Miedozine

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MIEDOZINE Revista semestral

1 Natividad de los Ángeles Chan Balam José Rafael Cuevas Huchín

David de Jesús Sosa Álvarez


Primera edición, 2022 Colección: misterio Título: Miedozine Directiva Académica:

María García Negroni

Consejo académico:

Ignacio Martínez Ana Espadas Estefanía Castro Armando Trujillo

Diseño y maquetación: Natalia Carvajal

Corrección: Angélica Pérez

Autores: Natividad Chan Rafael Cuevas David Sosa

Miedozine está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-CompartirIgual 4.0

Internacional (cc by-sa 4.0).


Contenidos 01 Noche extraña

02 Pequeño encuentro

03 Quien no tenga miedo, que vaya al médico


Natividad Chan Balam

Noche extraña El día se encontraba más frío de lo normal, pese a que los rayos de sol iluminaban el entorno. Era verdaderamente extraño, ya que de la nada el frío comenzó a asomarse; sin embargo, Fanny no le dio importancia. A veces el clima en aquel pueblo era muy cambiante. Lo que ella no preveía era lo que sucedería horas más tarde al salir del trabajo. Como ya era costumbre, su jefe le había avisado que tenía que quedarse hasta el último turno de la jornada; de alguna manera Fanny ya se había mentalizado a que eso sucediera cada semana, sin embargo, ella tenía que aguantar todo esto porque necesitaba el dinero para poder solventar la gran deuda que le habían dejado sus padres, quienes desafortunadamente fallecieron en un trágico accidente automovilístico; desde ese momento se encontraba por su cuenta. Afortunadamente, faltaba muy poco para terminar el trabajo que tenía pendiente y en unas pocas horas ya podría regresar a su casa, aunque era bastante peligroso debido a que saldría de la oficina dadas las 10:30 pm y todavía tenía que caminar hasta la parada de autobús que se encontraba a seis cuadras y esperar el último camión que la dejaría a dos esquinas de su casa. Su jefe le hizo quedarse más tiempo de lo previsto por algunos inconvenientes que habían surgido de último momento y que no podían esperar al día siguiente para ser atendidos. Fanny se encontraba extremadamente cansada de ese trabajo, llegando incluso al punto de odiarlo, más aún a su jefe, ya que era bastante injusta la gran carga laboral que les dejaba; no obstante, la paga era muy buena y no le quedaba más remedio que continuar ahí por un largo tiempo. El reloj marcaba justamente las 11:50 de la noche cuando se bajó del último transporte que la pudo llevar a su hogar. Debido al cansancio, se había quedado dormida en el camión; por consiguiente, tuvo que bajarse muchísimo después de su habitual parada. Ahora


tenía que caminar kilómetro y medio para llegar a su casa. “Aguanta unos cuantos meses más” se decía internamente mientras apresuraba el paso para llegar hasta su casa. La desesperación se estaba apoderando de ella, ya que por más que caminaba y caminaba no veía un lugar que reconociese, que le indicara que se encontraba cerca. Era como si no estuviera en su pueblo; todo era completamente desconocido y el frío era cada vez más intenso. Así estuvo como por media hora caminando por aquel lugar; parecía como si se encontrara en otra dimensión; todo lo que veía era muy antiguo: las casas, las calles, todo. De la nada, empezó a escuchar unos susurros provenientes de una de las casas de su alrededor. Era una casa grande, de un color irreconocible. Debido a las condiciones en las que se encontraba, parecía estar abandonada, incluso la maleza en sus alrededores era una clara señal de ello. Aquella casa transmitía una atmósfera bastante inquietante y desoladora, pero había algo más que captó la atención de Fanny y le puso los vellos de punta: aquel lugar tenía la puerta principal abierta y su interior emitía una luz color roja, pero lo más aterrador de la situación fue el hombre que se encontraba en aquel espacio fumando lo que parecía ser un cigarrillo. Aquel ser vestía extraño, ya que solo traía un pantalón bastante desgastado; el color de su piel era oscuro y tenía una mirada penetrante, además estaba sonriendo, pero su sonrisa era macabra. Fanny, al verlo, entró en shock no podía moverse. Lo que hacía ese encuentro tan escalofriante es que todo estaba muy oscuro y la única luz que había era la que se podía ver dentro de la casa. Fanny quería moverse, gritar y correr, pero sus piernas no funcionaban; en ese momento aquel hombre empezó a avanzar hacia ella. La chica, como pudo, sacó fuerzas para salir corriendo. Corrió y corrió, hasta que empezó a reconocer poco a poco en donde se encontraba. Finalmente, logró ver la luz tenue del poste que se encontraba a una esquina de su casa y confirmó que el hombre no la había seguido. Se dio la vuelta y, al observar que no había rastro de aquel ser, al fin pudo respirar con calma. En el cielo se veían las primeras señales de que pronto amanecería.



José Rafael Cuevas Huchim

Pequeño encuentro Aún recuerdo a mi tío Ben, un hombre fuerte, de estatura promedio y muy trabajador. Vivía a las fueras del pueblo, donde él tenía unas cuantas hectáreas para trabajar. Yo lo conocí porque él iba a visitar a mi abuela Evelia, de vez en cuando a su casa dentro de la ciudad. Yo no vivía con mi abuela, pero me la pasaba mucho tiempo bajo sus cuidados, y así fue como lo conocí y como me enteré de que ellos dos eran simples hermanos que se llevaban muy bien. Mi abuela siempre me contó sobre sus aventuras, historias y anécdotas, pero hubo una en particular que me llamó muchísimo la atención; la historia era una historia real que le pasó a mi tío Ben y que mi abuela y gran parte de la familia vivió o, bien, estuvo involucrada. Pasó cuando yo tenía alrededor de los cinco años, y mi tío, como siempre, trabajaba en su milpa desde antes de que el sol saliera hasta cuando el sol empezaba a esconderse y la falta de luz ya no le permitía trabajar. Ese día, después de su larga jornada llegó a su casa donde estaba su esposa (tía Juana), ella era ama de casa, cuidaba del hogar arreglándolo, viendo por los animales y sus huertos, solo iba al pueblo por comprar lo que le hiciese falta. Y al igual que mi tío Ben, era adicta a trabajar hasta donde la luz se lo permitiese. Mi tío Ben, al llegar a su hogar, dejó asentada su bicicleta sobre una de las paredes de la casa, dejó su machete entre los dos balos que estaban en la entrada de la casa y donde colocó su hamaca para tomar una siesta con el fresco del anochecer. Nunca le avisó a tía Juana que ya había llegado ni ella se preocupó en averiguarlo, porque era tanta su rutina de todos los días que ya sabían lo que el otro hacía sin tener que preguntar.


Cuando la oscuridad había consumido al día, y la única luz que recibían era de un pequeño foco dentro de la casa, mi tío sintió un extraño movimiento en su hamaca, alguien se estaba subiendo a acostarse con él. Inmediatamente supo que era su esposa, puesto que nadie más vivía por la zona. Siguió durmiendo sin hacer caso hasta que escuchó la extraña respiración de tía Juana, cada vez se volvía más fuerte y áspera, parecía la de algún animal. Quiso darse vuelta para verla y preguntarle qué le pasaba, pero antes de poder hacerlo ella lo abrazó, tendió su brazo y pierna sobre él. Esto no tranquilizó para nada a mi tío, “¡sus extremidades son mucho más grandes y pesadas!”, pensó mi tío.

No fue hasta que él decide acariciar la mano de mi tía, cuando se da cuenta de que quien estaba con él no era mi tía, la mano que sintió era completamente fría y huesuda, fue subiendo lentamente para evitar tocar la mano, y lo que sintió después fue mucho peor, el brazo era robusto, y lleno de pelos grandes y gruesos, casi como espinas. La respiración que había disminuido regresó nuevamente y se volvió más intensa. El miedo que estaba viviendo lo petrificó un momento hasta que escuchó la voz de mi tía Juana llamándolo: “¡Ben! ¡Benito! ¿Estás afuera?”. Su cuerpo pudo reaccionar, bajó su mano buscando el machete que había dejado debajo de la hamaca mientras que esta criatura que asemejaba la respiración de un toro embravecido se acercaba lentamente más hacia su cara y lo empezaba apretar con mayor fuerza. Se cuenta que el aullido, que gritó esta criatura cuando tío Ben le clavó su machete, se oyó hasta el pueblo aquella noche. Tía Juana rápidamente fue hacia la entrada aterrorizada por lo que estaba escuchando y justo cuando abre las puertecillas de la entrada logra ver con la poca luz que llegaba del único foco de la casa, una piel negra, rugosa y con bellos más gruesos que el hilo de bordado. No pasó un segundo más y la criatura corrió hacia el monte aún entre lamentos de dolor. Mis tíos huyeron hacia el pueblo, fueron a casa de mi abuela Evelia donde la gente se reunió para saber qué es lo que había pasado y donde mi tío contó a detalle lo que sucedió. La gente no dudó de


sus palabras, más cuando algunas personas mencionaron haber escuchado aquel grito a la lejanía. Casi el pueblo entero se armó con machetes, palos, antorchas. Fueron hasta donde ocurrieron los hechos y para su sorpresa había una especie de líquido derramado en el suelo, parecía sangre, solo que este líquido era una combinación entre rojo y verde.

No fue hasta que después de largas horas de búsqueda y hasta que el sol empezó a salir que, logrando seguir a detalle el rastro de sangre que la criatura había dejado, encontraron clavado el machete de mi tío en una gran planta de nopal. Al retirarlo pudieron ver cómo este aún seguía manchado de aquel líquido. La gente vieja del pueblo concluyó que había sido la Xtabay la que había querido llevarse a mi tío y que había tenido mucha suerte de que no haya sido así, porque cuando se presenta de esa forma, es porque uno no saldrá vivo de ahí.



David de Jesús Sosa Álvarez

Quien no tenga miedo, vaya al médico ¿Por qué? ¿Por qué cuando niños poníamos una lamparilla especial cerca de la hamaca a la hora de irnos a dormir? ¿Qué secretos esconde la oscuridad? Algunos se creen que no es la ausencia de luz lo que provoca aquel tan conocido hormigueo, sí, ese que comienza desde la nuca hasta las puntas de los pies, sino que más bien es lo desconocido, lo que puede —o no— haber bajo esa capa inhóspita de oscuridad.

Vale decir que yo mucho tiempo pertenecí al grupo de los incrédulos y asustadizos. Basta mencionar la noche en la que temblé como niño despavorido cuando al bajar al estacionamiento de la universidad, luego de una típica jornada entre alumnos, profesores y café, encontré mi Tsuru en medio de una intermitente oscuridad. No acostumbraba a quedarme a esas horas, mis labores concluían poco antes de las 5 de la tarde; ese día fue la excepción. El Casio abrazado a mi muñeca derecha marcaba las 9 (p.m.) con 34 minutos. Mi automóvil estaba donde mismo: cajón 2, “Departamentos Escolares”. El hormigueo, como cual pan en tostadora terminado el tiempo de cocción, saltó de improvisto cuando las escasas luces del estacionamiento subterráneo comenzaron a ejercer el recorte presupuestal de nuestro diplomático gobierno. La vida adulta, el empleo, mi mujer y la efímera esperanza de una vida diferente ya se habían encargado de crear un concilio en mi conciencia, asignaron a un Caronte para que se encargase de transportar, a través del océano nauseabundo de mi mente, mis pensamientos. Esa noche Caronte se ahogó. Apresuré el paso, mis pulsaciones hicieron lo mismo, sostuve con fuerza el maletín donde llevaba documentos nada importantes y me centré en el cerrojo de la puerta de mi automóvil. Llegué, abrí la puerta, encendí el motor, puse primera y me fui, sin más, sin monstruos, sin bestias, sin leyendas, sin demonios. La mañana siguiente, justo en la cafetería de la universidad me encontré, solo y disperso como él mismo, al doctor Cruz. El tráfico


neuronal que mantiene mi razón apta para ser un hombre de mundo decidió abrir la vía de la memoria cortoplacista recordándome el evento aterrador del estacionamiento. Un hombre que ha dedicado su vida a la investigación, al periodismo y la política, con el típico carácter estridente de quien sabe verdaderamente de lo que habla es, por estereotipo, la persona menos apta para hablar de sucesos paranormales. Por un momento titube, no estaba seguro de si el doctor tuviese el ánimo de hablar de algo tan absurdo como un par de fallas eléctricas, antes ya lo había visto retirarse de una conversación de la manera más tajante y educada que solo el manejo de la información constante permite. Me animé, quise abordar el tema desde el punto de vista de lo cómico, a final de cuentas eran poco más de las 10 de la mañana, viernes inhábil para el alumnado, en una cafetería vacía, qué podría salir mal. —Qué hay doc, cómo va todo— en esta plática no había necesidad de formalismos, los obvié y antepuse nuestras edades, quitando los libros apenas me llevaba un par de años de diferencia. —Aquí, viendo la manera más sencilla de no pensar en nada, ¿sabe? Vengo de leer un informe gubernamental, el reporte presupuestario, ya sabe, cosas que joden a la facultad. Al doctor le gustaba hablar, esto no significa que lo hacía constantemente. Fuera de sus cátedras y toda clase impartida en las aulas, cuando se hablaba con él se notaba a leguas la necesidad de escupir lo que piensa pero sin importarle lo más mínimo si a quien le dirija su gargajo conozca o le competa de lo que habla. Hice lo que todos haríamos en esa situación, escuchar y callar, hasta que encontré la oportunidad de lanzar mi relato cómico: —Anoche, doc, me sucedió algo de lo más curioso —dije—, tuve miedo. Es probable que sea fruto del estrés y de unos cuantos problemas personales pero, verá, fue como si tuviera 5 años y le tuviera terror a la oscuridad. Sucedió aquí abajo, en el estacionamiento, las luces fallaron repentinamente y hubo instantes inciertos donde perdí la razón en medio de la ausencia de luz. Jaja fue cómico, ¿sabe? —yo continuaba hablando, el doctor no me miraba


pero me escuchaba muy atentamente— No pensé en ladrones pues nunca ha ocurrido algún robo justo en nuestro estacionamiento, pensé más en lo incierto, en monstruos jajaja. Supuse que se reiría de mí, vamos que lo que dije lo dije por entero como lo viví y al escucharlo en voz alta me pareció absurdo. Sin embargo, el doctor lo tomo más serio y me asaltó con sus dotes de pensamiento. Jamás imagine que aquel hombre letrado me dijese tal cual y con todas sus letras: yo también tengo miedo. Sin duda, como es natural, le pregunté, cómo usted puede tener miedo, a qué le teme un hombre que ha vivido en tres continentes y ha escrito tanto como ha borrado. Cómo puede tener miedo si almuerza con la razón y se acuesta con la verdad. Dígame, a qué le teme. Yo imaginaba que un hombre de su altura le temería a bestias infernales que ni siquiera han sido descritas, y sí, no me equivoqué, la bestia feroz, o bien, el tropel de bestias de las que el doctor estaba por hablarme me dejaron frío. —Yo también me muero de miedo, todas las noches abrazo mi cobija pensando en el miedo, sudo frío amigo mío, tiemblo de miedo. Hacienda, sí, sí, Hacienda, el llamado SAT, la hipoteca, el recibo de la luz, la renta y por sobre todas las cosas, por sobre Lovecraft, Poe, Stephen King y todo el séquito de incrédulos del miedo, fin de mes. Ah qué cosa más terrorífica que fin de mes, mi querido amigo, eso es el miedo…

Cuando escuché lo que el doctor me acaba de decir no pude evitar soltar una carcajada la cual él no correspondió y, de súbito, se levantó de la mesa y me dejó solo haciendo que sus palabras se cargaran de inmensa importancia. Todo a lo que podría hacer referencia el doctor: dinero, leyes, el código civil, infracciones, entre muchas otras cosas que resultan tan banales y hasta cierto punto forman parte de las actividades inconscientes del trabajador promedio me parecieron completamente absurdas. Cómo ver a Hacienda con los mismo ojos que se ve un estacionamiento subterráneo en una desierta noche donde las luces falsean


y dejan brotar la imaginación más terrorífica que uno pueda albergar. Es completamente absurdo y en su momento creí que al doctor ya se le había agotado la razón. Dos años con unos cuantos meses fueron suficientes. Llegué a casa, afuera hacía un calor terrible. Me encontraba cansado y solo quería llegar, quitarme los zapatos y tomarme unas cervezas. Abrí la puerta, me arropó de primeras el silencio. La luz de la cocina estaba apagada y solo la que está encima del comedor se encontraba encendida, nunca sucedía esto. Sobre la mesa, una carta y un documento. En la carta mi esposa se despedía, en el documento se me solicitaba el divorcio. Entonces comenzó el hormigueo, de la nuca hasta la punta los de los pies. Cuatro años con unos seis meses fueron suficientes.

Documento de Hacienda en el escritorio de mi oficina de la universidad: multa por la declaración del trimestre pasado. Entonces comenzó el hormigueo, de la nuca hasta la punta los de los pies.





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