Evangelio como crítica al consumismo

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EL EVANGELIO COMO «JUICIO» A LA CULTURA DEL CONSUMO Rafael Aguirre Prof. de Sgda. Escritura Universidad de Deusto. Bilbao 1. El consumismo, pauta cultural Pocos datos más configuradores de las conciencias y los hábitos en nuestras sociedades del primer mundo que el dinamismo consumista que nos envuelve y arrastra. Pero sus raíces sociales son muy profundas: es todo un sistema de producción, que busca el beneficio económico privado e inmediato, el que necesita e incita al consumo incesante. De los hábitos psicológicos pasamos a los mecanismos sociales, y la maraña en que nos encontramos gana en espesor. Quiero dejar claro que, para un cristiano, la realidad material es buena y está al servicio del hombre. La salvación no consiste en liberar un principio espiritual bueno de una materia mala. Jesús ni huye al desierto ni parece muy preocupado por purificarse de las impurezas contraídas en la vida cotidiana; tampoco practica el ascetismo riguroso de otros grupos judíos, hasta el punto de que le reprochan ser "comilón y borracho, amigo de pecadores y publicanos" (Mt 11,19). Precisamente porque no absolutiza nada, el cristiano tampoco demoniza el consumo, y debe saber discernirlo en cada caso con libertad y conciencia solidaria. El problema surge cuando las cosas subyugan al hombre hasta envilecerle e insolidarizarlo. El consumismo hunde sus raíces en algo muy real, que son las necesidades humanas, pero exacerbando el afán de poseer, dominar y gozar de forma inmediata. Se establece, además, una especie de mímesis social, de modo que se crea una enorme frustración si no se obtienen las cosas que otros poseen y porque resultan necesarias para conseguir el reconocimiento social. Es el mecanismo psico-social de la moda. Se interioriza como pauta en la consideración propia lejos de la hipocresía que denuncia Jesús y que valora la filacteria larga, el ademán ampuloso, el primer puesto, aunque por dentro se esté lleno de carroña y podredumbre. Esta virtud respecto de los bienes materiales se extiende hasta abarcar todas las dimensiones de la vida, configurando toda una cultura. Se ve en el otro la posibilidad de gratificación inmediata de los propios deseos. Se depreda la naturaleza. Viajar es una actividad industrializada como consumo que no profundiza en las huellas del pasado, en la idiosincrasia del presente, en sus particularidades y problemas. Se rinde culto al presente y al placer inmediato. ¿Cómo se puede ser cristiano en la sociedad consumista? ¿Qué exigencias y qué posibilidades ofrece el evangelio de Jesús en esta situación? 2. El consumismo como idolatría Hace años nos alertaba González Ruiz contra los "dioses de paisano. Cosas. Ideologías y mitos pugnan por ocupar en el corazón del hombre el lugar central, vacío por la ausencia de Dios en la sociedad secular. Jesús ya consideraba al dinero como el gran rival de Dios, y de-


nominaba "idolatría" al aprecio en que se le tenía: "no podéis servir (douleuin) a Dios y al dinero" (Lc 16,13). Ante esto se ríen los fariseos, que son "amantes del dinero", y Jesús les dice que lo que para ellos es "alto" (hupselon: los altares de los dioses paganos, que estaban en lugares altos) para Dios es "abominable" (bdelugma: ídolos abominables). Es decir, que la riqueza que ellos tanto estiman es, a los ojos de Dios, un ídolo. "La codicia es una idolatría", dice claramente la tradición paulina (Ef 5,5; Col 3,5). El consumismo es la gran religión popular de las sociedades desarrolladas del primer mundo. Posee el carácter "fascinante" que la fenomenología de la religión encuentra en lo santo; seduce y atrae con fuerza irresistible. Se convierte en el valor supremo, amado sobre todas las cosas. Es un ideal alto e inasequible que se persigue, pero siempre deja insatisfecho. Es un culto misionero que hace de cada adepto un testigo y un difusor y que tiene un mecanismo de extensión universal. Exige todo tipo de sacrificios y renuncias: se le sacrifica el tiempo, la amistad, la familia, la vida entera; provoca las divisiones más crueles. Como todos los ídolos, es fuente de muerte, porque vacía la vida de sus fieles, y su culto se realiza sobre la gigantesca "pirámide del sacrificio" en que se inmola a la mayoría de la humanidad. El consumismo es como la Bestia del Apocalipsis, el poder totalitario enemigo de Dios, ante el que nada parece poder hacerse (13,4) y ante el cual caen rendidos todos los habitantes de la tierra (13,8). Aquella Bestia tuvo su falso profeta, su instancia ideológica que la legitimaba y lograba la sumisión de la gente. El moderno culto consumista tiene también su gran profeta: la publicidad, "que realiza grandes señales y seduce a los habitantes de la tierra" (Ap 13, 13s). Jamás existió un profeta tan poderoso y tan falso. Utiliza todos los medios de la técnica y de la psicología, y sus mensajes nos alcanzan en las calles, en los espectáculos, en los periódicos y hasta en nuestra propia casa. La mentira, las falsas promesas y el avasallamiento de la libertad son sus armas. Incide en las necesidades para exacerbarlas artificialmente y, en el colmo de su engaño, opta por los débiles en recursos de autodefensa (los niños, por ejemplo). Estas Bestias —el ídolo del consumo y la publicidad, su falso profeta— se convierten en imprescindibles y crean nostalgia y dependencia. Es importante captar la estructura religiosa secularizada del consumismo y su carácter idolátrico, porque sólo así se percibe que atenta directamente contra los derechos que el Dios de la vida reclama en la existencia personal y social. Inmediatamente surge la virtud primera del gran libro anti-idolátrico del Nuevo Testamento, el Apocalipsis de Juan: la resistencia en medio del sufrimiento (hupomenê), inseparable de la fe en Jesús (13,10; 14,12). Virtud que es requerida para no adorar a la Bestia, para no dar crédito a su profeta, para no aceptar su marca en la frente o en la mano (20, 4). El creyente "no es de este mundo", es siempre un resistente contra el poder del anti-reino, y esto urge decirlo en el cristianismo burgués y acomodaticio de nuestro primer mundo.


Paradójicamente, una sociedad poco creyente suele resultar muy crédula. La postmodernidad critica las ideologías salidas de la Ilustración, las creencias de origen bíblico y la proyección hacia el futuro, por sus proclividades totalitarias. Quien conozca un poco la historia de Occidente no podrá dejar de aceptar la cautela a que estos pensamientos nos invitan. Pero el elogio postmoderno del "pensamiento débil y fragmentario" da como resultado la incapacidad de resistir a las solicitaciones más dispares y a la fuerza de los hechos"1. "Ciego anteriormente frente al totalitarismo, el pensamiento está ahora cegado por él" (Finkielkraut). Quizá sean hoy algunos teólogos los intelectuales más críticos ante las sociedades desarrolladas, y la fe y las comunidades cristianas deben ser, en ellas, un gran baluarte de resistencia y de propuestas alternativas. 3. La conversión como «revolución antropológica» En la carta que San Pablo escribe a la iglesia del "mundo desarrollado" de su tiempo, la de Roma, empieza su exhortación moral con estas palabras: "no os acomodéis al mundo presente, sino transformaos renovando vuestra mentalidad, para que seáis capaces de distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, conveniente y perfecto" (Rom 12,2). También ante la presión de la sociedad consumista de hoy es especialmente importante y urgente empezar con una llamada a la conversión personal. Importante, porque se configuran los hábitos y las tendencias más profundas del hombre. Urgente, por el dinamismo acelerado de alienación individual y destrucción colectiva que introduce. La conversión no es una modificación periférica y puntual, sino una nueva orientación de toda la vida y un proceso continuo. Se trata de que Dios y su voluntad en la historia sea el centro del afecto, de la confianza y de la tarea. En la sociedad consumista, la conversión es una auténtica "revolución antropológica" (Metz), porque volverse a Dios obliga a modificar hasta las raíces que están impregnadas del afán de poseer y consumir. Esta llamada a la conversión es de una insólita audacia y radicalidad en nuestro mundo. Un programa económico realmente solidario exigiría una modificación profunda de los hábitos personales y de los niveles de consumo y no sería popular en esta sociedad; por eso no se atreve a plantearlo ningún partido político. Los proyectos políticos supuestamente más transformadores sucumben ante la presión consumista del ambiente. Pero es claro que sin plantear la construcción de una nueva subjetividad no es posible "el cambio de rumbo" (Bahro) necesario para el futuro mismo de la humanidad. No me resisto a reproducir un magnífico párrafo del teólogo J. B. Metz: «En esta revolución antropológica no se trata de una liberación de nuestra pobreza y miseria, sino de nuestra riqueza y bienestar sobreabundantes; no se trata de una liberación de nuestras insuficiencias, sino de nuestro consumo, en el que finalmente nos consumimos nosotros mismos; no se trata de una liberación de nuestra impotencia, sino de nuestra prepotencia; no se trata de una liberación de nuestra existencia dominada, sino de nuestro dominio; no se trata de una liberación de nuestros sufrimientos, sino de nuestra apatía; no se trata de una liberación de nuestra culpa, sino de nuestra inocencia o, mejor dicho, de aquel delirio de inocencia que ha expandido hace ya mucho la vida de dominio en nuestros espíri-


tus. Esta revolución antropológica pretende precisamente llevar al poder a las virtudes que no se relacionan con el dominio y, por lo demás, liberar a nuestra sociedad de la cultura puramente machista»2 Es un permanente problema teórico y práctico la articulación de las dimensiones de la temporalidad humana. Si la moda cultural del pasado reciente subrayó la tensión futurista de la existencia, ahora se denuncia esta actitud como negadora de los hombres concretos y se exalta la absolutización del presente. Es la apoteosis ideológica del consumismo. En las ventas a plazos se potencian hasta la exageración y el absurdo los consumos del presente a costa de un futuro en el que se prefiere no pensar. En nombre de Dios y de la vida, la fe bíblica no absolutiza el presente y mantiene la tensión hacia el futuro. El creyente no participa en la competida carrera del tener y el gozar inmediato. Pero esto no quiere decir que haga del futuro un altar en el que se inmola al presente. Al contrario, vive el presente como don y como responsabilidad; es un resistente, no un crispado. Jesús combate el afán de atesorar cosas materiales, porque son frágiles y perecederas (Mt 6,19). Los valores que humanizan y salvan crecen en la medida en que el hombre da y se da (Mt 6,20; Lc 12,33): es el único tesoro que nadie podrá arrebatar. La preocupación obsesiva por acaparar en el presente es típica de los no-creyentes (Mt 6,32). Dios es un Padre que vela por sus hijos, y estamos invitados a confiar en Él y a vivir con agradecimiento el hoy de cada día (Mt 6,34). Es una actitud que valora la naturaleza, el arte, la contemplación, la vida, la amistad y tantos "consumos" colectivos que Dios da gratuitamente todos los días. Es una actitud que no rehúsa el placer, pero que tampoco se deja arrastrar por el ansia de gratificaciones inmediatas. Es una actitud que es capaz de relación personal con el prójimo y que, por eso, sitúa la sexualidad en el contexto del encuentro humano y de la autorrealización recíproca. En estas palabras del Sermón del Monte une Jesús su peculiar experiencia religiosa con una honda sabiduría popular. No invoca una actitud fatalista ni de resignación pasiva. Al contrario: la búsqueda del Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33) implica el señorío del hombre sobre las cosas y es fuente de libertad. Las cosas que se ambicionan hacen del propietario su prisionero. El desasimiento es condición de la libertad: porque es libre, el discípulo de Jesús no tiene miedo (Lc 12,22-34; 12,4), es fuerte y puede resistir las más duras presiones que quieran separarle del seguimiento de su Maestro (Lc 12,4-12). Durante una reciente estancia en El Salvador, lo que más me impresionó de la gente más pobre fue ver cómo contaban siempre con la posibilidad de la muerte cercana (por hambre, por enfermedad, por represión...), pero cómo, a la vez, vivían con alegría y celebrando una vida que circula con ímpetu y generosidad entre ellos. Me parece que en nuestras sociedades desarrolladas hay una auto-obsesión por la vida individual propia, por aferrarse a ella, que la empobrece y entristece y que paraliza su circulación generosa. Se hacen muchísimos esfuerzos por ahorrar esfuerzos y, a base de sobrevalorar el goce presente, se sucumbe ante el miedo a perderlo.


4. La conversión como solidaridad La importancia y urgencia que adquiere en la sociedad consumista la conversión personal no debe hacer olvidar sus exigencias políticas y estructurales. El consumismo depende de una forma de producción que lo estimule en su búsqueda del beneficio económico inmediato y privado. Hay que plantearse, por tanto, alternativas políticas y económicas. Es necesario modificar una dinámica asfixiante que hace extremadamente difícil la auténtica libertad humana. El esfuerzo por lo personal en modo alguno debe servir como coartada para el desinterés por lo socio-político, y sólo teniendo esto presente se puede entender lo dicho hasta aquí. Y la austeridad será inaceptable si se entiende como los sacrificios a realizar, sobre todo por los trabajadores, para que vuelva a darse la acumulación que permita la recuperación del mismo sistema de producción. La austeridad es condición de la libertad personal, pero también debe verse como medio de cambio social. En efecto, la sociedad consumista es la apoteosis del individualismo y de la insolidaridad. Es imposible extender a toda la humanidad el nivel de consumo y derroche del primer mundo. No es exagerado hablar de la civilización del "superhombre", porque está pensada en beneficio de una pequeña élite que vive a costa de la inmensa mayoría. Se produce, no lo que necesita el conjunto de la humanidad, sino lo que conviene a una minoría de privilegiados. La misma investigación y los recursos científicos están fundamentalmente a su servicio. Es la civilización del "usar y tirar", insolidaria con las mayorías populares contemporáneas y con las generaciones futuras. Cuando se reivindican los derechos de los pobres, se está defendiendo a toda la humanidad. Y la piedra de toque de cualquier institución o ideología es precisamente su capacidad de asumir los intereses de toda la humanidad. El consumismo es una afirmación insolidaria e injusta de lo individual y privado que pretende legitimarse con la ofensiva ideológica del liberalismo y su elogio de la competitividad y del "Mercado Total". Lo que así se hace es justificar la victoria del más fuerte y la negación más radical del proyecto que para la humanidad tiene el Dios Padre de Jesús. Para el Evangelio, el hombre es "proyecto de hermano", y estamos llamados a ver el mundo desde las mayorías populares del tercer mundo y desde los sectores marginados del primero, desde las víctimas del ídolo consumista. Pero ¿es posible modificar este sistema de vida y de producción, movido por el deseo de beneficios privados y rápidos y que necesita exacerbar indefinidamente el consumo? ¿Tendremos que conformarnos con una casuística para evitar individualmente las alienaciones más aberrantes? La tarea es inmensa y difícil. Sin duda, el cristiano tiene que ser un resistente que no se deje arrastrar por la corriente consumista ni por los valores que implica; debe fomentar alternativas culturales y de civilización que, ya desde ahora y on radicalidad, hagan visible otra forma de vida humana. En mi opinión, las comunidades cristianas deberían, en nombre de la fe, ser una de las instancias resistenciales más firmes y, a la vez, lugares de afirmación esperanzada, con la consiguiente creatividad pre-política, enriquecedora de la solera social, de que las cosas deben y pueden ser de otra manera. Pero el cristiano debe también asumir un compromiso político, siempre limitado y posibilista, pero no despreciable, sino necesario en la medida en que puede incidir en las causas socio-


políticas del consumismo para humanizarlo o, al menos, controlarlo y hacer más visible la realización humana solidaria (dando prioridad a los consumos colectivos sobre los privados; defendiendo a los ciudadanos frente a los abusos de la publicidad, los fraudes y las manipulaciones; controlando la destrucción de la naturaleza; promoviendo la solidaridad con el tercer mundo...). 5. La relación con Dios en la sociedad consumista Muchas otras cosas se podrían decir; pero, para terminar, voy a presentar algunas deformaciones de la vida cristiana sometida a la cultura consumista. Nos servirá no sólo para denunciar peligros, sino también para presentar -aunque sea a manera de "negativo"valores evangélicos que hay que promover en esta situación. 5.1. Ya se sirve a otro señor El Dios de Jesús encuentra ocupado el corazón del hombre. Es la estructura idolátrica del afán de poseer. Es una constatación cotidiana: el Dios de Jesús no es una buena noticia para la sociedad del bienestar y del consumo. Las malas noticias es mejor evitarlas, desoírlas o falsificarlas. La absolutización del presente cierra el paso a un Dios que nos quiere poner en marcha hacia el futuro. Cuando no se ve el dolor del prójimo, y más aún cuando se vive a expensas de él, no se puede descubrir al Dios de Jesús. 5.2. El grito más burdo oculta la palabra más noble El consumismo está aliado con la electrónica y va envuelto con sonidos incitantes, con impresiones visuales, con técnicas seductoras que saben mover al hombre sin que intervenga ni su conciencia ni su libertad. La palabra, como tal, queda radicalmente desvalorizada (pensemos en la crisis del diálogo, de las tertulias, de la oratoria...). La palabra es, por naturaleza, débil, no impositiva; exige apertura, atención y, a veces, traducción. Es fácil desoírla y ocultarla, pero es la realidad humana más expresiva de la forma en que Dios se comunica. Aquí sí vale decir lo de que "el medio es el mensaje". Sería una perversión anunciar a Dios al modo de las campañas publicitarias de la sociedad consumista. Dios exige otras actitudes y se le escucha en otras profundidades. Pienso que tiene enormes peligros el patrocinio comercial de la difusión de acontecimientos religiosos por TV o el cultivar la imagen de personalidades o instituciones religiosas al estilo de como se hace con los líderes de la política o del espectáculo. En la sociedad consumista ha de quedar patente la debilidad del Evangelio aun en su forma de presentarlo, si es que no se quiere "desvirtuar la cruz de Cristo". 5.3. Religión mercantil y de consumo Hay necesidades de sentido y de solemnización en la vida humana para las que el recurso al "más arriba" o al "más allá" se acepta como un mal menor. La religión también puede ser consumida, y la Iglesia usada como un supermercado para necesidades espirituales. En el mejor de los casos se llega a cumplir una serie de normas, vitalmente periféricas, para acumular méritos con vistas a la otra vida. No es casual que este mercantilismo religioso esté representado en el evangelio de Lucas por los fariseos, que son el prototipo del


mercantilismo tou court: ante Dios alardean de sus méritos (Lc 18,9-14) y se caracterizan por ser "amantes del dinero;' (16,14). El mercantilismo espiritual no descubre la propia vida como don gratuito del amor de Dios que se acepta con agradecimiento todos los días y nos lleva a identificarnos con él y a introducir la dinámica del amor y la justicia en la historia. Es un cristianismo "a la carta", del que se elige lo que apetece; o, si se prefiere, es un cristianismo light, "bajo en calorías", de poco afecto y de menor efecto, que no repercute seriamente en la propia existencia. 5.4. Conservar y no cambiar, o Dios a nuestro servicio El afán consumista de poseer es una proyección del apego a uno mismo. Cuando Dios entra en la vida, invierte radicalmente esta dinámica y significa una exigencia de amar y de compartir. Pero el hombre tiene una infinita capacidad de autoengaño e intenta siempre poner a Dios a su servicio, no sólo para justificar imperios, instituciones y grandes negocios, sino también para salvar sus pequeños miedos de cada día. El consumismo recurre a Dios no como una esperanza de cambio de la realidad, sino de conservación de lo que se tiene, incluso más allá de la muerte. Cada cual tiene "su corazón allí donde está su tesoro" (Lc 12,34). Para esperar en el Reino de Dios hay que tener el corazón de los pobres, de los que son libres y están vitalmente interesados en el cambio de la realidad. El hombre consumista sucumbe bajo el peso de "las obras de sus manos, ídolos de plata y oro que no pueden salvar". Aguirre-R SAL TERRAE 1988/Págs. 265-274 .................... 1. Esta lógica la lleva al extremo G. LIPOVETSKY, que hace la apología del "pasotismo" como virtud cívica y considera que la sociedad de consumo es un agente de personalización y responsabilización de los individuos. Cf. La era del vacío, Barcelona 1986. Critican esta posición J. GARCÍA ROCA, "El mito de la privaticidad": Misión Abierta (1987/4), pp. 66-78, y A. FINKIELKRAUT, La derrota del pensamiento, Barcelona 1987, pp. 124-130. 2. J. B. METZ, Más allá de la religión burguesa, Salamanca 1982, p. 47.


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