Conexión Restablecida Amor Moderno. Una historia que demuestra que la relación entre padres e hijos puede cruzar barreras tan terribles como las del Alzheimer. Para muchos hijos, el periodo de la vida en el que resulta más difícil establecer un buen vínculo afectivo con su padre es la vejez, más aún cuando este sufre de alguna enfermedad que afecta sus facultades mentales. El siguiente testimonio da cuenta, empero, de la posibilidad de recuperar una relación desgastada por el paso de los años precisamente cuando la lucidez del padre comienza a declinar.
C
uando mi padre estaba ya bastante sumergido
dentro de la demencia del Alzheimer --no todo lo que le faltaba por vivir, pero ya tenía unos cuatro o cinco años con la enfermedad-- desarrolló el gusto de observar atentamente a los árboles. En ese momento, yo no sabía que ese es un placer bastante común entre los pacientes de Alzheimer, algunos de los cuales entran en un estado meditativo tipo Zen. 1
En mi ignorancia, yo especulaba sobre cuál podía ser, para mi padre, la atracción de mirar árboles. Todo lo que él podía o quería decir al respecto era, “mira”, señalando hacia afuera de la ventana (o, si había buen tiempo, desde una tumbona) hacia las ramas de un roble o arce, mientras éstas se mecían suavemente. Y luego repetía, de manera un poco urgente, “¡mira!”.
Una vez él me hizo un gesto hacia una estatua de metal que tenía que representaba a un padre, un padre alto, curvo, con forma de hoja, que estaba protegiendo a un pequeño niño de metal, también con forma de hoja. Según pensé en ese momento, él intentaba transmitirme su percepción de que algo había cambiado entre nosotros, concretamente, quién cuidaba a quién, señalando primero del padre de metal al hijo de metal, luego del hijo de metal al padre de metal, y finalmente de él a mí, hasta que las lágrimas brotaron de nuestros ojos.
Y yo miraba, algunas veces poniéndome de pie y yendo a su lado para complacerlo, porque parecía que él quería compartir conmigo la perspectiva exacta del pino de 30 pies que se encontraba afuera de la cocina y que había llamado su atención. Yo asentía para manifestar que estaba de acuerdo, preguntándome si tal vez el haber crecido en las praderas de Canadá era la razón por la cual los árboles de ese tamaño ejercían todavía una gran fascinación sobre él.
Entonces pensé que los árboles debían parecerle familias a él, y que los árboles altos y maduros eran tal vez los padres.
Yo me preguntaba si él pensaba en estos árboles maduros, mucho más altos de lo que eran cuando él compró la casa 35 años antes, como un símbolo de sus propias realizaciones en la vida, el haber llegado a ser un patriarca con un cúmulo de logros.
*
Mi padre fue un hombre de gran intelecto que dedicó su vida a la invención científica. Entre muchos logros, fundó una próspera compañía y fue galardonado con la Medalla Nacional de Tecnología.
Tenía ochenta y pocos años cuando su memoria empezó a irse; en este momento contaba ya con casi 90 años. Yo sospechaba que cuando estábamos juntos él pensaba frecuentemente en que era mi padre; la certeza de que yo era su hija permaneció con él casi hasta el fin.
Nadie me influyó más que él (a menos que sea el fantasma de mi madre, quien murió cuando yo tenía siete años). Intenté complacerlo toda mi vida. Pero fuimos unidos sólo cuando yo era muy pequeña. 2
comenzó a alejarse de mí. Tal vez yo le recordaba demasiado a mi madre. Cuando tuve diez u once años (él se volvió a casar bastante pronto, cuando yo tenía ocho años), la formalidad ya se había instalado en nuestra relación, y yo parecía no poder ofrecerle más ningún tipo de alegría o distracción. Además, él estaba más ocupado que nunca trabajando, entre otras cosas, en el desarrollo de un filtro para la sangre que podría haber prolongado la vida de mi madre. Le tomaría más de 20 años de trabajo llevarlo al mercado. No estuvimos unidos durante todos esos años. Yo lo deseaba desesperadamente. Pero lo percibía frío y distante, desinteresado en la vida personal. Compartíamos un sentido del humor un poco juguetón que ocasionalmente aligeraba una o dos horas entre nosotros, y de hecho él se comportaba conmigo de manera sólida, paternal, bondadosa y generosa en muchos aspectos. Pero nunca hubiera dicho que éramos unidos.
A él le gustaban los niños pequeños. Cuando mis hermanos y yo éramos chicos, nos lanzaba al aire, nos dejaba subir encima de él y hacerle cosquillas. Los niños muy pequeños lo distraían y alegraban, y le sacaban un lado infantil que de otra manera permanecía adormecido. Cuando yo era verdaderamente pequeña hacía que me siente en su espalda para que le hiciera unos “masajes” cuyo único elemento eficaz, según él admitió más adelante, era el peso de mi pequeño cuerpo sobre su columna.
Hasta que le dio Alzheimer. *
A la hora de dormir me daba unas palmaditas que llamábamos masajes de pancita, y me contaba las aventuras de una ostra viajera bastante tonta. Luego de aprender a tocar la guitarra, me cantaba canciones folclóricas antes de irme a dormir: The riddle song, The foggy, Foggy dew, All the pretty little horses. Algunas veces, durante las largas estadías de mi madre en el hospital, me dejaba dormir en su cama, ya sea porque se lo pedía o porque mi calor y compañía le brindaban consuelo. Nada de esto tenía el menor carácter sexual, sólo se trataba de algo cálido, amoroso y bondadoso. Pero con la muerte de mi madre y tal vez hasta antes, a medida que su sombra avanzaba de manera sigilosa e inevitable sobre nuestra pequeña familia, él
Pocos amigos vinieron a visitar a mi papá una vez que empezó a naufragar. A pesar de que las víctimas del Alzheimer son inocentes de lo que les pasa, la 3
enfermedad todavía tiene un estigma, al igual que los demás tipos de demencia. En el caso de mi padre, una persona cerebral y muy exitosa, aquellos que lo conocían volteaban la mirada también para evitar el espectáculo de la gran caída de un hombre altamente talentoso.
reloj para que no sea robado. Fue a la casa de otra persona, pensando que era la suya. Agredía furiosamente hasta a los miembros de la familia. Luego pasó esa etapa y, con la ayuda de pequeñas dosis de medicamento, estuvo más contento, más dócil. Cuando yo lo visitaba le llevaba CDs para que escucháramos juntos. Cecilia Bartoli lo emocionaba hasta las lágrimas. Una grabación de una composición rapsódica de Georges Enesco era “la música más hermosa” que había escuchado jamás. Movía sus manos al ritmo, conduciendo. Algunas veces tarareaba.
Se dice que la gente muere de las “complicaciones” del Alzheimer, pero hablar de “simplificaciones” estaría más cerca de la verdad. El ver cómo progresaba la enfermedad de mi padre era mirar cómo se retiraba hacia un núcleo interno secreto, nativo, un estrato más allá de aquellos correspondientes a la socialización, educación, aprendizaje religioso, experiencia de vida, habilidades físicas, hábitos personales.
Mientras tanto, el lenguaje lo abandonó. Hablaba de corrido, pero con palabras que nadie reconocía, cosas incoherentes que le venían con una facilidad increíble, como si fuera Sid Caesar pretendiendo hablar francés. Sabíamos que estaba contando un chiste cuando alzaba la voz de manera animada y sus respiración se hacía rápida. Reíamos cuando él reía. Muy de vez en cuando, de manera desgarradora, decía algo con sentido acerca de su propia condición.
Primero se olvidaba de las cosas, y cuando sus hijos se lo decíamos (nos había pedido que se lo dijéramos, pues no quería acabar como su padre: con Alzheimer), él lo negaba. Tenía la esperanza de que sus olvidos fuesen el resultado del estrés: mi madrastra acababa de morir luego de una larga y penosa batalla contra el Parkinson.
“¿Existe alguna esperanza?”, me preguntó una vez.
Pero la memoria de nuestro padre no mejoraba. En lugar de ello emergió un nuevo y astuto lado suyo, hábilmente determinado a no mostrar ninguna señal de que estaba perdiendo su ingenio. A eso le siguió un periodo en que su olvido lo irritaba. Algunas veces se pegaba la rodilla, molesto porque una nueva palabra, nombre, o un concepto entero se le escapaban. Algunas veces reía ante esos lapsus. Una o dos veces bromeó, algo desesperado, “me estoy volviendo estúpido”.
Por supuesto, por supuesto.
Luego vino un largo periodo de paranoia. Temía que un niño que pasaba por su patio pudiera ser el blanco de soldados enemigos, pues su propia casa le era desconocida, y parecía pensar que estaba en el ejército. *
Cuando las enfermeras y asistentes que eventualmente contratamos para que se queden con él intentaban arreglarlo o alimentarlo, algunas veces los atacaba, confundido por el hecho de que manos desconocidas se tomen esas libertades. Escondió su
Me interesaba y me conmovía mucho ver como hasta este momento --una vez que la etapa de enojo había 4
pasado-- él era cortés y afectuoso con sus asistentes. Muy al comienzo, él había dejado de cenar solo en un extremo de la larga y brillante mesa de su comedor para acompañar al asistente y al ama de llaves en la mucho más agradable mesa redonda de la cocina.
Ellen Pall The New York Times @jimmycerf *
Uno de sus últimos comentarios coherentes, mucho tiempo después de que dejara de caminar o hasta de pararse y soportar su propio peso ya menguado, fue para ofrecer ayuda a una asistente trepada sobre una silla para ajustar las cortinas por encima de un par de puertas francesas. Siempre me ofrecía la mitad de su comida. Algunas veces me saludaba como si mi aparición fuera la sorpresa más maravillosa que nadie hubiese podido imaginarse jamás, como si nos hubiésemos encontrado por casualidad en un desierto en otra parte del mundo. En el ámbito sin gravedad de su mente confusa y al revés, se había convertido en el niño pequeño, bueno y amable que debió haber sido alguna vez en las praderas canadienses. Y ahora estaba unida a él. Al menos tenía la oportunidad de ayudarlo --me necesitaba-- y lo ayudaba, y estábamos unidos. La simetría: mi infancia, 40 años de restricción, su infancia. Ahora mi padre está muerto, mi madre está muerta y yo soy la siguiente. Ahora en el verano, cuando veo los árboles iluminados por el sol, moviéndose con el viento, me sorprendo de su belleza. Algunas hojas brillan como monedas, otras saludan como manos. Algunas veces una rama entera suspira y se inclina, como un cortesano. Mira. ¡Mira!
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