Ben hur

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Lewis Wallace

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Ben-Hur Una historia de los tiempos de Cristo

Libro I

Vienen y van llamaradas, La bóveda celeste se rompe con estrellas Que derraman sus luces por doquier. Alfred Tennyson.

Capítulo I Hacia el desierto El Jebel-es-Zubleh es una montaña de más de cincuenta millas de longitud y tan estrecha que su dibujo en el mapa se parece a una oruga reptando de sur a norte. De pie sobre sus peñascos pintados de rojo y blanco, sólo se ve el desierto de Arabia, que los vientos del este, tan odiados por los cultivadores de vides, se han reservado como terreno de juego desde el principio de los tiempos. El pie de dichos montes está bien cubierto de arenas arrastradas por el Éufrates y depositadas allí, porque la montaña constituye un muro protector de los campos de Boab y de Ammón, al oeste, que de otro modo formarían parte del desierto. El árabe ha dejado el sello de su lengua en todo lo que se encuentra al sur y al este de Judea; de modo que, en su idioma, el viejo Jebel es el padre de innumerables wadis que, cortando la vía romana (vaga sombra de lo que fue en otro tiempo, polvoriento sendero recorrido hoy por los peregrinos que van y vienen de La Meca), imprimen sus surcos, profundizando a medida que avanzan, para llevar las avenidas de la estación lluviosa al Jordán, o a su último receptáculo, el mar Muerto. De uno de aquellos barrancos (o, más concretamente, del que corre por el extremo del Jebel y, extendiéndose del este hacia el norte, acaba por constituir el lecho del río Jabbok) salía un viajero que se dirigía hacia las altiplanicies del desierto. Para este personaje reclamamos en primer lugar la atención del lector. A juzgar por su aspecto, tenía los cuarenta y cinco años bien cumplidos. Su barba, en otro tiempo del negro más intenso, que caía en ancho raudal sobre el pecho, estaba surcada por hebras blancas. Su cara era negra como un grano de café tostado, y la llevaba tan cubierta por un rojo kufiyeh (como llaman hoy en día los hijos del desierto al pañuelo que les protege la cabeza) que sólo era visible en parte. De vez en cuando levantaba los ojos, unos ojos grandes y negros. Vestía las holgadas prendas que imperan en Oriente; aunque no es posible describir con más detalle su estilo, porque el viajero iba sentado debajo de una minúscula tienda, cabalgando un gran dromedario blanco.

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