El Reto Radical del Amor

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‘’El
reto
radical
del
amor’’
 (Adaptación
de
la
exhortación
de
la
noche
de
jueves,
28
de
agosto
de
2008,
culto
JCP)

La
 Palabra
 Escrita
 de
 Dios
 es
 rica
 y
 variada.
 En
 la
 Biblia
 encontramos
 libros
 históricos,
 cartas,
 profecías,
libros
poéticos…en
fin,
una
gran
diversidad
de
géneros.
Y
a
través
de
todos
ellos
nos
 habla
Dios.
Muchas
veces
el
mensaje
está
oculto
entre
símbolos
para
interpretación,
pero
hay
 otras
 ocasiones
 en
 que
 de
 cualquier
 forma
 que
 queramos
 mirar
 el
 texto,
 no
 nos
 podemos
 escapar
de
su
verdad
directa
e
inconfundible.
Este
es
el
caso
en
1
Juan
4:7‐11.

 ‘’Amados,
amémonos
unos
a
otros,
porque
el
amor
es
de
Dios.
Todo
aquel
que
ama
es
 nacido
 de
 Dios
 y
 conoce
 a
 Dios.
 El
 que
 no
 ama
 no
 ha
 conocido
 a
 Dios,
 porque
 Dios
 es
 amor.
En
esto
se
mostró
el
amor
de
Dios
para
con
nosotros:
en
que
Dios
envió
a
su
Hijo
 unigénito
 al
 mundo
 para
 que
 vivamos
 por
 él.
 En
 esto
 consiste
 el
 amor:
 no
 en
 que
 nosotros
hayamos
amado
a
Dios,
sino
en
que
él
nos
amó
a
nosotros
y
envió
a
su
Hijo
en
 propiciación
por
nuestros
pecados.
Amados,
si
Dios
así
nos
ha
amado,
también
debemos
 amarnos
unos
a
otros’’
(versión
Reina‐Valera
1995)

Juan
va
directo
al
grano
cuando
habla
sobre
la
naturaleza
de
Dios:
¡Dios
es
amor!
Y
con
esas
 palabras
Juan
recoge
nítidamente
el
testimonio
histórico
de
la
Escrituras
sobre
el
Creador.
Los
 profetas
 del
 Antiguo
 Testamento
 proclamaron
 que
 aún
 en
 medio
 de
 la
 desobediencia
 y
 el
 pecado
del
pueblo
de
Israel,
Dios
tendría
compasión
de
ellos
por
amor
a
ellos
(Isaías
54;
Oseas
 2,
 11:4;
 Sofonías
 3;
 entre
 otros).
 Los
 evangelios
 cuentan
 cómo
 Jesucristo,
 Hijo
 de
 Dios,
 enfatizaba
 que
 la
 esencia
 de
 toda
 la
 ley
 dada
 por
 el
 Padre
 estaba
 bajo
 la
 sombrilla
 del
 amor
 (Mateo
 22:
 34‐40;
 Marcos
 12:28‐34,
 Lucas
 10:25‐28).
 Y
 no
 podemos
 dejar
 de
 lado
 que
 Jesucristo
 mismo
 afirmó
 que
 por
 amor
 a
 la
 humanidad
 fue
 que
 Dios
 Padre
 lo
 envió
 para
 dar
 vida
 a
 quienes
 lo
 aceptaran
 como
 su
 salvador
 (Juan
 3:14‐17).
 Después
 de
 todo
 esto
 tenemos
 que
aceptar
que
estamos
en
el
centro
de
la
mayor
historia
de
amor
que
el
mundo
ha
conocido.

 A
grandes
rasgos,
podemos
delinear
esta
historia
de
amor
como
sigue:
Dios
Padre,
Creador
del
 universo
 y
 poderoso
 Rey,
 ama
 a
 sus
 criaturas.
 Nos
 ama
 tanto
 que
 no
 pudo
 quedarse
 quieto
 mientras
 la
 humanidad
 sufría
 las
 consecuencias
 de
 la
 desobediencia
 que
 escogió,
 y
 decidió
 obrar
para
limpiarnos
de
nuestros
pecados
y
darnos
Vida
y
Libertad.
El
medio
que
escogió
fue
 enviar
 a
 su
 Hijo
 Jesucristo,
 santo
 y
 perfecto,
 a
 hacerse
 hombre
 y
 vivir
 en
 medio
 de
 nosotros
 como
carne
y
sangre.
En
carne
y
sangre
Jesucristo
aceptó
morir
por
nosotros,
sacrificándose
en
 la
crucifixión
y
sufriendo
una
muerte
de
agonía
y
humillación
por
amor
a
la
humanidad,
y
para
 nuestro
bien.

¡Cuán
distinta
es
esta
historia
de
amor
a
las
comedias
románticas,
a
las
novelas,
a
los
cuentos
 de
hadas!
Parece
una
locura
que
el
Dios
que
todo
lo
puede
haya
escogido
el
sufrimiento
y
la
 humillación
 por
 salvar
 a
 la
 humanidad
 cuando
 la
 humanidad
 lo
 que
 había
 hecho
 era
 desobedecerle
y
olvidarse
de
escuchar
su
voz.
No
merecimos
ser
amados,
pero
el
amor
de
Dios


va
mucho
más
allá
de
nuestras
propias
concepciones:
no
dependió
de
que
nosotros
hayamos
 hecho
 nada
 por
 Él.
 
 El
 amor
 de
 Dios
 no
 se
 basa
 en
 nada
 que
 nosotros
 podamos
 hacer
 para
 caerle
bien
a
Dios
o
para
ganarlo.
El
amor
de
Dios
estuvo
primero.

 Conociendo
 esto
 hoy
 podemos
 gozarnos
 en
 que
 Dios
 nos
 ama
 y
 que
 demostró
 su
 amor
 por
 nosotros
salvándonos
de
la
muerte
en
el
pecado.
Su
amor
nos
da
esperanza
de
vida,
y
junto
con
 esa
 esperanza
 de
 vida,
 ese
 amor
 nos
 convida
 a
 amar
 (ver
 1
 Juan
 4:11).
 Desde
 su
 amor
 asombroso
Dios
nos
llama
a
vivir
vidas
de
amor:
a
través
de
su
Palabra
nuestro
Rey
tanto
nos
 invita
 como
 nos
 exige
 vivir
 amándonos
 los
 unos
 a
 los
 otros
 como
 Él
 nos
 amó.
 Si
 hemos
 reconocido
ese
llamamiento,
entonces
sólo
nos
queda
responder
amando,
no
según
el
modelo
 que
nos
da
Hollywood
o
las
novelas
baratas,
pero
según
el
modelo
que
nos
deja
su
ejemplo.

 ‘’En
esto
hemos
conocido
el
amor,
en
que
él
puso
su
vida
por
nosotros;
también
nosotros
 debemos
poner
nuestras
vidas
por
los
hermanos.
Pero
el
que
tiene
bienes
de
este
mundo
 y
ve
a
su
hermano
tener
necesidad
y
cierra
contra
él
su
corazón,
¿cómo
mora
el
amor
de
 Dios
en
él?’’
(1
Juan
3:16‐17,
versión
Reina‐Valera
1995)
 Más
 allá
 de
 basarse
 en
 sentimientos,
 este
 modelo
 del
 amor
 es
 esencialmente
 una
 realidad
 activa
 de
 sacrificio
 y
 de
 entrega.
 Amar
 es
 entregar
 nuestras
 vidas
 a
 una
 realidad
 radical,
 dejando
atrás
el
egoísmo
y
la
superficialidad,
para
mostrar
buena
voluntad
a
aquellos
que
están
 cerca
 de
 nosotros.
 Tal
 y
 como
 el
 amor
 de
 Dios
 nos
 dio
 vida
 y
 nos
 sostiene,
 cuando
 Dios
 nos
 llama
a
amar
nos
llama
a
sostener
a
nuestros
hermanos
en
amor.

 Sostener
a
nuestros
hermanos
puede
significar
orar
por
ellos
en
sus
momentos
de
necesidad
y
 ansiedad,
 extenderle
 una
 mano
 cuando
 están
 enfermos,
 compartir
 de
 nuestros
 recursos
 cuando
 ellos
 no
 tienen,
 entre
 muchas
 otras
 cosas.
 Cuando
 como
 amigos
 y
 hermanos
 en
 la
 fe
 nos
sentamos
a
compartir
juntos
las
comidas
y
aquellos
que
no
tienen
pagar
un
almuerzo
o
una
 cena
pueden
comer
porque
un
hermano
les
pagó
o
les
dio
de
su
propio
plato,
Dios
se
agrada.
 Cuando
 hace
 un
 tiempo
 que
 no
 vemos
 a
 alguno
 de
 nuestros
 compañeros
 y
 le
 damos
 una
 llamadita
 para
 ver
 cómo
 está
 en
 la
 genuina
 disposición
 de
 estar
 allí
 si
 nos
 necesita,
 Dios
 se
 complace.
Pero
estemos
alerta
a
la
realidad:
cuando
compartimos
juntos
y
disfrutamos
juntos
 la
práctica
del
amor,
ese
es
simplemente
el
comienzo.
Amar
a
quienes
nos
aman
o
nos
pueden
 amar
es
una
parte
hermosa,
pero
si
la
vida
fuera
un
partido
de
baloncesto
estos
actos
serían
los
 tiros
libres:
poca
oposición,
pocos
puntos.

 Encestamos
de
tres
puntos
cuando
amamos
a
la
gente
difícil
de
querer,
que
nos
irrita
con
sus
 actitudes
 y
 prueban
 nuestra
 paciencia.
 Siempre
 hay
 aquella
 compañera
 que
 habla
 más
 de
 lo
 que
uno
puede
tolerar,
pero
necesita
atención
para
salir
adelante.
Si
podemos
sacar
un
tiempo
 para
escucharla
y
brindarle
apoyo,
aún
cuando
quisiéramos
estar
en
cualquier
otro
lugar
menos
 a
su
lado,
amamos
radicalmente.
Todos
tenemos
familiares
cuyos
comentarios
nos
hieren,
pero
 con
 los
 que
 tenemos
 que
 convivir.
 Si
 aún
 después
 de
 todo
 podemos
 escuchar
 con
 respeto
 a


estos
 hermanos
 y
 trabajar
 con
 nuestras
 diferencias
 para
 mantener
 relaciones
 saludables,
 practicamos
el
amor
verdadero.
Cuando
no
es
ni
cómodo
ni
fácil,
como
cuando
no
congeniamos
 o
 cuando
 tenemos
 las
 mejores
 razones
 para
 sentirnos
 ofendidos
 por
 quienes
 nos
 rodean,
 es
 que
demostramos
que
nuestro
amor
tiene
un
fundamento
más
sólido
y
estable
que
nuestros
 deseos
humanos.
Si
buscamos
bendecir
a
las
personas
a
nuestro
alrededor
con
actitudes
que
 no
buscan
venganza
o
pelea,
sino
reconciliación,
amamos
desde
el
modelo
de
Dios.

 Aunque
 parezca
 una
 misión
 imposible
 en
 algunas
 ocasiones,
 en
 última
 instancia,
 amar
 a
 cualquier
persona
es
posible
porque
es
Dios
mismo
quien
lo
hace
posible.
El
apóstol
Pablo
nos
 recuerda
 en
 su
 epístola
 a
 los
 Gálatas
 que
 el
 fruto
 del
 Espíritu
 es,
 entre
 otras
 cosas,
 amor
 (Gálatas
 5:22‐23).
 Lejos
 de
 ser
 un
 deseo
 humano,
 el
 amor
 verdadero
 surge
 desde
 la
 obra
 de
 Dios
en
nosotros.
Podemos
amar
porque
Dios
nos
capacita
para
amar
a
nuestros
hermanos
en
 la
fe
y
a
nuestro
prójimo
a
través
de
la
obra
de
su
Espíritu.
Sólo
en
la
medida
que
crezcamos
en
 comunión
con
Dios
y
el
Espíritu
Santo
trabaje
en
nosotros
es
que
somos
capaces
de
practicar
el
 amor,
 pues
 el
 mismo
 amor
 de
 Dios
 transforma
 nuestro
 carácter
 para
 obrar
 conforme
 a
 su
 voluntad.
De
manera
que
el
amor
al
que
nos
ha
llamado
Dios
requiere
un
compromiso
con
Él,
 un
compromiso
de
oración,
estudio
de
la
Palabra,
adoración
y
obediencia.

 Si
 nos
 vemos
 incapaces
 de
 amar
 en
 algún
 momento,
 tenemos
 que
 examinar
 nuestras
 vidas.
 ¿Estaremos
verdaderamente
andando
con
Jesús?
¿Es
el
espíritu
el
que
nos
sostiene,
o
estamos
 a
la
deriva
de
nuestros
impulsos
y
emociones?
Ya
que
dice
la
Escritura
“…porque
todo
el
que
 ama
 es
 nacido
 de
 Dios
 y
 conoce
 a
 Dios…”
 (1
 Juan
 4:
 7‐8),
 la
 pregunta
 clave
 viene
 a
 ser:
 si
 el
 amor
no
es
una
realidad
en
mi
vida…
¿he
conocido
verdaderamente
a
Dios?

 Si
 queremos
 ser
 hacedores
 de
 la
 Palabra
 (Santiago
 1:22),
 amar
 como
 Dios
 nos
 amó
 no
 es
 opcional.
Necesitamos
perseverar
en
el
amor.
Como
cristianos
estamos
llamados
a
aceptar
este
 reto
de
amar
radicalmente,
dejando
atrás
la
sombra
del
amor
que
el
mundo
conoce,
aquel
que
 deja
 espacio
 para
 raíces
 de
 amargura
 y
 discordia.
 Conozcamos
 a
 Dios
 y
 reconozcamos
 plenamente
 su
 amor
 de
 acción,
 para
 amar
 desde
 la
 obra
 del
 Espíritu.
 
 Perseveremos
 con
 la
 esperanza
 de
 que
 el
 amor
 de
 Dios
 nos
 santifica,
 y
 que
 nos
 llevará
 a
 la
 plenitud
 de
 la
 común
 unión:
a
gozar
de
la
bendición
plena
que
deseó
Dios
para
sus
amados.
Amados,
amémonos
los
 unos
a
los
otros.
–L.M.L.


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