Viajes sara manghesi de d alessio

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Viajes 1º Mención en Concurso de Cuentos en la Feria del Libro de La Rioja 2014 Autora: Sara Manghesi de D`Alessio

Le dieron ganas de escribir, quizás por eso de tener que esperar. O de estar encerrada. En realidad no le importa. Al menos se condolieron y le dieron papel y una birome. Le parece que la tipa de la puerta la mira fijo todo el tiempo. Le dice que no se preocupe, que acaba de descubrir que no se lleva bien con la muerte. Ahora la mira peor. No entiende nada. Como si no le importara, empieza a escribir. Pero sí le importa. Piensa que quizás nadie lea su historia, ni siquiera el destinatario, o culpable, ya ni sabe. Empieza ayer por la mañana, con ella yendo a contratar un viaje, sin entusiasmo. En la puerta de la agencia de viajes dio la vuelta y sin dudar entró al café de mesas de madera que a ambos les gustaba, por primera vez desde que se había quedado sola. De pronto eso de ir a Roma le pareció ridículo. Miró el árbol de las garzas de la plaza del frente y recordó que también había golondrinas. Les envidió la capacidad de pasar desapercibidas. No como ella. Pidió un capuchino, como él hacía siempre, y empezó a extrañarlo. Qué tonta, pensó, después de tanto tiempo. Las garcitas blancas, en la punta de cada rama de la araucaria, empezaban a moverse. En un rato más volarían, seguidas de las golondrinas, como todas las mañanas cuando el sol comienza a calentar. Y ella, anclada en el café. Algo le molestó en el estómago. Tenía que anotar su decisión, era parte de sus hábitos. O ya era una manía, no estaba muy segura. Buscó una lapicera en el fondo de la cartera. Como no la encontraba fue sacando las cosas y poniéndolas en fila sobre la mesa. El orden estaba primero. Una autopsia, pensó. No de la cartera justamente. Otra vez esa sensación molesta, pero en ese instante el mozo le trajo el capuchino. La miró con lástima, o al menos eso le pareció. Últimamente le parecía que todos la miraban así. Suspiró mientras revolvía el contenido de la taza. Tomó un sorbo y prosiguió la búsqueda. Nunca más una cartera grande, se dijo. Estaba llegando a la conclusión de haber guardado una vida en ella. El problema se le planteaba ahora que quería deshacerse de esa vida. Y el contenido de la cartera se encargaba de resucitarla en ocasiones impensadas. Como en la simple búsqueda de una lapicera. Interrumpió el escrito: ¿dónde estará la cartera ahora? Sobre la mesa del café el inventario la acusaba. El ticket del CD de Sabina que se regaló ella sola en su nombre, justificando su olvido. Los pañuelos de papel que ya no eran tan necesarios, pero... Papelitos de caramelos jamás tirados. La tarjeta del fotógrafo que él le recomendó, manuscrita, por eso la guardó. El par de guantes de cuero de carpincho que sí le regaló por el aniversario, pero un mes antes de la fecha correcta. Qué tierno, recuerda haberle dicho, adelantar el festejo. Estaba enamorada. El estuche de los anteojos de sol que perdió hace tiempo. La lapicera. Terminó el capuchino, guardó los pañuelos, metió guantes, ticket y tarjeta en el estuche inútil. Prolijamente. Lo dejó a un costado de la taza. Miró de nuevo el árbol de las garzas, que ya no estaban. Se fueron con las golondrinas, supuso, hasta el próximo atardecer. Pensó que tenía que hacer lo mismo. Irse, del lugar, de ella misma, pero no encontraba cómo. Esa certeza la desconcertaba, estaba fuera de todo orden, que era su cualidad más destacada. Abrió el cuaderno en el que había diagramado en detalle su viaje a Roma. En la primera hoja vacía escribió: 10 de la mañana. No sé qué hacer. Otra vez el estómago le avisó que así no marchaban las cosas.


El mozo levantó la taza y le preguntó si quería algo más. Otro capuchino, dijo, y cerró el cuaderno. Se concentró en la gente que pasaba por la calle. Seguramente habría otros decepcionados, o lo que fuera, como ella. Se convenció que todos los demás eran unos perfectos mentirosos. Como él. El segundo capuchino le duró mucho más tiempo, cuando lo terminó ya estaba frío y eso también le molestó. Pagó la cuenta, levantó el cuaderno, y dejó a propósito el estuche de anteojos cargado de pruebas. ¿De qué, las pruebas? pensó ahora que lo veía escrito. De tu estupidez, se contestó a los gritos en su cabeza. Se fue rápido, antes que el mozo encontrara el estuche y tratara de alcanzarla. En la esquina casi tropieza con Mario el mudo, cargando ese santuario que ya es parte de él mismo. A pesar de los años, Mario el mudo está igual, o así parece. Ella, en cambio, ya ni sabe cómo está. En ese momento le vio algo diferente. Se dio vuelta para mirarlo. Y sí, claro que estaba diferente: iba hablando por celular. De juguete, supuso. Y con Dios, seguramente. ¿Con quién más podría hablar un inocente sordomudo? Nada puede ser un límite verdadero le dijo su cabeza. Le tiró un beso imaginario deseando que Dios lo escuche, y volvió a su casa. Se recostó y se durmió. No está segura de si soñaba, o en un sopor, solamente recordaba. Ya le había ocurrido un par de veces, esa confusión. Lo vio a él parado en la puerta, diciéndole que se iba. Y diciéndole por qué. Mejor dicho, por quién. Ella lloraba. Estaba en medio de un desierto. Una lágrima muy gruesa cayó al suelo. Despacito se fue metiendo entre la arena y se convirtió en grano de sal. El desierto se hizo lago, el grano de sal se disolvió y todo fue mar. Ella flotaba, pero se estaba ahogando. Quiso volar. No pudo. Un águila iba en picada hacia ella. El terror la despertó. O la hizo reaccionar. Depende. No importa, el resultado fue el mismo: tuvo que ducharse. Se vistió y salió, casi deseando volver a cruzarse con Mario. ¿Para qué? Por primera vez en casi un año se sentía viva. Volvió al mismo café de mesas de madera, porque a pesar de todo, le seguía gustando. Miró el árbol de las garzas, sin pájaros. Pidió un café, en lugar de un capuchino. Bien. Se dedicó a disfrutarlo. Al momento de pagar le preguntó al mozo si habían encontrado un estuche de anteojos. Se lo trajo. Lo guardó en la cartera, y aprovechó para sacar el cuaderno. A continuación del no sé qué hacer anotó: 6 de la tarde. No voy a Roma. Fue a la agencia de viajes y contrató uno a las playas de Brasil. Le pareció que un poco al fondo se escuchaba un aplauso. Decidió ir a cenar a la casa de su padre. Por el camino compró una pizza con morrones y aceitunas negras. Y helado de chocolate. A su padre le encantan, a él le asquean. El único comentario del padre fue te veo mejor, sin nombrarlo. Comieron tranquilos. Antes de irse entró a su cuarto después de usar el baño. Del cajón de las armas sacó el .357 con el que le había enseñado a tirar, y cinco balas. Muchas, pero nunca se sabe. Por suerte todavía no había cambiado la cartera. Cuando se despidió le pareció que el padre la miraba preocupado. Lo tranquilizó avisándole del viaje. Quedó contento. Pasó por el café, por la vereda de en frente. A esa hora él va, todas las noches. Pudo mirarlo cómoda, por la falta de luz y porque los árboles son perfectos para ocultarse. Matarlo sería la perfecta venganza. En ese momento sonó su celular. Inexplicablemente pensó que el que llamaba era Mario el mudo y se empezó a reír. Entonces decidió que no valía la pena. Acarició el revólver sin sacarlo, y tuvo ganas de volar. El malestar en el estómago se convirtió en calambre, y ya no estaba segura de si hablaba sola, o si todos la señalaban con el dedo y se reían a carcajadas. Entonces sonó el tiro, y los gritos de la gente se mezclaron con los graznidos de las garzas y las golondrinas que huían espantadas. Alcanzó a verle la cara justo antes que la tiraran al piso. Cara de incredulidad tenía. Cuando llegó la policía y la subieron al patrullero su cabeza estaba muda. El vuelo sale a las doce. Ya se lo dijo dos veces a la tipa de la puerta, que la mira fijo, con media sonrisa torcida. Le pide que al menos guarde bien la cartera, aunque tenga un agujero, el cuaderno y el estuche de anteojos lleno de porquerías. Si Mario el mudo puede hablar por celular, la puerta de la celda no puede ser un límite verdadero. Su cabeza se ha callado. Guarda el papel y la birome debajo del colchón para intentar dormir. Sueña o recuerda, no sabe, que están socorriendo a Mario el mudo, que tiene un tiro en medio del pecho.


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