita usted tomar un poco más el sol, ¿sabe? —añadió Nick desde lo alto, con el corazón acelerado—. Se lo ve un poco descolorido. Ya sabe lo que dicen, tanto trabajar sin descanso hace que pierdas la razón. Nick volvió sobre sus pasos y ascendió de nuevo el primer tramo de escaleras con un temblor en las manos. Von Slagel se volvió hacia Guber, que tenía una expresión ceñuda. —¿Qué hace aquí De Vere? No quiero ninguna interferencia antes de que se completen nuestros planes. —Es una decisión de última hora. No estaba en el programa. Nicholas De Vere es un parásito de baja estofa, absolutamente inofensivo. —Líbrate de él —murmuró Von Slagel—. Que salga del recinto. Inmediatamente. Cojeando, Kester von Slagel cruzó el patio en dirección a los arcos y desapareció. Nick se detuvo delante de las puertas de madera de cerezo. Con las manos aún temblorosas, volvió a guardar el sobre marrón en la bolsa y entró de nuevo en el salón. Adrian todavía estaba enfrascado en la conversación con el primer ministro iraní. Nick miró alrededor y se dirigió al cuarto de baño. De camino, cogió un papel de carta con el membrete del Mont St. Michel. Se encerró en el baño, a salvo de la mirada de las cámaras de vigilancia.

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De pronto, se volvió en redondo con un escalofrío. Tuvo la certeza de que allí había alguien con él. Nervioso, miró por todas partes. No había nadie. Dudó un instante, mientras una extraña euforia desmedida inundaba sus sentidos, y entonces supo de qué se trataba. Era la misma presencia que había notado en la cripta inferior del monasterio. Nick sonrió. Alguien velaba por él. Todavía con un temblor en los dedos, sacó del sobre marrón la fotografía de Julius, Von Slagel y De Molay y la cambió por el papel de carta en blanco. Echó una nueva mirada a la foto y la guardó en la bolsa. Se lavó las manos y luego titubeó, resistiéndose a salir y separarse de aquella presencia misteriosa. Finalmente, movió la cabeza y volvió al salón en el preciso instante en que las pantallas de televisión desaparecían en el techo. Adrian pulsó el mando a distancia, sonrió a Nick y se puso en pie con aire cansado. —Lo siento, hermanito, mal día para visitas sociales. —Su voz se alzó por encima del aullido ensordecedor de las turbinas de un helicóptero—. Ahí llega mi cita para el almuerzo, el secretario británico de Exteriores. —Posó la mano en el hombro de Nick y le dijo—: Mira, déjame la fotografía. Haré algunas averiguaciones discretas. —¿Estás seguro de que no has conocido nunca a ninguno de esos hombres? — Nick estudió atentamente la expresión de Adrian. —¿Que si he...? ¡Ah, la fotografía...! No. Jamás en la vida. —Alargó la mano—. Se la daré a Guber para que la pase a los agentes de Interpol del Núcleo. Nick le entregó el sobre con la hoja de papel en blanco. Adrian lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. —¿Sabes una cosa, Adrian? —dijo Nick, bajando la voz—. Creo que has dado en el clavo. Me parece que Lawrence está senil. Cuando estuve con él percibí un deterioro... —Esbozó una falsa sonrisa y añadió—: Quizá fabricó la carta de papá y los documentos. Adrian se relajó y le pasó el brazo por los hombros. —Necesita una valoración psiquiátrica —comentó—. Aquí tenemos servicios que pueden ayudarlo. Nick asintió. —Hablaré con mamá este fin de semana para que se ocupe de que le hagan un examen —dijo. Luego, extendió la mano—. Me gustaría que me devolvieras el documento. Para evitar cualquier confusión.

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—Demasiado tarde, Nick. Estabas tan preocupado que ya lo he mandado a la Interpol. He pensado que eso te tranquilizaría. Nick se puso tenso. —Mira —añadió Adrián al verlo—. No pasa nada. Llamaré y les diré que es un fraude. —Sí, hazlo —dijo Nick. Chastenay apareció en la puerta y Nick se encaminó hacia él. Antes de llegar, se volvió. —Ah, una cosa más. ¿Podrías conseguirme las cuentas de gestión de De Vere Continuation Holdings AG? Y la última auditoría. —¿Para qué, Nick? —Adrián frunció el entrecejo—. No habías mostrado nunca el menor interés por las finanzas. —Pues ahora, sí. Papá siempre decía que debía asumir mi responsabilidad personal. Nunca es demasiado tarde. Adrián le dirigió una mirada extrañada. El intercomunicador volvió a zumbar y Adrián pulsó el botón. —Ha llegado el secretario de Exteriores británico, señor presidente —Está bien, Adrián —asintió Nick con una sonrisa y se despidió. Dos hombres de seguridad que lucían el uniforme azul claro de las fuerzas de elite del superestado europeo hicieron acto de presencia y se dirigieron hacia Nick—. Ahórrame los guardaespaldas, ¿quieres? —añadió con una sonrisa forzada—. Buscaré la salida por mi cuenta. Adrián se volvió a Chastenay y los hombres de seguridad. —Dejad paso libre a mi hermano hasta la puerta. El Aston Martin rojo. Antes de salir, Nick se volvió y añadió temerariamente: —Por cierto, Adrián... ¿Has oído hablar alguna vez del Fondo Internacional de Seguridad? Adrián lanzó una mirada sombría a su hermano, que ya se escabullía rápidamente, y pulsó el mando a distancia. Nick se alejó a toda prisa por los pasadizos, dobló bruscamente a la izquierda antes de llegar al vestíbulo para evitar a Anton y salió a los huertos por una portezuela de servicio. «Idiota», murmuró para sí, sabiendo que se había pasado, y continuó caminando a buen paso en dirección a la vieja cocina, situada junto a los establos.

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Cuando llegó al fregadero, se asomó a la ventana y luego, rodeando la dependencia, accedió a la puerta trasera, que estaba abierta. —Beatrice —susurró. Una mujer robusta, sonrosada y con los cabellos grises recogidos en unas trenzas, contempló a Nick con unos brillantes ojillos como cabezas de alfiler. —¡Vaya! ¡Señorito Nicholas! —exclamó. Se secó las manos en el delantal, luego lo ciñó por la cintura con uno de sus brazos rollizos y lo contempló con placer, mientras se componía las rebeldes trenzas canosas con los dedos regordetes. Nick le puso el dedo índice sobre sus finos labios. —No debería estar aquí. Que sea un pequeño secreto entre nosotros. Beatrice soltó una risilla y asintió enérgicamente. —Estoy cociendo pan dulce con especias de Navidad para usted. —Se acercó al horno arrastrando los pies y sacó los panes trenzados. —Beatrice... —dijo Nick. La mujer asintió vehementemente—. ¿Pierre está aquí todavía? —Él y yo somos los últimos en marcharnos, como de costumbre. —¿Y la puerta principal? —Nuestra gente se marchó a la una. Las fuerzas especiales se encargan del turno —dijo Beatrice, enfurruñada. —Bien, el coche ya tiene autorización para cruzar la puerta. Pierre tiene las llaves. Dígale que cierre la capota y que agache la cabeza. Cuando haya pasado la puerta, que aparque en el viejo cobertizo del embarcadero. Será nuestro pequeño secreto ante Guber, ¿entendido? Beatrice asintió. —¿Qué sucede esta noche, Beatrice? —Asunto reservado. El procedimiento normal. Proveedores privados, el ejército privado de Guber.. Sus batallones se encargan —dijo la mujer con expresión de enfado—. Es muy distinto de cuando estaba su padre, señorito —añadió, pero no volvió a abrir la boca. Nick miró por la ventana, inquieto, en busca de algún indicio de la presencia del Servicio Secreto Europeo. —Necesito un sobre —dijo. Beatrice se acercó a una antigua cómoda de caoba y, abriendo un cajón, sacó uno de un montón de sobres de lino con el membrete del Mont St. Michel en el revés.

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Con nerviosismo, Nick sacó de su bolsa la fotografia de De Vere y de De Molay y la guardó a toda prisa en el sobre. —Papel. Beatrice le pasó otro papel de correspondencia con el membrete de la abadía. Nick escribió apresuradamente:

Querida Jules: Papá descubrió algo. Algo importante. Y lo mataron por ello. A mí me inocularon el sida a propósito, Jules. Creo que saben que los he descubierto. Es un grupo de la elite del poder. Estoy haciendo algunas investigaciones por mi cuenta. En el caso de que no consiga salir de aquí, tienes que hacerle llegar esto a Jason. Es el único en quien confío.

El sonido de voces se acercó. —Señorito Nick, dese prisa. Nick continuó escribiendo a toda velocidad.

Dile a Lily que lo lamentaré siempre. Sé la luz que me guía, hermanita. Siempre tuyo, Nicky P.D. No estoy seguro de si Adrián...

El sonido de las voces estaba ya en la puerta. Nick cerró el sobre apresuradamente, le dio la vuelta y escribió el nombre de Julia y su dirección en New Chelsea en el preciso momento en que hacía su entrada un joven bajo y sonrojado. Beatrice suspiró con alivio. —No sucede nada. Es Jacques, el mozo. —¿A qué hora pasa el furgón de correos? —La recogida de la casa principal ha siilo a las diez. El correo del personal se recoge a las dos y media en los establos, señorito Nick. —Beatrice miró el reloj de péndulo de la cocina y añadió—: Faltan diez minutos.

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Nick puso la carta en la palma de la mano de Beatrice y cerró sus dedos rollizos y encallecidos del trabajo sobre el papel. La miró a los ojos y se dirigió a ella como si fuera una niña: —Beatrice, esto es muy importante. Deje la carta en el correo antes de cruzar la puerta principal. Es preciso que la deje en el buzón antes de marcharse. Necesito que lo haga por mí. Por mi padre. Beatrice asintió, muy seria. —Se lo prometo, señorito Nick. Nick estampó un gran beso en las mejillas mofletudas de Beatrice. —¿La suite del ala Este está desocupada? —Sí. Esta noche no se aloja nadie allí. Nick buscó en el bolsillo y sacó un frasquito de plástico del que extrajo dos píldoras blancas, que engulló. Apoyó la cabeza en la gran mesa de roble de la cocina con un paroxismo de toses provocadas y ficticias. Desde su extraño encuentro en el monasterio de Alejandría se había sentido perfectamente; a decir verdad, estaba en plena forma. Sin embargo, tuvo la certeza de que aquel melodrama premeditado que estaba representando le sería perdonado. Era fundamental para su plan. —Beatrice... —tomó la mano del ama de llaves—, usted sabe que he estado enfermo... Ella asintió enérgicamente. —No estoy en condiciones de pasar las meticulosas medidas de seguridad de Guber. Beatrice lo miró, muy seria. —¿Qué puedo hacer, señorito? Nick levantó la vista entre los accesos de tos. —Lléveme al ala Este. Un secretillo entre los dos. Guber no debe saber que estoy aquí. —Ese engreído... —Beatrice frunció el entrecejo con una expresión de rencor. —¿Está completamente segura de que está desocupada, Beatrice? —insistió Nick—. Tenía entendido que se espera la llegada de varios jefes de Estado. —Anoche, algún príncipe heredero de alto rango llegó hacia medianoche. Se emitió una orden presidencial. Cuando se encuentre en su residencia, nadie más

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debe ocupar la casa principal. Todos los visitantes deben marcharse inmediatamente después de la cena. Ese príncipe real está en el ala Oeste. Los hombres de Guber se ocupan de todo, allí. —La mujer se acercó a un rincón de la cocina y cogió una tarjeta con el sello de oro de Mont St. Michel estampado—. Pero el ala Este estará desierta hasta el fin de semana —declaró. Se apartó de los ojos un mechón de pelo canoso, introdujo la tarjeta en el escáner y marcó el código de seguridad. El aparato emitió una luz verde. —A las tres en punto, todos los pases de seguridad del personal quedan anulados. —Necesito que se desactive el sistema de vigilancia del ala Este —dijo Nick—. Guber no debe enterarse de que estoy aquí. —Eso no puedo hacerlo. —Beatrice levantó la vista a Nick—. No sé cómo. —Pero yo, sí. Los dos se volvieron y descubrieron a Pierre observándolos desde la puerta del fregadero. Pierre conocía a Nicholas De Vere desde que Nick era un crío de tres años de carita dulce y lo quería desde siempre. Pierre tomó la tarjeta de Beatrice, la pasó otra vez por el escáner y marcó el número 666. Una luz púrpura apareció encima de la verde. —El código de seguridad de hoy —dijo Pierre en un susurro—. Las cámaras de vigilancia de toda el ala Este han sido desactivadas. Es usted invisible para el Núcleo, a menos que falle la electricidad. —Entregó la tarjeta a Nick—. Así pues, está usted solo... —murmuró. Hizo la señal de la cruz y añadió—: Que Dios lo proteja, Nicholas De Vere. Desaparecido ahora cualquier rastro de palidez y enfermedad, Nick abrió los postigos y echó una mirada desde las ventanas de la buhardilla del ala Este. Desde su atalaya, tenía una vista de pájaro desde el establo hasta la puerta principal. Bajó la vista a la cocina en el momento en que Beatrice salía por la puerta del fregadero, se acercaba a la entrada de los establos y metía la carta en el buzón de correo del personal de Mont St. Michel. La mujer montó en su bicicleta y pedaleó en dirección a la puerta principal. Unos minutos después, el Aston Martin aceleraba por la sinuosa carretera de la abadía, con la capota bajada. Nick observó cómo Pierre cruzaba la puerta principal y seguía el camino en dirección al embarcadero. Deambuló por la habitación durante unos instantes y volvió a la ventana cuando un desvencijado furgón de correos francés se detuvo a las puertas del establo.

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Un hombre de uniforme colocó la saca de correos en la parte trasera del furgón, que luego continuó la marcha y salió por la puerta principal y se encaminó a Pontorson. Nick suspiró, aliviado. La fotografía estaba a salvo, camino de Inglaterra y de las manos de Julia. Descendió la escalera de caracol, cruzó los baños principales con sus piscinas y jacuzzis, pasó por el suntuoso dormitorio principal, llegó al salón y comprobó que las puertas de la suite del ala Este estaban bien cerradas. Y esperó. Algo le decía que estaba en peligro. En grave peligro. Y supo que aquella noche descubriría por qué.

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Cabos sueltos

Jotapa se sentó en el mullido sofá de piel del salón del avión Gulfstream de la Casa Real, mirando fijamente al frente. La única señal del nerviosismo que sentía era la frecuencia con que consultaba el reloj. Miró a Jibril, que se entretenía con juegos de consola en el centro de comunicaciones del avión. El levantó los ojos de la pantalla y la miró. Jibril se estaba comportando de una manera racional ante la perspectiva del destierro. Estaba tranquilo, como lo habría estado su padre. Los ojos de Jotapa destellaron de ira. Jibril sacudió la cabeza y se llevó el índice a los labios. Ella suspiró. —Faisal. Jotapa sabía que su padre había hecho cuanto había podido para ser ecuánime en el afecto que profesaba a sus hijos, pero las deficiencias de carácter de Faisal no podían pasarse fácilmente por alto. Cuando tenía poco más de veinte años, y para consternación de su padre, Faisal se había desmadrado durante meses seguidos con los príncipes saudíes más jóvenes, viajando con ellos en sus lujosos Boeings. Su padre había recibido informes constantes de las visitas a clubes, las orgías, las drogas, igual que los había recibido el padre de Nick. La expresión de Jotapa se suavizó. Pero, a diferencia de Nick, Faisal era astuto y despiadado. Y corto de luces. Y, con el tiempo, el noble y anciano rey llegó a despreciar a su primogénito. Jotapa había nacido cuando Faisaltenía once años y luego, siete años después, había llegado Jibril.

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Faisal, con dieciocho años, había detestado a aquel bebé alegre y tranquilo, la niña de los ojos de los últimos años de vida del rey de Jordania. Jotapa estudió a Jibril, que se había concentrado en el juego. Se parecía mucho a su padre. Un rostro anguloso, bien afeitado, con un abundante cabello negro y unos penetrantes ojos oscuros. Sólo tenía dieciséis años, pero su sabiduría iba más allá que la de un adulto. Y mucho más allá que la de su hermano mayor. —Alteza —le dijo un sobrecargo—. Nos estamos preparando para el descenso. Jotapa miró por la ventanilla del Gulfstream. Miles de pies más abajo estaban las pistas de aterrizaje del aeropuerto internacional Rey Fahd, situado quince kilómetros al noroeste de Damman, que empezaban a asomar entre las neblinas matinales. Jotapa volvió a mirar a Jibril, todavía absorto en el juego. Luego se miró los vaqueros, una prenda prohibida en la Casa Real de los príncipes saudíes. Cerró los ojos, intentando ahuyentar los terribles presagios de que estaban a punto de arrebatarle para siempre el siglo XXI y lo que para ella era seguro y familiar. Y el terrible presagio de que Jotapa, princesa de la Casa Real de Jordania, estaba a punto de dejar de existir.

Adrián y el secretario de Asuntos Exteriores británicos reposaban en el invernadero de naranjos, caldeados por el balsámico sol del invierno. Dos mayordomos recogieron la vajilla del almuerzo mientras un tercero servía té Earl Grey en unas tazas de porcelana con las iniciales de Adrián. Guber y Chastenay estaban enfrascados en una intensa conversación a la entrada del invernadero. —¿Sigo sin convencerte de que reconsideres tu postura y decidas ser miembro de la Eurozona? —preguntó Adrián en su habitual tono cordial y relajado. —Ya sabes cuál es nuestra posición al respecto, Adrián —respondió el secretario de Exteriores británico—. Desde que dejaste el cargo, no ha cambiado nada. Si abandonáramos la libra esterlina, la gente nos lincharía. El Tratado de Lisboa fue lo máximo a lo que podíamos llegar. —Sonrió—. Lo siento, Adrián. Tu «Pacto de Londres» se encuentra acumulando polvo en algún archivo de Downing Street... —Algún día, George —dijo Adrián, sonriendo. —Apuesto a que no será mientras yo viva. —El secretario de Exteriores se retrepó en el asiento, relajado, y dio un sorbo al té. Su asistente se acercó y le susurró algo al oído. —Una llamada urgente —dijo el dignatario—. Del primer ministro.

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—Chastenay, acompañe al señor Hayes a la zona segura —dijo Adrián con una generosa sonrisa. El secretario de Exteriores salió apresuradamente de la sala, seguido de su asistente, y llegó a una serie de cabinas de cristal que se encontraban al lado mismo del invernadero. Adrián pulsó un botón en un escritorio. —Guber —dijo y sacó el sobre de su bolsillo interior para dejarlo sobre el escritorio. Guber apareció a su lado casi al instante. —Un pequeño contratiempo —dijo, señalando el sobre sin volverse. Guber lo abrió y contempló, perplejo, el papel de carta en blanco. Frunció el entrecejo, le dio la vuelta y se la devolvió a Adrián. Este le arrebató el sobre. La fotografía había desaparecido. —Mi hermano, ¿cuándo se ha marchado? Guber pulsó el intercomunicador y habló con los vigilantes de la puerta principal. —¿Cuándo ha salido el Delfín del edificio? —Hace cuarenta minutos, señor. El Aston Martin rojo del Delfín salió por la puerta delantera. —¿Hay algún problema, señor presidente? —preguntó Guber. —En poder de mi hermano obraba una fotografía... —respondió en voz baja—. Al parecer era de nuestro padre, James De Vere. —Miró a Guber con preocupación—. Una foto de mi abuelo con nuestros actuales invitados. Dejó que el jefe de seguridad asimilara lo que acababa de decir. —Y esto... —añadió. Guber estudió el documento de la ejecución y palideció. —James De Vere se lo envió a St. Cartier. Al parecer, tus matones no cubrieron bien el rastro. —Yo me ocuparé de ello. —Será mejor que lo hagas. —Adrian levantó la mano y Guber se agarró la garganta, como si se hubiera quedado sin respiración. Adrian lo observó desapasionadamente, se acercó a las orquídeas del invernadero y, sin inmutarse, cogió un aerosol. Mientras Guber se asfixiaba violentamente, Adrian empezó a rociar las orquídeas.

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Al cabo de unos instantes, Adrian dejó el aerosol en el suelo, se acercó a Guber y le puso una mano en la espalda. El hombre recuperó el aliento. —No volverá a ocurrir, Excelencia —dijo Guber con voz temblorosa. —Bien —replicó Adrian—. Eso quiere decir que nos entendemos. El secretario de Exteriores británico volvió a la terraza, seguido de dos camareros que llevaban té recién hecho y queso Camembert elaborado en la región. —Infórmame de la llegada de mi hermano a Londres. —Adrian dedicó una cordial sonrisa a Guber e hizo una seña al dignatario británico—. Y ata todos los cabos sueltos que queden en Egipto. Tengo motivos para creer que nuestro amigo, el profesor, pasa los inviernos en El Cairo. —Sí, señor invernadero.

presidente

—respondió

Guber,

marchándose

enseguida

del

Los dos camareros recogieron ordenadamente la vajilla usada, volvieron a poner la mesa y sirvieron el té recién hecho en las tazas limpias. —¿Earl Grey? Me alegra saber que todavía apoyas las exportaciones inglesas, presidente —comentó el secretario de Exteriores británico. Adrian esbozó una leve sonrisa y revolvió el té. Estaba sumido en profundos pensamientos. «Aveline», el nombre de la fundación de biogenética de Hamish MacKenzie, aparecía garabateado de puño y letra de James De Vere en el reverso de la fotografía. Nick había querido saber el estado financiero de Gestión de Valores De Vere. Estaba informado de la existencia del Fondo Internacional de Seguridad. Nicholas De Vere se estaba convirtiendo en una suerte de investigador privado. Adrian se preguntó qué sabría su hermano pequeño de los secretos en los que él estaba involucrado.

Nick se asomó a los ventanales de la amplia sala gótica y observó el iluminado helipuerto, allá abajo, fuera del claustro. El ruido de los motores de un helicóptero de combate suspendido sobre la mansión era casi tan ensordecedor como el de la violenta tormenta atlántica que se fraguaba en el cielo. El aparato se posó en tierra. Ya era el cuarto que llegaba aquella tarde.

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Había reconocido ya a siete dignatarios: príncipes de tres estados europeos y la reina de un cuarto estado. Y el príncipe heredero de Arabia Saudi. Estudió a la quinta figura que salía del helicóptero. Assad, príncipe heredero de Siria, seguido por el jefe del Servicio de Seguridad ruso. Nick frunció el entrecejo. Reconoció al director del Banco de la Reserva Federal seguido del presidente del Fondo Monetario Internacional. Levantó los ojos y vio tres helicópteros más sobre los tempestuosos cielos atlánticos. Se sirvió un agua mineral. Adrián había sido más que parco con la verdad. Le había mentido, pero ¿por qué?

Jotapa se apeó de la primera limusina negra que formaba parle de una comitiva de dieciocho vehículos iguales. Se miró los pies. Las calles del ciclo estaban pavimentadas con oro, pero las del Palacio Real de Mansur eran de macizo mármol italiano. Esperó a que se apeara Jibril. Al instante, los rodearon más de diez hombres de tez aceitunada que llevaban kufiyas y uniformes negros. Pertenecían al sanguinario ejército privado de Mansur. Jotapa observó el complejo amurallado de dos kilómetros de largo compuesto por monolíticos edificios estilo Versalles, rodeados de cientos de palmeras. Hizo acopio de fuerzas y se alisó el bijab que le habían obligado a ponerse antes de llegar a la terminal del aeropuerto real, el atuendo que el príncipe heredero Mansur exigía a sus cuatrocientas esposas. Jotapa y Jibril siguieron a los soldados uniformados por el sendero de mármol que discurría debajo de las palmeras y entre magníficos estanques hasta llegar a un enorme pórtico dorado de quince metros de alto que daba al vestíbulo de palacio. Un soldado le indicó que pasara con un gesto de su ametralladora, Jotapa contempló asombrada los techos de más de quince metros de cristal emplomado de colores estilo Art Déco. Caminaron entre columnas de mármol, bajo candelabros de cristal y pan de oro. Arte islámico del siglo XXI, decidió, mirando los enmarcados versos coránicos sobre la gloria de Dios. Recorrieron interminables corredores que pasaban a través del harén de los centenares de mujeres de Mansur y continuaron hasta unas dependencias palaciegas más pequeñas. Se detuvieron ante una gruesa puerta de plata y oro y el soldado indicó a Jotapa que se quitara las joyas. Ella se despojó despacio de los brazaletes y la alianza de oro y vació el contenido del bolso en una caja de cristal. Otro soldado

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empujó a Jibril con brusquedad hacia la puerta. Los ojos de Jibril se encendieron de rabia. Jotapa observó la escena. La rabia que sentía en el corazón era cada vez más intensa. Los hicieron pasar por un escáner y Jotapa se volvió para recuperar su teléfono. —No, nada de teléfono —le dijo un soldado de piel atezada con un marcado acento árabe. Jotapa lo miró enfurecida. —Mi teléfono —dijo con frialdad. El hombre esbozó una lasciva sonrisa y alargó la manaza para acariciarle el cuello. Ella lo miró con repulsión. —Nada de teléfono, princesa. Jibril siguió a Jotapa, pero dos soldados lo agarraron y, mientras uno lo sujetaba, el otro le propinó un puñetazo en el pecho que lo derribó al suelo. Se oyó ruido de pasos y Hadid soltó de inmediato el cuello de Jotapa. La princesa se volvió y vio una figura corpulenta que los observaba desde lo alto de una balaustrada de mármol. El hombre esbozó una lenta sonrisa. —Hadid —dijo el desconocido en un seductor tono de voz—, devuélvele su teléfono a la princesa. Con manos temblorosas, Hadid cogió el móvil plateado de la caja de cristal y Jotapa se lo arrebató, escondiéndolo en uno de los bolsillos de su hijab. Vio que el desconocido caminaba hacia ella y reconoció su rostro. El año anterior habían aparecido fotos suyas en el periódico Al-Hayat, que se había hecho eco de su desgracia pública. Era Mansur. Sus rasgos oscuros eran ásperos y felinos. Llevaba barba y tenía una fina nariz aguileña. Sus ojos exudaban crueldad y avanzaba hacia ella como una pantera. —Princesa. —Se volvió hacia Hadid y, con un violento puñetazo, lo derribó. El hombre se golpeó la cabeza contra el suelo y quedó inconsciente. Mansur escupió en el suelo de mármol y dedicó una sonrisa a Jotapa. Alargó el brazo y, con su manaza, le acarició la larga melena. Ella intentó apartarlo con rabia. A Mansur se le endureció la mirada. —Traedme al chico —ordenó. Los soldados levantaron a Jibril del suelo y, a empellones, lo acercaron a Mansur. »Una información importante, alteza. —Mansur agarró a Jibril con fuerza—. En caso de que no quieras cooperar, no soy contrario a jugar con chicos.

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—No es de extrañar que tu padre te detestara —intervino Jotapa con un bufido. Mansur la miró con desdén y cogió la mano de Jibril, le chupó los dedos y le acarició la cara. —Tómame a mí —se ofreció Jotapa—, pero no te atrevas a... —el cuerpo le temblaba de rabia—... a tocar a Jibril. Como quien no quiere la cosa, Mansur se volvió hacia ella y le pegó una contundente bofetada. Mientras Mansur desaparecía por el corredor, de sus labios partidos brotó sangre.

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Debajo de los trajes están las sotanas

Nick miró a través de la lente de la cámara desde la ventana, invisible en la oscuridad, observando atentamente un vibrante brillo azulado que procedía del mar y que quedó suspendido unos cien metros por encima de los claustros, directamente sobre el Mont St. Michel. El enorme y silencioso objeto en forma de cúpula permaneció flotando en el aire un minuto. Salvo el clic del disparador de la cámara de fotos de Nick, reinaba un completo silencio.

Adrián dejó atrás las columnas del refectorio, seguido de Laurent Chastenay y Guber. —¿Están bien atendidos nuestros huéspedes? —preguntó Adrián sin frenar su paso ligero. —Sí, señor presidente —replicó Chastenay—. Están reunidos en la Sala de los Caballeros. Ahora mismo les están sirviendo la cena. —No debemos sufrir interrupciones hasta que nos hayan hecho la entrega. —Se detuvo a medio paso y se volvió hacia Guber—. ¿Va todo según el plan? Gubber asintió. —Como un reloj. El Fénix ha aterrizado. 1.1 paquete será descargado dentro de tres minutos y veinte segundos. —Volved a vuestros puestos asintió Adrián.

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Los tres hombres desaparecieron en tres direcciones distintas. Adrian anduvo solo por los desiertos pasillos hasta la enorme puerta de doble hoja de la terraza del salón y la abrió de par en par. Los rottweilers y los dobermans que vigilaban el espacio emitieron unos gruñidos ensordecedores. Los potentes focos de reconocimiento del Mont St. Michel se apagaron. Al cabo de un instante, se apagaron todas las luces de la mansión. Adrian salió a la terraza iluminada por la luna y contempló los jardines colgantes entre el mar y el cielo y luego la luz azul pulsante suspendida encima del océano, medio escondida entre la bruma baja. Hipnotizado por el objeto descendente, miró hacia el Atlántico. Luego, esbozó una sonrisa inescrutable.

Nick cruzó el dormitorio de matrimonio en dirección a la biblioteca y la sala de juegos, desde donde se disfrutaba de una amplia panorámica del ala Oeste y del océano Atlántico. Se detuvo ante las filas de estanterías de madera de tejo y pasó la mano por el lomo de los libros que componían la gran colección de primeras ediciones del palacio. En aquel preciso momento, toda aquella ala del edificio se quedó a oscuras. Se acercó a la ventana y contempló la magnífica ala Oeste, de estilo gótico, ahora envuelta en la oscuridad. ¿Quién era el invitado especial de Adrian? Beatrice había dicho que se alojaría en el ala Oeste. ¿Se trataba de un príncipe? Adrian no había dicho nada al respecto. Nick frunció el entrecejo. A su derecha, en la terraza del ala Oeste que daba directamente sobre el agitado océano, Nick distinguió la silueta de un hombre. Cogió la cámara de fotos y pegó la cara al cristal de la ventana. En el borde mismo del balcón principal del ala Oeste había una delgada figura que vestía un hábito oscuro. No, no era un príncipe. Era más bien un sacerdote. Enfocó el teleobjetivo de la cámara en la silueta. Sí, definitivamente. Pertenecía a una orden religiosa, tal vez a la de los jesuitas.

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El hombre tenía el rostro vuelto al cielo en éxtasis y el viento del Atlántico agitaba con fuerza su sotana negra. El pelo suelto, negro como las plumas de un cuervo y largo hasta los hombros, le azotaba el rostro bajo la feroz tormenta. Nick lo observó fascinado a través de la lente de la cámara. Con pasión y vehemencia, el sacerdote pasaba un arco de madera labrada por las cuerdas de un violín. Nick se volvió, corrió hasta el otro extremo de la biblioteca y abrió una de las ventanas. La terraza del ala Oeste quedaba frente a él. La lluvia se colaba por la ventana y le empapó el pelo y la camiseta. Nick siguió mirando, ajeno a la lluvia, perdido en el asombro. El lamento de aquel único violín resonaba en los vientos del océano. Era cautivador. Exquisito. Poderoso. Casi solitario. Contempló, hipnotizado, el movimiento de los dedos del sacerdote sobre el instrumento. El sacerdote estaba sumido en un arrobo total: tenía los ojos cerrados y sus labios se movían suavemente al ritmo de su exquisito compás. Y Nick siguió mirándolo bajo la lluvia. Era como si aquella música atrajera su alma. Era hipnotizadora, fascinante. Y entonces, de repente, el sacerdote dejó de tocar y se volvió despacio. La luz de los helicópteros iluminó sus facciones. Nick lo miró, anonadado. El hombre le resultaba familiar de una manera extraña pero indefinible. A pesar de tener la cara llena de peculiares cicatrices, sus rasgos eran casi hermosos. La lluvia azotaba sus pómulos altos y perfectamente cincelados y sus labios exuberantes y apasionados. De Molay bajó el violín y se volvió como si notara la presencia de alguien o algo. Nick permaneció inmóvil. Estaba enfrente del sacerdote. De repente, De Molay soltó el instrumento y se agarró la cabeza como si sufriera un intenso dolor. Luego, al ver a Nick, su expresión pasó del tormento a una rabia feroz. Era el sacerdote de la fotografia de St. Cartier. Nick cerró la ventana y, en la oscuridad, chocó contra la pared. Respiraba con dificultad y miles de pensamientos se agolpaban en su mente. Por primera vez en toda su vida. Nick sintió la presencia amenazadora del mal. «Debajo de los trajes están las sotanas.»Las palabras del viejo sonaron claramente en sus oídos.

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«Según algunas leyendas, era el demonio encarnado.»No cabía ninguna duda. Allí, en la terraza del ala Oeste, a menos de veinte metros de distancia, estaba Lorcan de Molay.

Adrian cruzó la sala y entró en su ascensor privado. Al cabo de un minuto, salió de entre las columnas y accedió al claustro, protegiéndose los ojos de las luces y del viento. El gran objeto volante con forma de cúpula y de unos setenta metros de diámetro se hallaba suspendido a unos treinta metros del suelo, sobre el césped. Adrian lo miró con temor reverente y vio que la gran puerta metálica de la nave se abría de repente. Un brillante arco de luz iluminó la abadía.

Toda la terraza del ala Oeste se iluminó como si fuera de día. Nick se protegió los ojos de aquel intenso destello estroboscópico. La cabeza le palpitaba a causa de los rayos electromagnéticos que emitía y el aire se había llenado de un misterioso zumbido de baja frecuencia. Buscó una lente en la funda de la cámara, la ajustó al aparato y volvió a enfocar la nave no identificada, que descendía hacia los claustros en aquel momento. Fascinado, Nick observó a través de la lente. Nunca en su vida había visto nada igual. Distinguió el perfil de una figura apenas visible entre el resplandor, plantada en medio de la escotilla abierta. Utilizó el teleobjetivo y vio que se trataba del hombre de la frente abovedada al que Guber había llamado Von Slagel. Nick sacó fotografías sin parar mientras una caja metálica descendía hacia el césped del claustro. Vio que la caja colgaba de unos cables de acero y siguió disparando fotos. De los claustros inferiores salieron nueve hombres uniformados y armados con ametralladoras que cogieron la caja y la llevaron hasta el borde del césped. Nick no dejó de disparar. Bajo la luz de los focos, quedó claramente a la vista un sello estampado en el exterior de la caja. Era el emblema del Mont St. Michel. Estupefacto, Nick vio que la escotilla se cerraba y que la nave en forma de cúpula levantaba el vuelo hasta desaparecer en el firmamento. Intentó seguirla con la

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mirada, pero fue en vano. Debía de desplazarse a más de cinco mil kilómetros por hora. De repente, la electricidad volvió a toda el ala Oeste. Nick levantó la vista a la cámara de vigilancia situada encima de él y salió de su foco. Se le acababa el tiempo.

Guber salió de los claustros en dirección a la caja. —Preparaos para descargar la mercancía —ordenó a los soldados. Los miembros de las fuerzas especiales abrieron la caja y, una a una, las planchas metálicas laterales cayeron al suelo.

Sin dar crédito a lo que veía, Nick contempló el ornamentado cofre que había dentro. Era imposible. Pasmado, se frotó los ojos. Al instante, toda su intuición de arqueólogo, aguzada mediante años de experiencia, entró en funcionamiento. Comprobación: Longitud: un metro veinte de largo, correcto. Altura: ochenta centímetros, correcto. De madera labrada con incrustaciones de oro. Correcto. Una cenefa de oro decorando la tapa, correcto. Aros en las cuatro esquinas a través de los cuales pueden pasarse postes, correcto. Nick se echó a temblar y se mesó los cabellos, casi temeroso de hacer la última comprobación. Respiró hondo, soltó el aire y miró por la lente de la cámara. Allí estaban. En la tapa, una frente a la otra, con las alas extendidas, había dos figurillas que representaban unos ángeles, unos querubines de oro. Era la última comprobación. —El Arca de la Alianza —exclamó, para sí, asombrado. Intentó controlar el pulso y siguió disparando fotos con su cámara digital.

Adrian volvió al ascensor al tiempo que uno de los soldados de las fuerzas especiales de Guber alargaba el brazo para tocar el arca.

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Guber levantó una mano para detenerlo, pero era demasiado tarde. El hombre se desplomó al suelo. Había muerto electrocutado. Adrian esbozó una leve sonrisa. Guber hizo una seña a un grupo de soldados que se habían puesto firmes. —Utilizad el cabrestante —dijo. De las escotillas abiertas bajó otra caja. Esta llevaba un sello en el que se leía «mossad».

Con manos temblorosas, Nick se sentó en la alfombra, cruzó las piernas e intentó por quinta vez enviar el archivo de memoria de la cámara a Dylan Weaver por correo electrónico. —Está ocupado —murmuró, frustrado, y probó de nuevo.

Mientras el cadáver del soldado del Servicio Espacial electrocutado era introducido en un saco de arpillera, el radiotransmisor de Guber emitió un zumbido. —¿Qué ocurre, Von Slagel? —preguntó Guber, lacónico. —Parece que en el ala Este hay un visitante no autorizado. —Imposible. —Está enviando información no autorizada desde este lugar. Parece que ese parásito camuflado es más astuto de lo que usted creía. Guber frunció el entrecejo y se volvió hacia Travis. —Corte el circuito —dijo, desenfundando su pistola semiautomática Sig Sauer P225—. Yo mismo me ocuparé de él. —Será mejor que lo haga cuanto antes. Su Excelencia está muy disgustado. Hubo un momento de vacilación al otro lado de la línea. —De Vere lleva el Sello del Nazareno.

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Nick se quedó paralizado. Las fuertes pisadas sonaban cada vez más cerca en los pasillos del ala Este. Frenético, descargó la película digital en su ordenador portátil y tecleó la dirección encriptada de correo electrónico de Weaver por novena vez. En la entrada vigilada del ala Este sonaron unos potentes golpes. Pulsó la tecla de «enviar». —De Vere, sé que está ahí —gritó Guber. Los golpes se volvieron más violentos. —Utilizad los explosivos —oyó que decía Guber mientras el correo se cargaba. Después, Nick lo oyó dar órdenes en alemán. Por fin, en esta ocasión, el fichero se cargó satisfactoriamente y salió enviado al ciberespacio. Luego, pulsó la tecla de «borrar». Borrar. Borrar. Borrar. Borraba una a una las fotos del disco duro cuando, de repente, sonó un fuerte estampido que derribó la puerta.

Guber abrió la puerta trasera de la iglesia de la abadía y empujó a Nick, que iba esposado, para que entrara en la nave y caminase hacia Adrián, que deambulaba de un lado a otro detrás del altar. Adrian miró a su hermano pequeño, que se resistía violentamente, vio las esposas que le inmovilizaban las muñecas y se dirigió a Guber: —Suelta a mi hermano —le ordenó en voz baja. Guber frunció el entrecejo y, de mala gana, abrió el cierre doble de las esposas de acero. Nick se frotó las muñecas, recuperó la compostura y lanzó una mirada llena de rabia a Guber. —Nicky —dijo Adrián, aparentemente tranquilo—. Creía que ya te habías marchado de Mont St. Michel. —Hizo una pausa—. Esta tarde, tu coche cruzó la verja. Está verificado. —¿Quieres decir que me vigilabas? —Nick preguntó, enojado.

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—Estaba escondido en el ala Este —explicó Guber, con expresión hosca—. Observando..., mejor dicho, filmando la operación. —Le mostró la cámara de Nick. —Eres un ladrón —dijo Nick a su hermano con labios apretados y mirándolo a los ojos. De repente, su miedo se había convertido en indignación—. Un vulgar ladrón —añadió, alzando la voz, furioso. Las lágrimas de rabia le escocían en los ojos—. ¡El Arca de la Alianza, por el amor de Dios! —gritó y, presa de la rabia, dio un manotazo que alcanzó a Adrián en el pecho. Adrián miró a Nick con incredulidad, paralizado, al tiempo que una onda eléctrica expansiva le recorría el cuerpo. Lorcan de Molay tenía razón. Su hermano pequeño llevaba el Sello. Se aflojó la corbata. Tenía la frente perlada de sudor. Era innegable: acababa de sentir el poder del Nazareno en la mano de Nick. Estaba seguro de que Nick no era consciente de la fuerza que poseía. Mejor que siguiera siendo así. Adrián miró fijamente a Nick sin mover un músculo de la cara. —El Arca es una reliquia sagrada, Adrián —vociferó Nick—. Es patrimonio mundial, por el amor de Dios. No puedes quedártela. Adrián agarró por el brazo a su hermano con fuerza. —Tranquilízate, Nick —le dijo en tono admonitorio—. Estás comportándote como un estúpido. —¿Quieres que me tranquilice? —gritó Nick, soltándose—. El poder se te ha subido a la cabeza. —Miró a Adrián con desdén y una fuerte carga emocional—. Has robado la antigüedad arqueológica más codiciada del mundo y quieres que me tranquilice... No es tuya. No puedes robarla y apropiarte de ella sin más. —No levantes la voz, Nick —le recriminó Adrián. —¡Su lugar es un museo de antigüedades! —gritó Nick, absolutamente furioso, encarándose con él. Adrián no se movió ni un centímetro y lo miró directamente a los ojos con expresión fiera. —Pertenece... —Adrián respiró hondo—. Pertenece a los judíos. Adrián señaló a la derecha y Nick se volvió despacio. Las luces se encendieron. Nick distinguió a unos cincuenta hombres y mujeres, elegantemente vestidos y sentados a unas suntuosas mesas situadas a lo largo del transepto. Todos lo miraban en silencio.

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Confundido, se volvió hacia Adrián y éste le pasó el brazo por los hombros con gesto paternal. —Mi hermano... —Adrián hizo una pausa— es arqueólogo. Le puso el pulgar izquierdo en la rabadilla y lo empujó, conminándolo a avanzar hacia los reunidos. —Un arqueólogo brillante —prosiguió—. Dedica toda su vida a la búsqueda de antigüedades como la que ahora tenemos entre nosotros. —Adrián levantó una copa de oporto con la mano que le quedaba libre—. Esta noche, damas y caballeros, les pido un poco de comprensión. Adrián soltó a Nick y dio un sorbo al vino. Luego, hizo un aparte con Nick mientras los dignatarios hablaban entre susurros. Nick lo miró, absolutamente anonadado. —Escucha, Nicky —murmuró Adrián tras un profundo suspiro—, vamos a tranquilizarnos, ¿quieres? —añadió y señaló con un gesto a los invitados. —Levin —dijo. Un anciano con aire de estadista y una mata de áspero pelo blanco se puso en pie. Otro hombre de tez aceitunada, de unos cuarenta años y vestido a la moda, lo imitó al momento y, dando un paso hacia Nick, le tendió una mano. Nick lo miró con perplejidad, reconociéndolo al instante. Adrián procedió a presentarlos. —Daniel Rabin, embajador israelí en las Naciones Unidas —Rabin estrechó la mano a Nick—, y Moishe Levin, presidente de Israel. El anciano patriarca de ojos de halcón agachó levemente la cabeza. Nick se frotó las sienes. De repente, se sentía exhausto. Reconoció a Levin, el ex general israelí, de haberlo visto en el Jerusalem Post. Luego, estudió despacio todas las caras de la estancia, una a una. Reconoció a tres veteranos generales del Pentágono, al primer ministro británico, al secretario general de las Naciones Unidas, al director de la CIA y al presidente del Consejo de Relaciones Exteriores. Adrián se dirigió a la segunda mesa. En torno a ella estaban sentados los hijos mayores de la dinastía de banqueros Lombardi y su padre, Raffaele; Naotake Yoshido, presidente de la dinastía banquera nipona de los Yoshido, y Xavier Chessler, ahora presidente del Banco Mundial, amigo íntimo de Julius De Vere, abuelo de Jason.

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Nick suspiró. La mitad de rostros de la sala eran de amigos y socios de su padre, James De Vere. Adrian sentó a Nick en una de las mesas más largas, cerca de la ventana. —Caballeros, quiero presentarles a mi hermano, Nicholas De Vere. Nicholas, éste es el rey Faisal de Jordania, hermano mayor de Jotapa. —Nick lo taladró con la mirada. Adrián fue señalando a los demás dignatarios—. Y aquí, el presidente de Rusia, el príncipe heredero de Irán y el presidente de Siria. Esta noche tenemos como invitados a todos los protagonistas del «Tratado Ishtar». Levin dio unas palmaditas a Nick en el hombro. —La segunda fase del acuerdo de Oriente Próximo exige la desnuclearización de Israel en un periodo de siete años —dijo el anciano con un marcado y gutural acento israelí—. Exigimos un precio igual de alto por nuestra participación en las negociaciones con los terroristas. Con un gesto de la cabeza, Adrián le indicó que continuara. —Exigimos el retorno de la posesión más sagrada de nuestra nación, que antaño perteneció a nuestro monarca, el rey David... —A Levin le brillaban los ojos de fervor—: ¡El Arca de la Alianza! Rabin dio un paso al frente y tomó la palabra. —Nuestro gobierno lleva generaciones buscándola y ha gastado en el empeño cientos de millones de dólares. Ha financiado excavaciones en Axum, en el Monte del Templo... El Arca fue descubierta hace diez días, en el Monte del Templo, y a continuación fue robada por mercenarios a sueldo de los terroristas, cuyo objetivo es destruir nuestra nación. Levin agarró del brazo a Nick y le dijo: —Su madre, Lilian, ha sido siempre muy amiga de Israel, Nicholas. No ha olvidado nunca sus raíces. —Lo miró fijamente a los ojos—. Lo mismo que su hermano de usted. —Le hemos complicado muchísimo la vida a su hermano —intervino Rabin, dedicándole a Nick una afectuosa sonrisa—. No nos conformaremos con menos que la devolución del Monte del Templo, el pedazo de tierra más controvertido que haya conocido nunca el mundo, y el retorno del Arca... Rabin miró a Adrián, que asintió. —El Arca será llevada de regreso a Jerusalén esta noche, bajo la protección del Mossad. ¡Su hermano mayor es capaz de obrar milagros!

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—A cambio de la aceptación por parte de Israel a desnuclearizarse, hace seis semanas, en una conferencia cumbre secreta, tu hermano redactó el «Concordato del Rey Salomón» —explicó Levin con su acento marcado y gutural— para que entre en vigor el 7 de enero de 2022. —El Concordato —tomó el relevo Daniel Rabin, embajador israelí— ha tornado como modelo el Tratado de Letrán, que puso fin a una intensa disputa, iniciada en 1871, cuando el recién constituido reino de Italia se apoderó de Roma después de siglos de régimen papal. —El rabino de dulce acento dudó unos instantes y continuó—: Su hermano, con su acostumbrada inteligencia, ha conseguido un pacto similar, un acuerdo en el que Israel declarará unilateralmente, en virtud de su soberanía, que concede un estatus especial a la mezquita de Al-Aqsa y al santuario de la Cúpula de la Roca, situado en el Monte del Templo. Adrian sonrió, medio avergonzado, y explicó: —Cada una de las tres grandes religiones monoteístas gobernará de manera autónoma los edificios que le son sagrados —explicó—. Israel concederá «libertad de paso a los lugares sagrados, sea cual sea la religión, sexo o raza de quien lo solicite». —Es un paso que creemos que será aceptado unánimemente por la comunidad internacional —dijo Levin—. Israel vuelve a tener las fronteras de 1967, y Jerusalén no queda dividido. Hizo una pausa y alargó el brazo hacia los presidentes de Siria e Irán. —A cambio de la garantía solemne de Israel de proceder a su desnuclearización en un plazo de siete años, nuestros hermanos árabes han aceptado que una fuerza de paz de las Naciones Unidas ocupe el Monte del Templo y las fronteras de Israel. Y han accedido también a permitir la reconstrucción del Templo de Salomón, situado en el Cuadrante Septentrional —añadió Rabin. —Anunciaremos la primera fase del desarme nuclear de Israel el 7 de enero en Babilonia, durante la firma del tratado. Nick miró a Adrián y luego, uno a uno, a todos los hombres y mujeres congregados en el salón. —Como ves, Nicholas —dijo Adrián, con dulzura—, soy el chico bueno. Levin se encogió de hombros y levantó las dos manos. —El desarme nuclear, ¿es un precio tan terrible a cambio del Arca de la Alianza? A una señal de Adrián, Chastenay pulsó un mando a distancia y una enorme pantalla de plasma descendió sobre el altar. En ella se proyectó una animación tridimensional de la maqueta arquitectónica del nuevo Templo de Salomón.

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—Pero... ¿y la masacre del Monte del Templo? —Nick miró a Adrián con expresión de perplejidad. Adrian sacó un puro de su caja de pLata. —Eran terroristas que querían frustrar nuestro plan y destruir el proceso de paz. —Hizo rodar el cigarro entre sus largos dedos de uñas cuidadas y añadió—: Teníamos formas de recuperarla. —No soportaban ver que Israel recuperase su posesión más sagrada —intervino Levin, sacudiendo la cabeza. —Hoy es un día para sentirnos orgullosos. Su hermano es un gran amigo de nuestra nación. Adrián pasó el brazo por el hombro de Nick y lo acompañó a la puerta. —Pero el... el OVNI... —dijo Nick. Mientras lo guiaba hacia el vestíbulo, Adrián sonrió y dijo: —Los nazis desarrollaron esta sofisticada tecnología en 1941, Nick. Después de la Segunda Guerra Mundial, la Operación Paperclip llevó a Estados Unidos a cientos de científicos nucleares y expertos en cohetes y armamento, lo cual condujo a la creación de la NASA. Gerlach, Debus, Werner von Braun... Todos siguieron adelante con sus investigaciones. Propulsión de antigravedad, física cuántica, investigaciones atómicas secretas... Con esto quiero decir, Nicholas, que todo es perfectamente racional. De repente, la expresión de Adrián cambió. —Bien, Nicholas, ahora que sabes que esto es una cumbre secreta, ¿a quién le mandaste un correo electrónico? Nick se frotó las sienes. Estaba cansado y perplejo. —Estoy muy fatigado —dijo. —Mira, Nick, ya sabemos que estás enfermo. —El tono de Adrián volvía a ser afectuoso y compasivo—. Quédate en el ala Este durante el fin de semana y luego ve a reunirte con nuestra madre. Podemos jugar al tenis en pista cubierta, nadar. Como en los viejos tiempos. —Gracias, pero tengo que marcharme. —Nick sacudió la cabeza. —¿Y tu coche? —Está aparcado en el embarcadero. —Chastenay —dijo Adrian—, que traigan el coche de mi hermano a la puerta principal. —Se volvió hacia Gubel y le dijo—: Las pertenencias de mi hermano.

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Guber vació la mochila de Nick en la mesa del vestíbulo. No había rastro de la foto de Julius De Vere con los invitados de Adrian. Guber cogió la cámara de Nick. —Supongo que comprendes, Nick, que no nos queda otra alternativa que confiscarte la cámara —dijo Adrián—. Esta es una cumbre secreta. Bajó la mirada hasta una cruz de plata que había en la mesa y vio que Nick la cogía con dedos temblorosos. Adrián se frotó la barbilla, sumido en profundos pensamientos y dio una nueva orden a Guber: —Que acompañen al señor De Vere a pasar los controles de seguridad. —Se volvió hacia Nick y añadió—: Llámame cuando llegues a Londres. Nick se colgó la mochila al hombro y salió, escoltado por Anton, sin volver la vista atrás.

Desde la ventana del vestíbulo del segundo piso, Guber observó cómo el Aston Martin rojo, por segunda vez aquel día, cruzaba las puertas a toda velocidad. Adrian se acercó a él. —Sabe demasiado —dijo Guber, frunciendo el entrecejo. Con aire pensativo, Adrian apagó el cigarro despacio en un cenicero de plata. —Parece que mi hermano lleva el Sello. Emplead las armas de frecuencia neuroelectromagnética. No dejan rastro. Ya conoces el procedimiento. Se dirige a Dinard para tomar un vuelo. —Adrian se desperezó y bostezó—. Y dile a mi padre que nuestro problemita ya está resuelto.

Nick recorrió a toda velocidad la calzada de entrada de Mont St. Michel. El motor del Aston Martin rugía. Buscó el número de Lawrence St. Cartier en el monasterio de Alejandría y pulsó la tecla de marcar. Sonó una señal fuerte e insistente de que el número estaba ocupado, por lo que Nick cerró el teléfono. Volvió a intentarlo al cabo de un rato y el mismo tono plano y monótono reverberó en todo el coche. —¡Maldita sea! —masculló—. Es culpa de esas líneas primitivas —murmuró pisando el acelerador a fondo. Luego pulsó otro número y la señal sonó tres veces. —Le habla Jotapa. Lamento mucho...

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Jotapa estaba sentada, agarrándose las rodillas y meciéndose de lado a lado, encima de la cama adoselada. Miró la luz que destellaba en su teléfono y lo cogió. Por quinta vez en una hora, aparecieron las mismas letras negras. «Llamada intervenida.» Frustrada, tiró el teléfono a la cama.

Los techos abovedados de la Cripta del Viento del Norte, situada debajo del Mont St. Michel, se elevaban unos treinta metros y poseían unos espectaculares trampantojos que recordaban los índigos y los girasoles y las lilas que a Lucifer tanto le gustaban en su Palacio de los Arcángeles del Primer Cielo. En el otro extremo de la nave de la cripta había un colosal altar de granate, en cuya superficie de ónice ardían unas velas negras que desprendían el intenso olor de incienso que impregnaba el recinto. Encima del altar resplandecía el Arca de la Alianza. Adrián permaneció en silencio en la penumbra, observando a Lorcan de Molay, que contemplaba, hipnotizado, las figuritas del Querubín y el Serafín. Alargó la mano, casi hechizado, para tocar el Querubín de oro y volvió a retirarla lentamente. Adrián se acercó a De Molay. —A medianoche, el Sayeret Matkal transportará el Arca a Jerusalén, donde será guardada en las cámaras acorazadas que protegen los restos arqueológicos, debajo de la ciudad. —Hasta que el templo esté terminado —murmuró De Molay—. Entonces, será devuelta al sanctasanctórum. Rodeó el Arca lentamente y pronunció una cita: —«Y durante una semana formará una alianza con muchos. Y a la mitad de la semana, hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Y sobre las alas de las abominaciones vendrá el desolador...»Se arrodilló delante del Arca y apoyó la cabeza en el granate negro, murmurando palabras en una lengua extraña y gutural, que no era de los ángeles ni de los hombres. —Y entonces me coronaré Rey. En el sanctasanctórum. —Alzó la cabeza para mirar a Adrián y sonrió—. En Jerusalén.

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Nick llevaba conduciendo casi una hora. Deseaba hacer un alto, pero no podía permitírselo. Su vida corría peligro. En el retrovisor del Aston Martin aparecieron los faros de dos coches. Pulsó de nuevo el número de móvil de Jason y esperó. —Al habla, Jason De Vere. —Vamos, cógelo, Jason. —En estos momentos, no puedo atender su llamada...

Jason, sentado a la mesa de mármol, había colgado la chaqueta del esmoquin en el respaldo de la silla y se había arremangado la camisa. Bebió un trago de whisky y se retrepó en el asiento para escuchar a la insulsa clon rubia que pronunciaba su monótono discurso de agradecimiento en la ceremonia bianual de entrega de los premios musicales. Bostezó y aplaudió a desgana. Su móvil vibró y luego emitió destellos azul cobalto. El número de Nick apareció en la pantalla. Jason dio una larga calada al cigarro y desconectó el teléfono. Nick miró por el retrovisor. Los faros cada vez estaban más cerca y un helicóptero negro sobrevolaba el vehículo. La centralita del monasterio ya no daba la señal de comunicar. Respondió una confusa voz que hablaba en árabe. —Necesito hablar con Lawrence St. Cartier —gritó Nick, también en árabe—. St. Cartier. ¡Yallah! Oyó otras dos voces en árabe y luego le llegó, clara como el agua, la voz de Lawrence. —¿Nicholas? Soy yo. Hola, muchacho. —Lawrence, Lawrence, tengo proble... Nick se interrumpió a media frase. Le pareció que la cabeza le estallaba en miles de fragmentos.

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El corazón le latió en el pecho con la violencia de un martillo neumático mientras cruzaba el puente. Sus pensamientos eran caóticos y sintió que perdía el control de las extremidades. Aquello era demencial. ¿Qué demonios le ocurría? En su mente, las imágenes de Lawrence, Jotapa, Adrián, el Arca de la Alianza, James De Vere y Lorcan de Molay competían entre sí. De repente, experimentó una náusea y tuvo ganas de vomitar. Oía que Lawrence lo llamaba por el nombre, pero era incapaz de responder. Jason... Jotapa... Intentó reducir la marcha, pero todo el lado izquierdo de su cuerpo se había quedado extrañamente paralizado y tenía la frente perlada de sudor. Al ver la cruz de Jotapa colgada del retrovisor, la cogió con dedos temblorosos; luego, soltó el volante y se agarró la cabeza al tiempo que un dolor intensísimo le taladraba los ojos. De pronto, una luz ardiente llenó el Aston Martin y lo cegó. Todavía oía como sonido de fondo la voz de Lawrence, recitando la plegaria del Señor. Cerró los ojos. Sabía que iba a morir y, sin embargo, estaba extrañamente calmado. —Venga a nosotros Tu Reino... Un atisbo más de aquella gloriosa cara. Mientras el Aston Martin rojo chocaba con la barrera de metal, Nick esbozó una tenue sonrisa. —Hágase Tu voluntad... Sólo un atisbo más... Mientras el coche deportivo se precipitaba por el terraplén, Nick sonrió. —Perdona nuestras deudas... —Lawrence y él rezaban al unísono. Cayendo... cayendo..., hacia el violento torrente negro. —Líbranos de todo mal... Cayendo hacia las rocas escarpadas. Sólo un atisbo más... Cayendo hacia la oscuridad completa. Nick alargó la mano derecha hacia Cristo... —Porque Tuyo es el reino... ...Y, de repente, ya no hubo más luz.

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Onda de choque

23 de diciembre de 2021 Nueva York

Jason estaba tendido boca abajo en la cama, con el rostro hundido en la almohada. El teléfono no dejaba de sonar. Se revolvió, abrió un ojo y, con expresión ceñuda, buscó el aparato a tientas con la mano derecha. Pulsó el botón de silencio y metió la cabeza debajo de la almohada. El teléfono volvió a sonar, esta vez desde la cocina. Sonó sin cesar. Finalmente, el comunicante dejó un mensaje. Jason abrió un ojo. El aparato sonó una vez más. Su perra ridgeback, gorda y consentida, se subió a la cama y le lamió insistentemente la cara sin afeitar. Jason frunció el entrecejo. —¡Baja, Lulú! Se incorporó, medio dormido todavía, y echó una mirada al reloj. Eran apenas las seis. Salió del dormitorio trastabillando, seguido de la malcriada perra, y rebobinó los mensajes. Luego, con un suspiro, pulsó el botón de «escuchar». «Domingo, 19.04», le informó la voz electrónica. Luego, la voz de Nick resonó en la cocina. «Tengo problemas... Problemas de verdad, Jas... —La voz titubeó antes de seguir—: Y tú también los tienes. Tío Lawrence tenía razón. A papá lo

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mataron.»Jason suspiró y abrió el frigorífico mientras oía cómo la voz de Nick subía de intensidad. «Estamos involucrados en el asunto, Jason. Toda nuestra familia. Tú y yo. Te quedarás pasmado...»Jason sacó el zumo de naranja, meneó la cabeza y se sirvió un vaso. «Escucha, Jason, tienes que hacerme caso. Lo he fotografiado todo. Se lo he mandado por correo electrónico a Weaver. Se han hecho con el Arca de la Alianza. Adrián ha negociado un trato desquiciado con los israelíes.»Jason dejó el vaso. «Tienes que escucharme, Jas. Mi infección fue una trampa. Me querían muerto. Me inocularon el sida... Adrian está involucrado en...»Se produjo una extraña crepitación y el mensaje se cortó. —¡Nick, por el amor de Dios, haz algo de provecho con tu vida! —Jason tomó un buen trago de zumo y puso una sartén al fuego. Lulú lo miró y ladeó la cabeza. Jason la miró, ceñudo. Cortó media rebanada de pan y la untó de mantequilla. —Siéntate —le ordenó. La perra levantó la testuz con sus ojos pardos y húmedos clavados en el pan y al tiempo que meneaba el rabo enérgicamente. Después, tomó delicadamente la media rebanada de su mano extendida. Jason le rascó las orejas con gesto distraído, echó dos huevos a la sartén y pulsó de nuevo el botón de escuchar los mensajes. Se sentó pesadamente en una silla de la cocina y cogió el New York Times del día anterior. «Lunes, seis de la mañana.»«Jason, soy mamá. Por inmediatamente.»Jason torció el gesto. Era Lilian. Parecía agitada.

favor,

llámame

«Lunes, 6.03.» Era Lilian otra vez. «Jason —le temblaba la voz—, necesito que me llames de inmediato.»«Lunes, 6.10.»Jason dio la vuelta a los huevos en la sartén. —Todo el mundo se ha vuelto loco —murmuró. «Jason, soy mamá. —Hubo un largo silencio. Lilian tenía un tono de voz extraño, ronco, como si hubiera estado llorando. Hablaba tan bajo, que Jason tuvo dificultades para entender lo que decía—. Ha habido un accidente terrible.»De nuevo, se hizo el silencio. «Jason... Es Nick... Se ha precipitado por un puente con su coche, en Normandía. El coche se incendió...» Jason se quedó paralizado. «Jason... Nick ha muerto...» A Jason se le encogió el pecho hasta tal punto que le costaba respirar. La espátula se le escapó de la mano y cayó al suelo con estrépito.

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Cerró los ojos, pero sólo vio a Nick. Nick como un mocoso de seis años que lo miraba con sus claros ojos grises desde una pasarela del puerto de Nueva York. Nick en el instituto. Nick a los dieciséis, con él y Julia en la casa de Cape Cod. El primer día de Nick en Oxford. Nick y él mismo peleándose violentamente después del accidente de Lily. Y, desde entonces, nada más. Jason lo había proscrito de su vida. Sin prestar atención a la presencia de la nueva sirvienta de la agencia, que lo miraba con expresión de alarma, y a la de Lulú, que gemía con preocupación, se deslizó al suelo lentamente hasta quedar sentado. Unas lágrimas descendieron por su rostro sin afeitar y cayeron al suelo de mármol de la cocina. A continuación, por primera vez en su vida adulta, Jason De Vere perdió por completo el dominio de sí mismo. Cerró los ojos, se agarró la cabeza entre las manos. Y se echó a llorar como un niño.

El Cairo, Egipto 23 de diciembre de 2021

Lawrence St. Cartier estaba sentado a la mesa del desayuno, impecablemente puesta, y contemplaba El Cairo entre la bruma matinal. No había tocado los huevos del plato. Wasim, su ayudante, colocó cuidadosamente el Middle East Times al alcance de su mano. —El periodico de hoy. Egipto —dijo Wasim. Extendió el Daily Telegraph sobre el primer periódico. —El periódico de ayer. Londres. Finalmente, colocó un ejemplar de News of the World encima del Telegraph. —El sensacionalista de ayer. Londres. St Cartier se ajustó el monóculo. El titular rezaba: «El menor de los magnates De Vere muere en accidente.»Levantó el periódico. Wasim observó con atención a Lawrence St. Cartier. —Tiene que comer, malik. Está insultando a Wasim.

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St Cartier le dedicó una débil sonrisa. —Hoy su estómago está débil, malik. ¿Se trata de Nick? St Cartier dobló el periódico y suspiró. Wasim insistió, incansable. —El malik insulta a su hermano con su gran pesar. Hoy, él está con los ángeles. St Cartier contempló El Cairo entre la bruma con un extraño alborozo en la mirada. —Sí, Wasim. Hoy está con los ángeles.

Hotel Principe di Savoia Milán, Italia

Julia salió del suntuoso cuarto de baño de mármol blanco, recién duchada después de su vuelo de Londres a Milán a primera hora de la mañana. Envuelta en una bata de suave lana rosa, contempló con aprobación las ricas sedas adamascadas azules de la lujosa suite. Le encantaba Milán y le encantaba el hotel Príncipe di Savoia, con su imponente fachada neoclásica. Uno de los muchos privilegios adicionales de llevar las relaciones públicas de la selección nacional de fútbol de Inglaterra era que, en días como aquél, se alojaba a su cargo en una suite de la torre del Principe, a tiro de piedra del elegante distrito de compras de Milán. Muy conveniente para hacer sus compras navideñas de última hora. Se sentó ante el tocador, un mueble de madera tallada de estilo italiano, se secó los cabellos rubios con una toalla y luego enchufó la tetera, el objeto más indispensable para Julia además de su Blackberry 2022 de última tecnología. Se encaminó al escritorio del saloncito y comprobó que la agenda electrónica seguía cargándose. Tomó un cruasán de la bandeja del desayuno y luego, casi sin reflexionar en lo que hacía, cogió el mando a distancia y encendió el televisor. Cuando el rostro de Nick apareció en la pantalla plana, Julia torció el gesto. ¿Qué habría hecho esta vez para salir en las noticias? El locutor hablaba en un italiano rápido y fluido que no consiguió entender.

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Sin embargo, enseguida se llevó la mano a la boca en un gesto de espanto. En Normandía, unas embarcaciones de la policía estaban sacando del agua un Aston Martin rojo. Julia cogió el mando a distancia y recorrió los canales hasta dar con VOX UK 24. Paralizada, contempló a la morena y eficiente presentadora, que hablaba en un perfecto inglés británico. Esta vez no hubo confusión posible. «En Normandía, después de una búsqueda a cargo de la policía francesa que ha durado toda la noche, se han hallado a primera hora de la mañana los restos de un Aston Martin rojo que ha sido identificado como perteneciente a Nicholas De Vere, el hermano menor de la familia de magnates...»El mando a distancia se le cayó de las manos y las lágrimas empezaron a correr por su rostro mientras se derrumbaba lentamente en el sofá. La voz bien modulada de la presentadora se convirtió en un vago rumor de fondo. Nick había muerto. Tenía que decírselo a Lily.

Palacio Real de Dammari Arabia Saudi

Jotapa yacía boca abajo sobre las sábanas de seda de color oro pálido, con los brazos y piernas llenos de moratones de golpes recientes. A su lado, en la cama, tenía un ejemplar cerrado del Corán. —Padre nuestro que estás en los Cielos... —murmuró. Jibril se inclinó sobre ella y le acarició el pelo desordenado. —Santificado sea Tu Nombre... Poco a poco, Jotapa abrió los ojos, volvió la cabeza y miró a Jibril con sorpresa. Él le sonrió dulcemente. —Venga a nosotros Tu reino... ¿Te lo sabes? —susurró. Jibril asintió y le tomó la mano. Unas lágrimas surcaron el rostro de su hermana. —Hágase Tu voluntad...

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La puerta se abrió bruscamente. Jotapa se incorporó en la cama y miró a Mansur con miedo y odio. El recién llegado se plantó ante ellos con una sonrisa perversa en el rostro, vio el teléfono en el suelo y preguntó: —¿Qué, esperando a que tu príncipe azul, ese playboy, venga a rescatarte, princesa? —Tú estás impidiendo mis llamadas —replicó Jotapa. —Ya no será necesario que lo haga. Levantó el periódico árabe que llevaba en la mano derecha, sonrió de nuevo y lo arrojó sobre la cama. Sin decir una palabra más, salió de la habitación dando un portazo. Jotapa tendió la mano y un extraño ardor le recorrió el brazo. Temblorosa, cogió el periódico, leyó el titular y luego vio la foto de Nick. El periódico le resbaló entre los dedos y cayó al suelo. Sentada en la cama, Jotapa se echó a llorar en silencio, meciéndose de lado a lado. Nick De Vere había muerto. Ahora sí que estaba segura: ella y Jibril habían caído en el infierno.

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La fría luz del día

Aeropuerto La Guardia Nueva York

Jason De Vere bajó del helicóptero y recorrió el asfalto hacia su recién adquirido reactor privado Bombardier Global Express. Con las gafas de sol y los auriculares puestos, gritaba instrucciones por el manos libres del móvil. Jontil Purvis caminaba a su lado, atendiendo con calma tres conversaciones simultáneas. Unos pasos más atrás venían Liam Keynes, consejero general de VOX, y Levine y Mitchell, sus ayudantes. —Quiero que subamos nuestra oferta a mil seiscientos millones —gritó Jason entre el rugido de los motores del avión—. Dígaselo a Simons de mi parte, no podemos permitirnos perder. Iré a la reunión de Pekín, pero no volveré a trasladarla de fecha. Lanzó otra mirada furiosa, esta vez a Jontil Purvis, que seguía hablando por teléfono. Le hizo gestos impacientes de que se diera prisa y suspiró profundamente, sin dejar de hablar por el micro. —No lo haré —declaró—. Ni siquiera por el primer ministro chino. Continuó caminando a toda marcha contra el gélido viento invernal de Nueva York en dirección a la escalerilla del solitario y reluciente reactor que esperaba en la pista del aeropuerto La Guardia—¡Me importa un bledo el protocolo! ¡Estoy en medio de una crisis familiar! —Jason le hizo un gesto a Keynes para que se acercara—. Dígale a Geffen que haga viajar a sus abogados a Pekín hoy mismo. Cierre el trato de la plataforma de Pekín a cualquier coste, Keynes, ¿entendido?

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—Sí, señor. —Keynes se retiró—. Entendido, señor. Jontil Purvis le tendió su móvil a Jason. —Una llamada de Londres —le dijo—. Se la paso. —¿Quién es? —La tía Rosemary. Jason torció el gesto. Rosemary era la prima segunda británica de James De Vere y actual compañera de Lilian. Vivía con Lilian desde la muerte de James y conocía a Jasón desde que era un niño de tres años... y todavía lo trataba como si siguiera siéndolo. —Tía Rosemary... —contestó—. Sí... Todo resulta una pesadilla... No quiero que la prensa esté esperándome en Londres, ¿queda meridianamente claro? —Jason continuó caminando—. Sí... Dile a mamá que voy de camino. Te paso a Purvis. El grupito llegó al pie de la escalerilla del reactor. Jontil Purvis apagó los teléfonos. —Tía Rosemary vendrá a buscarnos en coche al aeropuerto. —Estoy impaciente por que llegue el momento —fue el seco comentario de Jason mientras ascendían por la escalerilla. —Irán directamente a la casa de Knightsbridge —continuó Jontil Purvis con su tono de voz calmado y eficiente—. El funeral es el martes, a las once, en la iglesia de All Souls, en Langham Place. Para mañana, sábado, está prevista una comida de Navidad con su madre y Lily. El teléfono de Jason volvió a sonar. Lo desconectó. En la entrada del avión esperaba un hombre de aspecto distinguido, con el uniforme de piloto, que saludó a Jason con un cortés gesto de cabeza. —Tenemos el viento a favor, señor De Vere —dijo el hombre con un ligero deje escocés en la voz—. Teniéndolo en cuenta, deberíamos estar en Londres hacia las ocho. —Bien hecho, Macdonald —respondió Jason—. A ver si se cumple. —Buen vuelo, señor De Vere —asintió el piloto. Jason se quitó las gafas oscuras. Tenía los ojos enrojecidos y unas profundas ojeras. —Lamento mucho lo de su hermano, señor.

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Jason dejó atrás la zona de reuniones en dirección al centro del avión. Echó una mirada cansada a los ocho monitores de televisión que transmitían otros tantos canales de VOXDIGITAL y pasó su maletín a un joven que llevaba una llamativa corbata. —Levine, asegúrese de que Phillips continúa trabajando con Jenkins en Tokio. Levine se encaminó a la zona de reuniones con el maletín. —¿De dónde ha sacado esa corbata? —dijo Jason con una mueca de desagrado. Levine esbozó una sonrisa. Jason se tambaleó ligeramente, le indicó que se marchara con un gesto y se restregó los ojos. Había estado bebiendo desde la mañana anterior con el estómago vacío. Un auxiliar de vuelo dejó a su lado dos botellas de agua mineral y un vaso y se retiró. —Ah, Levine, y póngame un whisky del que guarda Macdonald en la cola, dígale a Mitchell que venga y se una a nosotros. Jason se acomodó en el asiento, cogió el Wall Street Journal y volvió a dejarlo. Se sentía agitado. Un segundo joven de constitución delgada apareció con unos vasos. —Mitchell, quiero una explicación convincente de por qué sigue emitiendo el Canal Legal por nuestra plataforma. —Jason señaló una de las pantallas que transmitían los canales de la VOX. —Vaya a buscar a Keynes ahora mismo. Mitchell se escabulló hacia el área acondicionada para reuniones. Jason exhaló un profundo suspiro, se remangó las mangas de la camisa y prestó atención a la televisión. «Adrian De Vere, presidente de la superpotencia europea emergente... —Jason subió el volumen—... mantenido conversaciones en Babilonia con el presidente ruso, Oleinik, y con el presidente sirio, Assad, a primera hora de la tarde, poco después de que se conociera la trágica muerte de su hermano en el norte de Francia, esta mañana. La policía investiga...»Jason apagó con el mando a distancia. Exhaló otro hondo suspiro y, con los ojos llenos de lágrimas, se pasó la mano por el pelo, corto y oscuro, en el que ya asomaban las primeras canas; luego, se puso las gafas de leer y cogió un fajo de papeles. Levine volvió por el pasillo entre asientos con un grueso expediente y el whisky de Jason. Detrás de él venía Jontil Purvis. Levine le entregó el vaso a Jason, que lo

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engulló de inmediato. Jontil Purvis se instaló delante de Jason, miró el vaso de whisky vacío y arrugó la frente. Jason le tendió el vaso a Levine. —Otro —se limitó a decir y miró deliberadamente a Purvis. Los motores empezaron a calentar. —Señor De Vere —dijo el auxiliar de vuelo, presentándole la carta del menú. Jason se desentendió. —Désela a Purvis —farfulló. —Jason —dijo Jontil en tono conciliador—, se ha negado a tomar otra cosa que whisky desde hace cuarenta y ocho horas. Es preciso que coma algo. —No tengo hambre, Purvis —respondió él, con la lengua de trapo—. Deja de hacerme de madre. La mujer suspiró, guardó el bolso, se quitó el elegante cárdigan de lana de color melocotón dejando a la vista su silueta bastante rellena y se ató el cinturón de seguridad. Jason miró por encima de las gafas y la observó. Lo que iba a suceder a continuación no dejaba nunca de intrigarlo. Jontil Purvis llevaba quince años volando con él y cada vez hacía lo mismo. La vio ponerse las gafas de leer, retocarse su inmaculado peinado, abrir una pequeña Biblia de bolsillo con unas ajadas tapas de piel marrón y enfrascarse en la lectura de sus páginas. —Debería haber respondido a sus llamadas —refunfuñó mientras revolvía el fajo de papeles. Jontil se quitó las gafas y observó con detenimiento el rostro demacrado de su jefe. Conocía a Jason perfectamente. La muerte de Nick lo había golpeado como un mazazo. Durante los veintidós años que llevaba trabajando con él, nunca lo había visto tan destrozado, tan consternado. Ni tan bebido. Aferrada a su Biblia de bolsillo, cerró los ojos e inclinó la cabeza mientras el reactor despegaba y se elevaba en el brillante azul de los cielos neoyorquinos. —Purvis... Ella siguió la mirada de Jason, fija en el ajado librito que tenía en las manos. —Tú —continuó él—, tú que crees en la redención. —Sus ojos enrojecidos estudiaron el rostro de la mujer. Lo siguiente que dijo lo pronunció tan bajo que ella casi no lo entendió—: Reza por mí.

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Red de comunicaciones Londres

Los dedos rechonchos de Dylan Weaver volaban sin esfuerzo sobre el teclado del portátil. Observó la foto del deportivo siniestrado y leyó la noticia de la muerte de Nick en la página cinco de The Sun. A continuación abrió, por la que debía de ser la décima vez aquella hora, el correo que había recibido de Nick De Vere a las 21.19 de anoche, hora de Greenwich. Pulsó «marcar» y «lanzar». —Vamos, encanto —murmuró. El icono de «encriptado» destelló en la pantalla del portátil. Frustrado, Weaver cerró el ordenador bruscamente, sacó el teléfono y marcó.

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Lilian

Aeropuerto de Londres

Jason se detuvo en lo alto de la escalerilla del reactor y contempló, desanimado, el aguanieve que caía desde los grises y encapotados cielos londinenses sobre la pista del aeropuerto. Era Nochebuena y la cabeza le estallaba de la resaca. —Maldito clima británico —murmuró, malhumorado, mientras bajaba la escalerilla. Cruzó la pista, seguido de un Levine de mirada hosca, que se protegía la cabeza del aguanieve con el maletín de Jason. Cerraba la marcha Jontil Purvis. Una mujer corrió hacia ellos con dos paraguas. Tenía unos sesenta y cinco años y llevaba un gorro de hule para protegerse de la lluvia y un abrigo de pata de gallo. —Jason, Jontil —los saludó, impaciente, con un refinado acento británico. Abrazó a Jontil y tendió un paraguas a Jason—. Seguidme. El Bentley está esperando. ¡Deprisa! —les instó. —Yo también me alegro mucho de verte, tía Rosemary —murmuró Jason. Pero, cuando vio que un grupo de fotógrafos de prensa corría hacia ellos, exclamó, con el entrecejo fruncido—: ¡Maldita sea, Rosemary! ¡Te había dicho que nada de prensa! Rosemary le dedicó una mirada ominosa. —Es por Nicholas, Jason —dijo en tono cortante—. Cuando estaba vivo, aparecía en todas las revistas del corazón. Es el hermano del ex primer ministro del Reino Unido, por el amor de Dios. —Jason seguía mirando el paraguas sin cogerlo—. Bueno, vamos, no te quedes ahí —le espetó.

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Rosemary miró alrededor y, señalando con un gesto de cabeza a Levine, Mitchell y Purvis, preguntó: —¿Tres secretarios necesitas? Tendría que habérmelo imaginado. —Frunció los labios—. Los americanos no pueden hacer nada sin un séquito. —Se volvió y por poco no le metió una varilla del paraguas en el ojo a Jason—. Bueno, pero ahora estás con los malditos ingleses. Aquí somos mucho más prácticos. Toma. —Le plantó el paraguas delante—. No pensarás que estoy aquí porque me conviene para la salud, ¿verdad? Jason cogió el paraguas con aire sumiso y Rosemary echó a andar deprisa. —Y no creas que las cosas mejorarán en el funeral —prosiguió—. La presencia de Adrián atraerá a periodistas de toda Europa. Jason miró a Jontil Purvis con preocupación. Sabía lo mucho que se divertía su secretaria viendo a la prima de su padre dándole órdenes. Lilian siempre había dicho que eran igual de tercos. De tal palo, tal astilla. —Cooper, Grayson —dijo la tía Rosemary, llamando a los guardaespaldas, y señaló con la cabeza a los periodistas que se acercaban rápidamente. Los dos ex soldados de las SAS contuvieron a la rapaz prensa británica mientras un tercero abría paso entre el tumulto de paparazzi, camino del Bentley, que los esperaba a pocos metros. —De Vere, soy del Mirror —dijo un periodista larguirucho, poniéndole las credenciales en la cara—. ¿Desde cuándo sabe que su hermano era gay? —Malditos paparazzi británicos —masculló Jason, al tiempo que se disparaba un flash. —¿Cree que su hermano fue asesinado? —gritó un periodista delgado y calvo—. ¿Un crimen pasional? Jason enrojeció de ira desde la frente hasta el cuello. —Tuvo un accidente de coche, por el amor de Dios. —¿Es verdad que no se trataba con su hermano? —preguntó el periodista del Mirror con una sonrisa. Jason lo apartó de un violento empujón y se encendieron más flashes. —Agresivo como siempre, señor De Vere. —El joven, que vestía unos vaqueros gastados y una camiseta hablaba con un cortés acento británico—. Una buena foto para la edición del domingo. Muchas gracias. —¿Sabía que su hermano estaba agonizando de sida? —preguntó otro reportero.

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Jason se detuvo en seco. Cada vez estaba más enfurecido. Jontil le puso la mano en el brazo mientras él miraba a los periodistas con rabia. —Jason —le dijo, agarrándolo con más fuerza. El la miró, intentando descifrar su expresión y se disparó otro flash. —¡Salgamos de aquí! —Jason agachó la cabeza mientras el tercer guardaespaldas le abría paso. Lo siguió a ciegas hasta la puerta abierta del Bentley y montó, hundiéndose en el mullido asiento de cuero. La tía Rosemary se enfrentó a los reporteros. —Fuera —ordenó—. Márchense —insistió, apuntando el paraguas hacia un joven fotógrafo—. Dejen en paz a mi sobrino —dijo en tono amenazador. Levine pasó el maletín por la puerta y echó a correr bajo el aguanieve para reunirse con Jontil en un segundo coche que los esperaba. La tía Rosemary montó en el Bentley con Jason. Un reportero golpeó la ventanilla del coche. —Los periodistas británicos son insoportables —gruñó Jason. —Tú les has dado pie —replicó la tía Rosemary, mirándolo con desaprobación—. Siempre lo has hecho. Más reporteros golpearon las ventanillas de cristal ahumado del coche. —No me des lecciones, Rosemary. —Jason la miró enojado y dio unos golpecitos impacientes en el cristal que los separaba del chofer. El Bentley arranco con el embrague puesto, dando una sacudida, y Jason miró al frente con aire inexpresivo mientras Rosemary le servía un agua mineral. La aceptó de mala gana y el Bentley se lanzó hacia adelante con otra sacudida. Oyeron unas exclamaciones procedentes del exterior y, al volverse, Jason vio que un taxista londinense asomaba la cabeza por la ventanilla y lanzaba una mirada agresiva a su chofer. —¡Aprende a conducir, abuelo! —gritó el taxista. Jason arqueó las cejas con incredulidad. —Ha insistido en venir él a recogerte —asintió Rosemary—. Nadie ha podido impedirlo. Por primera vez en dos días, un amago de sonrisa cruzó el rostro de Jason. —¡Pero si no ha conducido desde la guerra...! El panel separador de cristal ahumado se abrió despacio y Maxim, que ya tenía más de ochenta años, se señaló el bigote rizado y encerado, al tiempo que asentía en señal de respeto.

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—Desde la guerra de las Malvinas, señorito Jason. Si la memoria no me falla, usted estaba estudiando en Yale. —Me alegro de verte, Maxim. —Jason sonrió con afecto—. ¿Estás seguro de que sabes conducir esta bestia? Pasaron por delante de Westminster y el Parlamento. Maxim miró a Jason por el retrovisor. —Es pan comido, señorito Jason —dijo, a punto de chocar con un autobús de dos pisos—. Cuánto me alegro de verlo, señor. Reciba mi más sentido pésame por la muerte de su hermano, el señorito Nick. Jason se puso serio de nuevo. —Gracias, Maxim. ¿Cómo está mi madre? —Su madre es la serenidad personificada, señorito Jason, pero debo confesar que he instigado una pequeña operación de espionaje que ella, por supuesto, desconoce. Todas las noches, después de tomarse una copa para ir a dormir, la oigo sollozar. Me preocupa muchísimo, señor. El Bentley dio una violenta sacudida, seguida de otra y de un chirriar de neumáticos. Todos los coches cercanos hicieron sonar el claxon y Jason y Rosemary intercambiaron una mirada mientras un taxista bajaba la ventanilla y blandía el puño, enfurecido, mirando a Maxim. —Vuelve al asilo, maldita sea. Maxim bajó la ventanilla, indignado, en el preciso momento en que el taxista le dedicaba un gesto obsceno. —¡Qué impertinencia! —exclamó, levantando también el puño hacia el taxista, que ya se había marchado hacía rato. —Tranquilo, tranquilo, Maxim —sonrió Jason. Durante el trayecto, Rosemary abrió su maletín. —El funeral será en la iglesia de All Souls, en Langham Place, en el extremo norte de Regent Street, cerca de la BBC. Era el único lugar del centro disponible con tan poca antelación. Sacó un pliego de notas mecanografiadas con una antigua máquina de escribir. —Lo normal. Tu madre teme la ceremonia. Como Adrian estará presente, la seguridad será una pesadilla. —Rosemary sacó un librito negro—. La lista de tu madre: siete parlamentarios laboristas y cuatro conservadores. El primer ministro. El

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portavoz de la Cámara, siete representantes menores de la realeza. Nueve lords. Ya sabes. Lo normal. Jason miró al frente, incrédulo, mientras se saltaban un semáforo en rojo y sonaban más bocinazos. —Dos representantes menores de la realeza europea —prosiguió, impertérrita, la tía Rosemary—, siete congresistas y senadores, el presidente del Banco de Inglaterra, el de Petróleos del Mar del Norte. —Sacó otro pliego de papeles—. Tu lista, por cortesía de Jontil Purvis. La lista de Adrián, que es enorme. Y, por supuesto, los amigos personales de Nick. —Hizo una mueca—. No es preciso decir que no se pondrán corbata negra. Ah, y Julia ... Jason se puso visiblemente tenso. —Creía que estaba en Roma. —Sí. Esta noche volará a Heathrow. Alex, Lily y su amiga se encontrarán allí con ella y luego irán a New Chelsea. —La tía Kosemary consultó su reloj —. Por poco nos cruzamos con ella. Lily irá mañana a las dos de la tarde a casa de tu madre para la comida de Navidad. Se quedará contigo hasta las siete. Adrian está en Babilonia. No puede venu antes y llegará a Londres la mañana del funeral. —¿Qué día es el funeral? —El martes, 28. El Bentley dio una sacudida y frenó con un chirrido delante de una enorme mansión de Belgrave Square. Jason cogió el agua mineral antes de que el vaso saliera despedido de la mesilla. Jason ya se había apeado mientras Maxim todavía intentaba abrir su portezuela. Le ayudó a hacerlo y Maxim sacó sus zapatos de talla cuarenta y tres de debajo del freno. —Muchas gracias, señorito Jason. —Maxim —dijo Jason—, creo que tendrías que hacer un curso de conducción para refrescar tus aptitudes. Maxim, que medía un metro noventa, se apeó con dificultad del coche y miró a Jason con aprobación. —Señor, ¿puedo decirle que está muy elegante? Jason sonrió. Contempló la fachada blanca georgiana de la vieja casa londinense de seis pisos y recorrió la corta distancia que lo separaba del impresionante porche. Maxim lo siguió, llevándole el maletín. Rosemary puso la llave en la cerradura.

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La puerta se abría a un magnífico vestíbulo de mármol, con techos de siete metros y adornado con unas imponentes cornisas georgianas. Un ramo de cuatro docenas de rosas de color marfil presidía la antiquísima mesa del vestíbulo. Apareció una joven de uniforme. —Ceci —le dijo la tía Rosemary—, ayuda a Maxim con las maletas del señor De Vere, ¿quieres? Jason se quitó los guantes al tiempo que su cabeza se llenaba de recuerdos. —Maxim —dijo—, me parece que mi madre, en su última carta, decía que te jubilabas. El mayordomo frunció el entrecejo en señal de desaprobación. —Jubilación es una palabra que sólo ha utilizado la señora Lilian, creo. —No, Maxim —intervino la tía Rosemary, mirándolo enojada—. Ella no ha dicho nada de jubilación. Sólo ha sugerido que te tomes unas merecidas vacaciones. Maxim miró a Jason con resignación. —Y lo que yo le dije a la señora Lilian —explicó, con ojos llorosos—, fue que si ya no requiere mis servicios, es que mis capacidades están mermando. Llevo con esta familia más de treinta y cinco años... —Tranquilo, Maxim —dijo Jason con una sonrisa—. Eres parte del mobiliario. ¿Cómo se las apañaría mi madre sin ti? —Bueno, yo me marcho —dijo la tía Rosemary, sacudiendo el paraguas de Jason— . Estoy en casa de mi sobrina —anunció—. He pensado que sería mejor dejaros a solas a tu madre y a ti. Rosemary se frotó las manos y luego, acercándose a Jason, le dio un fugaz beso en la mejilla y desapareció por la puerta principal. —Perdone mi mal humor, señorito Jason —dijo Maxim, sacándose del bolsillo un pañuelo perfectamente planchado. Se enjugó las lágrimas y se sonó ruidosamente la nariz. »Es por el señor Nick, su muerte. —Se sonó de nuevo—. Me ha alterado un poco. Jason le puso la mano en el hombro. —Nos ha alterado a todos. Lo sé, Maxim. Maxim sacó una gastada foto de su cartera de piel. —El señorito Nicholas cuando tenía cuatro años. Después de volar la leñera.

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Con manos temblorosas, Jason cogió la vieja foto de un Nicholas muy chamuscado. —Papá se puso hecho una fiera —recordó con una tenue sonrisa. —Y la que es mi favorita del señorito Nicholas —murmuró Maxim. Jason miró, paralizado, la fotografía en la que aparecían Adrian, Nick y él en el puerto de Nueva York, en la pasarela de un barco. —Todavía la conservas —dijo asombrado. —Es de mi álbum. —Maxim sonrió con ojos llorosos. —Los hermanos... —murmuró Jason. Miró hacia el descansillo del primer piso, hacia una inmensa puerta de caoba de doble hoja. —La señora Lilian no ha salido de sus aposentos desde que recibió la noticia de la muerte del señorito Nick —anunció Maxim. Jason emitió un suspiro. —El ala Sur está preparada para usted como siempre, señorito Jason. Mi habitación sigue estando en el sexto piso. A la derecha. Si me necesita, llame al timbre de su vestidor. El desayuno se servirá en el comedor de la señora Lilian a las ocho en punto. —No desayunaré, Maxim. El mayordomo lo miró con expresión severa. —Le prepararé una bandeja aparte, señor. La tendrá a las siete. Tres huevos, fritos por los dos lados. Zumo de naranja. La poco nutritiva tostada de pan blanco que se empeña en tomar. —Maxim frunció el entrecejo—. Y porridge con crema y whisky. Y permítame la temeridad pero, como lo he cuidado desde que estaba en el colegio, le recomendaría encarecidamente que no bebiera licor hasta después del funeral. Jason miró a Maxim con una emotividad insólita en él. —Te permito la temeridad, Maxim, viejo amigo —dijo en voz baja. El mayordomo volvió a enjugarse los ojos. —Iré a buscar los sedantes para la señora —dijo—. Buenas noches, señorito Jason. Jason subió despacio las escaleras hasta la primera planta. —Madre —susurró. Abrió las puertas de caoba y se asomó al gran salón de estar, elegantemente decorado con antigüedades, tapices y mantas ligeras.

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Lilian De Vere estaba sentada a solas en la oscuridad, viendo vídeos de Nick en edad escolar, de Nick con Adrián y Jason en Cape Cod, de Nick en la última fiesta familiar celebrada en vida de James De Vere. Con mucha suavidad, Jason se inclinó y le cogió el mando a distancia de la mano. —Madre —dijo en un susurro. Lilian se sobresaltó y se volvió hacia Jason. Tenía la mirada nublada y le agarró las manos. —Querido Jason —dijo al tiempo que encendía la lámpara de mesa con mano temblorosa. Jason la miró con dulzura y contuvo una exclamación. Había envejecido de un día para otro. Siempre había sido muy delgada y elegante, pero ahora estaba demacrada. Llevaba el pelo plateado cuidadosamente trenzado y recogido en un moño y vestía un traje chaqueta negro con un broche de diamantes en la solapa. Sin embargo, aquella noche se la veía muy frágil y vulnerable. Lilian lo estrechó contra sí con fuerza y, durante unos instantes, a Jason le costó no perder la compostura. —Siempre fuiste como tu padre —murmuró, soltándolo por lin—. Tan fuerte, tan obstinado, tan decidido... —Se interrumpió—. Pero Nicholas... Cogió una foto de Jason, Adrian y Nick de la mesa antigua que tenía al lado. La expresión de Lilian se volvió distante. —Nicholas... era un espíritu libre... —agarró la mano de Jason y la estrechó con fuerza—. Primero tu padre... —Tiró de cl, atrayéndolo hacia sí—. Ahora, Nick... Sonaron unos leves golpes en la puerta. Maxim hizo una ligera reverencia y entró un carrito con una bandeja de plata llena de canapés. —Un tentempié, señora. —Maxim miró a Jason con aprobación—. Y sus sedantes. —Frunció el entrecejo y se dirigió a Jason—. Se niega a tomarlos, señorito. —Dámelos —le dijo, tendiéndole la mano—. Se los tomará. Puso las tabletas en la mano de Lilian y le dio un vaso de agua. —Bebe, madre —la instó—. Con todo el asunto del funeral, tienes por delante unos días muy llenos de tensión. Lilian esbozó una leve sonrisa. —Lily vendrá a celebrar con nosotros la comida de Navidad —dijo. —Lo sé. Bebe. —Jason le sonrió con cariño y Lilian se tomó el sedante.

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—Buena chica, así me gusta. —Señora Lilian, si necesita algo de noche, llámeme —dijo Maxim, que hizo una reverencia antes de desaparecer por la puerta del salón. —Es tarde, madre. —Jason se puso en pie—. Mañana será una jornada muy larga y necesitas descansar. Ayudó a Lilian a ponerse en pie y se quedaron unos instantes a solas en la penumbra. —Echo de menos a Nick —susurró Jason al cabo. Lilian le cogió la cara entre las manos y lo miró fijamente a los ojos. —Cuando era muy pequeño, Jason —dijo con dulzura—, tú eras su héroe. Toda su vida confió en tu fortaleza, la fortaleza que sabía que él no tenía. —Estrechó a Jason con fuerza—. Te quería, Jason —declaró y lo besó tiernamente en la cabeza como hacía cuando era un niño. —Era demasiado blando —susurró Jason—. Y era un estúpido. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Un estúpido, pero yo lo quería, madre. Jason salió de la sala, dejando a Lilian sola en la oscuridad.

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El funeral

Tres días después Iglesia de All Souls Langham Place, Londres

Jason se detuvo en el vestíbulo de la iglesia, a salvo del circo mediático. La comitiva de coches negros de Adrian apareció ante el pórtico circular de columnas de la iglesia. Jason entrecerró los ojos ante el destello de los flashes de las cámaras de los omnipresentes paparazzi, que iluminaban el cielo triste y gris de Londres. Adrián De Vere había llegado. Jason se volvió y avanzó por el pasillo hasta el primer banco de la iglesia. Estaba lleno a reventar de miembros de la sociedad política y empresarial del Reino Unido y de Estados Unidos, una muestra de la influencia que tenía el imperio financiero De Vere, por un lado, y del hecho de que Adrian era el líder político que más rápido había ascendido en todo el mundo occidental, por el otro. Mientras caminaba, Jason tomó notas mentales. A mano derecha reconoció a cuatro parlamentarios británicos, el canciller del Tesoro Público, el recién elegido primer ministro gobernador del Reino Unido, el presidente de Francia, la reina de Holanda y cuatro miembros menos conocidos de la realeza británica. A la izquierda estaba el presidente del Banco de Inglaterra y el de Petróleos del Mar del Norte, junto a cuatro congresistas y tres senadores de Estados Unidos a los que conocía de haberlos visto en las noticias. Entre ellos estaba el senador por Nueva York, con el que jugaba al golf una vez al mes.

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Su expresión se destensó. Distinguió las elegantes facciones de Xavier Chessler, su padrino y presidente del Banco Mundial. Se detuvo y se inclinó hacia él. —Jason —le dijo Chessler, dándole un abrazo—. Lo siento, chico. Es devastador. Nick era tan joven... Jason asintió con pesar. —Esta mañana he desayunado con tu madre —continuó Chessler—. Ya sabes que cuidaremos de ella. —Has sido nuestro gran puntal, tío Xavier. Mi madre no sé qué habría hecho sin ti. —Tu padre era mi más viejo amigo, Jason. Jason se volvió y vio a Lily, que maniobraba con la silla de ruedas y lo llamaba con gestos. Jason se volvió hacia Xavier Chessler. El elegante anciano parecía fatigado. —Puedes contar conmigo para lo que necesites, Jason. Lo que sea. ¿Por qué no nos vemos esta semana en Nueva York? —Regresaré el jueves, como siempre. ¿Quedamos el día cinco a las nueve y media? —¿En ese bar ecléctico que le gustaba a Nick? —preguntó Chessler—. ¿Te parece bien? —Hotel Gramercy —dijo en voz baja—. El Rose Bar. —Estuve allí con él una vez, con Marina —sonrió Chessler—. En verano. — Consultó la fecha de su reloj—. El jueves por la noche, a las nueve y media en el Rose Bar. Brindaremos por Nick. —Brindaremos por Nick —asintió Jason. Estrechó la mano a Chessler y luego pasó ante las dos filas de bancos que quedaban. Allí estaban por fin los amigos de Nick. Jason reconoció a dos modelos internacionales, un importante cantante británico, tres famosos actores de Hollywood, celebridades de un programa de telerrealidad británico... Se detuvo. Habría distinguido aquel perfil en cualquier parte, aunque iba cubierto con un velo negro. Julia. Sc volvió de repente y se abrió camino hasta el primer banco, donde estaba sentada Lilian, con la mirada al frente y la cara también cubierta por un velo negro, bajo el cual se secaba las lágrimas con un pañuelo. A su derecha estaba Lily. Alex y Polly se hallaban a su izquierda.

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—Papá. —Lily agarró a Jason y lo atrajo hacia ella. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar y le apretó la mano. »Papá, estoy preocupada por Alex. No quiere saber nada de nadie. Jason frunció el entrecejo y se inclinó hacia Alex. —Lo siento, amigo... —Le tocó el brazo—. Sé lo íntimos que erais. Alex le dedicó una torva mirada y volvió a clavar sus taciturnos ojos en el himnario. Adrian se sentó en el banco y su séquito del Servicio Secreto ocupó el de atrás. Parecía cansado, al borde de la extenuación. Alargó los brazos hacia Lilian y la estrechó contra sí un largo instante. La besó con dulzura en la frente y la ayudó a sen tarse bien. Luego, se inclinó hacia Lily, la besó en las dos mejillas y se sentó al lado de Jason. Detrás de Adrian se sentaron Guber y Travis. —Papá, ¿no te has arrepentido nunca de no devolverle las llamadas? —susurró Lily. Lilian sacudió la cabeza en gesto de amonestación a su nieta. —Pues claro que se arrepiente —dijo en voz baja. —Lo que ocurre es que no puede reconocerlo —intervino Adrián, tomando la mano de Lily—. Ya conoces a tu padre. Obstinado como siempre. —Como su padre —dijo Lilian en voz baja al tiempo que esbozaba una tenue sonrisa. Jason frunció el entrecejo pero su expresión se ablandó. —Pobre Nick. —Adrian respiró hondo—. La última vez que lo vi en la cena de cumpleaños de mamá, en Roma, estaba en la piel y los huesos. —¿No estuvo contigo la noche del accidente? —preguntó Jason, perplejo. —Venía de camino a la abadía, pero no llegó. —Adrian sacudió la cabeza—. Se había retrasado. Ya sabes cómo era. —Se encogió de hombros y abrió el Libro de la Plegaria Común anglicano—. No tenía formalidad ni razonaba. Debería haber llegado a mediodía. Telefoneó, dijo que lo habían retrasado y que llegaría tarde y se quedaría a dormir. Hizo una pausa, levantó los ojos del libro y miró a Jason. —No llegó. —Me resulta extraño, eso es todo —replicó su hermano, cogiendo un himnario—. Me dejó un mensaje y me pareció que había estado contigo. Todo era un divague lleno de incoherencias. Decía que eras el cerebro de un trueque demente con los

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israelíes. Y habló del Arca de la Alianza. En realidad, ésas fueron, literalmente, sus palabras. —¿No dijo nada más? —Adrian hojeó nervioso el libro de plegarias. —No. —Jason miró hacia Julia y descubrió que ella lo miraba fijamente. Apartó los ojos y volvió a centrarse en el himnario. »¿Quién es ése que está con tu madre? —le susurró a Lily. Lily dirigió una leve sonrisa a Jason. —Es Callum. Callum Vickers. Es guapo, ¿verdad? —Lily esperó el efecto que causaban aquellas palabras en su padre—. Y joven. Jason se volvió de nuevo, fingiendo que quería llamar la atención de Xavier Chassler. Julia estaba ahora enfrascada en una intensa conversación con el hombre llamado Callum Vickers. Jason frunció el ceño. Aquel tipo debía de tener unos diez años menos que Julia. Tenía el pelo rubio y lo llevaba algo largo. No aparentaba más de treinta, treinta y dos años como máximo. Debía de ser un actor, o un modelo. Típico, pensó. Uno de esos tipos famosos de Julia. Lily observó con atención a su padre. Sabía leerle la expresión como si fuera un libro abierto. —Es uno de los cirujanos más importantes de Londres, papá —le comunicó. —Seguro que se dedica a la cirugía estética. —No, es neurocirujano —replicó Lily, con un suspiro. Jason la miró con expresión de cordero degollado. Lily sacudió la cabeza y pasó el brazo por el hombro de Lilian. Jason se volvió para echar otro vistazo a Callum Vickers y luego se puso en pie a fin de rezar por el alma de Nicholas De Vere, su hermano pequeño.

Maxim estaba inclinado sobre el capó del Bentley, abrillantando meticulosamente el emblema alado. —Un mayordomo —dijo alguien a su espalda con un familiar tono melifluo. Maxim se quedó inmóvil. —Qué apropiado. —Charsoc unió y separó sus largos dedos e hizo chasquear los nudillos ruidosa y deliberadamente—. Oh, mi querido Zachariel... De ocupar mi

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trono a la derecha de Jether el Justo a abrillantar los adornos del capó de un automóvil de los hombres... Charsoc calló unos instantes y se puso a caminar rodeando el Bentley. —Ah, qué bajo has caído —prosiguió, pero Maxim continuó abrillantando el emblema sin inmutarse. Charsoc arqueó las cejas y abrió su bolsa de viaje. Observó la mata de rebelde pelo blanco de Maxim un momento y sacó un cepillo. —Te lo había prometido —dijo, tendiéndoselo. En aquel momento, Jason dobló la esquina, con Lily en la silla de ruedas y seguido de Jontil Purvis. Al ver a Charsoc, Jason torció el gesto. —Von Slagel... —dijo. —Señor Jason De Vere. —Charsoc le hizo una leve reverencia. Jason miró el cepillo de pelo y arqueó las cejas. —¿Conoces a Von Slagel, Maxim? Maxim se incorporó cuan alto era y se volvió hacia Charsoc. —He tenido el disgusto de conocerlo en mi vida anterior. —Miró el cepillo con rabia—. Antes de entrar a su servicio, señorito Jason. Maxim abrió la puerta del coche para Lily y la ayudó a acomodarse mientras Jason doblaba la silla de ruedas y movía la cabeza, perplejo. —Von Slagel, ¿Maxim trabajó para usted? —Hace muchos años. —Charsoc esbozó una tenue sonrisa—. Fue un buen criado. Señor De Vere... —añadió, llevándose la mano al sombrero en gesto de despedida. Jason echó otro vistazo al cepillo, observó el pelo de Maxim, sonrió y montó en el coche, al lado de Lily. Maxim cerró la puerta y se volvió hacia Charsoc. —Aquí no tienes nada que hacer. —Pues claro que sí, Zachariel, claro que sí. El fallecimiento de Jason De Vere después de que se abra el Séptimo Sello es esencial para nuestra estrategia. —Miró a Maxim con ojos entornados—. Sé que Jether reside en algún lugar de este pequeño y confuso orbe. Maxim permaneció impertérrito. —Lo encontraré —dijo Charsoc.

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Maxim se sentó al volante y arrancó, dejando a Charsoc bajo la lluvia.

Lanesborough Hotel Londres

Desde un rincón del invernadero cubierto por el alto techo de cristal, Jason observaba a Adrian, que mantenía una conversación sobre nimiedades con lord Kitchener, ex presidente de British Petroleum, un hombre robusto de rostro rubicundo y bigote engominado. Detrás de ellos estaba la habitual comitiva de políticos y magnates de la industria y del petróleo que se deshacía en adulaciones al presidente del nuevo superestado europeo, que había jurado el cargo hacía poco. Jason captó de inmediato el estado de ánimo de su hermano. Cualquiera que observara al joven y animado político habría creído que estaba profundamente interesado en la conversación, pero él supo de inmediato que se moría de aburrimiento. Adrián daba unos rítmicos golpecitos con la mano izquierda sobre una mesilla antigua que tenía al lado. Cuando su interés por algo decrecía, siempre daba aquellos golpecitos indiscriminados. Lo hacía desde los doce años. Jason disimuló una sonrisa y se acercó, rodeando discretamente a los hombres del Servicio Secreto que actuaban bajo la atenta vigilancia de Guber. —Eh, colega —le susurró—. ¿Necesitas un trago? Pasó la mano por la bien protegida espalda de Adrian y Guber frunció el entrecejo. Jason le devolvió el gesto. Acto seguido, Adrian y Jason intercambiaron una mirada. Jason buscó una vía de escape hacia la barra del bar. Adrian disimuló una sonrisa y le estrechó la mano al efusivo lord Kitchener. A continuación, se volvió a Guber, asintió con la cabeza y el jefe de seguridad se relajó al ver que Jason guiaba a su hermano menor por debajo de los elegantes candelabros, dejando atrás numerosas macetas de palmeras, hasta el bien aprovisionado bar. —Sir James Fulmore —murmuró Jason, señalando a un corpulento caballero que llevaba pajarita—. Seguro que quiere tu ayuda. —Y Owen Seymour, ex director de la BBC, también quiere mi apoyo. —¿Babilonia? —preguntó Jason mientras entraban en el bar.

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—A partir de la firma del tratado, el 7 de enero, el petróleo volverá a fluir como las cataratas del Niágara... Todo el mundo quiere su parte de Babilonia. —Whisky —dijo Jason, volviéndose al camarero de la barra, que miró inquisitivamente a Adrian. —Perrier —dijo éste. —Agua Perrier para el presidente europeo —comentó Jason, encogiéndose de hombros. El camarero asintió, mirando pasmado a Adrian. —Levine me ha dicho que las bolsas de Nueva York y Moscú se trasladarán permanentemente en julio —comentó Jason, apoyándose en la barra. —Y la de Bombay. Todas las bolsas del área Asia-Pacífico se trasladaron el mes pasado. Shangai, Hong Kong, Tokio, Milán, Frankfurt y Londres tienen su base en el edificio de la Bolsa Internacional desde enero. —De todos modos —dijo Jason—, tienes que reconocer que el catalizador del éxito de «Babilonia» fue que las Naciones Unidas trasladaran la sede allí desde Nueva York, en julio. —Y que la Unión Europea y el Banco Mundial hayan dedicado más de dos billones de dólares a la reconstrucción de la ciudad —asintió Adrian, antes de beber un sorbo de agua. —Y que las excavadoras arrasaran el borrón prehistórico en el paisaje que significó Saddam Hussein, como decía siempre Nick —añadió Jason. A la mención de Nick, los dos se sumieron en el silencio. —¿Estás bien, colega? —preguntó Jason—. Me refiero al funeral. Seguro que te trajo muchos recuerdos. Adrian miró por el ventanal que daba a Hyde Park. —¿Te refieres a Melissa y el bebé? Jason asintió y Adrian siguió contemplando el parque con expresión ausente. —Pasarán años, Jason —titubeó—. Para superarlo todo, quiero decir. Sus muertes. Jason miró finamente a su hermano y éste se secó las lágrimas con el revés de la mano. —Lo siento, colega, no quería entristecerte. Adrián agarró a Jason firmemente por el hombro y recuperó la compostura al instante.

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—No pasa nada, Jason. Tengo que vivir con mis propios fantasmas. Jason bebió un trago del whisky y dejó el vaso en la abrillantada barra con un golpe enérgico. Luego, miró a su alrededor. —Detesto estas cosas. He perdido por completo mis habilidades sociales. En los labios de Adrian se dibujó una leve sonrisa. Posó la mano en el brazo de Jason y comentó: —¡Oh, vamos, pero si nunca las has tenido, Jas...! Jason sonrió en el preciso instante en que su madre los localizaba. Lilian cruzó el invernadero, acompañada de una pareja de ricos invitados. —Jason, Adrian —les dijo—, éstos son lord y lady Kirkpatrick. John, Margaret, os presento a mis hijos, Jason... —Jason asintió con cortesía—... y Adrian. Adrian estrechó las manos que le tendían. Owen Seymour se apresuró a acercarse. —Jason, le ruego que acepte mi más sentido pésame. Señora De Vere... —Hizo una leve reverencia y le tendió la mano a Adrian—. Señor presidente... Jason lo miró con el entrecejo fruncido. —Bien, madre —dijo. Llevó aparte a Lilian y le habló casi al oído—. Parece que entre Adrián y yo controlamos todo el panorama político y mediático. Lilian hizo una mueca de desagrado. —Todos quieren algo, madre —prosiguió, implacable, tras apurar el whisky—. Y no es a Nick, precisamente. Lilian le quitó el vaso de la mano y lo dejó en la barra. Luego, le hizo una indicación a Jontil Purvis, que se hallaba discretamente situada detrás de Levine, haciendo llamadas telefónicas. Adrian apoyó la mano en el hombro de Jason en un gesto de afecto. —Así es la política, Jason. Todos jugamos. —Sonrió—. Y tú, también. Ah, y está la reina de la tergiversación, como tú tan acertadamente la llamaste. —Miró a Jason con malicia y añadió—: Julia. Jason palideció, respiró hondo e hizo acopio de fuerzas. —Levine, otro whisky —dijo al ver que Julia caminaba hacia él, seguida de Lily—. Y que sea generoso. Lilian se volvió de espaldas a sus invitados. —Es el tercero, Jason —le susurró—. Y te has negado a desayunar.

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—Confía en mí, madre —le dijo, viendo que Julia se acercaba a ellos con sus zapatos de tacón de diez centímetros de Chloe y un ajustado traje chaqueta negro de Chanel—. Éste no es momento para estar sobrio. Lilian tendió la mano hacia Julia. —Margaret, ésta es Julia St. Cartier, la hija que nunca tuve —dijo. Jason ardió de ira mientras contemplaba cómo Julia dejaba encantados a lord y lady Kirkpatrick. La larga melena rubio ceniza le asomaba debajo de un clásico sombrero negro con un largo velo de tul. —El whisky, que sea doble, Levine —le dijo, dándole unos golpecitos en el hombro. Julia se volvió hacia Adrian y, al levantarse el velo, dejó al descubierto unos ojos terriblemente enrojecidos. —Hola, hermanita. —Adrian la tomó de las manos y la besó suavemente en las dos mejillas. —Lo lamento muchísimo, Adrian. —Julia esbozó una tenue sonrisa y se volvió hacia Jason, que apretaba los labios en una fina línea. El brillo de afecto en los ojos de Julia se apagó de repente—. Jason... —murmuró. —Julia... —le dijo él, mirándola con gesto sombrío. —Lamento muchísimo lo de Nick, Jason. Jason la miró, inexpresivo, en el preciso momento en que el cirujano alto y rubio del funeral aparecía detrás de ella y le pasaba el brazo por la cintura. —Adrian, éste es Callum —dijo—. Callum Vickers. Callum, éste es Adrian De Vere. No necesita presentaciones. Callum le tendió la mano y Adrian se la estrechó con fuerza. —Y éste es Jason —dijo Julia, en tono lacónico. Callum le tendió la mano y Jason lo miró, desconcertado. Luego, se la estrechó sin entusiasmo. —Lamento mucho lo de su hermano —dijo Callum en voz baja. —Gracias —se limitó a responder Jason. —¿Qué tal va el imperio mediático? —Bastante bien, gracias. —Jason se volvió y miró a Julia con ojos entrecerrados—. Estoy seguro de que Julia le ha dicho que soy un esclavo de la industria.

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—No —respondió Callum con sus maneras tranquilas—. Julia no me ha hablado de usted. Jason emitió un gruñido. En aquel preciso instante, Levine reapareció con el whisky doble. —Lily me ha dicho que es usted cirujano. —Bebió un trago. Callum asintió y lo miró con aquella expresión calmada. —Cirujano asesor del hospital de St. Thomas. Jason miró a Julia por encima del borde del vaso con una sonrisa sarcástica en los ojos. —Eso complacerá a papá, seguro —masculló. Julia lo miró encendida. —Has bebido —le dijo en tono gélido—. Callum, tenemos que marcharnos. El busca que llevaba Callum a la cintura emitió un insistente pitido. —Lo siento, estoy de guardia... Si me disculpan... —Se apartó unos pasos hacia la ventana para hablar a solas. Jason bebió otro trago de whisky y miró a Julia con deliberación. Ella lo notó y, molesta, se bajó el velo sobre la cara y se alejó de Jason, caminando hacia Callum. —Papá —lo regañó Lily—. Compórtate. ¿No puedes ser educado con mamá por una vez? —La respuesta abreviada a esa pregunta es no. —Jason miró al frente con aire sombrío. Una voz grave lo sacó de sus ensoñaciones. —De Vere... Se volvió y observó a un tipo gordo de cara de luna junto a la barra. Tendría unos treinta años y vestía un traje negro mal cortado cuyo mejor momento había quedado atrás hacía tiempo; por encima, llevaba un mugriento anorak amarillo. Jason entrecerró los ojos y, de repente, lo reconoció. Era Weaver. Claro, Dylan Weaver, compañero de escuela de Nick en Gordonstoun, ahora uno de los principales especialistas europeos en tecnología de la información. Jason le tendió la mano, pero Weaver no hizo caso. Miró alrededor, visiblemente incómodo, y se detuvo en Guber unos instantes. —No te caigo bien, ¿verdad? —le preguntó Jason.

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—No, De Vere, supongo que no —respondió Weaver, mirándolo impertérrito. Luego, echó un furtivo vistazo a la sala como si buscara a alguien— . Reúnete conmigo en The Singing Waitress, en Shaftesbury Avenue, en el Soho, dentro de tres horas. —Weaver cogió un puñado de salchichas de cóctel de la barra y se las metió en el bolsillo del anorak—. A las diez de la noche. Ven solo. Estoy de paso. Jason lo miró sin dar crédito a sus ojos. Weaver se alejó pero se volvió a medio paso y dijo: —Es para hablar de Nick.

Julia abrió la puerta de su antigua casa londinense situada en la zona que antes se conocía como Colonia de Artistas de los estudios Nueva Chelsea. Desactivó la alarma, se quitó el sombrero y colgó el abrigo de piel de zorro sintética. Luego se agachó para recoger la correspondencia de la alfombrilla, la inspeccionó y se quedó paralizada. Examinó el sobre de papel tela de color crema dirigido a ella. La caligrafía le sonaba familiar. En grado sumo familiar. Era la letra de Nick. La habría distinguido entre muchas. Temblorosa, dejó el resto de las cartas en la mesa del vestíbulo y se dirigió a la sala. Dio la vuelta al sobre y examinó el membrete del Mont St. Michel y el matasellos. Reconoció «Pontorson», el nombre de una pequeña población cercana a la abadía. La última vez que había estado allí, había visitado el mercado semanal de Pontorson antes de volar con Adrián a la conferencia de prensa de Akaba. La carta había sido franqueada el día 22, el día de la muerte de Nick. Buscó un abridor de cartas de plata, rasgó el sobre y se sentó despacio en su sofá color marfil, cubierto con una funda. Una fotografía cayó al suelo de madera. La cogió, la dejó en la mesita y luego sacó la nota de Nick. Estaba escrita a toda prisa, eran unos garabatos, pero esos garabatos pertenecían a Nick.

Querida Jules: Papá descubrió algo. Algo importante. Y lo mataron por ello. A mí me inocularon el sida a propósito, Jules. Creo que saben que los he descubierto. Es un grupo de la elite del poder. Estoy haciendo algunas investigaciones por mi cuenta. En el caso de que no consiga salir de aquí, tienes que hacerle llegar esto a Jason. Es el único en quien confío.

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Dile a Lily que lo lamentaré siempre. Sé la luz que le guía, hermanita. Siempre tuyo, Nicky P.D. No estoy seguro de si Adrián...

La frase había quedado sin terminar. Julia le dio la vuelta al papel, pero en la otra cara no había nada. Unas gruesas lágrimas le surcaron las mejillas mientras cogía la fotografía. En ella aparecían cuatro hombres y reconoció a uno de ellos. Era Julius De Vere, el abuelo de Jason. Otro era Xavier Chessler, su padrino. Miró el reverso de la fotografía y leyó lo que ponía. «Debajo de los trajes están las sotanas.» Y luego, un nombre de mujer, «Aveline». Julia volvió a guardar la foto en el sobre y se acercó a los ventanales. Desde allí contempló los jardines italianizantes encerrados entre muros. Se sentía absolutamente confusa. Sacó la nota una vez más y la examinó de nuevo. Luego alargó la mano para coger el teléfono.

Jason se sentó en el exquisito bar instalado en un patio que daba a la calle, bajo una carpa, el cual constituía la sala de fumadores del Lanesborough. Un camarero se le acercó discretamente. —Un Lagavulin de 1991 —murmuró Jason. El camarero sonrió con gesto de aprobación. Fumando un caro cigarro, Jason se retrepó en el sillón de cuero y clavó los ojos en el techo de la carpa. Lily llegó en la silla de ruedas y se detuvo a su lado. —Bien, todo arreglado —dijo—. La abuela está cansada y acaba de marcharse con el tío Xavier. Alex nos llevará a Polly y a mí a New Chelsea y luego pasará la noche en el apartamento de Nick. —¿Por qué no te quedas conmigo? — le preguntó. —Mamá me espera. —Lily sacudió negativamente la cabeza—. La próxima vez, papá. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde ha ido el tío Adrian? —Lo han llamado por teléfono. Está hablando con Babilonia.

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Polly se acercó a ellos. Se había recogido de nuevo la larga y lisa melena rubia en una cola de caballo. —Hola, cariño —la saludó Jason con una sonrisa. Polly guardó el móvil en el bolso, se inclinó hacia Jason y le dio un abrazo. Jason confiaba en Polly. Era directa, práctica, nada retorcida. Aquel día estaba extraña. Había sido muy buena amiga de Lily, la mejor. —¿Qué, Polly? ¿Controlando a Lily? —Jason arqueó las cejas. —Por lo menos lo intento. —Polly le devolvió la sonrisa—. De tal palo, tal astilla. Alex los vio y se abrió paso por el bar de fumadores. Jason torció el gesto y preguntó a la chica: —¿Todavía salís juntos? —Alex quiere que nos comprometamos cuando yo cumpla dieciocho años. —Espero que sepas lo que haces —murmuró Jason—. Yo, a esa edad no lo sabía, vive Dios. —Usted lo conoce desde que tenía ocho semanas —replicó Polly con una radiante sonrisa. —Precisamente por eso —dijo Jason, arqueando las cejas de nuevo. —Siempre sé lo que hago. —¿Y está bien? En el funeral, lo vi muy afectado. —Mire, sé que está muy enfadado con usted por haber cortado toda relación con Nick, pero es el único padre que ha tenido nunca. No sea muy duro con él. Jason se volvió para observar al chico de dieciocho años, alto y magro, que caminaba hacia ellos vestido con su traje negro del funeral, el ordenador portátil colgado del hombro y cinco latas de cola en la mano. —Intentaré no castigarme demasiado por eso —dijo Jason con sarcasmo. Alex llegó por fin a su mesa y se guardó las cinco latas de cola en la mochila. Jason lo miró con interés y preguntó: —¿Vas a hacerles un análisis para ver si llevan flúor? Su tono era escéptico. Guiñó un ojo a Polly, le quitó las latas a Alex y las dejó sobre el mostrador de granito. —Ya las pagaré yo. ¿Tan poco se gana con el periodismo de investigación? Alex lo miró con rabia y se sentó al lado de Polly con aire taciturno.

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Jason siguió dando caladas al puro y levantó los ojos para ver si Alex seguía enojado con él. —Mira, Alex —comentó, apagando su cigarro en un cenicero—, Nick ha muerto. Yo tendría que haberlo apoyado y no lo hice. ¿Vas a guardarme rencor por ello el resto de mi vida? —Tal vez —respondió Alex con el entrecejo fruncido y gesto sombrío. —Como quieras. —Jason se encogió de hombros. —Alex ha estado investigando algo —dijo Polly, tratando con todas sus fuerzas de aligerar la tensión—. Algo gordo. Jason bostezó y Lily le lanzó una mirada malhumorada. —Alex... —dijo Polly, invitándolo a hablar. —La elite global: el Club Bilderberg, el FBI, el Banco Mundial y la ONU están confabulados para provocar un colapso económico en el mundo. La crisis de 2008 es como un juego de niños comparado con lo que viene ahora —masculló Alex—. Hambrunas, interrupción en el suministro de energía, saqueos, algaradas... El Katrina de 2005 no fue nada comparado con lo que sucederá ahora —añadió en tono ominoso. —Bien, Alex. —Jason hizo acopio de fuerzas—. Dime lo que va a suceder... Alex cogió una lata de cola, la abrió y bebió un largo trago. —La ley marcial —dijo—. Así empezará todo. Los militares patrullando las calles, toques de queda, podrán detenerte y encarcelarte. —Alex empezaba a animarse—. Si la gente supiera la verdad... —No es la verdad, Alex dijo Jason, poniendo los ojos en blanco—. La gente ya sabe la verdad. Yo soy los medios. Ése es mi trabajo, informar a la gente de la verdad. ¿No crees que si fuera verdad lo que dices, alguno de nuestros miles de corresponsales se habría enterado de algo? —le espetó con un gruñido de exasperación. —Cuando se haya desatado el caos —continuó Alex precipitadamente—, montarán una operación de bandera falsa en la que las fuerzas de un gobierno fingen ser el enemigo y atacan a sus propias fuerzas o a sus ciudadanos. A eso se le llama operación de bandera falsa. Jason vio que Adrian se abría camino entre las mesas de granito y cristal hacia ellos. —Sé perfectamente cómo se le llama a eso, Alex Lane-Fox —dijo Jason en tono gélido. —¿Sabes cuál es tu problema, tío Jason?

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Jason lo miró enigmáticamente y luego apartó la cabeza unos centímetros de la de Alex. —No, muchacho. ¿Por qué no me dices cuál es mi problema? —Lily y Polly intercambiaron una mirada de preocupación. —Tu problema, tío Jas —prosiguió Alex, temerario—, es que eres una marioneta cuyos hilos están en manos del Nuevo Orden Mundial. Lilly puso los ojos en blanco en un gesto de desespero. —Y tu problema, Alex Lane-Fox es que... —Jason se mordió la lengua al ver que llegaba el camarero con su Lagavulin—. Mira, Alex —su expresión se había suavizado y le puso una mano en el brazo—, por más que investigues a un gobierno en la sombra, eso no te devolverá a tu madre, muchacho. Cogió el vaso y saboreó el intenso, ahumado y turboso aroma de aquel whisky de malta de treinta años. —Producido en la isla de Islay, Lily. —Bebió un lento sorbo—. La reina de las Hébridas. —¿He oído operación de bandera falsa? —inquirió Adrián con una sonrisa. Jason hizo una seña al camarero, que abrió una caja de caoba con los mejores cigarros del hotel y se la ofreció a Adrian. —En los años sesenta, el jefe del Estado Mayor Conjunto frenó un plan cuyo nombre en código era Operación Northwoods —explicó Adrián, sentándose entre Alex y Jason—. Un plan para destruir aviones americanos con una compleja trama que implicaba un cambio de aviones y cometer una oleada de actos terroristas violentos en suelo americano, en Washington y en Miami, para luego echarles la culpa a los cubanos y justificar una invasión de Cuba. Adrian hizo una pausa para elegir un puro y, tras dudar unos instantes, se decantó por un habano de la época anterior a Castro. —Northwoods no llegó a realizarse. —El camarero sacó una guillotina y cortó la punta del cigarro—. Kennedy se negó a poner en práctica los planes del Pentágono. Adrian hizo una pausa teatral durante la cual se llevó el puro a la boca, el camarero se lo encendió y él lo hizo humear. —Pero podría haberlo hecho... Alex miró a Jason en señal de triunfo y éste le devolvió la mirada. —Tío Ad, quiero decir, señor presidente... —Alex acercó su silla a la de Adrian—. Para que el poder se consolide en sus manos, la elite global necesita poner en marcha

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un incidente que pueda atribuir al enemigo, un incidente nuclear en Los Ángeles, Chicago o la Costa Este, o recurrir al terrorismo biológico propagando enfermedades desde sus propios laboratorios, como la viruela, el ébola o la gripe aviar y conseguir así el control de la población. Alex sacó el ordenador portátil de la funda y lo situó delante de Adrian. Tecleó a toda prisa. —Tomemos el ejemplo de una operación de bandera falsa de terrorismo biológico. La gripe aviar. Mueren millones de personas. La gente está tan desmoralizada que pide al gobierno en la sombra para que la salve. —Alex hizo una pausa teatral—. Y entonces empieza. La introducción de la ley marcial, una sola moneda en el mundo. Los cadáveres se amontonan, las vacunaciones son obligatorias. —La voz de Alex adquirió una nueva intensidad—. Fijaos en el pasado. En 2009, treinta y dos estados aprobaron leyes que convertían en delito negarse a las vacunaciones ordenadas por el gobernador. Una cuarentena ilimitada para el que se opusiera. Adrian dio una larga calada al cigarro y dijo: —Las vacunas contienen el chip de identificación por radiofrecuencia. La gente está frenética, está dispuesta a aceptarlo. —Adrian miró a los reunidos a la mesa—. Se convierten en propiedad legalmente rastreable de este «Nuevo Orden Mundial». Y todo, por voluntad propia. Lily miró a Adrián, pasmada. —¿No estarás diciendo que el gobierno está en el ajo? Tío Ad, tú no estás en el ajo —dijo la muchacha. —Según la premisa de Alex —respondió Adrian—, los miembros del gobierno no son más que peones del sistema. Marionetas de cuyos hilos tira el gobierno en la sombra. Banqueros. Magnates del petróleo. El complejo industrial militar. Según esa premisa, los disidentes, todos aquellos que se nieguen a vacunarse, son detenidos por la policía militar y recluidos en campos de concentración del FEMA, el Servicio de Gestión de Emergencias, porque representan una amenaza para la salud de la comunidad. Los ponen en cuarentena. Adrian miró a los reunidos y calló unos instantes con expresión grave. —Es absolutamente plausible. Con millones de personas muertas, la entrada en vigor de la ley marcial y un control absoluto de los medios, a nadie le importará. —¡Exactamente! —exclamó Alex—. En 2008, había más de seiscientos campos de internamiento del FEMA en Estados Unidos —declaró con renovado vigor—. Muchas fuentes han confirmado los rumores de la existencia de furgones para prisioneros, fabricados en la China: unos contenedores de doce metros de largo, con

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esposas y un aparato de guillotina moderno en lo alto de cada una. Sin ventanas. Guillotinas en Georgia. En Tejas. Han corrido rumores no confirmados de que se instalaron mediante un contrato secreto con un congresista a sueldo de la elite que se reunió con los funcionarios chinos. —¡Rumores no confirmados! —repitió Jason levantando las manos—. ¡Furgones de mercancías, guillotinas! —Golpeó la mesa al dejar en ella el Lagavulin—. Alex Lane-Fox: esto es demencial, incluso viniendo de ti. Campos de concentración. ¡Tonterías, estupideces! Los seguidores de las teorías de la conspiración se han vuelto locos. Jason dio un trago a su bebida y miró a Alex, incrédulo, antes de proseguir. —¿Y a quién quiere meter la elite global en esos furgones chinos? ¿A la pobre tía Betty de Georgia y sus tartas de manzana? A pesar de sí mismo, Jason clavó la vista en el fondo de su vaso de whisky y disimuló una sonrisa, aunque notó que Lily lo miraba como si le lanzara cuchillos. —A los constitucionalistas —declaró Alex, inquieto—. A los patriotas, a los propietarios de armas que se niegan a renunciar a los derechos de la Segunda Enmienda, a todo el que se oponga al concepto de control gubernamental mundial. —Miró a Polly—. Y a los cristianos. —Hizo una mueca y miró directamente a Jason— . Pero, claro, eso a ti no tiene que preocuparte —añadió con ironía. El chico hurgó en la mochila y, con un suspiro, sacó un fino pliego de papeles que llevaba el sello del FBI y lo dejó en la mesa. —Lo siento, Polly —dijo—. Aquí tenéis tu padre y tú. Lee esto, el Proyecto Megiddo. Es la valoración estratégica que hizo el FBI de la capacidad de terrorismo doméstico en Estados Unidos a principios del nuevo milenio. Se envió a veinte mil jefes de policía. Increíble pero cierto. Polly cogió los documentos y estudió la primera página mientras Alex sacaba el segundo pliego. —Segunda fase. El gobierno promulga la Orden Ejecutiva 10990, que les permite apropiarse de toda la red de transporte y controlar las autopistas y los puertos. La Orden Ejecutiva 10998 les permite hacerse con todos los suministros de comida y recursos, públicos y privados, incluidos los equipamientos y las granjas agrícolas. Dejó el documento encima de la mesa y lo volvió hacia Jason. —Mira, tío Jas, aquí está todo. La Orden Ejecutiva 11000 permite al gobierno movilizar a los ciudadanos civiles americanos e integrarlos en brigadas de trabajo con supervisión gubernamental. Incluso permite al gobierno dividir familias si cree que es necesario. —Alex revolvió los papeles y continuó—: Orden 11001, El gobierno

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se adueña de los ámbitos de educación, salud y bienestar. Orden 11002, un censo nacional de ciudadanos. Orden 11003, el gobierno controla los aeropuertos y el tráfico aéreo. Jason se volvió hacia Adrián. —Mira, en Estados Unidos existen las órdenes ejecutivas y en el Reino Unido y en Europa hay mecanismos equivalentes —explicó Adrian en tono prosaico—. Piensa en la estrategia. El cártel mundial de la banca logra sus objetivos. Eliminar cualquier oposición. Reducir a la población y luego ponerle un chip para controlarla. Vigilancia y control sin límites. Una mayor centralización de su montaje financiero piramidal de dinero como deuda. La completa destrucción de la Constitución de los Estados Unidos de América. —Exactamente, señor presidente —le dijo Alex a Adrian con aire de triunfo. —Este material lleva años circulando por el circuito, Alex —dijo Adrian en tono paternal—. Es desinformación, hijo. Tú y muchos otros millones os habéis tragado una gran cantidad de desinformación deliberadamente fabricada. Las agencias de seguridad han investigado estas cuestiones desde principios de los años cincuenta. Los Doce del Majestic. El presunto suicidio de James Forrestal. Las teorías de la conspiración sobre la muerte de JFK. Las bases subterráneas. Roswell. El Área 51. Las teorías de la conspiración sobre el 11-S. El HAARP o Programa de Investigación de las Auroras Activas de Alta Frecuencia, los chemtrails o falsas estelas de aviones, los helicópteros negros, la ley marcial... Todo eso es desinformación directa, para inspiración de guionistas de Hollywood y escritores de novelas gráficas de cuarta categoría. Lo siento, amigo. De veras. Te lo dice alguien que maneja información fiable. No hay absolutamente nada de todo eso. —¿Y las órdenes ejecutivas? —preguntó Alex, que se había ruborizado hasta la nuca. —Existen como último recurso. Son una protección para el pueblo americano. Y en Europa ocurre lo mismo. No se utilizarán nunca, Alex. No se decretará la ley marcial, Alex. Créeme. Avergonzado, Alex cerró el portátil. —Será un gran periodista, Jas —intervino Adrian, guiñándole un ojo al chico—. Si estuviera en tu lugar, lo contrataría para la redacción de noticias de la VOX. —Pero, señor presidente, ¿ha oído usted hablar de la Marca de la Bestia? — preguntó Polly en voz baja. Adrián la miró con extrañeza. Polly citó:

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—«Y hacía que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha o en la frente; y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre.»Jason, Alex y Lily miraron asombrados a Polly, una persona que siempre hablaba con dulzura. —«Aquí hay sabiduría. El que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia pues es número de hombre. Y su número es seiscientos sesenta y seis.»—¡Polly! — Alex la miró con el ceño fruncido. —Apocalipsis, capítulo trece —dijo Polly con un gélido tono de voz que Jason no había oído nunca. Adrian se aflojó la corbata. Seis miembros del Servicio Secreto aparecieron entre las sombras del patio y rodearon a Adrian. —Su coche ha llegado, señor presidente. Adrian se puso en pie. Estaba extrañamente pálido. Polly siguió citando la Biblia. Sus facciones etéreas mostraban, de repente, una expresión muy seria. —«Y será destruido pero no por un poder humano...»—¿Estás bien, hermano? — Jason lo miró preocupado. Adrian estaba extremadamente pálido y no apartaba los ojos de Polly. —Bueno, Lily —dijo, volviéndose hacia la chica al tiempo que la besaba en las mejillas—. Ven a visitarme. Me lo has prometido. Lily asintió. Adrián miró a Polly, que seguía observándolo con aquella expresión grave. —Y trae a Polly —añadió en voz baja. En aquel preciso instante, sonó el móvil de Jason. Lo cogió, vio el número de Julia y lo dejó en la mesa. Luego, con un suspiro, lo cogió otra vez. —Sí, soy Jason. Un momento, Julia. Adrian se marcha ahora mismo. —Pasó el teléfono a Lily y gruñó—: Averigua qué quiere tu madre. —Luego, se volvió a Adrián, le estrechó la mano y le dijo—: Nos veremos en Nueva York, hermano. Lily se puso al teléfono. —Sí, mamá —dijo—. Sí, Alex nos llevará a New Chelsea antes de volver al apartamento de Nick. De acuerdo. No le gustará, pero se lo diré. Lily le tendió el teléfono a Jason mientras Adrian y sus guardaespaldas se marchaban.

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—Dice que es urgente. No quiere hablar con nadie que no seas tú —dijo la muchacha. —Oh, no ha querido hablar conmigo durante dos años, durante la tramitación del divorcio, y ahora no quiere hablar con nadie más. —Con gesto impaciente, volvió a coger el teléfono que le tendía Lily y atendió la llamada. —Sí, Julia, soy yo —le espetó—. ¿Qué ocurre? ¡Imposible! —gritó—. Léemelo de nuevo. ¿De Francia? —preguntó tras una pausa—. ¿Estás segura de que lo has entendido bien? Adrián se volvió para saludarlos antes de cruzar las puertas de oro y cristal y desapareció en el Lanesborough. —Esta noche, no —dijo Jason consultando su reloj—. Dentro de media hora tengo que estar en cierto sitio. ¿No puedes mandarlo a casa? Lily lo miró intrigada y Jason suspiró. —Sí, sí, de acuerdo. Sé que es tarde. Mira, iba a ir a la finca a presentarle mis respetos a padre mañana por la mañana, antes de volar. Recógeme en casa de mi madre, en Beigrave Square. A las nueve. Tomo el avión antes del mediodía, así que no te retrases. Cerró el teléfono y clavó la vista en el techo sin decir nada. Luego, miró a Lily con extrañeza. —Parece que hay una nota —dijo—. Con información para mí. Se puso en pie y el camarero lo ayudó a ponerse el abrigo. —Una nota de Nick — añadió.

Adrián cruzó las puertas de cristal y oro del Lanesborough y se encaminó hacia su Mercedes. —Ella lleva el Sello —dijo. Tenía la frente perlada de sudor. Se la secó con un pañuelo al tiempo que cesaba el nudo que sentía en la garganta y volvió a abotonarse la camisa—. En ella, el poder del Nazareno es muy fuerte. Quiero que Guber haga una valoración estratégica. Campos de internamiento. Cámaras de gas en el Reino Unido. El Servicio de Gestión de Emergencias de Estados Unidos. Tan pronto se declare la ley marcial, las primeras listas serán activadas. —¿Y la muchacha? ¿En cuál estará, en la roja o en la azul?

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—En la negra —respondió Adrián, esbozando una tenue sonrisa—. En la lista negra.

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Críptico

Jason se sentó a la mesa de melanina, con dos tazas de café ya vacías delante de él. Recordaba a Dylan Weaver de los veranos en Cape Cod. Era un sabihondo, pragmático y terco. Weaver había insistido en reunirse con él, pero ¿por qué? Consultó el reloj y echó un vistazo por la ventana, entre la llovizna, a la pared del otro lado de la calle, empapelada de carteles hechos trizas. —Detesto este tiempo. Una joven y animada camarera, cuya minifalda roja de cuero apenas ocultaba nada, se acercó con un bloc en la mano, mascando chicle. —¿Y bien, señor? —dijo con un acento londinense popular. —Estoy esperando a alguien. Ella se rió y guiñó un ojo en un gesto de complicidad. —Por supuesto, señor. Todos están siempre esperando a alguien. Jason echó otra ojeada al reloj y volvió la vista hacia la muchacha. —Tráigame otro café. —No está usted de buen humor, por lo que veo. —La camarera lo miró a la cara un momento y añadió—: Me recuerda a alguien. ¿No saldrá usted por la tele? Jason dijo que no con la cabeza y ella empezó a retirarse sin recoger las tazas sucias. Jason carraspeó y la chica se volvió. El señalo las tazas. Ella mascó sonoramente el chicle y se inclinó hacia él. —Pide usted mucho, ¿no? Condenados americanos...

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La desvencijada puerta del local se abrió con un crujido y entró Dylan Weaver, desaliñado y sin afeitar. Venía empapado. Ya no llevaba el traje negro del funeral, pero conservaba puesto el anorak amarillo, algo pequeño para su talla, que apenas alcanzaba a cubrirle la fofa tripa. —¿De Vere? Jason asintió. Weaver se sentó pesadamente en la frágil silla de madera y, con la respiración entrecortada, se inclinó hacia delante sobre la mesa hasta que sus facciones descoloridas quedaron incómodamente cerca de las suyas. Jason le tendió la mano. Weaver rehusó estrechársela y lo miró de arriba abajo con aire impasible. —Yo pensaba que los hermanos debían cuidarse entre ellos... —dijo. Sacó de debajo del anorak un ordenador portátil muy usado, abrió la tapa con sus dedos rollizos y mugrientos y lo puso en marcha. Luego, lanzó una mirada furtiva en torno a sí. —Me siguen. No puedo quedarme mucho rato. —¿Quién? ¿Quién te persigue? —preguntó Jason. Weaver titubeó: —No lo sé. Pero me siguen. —¿Qué te contó Nick? —De eso se trata. Nick no me contó nada. —Mira, Weaver, si has venido para hacerme perder el tiempo... —Si por mí fuera, De Vere, no volvería a verte nunca más. —Weaver le dirigió una mirada sombría—. Vayamos al grano: Nick me mandó un correo la noche que murió. Intentaba enviarme algo, un... archivo. Algo que había filmado. Lily me contó que Nick te había dejado un mensaje en el contestador. La misma noche que murió. Necesito saber si... si dijo algo acerca de lo que había filmado. —Mira, Weaver —suspiró Jason—, mi hermano ha muerto. Y no, no me contó nada concreto; sólo un divague confuso, producto de alguna droga, acerca del Arca de la Alianza. Pero lo noté asustado. Asustado de veras. Parecía estar en uno de sus «viajes» de alucinógenos. Weaver sacó un disco duro de su mochila y lo dejó sobre la mesa. —Bien, entonces, no puedo ayudarte. —¿Y ese archivo que te mandó? —preguntó Jason, ceñudo.

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—Está en blanco. He aplicado la clave pública. Conozco la clave privada de Nick y debería haber sido sencillísimo abrirlo, pero no se lee. He probado diez millones de combinaciones, pero es un encriptado como no había visto nunca. He llegado a un punto muerto. —¿Estás seguro? —Yo me dedico a esto, De Vere. Los clientes me pagan un buen dinero para que esté seguro. —Pues ahí tiene que haber algo. Está claro que Nick pensó que serías capaz de descifrar el código. —Mira —insistió Weaver mientras empezaba a recoger—, lo que filmó, fuera lo que fuese, ya no está. Ha desaparecido. Aquí hay un encriptado de servicios de espionaje de alto nivel. Alguna agencia ha rastreado su correo hasta mi dirección, ha utilizado un programa de acción encubierta, una aplicación de encriptado con puertas traseras, y ha encriptado el correo de Nick. Esto es cosa de servicios de inteligencia de altos vuelos, De Vere. Hackers como ésos matan gente. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. Y están siguiéndome. Sólo necesitaba saber qué sabías tú. Y veo que no sabes nada. —Weaver, no puedes dejar esto a medias. Dylan Weaver respondió calmadamente, sin volverse. —Tenemos en nómina a algunos hackers chinos de altos vuelos. Deberíamos haber cortado con ellos hace años, pero nos proporcionan la información que necesitamos. Veré qué tienen que decir. —No hemos terminado —dijo Jason, poniéndose en pie. —El tiempo se acaba, De Vere. Estaré en contacto. Weaver desapareció entre la lluvia en Shaftesbury Avenue. La puerta se cerró con un estruendo a su espalda.

Alex aparcó el Mini Cooper de coleccionista de Polly en el aparcamiento subterráneo. Se apeó del coche y levantó la vista al rótulo que decía «plaza reservada NDV». Suspiró, cogió la bolsa, cerró el coche de un portazo y se dirigió al ascensor expreso. Un Range Rover salido de la nada aceleró y pasó a toda prisa junto a su cuerpo larguirucho.

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—¡Mira por dónde vas! —gritó al conductor del vehículo, que desapareció rápidamente. Se sacudió el polvo y continuó la marcha hacia el ascensor mientras murmuraba—: Idiota... Un minuto después, salía al vestíbulo del intercambiador de ascensores del bloque de apartamentos londinense. —Hola, Harry —saludó al conserje, un hombre medio calvo de mediana edad. —Un poco más y todavía los encuentra, joven. —Harry señaló el ascensor. Alex frunció el entrecejo. —¿Encontrar? ¿A quién? —A sus compañeros de facultad. No lo veían desde hace meses y han pasado a darle sus condolencias por lo de Nick. —¿Y los ha dejado entrar? —No. No ha hecho falta. Traían su propia llave, joven. Han estado media hora y se han cansado de esperar. —Consultó el reloj y añadió—: Se han marchado hace cinco minutos. —¿Han dejado algún mensaje? Harry dijo que no con la cabeza. Alex observó al conserje, perplejo. Entró en el ascensor que llevaba al ático. Un minuto después, salía al recibidor de la enorme burbuja hedonista que era el ático londinense de Nick. Las luces se encendieron automáticamente, igual que la música. Se encaminó directamente a la terraza que rodeaba el apartamento, contempló el brillo del London Eye y de Canary Wharf a través de las cristaleras y, dejando atrás la bañera de hidromasaje, llegó al dormitorio de Nick. Se detuvo en seco. Los cajones del estilizado vestidor negro de Nick habían sido arrancados de su sitio y la inmensa colección de vaqueros Levi's y camisas estaba tirada por el suelo. Alex salió a la sala de estar, enorme y diáfana, con el corazón latiéndole violentamente. Contempló la imagen que reflejaba el inmenso espejo que cubría de punta a punta la pared del salón. El mueble bar chino lacado estaba volcado y la pared acolchada de cuero cobalto del comedor había sido reventada a navajazos. Hasta el último cajón de la estancia había sido abierto y volcado. Parecía que un tornado hubiera pasado por el ático. Alex volvió la vista hacia la caja de seguridad, de cerradura digital, que normalmente estaba oculta bajo la copia numerada del Vampiro de Edvard Munch. El lienzo había sido arrancado de la pared y la puerta de acero de la caja fuerte, abierta, todavía oscilaba.

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La caja estaba vacía. Alex sacó el teléfono.

—Maldita sea —masculló Jason, consultando el reloj por tercera vez en cinco minutos. Debería haber tomado un taxi. Tenía un programa de actividades muy apretado y Julia se retrasaba. Encajó la mandíbula y añadió—: Tarde, como siempre. El sonido estridente e incesante de un claxon rompió el silencio del tranquilo vecindario de Knightsbridge. Jason miró por el gran ventanal de estilo georgiano del salón. Era Julia, por supuesto. Muy atildada, con un pañuelo de cabeza y gafas de sol, ocupaba el asiento del conductor del ostentoso Jaguar deportivo aparcado junto al bordillo. Jason cruzó el vestíbulo, salió dando un portazo, anduvo hasta la verja, abrió y se encaminó hacia el coche. Metió la cabeza por la ventanilla del lado del acompañante y dirigió una mirada furiosa a Julia. —¡Esto no es New Chelsea, Julia! —masculló—. Estás en Belgrave Square. No es necesario que despiertes a todo el vecindario. Al ver que Julia ponía la mano enguantada sobre el claxon y empezaba a tamborilear con los dedos con gesto impaciente, entrecerró los párpados, le lanzó otra mirada furiosa y, desmañadamente, abrió la portezuela y encajó con dificultad su metro ochenta en el asiento del acompañante. —¿No podías haber buscado algo más funcional? —protestó—. Y llegas tarde. Julia apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. Con un rápido gesto, movió las gafas de sol hasta la punta de la nariz y, mirándolo por encima de ellas, replico: —Si no te gusta, llama un taxi. Volvió a colocar las gafas en su sitio. Jason la miró, ceñudo, mientras se debatía torpemente con el cinturón de seguridad. Julia puso la llave en el encendido y se apartó de la acera con un rugido del motor. Jason todavía estaba liado con el cinturón por detrás de las orejas mientras el Jaguar blanco aceleraba por el centro de Londres y se encaminaba hacia las afueras. Jason se llevó las manos a la cabeza descubierta, aterido por los gélidos vientos que entraban por todas partes. Julia, además del pañuelo, iba vestida para soportar aquel viento.

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—¡Estamos a finales de diciembre, por el amor de Dios! ¿Por qué llevamos la capota bajada? Julia salió bruscamente de la autovía principal a una carretera rural, maniobrando limpiamente alrededor de una camioneta que circulaba a marcha lenta. —¿Quién te escoge el barbero, últimamente? —preguntó ella—. ¿La tía Rosemary? Jason puso cara de estar a punto de estallar. —Supongo que ese implacable magnate de los medios que pasa por encima de todo lo puro y honrado en tu último libro era yo —dijo. Julia encajó la mandíbula, irritada. Estuvieron a punto de toparse con un coche que venía de frente por la estrecha carretera. »¡Por Dios, Julia! —exclamó—. ¿Qué pretendes, matarme? Julia tomó una curva haciendo chirriar los neumáticos y Jason se agarró al salpicadero mientras pasaban a toda velocidad por delante de unas casas de techo de bálago cubierto de rosales trepadores. —Si hubieras leído mi libro, sabrías que ya te había matado. Violentamente. Mediante un coche bomba. Resultó muy terapéutico... y me ahorró una fortuna en psiquiatras. Hizo otro giro cerrado a la izquierda y se detuvo con un nuevo chirrido de neumáticos frente a una capilla rural rodeada de prados llenos de ovejas. Se quitó el pañuelo y la melena rubia luminosa se desparramó sobre sus hombros. Se volvió a Jason. —Si quieres saberlo, he pasado la noche con Alex en una comisaría de Southbank. Estoy agotada. Alguien ha registrado a fondo el ático de Nick. —¿Registrado? —Jason la miró con una mueca de escepticismo—. ¿Esa definición es de la policía, o de Alex? —añadió con sarcasmo. —De los dos, en realidad —replicó ella, gélida. —¿Y tú cómo sabes que ha sucedido lo que dices? Julia abrió la puerta del coche, se apeó grácilmente y lanzó una mirada furiosa a Jason por encima de las gafas de sol blancas de Chanel que hacían juego con los vaqueros blancos y la chaqueta de cuero. —Estuve allí con la policía y con Alex a la una de la madrugada. Por eso lo sé, Jason —cerró el coche de un portazo.

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—Probablemente hayan sido algunos amigos suyos de los bajos fondos que buscaban cocaína —murmuró Jason y apretó los labios. Al parecer, tenía tantos problemas para quitarse el cinturón como los había tenido para ponérselo. —Nunca le diste a Nick el menor crédito, ¿verdad, Jason? Dejaste que se fuera a la tumba sin hablar con él. ¿Cómo pudiste...? Julia se inclinó a coger un puñado de tulipanes rosa pálido del maletero. —Ya lo entiendo —musitó Jason, ceñudo—. Me has traído hasta la tumba de mi padre para darme un sermón sobre lo rastrero y despiadado que soy por no haber perdonado a Nick. El cinturón de seguridad se atascó en la puerta. Julia echó a andar por el serpenteante camino que llevaba a la capilla. —Cortaste todos los vínculos con él, Jason. No volviste a dirigirle la palabra desde aquel día. Jason consiguió desembarazarse finalmente del estorbo, se apeó y echó a andar detrás de ella mientras se pasaba la mano por los cabellos en un vano intento de peinárselos hacia atrás. —Nick era un arqueólogo brillante —replicó a gritos—. Echó a perder su carrera detrás de la heroína, la cocaína o lo que fuese... y desacreditó el apellido familiar. Papá no lo superó nunca. Un vicario muy inglés apareció de detrás de una lápida y miró al airado Jason con visible desaprobación. —Buenos días —dijo. Jason hizo un manso gesto de saludo con la cabeza y continuó caminando detrás de Julia. Jadeando, llegó a su altura en un rincón apartado del cementerio, donde se había detenido ante un gran mausoleo, muy cuidado. El vicario los observó, suspicaz, desde el camino. Julia se arrodilló y colocó los tulipanes en la tumba. —¿Qué creías? —dijo con un siseo—. ¿De veras pensabas que querría quedarme a solas contigo? Jason le lanzó una mirada irritada. —Vivir sola te está volviendo paranoica —masculló y la agarró del brazo—. ¡Y quítate esas malditas gafas!

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—No vivo sola. —Julia ardía de cólera—. Y no me llames paranoica. Siempre has sido un pomposo estúpido. .Mira lo que le hiciste a Nick. Jason puso los ojos en blanco y señaló la tumba de James. —¡Chist! Ante la tumba de mi padre, no... Y no metas a mi hermano en esto. Julia se irguió cuanto daba su metro sesenta y poco. Echando humo, se quitó las gafas y dejó a la vista unos ojos enrojecidos, bañados en lágrimas y con el maquillaje corrido. —Tu hermano, tu hermano... ¿Pero cuánto tiempo pasaste con él durante los últimos siete años, Jason De Vere? ¿Cuánto, entre tanta fusión de empresas, tanta plataforma digital, tanto lanzamiento de satélites? El vicario volvió a dirigirles una mirada de desaprobación. —Nick intentaba decirte algo. No me preguntes por qué te escogió a ti, pero así fue. Pensaba que a vuestro padre lo asesinaron. Daba la impresión de estar metido en algún lío. —Esto no es uno de tus libros, Julia, maldita sea. —Jason bajó la voz amenazadoramente—. La gente no anda por ahí matando a otros sin más. —Lily dijo que Nick te había dejado un mensaje críptico en el contestador. —Me llamó, eso es todo. El típico subterfugio de Nick. Sonaba como si estuviese colocado. Ahora, por favor, dame mi nota y un poco de intimidad. Julia le lanzó otra mirada furibunda, pero abrió su bolso blanco de piel. Sacó el reconocible sobre de papel marrón y dijo: —Fue enviada por correo desde Francia la noche de su muerte. Y, en realidad — añadió—, la nota va dirigida a mí. Jason frunció el entrecejo, le quitó el sobre de las manos y observó, perplejo, el escudo de armas del membrete del Mont St. Michel. Lentamente, dio la vuelta al sobre. —Es de Mont St. Michel. —¡Pues claro que es de Mont St. Michel! —soltó Julia—. Nick pasó el día con Adrián. —¡No, no estuvo con él! —declaró Jason, furioso. —¿No estuvo? ¿Qué quieres decir? Me llamó cuando estaba a cincuenta kilómetros de la abadía, la mañana del día que murió. —¿A qué hora te llamó? —preguntó Jason fríamente.

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—Hacia las diez... diez y media. Hora de Londres, lo cual significa que para él eran las once y media. —Te confundes. —Jason dio la vuelta al sobre una vez más. —¿Ah, sí? —Julia se puso brazos en jarras y sintió que le hervía la sangre—. Que lo sepas, Jason De Vere, no me confundo. Buscó el móvil en el bolso. Lo abrió y buscó el historial de llamadas recibidas. Furiosa, pasó el teléfono a Jason. —Ahí lo tienes. En la lectura del satélite GPS de la UE. Llamada recibida desde cincuenta y dos kilómetros de Mont St. Michel, a las diez y treinta y siete, exactamente. Identificador de llamadas: Nicholas De Vere. —Pues debió de cambiar de idea —concedió Jason a regañadientes—. Adrian me dijo que lo llamó, pero que algo lo retuvo. No llegó nunca a Mont St. Michel. —Oh, vamos, Jason. Sólo estaba a cincuenta kilómetros cuando me llamó. Iba directamente hacia allí. —Ya conoces a Nick. —Jason se encogió de hombros. —Sí, claro que conozco a Nick —replicó ella—. Iba derecho a la abadía. Si no estuvo allí, ¿de dónde sacó el sobre? Jason observó el membrete. —Supongo que lo llevaría en su mochila —añadió Julia con tono burlón. —¿Qué más dijo? —Estaba un poco... —Arrugó la frente—. No sé, estaba serio. Muy serio. Quería información. El certificado de nacimiento de tío Lawrence, el nombre de los miembros del consejo de administración de VOX... —¿El consejo de administración de VOX? —Jason la miró, incrédulo—. ¡Por Dios, Julia! Nick no ha querido saber nada de finanzas en su vida. ¿Y esta vez quería una lista de mi consejo de administración? Tenía que estar en uno de sus «viajes», no cabe duda. —Está bien, como quieras. —Julia levantó las manos, dándose por vencida—. Aquí tienes la nota. Léela tú mismo. Y quiero que me la devuelvas. Jason le dio la espalda, extrajo la nota del sobre y la estudió durante varios minutos. —Escribe que le inocularon el sida —murmuró—. Dijo lo mismo en el contestador... —Su voz se suavizó—. Mira, Julia, ya sé lo unidos que estabais —dijo con cierto apuro, devolviéndole la nota. A continuación, sacó la fotografía.

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Julia señaló a Julius De Vere. —No reconozco a nadie, aparte de tu abuelo y del tío Xavier. El auricular de Jason se iluminó. —¿Sí, Purvis? —dijo. Se volvió. Su chofer apareció por el sendero, portando una corona de flores blancas. Jason cogió la corona y la colocó en la tumba de James—. Muy bien. Voy para allá. Di le a Macdonald que ponga en marcha el motor. — Consultó el reloj y empezó a desandar el camino entre las lápidas—. Dile a Levine que se asegure de llevar mi maletín. Y haz una reserva para dos en el Rose Bar. Asegúrate de que te dan mesa. Para después de las nueve. Colgó el teléfono y se encaminó hacia el Bentley, que estaba aparcado directamente delante del Jaguar de Julia. El chofer abrió la puerta posterior. Jason titubeó. Se volvió y agitó el sobre en dirección a la figura delgada vestida de blanco que lo observaba desde lejos. Le dedicó una torpe sonrisa y murmuró: —Gracias.

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El Padrino

29 de diciembre de 2021

Jason se detuvo bajo la lámpara de cristal veneciano hecha ex profeso para el vestíbulo del lujoso hotel neoyorquino. El agotamiento emocional de la semana anterior, al que se sumaba ahora el jet lag, empezaba a pasarle factura. Se pasó los dedos por el pelo, miró a su alrededor y contempló la enorme chimenea italiana tallada a mano y el fuego que rugía en ella, las lujosas cortinas de terciopelo rojo, los cuadros colosales y la chaquetilla de torero. La magnificencia del Viejo Mundo, fusionada con lo que Nick describiría, sin duda, como estética moderna. Uno de los tres áticos del hotel había sido la segunda casa de Nick cuando estaba en Nueva York. Lo llamaba «Alta Bohemia» y le encantaba. Jason se detuvo allí, paralizado. De repente, absolutamente todo lo que veía le recordaba a Nick. Consultó el reloj. Las nueve y media en punto. Xavier Chessler lo estaría esperando en el Rose Bar. El anciano era meticulosamente puntual y llevaba su vida personal con el mismo rigor con el que dirigía sus bancos. Tomó el ascensor y salió al elegante bar. Allí sentado, con las paredes de terciopelo verde como fondo y directamente debajo de un cuadro de Warhol, estaba Xavier Chessler. Jason se dejó caer en un lujoso sillon antiguo de terciopelo, enfrente de él, y estudió a su padrino. La edad había tratado bien a Xavier Chessler. Una tupida cabellera lisa plateada enmarcaba sus facciones distinguidas. Xavier Chessler acababa de cumplir los

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ochenta y cuatro y parecía veinte años más joven. Aunque Jason albergaba la secreta sospecha de que, gracias a la insistencia de su esposa, Marina, una mujer llamativa y extravagante que durante mucho tiempo había sido una seguidora fanática de la moda, el Botox podía tener algo que ver con el aspecto rejuvenecido del banquero semirretirado. Xavier daba delicados sorbos a un cóctel. Jason se extrañó y levantó las cejas en un gesto de interrogación al elegante anciano. Su padrino era muy estricto en sus hábitos nutricionales y rara vez probaba el alcohol. Chessler le dirigió una mirada picara. —No es más que piña aderezada con jengibre y revuelta con menta, limón y unas gotas de angostura. Muy refrescante, te lo aseguro. Aunque supongo que tú preferirás el Lagavulin... —añadió, moviendo la cabeza. —En Nueva York cuesta encontrarlo. —Éste es el lugar indicado, joven Jason. —Chessler señaló la clientela joven y chic que se congregaba en la barra. Famosos, jóvenes banqueros de inversiones... Gente adinerada—. Aquí, Nick siempre se sentía como en casa. Chessler llamó a la camarera más próxima y señaló la carta. —Un Lagavulin y lo mismo de antes —pidió. La camarera tomó nota y se retiró—. Nick y yo celebramos aquí el último cumpleaños de Marina. Tú estabas en Pekín. Adrián y tu madre le pagaron pasar el verano aquí. —No me enteré de que estaba aquí en julio —dijo Jason, titubeando—. Debería haber respondido a sus llamadas. —No hay tiempo para recriminaciones, muchacho. La vida es demasiado corta para andarse con lamentaciones. Sobre todo cuando uno alcanza mi edad. La camarera volvió con el whisky y un segundo cóctel. —Dijiste que Nick te envió una nota... —Una nota, no, en realidad. —Jason fijó la vista en el vaso—. Bien, digámoslo de este modo: la nota la envió a Julia. A mi me envió una fotografía. —Sacó el sobre de Mont St. Michel del bolsillo de la chaqueta y se lo entregó—. Tú apareces en ella. Chessler sacó de la funda unas gafas de montura de plata, se las puso y observó la fotografía. Luego, miró a Jason.

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—Bien... —Frunció el entrecejo—. Naturalmente, reconozco a tu abuelo. Y a Piers Aspinall, el ex director del MI6. Falleció el año pasado. El pobre tipo tenía parkinson, si no recuerdo mal. —Estudió la fotografía con más detalle—: Es antigua, muy antigua. Tu padre y yo debíamos de tener cuarenta y pocos. ¡Ah, los estragos del tiempo, Jason! —suspiró. —¿No tienes idea de quiénes eran los otros hombres? Chessler dijo que no con la cabeza. —Mira, muchacho, tu padre y yo participábamos juntos en muchísimos consejos de administración. De fundaciones caritativas y de sociedades no caritativas. En la actualidad, soy director no ejecutivo de veintiséis entidades. Lo siento, Jason, pero no consigo acordarme de ellos. —En el reverso —Jason señaló la foto— hay un nombre escrito. Es la letra de mi padre... Chessler dio la vuelta a la foto. —Aveline... —murmuró—. Sí, es la caligrafía de tu padre, la reconocería en cualquier parte. Haremos una cosa, Jason. Como veo que es importante para ti y, por lo que parece, también lo era para tu padre, haré unas investigaciones por mi cuenta, si no te importa que me la quede. —Desde luego —asintió Jason—. Te lo agradeceré mucho. —¿Has dicho que había una nota? —Dirigida a Julia. Era críptica, digresiva. Típica de Nick. Sólo me quedé la fotografía, pero te diré qué resulta realmente extraño. El membrete es de Mont St. Michel. —Jason señaló el sobre—. Adrian me dijo que Nick no estuvo en la abadía el día que murió. Sin embargo... —A veces, estas cosas parecen confusas, querido. —Chessler se quitó las gafas y las guardó de nuevo en la funda—. La muerte de Nick nos ha afectado a todos. Sin embargo, estoy seguro de que esto tendrá una explicación clara y simple. —Supongo que nunca lo sabremos. —Jason se encogió de hombros. Levantó el vaso y volvió a pasear la mirada en torno al ecléctico espacio iluminado con velas—. Un brindis por Nick. —Por Nick. —Xavier Chessler alzó su vaso de cóctel—. Brillante arqueólogo e hijo leal. —Y hermano. —Jason apuró el whisky. Luego, torció el gesto—. Escucha, Xavier. Mañana tengo una reunión a las siete. Uno de los fondos de inversión de VOX.

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¿Podríamos continuar la conversación mientras almorzamos... el domingo, pongamos? —Pues claro, muchacho. —Chessler cerró la mano en el hombro de Jason—. Marina y yo vamos de fin de semana a los Hamptons. Ven a pasar el sábado y domingo con nosotros. Marina se muere por ponerse al corriente de todas las intrigas que se cuecen en los medios de Nueva York. La jubilación la está volviendo loca. Tu presencia será un regalo divino. Jason se puso en pie. —Volaré allí el viernes a última hora —anunció. —Jason —dijo Chessler—, tú eres mi único ahijado. Tuve tres hijas y ningún varón. Siempre has sido como mi propio hijo. —Miró a los ojos a Jason y añadió—: Ya sabes que no hay nada, absolutamente nada, que no haría por ti. —Lo sé, tío Xavier. —Jason se inclinó y abrazó al anciano. Xavier Chessler lo siguió con la mirada mientras Jason cruzaba el bar. Cuando llegó a la puerta, se volvió. Chessler le sonrió afectuosamente. Guardó con cuidado la fotografía en el bolsillo interior de la chaqueta y enseguida se agarró la muñeca izquierda, presa de un dolor agónico. Se desabrochó el puño de la camisa y contempló con espanto la Marca del Hechicero grabada en su piel. Echaba humo, literalmente. Julius De Vere lo torturaba desde la tumba. Desde el propio Infierno. Estaba seguro. Sacó el móvil y marcó. —Creo que quizá tengamos un problema. —Sonrió a la camarera y le pidió la cuenta. Luego, bajó la voz y añadió—: No, nada que no pueda controlar. Sólo quería que estuvieras advertido. Sí. Parece que Nicholas envió una nota antes de morir. En un sobre con el membrete de Mont St. Michel. Sí, lo tengo. »Pues claro que me desharé de la prueba. El vendrá a los Hamptons a pasar el fin de semana. Averiguaré qué sabe. No lo pierdas de vista. Infórmame vía nuestra conexión londinense tan pronto nos hayamos ocupado de ese gusano entrometido, Weaver. Colgó y se quedó mirando al frente con expresión sombría. Su ahijado sería un adversario formidable si, finalmente, se despertaba en él alguna sospecha. Sin embargo, manejando el asunto de forma adecuada, tal cosa no debería producirse de momento.

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El exterminio de Jason De Vere tras la apertura del Séptimo Sello sería obligado. Hasta entonces, serviría a los propósitos de la Hermandad.

Llovía a cántaros. Dylan Weaver estaba junto a la puerta de una tienda de congelados, a cubierto de miradas desde la calle. Consultó el reloj, inquieto, y volvió a echar un vistazo por la puerta acristalada de la tienda antes de aventurarse a salir a la casi desierta High Street. Cien metros calle arriba, aún distinguió los dos Range Rover negros que llevaban aparcados delante de su casa desde las once de la mañana. Se puso la capucha del anorak amarillo y se llevó a la boca lo que quedaba de una bolsa de palomitas. Con una última mirada furtiva hacia su piso en la fábrica de pianos reconvertida, anduvo a buen paso en dirección a la estación de metro de Kentish Town. Tomaría la Northern Line hasta King's Cross y, desde allí, la Circle Line a Paddington, con el tiempo justo de tomar el último expreso a Heathrow. Con dedos sudorosos, palpó por quinta vez en la última hora el manoseado billete de avión. Hacía una hora que los hábiles hackers de Hangzhou habían recibido el disco duro. El día siguiente, a mediodía, tomaría el Airbus de Virgin Atlantic a Shangai desde la terminal 3. Al anochecer, estaría en el aeropuerto de Pudong.

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Apocalipsis

Miguel se encontraba a la puerta de la habitación de Gabriel y lo observaba desde el umbral. —¿Tu alma está preparada? —le preguntó. —Los sueños... —Gabriel levantó los ojos para mirar a Miguel. Tenía el rostro contraído de dolor—. Reinos que ascienden y caen... la Estirpe de los Hombres, el Juicio Final, la Revelación del Apocalipsis de san Juan. Veo cosas que están a punto de suceder en el mundo de la Estirpe de los Hombres. Tengo visiones de ellas... como Revelador —añadió Gabriel con voz temblorosa—. Como vidente. Miguel lo miró de hito en hito, pero no dijo nada. —Delante de mí había un Caballo Pálido —prosiguió Gabriel—. Iba montado por un jinete llamado Muerte. —Se estremeció y dio unos pasos hacia la terraza para contemplar la Puerta de Rubíes—. Guerras, hambrunas, plagas... —susurró—. Granizadas y fuego mezclado con sangre. —Inclinó la cabeza—. Me gustaría que no hubiéramos tenido que llegar a esto. —Jehová les ha dado una oportunidad tras otra de arrepentirse —a Miguel le temblaba la voz de la emoción—, pero ellos rechazan a Cristo, rechazan el gran sacrificio y escogen seguir a Lucifer. Ha esperado eones, Gabriel, retrasando el momento de Su Juicio. —Se acercó a Gabriel. —Y, sin embargo, todavía los ama comentó éste, en voz baja. —Su Juicio no puede demorarse más. —Miguel puso la mano en su espada—. La balanza de iniquidad en el mundo de la Estirpe de los Hombres está colmada. Nuestro hermano Lucifer les ha destruido el alma. El Juicio tiene que llegar.

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—Y, sin embargo. El todavía los ama, Miguel —repitió Gabriel, mirándolo a la cara con expresión apenada—. No como nosotros, los angélicos. Él nació como uno de ellos y anduvo como uno de ellos. —Gabriel aumentó la intensidad de su voz—: ¡Vivió como uno de ellos! —Y murió como uno de ellos —dijo una voz, a sus espaldas. Los hermanos se volvieron y se encontraron a Jether en la antesala de la habitación. —A Él lo conmueve el sufrimiento de los hombres, sus enfermedades y sus debilidades. —Jether esbozó una dulce sonrisa—. Comprende todas las cosas atormentadoras que les asolan el alma. Pálido como la cera, Gabriel miró a Jether. —He visto cosas demasiado terribles para contarlas —dijo—. Se abrirán los Siete Sellos, los jinetes... —Querido Revelador —Jether cerró los ojos—, lo que dices es verdad. Has viajado muchas noches como vidente. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis cabalgarán pronto sobre los Vientos Occidentales de la Estirpe de los Hombres, desatando su furia. —La Estirpe de los Hombres... —susurró Gabriel, agachando la cabeza—. Su mundo se desmorona. —Es algo extraño —replicó Jether, acercándose a Gabriel para ponerle la mano en el brazo—. He vivido entre ellos como Angélico ignorado durante más de cuatro décadas. Entre la Estirpe de los Hombres he visto una maldad y una perversión inimaginables. E intolerables —añadió en voz baja—. Violaciones, abortos, asesinatos a sangre fría. Los hechos más pecaminosos. Jether hizo una larga pausa, abrió los ojos y prosiguió: —Y sin embargo, sin embargo... —una expresión de asombro cruzó su rostro—, he visto también en el mundo de la Estirpe de los Hombres un amor que desafía incluso nuestra comprensión angélica. He visto a una madre sacrificar su vida por salvar a la del hijo. —Jether estaba absolutamente conmovido—. He visto a hombres adultos en la guerra sacrificar su vida por la de sus hermanos. He visto con mis ojos lo más egoísta y vil de la Estirpe de los Hombres. —Jether miró a Miguel con lágrimas en los ojos—. Y, sin embargo, he visto... he visto también su gloria. He visto en todos ellos Su imagen, Su impronta. Oh, ¿qué es el hombre para que El se ocupe de todos ellos? —susurró Jether. —Hay cosas peores —dijo Gabriel, de espaldas a Miguel y a Jether—. He visto llorar a Jehová.

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Miguel contuvo una exclamación. Estaba consternado. —Jehová llora por lo que está a punto de ocurrir —asintió Jether—. La Gran Tribulación que se cierne sobre la Estirpe de los Hombres... Miguel agachó la cabeza. —Dentro de nueve meses exactos, Jehová cederá la ejecución de los Siete Sellos a Cristo. Son Sus súbditos. El es su Rey. Jether miró más allá de las doce lunas azul pálido del Primer Cielo, más allá de las estrellas fugaces y de los relámpagos que estallaban sobre la Puerta de Rubíes, y levantó la mano hasta que la silueta del planeta Tierra apenas fue visible a través de los cambiantes tonos violáceos del horizonte. —Al final de la historia humana —dijo Jether en un susurro—, Jehová pasa por fin de la gracia al juicio. Compasivamente, con ternura, década tras década y era tras era, ha invitado a la Estirpe de los Hombres, a todos y cada uno de sus miembros, a la fraternidad con El. Ahora, el Final de los Tiempos se acerca. Él ha sido su amoroso pastor... —Jether miró a los dos hermanos. Los ojos le ardían de fiera intensidad—. Y ahora se convertirá en su Juez.

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Sorpresa inesperada

Siete días después 5 de enero de 2022

El chofer cerró la puerta de la limusina mientras Jason corría bajo la lluvia y se refugiaba bajo el toldo blanco y dorado del edificio de la Quinta Avenida que acababa de adquirir, al lado de Central Park. El otro ático de Manhattan, en el que habían vivido Julia y él los diecisiete años que habían estado casados, se había vendido por fin para satisfacción de Julia, pues con el importe se aseguraba tener liquidez toda su vida. Jason frunció el entrecejo. Y, para conmoción de su familia y sus socios, en un acto impredecible, se había gastado setenta millones de dólares de su fondo fiduciario personal en comprar una propiedad inmobiliaria de primera clase, que había convertido en su residencia en Nueva York, y la había escriturado a nombre de Lily De Vere. Entró en el vestíbulo a grandes zancadas, saludó al conserje con la cabeza y se dirigió al ascensor. Pulsó el timbre y cuarenta segundos y cuarenta y dos pisos después, sus puertas doradas se abrieron al descansillo del ascensor privado del ático triplex que ocupaba las tres plantas más altas de aquel castillo palaciego en el cielo. Lulú, su perra ridgeback, corrió hacia él a toda velocidad, meneando la cola. Se agachó y le acarició la cabeza con afecto. Luego se dirigió al bar de aquel salón de cuatrocientos metros cuadrados. Jason sonrió. «Un lugar de ensueño», como diría Lilian. Hacía décadas, había sido un centro de entretenimiento de las elites de las dos costas, la Este y la Oeste. Los Roosevelt, los Kennedy, los Reagan, Frank Sinatra y Ava Gardner, Marilyn Monroe, incluso

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Lawrence Olivier y Vivien Leigh habían pasado días y noches en la que ahora era la residencia de Jason. Durante los últimos cuarenta años, había pertenecido a un magnate de Wall Street exageradamente rico que era un fóbico social y no salía del ático. Jason arrojó la chaqueta al sofá y se sirvió un whisky. El ciclo continuaría. Allí sólo se alojaría él, Lily durante las vacaciones y Lulú, seguramente la perra más consentida de Manhattan. Bostezó. Necesitaba algo que lo ayudase a cerrar los ojos. Se dirigió a los ventanales de siete metros y salió a la terraza. A la luz de la luna, contempló la panorámica de Central Park, la pista de patinaje y las brillantes luces de la ciudad. Nueva York de noche era algo insuperable. Suspiró y pensó que el día siguiente sería muy duro. A las seis de la mañana, volaría a Babilonia. Allí lo esperaban los preparativos para la cumbre que se celebraría el día siete a primera hora. Almuerzo con el primer ministro de Irak y unas copas por la noche con Adrián antes del gran día. A las seis de la mañana, desayuno con el ministro de Telecomunicaciones. A las ocho, ratificación del Concordato del Rey Salomón, y luego a las cinco de la tarde, hora de Babilonia, la firma final del Tratado Ishtar. Sería la exclusiva mundial más importante del mundo en los medios y, gracias a su hermano pequeño, la tendría la VOX. Jason apuró el whisky, volvió al interior y se acercó al escritorio de mármol situado junto a unas grandes ventanas venecianas. Revisó con indiferencia el correo que le había dejado allí el ama de llaves. Encontró lo habitual: publicidad, facturas, nada de correo personal. Dudó y luego cogió un vulgar sobre azul escrito a mano que estaba al fondo de la pila. Examinó el matasellos. Qué curioso, pensó. Estaba franqueado en Hangzhou, China. Lo rasgó con un abrecartas y lo puso boca abajo. De su interior cayó un disco diminuto, no más grande que la uña de su dedo pulgar, y un burdo trozo de papel. Jason lo desdobló. La caligrafía era un garabato, pero un garabato legible.

A seguir. Weaver.

Jason arrugó el papel, cogió el disco y recorrió los suelos de mármol calentados hasta su nueva biblioteca de caoba. Puso en marcha el ordenador portátil, introdujo

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el disco, y se hundió en su sillón de cuero delante de la chimenea. Con el whisky en la mano, estudió la pantalla. El primer documento era una carta con la firma al pie de su padre, James De Vere. Habría reconocido aquella caligrafía en cualquier sitio. Suspiró. Echaba de menos a su padre. El año que precedió a su muerte, apenas lo había visto. Había un segundo documento, firmado con tinta verde. Volvió atrás y leyó la carta de James De Vere a Lawrence St. Cartier. Cuando terminó, se recostó en el asiento y mantuvo la vista fija en el fuego de la chimenea durante varios minutos. Luego, examinó el segundo documento. Una solicitud de un agente biológico vivo a Fort Detrich. Una nota con el dinero pagado a unos matones de los bajos fondos de Amsterdam. Luego pasó a un tercer documento.

Virus del sida vivo entregado el 4 de abril de 2017. Inyectado a las 12.07. Orden firmada de la ejecución de Nicholas De Vere.

Jason miró la pantalla, pasmado. ¿Qué era lo que Nick le había escrito a Julia en aquella última nota? «Me inocularon el sida.» Perplejo, Jason se pasó los dedos por los cabellos, apuró el whisky y abrió el teléfono. Buscó el nombre de Xavier Chessler en la agenda. Al encontrarlo, hizo una pausa y siguió pasando nombres: Smythe, Stephens y St. Clair. Se detuvo en St. Cartier. Jason siempre había sentido un gran aprecio por el anciano. Su madre confiaba ciegamente en él. Y parecía que su padre también lo había hecho. Miró los tres números de teléfono de St. Cartier. Londres. El Cairo. Alejandría. Dudó unos instantes. Lilian había dicho que el anciano pasaba el invierno en su apartamento de El Cairo. Contactaría con él allí.

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El Primer Sello

Lentamente, la colosal Puerta de Rubíes del salón del trono de Jehová se cerró. Los veinticuatro Antiguos Reyes del Cielo se hicieron visibles entre la niebla que se levantaba. Eran los veinticuatro Servidores Supremos del Paraíso, veinticuatro de los más sabios y más poderosos entre las huestes de angélicos del Primer Cielo, a quienes se había encomendado la custodia de los Siete Sellos de la Sabiduría de Jehová por la fidelidad demostrada. Veinticuatro ancianos angélicos de la mayor humildad que, habiendo demostrado su fidelidad a lo largo de un millón de eones, habían sido encargados de la gobernación de la presente época del fin de los tiempos de la Estirpe de los Hombres. Juntos, los veinticuatro avanzaron majestuosamente por la nave del salón del trono ataviados con brillantes vestimentas blancas que simbolizaban su negativa a unirse a la rebelión de Lucifer y tocados con coronas de oro que simbolizaban su victoria en combate con los Caídos. Las joyas engastadas en cada corona representaban el amor, la alegría, la benevolencia, la serenidad, la fortaleza, la humildad, la fidelidad, la perseverancia, la caballerosidad y la templanza. Encabezándolos venía Jether el Justo, el más poderoso Antiguo Rey Angélico del Primer Cielo. —¡Jether el Justo! —anunció un heraldo angélico—. Servidor de los misterios arcanos de Jehová. El grupo se detuvo delante de los veinticuatro tronos de oro que formaban un semicírculo a ambos lados del reluciente altar de sardónice.

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Jether sostuvo en alto su cetro de oro ante la hueste de angélicos y todos hicieron una reverencia al unísono. Jether ocupó su trono, seguido de Zachariel, que había ocupado el trono de Charsoc a la derecha de Jether hacía eones, y a continuación lo hicieron los veintidós ancianos restantes. —Gabriel el Revelador, Príncipe de los Arcángeles —proclamó un segundo heraldo angélico—. Largo sea tu reino con sabiduría y justicia. Gabriel cruzó las Verjas y entró en el salón del trono siguiendo ceremoniosamente a los Antiguos Reyes. A su lado iba Miguel. —Miguel el Valeroso, Comandante de los ejércitos del Primer Cielo —anunció el heraldo angélico—. Largo sea tu reino con justicia y valor. Miguel avanzó junto a Gabriel portando la Espada de Estado. Juntos, recorrieron la nave del salón del trono hacia el Estrado de los Reyes. Sus caballeros armados los seguían en formación, portando solemnemente los gallardetes de la Casa Real de Jehová. Al unísono, los hermanos se arrodillaron entre las ardientes brumas carmesíes que se alzaban del altar de sardónice. Un enorme temblor y un rugido atronador, acompañado del destello de relámpagos, reverberó de las paredes del salón del trono y sacudió la cámara entera. El más brillante y luminoso de los colores bañó la estancia. De los muros emanó un intenso resplandor de sardónice que, casi al instante, se transformó en el suave azul moteado de un millón de zafiros ardientes. Brillantes amatistas irradiaban desde el inmenso arcoiris circular que descendía acompañando al trono de Jehová. Miguel se postró con el rostro aplastado contra el suelo de cristal, temblando. También Jether se postró, moviendo los labios en una invocación de súplica y adoración, mientras Jehová continuaba su descenso a través de la cúpula abierta. Las Huestes Angélicas se postraron al tiempo que el gran rugido terrible del Anciano de los Días llenaba la cámara. Miles de soles y miríadas de lunas de millones y millones de galaxias se entretejían en un tapiz vivo y pulsante del cosmos que envolvía el ser de Jehová. Y Jehová continuó su descenso. De cada luna y planeta y de los millones de estrellas que radiaban de la capa traslúcida de Su fulgor resonaban ondas de luz que viajaban a través de un universo tras otro en un inexorable tsunami de sonido. Y el Anciano de los Días seguía descendiendo. La cegadora luz blanca de la cámara se transformó en un deslumbrante brillo amatista, que dio paso a un esmeralda tenue y luego a un intenso zafiro, recorriendo

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el espectro de la luz que se reflejaba en la capa de Jehová. Y con El descendía también el arcoiris, que parecía extenderse de un extremo a otro del universo. Ante el trono de Jehová ardían siete antorchas de treinta metros de altura como siete columnas del intenso fuego blanco de la santidad y en medio de cada antorcha se hallaban los carbones encendidos del Espíritu de Jehová: Sus ojos. Y el trono de Su gloria continuaba su descenso, portándolo a Él. Al acercarse, el suelo del salón del trono se hizo como de mercurio, y luego se transformó de metal líquido en un mar que era como de zafiro vivo, con respiración. Era transparente y no había en él la menor imperfección. Truenos ensordecedores sacudían la cámara y era como si los propios átomos de las paredes latieran. Y cuando el trueno remitió, unas centellas azules impregnadas de fuego blanco recorrieron la capa del Anciano de los Días iluminando el universo en su estela. El rostro de Jehová quedaba oculto a la vista, velado por nubes ardientes, pero encima de Sus ropajes, donde debería estar Su rostro, resplandecía una luz como la de mil soles brillantes. Jehová, Aquel ante el cual todos los cielos y galaxias huían con temor reverencial ante Su propia majestad. Aquel cuyos cabellos eran blancos como la nieve por efecto de la propia refulgencia de Su gloria, cuyos ojos centelleaban como llamas de fuego vivo con el brillo de Su multitud de discernimientos y de magnánimas compasiones, infinitamente tiernas. Pues Su belleza era indescriptible. Sus tiernas bondades y compasiones eran inescrutables. Y así se presentó en el salón del trono. Como Uno. Como Trino. Pues eran indivisibles. Y eran indisolubles. Y cuando el trono y Quien lo ocupaba terminaron su descenso, las manos de Jehová se hicieron visibles a través de las densas brumas luminosas de Su gloria. En Su mano derecha sostenía un enorme rollo de pergamino que emitía una ardiente luz blanca. Gabriel observó el pergamino con asombro. —Es el rollo del Arca de la Estirpe de los Hombres —susurró, contemplando la escritura dorada, reluciente y viva, que cubría las dos caras del pergamino. La antigua caligrafía angélica emitía rayos de luz pulsantes y pasaba del hebreo al griego, al árabe y, después, a diez mil idiomas más, tanto de los antiguos angélicos como de la Estirpe de los Hombres. El rollo estaba cerrado en la parte frontal con

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siete grandes sellos de oro fino, cada uno de los cuales tenía en su centro un enorme diamante sin tallar. Excepto el Primer Sello. El Primer Sello no tenía diamante. En su lugar había una piedra de sardónice. Miguel se incorporó del suelo de cristal, sin dejar de temblar, y se volvió a Gabriel. —Son los Títulos de Propiedad de la Tierra. —Y las Crónicas del universo entero —asintió Gabriel—. Jehová tiene en Su mano el único registro de las Crónicas de la Estirpe de los Hombres: su pasado, su presente y todo lo que ha de llegar. La consumación de toda la historia. Los Títulos de Propiedad han permanecido en el Arca. El Rollo de los Siete Sellos ha estado escondido debajo de los doce grandes Códices del Arca, en lo más profundo de los Laberintos Occidentales de las Siete Agujas, durante más de dos mil años. Alzó la mirada al trono con adoración. —Desde el Gran Sacrificio del Cordero —murmuró Miguel. Gabriel asintió: —Esperando al final de los tiempos, cuando será abierto. Si ninguno entre la Estirpe de los Hombres es digno de reclamar los Títulos de Propiedad, se perderá el derecho y el reinado de Lucifer no tendrá fin jamás. Miguel dio un paso adelante. Sus ojos verde esmeralda ardían de rectitud. Alzó al cielo la Espada de Estado y exclamó: —¿Quién entre la Estirpe de los Hombres es digno de abrir el libro y desatar sus Sellos? —¿Quién es digno? —repitieron los heraldos angélicos. Jether y los ancianos continuaron postrados. —Nosotros no hemos nacido de la Estirpe de los Hombres. No somos dignos — proclamaron. —¿Quién es digno de abrir el rollo? —preguntaron los heraldos angélicos por segunda vez, dirigiéndose en esta ocasión a las huestes angélicas, presentes en un número de diez veces diez mil. —Nosotros no hemos nacido de la Estirpe de los Hombres. No somos dignos. — Resonó en el salón del trono la respuesta al unísono de la Hueste Angélica. —¿Quién entre la Estirpe de los Hombres es digno de abrir el libro y desatar sus Sellos? —preguntaron los heraldos angeli cos por tercera vez, en esta ocasión a los millones de la Estirpe de los Hombres congregados en el salón del trono, tanto de los

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fieles difuntos como de aquellos que habían aceptado el terrible sacrificio del Gólgota en eones pasados. Jether alzó la cabeza y vio a Adán, a Juan el Bautista, a Moisés y a Elías. Finalmente, Juan el Bautista se adelantó, con un fulgor en la mirada, y se postró en el suelo. —Yo he nacido en la Estirpe de los Hombres. No soy digno —murmuró y unas lágrimas surcaron su rostro. Adán se postró a su lado. —Yo he nacido en la Estirpe de los Hombres. No soy digno. Miles, millones de fieles difuntos se postraron a lo largo y ancho del salón del trono, proclamando: —No soy digno... No soy digno. Jether vio postrarse al rey A retas de Petra y a su hija, la princesa Jotapa, y reparó en las lágrimas que le corrían por las mejillas. —No soy digno —murmuró el noble rey. —No soy digna —sollozó Jotapa. —Jether el Justo —dijo Gabriel—, lee cuáles serán las consecuencias, según la Ley Eterna, si el Sello se queda sin abrir. Jether se puso en pie. —Si no se abre el Sello, el reino de Lucifer queda permanentemente sellado en la tierra. Adviene su reino. Por siempre más. La Caída. La Maldición. La calamidad completa que ha fraguado en el mundo de la Estirpe de los Hombres, su marca de dolor y sufrimiento en todo ser vivo, se impondrá para siempre en la tierra. No habrá redención posible de su reino. Si el Sello no es abierto, Lucifer reinará eternamente como soberano de la Estirpe de los Hombres. »Pero si se encuentra a uno entre la Estirpe de los Hombres que sea digno — continuó Jether tras una pausa—, la tierra será arrebatada finalmente a Lucifer y a los Caídos y a los hombres que han usurpado la propiedad de Dios. Miguel avanzó un paso y levantó los brazos hacia el trono y el rostro hacia la cúpula. —¿Quién es tan eminente en posición y poder como para estar autorizado, para ser digno de abrir el libro y, por lo tanto, de romper los Sellos? ¿Quién entre la Estirpe de los Hombres está en condiciones de arrebatar el planeta Tierra a Lucifer, el usurpador?

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El valeroso Miguel miró en torno a sí, con fuego en los ojos. —¿A quién se considera digno de llevar a cabo el derrocamiento del intruso, de deshacerse para siempre de Lucifer y sus legiones de Caídos? ¿Quién tiene la autoridad para abrir el Libro de los Siete Sellos? —Sólo uno —susurró una voz. Y el Cielo casi quedó en silencio. Y Juan, el Revelador, se levantó con el rostro bañado en lágrimas. —Sólo existe uno —susurró de nuevo entre sollozos entrecortados. Y alzó la vista y miró con absoluta adoración hacia el trono a la derecha de Jehová. Luego, cayó postrado como un muerto. Gabriel contempló la escena, paralizado. —Juan estaba aquí... —murmuró—. El apóstol bien amado de Cristo... Jether se acercó al altar. —No llores —dijo a Juan. Le impuso las manos en la cabeza y luego las alzó hacia el trono con los ojos cerrados en éxtasis—. No llores —repitió—, porque el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus Siete Sellos. Y de pronto, detrás de las columnas de fuego blanco de treinta metros de alto y en medio del trono y de los cuatro seres vivientes y en medio de los ancianos, apareció un Cordero como inmolado que tenía siete cuernos y siete ojos. Gabriel se postró de rodillas, temblando de pies a cabeza. —Tú eres digno de abrir el libro y de desatar los Siete Sellos —dijo, repitiendo las palabras de Jether. Contempló con arrobo la imagen del Cordero de pie, como inmolado, con sus siete cuernos y sus siete ojos, que eran los siete Espíritus de Dios enviados por toda la tierra. —El León que es de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus Siete Sellos —dijo, repitiendo las palabras de Jether. Y el Cordero se transformó en Cristo. Gabriel contempló con arrobo los ojos que centelleaban como llamas de fuego y admiró el rostro poderoso, imperial, del Cordero sacrificado, Jesucristo. Cristo, con el rostro bañado en lágrimas, se acercó a Jehová y tomó el libro de su mano derecha.

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Los cuatro seres vivientes que estaban delante del trono y los veinticuatro ancianos angélicos se postraron ante Cristo. Las lágrimas corrían por las mejillas coriáceas de Jether. —Digno eres de tomar el libro y abrir sus Sellos —proclamaron los veinticuatro ancianos al unísono. Gabriel observó a Zachariel. La mirada de Zachariel estaba fija en Cristo, sus ojos ardían de adoración y su voz resonaba en el salón del trono, a coro con la de sus veintitrés compatriotas. —Porque tú fuiste inmolado y con tu sangre has redimido para Dios a los hombres de todo linaje, lengua, pueblo y nación, y les has hecho para estar con nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra. Un rugido estentóreo, atronador, surgió de las diez mil veces diez mil gargantas de las huestes angélicas. —El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y el sonido de muchas voces resonó desde el mundo de la Estirpe de los Hombres. Cristo levantó las llaves del infierno y de la muerte o las llaves de los Títulos de Propiedad de la Estirpe de los Hombres. Gabriel lo observó, tembloroso. Jether esperó. Los veinticuatro ancianos esperaron. Diez mil veces diez mil de las huestes angélicas esperaron. Jehová esperó. Cristo miró al rostro a Jehová. Imperial. Con los ojos encendidos. Y el Rey de reyes del universo y de la Estirpe de los Hombres rompió el Primer Sello.

Lucifer se hallaba en el borde mismo del acantilado cortado a pico del Mont St. Michel, con sus seis alas seráficas desplegadas y las manos levantadas hacia los cielos crepusculares de Normandía. —Vi que el Cordero abría el primero de los Siete Sellos —susurró, mientras sus largos cabellos negros azotaban sus facciones cubiertas de cicatrices—. Y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir con una voz como de trueno: «¡Ven!»Lucifer

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contempló la imagen del Jinete Blanco, ahora claramente visible sobre la abadía de Mont St. Michel. Se quedó quieto un momento, con el rostro en éxtasis encarado hacia las fieras galernas del Atlántico. —Miré... —la voz de Lucifer se alzó más poderosa—, y ante mí vi un caballo blanco. El que lo montaba tenía un arco y le había sido dada una corona, y cabalgaba como un conquistador dispuesto a la conquista. Se volvió. Adrian se arrodilló delante de él y la luz de la luna bañó su rostro, realzando la belleza de sus facciones, ya admirables. —El Primer Sello ha sido abierto —susurró Adrian—. Empieza mi reinado como Hijo de la Perdición... Lucifer impuso las dos manos sobre la cabeza de Adrian. —Siete años hasta nuestra victoria en Armagedón. ¡Siete años y este planeta será mío por toda la eternidad! Un elixir espeso, oscuro, de la consistencia del alquitrán, fluyó de las manos de Lucifer a la sien de Adrian. —Pues tanto quise al mundo... —clamó Lucifer con un fuego desquiciado en los ojos—... que envié a mi único hijo bien amado. Que quien tome la Marca y lo siga... perecerá y perderá la vida eterna. Se volvió hacia el agitado mar y proclamó. —¡Pues mío es el Reino, el Poder y la Gloria...! Levantó la vista a la estatua del arcángel Miguel que remataba la aguja de la iglesia ciento setenta metros por encima de él y esbozó una inicua sonrisa de triunfo. —Por los siglos de los siglos... Amén.

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El Primer Sello había sido abierto. El Jinete Blanco estaba desatado. El ascenso del hijo de Lucifer en el mundo de la Estirpe de los Hombres estaba asegurado. Sin embargo, una vez más, mi hermano mayor había sido corto de vista. Pues la apertura del Primer Sello del Apocalipsis de san Juan anunciaba un reino que sacudiría los reinos de los condenados. Un reino que anunciaba el final del inicuo reinado de Lucifer en la tierra. El mundo de la Estirpe de los Hombres, que nosotros, los angélicos, habíamos llorado cuando se había convertido en el Paraíso Perdido, volvería a ser el Paraíso Recobrado... Pero no sin haber librado la mayor batalla que los cielos y el mundo de la Estirpe de los Hombres hubieran visto jamás. Una batalla que se prolongaría siete años. Una batalla que culminaría en las llanuras del valle de Jezreel. La batalla que entre la Estirpe de los Hombres sería llamada... La Batalla de Armagedón.

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TRES AÑOS Y MEDIO DESPUÉS

JUNIO DE 2025

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Los jinetes del Apocalipsis

Sede central del Superestado Europeo Babilonia, Irak

La comitiva de trece limusinas marca Mercedes de color negro avanzó velozmente por la extensa red de nuevas y relucientes autovías de Babilonia. Adrian se retrepó en el cómodo asiento de piel y, a través de los cristales tintados, volvió la mirada a las masas que esperaban, lanzando vítores de adulación, el paso de la comitiva que llevaba al arquitecto supremo del nuevo estado iraquí, el prometedor genio económico del superestado europeo: Adrian De Vere. Adrian consultó el reloj. Era viernes y recordó aquel otro viernes de casi cuarenta y dos meses antes, el 7 de enero de 2022. El día con el que había soñado desde que accediera a su primer escaño electoral por Oxford, en Inglaterra, hacía casi dos décadas. El día en que allí mismo, en Babilonia, se había ratificado el Concordato del Rey Salomón. Y en que se había firmado el primer punto del Acuerdo Ishtar que comprometería durante cuarenta años a Israel, la Unión Panárabe, Rusia, la Unión Europea y las Naciones Unidas. Una garantía por parte de la Unión Europea y las Naciones Unidas de defender a Israel, como protectorado, vinculado por la ley internacional. Según el Acuerdo Ishtar, Israel, a cambio de su desnuclearización inmediata, sería protegido diplomática y militarmente por el superestado de la Unión Europea y por las Naciones Unidas frente a Rusia, los estados árabes vecinos y

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cualquier tercera parte enemiga. Israel, no obstante, conservaría la soberanía y seguiría siendo un estado según la ley internacional. Las cosas habían progresado mejor de lo que Adrian habría podido soñar. Desde el Acuerdo, Israel estaba en paz con todas las naciones árabes fronterizas y el plan de siete años para su desnuclearización ya llevaba cuarenta y un meses desarrollándose. Una fuerza de pacificación de la ONU ocupaba ahora el Monte del Templo y controlaba las fronteras de Israel, que habían vuelto a las establecidas en 1967. Jerusalén no estaba dividida y musulmanes, cristianos y judíos tenían ahora «derecho de libre paso a los lugares sagrados de Jerusalén, sin diferencias por cuestión de religión, sexo o raza». Y el nuevo Templo de Salomón, el tercer Templo de Jerusalén, que se erigía en el Cuadrante Norte, estaba a pocas jornadas de terminarse. Adrian concedería a Israel unos cuantos meses más de complacencia con las ventajas de su estatus de protectorado... antes de contravenir el acuerdo. Para entonces, el programa de desnuclearización ya sería irreversible. Israel quedaría desmilitarizado por primera vez desde 1948. Indefenso. Adrián sonrió. Levantó la vista al inmenso horizonte de acero y cristal que se alzaba cuatrocientos metros hacia el cielo y se extendía setenta kilómetros a la redonda, cortesía de la inversión de dos billones de dólares realizada por el superestado europeo y el Banco Mundial. Los tres primeros Jinetes del Apocalipsis habían sido liberados y el mundo entero se había sumido en el desorden social y económico. Y ahora faltaban apenas unas horas para que los reyes y presidentes más poderosos del mundo se reunieran allí, en Babilonia, en la recién erigida Sede Central del superestado de la Unión Europea, para celebrar una cumbre sobre el hambre mundial y la crisis económica. Y Adrian De Vere había sido escogido por unanimidad para dirigirla. La comitiva motorizada dobló la esquina del bulevar del Oro Negro. Adrian observó los rascacielos de Saudi Aramco, BP, Royal Dutch Shell, Gazprom, Exxon Mobil y de la última en sumarse, PetroChina. Las cosas habían cambiado mucho desde 2001, cuando más del noventa por ciento de Irak permanecía inexplorado geológicamente debido a décadas de guerras y sanciones. Un cálculo conservador de las reservas presentes de petróleo las situaba en más de cuatrocientos mil millones de barriles.

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Todos ellos bajo la jurisdicción del superestado de la Unión Europea... y de Adrián. En paralelo a la floreciente industria del petróleo, estaba el nuevo centro mundial de medios de comunicación. Cadenas de televisión de todas las naciones civilizadas del planeta emitían ahora su señal desde las llanuras de Babilonia. Adrián sonrió, satisfecho. Babilonia y Europa florecían mientras todo el mundo Occidental y Oriental se desmoronaba. Dieciocho meses antes, en lo que ahora se conocía internacionalmente como el Viernes Negro Mundial, el colapso económico y la hambruna generalizada habían obstruido la aorta de la sociedad de Occidente y de Oriente. Los balances de los bancos habían quedado borrados de la noche a la mañana. Desde Londres a Tokio y a Nueva York, un millar de los principales bancos quebraron de un día para otro. Incontables millonarios pasaron a indigentes antes de ponerse el sol. Desde Tokio a Detroit, desde Los Ángeles a Shangai, ciudades enteras habían sido saqueadas y pasadas a fuego. Las colas del pan habían llenado las calles y aceras de todos los estados norteamericanos, desde California a Washington. Y en todos los condados británicos, de Cornualles a Caithness, se dictaron leyes especiales. Se declaró la ley marcial en todo el mundo. El presidente de Estados Unidos había firmado una serie de órdenes ejecutivas en rápida sucesión. El Gobierno había tomado el control de todos los medios de transporte, las autopistas, los puertos y todos los aeropuertos y aviones. Se había incautado de todos los medios de comunicación, controlaba ahora toda la energía eléctrica, el gas, el petróleo, los combustibles y los minerales y tenía el control directo de todos los recursos y suministros alimentarios, tanto públicos como privados. Y ahora existía un registro nacional de identidad obligatorio. Hacia 2024, el Congreso había abrogado la ley de Protección de los Propietarios de Armas de Fuego de 1986. En Estados Unidos, se confiscaron las armas bajo amenaza de muerte. Y entonces había llegado la pandemia de gripe aviar. A diferencia del resto del mundo, Adrian estaba preparado. Había declarado un Estado de Emergencia que, automáticamente, le confirió poderes extraordinarios como presidente del superestado de la Unión Europea. Inmediatamente, entraron en vigor la ley marcial y una ley de emergencia contra el hambre.

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Con el pleno respaldo de ricos y pobres de toda Europa, Adrian había introducido el establecimiento de una sociedad sin clases y sin estado, basado en la propiedad común. Abolió el euro y luego, ante el pánico en masa, introdujo la forma europea de comercio para el futuro. A todos los europeos se les adjudicó un número de la seguridad social, que se fijó mediante un chip en la muñeca derecha. Con el chip, su portador tenía acceso a los cupones de comida, al contenido de miles de vastos silos de grano y bancos de semillas subterráneos que eran protegidos por batallones de soldados de la OTAN. Y al enorme stock de vacunas pandémicas. Sin el chip, la vida dejaba de existir. La Hermandad aportó de inmediato veinte billones de dólares en oro de las cámaras del Fondo Internacional de Seguridad, formado para acudir en ayuda de cualquier estado miembro si se producía una catástrofe de gran magnitud. Adrián sonrió. A la mayor brevedad, fluyeron fondos a todos los estados miembros de la Unión Europea, estabilizando la economía y aliviando la hambruna, reconstruyendo los sistemas de sanidad y asistencia social. El plan ingeniado por Julius De Vere estaba consiguiendo su objetivo. Adrian estaba siendo aclamado rápidamente como el nuevo Alejandro. La etapa inicial de su plan de siete años estaba funcionando con precisión, según el itinerario marcado por la Hermandad. La atención del mundo estaba fijada en el superestado de la Unión Europea... y en Adrian De Vere. El Reino Unido, en bancarrota económica y puesto de rodillas por la pandemia de gripe aviar y la hambruna, había entrado finalmente en el redil. La ratificación del Tratado de Lisboa, en 2009, durante el mandato de Gordon Brown, sólo había conseguido su objetivo a medias y, mientras Adrian ocupaba Downing Street, él y su equipo legal habían redactado el Pacto de Londres. El documento, de setecientas páginas, establecía la inclusión de Inglaterra, Escocia y Gales en el superestado europeo y determinaba la pérdida permanente del asiento del Reino Unido en la ONU, el control total del superestado europeo sobre la política exterior británica y la pérdida total de control del Reino Unido sobre sus fronteras. Seis meses después, durante la pandemia de gripe aviar, el primer ministro británico, después de imponer la ley marcial en todo el territorio y de afrontar la airada insurrección del pueblo británico, firmó a regañadientes y sin publicidad el Tratado de Londres en el Mont St. Michel, en Normandía. Adrian estaba preparado. La recompensa de Gran Bretaña fue la aportación de cuatro billones de dólares en oro y plata de las cámaras suizas de la Unión Europea y

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de diez billones del Fondo Internacional de Seguridad, inyectados de inmediato en la economía británica. En el plazo de un año, Gran Bretaña se estabilizó. Adrian, con su absoluta determinación y sin ayuda de nadie, había salvado la nación al borde del desastre. Y en la jornada de hoy revelaría su plan para sacar de apuros a los diez superbloques mundiales recién establecidos cuyas infraestructuras se habían visto gravemente quebrantadas por los «Jinetes». Un plan con un coste de cincuenta billones, más préstamos del Fondo Internacional de Seguridad. Y la apertura de los Siete Sellos de la Revelación ejercía en aquellos momentos una influencia directamente favorable a su designio. Suspiró de satisfacción mientras la comitiva de coches cruzaba bajo la Puerta de Ishtar, recién devuelta por Berlín en reconocimiento de los servicios del presidente a Europa, que marcaba la entrada a la nueva sede del gobierno europeo. Su plan para formar un superestado mundial único —un Nuevo Orden Mundial— avanzaba a buen ritmo. El siguiente paso sería la introducción de una moneda mundial única. La prueba con el chip de identificación para el nuevo sistema de crédito había sobrepasado sus sueños más atrevidos, pero sólo era un mero ensayo parcial... mientras Guber y su personal de espionaje perfeccionaban la tarjeta de identidad. Esta era la verdadera estratagema de Adrián: una tinta especial depositada en un código de barras único para cada individuo, que se inyectaba bajo la epidermis, como una huella dactilar. El prototipo recibía el nombre de «la marca». En la video pantalla de la limusina apareció la cara de Guber. —Una actualización de los científicos del Vaticano sobre el cambio del eje polar, señor presidente. Adrián asintió. Notó la vibración de su móvil y miró quién llamaba. Era Jason. —Deje el informe en la mesa para que lo vea —dijo y atendió la llamada. En la pantalla apareció Jason con aspecto ojeroso. »Hola, Jason. Voy camino de la cumbre y no puedo hablar... —Se trata de mamá, Adrian. Ha tenido un ataque al corazón. Ven lo antes posible. —Volaré directamente cuando concluya la cumbre —respondió en voz baja. La cara de Jason desapareció de la pantalla. Adrian se volvió a Chastenay—. Que Jalid prepare el Boeing. Nos marchamos a Londres inmediatamente después de la última sesión. Necesito atar unos cabos sueltos... —añadió, mirando al frente.

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Un huésped inoportuno

El Cairo

Lawrence St. Cartier estaba sentado a la puerta de un sucio y atestado café, uno de esos locales que en la ciudad se conocían como ahwa, ante una deteriorada mesa de latón, absorto en la lectura de un manoseado periódico, la edición de hacía nueve días de la Islington Gazette. Era un pobre sustitutivo del Telegraph, pero, dado el cataclismo socioeconómico que sacudía Egipto, se daba por satisfecho. Aquella mañana, en el quiosco, la única prensa internacional era la Gazette, el Kashmir Observer y el Obrero Socialista. —¡Lawrence! ¡Lawrence! El anciano alzó los ojos en dirección al mostrador de bebidas y frunció el entrecejo al ver a Wasim, quien gesticulaba frenéticamente, indicando primero una taza de café turco y luego un vaso de té a la menta. Lawrence señaló el café y asintió con vehemencia. Wasim esbozó una radiante sonrisa, se abrió camino entre la gente que miraba la televisión, dejando atrás braseros con carbones al rojo y pipas de agua. Salió a la acera y se acercó a la mesa de Lawrence. Eran las dos de la madrugada y, a pesar de las colas para recibir comida y los disturbios sociales, El Cairo estaba de lo más animado. Allí no había llegado la ley marcial... todavía. Wasim dejó el café turco en la mesa, delante de Lawrence. —¿Café yemení? —preguntó Lawrence, arqueando las cejas y Wasim asintió vigorosamente.

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Lawrence sonrió. En medio de toda la devastación, encontrar café yemení en El Cairo era como encontrar oro negro. Sorbió con delicadeza el líquido oscuro y humeante. —Ah —exclamó, cerrando los ojos y disfrutando de aquella intensa experiencia cultural—. Aromas del Imperio otomano. Wasim lo observaba, fascinado. En la mesa de atrás se produjo un repentino estallido de júbilo. Lawrence se volvió y levantó el pulgar en gesto de victoria al excitado ganador que tenía detrás. Se pusieron a gritar de nuevo y Lawrence esbozó una radiante sonrisa. —Un backgammon —ordenó y Wasim le dejó el tablero delante y sacó las fichas y los dados de una bolsita de algodón. Lawrence dio un largo sorbo al café y le hizo una seña a Wasim para que lanzara los dados. Lawrence hizo lo propio pero, de repente, se detuvo. Se quedó paralizado. Luego, lentamente, se puso en pie y dirigió la mirada más allá de los escasos conductores temerarios que circulaban gracias a la gasolina del mercado negro. Elevó la vista al bosque de antenas de televisión y hacia el tejado de su apartamento, en el desvaído esplendor del centro de la ciudad. Enrolló el periódico y se abrió pasó entre la multitud, los coches aparcados, las motocicletas y los carros de caballos. Wasim corrió tras él. —¡Malik Lawrence! ¡Malik! —gritó Wasim, jadeante. Lawrence dobló a la derecha en una señal que decía «obedezca las normas de tráfico» y luego cruzó cuatro carriles de tráfico caótico. Una carreta tirada por un asno estuvo a punto de atropellado. Se detuvo, atrapado entre los carriles sin señalizar, sacudiendo la cabeza a los conductores que tocaban el claxon. Después, terminó de cruzar a la carrera y desapareció entre la multitud.

Lilian llevaba tubos en la nariz, en la boca y en el antebrazo. Dormía. La enfermera de cuidados intensivos hizo una lectura de sus constantes y se marchó. A continuación, entró otra enfermera. Jason miró a Lilian y le soltó suavemente la mano. Se volvió a Rosemary, que estaba sentada en un rincón de la habitación, leyendo, y ella levantó la vista del libro. —Has venido muy deprisa.

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—Estaba pasando el verano en Roma. En Estados Unidos no se puede vivir. Sales a la calle en Manhattan y te abordan militares en todas las esquinas. En la FEMA se han vuelto locos. Cuéntame los detalles, Rosemary. —A las diez de la mañana de hoy, se desplomó en el portal de una casa de Wimpole Street. Tenía una cita o algo así. —Rosemary frunció el entrecejo—. No sabemos nada más. La ambulancia se presentó enseguida y la trajo aquí. Estaba en coma y despertó alucinando. Entonces preguntó por ti y, cuando supo que estabas de camino, volvió a dormirse. La segunda enfermera hizo otra lectura de las constantes, comprobó los tubos de Lilian y se marchó. —Adrián debería llegar antes de las diez —dijo Jason tras consultar el reloj—. Intenta dormir un rato. —Ya dormiré unas horas cuando llegue Adrian —respondió ella con una sonrisa—. Ha dicho que me relevaría hasta que hubiese descansado. Lilian abrió los ojos. —Mamá, soy yo, Jason —le dijo, cogiéndole la mano—. Aquí estoy. Lilian intentó incorporarse. Rosemary y Jason la miraron alarmados. —Me quitaron el bebé —dijo mirando a Jason, temblorosa. —Mamá, estás divagando —la tranquilizó su hijo en voz baja. —Jason, ¿eres mi hijo? —le preguntó ella, apretándole la mano. —Pues claro que soy tu hijo —asintió él. —Son los medicamentos —intervino Rosemary, sacudiendo la cabeza. —Jason... El monitor cardíaco fluctuó ostensiblemente y él miró a Rosemary, preocupado. —El médico dice que no hagas esfuerzos, mamá. La medicación te desorienta. No hables. Estoy aquí —dijo y, volviéndose a Rosemary, añadió—: Ve a buscar a la jefa de enfermeras. Lilian sacudió la cabeza. Su expresión transmitía pánico. —Descansa, mamá —murmuró Jason. —Jason, hay cosas... cosas que tu padre y yo no te contarnos nunca. Ahora tienes que saberlas. Tenéis que protegeros de ellos. —Madre, por favor, estás confundida...

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Lilian hizo acopio de todas sus fuerzas y estrechó la mano de Jason con tanta energía que éste se sobresaltó. —Han matado a Nicholas, Jason. Vendrán a por mí. Y luego, irán a por ti. —Lilian hizo esfuerzos para incorporarse—. Tienes que protegerte. En mi caja de seguridad... —prosiguió con la respiración entrecortada—. Tu padre... Ayer llegaron unos documentos de sus abogados. Jason frunció el entrecejo y luego la miró, absolutamente atónito. —Mamá, papá lleva muerto cuatro años. —Un expediente negro, con el membrete dorado de tu padre. Hazlo llegar a Lawrence, Jason. Lawrence St. Cartier. Puedes confiar en Lawrence. Entró la jefa de enfermeras, seguida de Rosemary y un médico especialista. —Señor De Vere. —El doctor miró a Jason con severidad—. Su madre no tiene que emocionarse bajo ningún concepto. Ha tenido un grave problema coronario. Corrió las cortinas alrededor de la cama. La enfermera le puso una inyección en la vena a Lilian y el médico se plantó delante de Jason. —Si nos disculpa —le dijo. —¡Jason! —gritó Lilian, agitada—. Promételo. Jason intentó controlar sus emociones. —Te lo prometo, mamá. Lawrence St. Cartier tiene que recibir el expediente negro. A medida que el sedante le hacía efecto, el pánico de Lilian empezó a remitir y cerró los ojos. —Te quiero, Jason —susurró, antes de caer en el bienaventurado auxilio de la inconsciencia.

Lawrence se detuvo a la puerta de un imponente edificio de finales del siglo XIX, de la belle époque del viejo centro de El Cairo, y miró hacia su apartamento, situado en la décima planta. Wasim llegó corriendo hasta él, jadeante, y Lawrence le puso el dedo en la boca. —Me parece, muchacho —le dijo—, que tenemos un huésped inesperado. — Lawrence sacudió la cabeza y señaló hacia arriba. Wasim frunció el ceño y cruzaron las decorativas puertas de hierro forjado y las cornisas de piedra hasta el vestíbulo. Luego, abrieron las puertas de hierro del

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ascensor y Lawrence pulsó un botón. El aparato empezó a subir a paso de tortuga, hasta detenerse con una sacudida en la planta décima. Lawrence se apeó y recorrió un largo pasillo, seguido por Wasim. Por fin, se detuvo ante una elaborada puerta de madera labrada. —Un huésped de lo más inoportuno —dijo. Levantó ligeramente la mano y la puerta se abrió despacio. En el balcón, con la mano alzada a modo de saludo, se encontraba Charsoc. Lawrence entró y cerró dando un portazo. —Tendría que haberte comunicado que vendría, Jether —dijo Charsoc en tono lánguido—. Podrías haber preparado un poco de té. Lawrence miró a Charsoc de arriba abajo. Todavía tenía forma humana. Un metro ochenta y siete. Nariz ganchuda. Pelo gris acero muy corto. —Rester von Slagel, emisario de Lorcan de Molay, supongo. —Encantado de conocerlo... profesor Lawrence St. Cartier, experto en antigüedades —dijo Charsoc con una ligera reverencia. Esbozó una leve sonrisa y se quitó los guantes mientras contemplaba la metamorfosis de Lawrence, que adquiría su forma angélica como Jether. —Perdóname que no haga lo mismo —comentó Charsoc—. La cláusula que añadió Jehová a la Ley Eterna con respecto a mi paso por el Portai de Shinar ha, por así decirlo, afectado a mis facultades. Jether hizo una seña a Wasim, que se transformó en Obadías, el angélico juvenil. Charsoc arqueó las cejas. —Veo que también tenemos un juvenil. ¡Oh, Jether! Qué discreción la tuya. Has traído ayuda. —Obadías —dijo Jether y Obadías asintió y se marchó, tras cerrar la puerta. Jether miró el collar de perro de Charsoc y torció el gesto. —Halagador, ¿no crees? —sonrió Charsoc—. Sotanas. Crucifijos. Las prendas siempre negras. Un tanto macabro, pero los anillos son magníficos. Lascivamente barrocos. Muy de mi gusto —contempló con orgullo la enorme piedra preciosa sin tallar que llevaba en el sello—. Es piedra sanguínea, una variedad de la calcedonia. Dice la leyenda que la piedra sanguínea se formó con la sangre de Cristo al gotear hasta el suelo y cristalizar. —Entrecerró los ojos—. Me están educando, preparando y acicalando... Como Gran Inquisidor del Cuerpo Regente del Congreso Global de Iglesias.

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—El Falso Profeta de la Revelación. ¿Por qué no me sorprende? —dijo Jether en tono seco. —Un orden nuevo. —Charsoc alzó los brazos a los cielos de El Cairo—. Es la Inquisición renacida. Jether salió al balcón. —Estás abusando de mi hospitalidad. —He venido en un minibús —dijo Charsoc, pasando por alto el comentario de Jether. Se sacudió la túnica con cautela—. Iba hasta los topes, tenía los neumáticos gastados y los asientos estaban destrozados. Quince piastras, me ha costado. — Sacudió la cabeza, consternado—. Podrías haberte instalado en una zona más civilizada. Londres, Milán... —Hizo una pausa, contemplando la panorámica nocturna del viejo El Cairo, antes de proseguir—: ¿O estás aquí por un motivo sentimental? Egipto protegió al Nazareno y de ese modo se cumplió lo que el Señor había dicho a través del profeta: «De Egipto llamé a mi Hijo.»—¿Qué quieres, Charsoc? —preguntó Jether en tono gélido. —Eres irascible, Jether, realmente. Como gustes: he venido a entregarte un mensaje. —Pues claro que sí. —Jether lo miró con desdén—. De segundo comandante de los Antiguos Reyes Supremos del Cielo a recadero de Lucifer. Un mensaje de tu Amo. —Un mensaje de mi Amo acerca de la inminente evacuación de los súbditos del Nazareno. —Charsoc lo miró con evidente repulsión—. Resultan más que molestos, Jether. Están obstruyendo nuestro avance en el mundo de la Estirpe de los Hombres. —Charsoc sacó una misiva de pergamino de su carpeta—. Sabes que siempre he sido muy riguroso con el protocolo legal. Poseo la garantía de Jehová, el Sello de Rubíes. —Le tendió a Jether el pergamino en el que resplandecía el Sello de Rubíes—. Mi amo exige que se lleve a la práctica de inmediato. Jether cogió la misiva que Charsoc le tendía despacio. —El Arrebatamiento —susurró Charsoc—, como le llaman en el mundo de la Estirpe de los Hombres. —Es inminente —dijo Jether en voz baja. —Tendría que ser ahora mismo. Nos incordian con sus súplicas confusas. Y las incursiones de las Huestes Angélicas a través de los Portales para ayudarlos deben cesar. —Charsoc se volvió en redondo—. Y el Nazareno... —espetó—. Sus apariciones en este malhadado planeta. Todas las noches. —Ellos son Sus súbditos. Él es su Rey. Es la respuesta a todas esas súplicas.

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—Precisamente. Si los quitamos de en medio a ellos, lo eliminamos a El. Y eso nos garantiza la victoria. Desde el momento en que se firmó el Tratado Ishtar, tuvimos siete años para preparar la Batalla Final. Y ya han transcurrido cuarenta y dos meses. Vamos con retraso. —Vamos bien de tiempo, Charsoc —dijo Jether con mucha calma, al tiempo que estudiaba la misiva que tenía en la mano. —Pedimos su eliminación —gruñó Charsoc—. Según los preceptos de la Ley Eterna. —Tú no puedes presentar exigencias. Sólo puedes acatar la autoridad suprema de Jehová. —Entonces, no me dejas otra alternativa. Con sumo cuidado, Charsoc sacó del fondo de su bolsa de viaje un par de zapatillas color bermellón, una máscara turquesa para los ojos y un aerosol nasal. Jether vio que también sacaba unas píldoras contra la hipertensión. —¡Materia! —exclamó Charsoc—. Inferior. Este cuerpo infernal necesita una puesta a punto constante. Durante las últimas cuatro décadas, me he vuelto quisquilloso. —Tú has sido siempre quisquilloso, Charsoc —dijo, mirando el Sello de Rubíes estampado en la misiva—. No me dejas otra opción. La perspectiva de tu compañía es más de lo que puedo tolerar. En los labios de Charsoc centelleó una extraña sonrisa. —Veo que nos entendemos... —musitó. —Dejémonos de superficialidades —lo instó Jether en tono gélido—. Cuando el Jinete Pálido alcance la línea de Karman, la frontera entre la atmósfera de la tierra y el espacio exterior, sesenta y dos millas por encima del planeta Tierra, Sus súbditos serán arrebatados. —El Jinete Pálido. —Charsoc sonrió, satisfecho—. Ah... El Cuarto Sello... El burdo precursor de Nisroc al Sexto Sello... «Miré cuando abrió el Sexto Sello, y he aquí que hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio y la luna se puso toda como sangre.»Charsoc volvió a guardar las zapatillas y la máscara en la bolsa de viaje. Luego, desenroscó el tapón de sus pastillas para la hipertensión, se metió dos en la boca y las tragó con una mueca. —«Y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra... Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar.» Resulta sobrecogedor. Y viendo que estoy atrapado en esta infernal forma humana, inmediatamente después de mi regreso a Normandía, invertiré en una pequeña

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cabaña en las montañas más altas de este planeta como manera de asegurarme la supervivencia. Y a continuación, arrebatándole de las manos a Jether la misiva con el Sello de Rubíes, cruzó la estancia, salió al pasillo donde esperaba un tembloroso Obadías y se dirigió al ascensor. Jether se quedó en el umbral, contemplándolo en silencio. Charsoc se volvió, miró a Jether, contempló de nuevo sus anillos y bostezó deliberadamente. —Como es natural, nadie se dará cuenta siquiera de que ha ocurrido el Arrebatamiento —dijo en tono despreocupado. Las puertas de hierro del ascensor empezaron a cerrarse—. La desaparición de los «cristianos» pasará completamente inadvertida. En medio del desastre natural y sus pandemias derivadas, que causarán la muerte de millones, no se le prestará la menor atención ni se le dará importancia. Se bajó el ala del sombrero. —Como dicen en algunas zonas de este planeta —se despidió en tono cortante—, que tengas un buen día. Jether miró el ascensor hasta que desapareció de su vista. Le pareció oír algo más y luego se volvió hacia el juvenil. —Obadías, vigila la casa hasta que vuelva. —Hizo la señal de la cruz y añadió—: Tengo asuntos urgentes que atender.

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El hijo de la perdición

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Les dossiers secrets du professeur

Jason salió de la furgoneta militar y dio las gracias al temente, en voz alta, y a Adrian, en silencio, por haberle conseguido un pase especial. Aunque el «Pacto de Londres» se había firmado seis meses antes, los toques de queda en el Reino Unido, que se habían decretado en 2023, todavía estaban en vigor. Eran las nueve y cinco de la noche y las calles de Belgravia estaban desiertas. Se dirigió a la puerta principal y encontró a Maxim esperándolo en el porche iluminado. —Señorito Jason —dijo Maxim restregándose las manos de nerviosismo—. ¿Cómo está la señora Lilian? —Está estable —respondió Jason en voz baja al tiempo que entraba en el vestíbulo—. En cuidados intensivos, pero estable. Se aflojó la corbata y se arremangó las mangas de la camisa. —A la hora del almuerzo ha llamado el señorito Adrian desde Babilonia —explicó Maxim. —He hablado con él desde el hospital —replicó Jason, consultando el reloj—. Debe de estar a punto de aterrizar. Mi madre es muy fuerte, han dicho los médicos que saldrá adelante. —Fuerte como un roble —dijo Maxim, sacándose un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta. Se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz ruidosamente. —Mi madre está algo confundida —explicó Jason, abriendo las puertas de la sala—. Alucina. No deja de decir que le quitaron a su hijo. —Miró al mayordomo, que había palidecido de repente—. Maxim... —titubeó.

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El hijo de la perdición

Jason calló unos instantes y observó detenidamente a Maxim. —Después de la muerte de Nick, Weaver, un amigo suyo de la infancia, me mandó un disco con información. Nick se lo había enviado por correo electrónico antes de morir. Era una copia de una carta de mi padre y otros documentos, que he enviado a St. Cartier para que los guarde en un sitio seguro. »Tú conocías a mi padre, lo conocías bien. Yo era demasiado joven y no me fijaba en nada, ni me importaba. ¿Hay alguna prueba de que mi padre estuviera implicado en algo... algo clandestino? Maxim le sostuvo la mirada a Jason un largo instante y, finalmente, habló. —Tuve conocimiento de que el señor James era miembro desde antiguo de una sociedad secreta de la elite, señorito Jason. Una vez presencié sin querer una pelea entre el señor James y la señora Lilian. Lamentablemente, oí más de lo que hubiese sido conveniente. —¿Y? —Era sobre su abuelo, Julius De Vere. —¿Julius? Vivía retirado. —El padre era diferente del hijo —dijo Maxim entre susurros—. Había cosas que el señor James tenía que hacer aunque pensara que violaban su código moral y se despreciara a sí mismo por participar en ellas. Las hizo para asegurarse de que los hijos no sufrirían ningún daño y estarían fuera del alcance de sus garras. Esto es todo lo que sé. —Gracias, Maxim —dijo Jason y se detuvo en el vestíbulo, sumido en profundos pensamientos. Aquélla no era la respuesta que deseaba oír. —Maxim, ¿sabes algo de esa cita que mi madre tenía en Wimpole Street? —Fue de visita a Wimpole Street hace dos días, señorito Jason. Imaginé que se trataba de un médico. —Eso lo explicaría —dijo Jason, frunciendo el entrecejo. —Lo único que sé es que ayer por la mañana tomó un taxi. No quiso que la acompañara el chofer. Dijo que era un asunto privado. Tendría que habérselo dicho a usted. —Has obrado bien. Ahora descansa. Yo me quedaré despierto por si llaman del hospital. —Tiene el whisky ya servido en el aparador. —Maxim hizo una leve reverencia.

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El hijo de la perdición

—Una última cosa, Maxim. Mamá estaba muy desorientada. Mencionó que había llegado un documento... —Hizo una pausa—. Un documento de mi padre. —¿Del señor James? —Maxim frunció el entrecejo—. Pero si el señor James está muerto. —Sí, Maxim, eso ya lo sabemos —replicó Jason, asintiendo con gesto paciente. —El martes llegó un paquete vía Fedex dirigido a la señora. Ella firmó el comprobante de recepción y esa noche no quiso cenar. —Muchas gracias, Maxim. El mayordomo se retiró con una reverencia y cerró las puertas de caoba maciza de la sala. Jason se acercó al aparador de la bebida, encendió una lámpara de pie y cogió el whisky que Maxim le había preparado. Miró en silencio hacia la gran ventana en arco que daba al cielo nocturno y encendió el televisor con un mando a distancia. Pasó de la cadena SKY a la CNN y después a la VOX de Estados Unidos. Las habituales imágenes de saqueos y soldados patrullando las calles de Nueva York bajo el toque de queda. Vio las colas de reparto de comida en Los Ángeles y suspiró. Estados Unidos había caído en la anarquía. Era un país irreconocible. En realidad, aquel mismo mes había sido dividido en treinta y tres regiones. El gobierno de cada región sería autónomo. Gracias a Dios que había trasladado el cuartel general de la VOX a Babilonia cuando lo había hecho, siguiendo el consejo de Adrián. El reloj de pared dio las dos de la madrugada y cambió a la cadena de noticias de la BBC. Se sentó en el sofá y allí, en la penumbra, vio aparecer la cara de Adrián en la pantalla. —Adrian De Vere, presidente del superestado europeo, terminó la Cumbre Mundial de hoy revelando un plan de rescate de cincuenta billones de dólares — Apagó el televisor con el mando y puso en marcha el reproductor de vídeo. En la pantalla aparecieron fotos de Adrian, Nick y él cuando eran niños. Se recostó en el sofá y suspiró. Apoyó los pies en la mesilla de café y vio a una joven Lilian que llevaba en brazos a Nick mientras éste soplaba tres velas de un enorme pastel de cumpleaños. Jason y Adrian estaban detrás, con chaqueta y corbata. Jason se acordó de la fiesta que organizaron cuando él cumplió diecisiete años. Lo celebraron en la mansión de los De Vere en Narangesseret. Nick había corrido de un lado a otro con una cámara tomando fotos de Jason, Adrian y cualquier cosa que se moviera.

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El hijo de la perdición

—Nick... —suspiró Jason. Habían pasado tres años desde la muerte de su hermano y todavía deseaba todos los días haber tenido la oportunidad de enderezar las cosas. Miró el teléfono. Un mensaje de texto de la tía Rosemary. Adrián acababa de llegar al hospital. Lilian dormía. Estaba estable—. Mamá... —suspiró de nuevo. Se volvió para mirar la pintura original de Annigoni que colgaba encima del escritorio de Lilian, se levantó y, con cuidado, la quitó de la pared. Debajo del cuadro, había una pequeña caja de seguridad. Miró la foto en blanco y negro de su padre y tecleó una combinación. La puerta de la caja se abrió y Jason sacó de su interior un pliego abultado de documentos viejos. Los examinó con cuidado. El certificado de boda de James y Lilian. La partida de defunción de James. La partida de defunción de Nick. Hizo una pausa. Copias del certificado de boda de Julia y él, y la partida de nacimiento de Lily. Se preguntó por qué demonios guardaría su madre todos aquellos papeles y se encogió de hombros. Luego, en el fondo de la caja, donde Lilian había dicho que estaría, estaba el delgado expediente negro con la insignia privada de James De Vere estampada delante. Jason lo sacó y lo dejó en el escritorio de Lilian. Luego, metió el resto de los documentos en la caja y la cerró con la combinación. Se sirvió un segundo whisky, se recostó en el sofá y abrió el expediente, examinando las primeras hojas. Tres comprobantes de ingresos bancarios... Números de cuentas corrientes. Sin nombres. Nada más, salvo un abultado sobre azul de papel de tela de aspecto inocuo. Observó el membrete y frunció el entrecejo. ¿La isla de Arran, en Escocia? Abrió el sobre. En el interior había un pliego de papel barato como el que podía comprarse en cualquier papelería de Inglaterra. Estudió las diez páginas grapadas de temblorosa caligrafía negra y llegó hasta la última. Leyó la firma:

«Hamish MacKenzie. Casa de Retiro Gables.»

Jason empezó a leer...

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Aveline

2017 Casa de Retiro Gables Isla de Arran, Escocia

El profesor Hamish MacKenzie, que ya andaba próximo a cumplir noventa y siete años, se hallaba detrás del escritorio en su silla de ruedas. Contempló por la ventana el gran loch escocés bajo la niebla matutina, al borde de los cuidados céspedes de la casa, y tomó la pluma con dedos temblorosos...

30 de diciembre de 2017 A James De Vere Por favor, no tomes por divagaciones seniles de un anciano como yo lo que me dispongo a revelarte. Cuando te escribo esto, voy camino de los noventa y siete años y mi tiempo en esta tierra se ha completado. Ahora ya no pueden hacerme daño. No soy un hombre religioso. Mi Dios ha sido el Dios de la Ciencia. Pero, antes de reunirme con mi Creador, considero esencial despojarme del gran peso de conciencia que he llevado encima durante más de tres décadas. Mis abogados han guardado las pruebas de estos incidentes durante décadas, pero recibieron enormes cantidades de dinero para extraviarlas. Lo que tienes ahora en tus manos es la única prueba tangible de que todos estos hechos que me dispongo a revelarte han tenido lugar.

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2025 Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

Jason cogió el primer documento, lo extendió ante él y leyó:

En mi juventud, era como muchos genetistas de nuestra época: ambicioso y decidido a descubrir lo evasivo al coste que fuese. Puse la ciencia y la búsqueda del conocimiento por encima de las consideraciones éticas. Para mi vergüenza, fui el epítome de esta manera de ser.

2017 Casa de Retiro Gables Isla de Arran, Escocia

Hamish MacKenzie mojó la plumilla en la tinta violeta y continuó su meticuloso escribir.

En 1962, conseguí la transferencia nuclear de una célula diploide de rana a un óvulo no fecundado al que había eliminado el núcleo materno. A partir de allí, mi trabajo llamó la atención de las agencias de espionaje de todo el mundo y, en especial, del Directorio de Operaciones, la rama de la CIA que se ocupa de operaciones encubiertas: diseño y pruebas de OVNIs, tecnología del programa HAARP de investigación de aurora activa de alta frecuencia, pruebas de propulsión antigravitatoria y un montón de macabros programas secretos que incluyen uno de ingeniería biogenética y eugenesia encubierta sumamente avanzado.

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El hijo de la perdición

Durante más de dos décadas, realicé miles de macabros experimentos en bases militares subterráneas que forman el núcleo de operaciones del Directorio y del complejo industrial militar, y viajé entre Groom Lake, Dreamland, el Área 51, Los Alamos y Dulce, por citar sólo unos pocos lugares. Realizamos horripilantes experimentos con miles de niños supuestamente abducidos y desaparecidos. Utilizamos a mujeres jóvenes como incubadoras de nuestras espantosas experimentaciones de hibridación. En nuestros laboratorios secretos subterráneos, llevamos a cabo investigación genética extraterrestre/humana. Te ahorraré los detalles escabrosos y me limitaré a decir que es una parte de mi vida de la que me arrepiento profundamente. En 1976, era considerado el científico genetista más importante del mundo. Pero ya en 1974, con el absoluto desconocimiento del público, habíamos clonado con éxito cinco equivalentes de la oveja Dolly... y estábamos a unas semanas apenas de la primera clonación humana.

Hamish MacKenzie dejó la pluma y dirigió la mirada a un jardinero que segaba los bordes del cuidadísimo césped.

En febrero de 1981, mis superiores de operaciones encubiertas recibieron ciertas órdenes de sus amos, cierta organización secreta sumamente poderosa. Un gobierno en la sombra, si quieres. Controlada por un misterioso sacerdote jesuita. A mí, personalmente, me ofrecieron muchos millones para que investigara la inserción de un genoma que ellos me proporcionarían en un óvulo no fecundado cuyos genes habría que eliminar. Me llegaron murmullos que hablaban de la Inmaculada Concepción. Yo no era un hombre religioso. No hice preguntas. Obedecí a mis amos. Hice lo que me ordenaban. Al pie de la letra. En diciembre de 1981, sólo ambicionaba una cosa: dejar atrás aquel mundo de depravadas experimentaciones biogenéticas secretas. Con el dinero que gané en este proyecto, me propuse crear mi propia institución, la Fundación Aveline para la Investigación Genética, y regresé a mi Escocia natal.

2025

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El hijo de la perdición

Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

Aveline... Jason buscó un paquete de cigarrillos en el cajón del escritorio de Lilian. Ella no fumaba, pero Jason sabía que todavía guardaba un paquete de la marca favorita de James, aun años después de su muerte. Allí estaba, tal como había supuesto. Aveline... El nombre resonó como una campana. Sacó un cigarrillo del paquete. Julia siempre había censurado que fumase. C'est la vie. Con el mechero de James, encendió el cigarrillo. Claro, Aveline era el nombre escrito en la fotografía que su padre había mandado a Nick. Jason consultó el reloj, descolgó el teléfono y marcó.

2025 Hospital de St. Bernadette Hyde Park Corner

Adrián se inclinó sobre Lilian, que tenía puesta la mascarilla de oxígeno. En aquel momento, sonó su móvil. —Sí, Jason —dijo mientras sonreía a Lilian—. Tranquilízate, mamá está bien. Está estable. He mandado a Rosemary a que descanse un poco. Sí, claro que me quedaré con ella hasta que despierte. Te haré saber cuando se produzca algún cambio. Adiós.

2025 Mansión De Vere

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El hijo de la perdición

Beigrave Square, Londres

Jason colgó y continuó leyendo.

2017 Casa de Retiro Gables Isla de Arran, Escocia

Nunca había visto un material genético semejante. Ni siquiera en mis experimentos con ADN extraterrestre. El genoma no era de materia humana, de eso no me cupo duda. Su composición genética no se parecía a nada que hubiera visto jamás.

Hamish MacKenzie contempló la tranquila superficie gris del lago.

Recuerdo bien ese día. El día que vino al piso de Marazion. Vestía la sotana negra de un jesuita. Nunca supe su nombre. Pero nunca olvidaré su rostro...

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El hijo de la perdición

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La Sala de las Pesadillas

1981 Puerta norte del asilo Marazion, Cornualles, Inglaterra

La lluvia caía con fuerza sobre el elegante Rolls Royce Phantom Two negro de coleccionista mientras pasaba con un petardeo las antiguas y enormes verjas de hierro del asilo. El coche tomó por una estrecha calleja empedrada y sus faros cegadores iluminaron los muros imponentes y desnudos de la mansión neogótica que se alzaba junto a una gran mina de cobre abandonada. El destello cegador de un relámpago iluminó los cielos mientras el Rolls Royce se detenía bajo la austera mirada de los monstruosos grifos de piedra apostados en las torretas a ambos lados de la entrada norte. Dos guardaespaldas bien afeitados y vestidos con uniforme militar se apearon del coche. Uno abrió la puerta del Rolls Royce y el segundo se apostó junto a ella en posición de firmes. Dos pies calzados con unos zapatos negros de edición limitada de Tanino Crisci pisaron la grava, seguidos de un bastón de plata que empuñaba una mano enguantada. Una figura alta, con sotana, salió del coche y recorrió a pie el corto sendero hasta la entrada. Sus facciones quedaban ocultas bajo el ala circular de su capelo romano. Hizo una pausa para observar, más allá de los grifos de aspecto amenazador, los negros cielos de Cornualles que se cernían sobre él y la miríada de extraños objetos

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El hijo de la perdición

esféricos centelleantes que surcaba el firmamento a la velocidad del rayo y luego desaparecía. Lorcan de Molay esbozó una sonrisa de aprobación. Se alisó la sotana negra de la orden jesuita y se ajustó el crucifijo que pendía de un cordón en torno al cuello. Aquélla era la morada de sus Esclavos Oscuros de la Estirpe de los Hombres, que gestionaban el más de un millar de extensas ciudades subterráneas de la Hermandad, y el hogar de los Caídos. Hizo un gesto de asentimiento a uno de los guardaespaldas, quien llamó a la enorme puerta de madera con unos sonoros golpes. El lienzo de madera se abrió lentamente, dejando a la vista otra puerta, ésta de acero de un palmo de grosor. La puerta se abrió y De Molay entró en el imponente vestíbulo, donde diez soldados en perfecto orden de batalla lo recibieron en posición de firmes. De Molay saludó con un gesto de cabeza al oficial serbio que los mandaba. —Coronel Vaclav... Vaclav saludó, temblando visiblemente. De Molay se quitó el capelo y saludó a un ruso alto, de cara chata. —General Vlad... Sonó una sirena ensordecedora. Vlad saludó con aire nervioso mientras en el otro extremo del vestíbulo se abrían dos gruesas puertas de acero. De Molay se quitó los guantes negros de piel de cabritilla mientras Moloch y siete más de los Caídos avanzaban pesadamente hacia él. Moloch se irguió sobre el aterrorizado general Vlad con una mirada maliciosa. Sus cabellos largos, negros y correosos, enmascaraban sus facciones escabrosas y contraídas. Agarró a Vlad por el cuello con una mano monstruosa y lo levantó dos palmos del suelo. De Molay alzó la mano y Moloch torció el gesto, al tiempo que dejaba caer inmediatamente al ruso, medio asfixiado. —Me fastidiáis la diversion, Amo —refunfuñó Moloch con una voz que era una mezcla de oscuros desacuerdos. —Ya tendrás diversión más adelante. ¿Dónde está el Mestizo? —preguntó De Molay. —El Mestizo os espera, mi Señor —anunció Moloch con voz ronca. Una mujer de aire alemán, corpulenta y de facciones gruesas, apareció detrás de él enfundada en un mono negro. —Fraulein Meeling —la saludó De Molay sucintamente—, de su comunicado se colegía que la transferencia nuclear había tenido éxito...

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El hijo de la perdición

La mujer le devolvió el saludo y lo miró con expresión aterrada. —Jawohl, Su Reverencia. El profesor MacKenzie lo ha conseguido. De Molay asintió y Meeling abrió la marcha por el amplísimo corredor y dobló a la derecha en el punto en que un destacamento de soldados de uniforme negro con la boina de color arena y la insignia del SAS protegía la boca de una enorme caverna que era la entrada a un extenso complejo subterráneo. Los soldados saludaron al unísono a De Molay cuando dobló la esquina. El grupo abordó un gran ferrobús plateado y se ajustó los correajes de seguridad. El ferrobús se puso en marcha y aceleró bruscamente a Mach 2, viajando por el túnel a diez kilómetros de profundidad bajo la superficie de la espectacular campiña de Cornualles, por debajo del Atlántico, hacia su destino final en Reykjavik, Islandia. Noventa minutos después, el ferrobús se detenía ante una puerta de acero que daba paso a una extensa ciudad subterránea. Meeling dirigió al grupo entre los centinelas militares de la OTAN hasta un ascensor. Cuando el ascensorista lo puso en marcha, cientos de cristales emitieron una luz púrpura azulada y el aparato se lanzó hacia abajo a toda velocidad, dejando atrás los niveles dos y tres y continuó el descenso más allá de los niveles cuatro y cinco. Al llegar al nivel seis, se detuvo bruscamente. Lorcan de Molay y fraulein Meeling salieron del ascensor y avanzaron a través de un segundo campo de energía. A su paso, varios Nefilim armados —híbridos genéticos, en parte humanos y en parte angélicos— apartaron su rostro de él. De Molay se detuvo ante una gran pantalla pulsante en la que se leía nivel seis —salas de genética, humana-no humana, en inglés, islandés y un idioma de símbolos de los angélicos caídos. De Molay cruzó la entrada de no humana a través de otra puerta de acero y accedió al vestíbulo del nivel seis. Un millar de gritos desquiciados que helaban la sangre resonaban en el laberinto de serpenteantes pasadizos góticos. —La Sala de las Pesadillas —murmuró—. Los Gemelos se han superado a sí mismos, ¿no le parece, fraulein Meeling? A ambos lados de los pasadizos de la Sala de las Pesadillas se abrían cientos de celdas con ventanucos enrejados. Los internos soltaron chillidos de espanto mientras De Molay pasaba ante humanos con múltiples extremidades y criaturas humanoides con aspecto de murciélago de más de dos metros de altura. En una celda de gran tamaño, los internos eran enanos y niños con las extremidades amputadas y unos ojos azul claro de mirada extraña.

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El hijo de la perdición

—Nosotros hemos terminado el trabajo que empezó nuestro héroe médico, Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, Su Reverencia —susurró Meeling con un tono de respetuoso temor en la voz. El grupo se detuvo ante una puerta en cuyo letrero se leía «psicocirugía — acceso restringido». La mujer introdujo una tarjeta en el escáner y esperó mientras se abría la puerta. Tan pronto pudo, se coló por el hueco y se encaminó directamente a una segunda puerta doble, de gran tamaño y de aspecto institucional, situada en el otro extremo del laboratorio de investigación y vigilada por varios Nefilim de tres metros de altura. La segunda puerta doble de acero daba paso a otro laboratorio, más pequeño. En los paneles de cristal se leía «departamento de genética» en grandes letras negras. Fraulein Meeling hizo una reverencia y dio media vuelta en redondo, dejando a De Molay a solas con el hombre que, absolutamente concentrado, trabajaba en el equipo de clonación de última generación. De Molay sonrió por lo bajo. —¿Nuestro «trabajo especial» ha tenido éxito? —preguntó. El profesor Hamish MacKenzie se volvió y De Molay lo observó con un ligero desagrado. MacKenzie llevaba una vieja chaqueta de lana, abombada por el uso y mal abrochada, y los pantalones gastados hacían bolsas en las rodillas. En la camisa tenía manchas de huevo del día anterior. Se pasó los dedos de venas hinchadas por los ralos cabellos blancos y un extraño alborozo iluminó sus ojos, de un color azul desvaído. —Un éxito superior a todo lo imaginable, Su Reverencia —murmuró. Luego, eufórico, sin advertir el desagrado que provocaba en De Molay, MacKenzie continuó—: Hace ciento veinte días, exactamente, inserté el genoma de materia no humana en un óvulo no fecundado al que había extraído los genes. De Molay apartó la mirada del desaseado MacKenzie y la paseó por el modernísimo laboratorio, lleno de centrifugadoras, termocicladores, aparatos de placas de imagen de fósforo, cilindros de clonación, cámaras de hibridación y todo lo necesario. MacKenzie se encaminó hacia una segunda puerta, ésta sin rótulo, y se colocó frente a una pequeña máquina de acero que, al instante, emitió un láser púrpura directamente a su iris. La puerta se abrió. De Molay cruzó detrás de MacKenzie un laboratorio más pequeño, impoluto, que daba paso a una cámara con una cúpula de cristal de unos siete metros de alto.

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El hijo de la perdición

Cuando De Molay entró, el laboratorio se sumió en la oscuridad. La única luz emanaba de la solitaria cámara incubadora acristalada, cubierta de un velo de muselina. MacKenzie apartó el velo del prototipo de útero artificial. El feto de cuatro meses estaba suspendido en un saco translúcido lleno de fluidos. Dormía tan plácidamente como si estuviera en el útero materno y su corazón latía visiblemente. —El óvulo fecundado crece y se desarrolla —dijo MacKenzie con aquel brillo de júbilo en la mirada—. Con el código genético del donante, solamente. De materia no humana y, sin embargo... —...Y, sin embargo, se desarrolla como un humano. —De Molay terminó la frase en un murmullo. Se acercó un paso más a la incubadora, como atraído por una fuerza magnética. El corazón del feto empezó a latir con más rapidez. MacKenzie contempló el feto, perplejo. Las lecturas de los monitores estaban subiendo sin control. Tembloroso, las comprobó. El corazón del feto latía ahora a trescientas pulsaciones por minuto. De Molay posó la mano en la cúpula de cristal. MacKenzie observó con espanto que el ritmo cardíaco subía a 340... 360... 400. Una brillante luz púrpura emitía pulsaciones en la cavidad torácica del feto. MacKenzie fue arrojado al suelo, cegado temporalmente, y se llevó las manos a los oídos entre gritos a causa del dolor insoportable que atenazaba hasta la última célula de su cuerpo. Lorcan de Molay acarició la cúpula de cristal y el feto abrió los ojos. De Molay contempló, hipnotizado, la resplandeciente mirada violeta del feto. MacKenzie levantó la vista en el preciso instante en que aquellos ojos emitían una violenta corriente eléctrica que atravesó la cúpula de cristal de la incubadora y alcanzó el techo del laboratorio. —Mi hijo único bien amado... —murmuró De Molay Luego, bruscamente, retiró la mano.

2017 Casa de Retiro Gables Isla de Arran, Escocia

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El hijo de la perdición

MacKenzie dejó de escribir. Se estremeció y se retrepó en la silla de ruedas, reprimiendo una náusea. Respiró profundamente y tomó la pluma de nuevo.

1981 El laboratorio Reykjavik, Islandia

Al instante, las luces y los aparatos eléctricos volvieron a funcionar. El ritmo cardíaco del feto bajó a ochenta latidos por minuto. MacKenzie, paralizado de horror, levantó la vista hacia el jesuita. —Según lo acordado, recibirás quince millones de dólares —dijo De Molay en voz baja—. Un tercio será transferido a tu cuenta cuando nazca el clon y el siguiente cuando cumpla dieciocho años. En el caso de que mueras, por causas naturales o no, el tercio final será transferido a tu fundación científica, el Instituto Aveline.

2025 Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

Allí estaba el nombre otra vez. «Aveline.»Jason tomó un trago de whisky y volvió la página.

1981 El laboratorio Reykjavik, Islandia

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El hijo de la perdición

MacKenzie se puso en pie, temblando visiblemente, y miró a De Molay, que seguía contemplando al clon, hipnotizado. —Cuarenta millones de dólares —replicó en un susurro—. He depositado copias de toda la correspondencia que hemos mantenido —continuó—. Nuestros acuerdos, mis tratos con los abogados de Londres... —Contempló el feto y miró a De Molay—: He registrado todas las conversaciones que cualquiera de su organización ha mantenido conmigo desde meses antes de que empezara mi trabajo aquí. Toda la documentación de la clonación ha sido escaneada y enviada ya a mis fuentes exteriores. »Estoy convencido de que Su Reverencia y sus secuaces de la elite pondrán el máximo cuidado en asegurar el secreto de este proyecto —continuó con cierta vacilación—. El nombre de su organización aparece mencionado, al igual que el del jefe del MI6, Piers Aspinall, junto al de otros siete. Creo que los pocos elementos más nobles de los gobiernos británico y norteamericano que aún queden encontrarán en las pruebas incriminatorias precisamente lo que estaban esperando y que las relacionarán con Los Álamos. Quizás incluso con Dulce... —El profesor esbozó una ligera sonrisa. »Como ve, Su Reverencia, yo soy muchas cosas... —Titubeó y miró a De Molay a los ojos, de aquel azul desvaído—. Cobarde, tal vez, pero no estúpido. El micropunto es una copia. En el caso de mi muerte o desaparición, el contenido será comunicado a todos los opositores a su gobierno en las sombras, tanto del hemisferio occidental como del oriental. Su operación quedará comprometida permanentemente. —No tienes idea de con quién estás tratando —dijo De Molay sin cambiar el tono. MacKenzie llevó la mano al bolsillo y sacó un pañuelo, con el que se enjugó el sudor de la frente. —No tengo parientes que Su Reverencia pueda utilizar como amenaza para someterme. Mi vida está dedicada únicamente a la ciencia. De Molay lo miró de hito en hito. Finalmente, habló: —Cuarenta millones... —Hizo una pausa—. No, no eres estúpido, profesor. —Y Su Reverencia... —MacKenzie miró directamente a los ojos a Lorcan de Molay—, Su Reverencia no es sacerdote. MacKenzie dirigió la mirada al feto. Cuando volvió a mirar, un instante después, De Molay se había esfumado.

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2025 Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

Jason aplastó despacio en el cenicero el cigarrillo a medio consumir. Pasó la hoja.

Hoy, tantos años después, me avergüenzo de mi codicia. Sin embargo, era un hombre muy ambicioso y el dinero financiaba mi fundación durante el resto de mi vida y mucho más. Treinta segundos después de que concluyera con éxito el parto del clon, unos agentes de seguridad me condujeron al aeropuerto de Stansted, en Londres. Desde allí, un reactor sin distintivos me trasladó de vuelta al área 51. Al día siguiente, un incendio misterioso devoró el piso franco de Reykjavik. El laboratorio islandés y años de documentos sobre investigaciones quedaron destruidos. Todo mi personal pereció en el incendio. Cinco días más tarde, los primeros diez millones fueron transferidos a mi cuenta.

Jason consultó los papeles con los números de la cuenta bancaria. Allí constaba, negro sobre blanco. Una transferencia de diez millones de dólares el 26 de diciembre de 1981. Se encogió de hombros. Todavía no lo entendía. ¿Qué tenía que ver aquello con nada y, especialmente, con su padre?

... y, sin que el mundo lo supiera, a las dos de la tarde del 21 de diciembre de 1981, nació el primer clon genético nuclear del mundo. Yo me retiré de mis trabajos clandestinos dos meses después y me instalé en Escocia, donde establecí mi centro de investigación en Edimburgo.

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Una muerte en la familia

2025 Hospital de St. Bernadette Hyde Park Corner

Adrián miró quién llamaba. Era Jason. Se volvió a la enfermera y, señalando el teléfono, le dijo: —Una llamada privada. Déjeme dos minutos a solas. Que no me molesten. —Desde luego, señor presidente —asintió la enfermera. —Jason —respondió a la llamada—, mamá está sedada, pero estable. Duerme profundamente. No te molestes en venir y descansa un poco. Me quedaré hasta que vuelva Rosemary. Bien. Te llamaré si hay algún cambio. Adrián colgó y Lilian abrió los ojos con un parpadeo. —La conexión Rothschild ha sido muy ventajosa, madre. —Adrián le sonrió—. Sobre todo con los israelíes. Pero, en resumidas cuentas, el Acuerdo ha quedado firmado y sellado por tres años. Deambuló por la habitación del hospital y continuó: —En cuanto a James, sabía demasiado y estaba a punto de hablar. No me dejó alternativa, Lilian, tuve que matarlo. Por lo que respecta a Melissa —añadió fríamente —, ella y su padre estaban convirtiéndose en un lastre. ¿Nick? Nick me caía bien. —Se encogió de hombros. Lilian hizo un esfuerzo por llevar la mano a la mascarilla.

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—Nick era bastante inofensivo —continuó Adrian—. Eso no estaba en el plan. Con las fuerzas que le quedaban, ella se arrancó la mascarilla. Pálida, miró a Adrian. Las manos le temblaban violentamente. —Tú... Te captaron. Me prometieron que te dejarían en paz... —Madre —sonrió Adrian—, yo soy ellos... Lilian lo miró con los ojos desorbitados de espanto y de rabia. Adrián rodeó la cama hasta el medidor del flujo de oxígeno y movió los dedos relajadamente entre los tubos hasta alcanzar la cánula de respiración. —Pero, verás, Lilian... te has vuelto demasiado lista. Y tú sí que estás en el plan. Firmaste tu propia sentencia de muerte. Esa información cuyo rastro seguiste con tanta astucia en la Biblioteca Médica de Wimpole Street resulta demasiado incriminadora como para dejar que sigas con vida. Lilian intentó desesperadamente incorporarse y le dirigió una mirada suplicante. —Jason... —¡Oh! Jason es tu legítimo primogénito. Una verdadera astilla del viejo palo, como dicen. Tu segundo hijo fue asfixiado al nacer y sustituido por orden del Gran Consejo Druida. Los documentos para la ejecución fueron firmados por Julius De Vere. Y ahora, madre, tu intromisión ha sellado el destino de Jason. Lilian cerró los ojos y una solitaria lágrima escapó entre sus párpados y se deslizó por su mejilla. —¿Quieres suplicar por la vida de tu hijo mayor? —Adrián sonrió. Un enfermero entró silenciosamente y Lilian extendió la mano hacia él. —Ayúdeme, por favor —sollozó. El enfermero se volvió a Adrián, asintió y Lilian contempló horrorizada cómo se transformaba ante sus ojos en un Hechicero. Asió el rosario y con voz temblorosa, apenas audible, murmuró una oración. —«Arcángel Miguel, defiéndenos en la hora de la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio...»Lilian alzó la mirada a Adrián, sin temor ahora. —«Reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial... — Lilian estrujó el rosario contra su pecho—, arroja al Infierno, con el divino poder, a Satanás... —jadeó dificultosamente—... y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo... para la perdición de las almas.»Adrián contempló cómo su rostro empezaba a amoratarse.

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—No oirán la alarma, madre —murmuró—. La he hecho desconectar hace diez minutos. —Le acarició el pelo y añadió—: Estuvo bien mientras duró. —Lawrence —murmuró Lilian. Adrián entrecerró los ojos. Lo percibió. La Presencia. Siguió su mirada en dirección a la puerta, pero allí no había nadie. —Sabía que vendrías, Lawrence —susurró Lilian con regocijo. El Hechicero vomitó compulsivamente. Adrián arrancó el rosario de los dedos de Lilian e hizo una indicación al Hechicero con los ojos negros de malicia. El Hechicero palpó la piel de Lilian y cogió una jeringa hipodérmica. —El hecho de que fueras judía era inevitable —murmuró Adrian mientras el Hechicero inyectaba a Lilian una ampolla de cloruro de potasio—. Pero esto lo compensará. Exactamente noventa segundos después, Lilian De Vere estaba muerta.

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Jason cruzó la cocina con la carta en la mano. La dejó sobre la mesa, cogió una cafetera de filtro de la alacena y un paquete del café colombiano favorito de Lilian y enchufó el calentador eléctrico. Leyó ociosamente la marca del paquete de café: era un producto de consumo masivo de la tienda de alimentación local. Meneó la cabeza. Nunca lo había entendido. No importaba adonde viajara, Lilian juraba que no había café comparable al que ahora tenía en la mano. Echó dos medidas a la cafetera, totalmente ajeno al hecho de que, en aquel preciso momento, Lilian estaba siendo asesinada por su hermano menor. Desconectó el calentador, vertió el agua en la cafetera y esperó.

—Ahora está lejos de tu alcance —dijo Jether.

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Adrián se apoyó en la pared del cuarto de baño de la habitación de Lilian en el hospital, sudando profusamente, y evitó la mirada de Jether. Entre violentas arcadas, cayó de rodillas. —El Nazareno... Has estado con El... —murmuró, alzando hacia Jether una mirada llena de odio. Sus ojos tenían un brillo extraño, como dos brasas intensamente encendidas. —Su presencia te atormenta —dijo Jether e inclinó la cabeza. —Has llegado tarde para salvarla —dijo Adrian con voz ronca. —No —replicó Jether suavemente—. Le había llegado su hora. La respiración de Adrian se normalizó un poco. —No creas que tu apartado Portal de Alejandría quedará intacto y al margen de la violencia, Jether el Justo —escupió—. El monasterio de los Arcángeles es un objetivo militar de primer orden en el plan de los Caídos. —Se incorporó tambaleándose, pero se recuperó rápidamente y añadió—: Yo prevaleceré. El rosario de Lilian, que Adrián tenía todavía en la mano izquierda, empezó a humear. Abrió los dedos y observó con horror la señal de la cruz que se grababa a fuego en la palma. —El Nazareno te derrotará en las llanuras de Megido —dijo Jether en un susurro. Y, tras esto, se esfumó en el aire ante la mirada de Adrián.

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Jason sirvió el café, acercó una silla de la cocina y tomó asiento. Dio un sorbo al café y luego estudió el paquete. —No está mal, madre —murmuró. A continuación, volvió a coger la carta de Hamish MacKenzie y continuó leyendo.

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1998 Fundación Aveline Edimburgo, Escocia

MacKenzie estaba sentado tras su escritorio cuando entró un ordenanza cargando con una saca de correos. La vació encima de la mesa y MacKenzie contempló cómo sobres y papeles se desparramaban sobre el escritorio. —Observadores de extraterrestres, seguidores de cultos, amenazas... Esta vez lo llaman satanista, doctor —dijo el asistente. MacKenzie meneó la cabeza y echó una rápida ojeada .1 alguno de los papeles. El ordenanza se inclinó hacia él—. Ese viejo vuelve a estar aquí —dijo—. Está causando un alboroto, Hamish, y eso es malo para el instituto. MacKenzie se quitó las gafas, suspiró y se frotó los ojos con gesto de fastidio. —Está bien, lo recibiré. Rescátame dentro de dos minutos. —Está en la puerta. El asistente abrió la puerta y franqueó el paso a un anciano desaliñado. El hombre se detuvo delante de MacKenzie con aire nervioso, agarrando sus bolsas de plástico. —Por favor, siéntese. —MacKenzie señaló la silla que quedaba delante de él. El anciano dijo que no con la cabeza y paseó la mirada por la estancia con visible asombro. —No puedo quedarme mucho. Tengo que seguir moviéndome. Están por todas partes. MacKenzie frunció el entrecejo, confundido ante la elocuente declaración del hombre. Este le acercó un papel, arrastrándolo sobre el escritorio. —Mis credenciales —dijo. —Miembro del Real Colegio de Obstetras —leyó MacKenzie en voz alta—. Miembro de la Sociedad Británica de Medicina Fetal y Perinatal... —MacKenzie levantó la vista al anciano con un asomo de reconocimiento—. ¡Pero si es usted Rupert Percival! —Miró con absoluta sorpresa al indigente que tenía ante sí y añadió—: El obstetra del caso del hospital San Gabriel, ¿verdad? El viejo asintió, un poco más tranquilo ahora. —Me licencié en Medicina en el Trinity College de Dublin e hice el internado en obstetricia en Guys. Era muy respetado en mi campo. Mire, apenas tengo tiempo.

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Ellos me atraparán. Al final, atrapan a todo el mundo. —Lanzó una mirada fugaz a la ventana y luego a la puerta—. Hubo un incidente... Yo era un médico muy prestigioso, tenía la consulta en Harley Street y seleccionaba a mis pacientes entre la elite. Uno de los casos que atendí fue el de una futura madre, que estaba pasando el verano en Londres, a cuyo feto le realicé un diagnóstico genético prenatal de oligohidramnios. —¿Poco líquido amniotico? Percival asintió. —No había duda del escaso crecimiento fetal, con una reducción de la altura del fundus uterino superior a los tres centímetros. Dada la posición social y económica de la familia afectada, pues el hombre era un alto cargo en la Casa Blanca y pertenecía a una dinastía vinculada a la banca y al petróleo, no se reparó en medios para salvar al feto. Muestras de ADN, sesiones semanales de ultrasonidos y mediciones de la cabeza del bebé, del fémur y de las circunferencias abdominales. Durante los dos últimos tercios del embarazo, el líquido amniotico procede de la orina fetal y, como la formación de los pulmones depende de la respiración en el líquido amniotico, los pulmones de los bebés con displasia muy severa están muy subdesarrollados. »Fijé la fecha de la cesárea para el 20 de diciembre de 1981. »Ciertos poderes fácticos hicieron cuanto pudieron por apartarme del caso y por reemplazarme por un colega del Instituto Monash, pero la madre se negó en redondo e insistió en que la tratara yo, y sólo yo. »Ayudé a venir al mundo al bebé en la fecha señalada en la Maternidad de Knightsbridge. Como esperaba, el niño tenía una displasia muy importante y una función renal nula, como consecuencia de lo cual fue ingresado inmediatamente en cuidados intensivos. No esperaba que fuera capaz de sobrevivir más allá de unas horas, debido al defectuoso funcionamiento pulmonar. »Pues bien, la mañana siguiente, cuando volví a primera hora para pasar visita, las funciones vitales del bebé eran perfectas. Era un niño completamente distinto. —¿Está seguro de que no había confusión posible? —le preguntó MacKenzie. —Soy un especialista, señor. No tuve la menor duda. Di la alarma, pero todos los detalles del historial fueron alterados para que coincidieran con el cambio de niños. Todo el personal hospitalario con el que había trabajado en los turnos anteriores estaba misteriosamente ilocalizable y la madre, que no había llegado a ver nunca al bebé, insistió en que era un milagro.

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»Los que orquestaron todo esto eran muy ricos y muy, muy poderosos. Al cabo de veinticuatro horas, me habían hecho que dar como un chiflado. »Cuando llegué a mi consulta de Harley Street, descubrí que habían registrado mi despacho. El MI6, me informaron, había requisado todos mis historiales. Inmediatamente, me retiraron la licencia para ejercer y mi nombre fue arrastrado por el fango en la prensa británica. —Mala praxis flagrante —musitó MacKenzie, recordando el caso. —Dijeron que operaba bebido, que tenía un arraigado problema con el alcohol, cuando lo único que probaba era una copa de jerez seco por Navidad. Me expulsaron de la carrera y me silenciaron. Me quitaron la credibilidad. Perdí a la familia, la carrera, la vida. Y me convirtieron en esto. Percival calló unos instantes mientras rebuscaba en una de sus bolsas de la compra. Luego, continuó: —Yo, sin que ellos lo supieran, había efectuado dos baterías de pruebas, una inmediatamente después del parto y otra la mañana siguiente, y había archivado de inmediato los resultados en la Biblioteca Médica Redgrave, en Wimpole Street, adjudicándole al caso un nombre supuesto. Allí han permanecido durante diecisiete años sin que ellos los descubrieran. Serán su prueba decisiva, MacKenzie.

2025 Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

Jason dejó la carta de MacKenzie y repasó las otras hojas. Escrito a mano al dorso de la última, leyó: «Biblioteca Médica Redgrave, 64 Wimpole Street.»—Wimpole Street —murmuró para sí—. Así que era eso lo que buscaba mamá.

1998 Fundación Aveline Edimburgo, Escocia

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—Yo había tomado una muestra del ADN del recién nacido por la mañana, al llegar a la maternidad. Y conservaba otra del ADN original del feto. —Percival sacó una pequeña lata de acero de una de sus bolsas de plástico—. Me muero, MacKenzie. Me quedan seis semanas, como mucho. Ahora ya no me pueden alcanzar. Necesitaba un experto en el tema. Alguien a quien pudiera confiarle esto. Abrió la lata de acero, sacó dos portaobjetos de laboratorio y los colocó en la mesa, delante de MacKenzie. —Es el ADN del sustituto. No había visto nunca una estructura genética como ésa. Percival alzó la mirada a MacKenzie y, con un temblor en los labios, añadió: —No era humana. MacKenzie se desplazó hasta un potente microscopio situado en la antesala de su despacho. Cuando Percival colocó el primer porta bajo la lente, le temblaba la mano. —El ADN del feto —dijo. Colocó la segunda muestra. —El ADN del sustituto.

2017 Casa de Retiro Gables Isla de Arran, Escocia

MacKenzie volvió el rostro hacia el lago, con la mirada perdida. —Esa fue la primera vez que supe...

2025 Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

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Jason continuó leyendo:

El patrón genético del «bebé sustituto» de Percival era la réplica exacta del clon que yo había producido en mi laboratorio años antes. No había confusión posible. Habría reconocido los marcadores genéticos incluso dormido. Era el ADN del clon. Nacido doce horas después del parto por cesárea del bebé de Percival. Alguien había eliminado al bebé original y lo había cambiado por aquel clon genético, sin que los padres lo supieran, obedeciendo algún malévolo plan oculto. Al cabo de una semana, el cadáver de Percival fue encontrado con un tiro en el pecho. En un basurero.

2017 Casa de Retiro Gables Isla de Arran, Escocia

Una mujer mayor de cara rubicunda, con la cabeza cubierta con un pañuelo púrpura, entró en la habitación empujando un carrito del té y dirigió una amable sonrisa a MacKenzie. —¿Lo de siempre, profesor? —preguntó. —Gracias, Bridget —asintió él. Mientras Bridget le servía una humeante taza de té, MacKenzie dobló la carta y la guardó en un sobre azul celeste. Humedeció la goma del sobre y lo cerró. Luego, con mano temblorosa, escribió en él:

James De Vere — Personal A la atención de Thomas Nunn Bufete Adler, Nunn y Greenstreet

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Vestry Hall, Chancery Street Londres WC2A

Bridget dejó el té sobre la mesa. —¿Tres terrones, profesor? MacKenzie asintió. Luego, tomó la mano encallecida de la mujer y depositó en ella el sobre azul. —Bridget, eche esto al correo. Buscó en el bolsillo del albornoz, sacó un monedero viejo y gastado y contó cuidadosamente tres monedas de una libra y un par de piezas de veinte peniques. —Mándalo certificado y tráeme el recibo. —Así lo haré, profesor. —La mujer le dirigió una alegre sonrisa—. Hasta luego. La puerta se cerró tras ella y MacKenzie levantó la taza de té con una expresión de alivio escrita en el rostro. Cerró los ojos.

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Secretos vergonzosos

2025 Mansión De Vere Beigrave Square, Londres

Jason levantó la vista, pálido. Maxim se hallaba a la puerta de la cocina, en batín. —Señorito Jason... Temo que traigo una noticia terrible, señor. Del hospital. Jason se incorporó y buscó su teléfono móvil. —¡Maldita sea! —masculló. Se lo había dejado en el vestidor. —La señora Lilian, señor... —Jason se preparó para oír las terribles palabras—. Ha fallecido hace diez minutos. Se dejó caer pesadamente en la silla de la cocina y dirigió la mirada a Maxim, sin decir palabra. Maxim se encaminó a la despensa y reapareció al cabo de un minuto con una botella de whisky en la mano derecha. Dejó la botella y un vaso delante de Jason. —¿Y esto, Maxim? Tú desapruebas que beba —dijo Jason, frunciendo el entrecejo. —Fueron las últimas instrucciones que me dio la señora Lilian, señorito. Jason notó el temblor de emoción de la voz de Maxim. Levantó la botella y la observó. —Tiene más de setenta años —susurró, leyendo la etiqueta—. Macallan Fine and Rare... Esas botellas ya no se ven.

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—Setenta y dos, para ser exactos, señorito. La señora Lilian la adquirió en 2008 por treinta y ocho mil libras. Jason meneó la cabeza con incredulidad. Se fijó en la cinta azul atada en torno al cuello de la botella y abrió la tarjeta. Era la letra de Lilian y estaba fechada el día antes de que se desmayara en Wimpole Street.

A mi querido hijo mayor. He guardado esto para ti como prenda durante más de quince años. Sí, sabes muy bien que no apruebo que bebas. Nunca me ha gustado. Pero si alguna vez ha habido un momento para un brindis, sin duda es éste. He perdido a tu padre. He perdido a Nick. Ahora sé que no he perdido a Adrián porque nunca ha sido mío. Tú, hijo querido, eres lo único que tengo. Cuida de Lily por mí. Y de Julia. Ella te ama, Jason. Sé fuerte, hijo mío. Sé valiente. Lucha por la verdad, no importa dónde te lleve. No te preocupes por mí, pues ya estoy en un lugar mucho mejor. Deseo que tengas amor. Deseo que tengas paz. Pero, sobre todo, deseo que tengas fe, Jason. Siempre te amará, tu madre.

Jason alzó la vista a Maxim y se enjugó las lágrimas de las mejillas. —Ella sabía... —Se le quebró la voz—. Sabía que iba a morir. Maxim asintió, incapaz de decir nada. Sirvió el whisky en el vaso de Jason y luego alzó su propia copa de cordial de flor de saúco. Sonó el teléfono en el pasillo y Maxim acudió a responder. Jason cogió la tarjeta y volvió a leerla. Maxim entró de nuevo en la cocina.

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—El señorito Adrian acaba de dejar el hospital. Viene hacia aquí.

Jason continuó sentado a la mesa de la cocina con el vaso de whisky medio vacío delante. Pasó páginas hasta llegar a la última hoja de la carta de MacKenzie.

Desde ese día de 1998, he seguido el ascenso del clon genético con suma atención. En diciembre de ese año, terminó la enseñanza media en Gordonstoun con cinco matrículas de honor. En 2002, obtuvo la licenciatura, también con matrícula de honor, en Filosofía, Ciencias Políticas y Ciencias Económicas por la Universidad de Oxford. En 2005, después de dos años en Princeton, dedicó un año a estudios especializados en estudios árabes en Georgetown. Desde 2006 a 2010, trabajó en la dirección del negocio familiar en valoración de activos. Fue nombrado canciller del Exchequer en 2010. En 2012 se convirtió en primer ministro británico. Este es el secreto que he guardado durante más de tres décadas. Su padre era James. Su madre era Lilian.

Jason leyó el último párrafo con incredulidad:

El clon incubado en el laboratorio jesuita hace todas esas décadas no es otro que el actual primer ministro del Reino Unido: tu hijo, Adrian De Vere.

El vaso de whisky se le resbaló de los dedos y cayó al suelo. Se quedó mirando los añicos de cristal durante todo un minuto. Lentamente, se puso de pie, se encaminó hacia la puerta de la cocina y la abrió, con el sobre azul todavía en la mano. Agitado, anduvo entre los macizos de rosas, arrojó al suelo el cuarto cigarrillo de la noche y aplastó la colilla con el talón; de inmediato, sacó el paquete y encendió otro con dedos temblorosos.

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Dio una profunda calada y, al oír un ruido a su espalda, se volvió. El cigarrillo se le cayó de la mano. Levantó los ojos a la intensa mirada azul de su hermano menor. Era Nick...

CONTINUARÁ...

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COPIA AUTÉNTICA DEL MEMORÁNDUM DE LA OPERACIÓN NORTHWOODS, FECHADO EL 13 DE MARZO DE 1962

De la Junta de jefes del Estado Mayor al secretario de Defensa, Robert McNamara, documento obtenido gracias a la Ley de Libertad de Información (FOIA, por sus siglas en inglés)

Las páginas siguientes están disponibles en http://pdfdatabase.com/index.php?q=declassified Por razones de claridad, se ha omitido la página 3.

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Fin Título original: Son of Perdition Traducción: Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté 1ª edición: julio 2011 © 2009 Wendy Alee © Ediciones B, S.A., 2011I SBN: 978—84—666—4410—5

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